4
En que Bear da una fiesta

No hablamos durante el resto del trayecto. Tan pronto como llegamos a la casa, Otter anuncia que está cansado y que va a acostarse. Abraza a Ty y le dice que le verá muy pronto. Desea buenas noches a Creed, que está sirviendo el helado en un cuenco para Ty. A mí no me dice nada. A Creed no le pasa desapercibido. Da a Ty su comida y lo manda a ver El holocausto bovino o como se llame.

—Supongo que le has dado una buena —dice en un tono divertido.

—¿A qué te refieres? —pregunto con cautela.

—Bueno, vamos a ver. Habéis estado fuera casi una hora en lo que debería haber sido un trayecto de cinco minutos. Los dos habéis vuelto con cara de perro. Y ahora mismo, Otter ni te ha mirado antes de subir. —Sonríe—. Así pues, cuéntame. Le has echado una bronca por ser tan rastrero y mudarse a San Diego, ¿verdad? Por favor, dime que lo has grabado. Apuesto que has estado absolutamente aterrador.

Me río a mi pesar.

—Algo así.

—Bueno, ¿por qué lo hizo?

—¿Hizo qué?

Creed me mira como si fuera retrasado.

—¿Por qué se marchó? Nunca le he creído cuando decía que era porque ya no podía soportar a mamá y papá. Debe de haberte dicho algo.

«Necesitabas personas que pudieran ser fuertes para ti. Creí que yo podía hacer eso. Pero entonces acaeció aquella noche, y me di cuenta de lo débil que era en realidad. Estabas borracho, dolido y necesitabas un amigo, y entonces nos besamos, y comprendí que no podía ser el más fuerte. Pensé que de alguna manera te estaba presionando demasiado, y que era… No lo sé, Bear. Pensé que poner distancia entre nosotros era lo mejor que podíamos hacer en aquel momento».

—¿Y bien? —insiste Creed, haciendo una mueca al probar el helado de soja de Ty.

—No —miento—. En realidad no ha dicho nada.

—¿¡Un qué!? —digo a Creed unos días después.

Él y Anna están sentados a la mesa de la cocina de mi piso. Estamos tratando de ultimar los detalles de la fiesta de cumpleaños sorpresa del Chico, que será dentro de dos días. Leí en un sitio web sobre el cuidado de los hijos que cuando organizas una fiesta para niños tienes que darles bolsas de juguetitos y chuches, así que recabé su ayuda para reunirlo todo después de asaltar la tienda de todo a un dólar que hay cerca de la playa. No sé por qué los niños necesitan más juguetes de plástico baratos y golosinas, pero ¿quién soy yo para discutir con internet?

—¡Debes de estar bromeando!

—¿Qué? —exclama Creed, un tanto ofendido—. He oído decir que es muy bueno con los niños. Nuestros vecinos de al lado le contrataron en una fiesta que dieron.

Mira a Anna en busca de ayuda, pero parece tan horrorizada como yo.

Suelto un gruñido.

—No contrataremos a un jodido payaso para la fiesta de Ty. ¿Cómo has podido sugerir una cosa así? ¿No te acuerdas de cuando vimos It cuando teníamos su edad?

Él sonríe.

—Nos quedamos levantados hasta el amanecer en el fuerte-sofá que construimos en la habitación de Otter. ¡Eras un cagado!

Anna se echa a reír.

—Que yo recuerde, el fuerte fue idea tuya, y ya no pudiste volver a ver un payaso sin ponerte a gritar.

Creed hace un gesto de desdén con la mano.

—Tenía nueve años. Y aquel payaso se comía a la gente.

—No sé —digo—. ¿No hay algo un poco raro en los hombres adultos que se disfrazan de payasos y van a las fiestas de cumpleaños? Parece algo sacado de A la caza de los pedófilos. No sé si quiero que esta fiesta de cumpleaños termine saliendo en la tele. No creo que a los padres les hiciera gracia.

Creed suspira.

—Está bien. Cuando esta fiesta empiece a ser una mierda y el Chico esté molesto porque está pasando el peor rato de su vida no me vengas llorando cuando te diga que quiere venirse a vivir a mi casa.

Suelto un bufido.

—Si dice eso, puedes quedártelo.

Creed coge un chupete de caramelo y lo mete en una bolsa de Scooby Doo. Entonces se le encienden los ojos.

—¡Podríamos pedir a Otter que lo hiciera!

Anna le lanza un juguete de un dólar y le rebota en la cabeza.

—¡Eso sería aún peor! Además, Otter no se disfrazaría nunca de payaso. Por lo menos tiene algo de dignidad, ¿no?

Creed frunce el ceño.

—De eso nada. Lo único que hace ahora es andar con la cara mustia como una jodida adolescente. Siempre que estoy en casa, está encerrado en su habitación. Para mí, chicos, que le han dado de lo lindo en San Diego. Yo creía que la gracia de tener un hermano gay era que en teoría debían ser muy guais. Yo tengo un gay defectuoso.

