Tres años después
Bueno, para ser franco con vosotros, en realidad no me llamo Bear. Mi verdadero nombre es Derrick McKenna, pero he sido Bear desde que tenía trece o catorce años. Era la época en que Ty intentaba decir mi nombre cuando era un bebé y no sabía pronunciar Derrick. Le salía muy extraño, algo así como «Barick», pero en cuanto mamá lo oyó solo pudo pensar en que parecía que me llamara «Bear». Supongo que era una especie de divina comedia a su manera, pues yo había hecho algo parecido con otra persona cuando era pequeño. Pero ya volveré a eso más adelante.
Pues eso: Bear. Empezó a llamarme Bear. Por supuesto, al principio lo odiaba. No tengo y sigo sin tener nada de oso. Pero mamá insistía, y cada vez que venía un amigo, respondía a una llamada para mí o hablaba con uno de mis profesores, ponía énfasis en llamarme Bear. Por aquel entonces empezaba en el instituto, y ya sabéis lo que pasa: cualquier cosa que hagas siendo alumno de instituto se recuerda para siempre. Todo gracias a mi mamá. El apodo se quedó; ella, no.
No trato de mostrarme sensiblero ni nada. No es esa clase de historia. Aquí no se trata del pobre Bear y cómo su madre huyó de él, dejándole a cargo de su hermano pequeño y arruinándole la existencia por ello, pero al final aprende Una Lección Muy Valiosa sobre la vida, etcétera. No será así.
Bueno, vale, borrad eso. No sé qué clase de historia es. Solo espero que no sea empalagosa y os haga vomitar. Esa clase de cosas me da náuseas.
Pero me estoy alejando del tema.
Solo quería ser franco con vosotros sobre cómo me llamo. Me imagino, por alguna razón, que cuando la gente oye el nombre que tengo ahora, Bear McKenna, supone una de dos cosas: que seré un leñador muy grande y peludo, con un porte severo pero un corazón de oro, o que soy terriblemente pretencioso. Por lo general es lo primero, hasta que me ven y parpadean varias veces, tratando de casar ese nombre con lo que están viendo. ¿Y la segunda parte? Pensadlo: si conocierais por primera vez a alguien llamado Bear, ¿no creeríais que era una versión exagerada de sí mismo? ¿Sí? ¿No? Bueno, supongo que yo no pienso como la mayoría de la gente. Y ya no discuto con ella acerca de eso. Me llamo Bear McKenna.
—¿Derrick?
Bueno, las más de las veces es así. Miro en el espejo retrovisor y veo a mi hermano pequeño, Tyson, devolviéndome la mirada con una expresión en la cara que no acierto a identificar. Normalmente opta por llamarme Derrick cuando se dispone a preguntar algo importante, como si existe un planeta de vacas con granjas que ordeñan personas y luego las sacrifican para deleitarse con sus sabrosas costillas, o por qué mamá se marchó y no volvió. Hace muchas preguntas.
—¿Qué, Ty?
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro, Chico.
—¿Cómo sabes si estás enamorado?
Sonrío. Trato de no pensar adónde quiere ir a parar con eso. Entender la línea de pensamiento lógico del Chico es un ejercicio extraordinariamente inútil. Él piensa en un plano completamente distinto a todos nosotros. La semana pasada le expliqué, a insistencia suya, de dónde vienen los bebés. Se quedó con una expresión de meditación alarmante en la cara durante toda la conversación. Cuando hube terminado, se levantó y salió a jugar sin decir palabra. Más tarde, cuando le arropaba en la cama, por fin respondió: «Bear, ¿por qué diablos querría una chica sacar un bebé de esa manera?». No supe cómo contestarle entonces, como me pasa a veces. No mucha gente me deja sin palabras, pero Ty lo consigue a diario.
Ahora miro a Ty y enarco una ceja.
—¿Por qué? ¿Tienes alguien de quien no me has hablado, Chico?
Se encoge ligeramente de hombros.
—No. No necesariamente tiene que ver conmigo, Bear. Es solo una pregunta.
Por cierto, mi hermano tiene ocho años pero parece que tenga sesenta. No puedo reprochárselo, dado todo por lo que ha pasado en la vida. La mayoría de los chicos de su edad no han pasado ni por la cuarta parte de las cosas que le han tocado a él. Pero, al mismo tiempo, ¿cuántos niños de tercer curso conocéis que sean vegetarianos por decisión propia? Yo no tengo nada que ver con eso, creedme. Me gustan las hamburguesas con beicon y salchicha (y dejad de hacer muecas hasta que lo probéis: es delicioso). Pero me lo tengo merecido por dejarle ver documentales sobre mataderos en la tele. Desde entonces no ha sido el mismo.
