Muy bien, ya sé lo que estáis pensando: primero Bear, ¿y ahora un tipo llamado Otter? Puedo explicar eso también.
¿Recordáis cuando os dije que Ty es el motivo de que mi mamá y todo el mundo empezaran a llamarme Bear? Supongo que era una especie de venganza cósmica por lo que le hice al hermano mayor de Creed. Cuando conocí a Creed a la tierna edad de ocho años, yo era infinitamente más tímido de como soy ahora. Ahora me siento a gusto conociendo gente nueva. Pero en aquel entonces era una pesadilla con los desconocidos. Había ido a casa de Creed por primera vez para jugar y pasar allí la noche. Mi mamá tenía un nuevo novio que requería todo su tiempo (oh, ya lo sé: pobrecito de mí, ¿verdad?) y el Chico aún tardaría unos años en llegar. Así pues, cuando mamá averiguó que había hecho un nuevo amigo, me empeñó de inmediato a aquella familia, que bien habría podido echarme una mirada y cerrar la puerta. Pero no lo hicieron, y al poco tiempo la mamá de Creed ya identificaba mi voz cuando llamaba por teléfono, y cenaba en casa de ellos más a menudo que en la mía. Entonces llegó Ty y tuve que abstenerme una temporada para quedarme en casa y ayudar a mamá.
La primera vez que fui a casa de Creed estaba hecho un manojo de nervios, y todo tenía que ver con aquel ente desconocido, aquel ser llamado Hermano Mayor. Creed me había dicho antes que tenía dieciséis años y era un gilipollas, pero que nos dejaría en paz si nosotros le dejábamos a él. Naturalmente, aquello me tenía aterrorizado a más no poder. Me imaginaba que aquel adolescente descomunal me descuartizaría solo con mirarle mal, y de repente no quise ir. Supliqué a mamá, pero me dijo que Bill, Frank, John, Bob o cualquiera que fuese el nombre monosílabo del tipo con el que salía entonces iba a llevarla a un sitio elegante, que ella se lo merecía y si yo no creía que se lo merecía. Y, por supuesto, no se habló más del tema, y dos horas después me encontraba en el porche delantero de los Thompson con una bolsa de Transformers que mi mamá había comprado en un mercadillo para la ocasión. Llamé al timbre, preguntándome cómo sonaría el timbre de un rico, y justo me sorprendía al comprobar que sonaba igual que el nuestro cuando la puerta se abrió.
—¿Quién eres? —dijo el chico mayor, mirándome ceñudo por encima de su Gameboy.
Lo primero que pensé fue en lo impresionado que estaba de que tuviera una Gameboy. ¿Os acordáis de aquellos cacharros de pantalla verde sucio que reducía todos los juegos a puré de guisantes? Siempre quise uno, pero mi mamá dijo que era mejor tener un techo sobre la cabeza. No he sido nunca de los que tratan de discutir esa clase de lógica.
Lo segundo que recuerdo es que Creed había dicho que su hermano podía ser un gilipollas, y desde luego eso significaba que era capaz de asesinar y que no vacilaría en asesinarme a mí. De modo que grazné mi nombre y pregunté si Creed estaba en casa. Él llamó a Creed gritando por encima del hombro y se alejó. No supe si seguirle o quedarme donde estaba. Mis piernas se negaban a moverse, así que decidí que era mejor esperar fuera. Creed apareció en la puerta, me cogió del brazo y me estiró. Entré y saludé a sus padres, a los que había visto un par de veces. Creed me llevó a su habitación para que dejara allí mis cosas. Pasamos delante de otra puerta, cuyas bisagras estaban a punto de saltar por efecto de las vibraciones de la música que atronaba dentro y que tenía un cartel escrito en una letra a mano casi ilegible. Y juraré por Dios hasta el día que me muera que ponía: HABITACIÓN DE OTTER. PROHIBIDA LA ENTRADA.
Pues bien, yo no sabía cómo se llamaba el hermano mayor de Creed cuando llegué, y durante el trayecto hasta la habitación de Creed me estuve preguntando por qué su hermano se llamaba así. Se lo pregunté en voz baja en su cuarto después de asegurarme que no podía oírme nadie más, pues no quería provocar la ira de alguien que pudiera estar escuchando. Recuerdo que Creed se echó a reír como un histérico hasta que se le saltaron las lágrimas. ¿Sabéis cuando alguien encuentra algo muy divertido a lo que no acertáis a verle la gracia, pero se ríe tanto que finalmente os hace reír también? Pues eso fue lo que ocurrió. Estábamos los dos desternillándonos de risa, pero uno de nosotros ignoraba qué era tan divertido. Entre hipos y mocos colgándole de la nariz, finalmente Creed me dijo que su hermano se llamaba Oliver.
Todo iba bien hasta que Creed sacó el tema a colación mientras cenábamos.
En ese momento deseé, como no lo había hecho nunca antes, poder desaparecer, volverme invisible, caerme muerto, cualquier cosa con tal de escapar de mi estupidez absoluta. Naturalmente, supuse que todos se reían de mí. Me notaba la cara ardiendo mientras trataba de pensar en algo divertido que hubiera visto para contener las lágrimas. Pero finalmente, por suerte, la conversación pasó a otra cosa. Estuve lanzando miradas de soslayo a Oliver, preguntándome hasta qué punto se había enfadado conmigo y cómo planeaba vengarse. En una ocasión me sorprendió mirándole y me dirigió una sonrisa torcida. Le chispearon los ojos.
Aparté la mirada.
La siguiente vez que fui a casa de los Thompson todos le llamaban Otter.
Extiendo un brazo y sacudo ligeramente al Chico, tratando de despertarlo. No le gusta despertar en sitios extraños, así que es una misión delicada. Por fin abre los ojos, mira a su alrededor hasta que me encuentra y se relaja visiblemente.
—¿Qué pasa, Bear? —pregunta, bostezando.
—Estamos en casa de Creed. ¿Te acuerdas que dije que vendríamos aquí esta noche? ¿Sigue pareciéndote bien que nos quedemos un rato?
En realidad tenía intención de pasar la noche aquí, pero ahora que está Otter ya no me apetece. Es una larga historia.
El Chico se estira y asiente con la cabeza.
—¿Crees que Creed aún tiene el History Channel en su tele?
Intento disimular una sonrisa, pero no lo consigo del todo.
