La muerte parecía flotar en el aire.

La huida a Nueva York para escapar del suicidio accidental de Larry se había convertido más en una peregrinación que en un refugio, un viaje de penitencia al osario del mundo occidental. Los estertores de muerte eran casi audibles. Hugo casi esperaba ver carretas rodando por las calles como las grandiosas carrozas fúnebres de antaño. Sin flores. Sólo una corona de duelo modelo estándar proporcionada por la floristería de la esquina.

Hugo siempre había concebido las floristerías como lugares para bodas, saludos y declaraciones de amor. Ahora venían a ser como la antecámara del sepulturero. Encargue aquí las flores y un ataúd a juego. Despachaban adornos mortuorios a diario. El hombrecillo de las gafas redondas que atendía la floristería, aquél tan melindroso cuyos ramos siempre parecían demasiado apretados, no sabía hablar de otra cosa.

Hugo lo detestaba. Detestaba sus polvorientos ramos de flores secas y sus arreglos demasiado exquisitos a base de pensamientos silvestres disecados. Detestaba su forma de quitarse las gafas cuando hablaba de los enfermos (como si de otro modo pudieran empañarse, como si fuese capaz de verter lágrimas). Y más que nada, detestaba la corriente oculta de regocijo que había bajo su tristeza.

Hugo, que siempre había detestado las cosas hechas en equipo, detestaba la camaradería de los sanos tanto como temía la fraternidad de los enfermos. Pero todas las mañanas, cuando se dirigía hacia el cruce de Park con la calle 87 para comprar la dosis habitual en la «farmacia», el hombre le saludaba con la mano, y todas las mañanas salía de la tienda para darle los buenos días, y una cosa conducía a la otra y Hugo quedaba atrapado.

—Un amigo mío acaba de ingresar en el hospital. Ya no podía retener la orina.

—Tengo que ir a la farmacia.

—Es algo horrible. ¿Se imagina cómo estaba su apartamento cuando lo encontraron? Al que hace tiempo que no veo es a… Vaya, ¿cómo se llamaba? Yo siempre le llamaba Derrick, pero en realidad no sé…

—Creo que no lo conozco. Tengo que ir…

—Yo le llamaba Derrick, de todos modos. Hace al menos dos semanas que no lo veo. La última vez que nos vimos tenía muy mal aspecto.

—Seguro que se encuentra bien.

—¿Cómo puede estar tan seguro? Tenemos una epidemia, no lo olvide. Supongo que los ingleses se creen inmunes.

Hugo reanudó su camino. El florista tenía la costumbre de enojarse si no le seguían la corriente. En su interior, pensó Hugo, quería que muriese todo el mundo. Sería su venganza contra los altos y los que no llevaban gafas. Merecido lo tendrían, todos ellos, por no haberle prestado atención antes. Y, naturalmente, el negocio siempre iba mejor cuando flotaba la muerte en el aire. Muchos funerales. Sobre todo en aquella zona. En el Harlem hispano, la gente se tomaba los funerales muy en serio. Hugo ya había sido invitado a dos.

El florista siempre se quejaba. La gente no quería sus flores secas para los funerales. Querían flores frescas, grandes y exuberantes, de colores llamativos. Pero él siempre les hacía quedar bien. Le gustaba estar a buenas con las familias del barrio.

Por supuesto, el florista se equivocaba. Los ingleses no eran inmunes. Su miedo era distinto, sencillamente. Más callado y reservado. Oculto. Todavía se sentían demasiado avergonzados. En el Harlem hispano no había vergüenza. Hugo sabía que los ingleses no eran inmunes. El día anterior por la mañana, cuando Raul y Rudy y Lin aún dormían, le había llamado Jim. Jim estaba en el hospital. Tenía erupciones. Tenía dolores de cabeza. Había ingresado para tres semanas. El lento descenso había comenzado. Y muy cerca de Hugo. Tres semanas más y el piso de Jim habría sido su hogar. Ahora, sin ningún lugar donde vivir, se sentía impulsado a regresar.

Hugo entró en la «farmacia» y avanzó con paso decidido hacia el fondo del local.

Ninguno de los presentes le prestó la menor atención cuando se deslizó tras la última estantería del fondo. Para entonces, ya lo conocían.

Desde la entrada, la última estantería parecía estar fijada a la pared, o al menos apoyada sobre ella. Pero encajada en la pared, detrás de los anaqueles, había una ventanilla provista de un cristal de seguridad y una bandeja giratoria. Tras la ventanilla había un negro, un negro grande con mucho oro. Era el que despachaba aquel día. Hugo estaba realizando su expedición matutina. Se recostó en la ventanilla empotrada. Depositó un billete de diez dólares en la bandeja giratoria. La bandeja rotó y Dedos de Oro pescó el billete. Apenas se movió. Ni siquiera pestañeó. Era como comprar un billete de tren, salvo que aquí no se aceptaban tarjetas de crédito. Y eso estaba bien. De otro modo, quizá se hubiera formado una cola. El negro le deslizó un paquete de sensemelia[14] por debajo del cristal. Cristal a prueba de balas. Toda la transacción se desarrolló sin una sola palabra. El mínimo contacto visual. Ni sonrisas, ni gestos de reconocimiento. La perfecta compra mañanera.

O habría sido perfecta de no ser por el florista y sus chismorreos macabros. Su letanía de necrológicas prematuras había dejado a Hugo desasosegado durante todo el viaje de ida y vuelta a la farmacia, y ya volvía a estar casi ante su tienda. Pero esta vez el florista estaba ocupado. Tenía un cliente. Y aunque le saludó con la mano, sujetando una cinta entre los dientes y unas tijeras con la otra mano, y aunque Hugo le devolvió el saludo, los dos sabían que se detestaban recíprocamente.

En el apartamento, todos seguían durmiendo. Raul y Rudy estaban acurrucados en el cuartito de atrás, bajo una guirnalda de ropa lavada el día anterior, sobre un mismo colchón, el edredón perdido en una confusión de brazos morenos y piernas blancas. Y Lin, el aburrido de Lin, que tan atractivo hubiera resultado si no cometiera la equivocación de hablar, roncaba en el sofá.

Hugo enrolló su colchón y lo guardó bajo el sofá. Lin giró sobre un costado y la vasta espalda, que tan atractiva hubiera sido si no estuviera cubierta de granos, se contrajo con un ligero espasmo en algún sueño. Eso era todo lo que Lin conocía. Espasmos en sueños. Nunca pasaba la noche fuera. Apenas salía del apartamento, excepto para ir al gimnasio donde moldeaba su espalda y su pecho. Se enamoraba a distancia de repartidores inasequibles que florecían durante seis meses justo antes de la pubertad. Nunca les hacía proposiciones. No era tan estúpido. En el Harlem hispano, si le haces proposiciones a un repartidor equivocado, te arriesgas a perder aquello que te impulsa a hacer proposiciones. Eran unos muchachos angelicales. Un bozo negro en el labio superior; la tez finísima de la juventud, aún no estropeada ni picada por el acné; sonrisas todavía blancas, sin plata, sin oro, sin huecos en la dentadura. Pero los cuchillos que guardaban en las botas podían cortar hasta el hueso antes de que uno hubiera visto la hoja, y sus hermanos mayores llevaban pistola.

En el Harlem hispano, no se les hacían proposiciones a los repartidores. Uno les sonreía. Ellos flirteaban con uno. Les gustaban los gays. Algunos de ellos tenían hermanos gays. Les gustaba exhibirse delante de uno, rascándose, pavoneándose, paseándose sin camisa. Pero si tocabas sin que te lo pidieran, eras carne picada. Y aun si te pedían que tocaras, lo más probable era que al día siguiente encontraras a uno de sus hermanos mayores ante tu puerta.

A Lin no le gustaba la violencia. No había muchas cosas que le gustaran. Todo le ponía nervioso. Prefería la seguridad de un enamoramiento a distancia, la mirada remota y melancólica. Ni siquiera era capaz de dirigirles una sonrisa cuando se cruzaba con ellos por la calle. Estaba demasiado torturado en su interior. Rudy constantemente se metía con él por eso. Rudy nunca dejaba de sonreírles, de guasearse con ellos y admirar sus tatuajes. Nunca sabían qué pensar de Rudy, pero les caía bien.