Miro hacia delante para no alcanzar por detrás a nadie en la autopista, pero estoy contestando con evasivas y él lo sabe. Noto sus ojos clavados en mi nuca. Vuelvo a suspirar.
—Supongo que es cuando esas estúpidas canciones de la radio empiezan a tener sentido. —Echo un vistazo al retrovisor y le veo fruncir el ceño—. ¿A ti qué te parece?
Cuando se trata de esa clase de preguntas esotéricas, siempre me parece mejor dejar que conteste él. Pero las preguntas objetivas sobre bebés y cosas así, procuro responderlas yo. Aunque tenga ganas de tirarme de los pelos mientras lo hago.
Guarda silencio un momento antes de decir:
—Creo que es cuando no puedes pasar un día más sin la otra persona. Que hace que te sientas como si te ardiera el estómago pero de una forma agradable.
—Eso me parece bien.
—¿Bear?
—¿Sí?
—¿Podemos parar? Tengo que hacer pis.
—Claro, Chico. De todos modos vamos con tiempo.
Veo una señal que anuncia un área de servicio y tomo la salida. El aparcamiento está vacío y cae una llovizna. Estaciono en una plaza delante de los aseos; ya conozco la rutina. Ty espera pacientemente en el coche mientras yo entro en los servicios de caballeros para cerciorarme de que están desiertos. Lo están. Salgo por la puerta y le hago una seña. Él baja del coche y se me acerca.
—Bear, me esperarás aquí, ¿eh?
No es una pregunta, sino una orden.
—Por supuesto.
—Muy bien, ahora vuelvo. Procura esperarme aquí.
Asiento con la cabeza, sabiendo que estaré allí tan seguro como lo sabe él. Ty se niega a utilizar los aseos públicos cuando hay alguien más dentro. Siempre me hace mirar primero. Solo entra cuando le indico que no hay moros en la costa. No me permite entrar con él, dejando muy claro que es «lo bastante mayor para orinar solo». Pero, antes de hacerlo, se cerciora de dónde voy a estar. Y me refiero al sitio exacto. Si me muevo uno o dos pasos de donde he dicho que estaría, se da cuenta. Sé que entiende que no le abandonaré nunca, pero aun así necesita esa seguridad. Ocurre lo mismo con la hora a la que lo recogeré de la escuela o la hora a la que saldré del trabajo. Si llego tarde, tiene una especie de ataque de pánico que le constriñe la respiración y le provoca pensamientos que sabe que no son ciertos. Le llevé a un médico de una clínica gratuita, quien sugirió someterle a un tipo de medicación ansiolítica que en teoría hace furor últimamente. Pero Ty nos dijo sin rodeos al doctor y a mí que no quería convertirse en «uno de esos chicos». Trato de no llegar tarde. Es más sencillo.
Le oigo tararear mientras hace pis, su señal de que le llevará algún tiempo, de modo que me vuelvo para observar la lluvia. Estamos a finales de mayo, pero en Oregón eso no importa. Aún puede llover y hacer frío en cualquier momento, y no se puede hacer gran cosa para remediarlo. Sobre todo si vives en Seafare, un pueblo de la costa del Pacífico, como nosotros. Para alguien que no haya estado nunca en la costa de Oregón, allí el océano no tiene nada que ver con el de California. El clima es frío, brumoso y lluvioso la mayor parte del tiempo. Claro que disfrutamos de algunos días soleados, pero el noroeste del Pacífico tiene una fama justificada. He oído decir que aquí se suicida mucha gente. Personas raras.
Estamos haciendo el trayecto de cien kilómetros hasta Portland para recoger a mi mejor amigo, Creed Thompson, en el aeropuerto. No le he visto desde que vino a casa por las vacaciones de primavera. Es estudiante de penúltimo año en la Universidad de Arizona State, donde hace ciencias informáticas. Muy pronto se licenciará, empezará a trabajar en IBM o en Google y ganará un montón de dólares al año, pero ahora mismo sigue siendo Creed, el chico que conozco desde mi primer día en la escuela de primaria de Seafare en segundo curso. Conectamos enseguida, quizá por lo opuestos que éramos. Él es extrovertido y puede hablar con cualquiera, mientras que a mí no me gusta la mayoría de la gente. Sus padres aún están casados (y vivitos y coleando). Son ricos, pero no tanto como para distraerse con todo lo que tienen. Evidentemente, yo no soy rico. Y la vida sigue.