—¿No tenía un novio o algo así? —pregunta Anna—. Creía que vivía con alguien.

—Lo hizo —responde Creed—. Jacob, Josh o algo parecido. Le mencionó algunas veces. Ahora, siempre que le pregunto al respecto me dice que me meta en mis asuntos. Naturalmente, yo sigo presionándole. Tarde o temprano cantará.

—Estoy segura de que si quisiera hablar de ello, lo haría —advierte Anna—. Déjale en paz y cambiará de opinión.

—Más le vale —sentencia Creed—. Los maricones tristes son aburridos.

—No digas maricón —lo reprende Anna—. Es grosero.

Creed pone los ojos en blanco mientras se mete un Jolly Rancher en la boca.

—Es mi hermano. Además, ¿sabes cómo nos llama él?

—¿Cómo?

Se inclina hacia delante y susurra:

—Reproductores.

—Creed —digo—, eres un retrasado mental.

—Sí, ¡qué le vamos a hacer! Pero ahora en serio, ese Josh o Jacob le ha descolocado. Vosotros rompéis cada dos por tres, y no hacéis pucheros.

—El hecho de que no hayas tenido ninguna relación larga en tu vida no significa que puedas tomarla con los que tienen una —le espeta Anna.

Él se burla.

—Podría tenerla si quisiera. Pero ¿sabes cuántas chicas fáciles hay en la Universidad de Arkansas? Y eso solo en mi calle.

—Eres un cerdo, Creed.

Él le sonríe satisfecho.

—Y te encanta. —Me mira despreocupadamente—. ¿Por qué no hablas con Otter?

—¿De qué? —murmuro, tratando de colocar una goma alrededor de una bolsa de cumpleaños terminada.

—Ya sabes, de sus problemas y eso. Por algún motivo siempre te ha escuchado, aun cuando tu consejo no fuera muy estelar que digamos.

La goma se rompe y me golpea los dedos. Me los froto y fulmino a Creed con la mirada.

—¿No muy estelar? Yo doy unos consejos estupendos.

—¡Me dijiste que a las chicas les gustaba que fuéramos malos con ellas!

—¡Estábamos en tercer curso! ¡Y no te dije que le dieras una patada en el estómago a Suzy March!

Se echa a reír.

—Dio resultado, ¿no? Seis años después aceptó mi capullo.

—¡Creed! —chilla Anna mientras me río.

Él sonríe y se parece a Otter.

—¿Y bien? —me pregunta.

—¿Y bien, qué?

—Habla con Otter en mi lugar. Ni siquiera le has visto desde que le gritaste.

Anna me mira raro.

—¿Cuándo gritaste a Otter?

—No lo hice —gruño, aunque en cierto modo le grité—. Creed se ha metido en la cabeza que regañé a Otter la noche que le viste.

Otra goma se rompe, y la tiro sobre la mesa.

—¿Lo hiciste? —pregunta Anna.

—¡No! —casi grito.

—Lo que tú digas —tercia Creed—. Anna, deberías haber visto la cara de Otter cuando regresaron. Juro por Dios que Otter estaba a punto de llorar y Bear parecía cabreado. No sé por qué ya nadie me cuenta nada.

—¿Para qué contártelo si de todos modos lo sabes automáticamente? —replico.

Anna me mira y luego mira a Creed.

—¿Quieres ir a mi coche a buscar lo que falta? —le pide.

Él gruñe y tiende la mano para coger las llaves. Ella se las pasa.

—Habla con él, Bear —dice Creed por encima del hombro mientras se encamina hacia la puerta—. Alguien tiene que hacerlo, y es evidente que no seré yo. ¿Quién más hay aparte de ti?

«¿Por qué no llama a Josh o Jacob? —pienso con humor negro antes de poder contenerme—. Estoy seguro de que puede hablar con él perfectamente».

—¿Bear? —dice Anna en voz baja.

—¿Qué?

—¿Por qué estás tan cabreado?

—No lo estoy —murmuro.

—Esta es la sexta goma que has roto en dos minutos.

—Son unas gomas de mierda.

—¿Qué le dijiste?

Suspiro.

—No le dije nada.

—¿Qué te dijo él, entonces?

—Nada, Anna. ¿No podemos dejar este asunto?

Estira el brazo y pone una mano sobre la mía. No me percato de cómo tiemblo hasta que lo hace. Tiene que notarlo.

—Es nuestro amigo, Bear. Sé que la pifió marchándose, pero es nuestro amigo. Creed tiene razón: deberías hablar con él.

—¿Por qué yo? —protesto, retirando mis manos de debajo de las suyas—. ¿Qué le diría que no le dijeras tú?

Anna me mira fijamente.

—Porque él te escucha. Lo ha hecho siempre.

—Chorradas. Siempre ha hecho lo que ha querido.

Ella se reclina en la silla.

—Sabes que eso no es verdad.

—Entonces ¿por qué se fue? —digo, con más aspereza de la que pretendía.

