La vena parecía respirar con suavidad bajo la piel del hueco del codo. Una sombra gris, hinchada por el puño apretado.

Cogió la aguja, sujetando el torniquete entre los dientes. Apoyó la aguja sobre la piel y la deslizó hacia dentro. El dolor que le produjo al perforar la piel no le molestó. Lo que sí le enervó, en cambio, fue la resistencia de la pared de la vena. Rechazaba la punta de la hipodérmica hasta ceder de pronto como un suspiro. Hugo se estremeció.

Accionó lentamente el émbolo. El enervamiento se difundió por su corriente sanguínea como agua en una botella de leche. Aflojó el torniquete y dejó ir la jeringuilla. Le quedó colgada del brazo como un dardo envenenado. Herido, el brazo cayó a un lado, deslizándose fuera de la mesa mientras él recostaba la cabeza sobre la otra mano. Tenía que moverse. Estaba o muy colocado o a punto de morir. De un modo u otro, necesitaba tener agua fría cerca.

Cruzó el pasillo hacia el cuarto de baño y se sentó en la taza para que el lavabo le quedara a la altura de los ojos. Abrió el grifo del agua fría y se quedó mirando el chorro. A lo lejos, sonó el teléfono. Ya contestaría más tarde. Últimamente, no sabía si estaba sonando sin parar o si se detenía y sonaba de nuevo. Además, ¿quién podía ser? No había quedado con nadie. El día anterior había descolgado el teléfono, pero no había podido recordar qué decía y había vuelto a colgar antes de que la otra persona hubiera terminado de hablar. Pero sí se acordaba de quién era esa persona. Gavin Hill. Un amigo de la escuela al que había pedido prestadas cincuenta libras. Ya no eran amigos. No le había devuelto las cincuenta libras. De todos modos, tampoco recordaba qué había hecho con ellas.

El agua corría transparente del grifo al desagüe. La luz de la ventana situada a sus espaldas confería al lavado un brillo de anuncio de jabón. Empezaba a encontrarse mejor. No estaba mareado. Sólo exhausto. Listo para tenderse y quedarse mirando el techo. Lo hacían durante horas enteras, soltando algún gemido o gruñido de vez en cuando, jugando el uno con el otro, incapaces de mantener una erección pero enrollados. Ayudaba a matar el tiempo. Larry tenía todo el tiempo del mundo. Había dejado su trabajo, aunque sus jefes aún no lo sabían. Ya era suficiente para una persona tener que habérselas con el caballo, sin necesidad de ir encima a trabajar. Y desde que Hugo había aparecido en escena, el caballo no escaseaba.

Hugo estaba de paso. Sólo de visita. Había venido de Cambridge a pasar las Navidades, y por las noches trabajaba en un club de la calle Bond vendiendo copas exageradamente caras a los miembros de una alta sociedad de segunda categoría. De día, cuando no dormía ni se preparaba para los exámenes finales, compartía agujas con Larry.

La suya era una extraña relación. Larry, un limpiacristales itinerante procedente de Newcastle, que incurría esporádicamente en la delincuencia y la vagancia, había sido arrastrado por la marea hasta el umbral de la casona de Muswell Hill y acogido en ella. Cuando Hugo llegó de Cambridge, Larry estaba sentado en el sofá de terciopelo marrón de la salita del piso de arriba, mirando la televisión con William y Barry. Aquel día no hablaron mucho. Larry tenía una larga melena lacia y una cazadora de cuero. Sus labios eran como una flor demasiado madura. Dos noches después, se acostaron juntos. A la tarde siguiente, estaban en un ático de Abbey Road comprando caballo.

En realidad, Hugo no estaba metido en el caballo. Coca, ácido, porros, pastillas, anfetas y barbitúricos en todas las combinaciones posibles, pero nunca caballo. Se manifestaba en contra. Aseguraba no sentir la necesidad. Decía que era aburrido, estúpido y demasiado caro. Lo denigraba por soporífico y negativo. Naturalmente, nunca lo había tomado. Nunca se lo habían ofrecido. Y, como en todo lo demás, en su interior Hugo deseaba probarlo. Si había algún viaje a la vista, él quería un billete. Para uno.

En la escuela, había empezado con los barbitúricos que Damian le robaba a su padre. Cápsulas color turquesa disueltas en un bote de acuarela lleno de ginebra pura y bebidas de un trago en el piso superior del 134. Ahí fue donde adquirió la costumbre de hacérselo a solas. Contemplando el mundo a través de la neblina de un sedante. Sin establecer contacto con nadie. Sentado, viendo pasar a la gente y los acontecimientos como un niño de cinco años parado ante los televisores de un escaparate. Sin sonido. Sin sentido. Sólo imágenes. Se detenía a beber un poco más y llegaba a las fiestas con una mirada que mantenía a la gente a distancia. Cuando deambulaba por una habitación, todos se apartaban de su camino. Esta sensación le encantaba. Acaso pensaran que llevaba una pistola en el bolsillo. Lo más importante era que la gente se diera cuenta. Que se dieran cuenta de que no estaba sencillamente bebido y a punto de vaciar el estómago sobre él suelo del cuarto de baño. Tenían que comprender que llevaba pastillas en el bolsillo, las suficientes para matarle si así le apetecía. Se desconectaba del mundo normal, perdido en una bruma de barbitúricos, pero durante todo el tiempo actuaba ante un público imaginario de gente ingenua e impresionable: aquellos para quienes las drogas constituían un tabú intocable, pero que aun así hubieran deseado alcanzarlas. Jamás se le ocurrió pensar que estas personas en realidad no existían. O que sólo eran imágenes de sí mismo.

«Dios mío, Hugo, qué atrevido eres», se susurraba en voces imaginarias.

Mientras tanto, el resto de la fiesta le volvía la espalda. Y fingía no darse cuenta.

A veces su hermana menor lo observaba y se preocupaba, pero no era el público que Hugo quería. Quería una multitud que supiera lo que estaba haciendo, y que, aun sin atreverse a hacer lo mismo, lo estuviera deseando. Quería una multitud que lo juzgara valeroso y singular por vivir tan cerca del límite.

Y el verdadero límite era el caballo.