Raul les caía bien porque con él siempre sabían exactamente qué pensar. Conocían a su madre, y su hermano tenía importantes negocios en el barrio: grandes cantidades de hierba, cocaína y lo que hiciera falta. Pero a Lin procuraban evitarlo. Con él no había diversión, todo parecía trabajo. Lin se quejaba de su vida sin esperanzas, y las quejas lo mantenían vivo; las quejas y su colección de pildoras vitamínicas de alta calidad y su zumo de naranja enriquecido.

Se quejaba de los chicos. De cómo podían ser tan bellos, y de por qué tenían que andar sin camisa, y por qué tenía que hacer tanto calor precisamente aquel día, cuando sus granos estaban en ebullición y no podía quitarse la camisa para demostrarles que él también tenía un pecho robusto aunque no tuviera su mismo color, aunque siempre estuviera de un blanco deslustrado como una camisa sucia.

Lin no sólo se quejaba de eso. Se quejaba de Raul y de Rudy cuando hablaba con Hugo, y seguramente se quejaba de Hugo cuando hablaba con ellos. Lo único que no parecía ser motivo de queja era la falta de espacio. El apartamento estaba abarrotado, pero a él no parecía preocuparle. Cuatro personas en una vivienda de dos habitaciones, obligado a dormir en un sofá con un inglés en el suelo a su lado, y aun así no parecía preocuparle. En el Harlem hispano, nadie se preocupaba mucho por la falta de espacio. Todo el mundo estaba igual y nadie sabía lo que era vivir de otro modo.

En cambio, Lin se quejaba de Raul y de Rudy y de su forma de vivir, y se quejaba sobre todo de Raul, a causa de su tos. Y aunque a Hugo le ponía frenético oír sus quejas, comprendía por qué lo hacía. La tos de Raul no era una de esas toses discretas y apagadas que duran una semana, ni una de esas toses ruidosas, carraspeantes y llenas de mucosidades. Era una tos seca que le reverberaba en el pecho y no parecía terminar nunca. Lenta pero perceptiblemente, estaba consumiendo el color de sus mejillas. Estaba grabando surcos en la frente de Raul, y hacía que su espalda se encorvara y su pecho se hundiera. Y aunque nadie comentaba nada, excepto Lin, Hugo sabía que Rudy sabía y Raul probablemente sospechaba que aquélla no era una tos que fuera a curarse.

Y lo que enfurecía a Lin y le ponía nervioso y hacía que se quejara era que Raul no le prestaba ninguna atención y seguía tomando drogas sin volver la vista atrás.

Hugo tomó asiento ante la mesa en la reducida cocina que en realidad no era más que un frigorífico, un fogón y una mesa en un rincón de la sala de estar, al lado del cuarto de baño que en realidad no era más que un armario con un retrete y un lavabo, sin ducha. El café estaba en marcha, calentándose en el fogón, y Hugo dio comienzo al ritual matutino de liar los porros del desayuno. Todos desayunaban con un porro para cada uno. Sólo entonces, cuando el mundo se había vuelto blando y flexible y el sol rebotaba en los salientes directamente hacia su cabeza, podía empezar el día. Era una regla de la casa. La primera regla de la que Rudy le había informado mientras subía su bolsa por los cuatro tramos de escalera color marrón mierda hacia el apartamento de dos habitaciones para cuatro personas.

Era la única regla, aparte del café. Fuera de eso, la consigna era sólo dale duro y dale bien y duérmela luego, porque mañana habrá otra juerga.

Y lo más divertido era que Rudy le había invitado a ir allí para ayudarle a escapar del caballo. Hugo, en realidad, no había tenido ningún problema con el caballo. Lo dejó en cuanto se lo propuso, y no advirtió ninguna diferencia. Pero Larry sí tenía un problema con el caballo, y Hugo acabó teniendo un problema con Larry. Larry estaba muerto. Y Larry había muerto a causa del caballo que Hugo le había comprado en casa de Michael. Y cuando encontraron a Larry muerto, encontraron a Hugo azul en el cuarto de al lado, con magulladuras amarillentas por todo el brazo y magulladuras moradas por toda la cara. Y la policía se mostró mucho más interesada por las magulladuras amarillentas que por las moradas.

Hugo, en realidad, no había tenido tiempo de resolver qué representaba la muerte de Larry. Sabía qué representaba para los demás: que había preguntas que contestar y nombres que averiguar y gente a la que culpar. Sabía que William, que al principio se había asustado y preocupado, ahora estaba enfadado y no quería hablar con Hugo. Sabía que sus padres, que al enterarse (por William) se habían asustado y preocupado, estaban demasiado aturdidos para saber qué hacer y se dedicaban a releer los folletos sobre las drogas para ver en qué se habían equivocado. Sabía que, para ellos, sus peores temores se habían hecho realidad, que tener un hijo gay significaba tener un hijo que se acostaba con yonquis sin trabajo del norte de Inglaterra, y que muy posiblemente tener un hijo gay significaba tener que afrontar una muerte repentina. Sabía que su facultad lo veía con muy malos ojos y juzgaba que le convendría tomarse el resto del año libre para curarse, para curar sus magulladuras y su sangre, para arreglar el lío de su habitación, el lío de la cama de Larry, el lío que Larry había dejado cuando se metió el último pico en el brazo y exhaló el último aliento de su pecho. Así que se tomó un tiempo libre para pensar y recuperarse.

Pero no sabía qué sentía.

Le preocupaba pensar que tal vez no sentía lo suficiente. Estaba insensibilizado. De hecho, no había sabido qué sentía ni siquiera cuando recibía los puñetazos en la cara y el rodillazo en la ingle. Y sabía que cuando despertó, con William inclinado sobre él, había sentido frío, malestar y culpa, pero nada más parecía conectar. Todas las conexiones parecían rotas. La parte de su cabeza que hubiera debido estar reservada para el remordimiento y el pesar parecía clausurada. No podía conectar con ella. No podía encontrar los disparadores que volvieran a ponerla en marcha. Era sólo un espacio. De manera que, cuando pensaba en Larry, sentía un espacio vacío y experimentaba una vaga náusea en algún lugar del vientre, y entonces cambiaba de tema.

Larry y él no habían tenido tiempo de conocerse, en realidad. El caballo había bloqueado todas sus emociones, suprimido su conversación, ahogado su deseo. El sexo se había convertido en una serie de manoseos perezosos y masturbaciones lánguidas. La charla se había convertido en una serie de silencios. La vida se había convertido en un mando a distancia ante el vídeo con una bandeja a medio consumir de tostadas con mantequilla de cacahuete.

Y ahora que todo había terminado, Hugo no sabía muy bien qué debía echar de menos. Pero todo el mundo lo miraba como esperando que echara de menos algo. Esperaban que se viniera abajo. No cesaban de preguntarle cómo se encontraba, y él consideraba que debía darles una respuesta, pero al cabo de algún tiempo se hartó de contestar que cansado, así que les contestaba que enfermo, y ellos suponían que estaba enfermo por el caballo o por la falta de caballo y eso les hacía sentir mejor porque era lo que habían creído siempre. Habría sido muy inoportuno que Hugo no se sintiera enfermo. Habría desinflado muchos de sus mitos. Por lo tanto, estaba enfermo en beneficio de ellos y muerto dentro de su cabeza, y día tras día seguía deteriorándose calladamente. Telefoneó a Rudy para preguntarle qué le sugería, pero cuando Rudy descolgó el auricular, no pudo articular nada. Y luego sólo pudo decir: «Soy Hugo». Y sólo entonces, por fin, se echó a llorar. E incluso entonces, seguía sin saber muy bien por qué lloraba. Así que Rudy le dijo: «Ven en seguida a Nueva York».

Y Hugo partió al día siguiente, asegurando a todo el mundo que estaría bien cuidado.

Sus padres, al menos, le creyeron, porque habían almorzado con Rudy en Cambridge y sabían que era un joven bien educado que había sido el jefe de su clase y jugado a waterpolo con el equipo de la universidad y que tenía la cabeza bien puesta sobre los hombros. Pero es que a Rudy se le daba muy bien lo de causar buena impresión. Durante el almuerzo, Hugo se había atragantado con la comida más de una vez mientras Rudy colmaba a su madre de cumplidos y a su padre de bromas de hombre a hombre. Había hecho quedar mal a Hugo. Cada vez que sus padres iban a visitarlo, cosa que hacían con gusto porque Cambridge estaba lleno de guías turísticas que podían consultar mientras vagaban entre las facultades, Hugo se quedaba sin habla. Su madre decía que estaba enfurruñado, y aunque él sabía que era verdad, el hecho de que se lo dijera sólo empeoraba su estado. Así que, mientras Hugo permanecía sentado ante la mesa, enfurruñado, reaccionando a todas las preguntas como si fueran puyazos, Rudy desplegaba su encanto y les compensaba el viaje. Y ahora Hugo se alegraba de que Rudy les hubiera ofrecido tan buena representación, y de que sus padres no sospecharan nada.