Noto una gota de sudor resbalándome por la nuca. «¡Domínate!», me ordeno.

«¿Por qué se fue? —susurra la voz—. ¡Tú le dijiste que lo hiciera! Díselo, Bear. Estoy seguro de que Anna tendría una explicación maravillosa para el tema, después de su semestre de Psicología. Quizás incluso podría explicarte por qué nunca has sido capaz de borrar aquel beso de tu mente. ¿No sería divertido?».

Anna procede a llenar otra bolsa.

—He estado pensando en ello otra vez. Creo que Creed tiene razón cuando dice que hay más de lo que sabemos. El Otter que conozco no habría dejado que sus padres le afectaran tanto. Habría podido mudarse sin más. Creed dijo que ya había rechazado ese empleo después de enterarse de lo de tu madre, ¿y al cabo de dos semanas se fue? Tiene que haber algo más.

No le respondo.

—¿Bear? —pregunta.

La miro, tratando de ocultar mi rostro detrás de una máscara. Ella debe de ver algo moviéndose debajo, porque vacila. Creo que es buena señal, hasta que abre la boca de todos modos y noto una burbuja de pánico hinchándose bajo la superficie.

—¿Viste a Otter antes de irse?

Tengo la boca seca.

—¿A qué te refieres? —me apresuro a decir—. Todos le vimos todo el tiempo antes de que se fuera.

—No me refiero a eso. Es algo que Ty… me dijo después de que se marchara. Entonces no le di demasiada importancia por todo lo demás que estaba pasando, pero…

—¿Qué dijo? —pregunto, sin querer que conteste.

Parece elegir cuidadosamente las palabras antes de hablar.

—Dijo…, dijo que la noche antes de que Otter se fuera estuvo en vuestra casa. Dijo que os oyó discutir. Creí que debía de haberlo soñado o algo así, porque tú dijiste que no le habías visto aquella noche.

—¿Cuándo dijo eso?

¿Y por qué no lo sabía yo?

—Le estaba haciendo un canguro mientras tú trabajabas, y le pregunté si quería que llamara a Otter para saludarle. Dijo que no porque sabía que tú estabas furioso con él. Dijo que Otter no volvería a casa porque tú no querías que lo hiciera.

—Yo…

No sé cómo terminar.

Transcurre un latido, una pausa, un momento infinito, y luego:

—Bear, ¿intentó Otter coquetear contigo?

—¿Qué? —digo, incrédulo—. ¡Por supuesto que no! Sabe que soy…

Mis palabras se apagan débilmente.

—¿Sabe que eres qué, Bear? —pregunta con delicadeza.

—¡Sabe que no soy así! —exclamo enérgicamente—. ¡No es culpa mía que se fuera!

Anna tuerce el gesto.

—No quería decir eso, Bear. No es culpa tuya ni de Ty. Es suya. Solo que desconocía si sabías más de lo que decías.

—¿Por qué debería mentir, Anna? —replico frunciendo el ceño.

—No estoy diciendo que lo hagas. Solo que… creo que Creed tiene razón. Creo que ocurrió algo más.

—¿Por qué no se lo preguntas a Otter, entonces? Me parece que, si tenía un problema, se le debería preguntar a él cuál era, no a mí.

—Se lo pregunté.

Oh, Dios mío.

—¿Y qué?

Juguetea con un anillo que lleva en el dedo.

—Dijo que necesitaba marcharse.

Me levanto y me dirijo hacia la nevera, fingiendo que tengo sed pero en realidad ocultando el alivio que se extiende por mi cara.

—Ahí lo tienes —le digo, cerrando los ojos al sentir el aire frío que emana del frigorífico. Quiero meterme dentro y cerrar la puerta—. ¿Qué más quieres que diga?

—¡No lo sé, Bear! —exclama con voz molesta—. Quiero que piense que puede contarnos lo que sea. No hay ningún motivo por el que tenga que pasar por esto solo, sobre todo cuando le necesitabas aquí.

Aprieto los dientes.

—No le necesitaba para nada.

Cojo una lata de refresco, cierro el frigorífico, me dirijo a la encimera y saco un vaso del armario.

Noto sus brazos rodeándome mientras apoya la cabeza sobre mi espalda. Intento no tensarme, pero no puedo evitarlo. Me frota el estómago debajo de la camiseta. Se ríe en voz baja contra mi espalda.

—El papá Bear de siempre.

—Sí, el mismo.

Me vuelvo y la beso en la frente. La siento sonreír contra mi cuello. «Quizás ahora cambie de tema», pienso.

—Dijo otra cosa —anuncia, y me quedo helado.

—¿Ah, sí? —suelto con voz estrangulada.

—Dijo que creía que había perdido su única oportunidad de ser feliz. Se negó a explicar nada más. Me pregunto a qué se refería con eso.