—Seguro que sí. Pero ¿no quieres ver dibujos u otra cosa? —Me mira como si estuviera loco. Suspiro y me recuerdo una vez más lo poco convencional que es mi hermano y lo normal que resulta eso. Vacilo antes de pronunciar las siguientes palabras, pero solo un momento—. Adivina qué, Chico. Otter también está aquí.
El Chico calla un momento, pensativo.
—Ha pasado algún tiempo —se limita a decir por fin.
Se desabrocha rápidamente el cinturón de seguridad y baja del coche a la lluvia. Le subo la cremallera de la chaqueta, me doy cuenta de lo estrecha que le viene y me pregunto si debo comprarle una nueva. Trato de pensar si tiene alguna otra chaqueta en el armario de casa, pero no lo recuerdo. No pasa nada. Por ahora. De momento, parece estar a gusto.
—Bear, ¿entras o qué? —pregunta Creed desde la puerta.
Me sobresalto al percatarme de que Ty ya ha entrado corriendo y yo estoy mojándome en el camino de entrada. Sonrío avergonzado y me paso las manos por el pelo.
Cuando entro en la casa, oigo a Ty llamar a gritos a Otter mientras sube la escalera precipitadamente. Creed me mira y pone los ojos en blanco.
—Supongo que ya me han sustituido.
—No te lamentes —le digo—. El Chico piensa que eres guay, pero «¡Otter mola!».
Trato de imitar la voz aguda del Chico.
—Es la historia de mi vida —murmura Creed.
—¿Por qué está aquí? —pregunto en un tono despreocupado, pero Creed no me oye.
Le sigo al interior de la cocina, desde donde oigo a Otter bajando pesadamente la escalera y a Ty hablándole sin parar. Les veo pasar junto al acuario al pie de la escalera y me fijo en que Ty ya está encaramado a la espalda de Otter, rodeándole el cuello con los brazos amigablemente mientras se ríe en su oído. Otter luce en el rostro la misma sonrisa torcida que ha tenido siempre. Me acuerdo de cuando antes me llevaba así. Es un poco más bajo que Creed, pero más musculoso. Todo lo demás, desde el pelo rubio muy corto hasta los ojos verdes, es idéntico. Desde luego, es mayor que Creed y yo, veintinueve años frente a los veintiuno que acabamos de cumplir. En realidad no ha cambiado mucho con los años. Me sorprendo desacostumbradamente fascinado por las venas que se hinchan en sus brazos enormes, la descomunal longitud de su espalda bajo la camiseta que lleva. Sus manos gigantescas, las arrugas que se forman en las comisuras de sus ojos cuando sonríe. Hay algo rondándome la cabeza, pero ahora no puedo reparar en ello y me regaño en silencio por fijarme en esas cosas de él. De mí mismo. ¿Qué diablos me importan?
Otter deja al Chico sobre la encimera de la cocina, dedicándole aún toda su atención. Ty le cuenta alguna historia relativa a los perjuicios de la producción de jamón y baja los ojos un momento. Es entonces cuando Otter mira un instante por encima de la cabeza de Ty y me busca. Sus ojos encuentran los míos, y Otter exhibe su otra sonrisa característica antes de devolver enseguida su atención al Chico. Sabe mejor que nadie que cuando Ty te está hablando de algo tan importante como la fabricación de jamón debes hacerle caso como si fuera lo último que oirás en tu vida. Intento no fijarme en mi paso vacilante cuando Otter aparta la mirada.
Entro en la cocina. Creed saca cervezas del frigorífico y me ofrece una. La cojo. Lanza otra a Otter, que la captura hábilmente con una mano sin apartar los ojos de Ty en ningún momento. Ty se interrumpe en una frase, y entonces Creed exclama:
—Chico, ¿quieres una cerveza?
Ty abre los ojos como platos antes de entrecerrarlos con recelo.
—¿Y si digo que sí?
Creed se encoge de hombros.
—Entonces diría que deberías preguntárselo a Papá Bear.
El Chico me lanza una mirada de soslayo antes de dirigirse a Creed.
—Bear y yo ya hemos hablado de eso, y cree que soy lo bastante mayor.
Doy un respingo.
—¡Y un cuerno hemos hablado! Pequeño embustero.
El Chico vuelve a mirar a Otter, que se esfuerza por poner cara seria.
—Tú me crees, ¿verdad, Otter? —pregunta, haciendo que su voz parezca la de un pobre huérfano mendigando algo de comer.
Otter no puede contenerse más y estalla en carcajadas, un sonido atronador que retumba en las baldosas de la cocina. Ty se cruza de brazos con el ceño fruncido.
Otter se serena un momento y baja los ojos hacia el niño que tiene delante.
—Haremos una cosa —propone. Ty le presta atención en el acto—. ¿Qué te parece si te doy un sorbo de mi cerveza, pero solo un sorbo, y después voy a buscarte un helado de soja?
¿Helado de soja? Debería haber pensado en eso.
Ty mira a Otter un momento para cerciorarse de que no bromea y después me mira a mí, con ojos suplicantes. Finjo pensármelo un poco mientras Otter, Creed y el Chico empiezan a emitir sonidos lastimeros como si me rogaran. Levanto las manos en el aire y Ty sabe que me ha vencido.
Otter coge su botella de cerveza y se la pasa a Ty, diciendo:
—Puedes beber hasta que cuente tres, y entonces basta, ¿de acuerdo? —Ty asiente y se lleva la botella a los labios—. Uno, dos… y tres. Basta.
Le quita la botella a Ty, que se queda un momento quieto antes de soltar un fuerte eructo. Todos nos reímos, y Otter choca la mano con el Chico, que sonríe, sabedor de que es uno de los nuestros.
Otter levanta fácilmente a Ty de la encimera y le deja en el suelo. Con su voz más ronca, le pregunta si está demasiado borracho para andar y si sabía que eso era ilegal. Ty responde que sabe que era ilegal, pero que ha sido presionado por el grupo paritario, como Creed me incitó a beber la primera vez.
Creed pone los ojos en blanco, se inclina hacia mí y me susurra:
—¿Eso le has dicho? Eres un embustero.
—¿Qué puedo decir? —le respondo—. Era joven e impresionable, y me coaccionaste.
Creed se atraganta con su cerveza y la derrama al suelo. Busca un trapo al mismo tiempo que me maldice. Mientras sonrío satisfecho a Creed, noto un brazo fuerte que se posa sobre mi hombro. Miro y veo a Otter de pie a mi lado con su sonrisa torcida. Sus dientes son grandes y blancos.
—Hola, Bear —dice Otter.
Sus ojos rezuman determinación.
