Caminaban lentamente el uno junto al otro cortando el aire húmedo por los residuos de niebla, a lo largo de senderos grises salpicados de charcos y cubiertos por una enmarañada red de fangosas huellas de bicicleta, cruzándose con perros falderos que tiraban de mujeres con las solapas del abrigo subidas, pasando entre desnudos árboles invernales que tanteaban el cielo plomizo, su corteza reluciente por la amenaza del agua. Caminaban lentamente el uno junto al otro, ajenos al lejano rumor, como de tripas, del tráfico y a los autobuses que bordeaban el parque como cajas de juguetes sobre ruedas.
Caminaban hacia el quiosco de música.
El quiosco de música se alzaba en el centro del parque, donde convergían todos los senderos grises salpicados de charcos. Un escenario sin público. Y a su alrededor, el susurro de los fantasmas; las multitudes de domingo en sus sillas de lona, lamiendo helados y escuchando el estruendo que organizaba tío Bob con su tuba desde la última fila de la banda de vientos.
Pero sólo eran fantasmas. El quiosco estaba vacío. El escenario estaba agrietado. Se hablaba de condenarlo. Se hablaba de envolver toda la estructura en alambre de púas y dejarla allí para que los niños la evitaran.
Se sentaron al borde de la plataforma, contemplando la descascarillada pintura blanca del techo, golpeando con los tacones la descascarillada pintura azul de la base, atrapados en una aérea jaula de metal calado, contemplando la hierba de un verde grisáceo todavía empapada por la lluvia de otoño. Y hablaron. Hablaron y hablaron. De sus esperanzas y sus temores, de sus sueños y sus dudas. Repasaron todas las inquietudes y todas las ambiciones, los encuentros pasados y las reuniones previstas. Y estuvieron de acuerdo en todo.
Eso era lo que a Hugo más le encantaba de Chas. Veían las cosas del mismo modo. Tenían distintas historias y los mismos temores, distintos amantes y las mismas confusiones, distintos amigos y la misma soledad. Si alguna vez Hugo se sentía asustado, deprimido, amenazado, preocupado, siempre llamaba a Chas. Y durante media hora, una hora, permanecía sentado al teléfono dando rienda suelta a su pánico, y luego dejaba que la familiar voz de Chas le planchara las arrugas de la cabeza.
Y ahora Chas estaba muerto. Desaparecido. Y Hugo estaba solo con su recuerdo de una tarde de invierno, tres años antes. Solo en una cama de hierro, esperando a que la enfermera le trajese la cena. Solo en una cama de hierro, esperando a reunirse con Chas en el lugar, fuera cual fuera, al que iba la gente cuando abandonaba aquel pabellón.
No había sido una tarde muy especial. En realidad, no. El tiempo no era muy bueno. No habían ido a ningún sitio interesante. Más tarde, los dos habían tomado distintos autobuses y regresado a sus casas en distintas partes de la ciudad con distintos compañeros de piso. No habían comido ni ido a un pub. No habían fumado, salvo cigarrillos. Ni siquiera se habían reído mucho. Pero Hugo conservaba para sí aquella tarde. Era el recuerdo de una pausa. Sentados en la cúspide de todos los senderos grises y encharcados, con todo en la vida aún por jugar y las cartas sin repartir.
Hugo había sido expulsado y no era probable que volviera a los estudios. Estaba mejor, en el sentido de que había estado peor. Chas era el consuelo que necesitaba. Ninguno de los dos tenía trabajo. No de un modo regular. Hugo trabajaba por su cuenta. Dando clases. Escribiendo un poco. Una semana aquí, otra allá, en distintas revistas. A veces, algún empleo de hasta tres o cuatro semanas. Mientras alguien estaba de vacaciones. Mientras alguien estaba de baja por enfermedad. Se ganaba la vida. Puteando ganaba más. Pero en aquellas camas extrañas había muerto un poco. En cada ocasión, una nueva capa de su ser se endurecía como piel muerta hasta que se sentía atrapado en su interior como un yonqui que ni siquiera tiene energías para explicar que está muriéndose. Un yonqui. Ésa era otra.