Por fuera, estoy aturdido. Por fuera, no encuentro palabras con que expresarme. «Pero por dentro, ¿no hay algo? ¿Algo… que no puedo precisar? ¿Su única oportunidad? No podía haberse referido a…».

Por más que me esfuerzo, no puedo completar el pensamiento. Está en un sitio oscuro, un lugar recóndito, y no tengo la energía necesaria para ir a buscarlo. Experimento una curiosa mezcla de pavor rodeando un calor que se intensifica dentro de mi estómago. Tiene un nombre, pero no seré yo quien lo pronuncie.

¿Su única oportunidad?

Oigo a Creed irrumpiendo por la puerta.

—¡Bear! ¡Bear!

—¿Qué? —respondo, aliviado por la distracción.

Entra corriendo en la cocina con una expresión de pánico en el rostro.

—¡Ty acaba de bajar del autobús!

—Mierda —murmuro.

Corro hacia la mesa y empiezo a meter todos los juguetes y adornos para la fiesta dentro de las bolsas en las que han llegado. Creed y Anna se ríen mientras lo llevamos todo a la antigua habitación de mi mamá, pero veo que Anna me mira con curiosidad de vez en cuando. Me pregunto si es porque se percata de que en ningún momento he llegado a contestar su pregunta. En realidad no he negado haber visto a Otter antes de que se fuera.

«Dijo que creía que había perdido su única oportunidad de ser feliz».

¿A qué se refería con eso?

¿Habéis intentado alguna vez organizar una fiesta sorpresa para alguien? Resulta imposible que termine siendo una sorpresa porque, tarde o temprano, la persona lo averigua. Alguien se lo dice, o descubre alguna prueba, o se da cuenta de que todo el mundo actúa de un modo extraño. Luego está la forma despreocupada en que tienes que librarte de él durante un rato para poder montar la maldita fiesta. Le dices que vaya a hacer algo con alguien, que ya te reunirás con ellos más tarde. Ahora probad de hacerlo con un niño que padece problemas de abandono, que se os pega como una lapa cada minuto del día. Y por su cumpleaños.

Dicho esto, el Chico quedó completamente sorprendido.

Habíamos celebrado fiestas de cumpleaños para él los últimos dos años, pero este año, por alguna razón, se me había metido en la cabeza que quería hacer algo gordo. Me había pasado cuatro meses ahorrando para asegurarme de conseguir todo lo que necesitaba. Incluso contraté a un mago para que viniera a hacer trucos de magia. (Ya lo sé. Estáis pensando en qué diferencia hay entre eso y traer a un payaso. Pues bien, un mago no lleva la cara pintada ni te provoca pesadillas). Decoramos la casa entera de Creed hasta que daba la impresión de que habíamos robado todo el contenido de la tienda de material para fiestas. Era un poco excesivo, sobre todo cuando me di cuenta de que habíamos agotado los diez rollos de serpentinas que había comprado. Y se sumó el hecho de que se presentaron casi todos los alumnos del curso de Ty. Había casi un centenar de personas en la casa cuando Anna llamó para anunciarme que venían más. Había indicado a todo el mundo que aparcara en una iglesia situada calle abajo. Aquel aparcamiento nunca había estado tan lleno, ni siquiera los domingos.

Reuní a todos en el vestíbulo y la salita de la casa. Me planté delante de ellos, intentando conseguir que se callara todo el mundo, y vi a Otter con su sonrisa torcida, observando cómo trataba de silenciar a cuarenta críos. Me aseguré de que nadie miraba y le mostré el dedo del medio. Él soltó una risita.

«¿Así que hablarás con él?», me había preguntado Creed unos días después de la conversación en mi casa.

«¿No puede esperar hasta después de la maldita fiesta?».

«Sí, pero procura que sea pronto, ¿vale? Me estoy hartando de Otter el deprimido».

«¿De veras crees que servirá de algo?».

«Creo que sí. Y creo que también tú lo necesitas».

«¿Qué quieres decir?», había preguntado, algo molesto.

«Puede que seas el único al que Otter haga caso, pero sé a ciencia cierta que él es el único al que tú haces caso».

No le había pedido que se explicara.

Y allí me tenéis, agitando los brazos con frenesí, preguntándome por qué diablos había considerado oportuno invitar a tantos niños y absolutamente convencido de que uno de ellos había descubierto el pastel. Oí a Anna y al Chico enfilando el camino de entrada hacia la puerta. Oí a Ty sermoneando a Anna sobre algo y eché a correr en busca de un sitio en el que agacharme. Mientras lo hacía, una mano salió, agarró la mía y me derribó. Otter casi me hizo caer en su regazo.

—¡Uf! —gruñí.

—Lo siento —dijo, sin parecer para nada arrepentido.

No me soltó el brazo, y solo tuve dos segundos para preguntarme cómo se habían vuelto tan grandes sus manos cuando la puerta se abrió y la casa estalló en gritos y algarabía. Me levanté de un salto, gritando de forma incoherente, y reparé en el segundo exacto en que el brazo de Otter soltaba el mío mientras él bramaba a mi lado.