Abandonó los tranquilizantes cuando Damian se marchó de la escuela y dejaron de follar en el bosque a la hora del almuerzo. No más barbitúricos. No más Librium ni Valium. La ola punk se había estrellado contra la puerta y las únicas pastillas que se podían tomar en la ciudad eran de anfetas: noches de sábado atiborrándose de anfetas y cerveza en el Marquee, jugando al millón, mascando chiclé rancio, fumando cigarrillos hasta el filtro y bebiendo demasiada Coca Cola sin azúcar, mientras el pecho no cesaba de latir como un despertador y el corazón irradiaba hacia el mundo a través de los ojos como una brasa ardiente que enviara su calor de buena voluntad.

Se tragaba dos o tres en el metro, en el segundo vagón para fumadores de la Northern Line. En la plaza Leicester, cruzaba las puertas correderas, aceleraba por los pasillos y subía a la carrera por los peldaños de piedra entre las escaleras mecánicas. Al llegar al peldaño superior, se detenía, tomaba aliento sosteniéndose sobre un solo pie y sentía la sangre bombear anfetamina a su cerebro. El flash de la euforia le hacía pasar ante el recogedor de billetes con una sonrisa de oreja a oreja. En cuanto lo dejaba atrás, se hallaba metido en su película particular; el corazón le palpitaba pesadamente y el cerebro le repetía: «a por ello, a por ello», a por ello, cien veces por minuto, y las manos le temblaban como a un alcohólico mientras encendía el primero de cuarenta cigarrillos.

Le encantaba tomar anfetaminas. Era demasiado joven para sospechar de la felicidad que le estallaba en la sangre como un castillo de fuegos artificiales. Quería hasta el último cosquilleo de adrenalina. Escuchando a otro conjunto que aporreaba otra guitarra desafinada, se ponía en pie y sonreía como un maníaco, un cigarrillo en una mano y una cerveza en la otra, y la adrenalina en sus venas como el elixir de la vida.

Ahora el elixir no daba más de sí. Una vomitada rápida como un escupitajo. Hugo se inclinó hacia el lavabo para tratar de mojarse la cabeza. Su frente estaba cubierta de gotitas de sudor. Alineadas justo bajo el nacimiento del cabello. Tenía la cara de un hombre enfebrecido. Pálido y demacrado. Parecía apolillado, derrumbado sobre la blanca y reluciente loza del lavabo. Incluso el agua que caía del grifo parecía sana. Extendió una mano y dejó que el chorro presionara sus dedos. Por la parte interior del brazo, donde había colgado la aguja, le corría un fino hilillo de sangre. No recordaba si había retirado la jeringuilla o si se había caído. No recordaba si Larry la había utilizado primero o si había sido él. No recordaba si le había dicho a Larry a dónde iba. Pero Larry tampoco se lo había preguntado.

No hablaban mucho.

Apenas se conocían, pero ahora eran amantes. A los dos días de conocerse. Una velada compartida en el sofá de terciopelo marrón delante de la tele, roce de muslos, charla trivial, ojos inquisitivos. Preguntas estúpidas con miradas intensas. Larry lo sabía todo de Hugo. Sabía que estaba en Cambridge. Sabía que estaba en el último año de carrera. Sabía que se había pasado el verano anterior trabajando como prostituto para pagar el alquiler. No sabía que, al terminar el verano, eso era lo único que le había quedado, el dinero del alquiler y cierta sensación bajo los ojos y al fondo de la cabeza de que en todas aquellas camas extrañas había conocido una pequeña muerte. Larry sabía lo que Barry le había contado. Barry trataba de meter cizaña. Barry era así. No quería ver ganar a Hugo. Una vez más.

Hugo no sabía nada de Larry, excepto que podía entenderse con hombres, que lo había hecho y que volvería a hacerlo. Era lo único que quería saber. Fueran cuales fuesen los proyectos de Barry, Hugo sabía que ganaría. Sólo necesitaba una oportunidad.

La oportunidad le fue concedida.

Cayó del cielo durante toda la noche y se posó sobre el suelo como una capa de alcorza sobre un pastel de piedra. Al día siguiente, salieron a pasear por los bosques para apreciar la belleza de aquella nevada inesperada. Londres estaba de vacaciones. La nieve había cubierto las vías de tren e inmovilizado los autobuses. El club de la calle Bond no abriría. Larry se quedaba en casa. Hugo le propuso ir a dar un paseo. Los dos sabían lo que iba a suceder. Lo que no sabían con certeza era cómo.

Caminaron hasta el bosque, hablando poco. Hugo no tenía ni idea de qué podía decirle a aquel muchacho de labios como flores. Deseaba morderle la lengua y meterle la mano por los pantalones hasta mucho más abajo del cinturón. En vez de eso, anduvieron tranquilamente por el camino del bosque, donde se había acumulado una gruesa capa de nieve virgen. El bosque parecía una ilustración para Hansel y Gretel. En el vientre de Hugo se formó una risa excitada. Se sentía como el chiquillo que había sido, cuando corría frenéticamente con su hermana menor por un campo de golf revestido de nieve, agazapándose mientras los gritos airados de los golfistas interrumpidos resonaban sobre los links. ¡Cuánto se reía en aquellos días, bajo el aire frío que le cortaba el aliento y le llenaba el pecho como pastillas de menta! Ahora la risa brotaba a la vista de la nieve aún no pisada, como un grueso edredón blanco sobre una cama gigantesca. Sintió el deseo de tenderse sobre ella y abrazarla y sentir cómo se convertía en plumas en lugar de agua.

Cogió un puñado y, formando rápidamente una bola, se la metió a Larry por el cuello. Éste fue su primer avance. Larry sonrió y empezó a recoger nieve del suelo. El avance había sido aceptado. Corrieron a través del bosque, alejándose cada vez más de los rastros de pisadas de perro y de las señoras con sus falderos que dejaban limpias cagadas capaces de formar agujeros de nieve derretida en la superficie del suelo. Según avanzaban, los árboles, rígidos y negros como el carbón, iban espesándose. Hugo corría detrás, recogiendo nieve de las ramas y a veces del suelo, acribillando a Larry con bolas húmedas, riéndose porque la erección le incomodaba al correr. Larry se volvió y arrojó una brazada de nieve al aire. Hugo la recibió encima, farfullando y agitando los brazos. Chocó con Larry y lo hizo caer al suelo, estremecido de risa. Aterrizó con fuerza sobre su cuerpo, la boca ante la boca, los ojos ante los ojos. Se miraron de pupila a pupila y Larry se lamió los labios. Fue toda la invitación que Hugo necesitaba.