Había sido un año difícil. Pero se ganaba la vida. Siempre se ganaba la vida. Como fuera. Nada le asustaba más que no tener dinero. Aun tantos años después de Hadley y su cruel jerarquía de riqueza, nada le dolía más que no tener dinero. Así que se sacaba un poco por aquí y un poco por allí. Lo suficiente. Chas no. Sentado en casa, componiendo canciones para un musical, proyectando otra carrera imaginaria. El burbujeo de la vida universitaria se había evaporado en la bruma anónima de Londres, y Chas y Hugo se habían enfrentado juntos a este aire nuevo, fresco y húmedo, creyendo plenamente que acabarían alcanzando la fama y la fortuna. Y ahora Chas estaba muerto y Hugo era el siguiente.
Yacía a un paso de la muerte, mirándola a la cara. No era exactamente un abrazo; Hugo se sentía demasiado frágil para pensar en algo tan físico. Era una coexistencia paciente, callada, sigilosa, interrumpida por el aguijón de sus úlceras por decúbito y por la compasión de los visitantes. No recordaba cuándo había entrado la muerte en su habitación. Si se ocultaba tras la atenta enfermera escocesa que todavía lograba esbozar una sonrisa mientras cambiaba el agua de los jarrones y el suero del gota a gota. Si había llegado con alguno de los visitantes de la asistencia social, que entraban rebosantes de cordialidad profesional, rebosantes de conversación inútil y de desesperanzadores lugares comunes.
O si había sido el primer día que se sintió afectado por la reacción de otra persona: la expresión de su rostro cuando cruzaban la puerta y veían a un individuo al que no reconocían, y, como quien trata de distinguir las formas en una habitación a oscuras, pestañeaban y entornaban los párpados hasta que lograban enfocar algún detalle que les recordaba a Hugo. Sus ojos, por lo general. Sus ojos no habían cambiado. Sólo sobresalían más de la cabeza, porque la cabeza se le había encogido.
Cuando tenía visitas, y ahora tenía pocas, era como si la muerte se desplazara por el cuarto y se sentara tras los lirios que adornaban la cómoda del rincón, para contemplarlas por entre los pétalos como una gárgola cínica. La habitación de Hugo parecía un cementerio excesivamente engalanado y olía como una boutique. Lirios de todo tipo lanzaban sus fragancias al aire. Hugo agonizaba en un miasma de polen y oxígeno de la bombona situada junto a su cama, y la muerte y él compartían una broma a expensas de sus visitantes: intercambiaban guiños cuando su madre le hablaba de unos amigos de su misma calle; se reían disimuladamente cuando Cynthia se ofrecía para buscar a alguien que limpiara el apartamento de Hugo y se inquietaba por las facturas sin pagar que se acumulaban ante su puerta.
—¿Y qué más da? —le decía Hugo, mirando a la muerte cara a cara por entre los lirios—. Pronto estaré muerto.
Y mientras Cynthia intentaba pensar en alguna respuesta que no fuera pesimista ni condescendiente, Hugo tragaba un poco más de oxígeno para apaciguar el gorgoteo enfermizo de los ácidos de su estómago y el tenue estertor de sus pulmones.
Todos sabían que iba a morir.
Hugo se daba cuenta de que lo sabían cuando los oía hablar en susurros y los veía cambiar de expresión. No era una reacción inmediata. Pero él suscitaba su pánico y les observaba la cara. Nadie le decía nada. Creían que creía que iba a vivir. Pero Hugo había enterrado a demasiados amigos para poder engañarse. Contemplaba sus miembros enflaquecidos, llagados y consumidos como una fotografía de la miseria en un anuncio de Oxfam, y veía un cadáver esperando el momento de salir a escena. Pero él jugaba con el cadáver. Ocultándose en una burbuja de oxígeno, llenándose la sangre de compuestos químicos, aún seguía burlando al cadáver.
Chas ya había perdido la batalla. El cadáver se había apoderado de él, la cabeza cubierta con un amnios de muerte, un último chispeo de aliento y un ahogo de la vida que le había hecho gotear flema por la barbilla, y así había terminado. Y Hugo no estaba presente.
Con los otros sí había estado presente.
Con Philip. Con Clive. Con Jim. Con los amigos que había perdido antes de perder a Chas.
Ninguno de ellos había tenido una muerte fácil. Pero la de Philip había sido la primera. Y la más dura de ver. Porque se resistía a irse. Se aferraba amargamente al borde de la vida, escupiendo a cualquiera que se le acercara demasiado.
Hugo había escuchado las bromas cáusticas de Philip, había escuchado sus engaños, su insistencia en que las piernas descarnadas que con tan amarga despreocupación le mostraba no representaban más que un trastorno pasajero.