El señor Thompson había tenido una empresa de informática en Seattle a finales de los años ochenta y principios de los noventa y lo había vendido todo antes de que se fuera al carajo. Entonces decidió que detestaba vivir en una gran ciudad y tener tantas cosas. Vendió todo lo que no quería y trasladó a su familia a Seafare. Siempre me llamó la atención que el señor Thompson parecía ser la única persona rica que detestaba ser rica. Pero eso no le impidió comprar una de las casas más grandes de Seafare, donde he pasado mucho tiempo a lo largo de los años. La misma casa en la que pronto celebraremos una fiesta de cumpleaños sorpresa para Ty, siempre y cuando pueda mantenerla en secreto.
Los padres de Creed son unos padres muy guays, pero me alegro de que se hayan ido. No definitivamente, sino a algún país en una especie de retiro, ayudando a construir casas en África o curando leprosos en Suecia, no lo sé. Sé que estarán fuera hasta noviembre, así que dispondremos de una casa grande y vacía para todo el verano. Estará bien salir de nuestra birria de piso durante los próximos meses.
No me interpretéis mal; tengo amigos. Solo que resulta que la mayoría de ellos estudian en otro sitio y tienen su propia vida, sea la que sea. La mayoría no vuelve a Seafare si puede evitarlo. Los demás podrían ser imaginarios. Creed regresa a menudo, afirmando que Arizona está situada, de hecho, en la superficie del sol, no al lado de California como dicen los mapas. Pero ahora que sus padres están ausentes la mayor parte del tiempo, siempre puede volver aquí y es como si tuviera una casa de vacaciones para él solo, lo que es genial si te gusta esa clase de cosas. Cuando se lo comenté me miró con extrañeza y dijo que no se le había ocurrido en ningún momento. Ya no hemos hablado más de ello.
Cuesta trabajo mantener amistades normales cuando eres el tutor del niño de ocho años más listo del mundo. La mayoría de la gente no podría entender por qué hice lo que hice. Diablos, hay veces que ni siquiera yo lo entiendo. La única forma en que puedo racionalizarlo es que una persona es capaz de hacer cosas extrañas si no tiene más remedio.
La otra única persona a la que me gusta ver es la que considero mi novia, Anna Grant. Pero vive también en Seafare, y se traslada cada día al condado vecino para asistir a la escuela municipal de allí, así que no es que no la vea. Fue la segunda persona que conocí después de Creed. Estamos juntos a menudo, pero eso no significa la mayor parte del tiempo. No es ningún chiste: en una ocasión nos encontramos y rompimos a los cinco segundos cuando le dije sin querer que parecía tener la nariz chata desde el ángulo en el que me hallaba. No pretendía ofenderla; se me escapó de la boca. Se enfadó y se fue hecha una furia. Cinco segundos. Pero es mi mejor amiga, así que generalmente trato de no preocuparme. Compruebo que, si te preocupas en exceso, pasas menos tiempo haciendo otras cosas.
Como estar de pie bajo la lluvia en un área de servicio, esperando a que tu hermano acabe de hacer pis. Me vuelvo hacia la puerta y todavía le oigo canturrear. Consulto mi reloj. Son las dos y media. Tenemos que recoger a Creed en media hora, y aún nos quedan algunos kilómetros.
—Chico, ¿estás bien? Tenemos que irnos.
Oigo que deja de tararear.
—Bear, yo no te hablo cuando vas al baño —responde prosaicamente.
Touché!
Sale al cabo de unos minutos. Me aseguro de estar en el sitio exacto en el que me ha dejado. Veo que me dirige una mirada apreciativa al encontrarme allí. Le tiendo la mano, me la coge y regresamos bajo la lluvia.
—¡Allí está!