¿Alguna vez os ha gritado tanta gente al mismo tiempo? ¿No?

Es algo muy fuerte.

Vi que tanto Ty como Anna retrocedían, y ella me explicó más tarde que fue como oír un estampido sónico estallando sobre tu cabeza cuando menos lo esperas. Ty se llevó un susto tremendo, y supe que lo habíamos logrado cuando se quedó mirando a todo el mundo con la mandíbula desencajada. Creed se le acercó corriendo y lo aupó en el aire. Incluso a medio salto, pude ver que me buscaba con la mirada, así que me acerqué y me situé al lado de Creed, que lo dejó en el suelo. El Chico puso su mano en el mismo sitio donde lo había hecho Otter. Me tiró del brazo y me hizo agachar para susurrarme al oído entre el ruido.

—Bear —dijo—, ¿todo esto es por mí?

Le revolví el pelo y contesté:

—Puedes estar seguro.

Entonces sonrió, y los últimos cuatro meses ahorrando cada céntimo que podía merecieron la pena.

Estamos sentados en el jardín de atrás, con los niños desperdigados por la hierba, viendo cómo el Asombroso Como-se-llame saca un conejo de su chistera. Los chicos estallan en risas y los padres aplauden cortésmente. Creed se inclina hacia delante y murmura:

—¿Cómo puede ser esto mejor que un payaso?

—Por lo menos no tendremos que contar todos los niños cuando se vaya para cerciorarnos de que no se lleva a ninguno —le respondo.

Me mira con incredulidad.

—¿No has visto la furgoneta en la que ha llegado? ¿Y el bigote falso que lleva? Por el amor de Dios, Bear, probablemente deberías contarlos de todos modos.

Le doy un puñetazo en el brazo.

El mago hace una reverencia y promete volver al cabo de un rato. Los niños se dispersan, y el Chico se me acerca corriendo y se echa en mis brazos, hablando de un millón de cosas a la vez. Luego se escabulle y sale a la carrera con algunos chicos de su clase hacia un castillo hinchable que Creed había alquilado al azar. Le dije que se lo pagaría. Él me contestó que me fuera al carajo.

Anna aparece a mi lado.

—Eh —digo, rodeándole los hombros con un brazo.

—Eh, tú —responde—. No me puedo creer que hayas montado todo esto.

Suelto un bufido.

—Querrás decir que lo hayamos montado nosotros.

Mira a Ty, que está saltando y rebotando contra las paredes del castillo.

—¿Has visto la expresión de su cara? Creía que iba a desmayarse. —Todos nos reímos cuando Ty intenta ejecutar un salto mortal y fracasa estrepitosamente—. Nunca le he visto así —añade.

Sé a qué se refiere. Desde que ha empezado la fiesta, Ty ha estado corriendo por todo el jardín, con un estado de éxtasis perpetuo grabado en el rostro. Se me ha acercado de tarde en tarde, pero solo para contarme lo que acababa de hacer antes de salir corriendo en la dirección opuesta. No ha estado a mi lado más de unos segundos. Sonrío al mismo tiempo que me siento triste.

—Ha pasado algún tiempo —digo.

Creed se atraganta con su bebida a mi lado. Levanto la mirada cuando señala a Otter, que está rodeado de niños, todos los cuales parecen querer encaramarse a él al mismo tiempo. Le oímos gritar mientras desaparece bajo un mar de pequeños tobillos.

—Es una lástima —dice Anna.

—¿Qué? —pregunto distraídamente, observando cómo Otter trata de enderezarse cuando Ty aparece de improviso y le hace un placaje por la espalda.

—Que nunca tendrá hijos. Sería un buen padre.

Otter agarra a Ty y le hace girar por los brazos. El Chico grita de felicidad, dando vueltas y vueltas.

Han transcurrido cinco horas, y ahora entiendo por qué la gente no organiza fiestas sorpresa tan multitudinarias. Allí donde antes la casa tenía un aspecto festivo y radiante ahora parece un cementerio al que van a morir las fiestas. Suspiro mientras abro otra bolsa de basura, la sexta en la última media hora. Creed gruñe mientras recoge un zapato que por alguna razón alguien se ha dejado olvidado. Pero juro que no tiene nada que ver con el mago. Los he contado.

Miro a través de la ventana al interior de la salita y veo a Ty dormido en el sofá, rodeado de papel de envolver y bolsas de regalos. No sé cómo diablos voy a llevar todo eso a casa. Y, si lo consigo, no sé dónde vamos a ponerlo. Ya estoy pensando en el próximo año, y juro que daré la fiesta en mi piso, donde solo podrán venir unos pocos. Esto es ridículo.

—Recuérdame que no vuelva a hacerlo nunca más —dice Creed, haciéndose eco de mis pensamientos—. ¿Dónde diablos está Anna, y por qué no ayuda?

Me encojo de hombros.

—Debe de estar dentro, limpiando —contesto.