—Hola, Otter —contesto, devolviéndole la mirada y resistiendo el impulso de apartarle el brazo.
Durante un momento parece a punto de hablar, pero algo que le pasa por la cabeza le hace cambiar de opinión y lo retira. Me abraza con un brazo, retrocede y se planta frente a mí, con los ojos fijos en la cerveza que tiene en la mano. Me pregunto qué ha ocurrido y qué se disponía a decir. Me pregunto muchas cosas, pero son aplastadas todas por el sonido de la lluvia sobre el tejado. Bajo la vista hacia Creed, pero sigue centrando su atención en la cerveza derramada, así que no ha visto nada. No es que hubiera nada que ver. Devuelvo la mirada a Otter, y estoy tratando de ordenar mi confusión mental cuando él dice:
—Bueno, ¿qué te cuentas, Papá Bear?
Me encojo de hombros.
—Nada nuevo, supongo. ¿Cómo te va a ti? No te veía desde… ¿cuándo? ¿Las penúltimas navidades?
Digo esto último con frialdad, pues ambos sabemos perfectamente cuándo fue la última vez que le vi.
Se dispone a hablar de nuevo, pero esta vez es interrumpido por Creed.
—Sí, ¿qué pasa, Otter? No es que me importe, pero ¿por qué has venido? ¿San Diego te agobia demasiado?
Otter se encoge de hombros, y no creo que vaya a contestar cuando dice:
—Me ha parecido que necesitaba cambiar un poco de aires.
Toma otro trago de su cerveza y ya no habla más, lo cual me saca de quicio.
Se había licenciado en la Universidad de Oregón, en Eugene, y se había quedado en Seafare una temporada. Después de marcharse mi mamá, sucedió algo inesperado, y entonces Otter también se fue. Solo le he visto una vez en los últimos tres años. Sé que trabaja en una especie de agencia fotográfica de allí, donde por lo visto es un hacha. La casa en la que me encuentro ahora está repleta de fotos suyas, el equivalente de su mamá a colgar hojas de colorear y exámenes con buenas notas en el frigorífico.
—Ajá —dice Creed—. ¿Estás seguro de que no tienes problemas con tu no…?
—¡Tío Creed! —grita el Chico desde la salita interrumpiendo a Creed, pero no antes de que vea la mirada de advertencia que le dirige Otter.
Creed sonríe satisfecho y grita a su vez:
—¿Qué pasa, Chico?
—¿Ya ha ido Otter a buscarme el helado de soja?
Otter se echa a reír.
—¿Estás insinuando que tengo que ir ahora mismo?
—Sí. No pretendía ser maleducado, pero me gustaría tomarme el helado cuando hagan mi programa.
—¿Qué programa es ese? —pregunto, tratando de recordar si me lo ha dicho.
—Es un programa sobre la historia de los mataderos en los años 1920 —responde él.
—Oh, Santo Dios —murmuro.
No hay nada tan aguafiestas como ver cómo se hacen las hamburguesas. Ni nada tan aburrido como la historia que hay detrás. Me vuelvo para disculparme con Creed y Otter, pero Creed me detiene porque sabe qué es lo que pretendo.
—Bear, cállate y deja que el Chico haga lo que quiera. —Apura su cerveza y abre la nevera para coger otra, diciendo—: Además, yo también quiero verlo, y comprobar cuánto tardo en emborracharme lo suficiente para que me parezca divertido. ¿Por qué no le acompañas? —me sugiere—. Dejad que Ty pase un rato con el tío Creed mientras vosotros estáis fuera.
Se me ocurren por lo menos cuatrocientas razones por las que esa es una mala idea y miro a Otter, que anda buscando sus llaves.
—¿Quieres que vaya? —pregunto.
Me arrepiento tan pronto como digo estas palabras. Mi boca tiene tendencia a moverse sola.
Otter parece sorprendido, aunque accede de inmediato. Le digo que vuelvo enseguida y voy en busca del Chico.
Recorro el pasillo, deteniéndome de vez en cuando a mirar las fotos de las paredes. Hay una de Creed, Otter y sus padres que tendrá cosa de quince años. También otras individuales de Creed, Otter y demás miembros de la familia: abuelos, tías, tíos… Antes me causaba extrañeza ver esas fotografías. En nuestra casa no teníamos colgado nada parecido. Mi mamá dijo que, cuando yo tenía siete años, me llevó con ella a hacernos fotos «profesionales». Recuerdo que lo dijo con orgullo. Pero cuando le pregunté dónde estaban aquellas fotos contestó que no se acordaba.
Llego a otra fotografía en el pasillo y me paro. Es en blanco y negro, y está tomada cuando Creed y yo teníamos quince años. La sacó Otter, y nos muestra saltando desde un trampolín gigante que antes tenían en el jardín de atrás. Otter nos pilló a medio salto, con el pelo más largo alborotado alrededor de la cara y la camiseta algo levantada sobre el estómago, dejando al descubierto unas franjas blancas de piel. Me miro en la instantánea y me doy cuenta de cómo he cambiado. De lo distintas que son ahora las cosas.
Durante todo el instituto estuve demasiado flaco, hasta que finalmente enfermé y me puse a entrenar. No estoy tan cachas como Creed, pero he mejorado mucho desde entonces. No tengo cara de tragedia griega, sino un buen cutis. No estoy bronceado, pero la mayoría de la gente que vive aquí tampoco lo está. Tengo los ojos marrones y el cabello negro; ya debería cortármelo. Tengo una cicatriz blanca en la frente, junto a la ceja derecha, allí donde Creed me golpeó sin querer con un bate de aluminio cuando tenía trece años. Requirió cuatro puntos, y mi mamá estuvo conmigo en la sala de urgencias, diciéndome que tratara de conseguir un poco de Vicodin. Lo hice y se lo di.
Nunca me han preocupado las apariencias ni he sido vanidoso (por lo general). A decir verdad, no tengo tiempo para eso. No poseo ropa elegante ni me hago peinados caros, y tampoco le veo ninguna necesidad. Me preocupa más tener un techo sobre nuestras cabezas y comprar a Tyson zapatos nuevos casi cada dos semanas. No sé cómo es posible que un niño de nueve años gaste tantos pares de zapatos. Así las cosas, he aprendido que resulta mucho más fácil ser humilde cuando te ves obligado a ello. Podéis considerarlo una enseñanza mía para la vida. De nada.
Respiro hondo y vuelvo a mirar la foto, un momento captado de lo que parece una eternidad.