Entonces aún no sabía nada de Larry y el caballo. No sabía nada de Larry y la ley, ni de la violencia que estaba por venir. No sabía que estaba tratando con un muchacho desquiciado. Un adolescente fugitivo. Un hombre trastornado. Sólo sabía que Larry y él iban a acostarse juntos en la gran cama de la habitación del fondo, con sus puertas ventanas que permitían salir al jardín, mientras su ropa se secaba colgada sobre el radiador. Sabía que tendrían la piel enrojecida y ardiente por el cambio de temperatura y que la ropa quedaría rígida al secarse, pero no sabía por qué.

Se fumaron un porro. El sexo había sido extraño. Con toda su actitud de tipo duro, su cazadora de cuero y sus téjanos sucios, Larry tenía cuerpo de niño. De piel lisa y suave, lampiño, poco desarrollado. Incluso su polla parecía en cierto modo torpe. Era callado e ingenuo; cauteloso ante el sexo, pero deseoso de él. Permanecieron tendidos juntos y se fumaron el porro.

Y entonces Larry preguntó a Hugo si podía conseguir caballo, y Hugo contestó que sí.

Después de todo, podía conseguirlo. Sólo que nunca lo había hecho.

Dijo que sí para impresionarlo.

Siempre quería que la gente pensara que tenía contactos hacia arriba y hacia abajo, con la alta sociedad y con los bajos fondos. Por eso dijo que sí.

Algo hubiera podido decir, en algún lugar en el fondo de la cabeza de Hugo, que éste era el momento de contestar que no; que durante toda su vida le habían advertido que caer en la heroína era caer en el abismo; que acabaría enganchado a una aguja, tirado sobre un montón de cuerpos huesudos, arañando peniques en las entrañas de la estación de Piccadilly Circus, rociado de sangre, no deseada las puertas de aquellos mismos cubículos donde David había retozado por dos libras la sesión. Hubiera podido oír una tenue alarma procedente de su pasado de folletos familiares, porque después de ¿De dónde vienen los niños?, venía ¿Dónde acaban los drogadictos? Pero Hugo ya estaba allí. Ya estaba viviendo en una zona crepuscular de gente nocturna, para nada sincronizado con todos los transeúntes de ojos brillantes y paso enérgico que cruzaban rápidamente ante su ventana por la mañana temprano en dirección al trabajo, enjugándose todavía el desayuno de la barbilla y las preocupaciones domésticas de la mente. Hugo solía contemplarlos con ojos medio entornados por el cansancio y deslumbrados por la brillante luz grisácea de una mañana de invierno.

A esas horas, Hugo ya había visto la mañana. Mientras aquellos individuos apresurados aún dormían junto a sus esposas en la habitación contigua a la de los niños, Hugo se tomaba sorbo a sorbo una taza de té en Barclay Brothers (Whitehall) Ltd. y contemplaba entre sus vapores a Maureen el travesti, reina de la máquina del té, accionar las espitas con sus uñas roídas y sonreír con sus dientes verdosos; contemplaba sobre el borde mugriento de su taza a los adolescentes, escapados de casa, derrumbándose sobre su desayuno, los tatuajes de telarañas en contacto con el huevo coagulado.

Se repantigaban allí, con ojos apagados, sin sonreír, esperando la llamada de su alcahuete, el negro corpulento que aguardaba fuera, refulgente con el oro de sus dientes, anillos, brazaletes y un grueso medallón, controlando los taxis que traían y se llevaban a sus chicos, enviándolos rumbo a una cama de plumas en algún suburbio desconocido en la periferia de la ciudad. Sabían lo que les esperaba. Dos horas de investigación sexual en manos de un extraño sin esposa soñolienta ni hijos en la habitación contigua. Sabían hasta dónde estaban dispuestos a llegar. Y más le valía al extraño no cometer ningún error. Los chicos con telarañas tatuadas eran tipos con mucho genio.

Así terminaba Hugo la jornada. Del terciopelo maltratado del club de la calle Bond, donde ojos destellantes atisbaban desde rincones oscuros, a la inexorable luz fluorescente de una cafetería donde los ojos permanecían bajos e inexpresivos y rehuían las miradas, iluminados únicamente por el repentino fulgor de un Swan Vesta o el centelleo seco del humor de Maureen.

Aquello era limbolandia. En eso, al menos, no había diferencia entre la calle Bond y Whitehall. Entre el terciopelo rojo y la fórmica verde grisáceo, todo el mundo andaba a la deriva. La calle Bond era más cálida, más oscura, más rechoncha y más rica, pero sus habitantes estaban desatados. Y a veces desquiciados. Los que habían sido algo, los que hubieran podido ser algo y los veleidosos esperanzados se arracimaban en torno a los que acababan de conseguirlo, observando cómo derramaban su dinero recién adquirido, de pronto generosos, de pronto tacaños. Hijos e hijas de ricos y famosos acechaban en los rincones sujetando sus pajitas. Sonriendo a la estrella pop recién descubierta como el secretario de un selectísimo club de tenis al dar la bienvenida a un nuevo miembro. Siempre andaban escasos de nuevos miembros. Nunca parecían durar mucho.

Los antaño famosos y todavía ricos se colgaban de la barra y contemplaban sus copas con fijeza, intentando recordar qué debían pedir a continuación. Un hombre que había vendido millones de discos en los que prometía morir antes de envejecer se bamboleaba en su chochez prematura, navegando en un mar de gin tonics. Otro le tendió una mano para que se la estrechara, pero se quedó plantado en mitad de la alfombra mientras la estrella pop, aún viva, salía trotando hacia los aseos para empolvarse la nariz.

Todo estaba en los ojos. El desenfoque enrojecido de la estrella pop. La mirada esperanzada del niño rico que había salido de juerga y esperaba encontrar cocaína gratis. El parpadeo espasmódico de la reina del pelo a mechas y los pantalones de cuero beige, confiada en que su bronceado disimularía su edad, y la mirada fría e inexpresiva de su compañero, un joven rubio que procedía de alguna remota ciudad de surfistas y que aún llevaba el vaivén del mar en sus ojos, enfocados mucho más allá de aquel local subterráneo. Hugo los observaba a todos, los observaba mientras se observaban entre sí. Ojos en pos de ojos. Esperando señales. Buscando una presa. Hundiéndose en la bebida. Movedizos, inquietos, acuosos, parpadeantes, centelleantes, vidriosos, muertos. El surfista miraba por entre los hombres que desfilaban junto a él, amigos de la reina desesperada pero listos para arrebatarle la presa a la menor señal que les dieran. Levantaban los párpados para lanzar un hola que pocas veces les era devuelto. Algunos iniciaban una conversación que moría en sus labios cuando el surfista, mirando a la lejanía, les respondía únicamente con un sí o con un no.