Hago una mueca al recoger un montón de algo húmedo del suelo. Me estremezco y lo tiro a la bolsa, procurando no pensar qué puede ser.

Me dirijo a la mesa y empiezo a echar vasos a la basura cuando oigo que Creed se me acerca.

—Has hecho un buen trabajo, Bear —dice en voz baja—. El Chico recordará esto toda su vida.

—Más le vale —respondo, sentándome en una silla con un gemido.

Creed me observa.

—Lo digo en serio, Bear. Estoy orgulloso de ti. —Sacude la cabeza—. No sé si yo podría hacer lo que tú haces si me encontrara en tu situación.

—Sí, bueno, yo tampoco creía que pudiera, si hace que te sientas mejor —digo con voz cansada.

—Supongo. Aun así…

Deja la frase sin terminar.

—¿Por qué estás tan cursi? —le pregunto con recelo—. ¿Qué quieres?

Vuelve la cabeza por encima del hombro. Me inclino hacia delante para mirar a su alrededor y veo a Otter de pie junto al castillo hinchable, tirando más porquería en una bolsa de basura.

—¿Ahora? —me quejo—. Estoy tan jodidamente cansado, y queda tanta mierda por recoger…

Creed hace un gesto con la mano.

—Que la jodan. Estará aquí mañana, y dudo que consigas que Ty se mueva de ese sofá hasta entonces, así que puedes quedarte aquí esta noche. Creo que iré a preguntar a Anna si quiere emborracharse conmigo para aprovecharme de ella.

Le tiro un vaso mientras se aleja.

—Me debes una —grito a su espalda.

Me enseña el dedo medio, entra y cierra la puerta. Vuelvo a observar a Otter mientras anuda una bolsa de basura y empieza a mirar por el suelo buscando otra. Del océano llega una espesa niebla y también empieza a hacer frío. Suspiro desalentado, me levanto y me desperezo, sintiéndome como si fuera a la guerra.

—Hola —digo al acercarme a él.

—Hola, Bear —responde—. Una fiesta estupenda.

—Gracias. Daba la impresión de que te estabas divirtiendo.

Frunce el ceño.

—Seguramente lo notaré por la mañana. Tener doce niños amontonados sobre ti es una buena forma de empezar a acusar tu edad.

Me echo a reír.

—Seguro. Si hace que te sientas mejor, hasta yo me he sentido viejo hoy.

Pone los ojos en blanco.

—Mucho mejor. Gracias, Bear. ¿Qué tengo, ocho años más que tú?

—Alguien tiene que ser el viejo de aquí.

—Y podría serlo yo, ¿verdad?

—Verdad.

—Pues eso —dice.

—Pues eso —digo.

—¿De qué quieren Ana y Creed que hables conmigo?

Me sobresalto.

—¿Qué?

Él suelta un bufido.

—Creed no es precisamente el rey de la discreción. Vamos, Bear, ya deberías saberlo. ¿Qué me dijo hace unos días? «Sigue compadeciéndote, Otter. Sigue siendo un maricón. Espera a que te eche a Bear encima otra vez y ya hablaremos» —dice, haciendo una espeluznante imitación de su hermano pequeño—. No me has dirigido la palabra desde que te fuiste la semana pasada, pero aquí estás.

Maldigo para mis adentros. Miro por encima de la cerca trasera de su finca y puedo ver el océano. La niebla se está espesando cada vez más y me estremezco. Las gaviotas graznan. Oigo las olas rompiendo en la playa.

—He estado pensando —digo por fin.

Otter arquea una ceja.

—¿En qué?

—Supongo que en lo que dijiste aquella noche.

Suspira.

—Me preguntaba si lo harías. Tienes tendencia a analizarlo todo en exceso.

—Lo que tú digas.

Nos inclinamos para recoger más desperdicios. Él sostiene la bolsa abierta delante de mí y yo introduzco platos de plástico. Aparto los ojos para intentar centrarlos en otra parte, pero sé que nos adentramos en terreno peligroso, un terreno en el que apenas hay asideros. Empiezo a pensar que ha sido una mala idea.

«Puede que seas el único al que Otter haga caso, pero sé a ciencia cierta que él es el único al que tú haces caso», dice Creed dentro de mi cabeza.

«Dijo que creía que había perdido su única oportunidad de ser feliz», susurra Anna.

Quizás Otter tenga razón, quizá sí que pienso demasiado en las cosas. Pero no habría llegado hasta aquí, no habría llevado a Ty hasta aquí, de no haberlo hecho. Me asombra que la gente no parezca entenderlo. No es culpa suya, ya lo sé, porque no se han encontrado nunca en mi situación. Analizar en exceso es la única forma en que podíamos sobrevivir. Trato de contener la irritación que empieza a dominarme. Esta conversación no debería girar en torno a mí. Debería girar en torno a él.

—Piensas demasiado, Bear. Lo has hecho siempre —insiste Otter, como si me leyera los pensamientos—. No tiene nada de malo. Forma parte de tu naturaleza.