Ty señala entusiasmado. Veo a Creed de pie junto a la entrada de una terminal. Me ve acercarme, Ty le hace señas con la mano como un loco, y se echa a reír. La mayoría de las chicas consideran que Creed «está como un tren» (según sus propias palabras) y supongo, desde el punto de vista de un hombre, que no está mal. Tiene el pelo rubio, corto y rebelde, unos dientes blancos y regulares, los ojos verdes, y hasta admitiré que es corpulento. Aparentemente ha acumulado todavía más músculos que la última vez que le vi en marzo. Y es alto, lo cual me amarga la vida porque solo mido metro setenta y tres. Y tengo el pelo oscuro. Y los ojos marrones. Y soy de piel pálida. Y creo por alguna razón que aún conservo algún diente de leche, porque uno es mucho más pequeño que los demás. Le digo a Creed que el único motivo de que sea su amigo es porque es un chico rico, grande y rubio. Él dice que el único motivo de que sea mi amigo es porque soy menudo, blanco y vivo en el gueto con mis dientes de leche. Nos llevamos de fábula.
Abre la puerta y echa sus bolsas sobre el asiento trasero, al lado de Ty. Sube y me sonríe. Extiende un brazo, me lo pone alrededor de los hombros, me atrae para darme un abrazo y noto el agua de lluvia corriendo por mi mejilla. Me da las tres palmaditas en la espalda preceptivas del abrazo entre hombres y se aparta.
—¿Qué pasa, tío? ¿Cómo va la vida en la costa?
Sonrío y me encojo de hombros.
—Igual que la última vez que hablamos. Creo que si ocurriera algo gordo lo sabrías.
Vuelve a sonreír, mira por encima del hombro hacia el asiento de atrás y se frota las manos rápidamente sobre la cabeza, salpicando agua sobre mí y sobre Ty. Mi hermanito se ríe fingiendo quejarse.
—¿Qué pasa, Chico? ¿Bear te trata bien, o tengo que bajarle los humos con unos azotes?
Ty se lleva una mano a la barbilla en un gesto de concentración y piensa un momento.
—Quizá solo un azote. No me dejó llevarme el nuevo documental sobre la PETA[1] del videoclub.
—¡Eso fue hace un mes! —protesto, a sabiendas de lo que vendrá.
Ty me fulmina con la mirada.
—Me acuerdo de las cosas.
Creed se echa a reír.
—Entonces un azote —dice, y me golpea con el puño en el hombro.
Sí, no hay duda de que ha ganado musculatura.
—Cabrón —gruño, frotándome el hombro—. Deberías haber visto esa película. No hablaba más que de cómo convertirse en ecoterrorista y luchar contra el sistema. Si el Chico la hubiera conseguido, ahora seguramente le pondría una bomba a algún famoso por vestir pieles.
—Eh, no te quejes —dice Creed—. Por lo menos no ha sido como la última vez, cuando dijo tres azotes por no conseguirle la marca de leche de soja que le gusta.
¿Cómo podía olvidarlo? Había tenido un moratón en el brazo durante un mes.
Ty habla por mí.
—Ahora me trae la marca correcta. Y, Bear, no me puedo creer que hayas dicho que iba de «cómo luchar contra el sistema». Supongo que es desalentador para cualquier niño enterarse de que su hermano mayor sigue viviendo en la época de Reagan.
Ni siquiera sé qué significa eso.
Una hora más tarde todavía estamos en la autopista por culpa de un embotellamiento y llueve con más intensidad. Creed nos ha estado contando cómo le va por Arizona, más para Ty que para mí, ya que charlo con él varias veces por semana. Ty le habla del nuevo profesor que tiene en la escuela, al que ha tenido que corregir en algunas ocasiones cuando se ha equivocado en clase, y le dice que tuve que asistir a una entrevista de «hermano-profesor» (se niega a llamarlo padre-profesor). Hace una mueca cuando cuenta a Creed que el señor Epson calificó a Benjamin Franklin de un buen presidente. Creed se apresura a mirarme, yo asiento con la cabeza, y entonces se vuelve horrorizado hacia Ty, preguntando cómo alguien puede confundirse hasta ese punto.
—¡Ya lo sé! —murmura Ty en tono amenazante—. Por lo visto no piden ningún nivel para enseñar tercer curso. Y todavía nos falta un mes para terminar la escuela.
Diez minutos después, Ty ha dejado de hablar y duerme con la cabeza recostada sobre las bolsas de Creed. Este echa una mirada para cerciorarse de que el Chico está dormido, se vuelve hacia mí y dice en voz baja:
—Yo creía que Benjamin Franklin fue presidente.
—¡Yo también! Tuve que consultarlo para asegurarme. Por lo visto, no hizo muchas cosas que yo creía que había hecho.
—Pero tenía pasta, ¿no?