No sospechaban que Rudy era lo más parecido a Hugo que Hugo conocía. No sospechaban que Rudy era el ángel malo de Hugo.

Cuando se conocieron, Hugo y Rudy se cayeron mal desde el primer momento, del mismo modo en que Hugo y Chas se habían caído bien desde el primer momento. Cuando Chas y Rudy se conocieron, se acostaron juntos. Hugo nunca llegó a acostarse con Chas ni con Rudy. Al final, fue el único que continuó comportándose como un amigo con ambos. Casi hasta el final.

Cuando sus padres lo conocieron, Chas les cayó mal desde el primer momento y Rudy les cayó bien desde el primer momento. Por tanto, sonrieron aliviados cuando Hugo les dijo que se iba a Nueva York. No se imaginaban lo que significaba vivir con Rudy. No se imaginaban que Rudy era quien le había presentado a Jim. Que Rudy era la causa de que Hugo pasara sus fines de semana en Londres. Jamás habrían podido suponer que cuando Hugo llegaba a la ciudad con Rudy, terminaba en los reservados de los bares, bailando colocado de ácido, practicando sexo a muchas manos en un cuarto oscuro con frascos de amilo sin saber de quién era cada mano. Ni que cuando Hugo salía con Rudy nunca sabía si llegaría a la línea de meta, aunque, de momento, siempre había llegado. O casi.

Sólo hubo una noche en que las cosas se torcieron un poco.

Empezó como cualquier otro fin de semana huyendo de Cambridge, como cualquier otra escapada hacia el bullicio de la gran ciudad y el gran bullicio de los clubes. Llegaron a Londres en un coche prestado tras una carrera bajo la lluvia por la M11, liando porros durante todo el camino, Hamilton Bohannon sonando a tope en los cuatro altavoces, ni un coche de policía a la vista, la aguja del velocímetro vibrando sobre los 180 kilómetros por hora. A las ocho y media estaban en las afueras de la ciudad. A las nueve menos cuarto en casa de Jim. La casa de Jim era siempre su primera parada. Era la cámara de descompresión. Era también donde empezaba el circo.

Aquella noche empezó con té. Y pastas. Más té. Y porros. Luego, el timbre de la puerta. Más gente y más porros. Luego, las primeras copas. Una cápsula. Un rápido intercambio de billetes. Cinco por aquí. Diez por allí. Otra cápsula y un Seconal para más tarde. La tele estaba encendida. Todo el mundo hablaba en voz muy alta. Alguien puso un disco y subió el volumen para superar el de la tele. Nadie se molestó en apagar el televisor. Hugo se tragó la primera cápsula. Había que tomárselas temprano. A veces tardaban media hora en hacer efecto. Para entonces, ya eran las once y media.

Hacia las doce y media, Hugo estaba flipado. Lo mismo que Rudy. Lo mismo que Jim, y que Bob y Colin y Alfredo y los demás. Las sustancias químicas jugueteaban con sus músculos. Estaba agarrado al asiento. Y Jim seguía sin parar. Más porros. Más té. Esta vez, sin pastas. Dos taxis. Hora de moverse. Hora de seguir la marcha.

Hugo se encontraba estupendamente. Sonrió a Rudy, que le enseñó los dientes. Habría podido ser una sonrisa. O no. Rudy estaba mascándose la mejilla por dentro. Hugo se sorprendió riendo en silencio. No tenía ni idea de por qué se reía, pero las convulsiones ascendían por su cuerpo como burbujas por el agua. Su saliva se había convertido en goma de mascar, sus cigarrillos sabían como residuos químicos y todo iba estupendamente. Todo era divertido. En la calle, caminando hacia el taxi, la luz de las farolas rebotaba sobre el pavimento en esquirlas que hacían danzar los adoquines como cristal tallado. Eso también era divertido. Las cosas estaban yendo bien.

Las cosas seguían yendo bien cuando llegaron al club y se sumergieron en el gran bullicio. Esta vez no era el reservado de un bar con sexo a muchas manos en un cuarto oscuro. Esta vez era El Cielo, y era grande. Los hombres eran grandes, la pista de baile era grande, el ruido era atronador, las drogas no cesaban de correr y lo único que se podía hacer era bailar. Hugo y Rudy podían bailar durante toda la noche. Lo habían hecho otras veces. Volverían a hacerlo aquella noche. Con la saliva pegajosa no se podía hablar. Con cigarrillos que sabían como un vertedero químico, no se podía fumar. No se podía beber más que agua. Pero las drogas no cesaban de correr. Los porros. El amilo. Y el éter.

Todo estaba saliendo de maravilla. Rudy bailaba con el torso desnudo, como se podía hacer cuando uno jugaba a waterpolo con el equipo de la universidad y era capaz de abordar a los desconocidos en los clubes preguntándoles: «¿Quieres follar?», aunque la mayoría le contestaran que no. Jim estaba liando un porro y los demás merodeaban por allí con expresión seria, moviéndose al ritmo de la música, esperando a bailar o esperando el porro. Hugo se alejó del grupo. Necesitaba un poco de espacio. No había espacio en El Cielo. Hasta el aire estaba repleto, repleto de humo y de sudor y de los vapores de algunos cientos de frascos de amilo, algunos cientos de rociadas de éter. Conque Hugo fue y se sentó en el borde del escenario y contempló la pista de baile.

Todo el mundo estaba en lo mismo. Bailar, sudar, fumar, descargar energías. Pañuelos empapados en cloruro de etilo llenaban las bocas de la gente o colgaban de cabeza a cabeza como ropa tendida a secar sobre la pista de baile, los distintos extremos sostenidos por distintas bocas. Y mientras Hugo contemplaba a los bailarines de cabezas aturdidas y torsos desnudos, moldeados por el levantamiento de pesas, listos para la gran noche en el gran bullicio del club, un pensamiento cruzó quedamente su cabeza. Que quizá aquello era el fin. El último baile en el Titanic. El último chapoteo del libertinaje romano. Los últimos ritos de una secta enloquecida. El fin. Y entonces vertió un poco de éter en el pañuelo y aspiró con fuerza, y pasó algo muy extraño. Ya no estaba en el club.

Todo quedó a oscuras y en silencio. Sus ojos silbaban por un túnel en el interior de su cabeza, dejando atrás las caras de todos sus conocidos. Mientras pasaba ante ellos, quiso volverse para pedirles que le ayudaran, que lo detuvieran, pero ninguno de ellos era la persona apropiada para pedirle una cosa así, y cuando apareció la persona apropiada al final del túnel, Hugo se dio cuenta de que era su madre, y a ella no podía pedírselo porque no comprendería lo de las drogas. Y luego ya no hubo nadie. Negrura. En el fondo de su mente se encendió un inmenso letrero de neón y destelló como el rótulo de un motel en una carretera desierta, destelló en grandes letras rojas: NO TE ASUSTES. Destelló dos veces en rojo y amarillo. Hugo sabía que, si se asustaba, perdería la cabeza. Así que esperó. En la negrura. Tenía el corazón desbocado. La mente paralizada. Y le pareció que estaba ciego y sordo. Le pareció que todo aquello duraba una eternidad.