Hugo se movía entre ellos, invisible en su chándal escarlata y su gorra de béisbol. Le entregaban la propina con aire ausente, esperando que sus amistades se fijaran.

En el club, nadie se fijaba en nada. Nadie se fijaba en los hombres que se escabullían hacia el lavabo de señoras tras intercambiar furtivamente unos paquetitos blancos. Nadie se fijaba en el insólito moqueo, en los cigarrillos fumados en cadena, en el habla atropellada, en los últimos restos de polvo blanco sobre un bigote. ¿Por qué habían de fijarse? ¿Quién los miraba? El gerente estaba en el despacho del fondo con el propietario y el encargado del guardarropa, metiéndose el dinero suelto por la nariz. El jefe de camareros estaba apalancando cajas de champaña en el maletero de su coche, y los camareros permanecían impasibles sin mirar nada, con las pupilas contraídas como cabezas de alfiler y la heroína deslizándose sigilosamente por su sangre como la lenta babosa del letargo. Lenta y calladamente, iba pasando el tiempo. El tiempo pasaba muy despacio en limbolandia. Sin hacer nada y sin fijarse en nada.

No parecía extraño estar tumbado de espaldas, mirando el cielo raso, esperando que el siguiente gemido ronco brotara de su boca. No parecía extraño no tener nada en qué pensar y aún menos qué hacer. Podía deslizarse desde un día acostado junto al tosco cuerpo de Larry a una noche compartida con los camareros de pupilas contraídas y las reinas desesperadas sin emerger en ningún momento de su capullo de heroína.

Sólo un pensamiento turbaba vagamente su placidez. Tras contemplarse el rostro en el espejo durante quince minutos sin pestañear, y casi sin pensar, se le ocurrió que al día siguiente podía despertar pareciéndose a Michael.

Nadie quería parecerse a Michael. Michael estaba dominado por el caballo. El hombre anulado. El típico yonqui. Pero se hallaba por encima y por debajo de un yonqui típico. No estaba muriéndose, sólo adelgazando. No era un delincuente. Era un demente. No era un chupasangre. Era rico. No robaba para pagarse el hábito. Vendía piezas de su herencia, pagándose los picos con el patrimonio de la familia.

Cuando Larry se volvió después del porro, después del sexo, después de la pelea en la nieve, mientras la ropa se acartonaba sobre los radiadores, mientras yacían contemplando el jardín cubierto por su helado edredón blanco, y pidió a Hugo que le comprara caballo, Hugo accedió porque sabía que a Michael le encantaría tener a un nuevo converso. Sabía que Michael estaba solo, solo con su adicción. Que había enterrado a demasiados amigos, y que recibiría a Hugo con los brazos abiertos como un evangelista a un pecador arrepentido. Pero Hugo también pensó en Michael porque Michael era sinónimo de caballo. Tenía el aspecto de una aguja. Huesudo, cetrino, con una melena lacia y grasienta que le cubría el cuello de la camisa y una voz que era un plañido rasposo que hacía vibrar el aire como una minúscula sierra mecánica. Sus gestos eran frágiles pero malignos, sus dedos eran como dardos que asaeteaban el aire mientras trataba de explicarles a Hugo y Larry que la camioneta de reparto de leche, aparcada al final de la calle, era en realidad un vehículo camuflado de la brigada de estupefacientes.

—Han estado aquí y lo han tocado todo. Han vuelto a dejarlo en su sitio, pero lo han registrado todo, estoy seguro. Se creen que no me doy cuenta. ¿Por qué no se llevan algo? Eso es lo que no soporto.

Su plañido zumbaba de un modo irritante. Hugo se asomó a la ventana del ático de Abbey Road para mirar la camioneta de reparto de leche tranquilamente aparcada junto a la acera. Estaba vacía y oscura. Era una camioneta de reparto de leche. El lechero seguramente vivía en una habitación de alquiler en alguno de los cavernosos edificios del otro lado de la calle.

—Jamie sabía que era la brigada de estupefacientes. Nadie más se da cuenta, pero él lo sabía.

Era la cuarta, quizá la quinta vez que repetía lo mismo. Crispando los músculos y rascándose, a solas todo el día sin más compañía que sus temores y su desprecio, ahora tenía ganas de hablar. Quería amigos a los que pudiera hablar de otros amigos. Pero Michael constantemente perdía a sus amigos. Jamie era el último amigo que había tenido. Jamie estaba muerto. Jamie era el filósofo motorista de Rotherham que se pasaba las horas sentado en un rincón hablando de tranquilizantes para elefantes. Jamie, que deseaba eliminar todo pensamiento de su cabeza y acabó eliminándose él mismo con una escopeta de caza en la boca en la fiesta de cumpleaños de su hermano. Lo hizo en el jardín. Para no ensuciar las alfombras. Puede que existan formas más sucias de irse. Hugo no conocía ninguna.

Jamie sabía lo que se hacía. Se había buscado un adversario al que no podía vencer. Los tranquilizantes para elefantes jamás le habían presentado ningún problema. El caballo sí. La vida se le iba a chorros. El color ya se le había ido.

—Yo estaba allí cuando murió —les explicó Michael. Michael no solía estar a menudo en ninguna parte cuando sucedía algo. Normalmente se quedaba allí. En aquella habitación sobrecalentada en lo más alto de un edificio de Abbey Road—. Pero no estaba en el jardín.

Cuando sonó el disparo, Michael estaba en el cuarto de baño calentando una cucharilla. El ruido le sobresaltó de tal manera que la cuchara se le cayó de la mano. Furioso por la pérdida de un buen pico, bajó por la escalera en busca de un culpable y se encontró con la muerte de su mejor amigo. Lo que no alcanzó a comprender fue por qué Jamie estaba en el jardín. Hubiera tenido que estar subiendo para hacerse un pico.

Michael era capaz de vender caballo a su mejor amigo aun si eso lo mataba. Mató a Jamie en nueve meses y una fracción de segundo. Un largo gemido y una detonación final. Michael no demostraba ningún remordimiento; sólo fastidio por el hecho de que su último recluta le hubiera abandonado. Ahora tenía que encontrar otro amigo que le hiciera compañía en su apartamento sobrecalentado. Hugo y Larry eran los nuevos reclutas.