Le había visto hacer correr a las enfermeras de un lado para otro, llenándole los jarrones, las jarras de agua y los vasos de jarabe de frutas; le había visto rechazar sus dosis diarias, resuelto a medicarse él mismo. Los compuestos clínicos con sus etiquetas de la farmacia del hospital numeradas «Paciente 120054» y sus inadecuadas advertencias acerca de los niños desaparecían por el retrete, mientras Philip engullía cucharada tras cucharada de papillas que venían en recipientes de plástico etiquetados como de la categoría B y fórmulas de herbolario.
Los médicos de Philip parecían cansados cuando entraban en el cuarto para enfrentarse a la humillación de sus arrogantes regañinas. Hugo se compadecía de ellos. Philip no era un paciente fácil. A medida que se le debilitaba la sangre y la realidad se difuminaba cada vez más, él se iba retirando hacia su propio mundo de discursos altisonantes y extrañas teorías. Malhumorado hasta el fin, autoritario y desdeñoso, tendido como un esqueleto con ojos de insecto sobre las sábanas manchadas, con la piel tensa y parduzca como hojas secas y blanca allí donde se extendía sobre nudillos y articulaciones, nadie podía complacerlo, aunque unos pocos visitantes afortunados podían distraerlo.
Los invitados que admitía junto a su cama eran unos estorbos, y las sopas frías y las ratatouilles cuidadosamente preparadas que traían para él eran rechazadas con malos modos como experimentos de cocina con una víctima indefensa. Los visitantes oficiales de la asistencia social eran unos idiotas que merecían ser internados y recibir visitantes a su vez, producto ridículo de un Gobierno intolerable que enviaba inválidos emocionales para atender a los inválidos físicos, y su compasión de ooh-aah les era embutida de nuevo por la sorprendida garganta. Y los médicos eran unos conspiradores que ocultaban su ignorancia tras la cortina de humo de su jerga, mientras investigaban sobre conejillos de Indias humanos, alineados uno tras otro, habitación tras habitación, en la antesala del matadero.
Mientras las manos de Philip se volvían cada vez más huesudas y los anillos se negaban a permanecer en sus dedos, daba órdenes con convulsivos movimientos esqueléticos a un aterrorizado público de hermanos y amigos.
La mitad del terror se debía al mal temple de Philip. «Ya puedes irte. Estoy cansado y me aburres», le decía a alguien en particular, y los demás agachaban la cabeza, nerviosos y aliviados por no haber incurrido en su enojo.
La mitad del terror se debía a su negativa a afrontar la muerte. «Pronto volveré a casa. Louisa lo ha organizado todo. Me conseguirá una bicicleta para que pueda desarrollar los músculos. Quieren que tenga dos asistentas, pero la casa es demasiado pequeña. No podría soportar a dos mujeres trasteando constantemente con fregonas y aspiradoras. Una es más que suficiente».
Los ojos se cruzaban en fugaces miradas de inquietud, tratando de encontrar en los otros una confirmación o una negativa. ¿Les habían informado mal? Les habían dicho que estaba a punto de morir. ¿Acaso no era cierto? Nadie podía preguntárselo. Nadie quería decir: «Pero, Philip, ¿estás seguro de que vas a vivir tanto?».
Si él quería, ¿por qué no iba a vivir?
Y quería vivir. Y murió.
Hugo estuvo presente. Le llamaron unos amigos para decirle que, si quería volverlo a ver con vida, tendría que darse prisa. La noticia le cogió por sorpresa. Hacía seis meses que no se veían. Seis meses antes, habían estado en un bar de moda, todo pintura blanca y fachada de cristal, comiendo alimentos naturales, bebiendo combinados de zumo de frutas y charlando jovialmente sobre los respectivos niveles de linfocitos T y los efectos secundarios del AZT. La muerte parecía algo completamente improcedente. Los niveles de Philip eran cada vez más bajos, pero su confianza era abrumadora. Estaba preparado para la lucha, armado con un zumo de pomelo rosa recién exprimido y una ensalada de piñones. Hugo se sentía fuerte, joven, lúcido y valeroso. Y ahora Philip estaba muerto y Hugo iba siguiendo sus pasos.
Cuando uno está bien, no puede imaginar qué es estar enfermo. Cuando uno está enfermo, no puede recordar qué es estar bien. Estar bien parecía un remoto espejismo de la infancia, de tardes soleadas jugando en el jardín, de tranquilas tardes nubladas en el parque golpeando con los tacones la pintura del quiosco de música, de conversaciones que versaban sobre la vida y no sobre la muerte, que versaban sobre proyectos y no sobre medicamentos, sobre flores en jardines y no en jarrones.