Esperó con la cabeza entre las manos, sentado en los peldaños de la entrada, y escuchó los apagados ladridos de un perro lejano. El perro empezó a acercarse, o quizá sus ladridos empezaran a volverse más fuertes. Despacio, muy despacio, cada vez más fuertes y algo extraños para ser ladridos. Aunque quizá no fueran ladridos de perro, sino el retumbar de un tambor, muy fuerte, muy seco y cerca de su cabeza. Quizá no estuviera sentado en los peldaños de la entrada con la cabeza entre las manos, sino en alguna habitación, bajo techado. A su alrededor no había nadie. Sólo el ruido del tambor. Quizá lo hubieran dejado allí solo para que se recobrara, y ya no iba a asustarse. De todos modos, ya empezaba a olvidarse del miedo. El letrero de neón había quedado muy atrás. Escuchaba el sonido del tambor porque el sonido del tambor, como una flor que brotara súbitamente de un solo tallo, estaba floreciendo en muchos sonidos simultáneos. Era como si alguien hubiera puesto un disco a una velocidad demasiado lenta y lo estuviera acelerando poco a poco hacia el compás adecuado. Los sonidos se fundieron y giraron lentamente en el gran bullicio de la extensa pista de baile. Hugo no estaba solo en una habitación. Cuando se le abrieron los ojos y vio que los hombres con un pañuelo en la boca y el torso desnudo seguían bailando, le sorprendió muchísimo descubrir que no estaba tendido en el suelo, rodeado de gente que lo miraba y pedía una camilla. Estaba justo en el mismo sitio donde había aspirado la última bocanada de éter, al borde del escenario, junto a la pista de baile, y ninguno de los que le rodeaban se había dado cuenta de nada. Ni siquiera Rudy.

Rudy fue a recibirlo al aeropuerto. JFK. Hugo estaba demacrado. Se sentía suelto en el mundo, desbridado y pálido. Tenía una bolsa en la mano y nada en la cabeza. En el avión, había tratado de leer. Había tratado de mirar la película y había tratado de no prestar atención a las turbulencias. Pero durante todo el vuelo se había sentido demasiado cansado.

Rudy lo examinó con detenimiento.

—Ven conmigo. Tengo una cosa para ti —le espetó, y lo empujó hacia los servicios. En el cubículo, esnifaron dos rayas de coca cada uno y Rudy lo empujó de nuevo hacia el exterior. En el momento de salir, Hugo se percató de que el rótulo rezaba «Señoras». A Rudy no se le daban muy bien los detalles. Se le daban mucho mejor los efectos. Avanzaba a grandes pasos muy por delante de Hugo, sin detenerse ante los taxis, la bolsa colgada del hombro como si no contuviera nada. Hugo quiso preguntarle adónde se dirigían, pero la coca le había paralizado la lengua y adormecido las encías, conque se limitó a seguir, respirando los gases de escape de los taxis.

Justo a continuación de los taxis, había aparcada una descomunal limusina gris. Cuando Rudy se acercó, el chófer se apeó, recogió la bolsa y la guardó en el maletero. Luego, se volvieron los dos hacia Hugo.

—Te presento a Raul —le anunció Rudy, y Raul extendió la mano, y Hugo, cuando extendía la suya para estrechársela, empezó a desplomarse lentamente, en silencio, hasta que se golpeó la cabeza contra el parachoques de la limusina y perdió el conocimiento.

Se perdió el viaje hacia Manhattan por el puente de Brooklyn, la entrada en aquel mundo de rascacielos centelleantes, las ventanas que refulgían como los adornos de otros tantos árboles de Navidad gigantes. Se perdió las dos paradas que hizo Raul, una para descargar y otra para cargar. Se perdió el gusto de viajar en un automóvil tan grande que uno podía hacer flexiones en el suelo. Pero volvió en sí a tiempo para subir por la escalera color marrón mierda hasta el apartamento de dos habitaciones y beber el té caliente y fumarse el largo porro de sensemelia que le ofrecieron para mitigar el dolor de la cabeza magullada por el parachoques. Y poco a poco, mientras yacía allí acariciándose la cabeza, empezó a hacerse su composición de lugar.

No era la primera vez que visitaba a Rudy. El verano anterior había ido a verlo, al regreso de la boda de su hermana mayor en la Norteamérica de pulcros jardines que se extendía más allá de Boston. Había sido una boda pulcra en una pequeña casa de reuniones de los cuáqueros en una pequeña población de tablones blancos llena de sosegadas personas blancas. Fue una boda abstemia. Los cuáqueros sirvieron limonada en la recepción, mientras Hugo y el padrino de la novia fumaban porros tras la casa de reuniones. Hugo no estaba acostumbrado a este tipo de vida y llegó a Manhattan con ansias de diversión. Dejó su equipaje en el piso del padrino en Park Avenue y se fue directamente al lugar de trabajo de Rudy, el Gaiety Burlesque en el cruce de la calle Cuarenta y tres con Broadway.

Dos veces por tarde, y quizá una tercera al anochecer, según quién hubiera acudido aquel día y quién estuviera consciente, Rudy bailaba desnudo con otros seis jóvenes (si se habían presentado los seis) ante unos viejos obesos que los contemplaban desde la oscuridad. No se limitaban a bailar: se contorsionaban y gesticulaban sobre un escenario que se extendía como una pasarela sobre la penumbra del auditorio. Y se acariciaban y se untaban con aceite mientras los brazos fofos de los vejestorios se alzaban hacia ellos suplicando un contacto que no conseguían jamás. Y para alimentar este laborioso calentamiento de pollas, los viejos podían tomar tanto ponche como quisieran de una enorme ponchera situada en un rincón de la sala. Los viejos bebían. Y caían al suelo. Ebrios de ponche ante los jóvenes desnudos, roncando en el suelo mientras los jóvenes pirueteaban y nuevos viejos iban entrando y saliendo.

Hugo se acercó a la ventanilla y habló con una taquillera ceñuda que empezaba a necesitar un afeitado. Gracias a las postales de Rudy, ya sabía quién era: Denise la Tortillera, que dirigía aquel tugurio para que no les faltaran ni a ella ni a su jovencita pieles sintéticas y cenas precocinadas.

Hugo le explicó que era amigo de Rudy.

—Oh, tú debes de ser Hugo —exclamó ella, sin sonreír, mientras le franqueaba el paso por el molinete de la entrada—. No me entretengas a Rudy. Lo quiero en el escenario. Hoy me faltan dos chicos y tu amigo es de los buenos, pero no le digas que te lo he dicho. También es un presumido. —Y, a continuación, rugió por el micrófono—: Rudy. Tienes visita.

Rudy apareció por una puerta próxima al escenario, vestido con un taparrabos de lycra rojo y una especie de zapatillas de baile con cintas negras. Arrastró a Hugo al otro lado de la puerta y lo dejó, parpadeando, en mitad de un minúsculo vestuario lleno de chicos desnudos con taparrabos y zapatillas de baile.

—Escuchad todos: éste es mi amigo Hugo, de Inglaterra —anunció Rudy, mientras Hugo contemplaba sin dejar de parpadear los músculos y protuberancias que se le acercaban para estrecharle la mano—. Tratadlo con respeto. En Inglaterra no tienen hombres desnudos.

Al margen de sentirse incómodo por ir tan vestido, Hugo se encontró a sus anchas en aquel ambiente. Aquel verano se pasó allí tardes enteras, jugando a las cartas, compartiendo recuerdos con Rudy y mirando a Joe, de quien Rudy estaba enamorado y que a su vez estaba enamorado de Rudy, pero que estaba casado y tenía una esposa e hijos en Long Island que le creían trabajando en una cafetería del centro. A Joe era al que más miraba, porque Joe tenía una sonrisa única y un bronceado sudamericano y era el que preparaba las rayas de coca más largas, y cada vez que Joe le tocaba, Hugo sentía deseos de desnudarse allí mismo. Pero Joe le tocaba y le invitaba a coca y jugaba a las cartas con él porque era amigo de Rudy, y Rudy era algo especial. Rudy era algo especial. Para ellos. Un alumno de una escuela privada inglesa entre los puertorriqueños de baja estofa, que alimentaban a sus hijos y sus venas contoneándose sobre una pasarela y pisoteando las manos suplicantes de los viejos que se masturbaban en la primera fila mientras trataban de robarles una caricia.

A algunos de ellos les gustaba Rudy, pero no el hecho de que estuviera allí. Si él, un chico con un título de Cambridge, tenía que exhibirse en el escenario y buscarse clientes para una mamada rápida tras las cortinas que resguardaban un rincón del vestuario, ¿qué esperanza les quedaba a los demás? En el fondo, eran unos conservadores. No les gustaba ver alterado el orden del mundo. Aquél no era sitio para Rudy.

A algunos no les gustaba, sencillamente. Tenía demasiadas esperanzas, y ellos no veían ninguna. Y tenían razón. Un año más tarde, Chris, cuya polla de burro los hacía levantar de los asientos en la penumbra y que hacía caso omiso de todas las «indicaciones oficiales» exhibiendo una erección en escena gracias a todas las anfetas que se había tomado antes de salir, murió tras inyectarse una jeringuilla cargada de veneno que le había vendido un camello al que debía ya mil dólares. Fue dado por perdido, como una deuda incobrable. Un crédito muerto.