Larry no dijo palabra. Se limitó a mirar mientras Michael pesaba un gramo de polvo marrón en una diminuta balanza. Se limitó a mirar mientras Hugo le entregaba unos billetes de banco nuevos. No dijo palabra mientras Michael liaba un cigarrillo tras espolvorear el tabaco con heroína. Pero aspiró el humo con afán cuando le llegó el turno de fumar.

La habitación era demasiado pequeña, estaba demasiado llena y hacía demasiado calor. Michael parecía un interno a largo plazo en un hospital de gruesas alfombras. Hubiera debido llevar batín y estar leyendo ejemplares atrasados del Tatler. Estaba ojeroso y amarillento, y, cuando el caballo empezó a hacerle efecto, su voz se desvaneció en el aire. Se quedaron los tres sentados en silencio, contemplando los quemadores del hogar de gas.

Hugo se miraba en el espejo del baño, sin ser consciente de nada más que el recuerdo del rostro demacrado de Michael. El teléfono estaba sonando, pero aún no se sentía dispuesto a contestar. Larry estaba en el piso de arriba, viendo Bienvenido, Mr. Chance por cuarta vez consecutiva. Cuando se terminaba la cinta de vídeo, la rebobinaba y la volvía a pasar. Era la perfecta película de caballo. Peter Sellers hablaba como si llevara una aguja colgada del brazo. Hugo se miró el brazo, la piel suave del interior del codo donde las venas latían suavemente bajo la piel. Era una gran magulladura amarillenta. La superficie estaba moteada de minúsculos pinchazos.

No había empezado directamente con la aguja. Cuando salieron del apartamento de Michael a la calle, dejando a Michael pendiente de la camioneta de reparto de leche, esperando la aparición de la brigada de estupefacientes, se ocultaron en el jardín de alguien y se prepararon silenciosamente dos líneas en un espejito colocado sobre el muro. Hugo siguió el ejemplo de Larry, fingiendo que sabía lo que estaba haciendo. Pero el mundo se había convertido en un lugar lento de entendederas, y Larry y él lo cruzaban a la deriva. Lo único que necesitaban para mantenerse a la deriva era una línea más.

Doblaron la esquina y se encontraron en la Calle Mayor. Era de noche y había humedad en el aire. La calzada estaba repleta de automóviles agolpados, parachoques contra parachoques, llenos de hombres descontentos y de esposas preocupadas que empezaban a acusar la tensión. Larry y Hugo no se apresuraron. Se movían pausadamente bajo la llovizna. Tenían toda la noche por delante.

Se movieron bajo la llovizna subiendo por Kilburn High Road hacia la Colina de los Chutes. Cruzaron las puertas de la Farmacia Bliss. El chiste, el viejo chiste yonqui[13] aleteaba sobre los labios de Hugo como una sonrisa. Al entrar, Larry se volvió de espaldas y le susurró:

—Pídelas tú. A mí me conocen.

La chica del mostrador alzó la mirada y vio la espalda de Larry y la cara de Hugo. Hugo estaba paralizado entre los paquetes multicolores de condones, cepillos de dientes y cremas faciales. Las farmacias siempre le hacían sentir descuidado. Todos aquellos ungüentos que no utilizaba, aquellas cremas con sus extraños ingredientes orgánicos en las que nunca había hundido un dedo.

—Dos jeringuillas hipodérmicas, por favor —pidió a la chica del mostrador. La joven, con su bata de nailon azul pulcramente planchada, tenía un aspecto limpio y aseado Hugo le había hablado con su voz más respetable. Intento sostenerle la mirada, pero no pudo mantener la concentración. Si la chica le pedía la tarjeta de diabético, tenía que contestarle algo. Larry le había dicho qué, pero ya no se acordaba. No se la pidió. Lo miró sin pestañear y, con perfecta calma, le vendió el medio para su destrucción envuelto en cartulina y celofán. Ya lo daba por perdido. No le importaba si moría ahora o más adelante. Era basura. Eso hizo que Hugo se sintiera orgulloso. Una ola de adrenalina rompió en su pecho. Empezaba a sentirse como Jean Genet. Había llegado de la lluvia, esquivando las salpicaduras fangosas de los coches, cuyos faros rebotaban en los charcos que se rizaban bajo la luz de los semáforos, para refugiarse brevemente en aquel mundo blanco y refulgente de artículos de tocador multicolores que brillaban bajo los focos en sus estantes de cristal. Había completado otra iniciación: había comprado jeringuillas en la Farmacia Bliss de la Colina de los Chutes, había ingresado en el mundo secreto. Era un fuera de la ley, un cowboy de madrugada que vagaba frenético por la estepa urbana, cruzando el desierto fluorescente, viajando en los autobuses sin pagar y tambaleándose por las aceras, sin nada más que una aguja entre él y la muerte. O el vómito.

Subieron al piso superior de un autobús que se dirigía hacia el centro por Edgware Road.

Iban los dos en silencio.

Fuera estaba oscuro y lloviznaba.

Dos skinheads subieron al autobús y se instalaron detrás de ellos mientras circulaban por la Edgware Road. Hugo sintió su mirada en la nuca. Se sintió naufragar. Vulnerable. Débil. Se sintió con ganas de vomitar. No era una sensación desagradable, pero se hacía más imperiosa a cada instante. No quería vomitar delante de los dos skinheads. Era una forma segura de llamar su atención. La atención conducía a problemas. En esta ciudad, había que esquivar los ojos de la gente. Evitar su línea de visión.

Se levantó y echó a andar por el pasillo del autobús sin decirle nada a Larry. Bajó por la escalera y saltó del autobús en un semáforo. Se dirigió al portal de un comercio cerrado e, inclinándose, vació calmadamente el estómago sobre el mosaico desportillado que en otro tiempo rezaba «Colliers. Sastrería de caballeros». El mosaico se destacaba en relieve. Le faltaban bastantes fragmentos, como dientes perdidos. Una anciana vestida con un abrigo de cartón lo miró desde la esquina sin decir palabra. Acababa de devolver ante su umbral, pero carecía de energía para embarcarse en explicaciones. Se enjugó la boca con el dorso de la mano, escupió sobre la acera y echó a andar tras el autobús. Nunca había vomitado con tan poco esfuerzo.