—Vaya, gracias.

—No te lo tomes a mal. Yo hago lo mismo.

—¿Ah, sí? —digo—. Pues quizá deberías hacer algo al respecto.

Me mira, con una irritación risueña reflejada en su cara.

—¿Desde cuándo te has vuelto tan pomposo?

—Te has perdido muchas cosas, Otter. Tal vez deberías quedarte aquí algún tiempo esta vez.

—Bear… —empieza a decir.

—¿De veras crees que te estás haciendo demasiado viejo? —le interrumpo, al mismo tiempo que se me ocurre una idea.

—Supongo.

—¿Demasiado viejo para subirte al castillo hinchable?

Se echa a reír y parece sorprendido de ese sonido. Levanta la vista hacia el amenazador artilugio que Creed tiene reservado hasta mañana por la mañana.

—No lo sé, Bear. Seguramente lo reventaría.

—No seas tan cagueta —digo, con un dejo de desafío en la voz.

Me mira de arriba abajo, y ambos sabemos que podría aplastarme en un suspiro. Deja la bolsa de basura, levanta las manos en el aire y empieza a quitarse los zapatos de un puntapié.

—Así me gusta, viejo. Eso está mejor —digo mientras me descalzo a mi vez.

Otter murmura algo amenazador contra mi persona y se acerca a la entrada antes de mirar dentro. Veo que empieza a cambiar de opinión, así que le pongo un pie en el trasero y empujo con todas mis fuerzas. Le oigo gruñir cuando cae de cabeza en el castillo hinchable.

Me subo, está oscuro y no puedo verle. Entonces me coge del brazo por el mismo sitio en que lo ha hecho antes y casi tengo tiempo de formar un pensamiento, el que sea, pero luego me lanza a través del castillo, reboto en la pared y caigo boca arriba. Él se mueve deprisa y salta a mi lado, lo que me levanta por los aires contra la pared de nuevo. Mientras tanto, unas estruendosas carcajadas salen de su boca y resuenan a través de los reducidos confines del castillo de plástico. Me levanto y le miro enfadado, y él se tapa la boca y ríe con disimulo.

—Deberías verte la cara ahora mismo —dice entre risas—. No tiene precio. Pareces…

Pero eso es lo único que puede articular hasta que corro silenciosamente hacia él y lo placo por la cintura ejerciendo toda la fuerza de mi hombro. Creo que he ganado lo que sea que pretendía ganar, pero todo el mundo sabe que los castillos hinchables son injustos. Cuando le llevo hacia la pared, mis calcetines resbalan sobre la superficie de goma, los dos pies se deslizan bajo mi cuerpo y trato desesperadamente de agarrarme a algo, pero solo puedo cogerme a Otter y lo arrastro al suelo conmigo. Me quedo tendido boca arriba y solo dispongo de un segundo para reaccionar antes de que él se derrumbe sobre mí, con mi cabeza bajo su pecho. Noto que jadea y oigo su corazón latiendo velozmente en su pecho. Permanezco inmóvil un momento, obligándome a moverme, pero no puedo. Siento la longitud de su cuerpo descansando sobre el mío, y no es como Anna, la única otra persona que he tenido contra mí de ese modo. Es fuerte, duro, y desprende un inconfundible olor a hombre. Un millón de cosas me asaltan a la vez y no puedo respirar, no puedo moverme, y lo único en que puedo pensar es que ahora está aquí conmigo, y es como si los últimos tres años no hubieran existido, como si siempre hubiera estado aquí y siempre hubiera sido Otter. Me aterrorizo porque noto que me excito bajo su peso, y aunque solo permanece allí durante un segundo, parece una eternidad. Entonces se tensa como si le pasara la corriente y se apresura a apartarse de mí. Siento sorpresa y frío mientras una única lágrima me resbala por la mejilla.

Se escabulle hacia un rincón en el lado contrario, con el rostro oculto por las sombras. Le oigo respirar entrecortadamente, y me gruñe como una bestia salvaje:

—¿Qué diablos estás haciendo?

No digo nada.

—¿Qué quieres de mí, Bear? —brama, de repente y con malicia.

—No lo sé —murmuro sinceramente, sin saber qué otra cosa decir.

«Bear, oh, Bear», pienso con tristeza.

Otter emite un ruido angustiado y se deja caer contra la pared.

—Vuelve dentro, Bear. Vuelve dentro y déjame en paz.

Me levanto y empiezo a hacer lo que me pide. Llego a la entrada del castillo hinchable y me detengo.

—¿Qué te ha pasado, Otter? —pregunto sin volverme—. ¿Por qué tenías que regresar a casa?

—Ahora no, Bear —suplica—. Ahora no puedo hacerlo. Vete. Márchate.

—No —digo, volviéndome para demostrarle que estoy repentinamente enfadado—. No, vas a decírmelo, y me lo dirás ahora. He aguantado tus chorradas durante los tres últimos y jodidos años y, maldita sea, me lo debes.