Un año más tarde, el bello Joe perdió su cautivadora sonrisa. Su mujer y sus hijos se fueron a vivir con la madre de ella, en San Juan, después de que alguien la llamara por teléfono para decirle que su marido trabajaba en un cabaret homosexual donde daban ponche gratis a los viejos y los ponían a cien con bailes obscenos antes de robarles la cartera mientras les hacían una mamada entre bastidores. En vez de jugar a cartas, se chutaba coca y Rudy apenas le hablaba, a no ser que se viera en problemas más graves que de costumbre y necesitara la ayuda de Raul.

Gennaro, el italiano delgado que a Hugo siempre le había parecido maligno pero del que Rudy aseguraba que sólo estaba un poco tenso y que sólo tenía diecisiete años, razón por la cual nunca recibía clientes tras la cortina del vestuario (se reservaba para algo especial), murió de un tiro en la cabeza disparado por un vagabundo alcoholizado en el vestíbulo de su edificio. (El vagabundo, que creía que era su hermano que había venido a internarlo, había encontrado la pistola en el cubo de la basura. La pistola pasó a poder de la policía, que la utilizaba para sus investigaciones. El vagabundo murió tres días después, mientras dormía).

Y Marco, que no aparentaba más de doce años, pero que había nacido con una cabeza triste y una lengua tan rápida que los demás muchachos le pagaban para que se la chupara, murió de la enfermedad.

Por entonces, aún estaba en sus comienzos. El año siguiente, cuando Hugo llegó y se desmayó en la parada de limusinas del aeropuerto, la enfermedad derribaba a los chicos del vestuario como si fueran bolos, y Denise, la señora mal afeitada de la ventanilla a prueba de balas, ofrecía a Rudy lo que él quisiera para que volviera a bailar. Pero Raul no quería saber nada del asunto.

Raul había rescatado a Rudy. Era primo de Joe. Se habían conocido en la cafetería durante el descanso de media tarde. Joe quería comprar. Raul vendía. Hugo, tendido en el suelo con la cabeza dolorida, tratando de averiguar por dónde iban los tiros, aún no tenía muy claro qué, pero al ver la gente que entraba y salía, que dejaba dólares y se llevaba paquetitos, comprendió que Raul vendía.

Confía en Rudy, se dijo Hugo. Confía en su instinto para asegurarse el aprovisionamiento conviviendo con el boss en persona. Pero esto no era justo. Rudy amaba a Raul y Raul le amaba a él. Se protegían el uno al otro. Y Raul no era boss. Era uno de los hombres del boss. Probablemente, ni siquiera el boss era el boss. Pero Raul obtenía un beneficio y tenía buenos clientes, y los hombres situados por encima de él, que trabajaban para el hombre situado por encima de ellos, le apreciaban porque era cumplidor y podían confiar en él. Así que Raul sobrevivía y se ganaba la vida. Lin se quejaba, pero seguía allí por las drogas gratuitas, y Rudy tomó un empleo en un bar del centro y dejó plantados a los borrachos de ponche.

Cuando Denise fue a Raul protestando que le había robado a Rudy y amenazándole con despedir a Joe en represalia, Raul se ofreció para follársela, y ella se puso ligeramente verdosa y no insistió más. Para ser una mujer que comerciaba en penes, era curioso ver cómo los aborrecía.

Hugo se sentó ante la mesa de la pequeña cocina y se fumó el primer porro del día. Había hecho su compra matutina, había telefoneado al aeropuerto y cambiado su billete de vuelta. Todavía no le había dicho a Rudy que se marchaba. No le había hablado de la llamada. Con Raul más enfermo cada día que pasaba, ¿qué sentido tenía decírselo?

Los demás aún tardarían horas en levantarse. Excepto Lin. Y cuando Lin se levantara, Hugo se arrellanaría en el sillón ante la tele y dormiría hasta que aparecieran Raul y Rudy. En aquel momento no estaba cansado, aunque sabía que debería estarlo. Lo que estaba era preocupado. En el pecho, justo debajo de la clavícula, tenía una erupción de puntitos duros y rojos. Eran granitos, de color rojo oscuro. Cuarenta granos.

Podían deberse a cualquier cosa, pero Hugo estaba dispuesto a temer lo peor. Sobre todo ahora. Sobre todo después de lo ocurrido la noche anterior. La noche anterior había sido una ocurrencia especial de Raul.

Raul se había compadecido de Hugo nada más verlo. Sentía debilidad por los ingleses de todas maneras, ya fuera porque hablaban con aquel curioso acento o porque, al igual que el florista, consideraba que los norteamericanos representaban todo lo sucio del mundo y los ingleses todo lo limpio. De un modo u otro, Hugo atraía a Raul. Nada de lo que podía hacer por él le parecía suficiente. Eso irritaba a Rudy. Rudy sabía muy bien qué era Hugo. Un exprostituto, exestrella porno de segunda, exreina de los retretes con una buena cabeza y un bonito hogar suburbano listo para recibirlo en cualquier momento si las cosas se ponían demasiado fuertes. Rudy sabía muy bien qué era Hugo porque él era lo mismo. El bonito hogar suburbano de Rudy era aún más bonito que el de Hugo. En el barómetro social de la colina de Hadley, el de Rudy habría estado por lo menos medio kilómetro más arriba. Pero ambos habían caído de su reducto alfombrado en sendas casas unifamiliares de propiedad hacia la tierra de los seres inferiores.

Mientras Hugo complacía a sus clientes en los hoteles elegantes de Park Lane, viajando constantemente en taxi de un lado a otro, Rudy se bajaba los pantalones ante la cara de los borrachos y comprobaba que se la cascaran mientras chupaban. No quería que nadie se tomara más tiempo del necesario.

Excepto Raul. Y no quería que Raul se tomara el menor tiempo con Hugo. Pero Hugo no deseaba a Raul, y no estaba seguro de que Raul lo deseara a él. Sólo pretendía complacer al simpático invitado nuevo. Así que todo funcionaba la mar de bien sin peleas ni discusiones, y, cuando Raul organizaba una salida nocturna, era para complacerlos a los dos.

La noche anterior había empezado en casa de Miguel. Miguel era uno de los hombres de Raul. Su cocaína era mejor que la de Raul, así que Raul iba a su casa a comprar mientras vendía la suya a los clientes de paso que llamaban a la puerta a cualquier hora pasadas las once. Pero Miguel era una perra. Le gustaba hacer sudar a sus amigos. Le gustaba hacerles pagar.

No necesitaba el dinero. Tenía un floreciente negocio de peluquería que le proporcionaba una excelente fachada para blanquear los demás ingresos y, además, el dinero suficiente para decorar su apartamento con papel aterciopelado en negro y oro.

Pero le gustaba hacer que sus visitas pagaran con tiempo. Tenían que sentarse allí y escuchar los problemas de Miguel. Las salidas de tono que debía soportar de empleados y clientes. Los chicos de pesadilla que le acosaban pidiendo amor (como si…) y los chicos angelicales que no lo hacían. Los problemas que tenía con el fontanero, el decorador, las uñas, los nervios, la nariz.

Raul y Rudy permanecieron sentados bebiendo cerveza fría y esperando con paciencia, casi en silencio, y Hugo siguió su ejemplo. Rudy, en particular, debía mantenerse callado. Miguel lo tenía clasificado como uno de los chicos angelicales y no se fiaba de él. No se fiaba de nadie que hiciera palpitar su corazón. Estaba siempre al acecho, esperando una señal, esperando verles intercambiar una sonrisa, una mirada de soslayo, una ceja enarcada, y si lo veía, se lo hacía pagar con otra media hora.

Hugo no comprendía por qué no podían ir a casa del gordo Louie y el flaco Raymond. ¿Qué importaba que sus paredes marrones estuvieran mugrientas y el agua de la pecera contaminada? ¿Qué importaba que el flaco Raymond fuera una comadreja que se quejaba toda la noche y el gordo Louie un crío mimado que nunca movía el culo sino para sentarse encima de Raymond o arrastrarse hacia el baño para vomitar? ¿Qué importaba eso? Eran directos. No se andaban con artimañas. Conocían a Raul desde que era muy joven, y él siempre se había cuidado de ellos. Las dos gordas, se llamaban ellos mismos.