El autobús se había perdido en la distancia, Edgware Road abajo, dejando atrás el semáforo rumbo a otros semáforos. La acera mojada danzaba con la luz de las farolas. En la primera farola estaba apoyado Larry, contemplando los faros de los automóviles que venían de frente. En sus labios colgaba una sonrisa como el recuerdo de un día más agradable. No hubiera podido haber un día más agradable. Todo estaba saliendo a pedir de boca. La compra. La farmacia. La vomitona. Larry.

Larry llevaba un frasco en el bolsillo. Media botella de Armagnac. Hugo no tenía ni idea de dónde la había sacado. Quizá la llevara desde el principio. Quizá acabara de recogerla de algún cubo de basura. Tomaron un sorbo cada uno. Un autobús se detuvo a su lado; subieron y reanudaron su viaje hacia la lejanía, medido en semáforos, avanzando entre las extrañas multitudes del West End en dirección al Marquee Club.

Buscaban un rincón oscuro. Un lugar donde el calor de la transpiración y el volumen de la música eliminaran toda necesidad de conversar o pensar. Hacía cinco años que Hugo no iba por el Marquee. Desde la noche de The Depressions, la noche en que Charlie le dijo que no volviera a llamar más.

El Marquee fue una equivocación.

A Larry no se lo parecía, pero a Hugo sí.

Se hallaba de nuevo en su antiguo refugio de speed, pero sin speed. Desde detrás de una nube, parada ante su cabeza como una vaharada de humo, miraba, aturdido, y recordaba: recordaba las noches que había pasado junto a los altavoces, con un hormigueo en la columna vertebral a causa del ruido y el sudor y las anfetas que se había tragado en el metro, contemplando los pies de los veloces danzarines, observando cómo escupían a sus conjuntos favoritos, viendo como se arrancaban la camiseta unos a otros mientras él permanecía tranquilamente al margen, bailando por dentro.

Ahora no podía bailar ni un solo paso. Ni por dentro, ni por fuera.

Podía tambalearse. Podía desplomarse. Necesitaba sentarse.

Todo el mundo era muy joven. Muy maligno. Muy inflexible.

Un grupo interpretaba un estruendoso rock mod a 160 kilómetros por hora. El cantante se golpeaba los costados, y Hugo vio volar sus calcetines blancos. Todo en él —las palabras, la música, los movimientos— parecía peligroso. Calculadamente amenazador. Y su aspecto era muy pulcro. Lo cual quería decir que aún era más peligroso. Los cabrones más salvajes siempre iban bien arreglados. Estaba azuzando a los chavales, provocándolos con aquello que conocía mejor: una cuenta por saldar, un puñetazo en la boca, una chica preñada, un lugar en la cola del paro. Y ellos se lo tragaban crudo. Lo engullían, les encantaba y odiaban lo que aquella música odiaba. Estaban cada vez más frenéticos. Y Hugo en medio de ellos. Lo rodeaban por todas partes, erguidos, impacientes, el cabello erizado gracias a la gomina, más pequeños de lo que hubieran debido ser, más pálidos de lo que hubieran debido estar, duros, con pequeños tatuajes y los brazos desnudos.

Hugo naufragó. Se bamboleó. Se arrastró hacia una silla y se dejó caer sobre ella.

—Este asiento está ocupado, amigo —le informó un muchacho en un tono en absoluto amistoso. Hugo pestañeó. El muchacho estaba sentado junto a él. No pudo formular una respuesta, de modo que se alejó vacilante. Hubiera querido explicarle que ya había estado allí antes, que era un veterano, que Sid Vicious le había empujado ante la barra, que había jugado al millón con Gaye Advert y TV Smith, que llevaba caballo en la cabeza y estaba tan pasado que… que… hubiera debido ser magnífico.

Pero no hizo nada de eso.

Se limitó a alejarse con paso vacilante, en busca de Larry.

A Larry no le importaba qué hacían ni qué aspecto tenían. Estaba apoyado en la pared del fondo, con su cazadora de cuero negro y su melena, mirando el humo. No sonreía. No sonrió cuando Hugo entró en su campo visual. Sólo siguió mirando.

—Me voy a casa —dijo Hugo, sin esperar que su voz provocara ninguna reacción.

—Vale —respondió Larry sin moverse.

La primera vez con la aguja se lo había hecho Larry. Y la segunda. Y varias veces más.

Hugo miraba mientras él calentaba las gotas de limón y el polvo oscuro en la cuchara hasta que el polvo se disolvía. Hugo miraba mientras metía un filtro de cigarrillo en la cuchara y apoyaba la aguja en el filtro para aspirar el líquido.

El filtro siempre quedaba manchado de marrón por la mierda que usaba Michael para cortar el caballo.

Con Michael, la compra era siempre correcta. Nunca generosa. Nunca venenosa.

Hugo miraba mientras Larry le ceñía el torniquete al brazo. Luego abría y apretaba el puño para hinchar las venas y seguía mirando mientras la aguja se deslizaba bajo la piel, se detenía un instante en la pared de la vena y seguía hundiéndose, hundiéndole en un mar de caballo, jadeando en la superficie en busca de aire.

Pero Larry estaba perdiendo la paciencia. Estaba perdiendo la paciencia con lo de no tener trabajo ni nada que hacer. Estaba perdiendo la paciencia con el tiempo. Tenía que matarlo con caballo. Estaba perdiendo la paciencia con el caballo, de manera que necesitaba tomar más. Estaba perdiendo la paciencia con Hugo, de manera que Hugo tuvo que empezar a chutarse solo.

Así que Hugo tenía que clavarse la aguja él mismo, tenía que sujetar el torniquete con sus propios dientes mientras se buscaba una parte del brazo, detrás del codo, donde la piel estaba amarillenta y salpicada de agujeros. Y luego, bajo la mirada irritable de Larry, con brazos y cabeza colgando yertos, gemía y se dirigía cojeando hacia la cama.

Así que se pasaban el día sentados o acostados el uno junto al otro, en el sofá o en la cama, viendo Bienvenido, Mr. Chance, oyendo sonar el teléfono, contemplando el cielo raso, gruñendo, sin decir nada, sin hacer nada, sin saber nada. Era como estar sentados en un aeropuerto esperando un vuelo de largo recorrido, o en el andén de una estación esperando un tren. La vida hacía una pausa. En el exterior, más allá, proseguía a plena marcha, pero en la casona de Muswell Hill todo iba deteniéndose hasta quedar en suspenso. Permanecían sentados o acostados el uno junto al otro, contemplando cómo el humo de sus cigarrillos se desplegaba por el aire, escuchando cómo agonizaba una mosca tardía sobre el alféizar con un zumbido estertoroso que llenaba la habitación.