Accedo a la salita y veo al Chico reclinado en el sofá, con la cabeza sobre un cojín y los ojos muy abiertos mientras ve otro programa que parece sacado de la película original de La matanza de Texas.
—Chico —le digo con un gruñido—. No sé cómo esto no te provoca pesadillas. A mí me pone los pelos de punta.
—Quizá te sientas culpable de lo que comes —replica inexpresivamente, sin levantar los ojos para mirarme.
—Pequeño granuja.
Me inclino y le hago cosquillas debajo de las costillas, allí donde sé que es más sensible. A mamá y a mí nos ocurre lo mismo. Ty trata de contener la risa, pero pronto empieza a gritar «¡Bear, Bear!» mientras intenta escabullirse. Finalmente paro, y él me mira con una expresión tal que por un momento me siento cegado por el amor que siento por este chico, mi Chico, el cual me provoca la sensación de quedarme sin aliento. Le beso en la coronilla y él exclama «¡Qué asco!», pero no pasa nada.
—¿Te quedarás aquí un ratito con Creed mientras Otter y yo vamos a comprarte el helado? —pregunto cuando me he recobrado un poco.
Ty aparta los ojos del televisor y los fija en los míos.
—Pero volverás, ¿no?
Sonrío tranquilizadoramente y le alboroto el pelo allí donde acabo de besarle.
—Lo has pillado, Chico. No tardaré mucho. Debería llevarme poco tiempo, pero para más seguridad concédeme una hora, ¿vale? —Consulta su reloj, se fija en la hora y asiente. Yo hago lo mismo y veo que son casi las siete—. ¿Tienes tu móvil? —pregunto. Vuelve a asentir y se lo saca del bolsillo—. Muy bien. Volveré enseguida, pero llámame si necesitas algo.
Ty asiente una vez más, concentrado en su programa. Vuelvo a acariciarle la cabeza y regreso a la cocina.
Tal vez os resulte extraño que tenga un teléfono móvil. Parece que ahora muchos chicos de su edad lo tienen. No es algo que pueda permitirme ahora mismo, pero debo resignarme. Aprendí poco después de que mamá se fuera que, si Ty disponía de un medio para localizarme, llevaba mejor estar separado de mí. Nunca usa el móvil para llamar a otra persona, y aparte de Creed, Anna, la señora Paquinn (la vecina de al lado, ya hablaré de ella más adelante) y de tarde en tarde Otter, nadie más le llama a ese teléfono. Si alguien necesita localizarle, lo hace a través de mí.
Estoy a punto de entrar en la cocina cuando oigo voces susurrando. Me detengo, y enseguida me siento culpable por espiar. Pero de todas formas escucho. Están hablando de mí, así que considero que tengo derecho a oír lo que dicen.
—¿En qué estabas pensando cuando le dijiste una cosa así? —espeta Otter.
—¿De qué coño estás hablando, Otter? —Creed parece divertido y molesto a la vez, algo para lo que posee un gran talento—. Ya lo sabe. Se lo dije hace algún tiempo. No pasa nada. No le importa.
—¡No me refiero a eso! ¡Me trae sin cuidado quién lo sepa! —Otter parece enfadado y se me corta la respiración en el pecho. No quiero que diga nada más. Pero lo hace—. ¡No se trata de eso! ¡Por el amor de Dios, Creed! Ojalá supieras… —¡Cállate, Otter! ¡Cállate!—. Además, si quisiera que él supiera algo, se lo habría dicho yo mismo. ¡Tú no te metas!
Pero Creed insiste:
—Así que es por eso que has vuelto, ¿no? No ha funcionado entre tú y… ¿cómo se llama?
—Creed, te lo pido por Dios, ¡déjalo! ¡Ahora no quiero hablar de ello!
Oigo que alguien golpea su botella de cerveza contra la encimera, y supongo que es Otter.
—Cálmate, hermano mayor. Como he dicho, a Bear le da igual.
Oh, Creed.
En la cocina se hace el silencio, y me percato de que aún contengo la respiración. La suelto despacio y no me gusta oír lo alterada que suena. Pero eso se ha acercado mucho a lo que nunca he querido oír decir en voz alta. No se trata de eso… ¡Ojalá lo supieras! Sus palabras resuenan en mis oídos y me siento mareado. Está bien. Puede que haya algo más que debería explicaros…
—¿Qué estás haciendo, Bear? —dice el Chico en voz alta a mi espalda.
Me sacudo hacia la derecha y me golpeo la cabeza contra la pared. Alcanzo una foto, y un segundo después la oigo hacerse añicos en el suelo. «¡Maldita sea, Chico!», pienso airadamente, sabiendo que estoy más enfadado conmigo mismo que con él. Miro hacia Ty, de pie en el pasillo, con las manos en los bolsillos y una gran O en los labios. Murmuro algo incoherente y me agacho a recoger los cristales antes de que los pise. Creed sale de la cocina y puedo sentir su sonrisita sobre mi piel ardiendo.
—Lo siento —digo, apretando los dientes.
—¿Qué diablos? —responde él alegremente—. No necesito que mi bonita casa sea un gueto.
Suelto una carcajada áspera. Miro la foto y veo que es otra de las que había tomado Otter. Muestra a Creed y su mamá en el acto de graduación de nuestro instituto. Yo estoy por allí cerca, fuera del encuadre, dando la mano a Ty y sujetando el cartel que él y la señora Thompson habían hecho para mí, que ponía ¡HURRA POR BEAR! La instantánea capta a Creed en un momento perfecto de juventud exaltada, con el diploma en una mano y la otra rodeando a su mamá. Tiene en la cara una sonrisa tan grande que casi se pueden contar sus dientes blancos e impecables. Bueno, habríais podido hacerlo antes de que se cayera al suelo, porque ahora hay una raja atravesándole el rostro. «¡Mierda!», pienso, al mismo tiempo que me noto más sonrojado. Antes de que pueda decir nada más, Otter está agachado junto a mí recogiendo fragmentos de vidrio.
—Otter, soy un desastre. Lo siento —susurro, preguntándome por qué me siento tan mal.
Noto que se encoge de hombros mientras su brazo roza el mío.
—Es solo una foto —dice—. Y ni siquiera es buena. Cualquiera con una cámara puede hacer fotos y decir que es fotógrafo.
Suspira, y puedo percibir la amargura saliendo de él en oleadas. Me pregunto si solo dice esas cosas para consolarme. Me pregunto si está realmente tan harto de mí como yo lo estoy de él. Me pregunto cuál es el verdadero motivo de que esté aquí.