—Raul siempre cuida a las dos gordas —decía Louie.

Y Raymond protestaba, enojado:

—Yo no estoy gorda.

—No, Raymond, pero te gustaría estarlo —replicaba Louie, y luego le pegaba, en broma, pero demasiado fuerte.

Siempre hacían circular el espejo desde el primer momento, y mantenían el molinillo en funcionamiento hasta que la cocaína formaba un montoncito esponjoso y a Hugo y Rudy les dolían las mandíbulas de tanto cotorrear y les dolían las gargantas de tanto fumar y les dolían las piernas de algo, Hugo nunca sabía qué.

Tenía que ser mejor que quedarse allí sentados contemplando cómo aquel peluquero acabado trasladaba sus chucherías de un estante a otro, acariciando sus posesiones, dando masaje a su raída vanidad, tratando de ganar tiempo. Tenía que ser mejor que quedarse allí sentados con los otros tres o cuatro individuos en tensión congregados alrededor de la mesita de cristal ahumado, mirando fijamente el cenicero de ónice y los candelabros de mármol, preguntándose cómo se habían metido en aquella alucinación de escaparatista. Tenía que ser mejor que escuchar los quejidos de un cantante de ópera fracasado con la garganta destrozada por las drogas, que contaba historias sobre un amigo al que le había perforado el intestino un fist fucker que no se había quitado el anillo de boda. Por fuerza tenía que ser mejor. Al menos, los otros permanecían callados. Toda la noche. Sombras de otro mundo que merodeaban en torno a la mesa de la coca como adictos al juego hipnotizados por el giro de la ruleta.

—Raul, queriiido —chilló Miguel desde el cuarto de baño al cabo de una hora—. ¿Quieres mirar en el cajón? —Raul le guiñó un ojo a Rudy, Rudy le dio un codazo a Hugo. Empezaba la fiesta—. Está encima de las camisas de seda. Ve empezando a darle marcha, si no te importa; yo tengo problemas con el cabello. Ese animal de Tony… Le dije que me hiciera un crepado. Ya sabes qué es un crepado. Pues mira lo que me ha hecho. No quiero ir con estos pelos. Parezco una Bette Midler con resaca. Y estoy gordo, además.

—No, cielo, no es verdad. Estás muy bien —ronroneó Raul, el cajón abierto, las camisas acariciadas sólo una vez para notar el tacto, la coca en la mano, la sonrisa en los labios, la crema para el gato.

—Estás guapísimo, Miguel —añadió Rudy. Sin expresión.

—¿De veras lo crees, queriiido? —Miguel se asomó por la puerta. Una toalla en torno a la gorda barriga. El lacio cabello caído sobre la cara. La espalda manchada de tinte que chorreaba en ríos negros—. ¿No lo dices por decir?

Rudy lo miró, lo miró a los ojos y sonrió.

—Ven a sentarte. Estás muy bien.

—¡Que estoy desnudo, más que malo!

—Así es como te prefiero —añadió Rudy sin dejar de sonreír.

Hugo tuvo que reconocer que Rudy era bueno. Un prostituto de lujo. Estaba luciéndose ante Hugo, y le daba resultado. Hugo nunca había logrado ir más allá del por favor y el muchas gracias. La adulación se le daba fatal. Rudy estaba desafiándolo a que se riera y lo echara todo a perder. Hugo sólo tenía que mantener una expresión seria.

—¿Verdad que está muy bien, Hugo?

El muy cabrón. Raul no miraba a ninguno de los dos. Con la cabeza gacha, ya estaba accionando el molinillo, viendo caer la coca sobre el cristal ahumado de la mesa. Los otros permanecían ajenos al problema de Hugo. Toda su atención se concentraba en Raul.

—Estás estupendo —le aseguró Hugo. Ni un temblor en la voz.

—Es simpático, tu amigo —aprobó Miguel, dirigiéndose a Rudy con voz arrulladora—. ¿También es de Inglaterra?

—Pregúntaselo.

—Luego, cielo. Luego se lo preguntaré todo. —Y, tras enviarle a Hugo un beso que le sentó como un golpe en plena cara, soltó una risita boba y regresó al tocador para restaurar el frisado de sus lacios cabellos.

Rudy se volvió hacia Hugo y le hizo un guiño. Hugo sonrió, pero de pronto, pensando que Miguel podía verlos a través del espejo, se contuvo y encendió un cigarrillo.

—No sé cómo puedes fumar —comentó la reina de la ópera que tenía un amigo con el intestino perforado—. ¿No sabes que es malísimo?

—¿Ah, sí? —preguntó Rudy con los ojos muy abiertos—. ¿Cómo es eso?

—Mujeres —masculló Raul.

—Me parece que no nos conocemos —dijo la reina de la ópera, inclinándose por encima de Rudy para estrecharle la mano a Hugo. Hugo le tendió la suya, Rudy se echó hacia adelante.

—¿Qué tal te va la garganta? —quiso saber.

—Toma un poco de coca —dijo Raul, pasándole la pajita. Se quedó mirando a Rudy con ojos de hielo. Rudy calló y esnifó con fuerza, primero un lado y luego el otro, y después llamó a Miguel.

—Miguel, cariño, ¿quieres un poco?

—Pásasela a Hugo —siseó Raul.

La reina de la ópera seguía inclinada hacia la mesa, observando hasta la última partícula de polvo. Rudy tenía un resto en el labio. La reina de la ópera se lo hubiera lamido.

—No me esperéis, queriiidos. Últimamente, casi ni la pruebo, ya lo sabéis. ¿No es verdad, Raul? —Y antes de que Raul pudiera decir una palabra, apareció en el vano de la puerta. Hugo dio una boqueada. Estuvo a punto, realmente a punto, de atragantarse y toser sobre el montoncito de polvo esponjoso que Rudy le había pasado. En vez de eso, tragó saliva. La coca ascendía por su nariz, congelándole las fosas nasales y encogiéndole el cuero cabelludo, y Miguel se exhibía en la puerta con una camisa de seda color albaricoque y unos pantalones rojos, el cabello tieso hacia los lados.

—¿Qué-tal-estoy?

—Fascinante, querido —respondió la reina de la ópera, que estaba impaciente por probar la coca y apenas le dedicó una mirada.

—No te lo pregunto a ti, burra —saltó Miguel—. Tú siempre dices lo mismo. ¿Qué te parece…? ¿Cómo se llama?

—Hugo —dijo Rudy.

Hugo volvió a mirar. Tragó saliva. La coca le había subido a lo más alto de la cabeza. Su cerebro se revolcaba en ella.

—Estás guapísimo —contestó, con una voz tan empapada de droga que sonaba muy distante.

—Me encanta su forma de hablar —chilló Miguel, deleitado—. Tiene una voz mucho mejor que la tuya, Rupert.

—Rudy —le corrigió Raul tranquilamente.

—Oh, como sea. Toma un poco más, queriiido. —Miguel arrebató la pajita a la reina de la ópera y se la devolvió a Hugo. La noche iba a ser fuerte, pensó Hugo. Sólo tenía que hacer dos cosas: pegarle a Rudy una patada muy fuerte en la espinilla y librarse de aquel marica albaricoque que se le arrimaba al cuerpo.

Al final, no le pegó ninguna patada a Rudy. Cuando tuvo ocasión de hacerlo, todos se reían demasiado. Y tardó algún tiempo en librarse de Miguel. Todo el rato que permaneció en su apartamento, Miguel se dedicó a darle palmaditas como si fuera un animalito de compañía nuevo. Y luego, cuando por fin se fueron, con las cabezas perdidas en una nube química, Miguel salió pisándole los talones, gañendo como un cachorrillo.

—Hugo, queriiido, ven en mi coche.

Le salvó Rudy.

—Lo siento, Miguel. Tiene que venir con nosotros. —No explicó por qué—. Nos veremos allí, cielo.

La cocaína no daba derecho a nada.

Aun después de llegar al club, Miguel no dejó de seguir a Hugo por todas partes, ofreciéndole su frasquito. Hugo tomaba una cucharadita y seguía adelante. De vez en cuando, dirigía una sonrisa a Miguel. Tendría que conformarse con eso. Además, para entonces Hugo estaba en pleno viaje y tenía que bailar, y el gordo Miguel no podía bailar.