Y cada hora más o menos, Larry empezaba a encender velas bajo una cuchara, y Hugo se miraba las magulladuras amarillentas del brazo y trataba de recordar cuánto hacía que pasaban de sexo.

Celebraron una fiesta. El día después de Navidad. O, por lo menos, Hugo celebró una fiesta. Larry estuvo presente. Más o menos. Los dos estuvieron más o menos presentes. Hugo siempre organizaba una fiesta el día después de Navidad en la casona, cuando los dueños estaban fuera. Invitaba a los amigos a escapar de sus familias. Les proporcionaba una excusa. «Lo siento, mamá, no querría irme tan temprano, pero Hugo nunca va a casa por Navidad porque sus padres no le quieren allí, y se sentiría fatal… Oh, a propósito, papá, ¿puedes llevarme hasta la estación, por favor?».

Aquella Navidad no había ido a casa. No tenía sentido. Su familia quería que fuera, y aunque él se negó, en cierto modo echaba de menos la festividad. Echaba de menos el pavo y la salsa de arándano. Echaba de menos a su hermana menor, impresionada y deleitada por los regalos que le había llevado. Echaba de menos a su madre, que en Navidad no cesaba de sonreír y siempre decía qué día tan feliz era. Echaba de menos encerrarse en el cuarto de baño cuando todos los demás ya estaban acostados, mirarse al espejo y llorar a lágrima viva sin ningún motivo en particular. Sólo porque algo había terminado.

Pero aquella Navidad fue un día como otro cualquiera. Larry. Hugo. Dos jeringuillas. Y el vídeo. Vieron comedias y no se rieron porque reír era demasiado fatigoso. Sólo sonreían vagamente, por dentro, en algún lugar.

Y al día siguiente llegaron los invitados. Y se fueron. Llegaron temprano, se quedaron mucho rato y se fueron tarde, y puede que Hugo hablara con algunos de ellos, no estaba seguro, pero le constaba que Larry no había hablado con nadie. En realidad, nadie se esforzó por darle conversación. No tenía un aspecto muy amigable. Sentado en la sala del piso de arriba con la cazadora de cuero puesta, callado, mirando el televisor apagado. O sentado en la planta baja sólo con la camiseta, callado, mirando la aguja que se hundía en su vena. Hugo se lo encontró varias veces por la escalera. Se cruzaban sin decirse nada. Tenían en común una aguja, una cama y un mal hábito. No había lugar para nada más. No tenían amistades en común. Por entonces, apenas tenían conversaciones. Ni sonrisas.

Los amigos de Hugo no dieron muestras de advertir nada extraño. Les entusiasmaba volverse a encontrar unos a otros, liberándose como un muelle comprimido tras los largos días de encierro en el infierno besucón de la Navidad. Hugo sólo estaba de un humor retraído, pensaron. Y tenía un amigo nuevo bastante extraño, advirtieron. No le duraría mucho, supusieron.

Estaban en lo cierto, naturalmente.

Larry no conversó con los amigos de Hugo, pero no le gustaron. Hablaban demasiado fuerte y con demasiada seguridad. Lo miraban sin verlo. Eran apuestos. Le hubiera gustado acostarse con dos de las chicas, pero no se lo dijo. Se limitó a mirarlas con fijeza durante un buen rato, hasta que se dieron cuenta, y se fue escaleras abajo a agujerearse el brazo. A ellas no les había inquietado que las mirara fijamente. Habían reaccionado como si fuera perfectamente normal.

Estaba furioso. Cuando terminó la fiesta, estaba muy furioso. Hugo había estado sonriendo, charlando y riendo con sus amigos, hablando de un mundo que él no conocía. No conocía en absoluto a aquella gente. Y aquella gente ni siquiera parecía interesada en conocerlo. Hablaban entre ellos como si él no estuviera, pasaban por su lado sin fijarse en él, lo miraban sin verlo y seguían ofreciéndole galletas cuando ya había dicho que no, seguían preguntándole cómo se llamaba cuando ya les había dado tres nombres distintos, seguían preguntándose qué pintaba él allí cuando él llevaba todo el otoño viviendo en la casa y Hugo sólo se había presentado por las vacaciones de Navidad con aires de gran señor.

Algo estaba ocurriendo. Algo estaba muriendo entre los dos, y alguna otra cosa venía a llenar el hueco. Nunca habían estado enamorados, pero habían sido amantes. Ahora, había odio en la expresión de Larry cuando Hugo captaba su mirada. Sólo en destellos. Destellos amargos. Larry empezaba a odiar a Hugo porque sabía que se marcharía. Empezaba a odiar a Hugo porque Hugo empezaba a no hacerle caso.

Hugo empezaba a hartarse de Larry. Empezaba a hartarse de Bienvenido, Mr. Chance, de mirar el cielo raso, del cuerpo lampiño y tosco con su pene tosco.

Y aquella noche, Larry se meó en la cama.

Ese pene torpe que no se había levantado desde hacía dos semanas, empapó dos sábanas y un colchón.

La humedad despertó a Hugo en mitad de la noche, mientras Larry seguía dormido. Hugo se limitó a bajar de la cama. Despertó a Larry y le anunció con voz tranquila: «Te has meado en la cama». Y luego se fue a su dormitorio. Fue la primera vez en cuatro semanas que no compartían el lecho.

Tal vez a Larry no le habría importado tanto si Hugo hubiera montado en cólera. Pero no fue así. Se limitó a decírselo como si tal cosa. Con toda calma. Como si ya fuera de esperar. Que se meara en la cama. Y se marchó sin ayudar. Como si no quisiera tocar. Como si quisiera desentenderse.

Eso era mala señal.

A Larry, las cosas siempre empezaban a irle mal cuando se meaba en la cama.

Las cosas empezaban a ir mal, comprendió Hugo. Le quedaban dos semanas en Londres antes de regresar a Cambridge. Los dueños estaban a punto de volver. William había dicho que llegaría al día siguiente por la noche. Quería que volvieran pronto. La vida con Larry empezaba a resultar demasiado silenciosa. Se habían vuelto demasiado introvertidos. Se les estropeaba la comida en el frigorífico. La vida se había vuelto rancia. Alguien tenía que abrir unas cuantas ventanas. Ya. Hugo no podía tomarse la molestia. Cuando se le hubieran pasado un poco los efectos del caballo, quizá, si se despertaba y había luz.