Me pregunto muchas cosas.
—Déjalo, Bear —dice Creed, irguiéndose sobre mí—. El Chico y yo podemos recogerlo. Están haciendo su programa, y Otter le debe un helado.
—Un helado de soja —especifica Ty haciendo hincapié en la última palabra, para asegurarse de que no lo hemos olvidado.
—¡Eso es! —exclama Creed.
Me rodea y levanta a Ty para cargárselo sobre el hombro. Ty se ríe como solo saben hacerlo los niños, mientras Creed le lleva hacia la salita.
Otter coloca la foto sobre el marco, lo que hace que Creed y su mamá aparezcan distorsionados y quebrados. Me tiende la mano para ayudarme a levantarme. Se la miro un momento.
—¿Estás listo? —pregunta.
Una pregunta cargada de implicaciones.
Estamos en su coche después de parar en tres gasolineras, en ninguna de las cuales tienen helado de soja. Qué sorpresa, ¿no? Otter sugiere que vayamos al supermercado en el que trabajo, que se encuentra casi en la otra punta de la ciudad. Resulta bastante extraño, porque por el camino hay otra tienda que seguramente tiene la porquería que le gusta a mi hermano, pero no digo nada. Sienta bien escaparse un rato.
Ya sé cómo suena eso, ¿vale? Sé que me encuentro en una situación jodida con Ty y hago lo que puedo, pero a veces me apetece huir. Me siento culpable por ello, más o menos como me siento ahora, pero de vez en cuando el deleite que me proporciona pesa más que el sentimiento de culpabilidad. Me pregunto, no por primera vez, si es así como se sentía mi mamá. ¿Es esto lo que estaba pensando cuando decidió ponerse a escribir esas cartas? ¿Esa innegable sensación de libertad que parece surgir de la nada? Ahora entiendo lo fácil que sería caer en ello, subir al coche y conducir, conducir y conducir hasta que todo lo que te rodea es desconocido y nadie sabe quién eres ni lo que acabas de hacer. Volver a empezar y convertirte en quien quieras. ¿Quién notará la diferencia?
Pero entonces se impone la realidad.
Yo no soy como ella. He aprendido a aplastar esos pensamientos antes de que puedan arraigar. Si me dejara dominar por ellos, como hizo ella, ¿en qué la superaría? Después de que se marchara, me costó mucho tiempo llegar hasta donde estoy ahora. Tengo una responsabilidad, y no solo conmigo mismo. ¿Qué diablos le ocurriría a Ty si despertara un día y comprobara que me había ido? A veces permanezco despierto por la noche con todas estas cosas rondándome la cabeza. Le veo corriendo de una habitación a otra, llamándome: «¡Bear, Bear, Bear!». Le veo coger su móvil con sus manitas y llamarme, solo para comprobar que mi número ha sido desconectado. ¿Qué haría entonces? Sé con certeza que ya no volvería a confiar en nadie. Ya le ha costado bastante trabajo hacerlo ahora. A estas alturas siempre me doy cuenta de que no podría hacérselo nunca, ni a él ni a nadie. Yo no soy mi mamá. No soy mi mamá. Tengo que ser un buen padre…
Mierda.
Hermano.
Quería decir hermano.
Joder. Otra vez, no.
Miro a través de la ventanilla. Sigue lloviendo.
—¿Tienes frío? —me pregunta Otter en cuanto cierra su puerta.
Noto que mi ropa vuelve a mojarse y se me adhiere a la piel. Mis tetillas están duras y me sonrojo. Cruzo los brazos sobre el pecho, asiento con la cabeza a Otter y me encamino hacia el interior. Le oigo apresurarse para alcanzarme, y entonces echa a andar a mi lado.
Las puertas automáticas se abren con un chasquido y el aire acondicionado me impregna la piel. Se me pone la carne de gallina. Tan pronto como franqueamos la entrada, oigo gritar mi nombre. Levanto la mirada y veo a Anna de pie junto a una caja registradora, con la revista que lleva en la mano abierta por la mitad. Sonrío tímidamente.
De modo que Anna. Y el supermercado.
Empecemos por el supermercado.
Es donde trabajo desde los dieciséis años. Tan pronto como tuve la edad suficiente, mi mamá dijo que tenía que conseguir un empleo para ayudarle con las facturas. Tener dieciséis años y vivir en Seafare no te deja muchas opciones. A decir verdad, tener cualquier edad en Seafare no te da muchas alternativas. Como por entonces mi mamá ya trabajaba en un restaurante, no quise arriesgarme a tener que trabajar con ella todo el tiempo, así que elegí ser empaquetador. Ahora soy cajero jefe. Y antes de que os quedéis con los ojos como platos de asombro por mi cuento de la Cenicienta, os diré que no está tan mal. Tengo que estar en el mostrador principal e indicar a los demás cajeros qué deben hacer y cuándo tomarse un descanso, cosas así. Es como ser gerente sin que te paguen como tal. Ah, y un gerente está en un despacho, no en el mostrador principal. De acuerdo, no se parece en nada a ser gerente, pero podría ser peor, ¿no? Podría trabajar en un McDonald’s y oír al Chico murmurar todas las noches al llegar a casa que apestaba a genocidio bovino. Y antes de que penséis que me estoy poniendo dramático os diré que una vez tuve que trabajar en la carnicería y eso fue lo que me dijo. Pedí que no volvieran a ponerme allí nunca más.
Así que no está tan mal, ¿vale? Llevo tanto tiempo aquí que casi puedo trabajar cuando quiero, lo que está bien, sobre todo los días laborables, para poder salir cuando Ty termina su jornada escolar. Y me dejaron incluir a Ty en el seguro de enfermedad que te ofrecen a los tres años. No tenían ninguna obligación de hacerlo. No me gusta pensar en lo que haría porque el Chico pilla un resfriado cada dos por tres. ¿Lo entendéis ahora? Las cosas podrían ser peores. Mucho peores.
Ahora Anna.
Ya os he dicho antes que es más o menos mi novia. ¿Os acordáis? Ahora es una de las épocas en que lo es, y por un momento me siento culpable porque le dije que la llamaría tan pronto como llegara a casa de Creed. Pero bueno, puedo decirle que quería verla personalmente y todo arreglado. Pero me calará, como hace siempre.
—Eh —dice, sonriendo mientras me dirijo hacia ella.
—Eh, tú —respondo.