—¿Por qué te importa? —gruñe.

—¡Por qué eres mi amigo, Otter! —le grito, temblando—. Incluso después de todo lo que has hecho, incluso después de todo eso, ¡sigues siendo mi amigo! No tengo nada más que darte, ¡así que dame tú algo por una vez!

Mis palabras resuenan en las paredes y flotan dentro de mi cabeza. Todavía no puedo verle la cara, pero no quiero acercarme más a él. No he hablado nunca con nadie como he hablado con él durante la última semana. Yo, de él, me odiaría. Si yo fuera él, tampoco querría hablar conmigo. Siento que la vergüenza empieza a encenderme el rostro y creo que debería disculparme, pero no puedo. No quiero. Por más que me equivoque por decir las cosas que he dicho, cuando menos era la verdad.

—Otter —intento otra vez, con voz más suave—. ¿Por qué no quieres hablar conmigo?

—Tú mismo lo has dicho, Bear —responde con voz apagada—. No te queda nada más que dar, y desde luego sé que no debería esperar nada más de ti. Ya has hecho suficiente. No puedo esperar que estés a mi lado cuando yo no he estado al tuyo.

Se levanta, tambaleándose, pasa junto a mí y sale del castillo hinchable. Le sigo con la mirada como un bobo.

«Así que es eso —pienso, confuso—. Es eso. Ya no puedo hacerlo».

Otter ya está en mitad del jardín cuando le llamo. No era mi intención. Simplemente ocurre. Se detiene, con los hombros caídos. Mis pies se mueven antes de darme cuenta de que corro hacia él. Me paro a pocos metros, y él no se vuelve.

—¿Qué quisiste decir? —pregunto sin poder evitarlo—. ¿A qué te referías cuando le dijiste eso a Anna?

Parece abatido.

—¿Qué le dije a Anna, Bear?

—Dijiste que creías que habías perdido tu única oportunidad de ser feliz —le digo, y las palabras salen de mi boca como un graznido—. ¿A qué te referías?

Se tensa, creo que va a girarse y no sé qué haré si lo hace, pero una parte de mí, aquella parte secreta, está deseando que se vuelva hacia mí para poder ver la expresión de su cara y saber que dice la verdad. Estoy empapado en sudor y tengo el estómago revuelto, pero ¡vuélvete, joder! ¡Mírame! ¡Dame algo, maldita sea!

Por un momento parece que lo hará, pero no lo hace. Entra en la casa sin mediar palabra.

Se aleja de mí.

Otra vez.

Esa noche, acurrucado en actitud protectora contra el Chico, tengo otro sueño.

Camino por la playa. El cielo es azul, el agua es azul y la arena es azul. No el azul del día, sino el azul negruzco del océano por la noche. Unas veces me acompaña Otter; otras, lo hace mi mamá. No dicen nada, y yo tampoco. Pero no pasa nada; no me importa. Me gusta andar por esa playa en mitad de la noche. No sé de nada que pueda hacerme daño allí. He luchado por este lugar. Da la impresión de que es la única lucha que he conocido nunca.

Otter desaparece, y mamá pasa a ocupar su sitio. Me mira con curiosidad, y tiendo una mano para coger la suya, pero ella da un paso atrás y niega con la cabeza. Entonces ya no está, y es Otter quien se encuentra de pie a mi lado. Vuelvo a tender la mano, y él también la rechaza, pero se me acerca. Noto que su brazo roza el mío. Señala hacia el agua y echo a andar hacia allí, donde las olas rompen suavemente en la playa. Le sigo cuando se adentra en la espuma. Tengo los pies mojados y me detengo. Trato de llamarle, y sé que debe de oírme porque se vuelve y tiende su mano, queriendo que se la coja. Vacilo, él se da cuenta y entonces desaparece, y vuelve a estar mi mamá, caminando a través del agua poco profunda, haciéndome señas. Doy un paso atrás.

Y otro.

Y otro.

Otter me mira con tristeza. Sus ojos no son del verde intenso habitual, sino marrones como los de mi madre. Agacha la cabeza y baja la mano al costado. Se vuelve y se adentra en el mar, más allá del rompiente. Sé que no puedo quedarme mirando cómo se ahoga, pero tengo tanto miedo de ahogarme con él que no le sigo. El agua le rodea los hombros, y sin embargo sigue adentrándose. Se produce un momento, una brecha reluciente en el azul nocturno, y corro detrás de él, como siempre he sabido que haría. El agua salpica a mi alrededor, es densa y pegajosa, pero no me importa. Tengo que llegar hasta él. Me oye llegar y se gira, y veo que sus ojos vuelven a ser verdes, tan hermosamente verdes y dorados que me echo a reír de alivio. El agua me entra a borbotones en la boca abierta y me estoy hundiendo, me ahogo. La superficie se cierra sobre mi cabeza y me he ido, ido para siempre.