Había perdido su empleo en el club por negarse a aceptar un descenso de categoría. Le habían ofrecido un descenso de categoría porque todas las noches llegaba tarde y en dos ocasiones ni siquiera se había acordado de ir. De todos modos, no quería seguir trabajando, porque se encontraba mal. Así que rechazó el descenso. Le pidieron que limpiara los retretes y se negó. Se marchó sin más. Fue por última vez al bar de Barclay Brothers, con sus muchachos araña, dirigió una última y detenida mirada a Maureen, la reina de la madrugada, con su bata casera azul celeste y sus dientes verdosos, y luego cogió el autobús nocturno para volver a casa, encorvado por el frío, todavía encontrándose mal, muy callado.

Empezaba a preocuparse por Larry. Los primeros juegos en la nieve parecían muy lejanos. Aquélla era otra persona. Alguien que se reía, por lo menos. Alguien que sonreía y flirteaba y reaccionaba a su presencia. Ahora, Larry parecía hundido en el abatimiento. Nunca pasaba nada. La ropa sucia había empezado a fermentar. Hugo la miraba y se ponía de mal humor. Pero no la lavaba. Larry miraba a Hugo y se ponía de mal humor. No podía tenerlo. No desde la meada en la cama. La química había desaparecido.

Hugo se daba cuenta de que esto era peligroso. A partir de ahí, la situación sólo podía empeorar. A nadie le gusta verse humillado. A nadie le gusta venirse abajo. Así que Hugo se quedó en su propio cuarto, y cuando Larry le preguntó si podían dormir juntos, le dijo que no. Y, mientras Larry se alejaba, volvió a pensar que acaso había cometido un error. Sólo que no sabía muy bien cuándo.

No sabía muy bien por qué le había dicho que no. Quizá sólo estuviera probando la palabra en el aire. Quizá no podía tomarse la molestia de contestar que sí. O quizá quería que las cosas llegaran a un límite. Quería que pasara algo. Aunque fuese malo. Aunque fuese muy malo.

Cuando Larry entró en el cuarto de Hugo, a la mañana siguiente, no se había afeitado. Llevaba dos días sin afeitarse. Tenía una barba que parecía accidentada. Como un césped mal sembrado. Le crecía en sitios inesperados, con grandes calvas lampiñas en medio. Tampoco se había lavado recientemente. Llevaba los téjanos puestos con la bragueta desabrochada. No llevaba zapatos ni camisa. No había luz en sus ojos. No sonreía.

Hugo estaba medio dormido, pero incluso medio dormido se dio cuenta de que eso no facilitaba las cosas. Larry se echó en la cama sin quitarse los téjanos. Empezó a acariciar a Hugo. Hugo se apartó. Larry lo atrajo de nuevo. No había afecto en sus actos. Sólo necesidad. Ni deseo. Sólo ansia. Le olía el aliento y tenía algo de extraño en el pelo. Lo tenía apelmazado. Olía a orines. Era la tecera noche que dormían separados. Durante el día anterior, no se habían dirigido la palabra. Hugo se había levantado y, al cabo de una hora, se había metido un chute. Un chute. Qué enérgico sonaba eso. Había vuelto a deslizarse hacia el mar de caballo para pasarse el día cabeceando sobre las almohadas, fumándose un porro de vez en cuando, flotando entre el sueño y la vigilia. Sólo había visto a Larry una vez, cuando fue al retrete a vomitar, con toda calma, y lo encontró dormido en el suelo, acurrucado junto al bidet que no funcionaba. Larry no se movió mientras Hugo vomitaba, tiraba de la cadena, se enjugaba. Siguió allí tendido, respirando suavemente. Parecía muy tierno. Completamente inofensivo.

La casa estaba convirtiéndose en un mausoleo. Nunca encendían las luces. El teléfono había quedado descolgado. Y Hugo no estaba seguro de si se había acordado de comer. Y en el cuarto de al lado, el cuarto donde durante cuatro semanas había pasado todas las noches, salvo las tres últimas, había un monstruo que se pudría. Y el monstruo acababa de meterse en su cama.

Lo empujó con un poco más de fuerza. Larry lo asió por las muñecas y de pronto las forzó hacia atrás de manera que le quedaron planas sobre la almohada, y entonces se tendió cuan largo era sobre el cuerpo de Hugo. Hugo se debatió y Larry se debatió. Larry apretó la lengua con fuerza contra los dientes de Hugo y apretó los labios con fuerza contra los de Hugo. Hugo intentó apartar la cabeza, pero una mano pasó de las muñecas a la mandíbula y la sujetó en su lugar. Una rodilla se le clavó en la ingle. La lengua recorrió sus dientes y se introdujo entre ellos, y la mano que le había sujetado la cabeza volvió a la muñeca y la retuvo antes de que pudiera tirar del cabello apelotonado para apartarlo, y, cuando él abrió ligeramente la boca para protestar, la lengua se hundió en su interior y Hugo la mordió. Y éste fue el error.

Luego no acabó de quedar claro qué había sucedido a continuación, pero lo que sí quedó claro fue el lío. El lío en que estaba Hugo. El lío que estaba hecho todo.

Sabía que, llegados a este punto, Larry le había pegado un puñetazo en la cara, y sabía que había intentado resistirse, pero Larry era más fuerte, estaba más rabioso y enloquecido. Y era evidente que, después de que él perdiera el sentido, Larry había seguido adelante. No sólo con él, sino también con el cuarto. No sólo con el cuarto, sino con toda la casa. Y mientras Hugo yacía allí, contemplando la cellisca a través del agujero que antes había sido una ventana y tratando de imaginar qué había saltado por allí, si había sido Larry o algún mueble; mientras yacía contemplando los papeles y los libros esparcidos por el suelo con las hojas arrancadas, sucios y mojados por el viento del exterior, por su sangre y por los meados de Larry, se le ocurrió pensar, entre la cuchilla de carnicero que le desmenuzaba la cabeza y el sordo y prolongado dolor de huevos en los que había recibido un rodillazo y quizá luego una patada, que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro para dejar de tomar caballo.

Y entonces perdió el conocimiento.

Y si William no hubiera llegado a casa al cabo de una hora, un médico dijo que hubiera podido morir de hipotermia.

Larry, por su parte, ya estaba muerto.

Cuando William los encontró, estaban los dos azules. Hugo a causa del frío. Y Larry a causa de la jeringuilla que aún tenía clavada en el brazo.