Me detengo delante de su caja como si fuera un cliente. Ella se inclina para besarme y vuelvo ligeramente la cara, dejando que me roce la mejilla con sus labios. Se aparta y me mira con extrañeza.
Señalo a un lado con la cabeza.
—Mira quién está aquí.
Anna mira por encima de mi hombro y veo que se le ilumina la cara.
—¡Otter!
Se echa a reír y abandona la caja registradora. Me vuelvo para seguirla con la mirada y veo que Otter aún está de pie junto a la puerta por la que hemos entrado. Es curioso, creía que estaba a mi lado. Anna le salta a los brazos, le rodea la cintura con las piernas y le oigo exclamar a él: «¡Uf!».
Pues sí. Anna. Creo haberos dicho que es la segunda persona que conocí después de Creed. Iba a la misma clase de segundo que nosotros, así que era inevitable que acabáramos siendo cuando menos amigos. Pero resultó ser mucho más que eso. Anna es la única novia que he tenido, la única chica a la que he besado. Tuvimos sexo, la primera vez para ambos, el verano entre octavo y noveno curso, en la pensión que está situada detrás de la casa de Creed. Ella ha sido mi primer todo, aparte de tener el honor de ser mi primer mejor amigo, porque eso le corresponde a Creed. El primer amor, el primer desengaño amoroso, la primera (y única) petición de mano. Sí, sí, sí, ya lo sé. Pero, vamos, ¡teníamos diez años! Y fue ella quien me lo propuso a mí, justo después de nuestro primer beso. Y ni siquiera fue una verdadera proposición, sino algo así como: «Derrick McKenna, solo te besaré si prometes que nos casaremos cuando seamos adultos». ¿Qué puede hacer un chico de diez años? Dije que sí, y me besó levemente en los labios, como el contacto de una pluma. Recuerdo que me sonrojé lo suficiente para inundar el mundo de rojo. Aquello selló el trato.
Salvo las veces en que deja de ser mi novia.
Somos demasiado parecidos para llevarnos bien todo el tiempo. Juro por Dios que, cuando nos peleamos, es por la memez más estúpida. Ella cree tener razón. Yo sé que tengo razón, blablablá, y siempre termina con que sacude su melena castaña, con ojos chispeantes, masculla entre dientes y se parece tanto a mí que resulta hilarante. Y ese es siempre el peor momento para reírse, así que naturalmente es cuando me río. Por supuesto, eso la cabrea aún más —lo cual me cabrea a mí—, y siempre termina con uno de los dos marchándose con paso airado, lamiéndonos las heridas. Pero la quiero demasiado, y sé que ella siente lo mismo, y un par de días después uno de los dos descuelga el teléfono y llama al otro. Entonces las aguas vuelven a su cauce por algún tiempo.
Y lo digo de veras. La quiero. Anna ha estado conmigo mientras crecía, escuchando mis quejas acerca de cómo habían jodido a mi madre. Ha estado a mi lado incitándome a hablar con la gente, diciéndome que no hay mayor error que no hacer nuevos amigos. Estuvo a mi lado cuando descubrí que Ty venía en camino (creedme, no me alegré mucho entonces). Estuvo a mi lado cuando me dejé caer por su casa después de leer la carta de mi mamá, cegado por las lágrimas y con los puños apretados de rabia. Ha visto lo bueno, lo malo y todo lo que hay en medio que me hace ser quien soy. No me interpretéis mal: Creed también ha estado a mi lado durante muchas de esas vivencias, pero Anna conecta conmigo de un modo en que él no puede. No es culpa suya ni de nadie. Simplemente es así.
También influye el hecho de que Anna venera el suelo que pisa Ty. Creedme, habría resultado mucho más fácil para ella huir sin mirar atrás como hizo mamá. Pero no lo hizo, y estaréis conmigo en que para eso se necesitan agallas. Anna es una de las pocas personas en las que Ty confía y no le importa cuidar de él si tengo que cumplir un par de turnos extra en la tienda. Es la única que finge entender su etapa vegetariana (pues sé que no es más que una etapa; ningún hermano mío comerá de esa manera toda su vida). Ha estado a su lado como no lo ha estado ninguna otra mujer, y creo que él lo necesita de vez en cuando. Ty no puede admirarme solo a mí durante el resto de su vida, ¿verdad?
Otter la planta en el suelo y se inclina para susurrarle algo al oído. Anna se ríe, le da una palmadita en el hombro y le oigo decir:
—¡Por supuesto que aún le vigilo! ¿Quién si no le llamará la atención por sus chorradas?
Me miran los dos, y Anna me saca la lengua. Yo se la saco a ella. Otter pone los ojos en blanco y murmura algo así como «chicos de hoy en día». Se encaminan hacia la caja junto a la que continúo de pie.
—¿Dónde está el Chico? —me pregunta ella.
—Viendo cosas asquerosas con Creed —respondo.
Sonríe compasivamente.
—¿Ese programa sobre mataderos de vacas?
—Sí. ¿Cómo lo has sabido?
—Me habló de él la semana pasada cuando le hice un canguro. —Anna mira a Otter y susurra con complicidad—: No quería que se lo dijera a Bear porque dijo que estaría demasiado asustado para verlo.
Frunzo el ceño cuando Otter se echa a reír. Porque, según parece, nadie que yo conozco es normal como yo.
—Así, Otter, ¿qué te ha traído de vuelta a casa? ¿Ya te has hecho demasiado famoso para quedarte en California? —le pregunta Anna.
Él se encoge de hombros con indiferencia.
—Necesitaba volver a casa por un tiempo, supongo. Oye, ¿dónde están los helados de soja? He prometido al Chico que le llevaría uno después de beberse mi cerveza. —Anna señala al fondo del establecimiento—. Ahora vuelvo —dice Otter, alejándose.
Anna le sigue con la mirada un momento antes de volverse hacia mí. Se inclina un poco hacia delante, como si temiera que nos oyeran.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?
—¿No te ha dicho por qué ha vuelto a casa? Nunca regresa a Seafare de ese modo. No lo ha hecho en más de un año. Además —añade en voz más baja—, parece algo triste.
Esto me coge por sorpresa. No me había fijado en eso, y le digo a Anna que está proyectando, una palabra que aprendió en su curso de Psicología 101 y que utiliza continuamente conmigo. Me da una palmada en el hombro y va a ayudar a una mujer que aparenta más años que Dios y que por lo visto tenía que salir bajo la lluvia a comprar bolsas para sándwiches. Y nada más.
—¿Ha habido gente esta noche? —pregunto, mirando a mi alrededor.