—Sí, así es. ¿Cómo la consiguió si no fue presidente?
—Seguramente tenía una polla grande.
Sonrío.
—¿Quieres decir que cuanto más grande, mayor es el billete en el que sales?
—Sí. Pobre George —dice Creed, riendo—. Por supuesto, yo saldría en el billete de un millón de dólares.
—No hacen billetes de un millón de dólares.
—Sí, claro. No han visto lo grande que es mi polla. —Ambos nos reímos. Entonces se calla y me mira—. Me alegro de verte, Bear. Gracias por recogerme.
Me encojo de hombros.
—Claro. No vuelves cada día, así que no tiene importancia. ¿Cómo te fueron los exámenes finales? —pregunto, intentando prolongar la conversación a partir de donde inevitablemente llegará.
Gruñe y se tapa el rostro.
—Una pesadilla. No creo que me dejen volver el próximo semestre.
—Embustero.
Creed sonríe.
—Tienes razón. Bear, hubiera podido hacer esa mierda en sueños. Me aburre mucho la universidad. Ahora mismo estoy haciendo las malditas prácticas, y es literalmente lo más estúpido que he hecho nunca. Por lo visto «alumno en prácticas» significa «chico de los recados con pretensiones». —Sacude la cabeza—. Pero cuando me licencie tendré una buena recomendación. Por cierto, ya sé que aún falta un año, pero procura recordar que tú y el Chico tendréis que estar en Phoenix para asistir a la entrega de mi título universitario.
Asiento con la cabeza.
—Me concederá el tiempo suficiente para empezar a ahorrar algún dinero. Deberíamos poder arreglarlo, por lo menos para un par de días.
¡Maldita sea! ¿Por qué tenía que…?
—Bear, si me dejaras… —empieza Creed, emprendiendo el mismo baile de siempre cuyos pasos ya he memorizado.
Le interrumpo.
—No empieces otra vez. Sabes que si necesitara ayuda, la pediría. No es que sea demasiado orgulloso para no saber pedir si lo necesito.
Él mira a través de la ventanilla.
—Sé que te asegurarías de cubrir las necesidades de Ty, pero no pedirías ayuda para ti mismo.
No respondo porque sé que es verdad, y cualquier cosa que dijera en sentido contrario nos parecería hueca a ambos.
Creed se vuelve hacia mí.
—Vamos, Bear. Sabes que me preocupo por ti y el Chico. Es mi derecho como tu mejor amigo y mi oficio como el tío Creed.
—Ya lo sé —digo irritado—. Pero ahora mismo no nos va mal. Casi me he puesto al día con las facturas. No vamos tan retrasados en el alquiler como el año pasado. Las únicas cosas que me preocupan de veras ahora mismo son qué hacer con la escuela del Chico el año que viene y… —miro hacia atrás para cerciorarme de que Ty aún duerme— su fiesta de cumpleaños.
—¿La entrevista hermano-profesor?
—La entrevista hermano-profesor. Por lo visto es una «alteración» en clase, pero hasta el profesor y el director creen que se debe a que es demasiado inteligente para el material. Quieren trasladarle a quinto curso el año que viene, pero no sé.
Creed suelta un silbido.
—¿Saltarse un curso? ¿Cómo diablos ha llegado a ser tan listo? —Sonríe y me da un golpe amistoso en el hombro—. Sabemos que no es nada que hayas hecho tú.
Le devuelvo el golpe, con cuidado de no dar un volantazo y acabar con el coche en la cuneta.
—¡No me digas! Eso ya lo sé. Solo me pregunto si necesita la alteración de saltarse un curso. No sé si sería bueno para él o no. —Y de veras lo creo. No sé si es una bendición o una maldición que mamá optara por dejarme con el niño más listo del planeta—. Decida lo que decida, quieren una respuesta dos semanas antes de que empiece el nuevo año escolar, para asignarle a un aula.
—¿Y ya no te joden más con lo del acta notarial? —pregunta él.
Niego con la cabeza.
—No. No tanto como al principio. Pero han estado tratando conmigo desde que Ty estaba en el parvulario. ¿Sabes?, asistí a más entrevistas de esas que mi madre. Lo único que cambió en realidad fue que ya no se necesitaba su visto bueno.