Se habían tomado el ácido en el asiento trasero del coche antes de llegar a The Saint. Empezó a hacerles efecto mientras esperaban en la cola. Cuando estuvieron dentro, Hugo ya había perdido cualquier noción del tiempo y el espacio. Todo resplandecía.

Resplandecían los camareros, con su bronceado artificial y sus chaquetas blancas. Resplandecían los cuencos de fruta sobre la barra. Resplandecían incluso los retretes de cristal azul y acero inoxidable donde Hugo se metió con Miguel para esnifar otra cucharadita. Los charcos del suelo, el papel higiénico desparramado y los azulejos agrietados resplandecían como si fueran nuevos, como si algún limpiador de la televisión les hubiera dado un toque de abrillantador mágico a la menta fresca. El único que no resplandecía era Miguel. Bajo aquella luz, Hugo podía verle todos los poros y erupciones y todas las sombras de la piel. Podía ver el burujo de maquillaje adherido a la punta de una nariz lustrosa, y la laca como una pegajosa telaraña de azúcar hilado sobre sus cabellos. Tenía que librarse de él.

Subieron por la pequeña escalera de caracol pintada de negro y se encontraron en una extensa pista de baile circular. Por encima, una cúpula de gasa tachonada de lentejuelas imitaba el firmamento nocturno. Centenares de hombres con el torso desnudo y bronceados artificiales se agitaban despreocupadamente bajo la noche simulada. La despreocupación era fingida. Sus cabezas permanecían quietas, pero sus ojos, dilatados e inquietos, volaban tras todos los cuerpos. Cuerpo a cuerpo, se sacudían sobre la pista. En realidad, no bailaban. Se sacudían, saltaban, corrían sin moverse de sitio. Los pies inquietos, el pecho tenso, la adrenalina precipitándose por su corriente sanguínea, Hugo se zambulló a ciegas en la multitud y dejó a Miguel al borde de la pista, agitando vanamente los brazos. Por fin. Espacio. Empezó a moverse. Empezó a calentarse. Se le había agarrotado la cocaína en los músculos. Tenía que empezar a respirar de nuevo.

—¿Dónde está tu pretendiente? —sonrió Rudy, surgiendo de la nada, surgiendo de la noche—. No me digas que has perdido tu cucharita de la suerte.

—Está esperándote. Es a ti a quien quiere, Rudy. A mí sólo me utiliza.

—Cielo, lo tienes tan caliente que está convirtiéndose en una gran mancha mojada. —Raul disfrutaba con la situación. Mientras Miguel lo perseguía, Hugo no tenía tiempo para bailar con Raul. Y a Rudy le encantaba ver sufrir a Miguel. Amigos de cocaína. En realidad, todos se detestaban mutuamente.

—No te olvides de llevarlo al piso de arriba. Allí es donde está la verdadera acción.

—¿Dónde?

Rudy sabía qué quería Hugo. Después de las drogas, después de tantas drogas, Hugo únicamente pensaba en un solo placer. El baile podía esperar. Primero era el sexo. Dejó un intervalo apenas decente y luego, antes de que Miguel pudiera abrirse paso por la pista de baile hasta donde estaban ellos, se puso en marcha de nuevo. Hacia otra escalera de caracol negra que ascendía a otro reino. Hugo no tomó aliento. Desapareció hacia el paraíso.

El mundo se volvió negro.

The Saint era un antiguo teatro. El Fillmore East en otra vida. Y el paraíso se había mantenido intacto, con sus pasillos, sus palcos y sus asientos. Pero las luces estaban apagadas. Desde el paraíso se podía ver la pista de baile a través de la cúpula de gasa y contemplar a los hombres que saltaban y se sacudían. Se podía mirar, pero no era eso lo interesante. Lo interesante era esperar a que empezara la acción.

Hugo se apoyó en la pared del fondo y esperó a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. El mundo nadaba en la negrura. Tenía que esperar a que emergieran las sombras, los racimos de gente, la ocasional bocanada de amilo, el gemido sofocado. Tenía que encontrar el núcleo activo donde surgían manos de la nada y te desnudaban sin decir palabra. Podían ser manos de ogros o de bellezas. Lo mismo daba. En el centro del bosque de manos y cuerpos, los ojos carecían de utilidad. Lo único que importaba eran las manos y las bocas. Y las pollas. Avanzó lentamente por el pasillo del fondo. Formas oscuras se movían en la oscuridad. En silencio. Rozó algo al pasar. Dril. Cuero. Carne. Más abajo, el mundo de gasa hacía cabriolas. Arriba, en la oscuridad, todo se movía como en un mar de melaza. Buscando el camino a tientas, poco a poco. Una mano le aterrizó en la bragueta y apretó. Hugo se dirigió hacia ella. Otra mano se posó en su nalga. Estaba encontrando el bosque, pero ¿estaba allí el centro? Mantuvo las manos quietas. Un gesto al azar y su mano tocaría carne y se quedaría pegada. Era traicionero, aquel camino. Un toque en el lugar inadecuado, un roce con un cuerpo inadecuado, una retirada demasiado brusca, un movimiento precipitado y la ilusión se rompería. El silencioso suspense de la orgía se evaporaría y cedería su lugar a un amasijo de criaturas decrépitas buscando sexo a ciegas con hombres a los que, bajo la luz, no dedicarían una segunda mirada. Hugo sabía que sólo era un tierno retoño en aquel bosque. Los veteranos lo devorarían. Quería ser devorado. En la oscuridad, el ácido, privado de luz, volcaba toda su atención hacia su polla. La mano de la bragueta palpó y se adhirió, dedos manoseando botones. Hugo siguió adelante muy despacio. No debía tropezar. Si tropezaba también se rompería el hechizo. Se detuvo. Por el roce del cuero y la claridad grisácea de camisetas blancas en la oscuridad supo que había llegado a una espesura. El cuerpo que tenía a sus espaldas se le acercó aún más. Hugo se echó hacia atrás y se apoyó con suavidad sobre él, invitando, sometiéndose. La mano se le deslizó dentro de los pantalones, sorteando los botones con hábiles giros, como hiedra introduciéndose por las grietas. Alguien le puso un frasquito en la mano. Al quitar el tapón, los vapores del amilo caliente asaltaron su nariz. Aspiró con fuerza y el mundo se hundió en un lodazal de carne. Las manos que le rodeaban, que hasta entonces habían estado aguardando su momento, se extendieron hacia él mientras los primeros dedos le sacaban la polla. Se hallaba en las raíces del bosque, entre los zarcillos retorcidos que vivían en el fango y se alimentaban de él. Le desabrocharon el cinturón y tironearon de su camisa. Era una violación a cámara lenta, en la que él desempeñaba el papel de mujerzuela deseosa. Una mano mojada le aferró las pelotas, y él dobló las rodillas desvalido. Otra mano apartó a la anterior. Un pulgar se introducía en su boca y una mano le acariciaba la espalda, y, cuando una boca se cerró sobre su polla con la calidez del aliento, Hugo suspiró y empezó a estremecerse. La cabeza que era una mano se movía a lo largo de su polla. Un claro en el bosque le permitió divisar el firmamento nocturno de más abajo. Sus siluetas recortadas contra la gasa, alguien se follaba a un joven entre los asientos. Los dos cuerpos, uno erguido, el otro doblado, se movían al compás de la música, rítmica y pesadamente, agitándose al unísono. Las caderas de Hugo cogieron el ritmo y se apretaron contra la boca que seguía chupándosela. Mientras el joven se follaba al joven, Hugo se follaba la boca, a oscuras, en el pasillo del fondo, la cabeza envuelta en música y el cerebro inundado de drogas. Vio el vientre liso del joven pegarse a las nalgas redondeadas del joven mientras la boca tragaba hasta las pelotas y retrocedía con una arcada y otra mano se le deslizaba bajo las piernas. Hugo quería estar con los dos jóvenes y con el bosque de manos. Quería ser uno de los jóvenes, los dos jóvenes y parte del bosque de manos y bocas. Aquello era mejor que los baños. En los baños, la oscuridad nunca era bastante oscura. La luz gastaba jugarretas y de un instante a otro transformaba al chico guapo en un esqueleto, el joven apuesto que de repente le comía la polla, un cuerpo musculoso y esculpido que bajo la luz más cruda de las duchas cedía y se ablandaba. La oscuridad era mejor. La verdad no llegaba a revelarse nunca. Reinaba la imaginación. En los baños, la realidad nunca se desvanecía del todo. El olor a mierda se mezclaba con el amilo y el sudor para dejar un perfume enfermizo que se pegaba a los cojines de plástico, los gritos de los hombres que eran follados con demasiada rudeza perforaban el aire. Pero allí en la oscuridad, observando a los muchachos, sintiendo correr el ácido por las venas como un elixir eléctrico, aferrando brazos al azar y tambaleándose entre penes escudriñadores, el mundo giraba a su alrededor para su exclusivo placer, o así se lo parecía hasta que el hombre del amilo le clavó el frasco bajo la nariz con tanta fuerza que tuvo que contener el aliento, y justo cuando lo hacía, el hombre le embutió algo por el culo, no sabría decir qué, y antes de que pudiera gritar, le tapó la cara con un trapo empapado en algo, quizá cloroformo, y empujó de nuevo, y en algún lugar, en los oscuros rincones de una mente ya tan ciega que ahora estaba por debajo del bosque, en el fango, en algún lugar bajo el fango, la mente se dio cuenta de que le estaban violando. La boca que retenía su polla estaba masticando. La polla se le había quedado fláccida. No sabía si se había corrido o no. El bombeo de la espalda le dolía en algún sitio muy lejano. Unos brazos sujetaban sus hombros. Se dio cuenta de que estaba inclinado hacia adelante. Tenía un pene en el ojo. Abrió el ojo y vio brillar la punta con la humedad de antes de correrse, o quizá de después de correrse, o sólo la emisión normal, sólo el rezumar normal, y mientras los vapores del trapo empezaban a disiparse notó que el hombre seguía bombeando y que los dedos o la mano de alguien subían también por el mismo sitio, y se habría enderezado para darse la vuelta pero entonces regresó el trapo y volvió a desfallecer hacia el fango, su cuerpo poco más que un juguete, un muñeco sexual bien lubricado. Ya no sabía si estaba de pie o tendido, si aquello era sexo o muerte. Su mente había dejado atrás el sexo y se esforzaba por hallar un sentido, por hallarle un sentido al dolor lejano, al chorro que le resbalaba por la cara, a la raíz nudosa y rezumante que tenía ante la cara y que trataba de introducirse en su boca por la fuerza. Otra polla empujaba para meterse. Otra polla, pero tan grande que se abría camino como un tractor. El dolor pasó a través de las drogas como una sirena en la niebla. Algo se negaba a seguir cediendo. Los reflejos actuaban de nuevo. Hugo se contrajo, se envaró y soltó un alarido ahogado que para los demás sólo fue un gemido. Empezaba a volver en sí, pero los hombres ya habían terminado con él. Cesó el bombeo y algo largo y pegajoso se retiró de su ano con un ruido de succión, y tuvo la sensación de que sus entrañas se arrastraban hasta el suelo pegadas a esa cosa, y los hombres le soltaron los brazos y la polla se apartó de su ojo y cayó desplomado sobre una moqueta pegajosa de semen y otras emisiones. Y se desvaneció.