Anna se encoge de hombros mientras coge el dinero de la anciana.
—Algo. Ha aumentado otra vez cuando se ha puesto a llover, pero Mary está aquí, de modo que no ha sido demasiado duro.
Mary es otra cajera que trabaja con nosotros y que huele a mentol y Juicy Fruit. No sé de dónde saca ese chicle, porque no creo que aún lo fabriquen. Anna dice que Mary tiene montones de ellos en la casa que se compró hace años. Pero me parece que bromea. Espero que así sea.
Otter regresa y deja el helado sobre la cinta transportadora. No me parece triste. Tiene su aspecto habitual. Anna no sabe lo que dice. ¿Por qué tendría que estar triste? Tiene un trabajo cojonudo, le pagan mucho dinero. Estoy seguro de que posee una casa muy guay, o un piso. No debe preocuparse de nadie que dependa de él para sobrevivir. No está atrapado en Seafare. ¡Bua!
De acuerdo, me estoy amargando. Le miro fijamente. Y él me pilla. Otter exhibe su sonrisa torcida.
—¿Quieres algo tú también, Bear? —pregunta.
«¡Sí! —grito dentro de mi cabeza—. ¡Quiero que vuelvas a California! ¡Quiero que dejes de hablar! ¡Quiero saber por qué he venido contigo! ¡Quiero saber por qué me has dejado venir contigo! ¿Por qué, Otter? ¿Por qué huiste? Justo cuando necesitaba…».
—No —digo en voz alta—. No necesito nada.
Se encoge de hombros y dice a Anna:
—¿Te pasarás un rato? Sé que a Creed le gustaría verte.
Anna niega con la cabeza.
—Esta noche tengo que trabajar hasta tarde y después estudiar. Todavía me quedan dos exámenes finales antes de las vacaciones de verano.
—¿Cómo te va en la facultad? —pregunta él.
—Me alegraré cuando haya terminado —contesta ella, cogiendo su dinero y devolviéndole el cambio—. Entonces podrás ayudarme a convencer a Bear de que empiece a tomar unas clases en otoño. Te quedarás una temporada, ¿verdad? ¿Por cuánto tiempo has venido?
Otter vacila.
—No lo sé. Tengo varias cosas que resolver —repite, mirándose las manos.
—Muy bien —dice Anna con una sonrisa—. Entonces sí que podrás ayudarme a conseguir que Bear vaya a la facultad. ¿No te parece que podría arreglarlo? Aquí somos varios los que estaríamos encantados de echarle una mano con Ty.
Está empezando a cabrearme.
—Sí, claro —responde él—. Bueno, supongo que ya te veré más adelante.
—Adiós, Otter.
Pasa por mi lado enarcando una ceja.
—Te esperaré en el coche. No tardes demasiado. No quiero afrontar la cólera del Chico si cuando volvemos su helado ya se ha derretido.
—Su helado de soja —puntualizo, poniendo el énfasis en la última palabra.
Él no se detiene y sale a la lluvia.
Anna rodea la caja registradora y me sujeta por el brazo.
—¿Ves a qué me refiero? —dice—. Algo le pasa.
Me quito su mano de encima.
—No le pasa nada, Anna. Déjalo. Otter es Otter. Está perfectamente. —Me vuelvo a mirarla con compostura—. ¿Y tenías que mencionar lo de la universidad? Sabes que ahora mismo no puedo hacer nada al respecto.
Me mira con complicidad, atravesándome con la mirada, y aparto los ojos. Noto que se sacude el cabello irritada, y no quiero pelear con ella ahora. Tengo demasiadas cosas en la cabeza para preocuparme de que uno de los dos se enfade con el otro. Vuelvo a mirarla y la beso suavemente en los labios.
—Tengo que irme. Otter me está esperando.
Me da un zurriagazo en el culo cuando me vuelvo para marcharme.
—Llámame más tarde si te emborrachas y necesitas que te lleve.
Su voz es neutra.
Me echo a reír, consciente de que sabe que no voy a emborracharme. No lo he hecho en mucho tiempo. Cuando bebo, hago estupideces.
Las puertas se abren con un chasquido y vuelven a cerrarse a mi espalda.
Ahora llueve con más intensidad. Guardo un notable silencio cuando subo al coche, y asimismo espero que Otter tampoco quiera hablar. La mayoría de la gente no se percata de que está bien no hablar de vez en cuando. Hablar hace que las cosas se hagan realidad. Hablar pone las cosas en un primer plano. Hablar es una pérdida de tiempo. Nunca se resuelve nada hablando de ello. La gente habla demasiado y se arrepiente de lo que dice, pero si no dices nada, después no puedes sentirte como un asno.
Miro a Otter con el rabillo del ojo. Su rostro es inescrutable por lo que puedo ver, y es solo cuando pasamos debajo de una farola que alumbra fugazmente a través de la ventana. Pienso que quizás Anna puede ver cosas que yo no veo. Es bastante guay, al ser capaz de conocer a la gente mejor que yo. Claro que le doy la vara con eso, diciéndole que se mete donde no la llaman, diciéndole que está «proyectando», pero por lo general tiene razón. Suspiro y miro a través de la ventanilla.
—¿Qué? —pregunta Otter.
—¿Qué de qué? —digo.
—Me ha parecido que decías algo.
—No he dicho nada.
—Ah.
Un poco más de silencio hasta que dice:
—Así que tú y Anna todavía, ¿eh?
—Anna y yo —respondo.
—Lleváis mucho tiempo juntos.
—Supongo. A ratos.
5… 4… 3… 2… 1…
—¿Y cómo lo llevas, Bear?
Es inevitable. La gente siempre me pregunta eso como si fuera a fracasar. Como si fuera a caer y ya no pudiera levantarme. Ojalá la gente no fuera tan previsible. Ojalá Otter no fuera tan previsible.
—Bien.
—Ah.
Transcurre un minuto. Y entonces:
—Bueno, parece que te va bien. Y Ty… diablos, el Chico parece crecer sin parar.
—La gente cambia. Es lo que pasa cuando uno desaparece por algún tiempo.
Pienso, y luego aprieto los puños al percatarme de que lo he dicho en voz alta. Mierda.
—¿Desaparece? —pregunta él, pareciendo sorprendido de veras.
—Olvídalo.
—¿Qué quieres decir con «olvídalo»? No puedes decir algo así y esperar que la conversación se acabe porque tú lo dices, Bear.
Le oigo rechinar los dientes y creo que se debe a que está enfadado. Dios. Pues que se enfade.