Naturalmente, aquello me había aterrorizado al principio: que tuviera la potestad última sobre todo lo relacionado con Tyson. Aunque había sido yo quien asistía a esas entrevistas con profesores y a las consultas médicas cuando mamá aún estaba con nosotros, normalmente era ella quien tomaba las decisiones. Recuerdo haber temido que todo lo que hacía saldría mal y que no habría nadie que rectificara mis errores. Ahora que lo pienso, no sé muy bien cómo hemos sobrevivido. Por pura fuerza de voluntad, si acaso.
Creed se vuelve a mirar a Ty y luego a mí.
—Tío, si me hubieras dicho hace tres años que tendríamos esta conversación habría dicho que estabas colocado.
—Lo sé. Es de locos, ¿verdad?
Se echa a reír.
—Un papá Bear total. —Mira a través de la ventanilla cuando entramos en el límite municipal de Seafare—. ¡Ah, hogar, dulce hogar! ¿Sabías que cuando salí de Phoenix había 45 grados en el exterior?
Hago una mueca. No entiendo cómo alguien puede vivir con un tiempo así. El Chico y yo fuimos a ver a Creed durante sus vacaciones navideñas hace un par de años. La víspera de Navidad hacía calor y nos bañamos en la piscina en una barbacoa. Juro que contraje cáncer de piel durante la semana que estuvimos allí. El Chico me dijo que yo era un peliculero. Arizona es un lugar extraño. Prefiero el océano y el frío.
Tomo Seaway Avenue, que desemboca en el sector de Pinecrest Coast, donde se encuentra la casa de Creed. Y antes de que esto llegue más lejos, dejadme repetir una cosa para que quede bien claro. La familia de Creed es rica; yo, no. Es así y basta. No soy una especie de tópico descarriado al que hay que rescatar de su vida mísera. No lucho contra aquellos que me oprimen como en una película de la semana. No es más que la realidad de la vida, y es como es y blablablá… No me va mal. No nos va mal. He aprendido en mi corta estancia aquí en la Tierra que las cosas siempre podrían ir peor.
Creed está diciendo algo sobre una chica a la que se ha cepillado, quiere cepillarse o dejó a medio cepillar cuando enfilamos su calle y sus palabras se interrumpen. Le miro y le veo mirar por la ventanilla.
—¿Qué ocurre?
—¿De quién es el coche que está en la entrada de mi casa?
Miro calle abajo y, en efecto, veo un Jeep Cherokee más viejo aparcado delante del garaje de cuatro plazas de Creed. Es negro y le falta un tapacubos. No lo había visto antes, y no creo que sea de sus padres.
—¿Crees que deberíamos parar?
Se ríe.
—¿Y adónde iremos? Si ha entrado alguien, por lo menos debo procurar que no se lleven todas mis cosas.
Nos acercamos a la casa, lo suficiente para comprobar que no hay nadie en el Jeep y para ver que la puerta principal está cerrada y no astillada como mi mente hiperactiva había creído.
—Aparca al lado —dice, señalando un hueco en el camino de acceso—. Entraré. Tú quédate aquí fuera con el Chico y con la ventanilla abierta. Te gritaré si necesito ayuda.
Pongo los ojos en blanco.
—Parece un plan genial. Procuraré acudir corriendo. Juntos podremos reducirles con todas las armas que llevo en el coche. Muy elaborado.
Creed no dice nada mientras abre su puerta y sale a la lluvia. Le veo mirar a través de las ventanas de la puerta del garaje, pero no ve nada que le haga regresar corriendo al coche. Cojo mi móvil, marco el 911 y dejo el dedo suspendido sobre la tecla de envío, por si acaso. Echo un vistazo al retrovisor y compruebo que Ty sigue dormido sobre las bolsas de Creed.
Creed se dirige hacia la puerta principal, la abre con sus llaves y la empuja hacia dentro. Entonces dice con voz ahuecada y sacando pecho: «¿Hola?». Doy un respingo y llamo al 911 sin querer. Miro horrorizado el teléfono y cuelgo, esperando que mi llamada no haya llegado a su destino porque esa gente puede localizarte donde sea. Levanto los ojos a tiempo de ver cómo Creed se dobla por la cintura, riendo.
—¡Ni hablar! —grita al interior de la casa.
Se encamina hacia el coche en el que estoy, ignorando aún si hay ladrones o si el 911 me devolverá la llamada.
—¿Quién es? —inquiero cuando abre la puerta.
Creed sonríe al Chico, dormido sobre sus bolsas, y me mira con ojos chispeantes.
—Tío, es Otter. Mi hermano mayor ha vuelto a casa.