Hugo se fumó el porro ante la mesa de la cocina. Le alegraba que los demás aún no hubieran despertado. Así tenía tiempo para inventarse una mentira. Quería decirles la verdad y no quería que nadie la supiera. Quería que lo lavaran, que lo bañaran y consolaran, pero no quería que supieran por qué. No quería que supieran que, cuando volvió en sí, vio que lo habían arrastrado hasta un rincón con los pantalones por los tobillos y que le sangraba el culo. Que su camisa estaba embadurnada de mierda y hedía a amilo y a humo y que su cabello estaba apelmazado y que olía quizá como si alguien se le hubiera meado encima, y que se sentía como flotando, follado casi hasta la muerte y necesitado de un poco de salvación.

La señora de la limpieza lo había encontrado y se había puesto a chillar. Lo tomó por un ladrón hasta que vio el estado en que se hallaba, y entonces quiso llamar a la policía porque creyó que era un asesino manchado con la sangre de su víctima. La mujer no hablaba una palabra de inglés, pero, por su forma de gesticular, Hugo comprendió lo que estaba diciendo y se limitó a mirarla sin decir nada hasta que ella dejó de gritar, y entonces se fue.

La luz del día le golpeó la cabeza como una sierra mecánica. Su abrigo estaba cerrado bajo llave en el guardarropa, de modo que el mundo pudo ver su maltrecho y dolorido cuerpo salpicado de mierda y su rostro magullado. No tenía dinero, de modo que echó a andar con la cabeza gacha calle tras calle, sin mirar las caras que se volvían hacia él, sin mirar los escaparates donde podía verse reflejado, alzando apenas la vista al final de cada manzana para comprobar el número de la calle y agachándola de nuevo contra el viento bajo la luz de sierra mecánica hasta la escalera marrón mierda en el Harlem Hispano. Se tambaleaba ligeramente, pero debía seguir avanzando. El dolor de la espalda le bajaba hasta el culo. El dolor del culo le subía por la columna. El sabor que notaba en la boca era como si su lengua se hubiera muerto y podrido, y los dientes se le movían en las encías como si sólo hiciera falta una sonrisa para perderlos todos. Se encontraba muy mal.

Lin se agitó un poco cuando Hugo abrió la puerta. Se arrastró hacia el cuarto de baño que no era un cuarto de baño junto a la cocina que no era una cocina. El espejo no estaba situado a la altura adecuada. Por una vez, eso le pareció bien. No podía verse la cara. Sólo la camisa. Se quitó la camisa y la arrojó al cubo. Y luego, cuando se miró de nuevo en el espejo, vio los cuarenta y tantos granitos rojos, duros y brillantes, justo debajo de la clavícula, y de algún modo comprendió en su interior que aquellos granos eran una mala noticia. Se miró a los ojos, fijamente. Pero mientras miraba no había nada que ver. Apenas pestañeaba. No podía llorar. No sabía si abrazarse o detestarse. Ése era el asunto. Nunca lo había sabido. Por lo general, carecía de importancia. Bastaba con ser avispado. Ir siempre un paso por delante. Saber qué era qué.

Entonces, ¿qué era qué? ¿Qué había ocurrido? ¿Qué debía pensar ahora de sí mismo? Se encontraba mal. Fue a sentarse en el sillón de dentista, en mitad de la habitación, y, cuando el sol le golpeó en los ojos y el rótulo de la peletería Saperstein escrito en polvorientas letras doradas sobre la ventana de enfrente le hizo un guiño por encima de la fea mole del aparato de aire acondicionado encajado en la ventana, se sintió mejor. No le importaba. Sabía qué era qué. Era sólo que no estaba seguro de qué había ocurrido. De un modo u otro, ahora estaba en casa. Tendría que dar explicaciones a los demás. Contarles alguna historia. Pero estaba en casa y bien. A salvo.

Y entonces sonó el teléfono.

Era Jim.

Hugo le dio una buena calada al porro. El mundo había zozobrado un poco desde la llamada de Jim. El anonimato de la enfermedad ya no existía. Estaba en su terreno de juego. Quizás en su pecho.

Sabía ya que aquél había sido su último fin de semana. Que aquél era su último día. Que cuando hubiera salido a comprar un poco de hierba en la «farmacia» de la esquina, pasada la floristería, cuando hubiera preparado el café y despertado a Raul y Rudy, que debían de haber vuelto a casa pensando que había ligado, cuando se hubiera tomado el zumo de naranja y quizá un huevo duro y terminado de fumarse el porro, se despediría de ese mundo y se pondría en marcha con sus cuarenta granos, su bolsa de viaje y los libros que aún no había leído y regresaría a casa.

Regresaría a casa para ver a Jim. Para ayudarle. Y para lamerse las heridas. Para lavarse y afeitarse. Para ver a Chas. Para ver a Cynthia. Para andar un poco por el camino recto. Para intentarlo de nuevo.

Eso, al menos, le hizo sonreír. Pasó al cuarto de baño y volvió a mirarse. No con enojo ni acusaciones. Sino con simpatía. E ironía. Le entraron ganas de reír. ¿Andar un poco por el camino recto? Se acercó a la ventana y echó el aliento sobre el cristal. Escribió con un dedo en el vaho, como un mensaje de lápiz labial para un amante ausente, «demasiado tarde». Y luego volvió a mirar los cuarenta granos rojos y se demudó.

Aún seguían allí.

Llevaban allí dos días.

Hugo estaba asustado.