—Sí que puedo —replico, odiando mi propia voz.
Pasa otro minuto. La lluvia toca una canción en el techo.
Oigo resoplar a Otter. Sacude la cabeza.
—Yo no desaparecí, Derrick. Sabías dónde estaba.
En ese momento le odio. Usando mi nombre de ese modo, como si estuviera hablándome con superioridad, como si fuera mejor que yo, como si estuviera hablando con un niño. Es algo que la infinita hilera de novios de mi mamá solía hacer. No era nunca Bear para ellos; tampoco es que quisiera serlo. Pero su forma de decirlo, aquella suficiencia en sus ojos, sonriéndome cuando mi mamá no miraba… Siempre con el mismo pensamiento: «Sí, estoy con ella. ¿Qué vas a hacer al respecto? Quédate en casa y cuida de tu hermano como debes hacer».
—Te fuiste, Oliver —le espeto—. Llámalo como quieras, pero te fuiste.
Sus manos aferran el volante hasta que los nudillos se le ponen blancos. Le miro con odio, con los brazos cruzados sobre mi pecho, desafiándole a hablar, retándole a rebatirme. Echa un rápido vistazo por encima del hombro y cambia de carril. Pone el intermitente para acceder al aparcamiento de un centro comercial al que van los turistas a gastarse dinero en bolas de nieve y estrellas de mar disecadas. Ahora todo está oscuro y las tiendas han cerrado porque con la lluvia no sale nadie. Entra en una plaza y aparca el Jeep. Se queda mirando hacia delante, golpeteando el volante con la palma de la mano derecha. Yo aparto la mirada, sintiéndome violento. Debería haber mantenido la boca cerrada. A estas alturas ya casi estaríamos de vuelta en su casa.
—Bear —empieza a decir, todavía apretando los dientes. Se pasa las manos por la cabeza y su pelo rubio y corto se desliza a través de sus dedos—. Bear —repite.
—¿Qué? —exclamo, molesto.
Se vuelve a mirarme, y ahora puedo ver aquello de que hablaba Anna. Puedo ver la tristeza en sus ojos y grabada en su cara. Si ya estaba antes, no era así. Me maldigo por ser tan débil, por decirle alguna memez que no necesita oír. ¿Quién diablos soy yo para decir nada? Debería limitarme a sonreír y aguantarlo. Es lo que siempre he hecho, y es lo que debería haber hecho ahora, por más terrible y secretamente enfadado que esté.
—Verás, Otter… —digo, repentinamente nervioso.
Él niega con la cabeza y me detengo. Vuelve a golpetear el volante con la palma de la mano mientras espero.
Por fin, al cabo de una eternidad:
—¿Es eso lo que crees? ¿Crees que te abandoné?
No hablo. No confío en lo que podría derramarse de mi boca. Otter espera un poco más, golpeteando con la mano al ritmo de la lluvia sobre el techo del Jeep.
Finalmente dice:
—No quería que pensaras que te abandonaba, Bear. Solo creía… —Suelta un suspiro—. Solo creía que sería mejor para todos que estuviera un tiempo fuera.
Ya no puedo seguir callado.
—¿Mejor para quién? —exclamo, dando un respingo al notar el repentino escozor de las lágrimas—. ¿Mejor para ti? ¿Cómo habría podido eso mejorar nada? ¡Desperté y te habías ido! ¿Sabes lo que sentí? ¿Lo sabes? —Soy consciente de lo que parezco, pero no puedo parar—. ¡Te fuiste, igual que ella! ¡Y prometiste que no lo harías! ¿Qué diablos tenía que pensar?
—Bear —dice él con un tono de advertencia en la voz—. Tú no sabes lo que estaba ocurriendo.
—¿Cómo podía saberlo? —le grito, furioso—. ¡Nunca me dijiste nada! Me hiciste lo que me hiciste, ¡y luego te marchaste!
Levanta la cabeza hacia mí. Ya no tiene los ojos tristes, sino centelleantes.
—¿Qué te hice? ¡Santo Dios! ¿Quién coño crees que eres? ¡Prácticamente me dijiste que me marchara!
—Sé quién coño soy, hijo de puta. Y sé quién eres tú. Eres igual que ella.
Busco mi cartera en el bolsillo y la saco. Dentro hay un papel que he conservado durante un año y medio. Se está poniendo amarillo con el paso del tiempo y está rasgado en un par de sitios de las muchas veces que lo he abierto para leerlo. Se lo tiro. Le da en la barbilla y cae sobre su regazo.
—Léelo. —No se mueve—. ¡Léelo! —grito.
Otter lo abre y veo que palidece.
—¿Has…, has guardado esto? —murmura—. Bear, yo…
Se acabó, ya no puedo soportarlo. Busco a tientas el tirador de la puerta, cegado por las lágrimas, y la abro de golpe. Estoy furioso. Furioso conmigo mismo por llorar delante de él, furioso con Otter por engañarme como lo hizo, furioso conmigo mismo por pensar eso de él. «¡No! —me regaño, mientras camino dando fuertes pisotones bajo la lluvia sin ningún objetivo—. ¡Lo hizo Otter! Yo no hice nada malo. ¡Él me engañó! ¡Me engañó y se fue! ¡Cómo ya sabía que haría!». Me parece oírle gritar mi nombre, pero me retumban demasiado los oídos para estar seguro. Parece el sonido del océano. Estoy a punto de echar a correr cuando noto unos brazos fuertes que me sujetan desde atrás, aprisionándome el pecho. Me vuelvo para golpearle, pero solo consigo rozarle antes de que me atenace con una mano de hierro.
—¡Suéltame! —gruño, tratando de dar patadas, puñetazos, morder y herir.
—Bear —dice él, y su voz retumba en mi oído—. Bear.
—¡Yo no soy como tú! —digo, todavía debatiéndome para zafarme—. ¡No soy así!
—Lo sé, Bear. Lo sé. —Noto el calor de su aliento contra mi piel fría—. ¿No crees que lo sé? No debí dejar que ocurriera. Lo siento. Lo siento mucho.
Dejo de resistirme y constato que toda mi ira se extingue como si alguien hubiera accionado un interruptor.
—¿Por qué estás aquí? —gimo—. ¿Por qué has vuelto?
Me coge por la barbilla y me obliga a mirarle a los ojos.
—No tiene nada que ver con lo que pasó entre nosotros. Por lo que a mí respecta, aquello fue un error. No debimos besarnos nunca.