La muerte de Philip afectó decisivamente a Hugo. Le robó esa confiada brisa en las velas. Fuera, bajo la luz del sol, se había encontrado bien. Al recorrer los sigilosos pasillos del hospital con su caja de bombones de visitante, sintió el impulso de salir corriendo hacia la luz. Sus pasos sobre el suelo crujiente, el color del linóleo, la pintura, los rostros fatigados de las enfermeras cuyas reservas de solicitud, simpatía, cariño, comenzaban a menguar, las puertas cerradas y las caras macilentas que se veían tras ellas a través de los ventanillos, hombres angulosos recostados en la cama mirando la televisión con el aire desesperanzado del espectador que no interesa a nadie, al que ningún anunciante se dirige, cuyo estilo de vida no es imitado en ningún culebrón ni serie cómica; todo eso hacía que se sintiera como un delincuente de incógnito visitando a sus amigos de la cárcel. En cualquier momento alguien le daría el alto. Lo acusaría. Y lo encerraría en uno de aquellos cuartitos con sus desesperanzadores televisores. Aquélla era la institución donde uno perdía su identidad viviente y adquiría una muerta. Abandonaba uno la carrera de la vida e ingresaba en la cola de la muerte. Las enfermeras estaban simplemente para proporcionar refrescos. Pero, como en cualquier cola, como en la parada del autobús, la oficina del paro, el último pedido en la barra, uno iba avanzando; era algo por lo que se debía pasar, un trámite que superar.
Pero no era sólo eso lo que asustaba a Hugo. Era el hecho de que Philip estaba mostrándole qué significaba estar en la cola, y que él era el siguiente. Cuando iba a visitarlo, Philip interrumpía todas las conversaciones para hablar con Hugo, para hacerle preguntas sobre su salud. Los demás se volvían y lo miraban, esperando el momento en que tendrían que transferir su compasión. Hugo evitaba sus miradas. Era como si Philip y él fueran miembros de un mismo club siniestro. Y lo eran. Y eso era lo que Hugo no podía soportar.
Alrededor de la cama, los otros visitantes lloraban por ellos mismos, porque iban a perder a Philip y Philip era un factor esencial en sus vidas. Hugo se sentaba junto a la cama y sentía crecer un témpano de hielo en su interior, porque Philip estaba mostrándole cómo iba a morir. Con ira. Con dolor. Con un desprecio desbordante hacia todo lo que parecía conspirar para humillarlo. Y, por encima de todo, con el desprecio de tener que morir de una enfermedad gay cuando él siempre se había mantenido resueltamente al margen del mundillo gay, de pie en la línea de banda y vuelto de espaldas.
Pero ésta era una enfermedad hecha a propósito para los gays. Era una enfermedad hecha a propósito para Philip: primero te embaucaba y luego te soltaba el golpe bajo. Era como ser apaleado en el parque de noche por un grupo de cazadores de maricas. Cada golpe te llovía desde un lugar distinto, hasta que finalmente, solo y desmoronado, ensangrentado y encorvado, te echabas a llorar. Pero no por la paliza. No por el dolor, ni tan solo por la humillación. Un poco por la conmoción. Pero sobre todo por el agotamiento de mantener la fachada. Mantener la sonrisa en los labios mientras iba surgiendo una nueva enfermedad, una nueva molestia, una nueva incomodidad.
Clive lo perdió todo menos la sonrisa. La vista. Hacia el final, la capacidad de retener la orina. Las heces. La capacidad de sostenerse en pie, de enfocar la mirada, de fumar, de sujetar, de concentrarse, de pensar en nada. La capacidad. Sólo conservó la sonrisa, que aleteaba sobre su rostro como un recuerdo inconexo. En ella no había ironía. Sólo una descuidada expectación de algo agradable a punto de suceder: un olor, una palabra amable, un destello del pasado.
A los treinta y tres años, estaba senil. La enfermedad se le había comido el cerebro, devorando la materia gris como un chimpancé una pasta de té. Su cerebro se deshacía.
Hugo no había tratado mucho a Clive. En realidad, no estaban en el mismo circuito de visitas. Pero en otro tiempo se habían movido en ambientes parecidos, cuando Clive vendía caballo en un sótano de King’s Road. Habían estado en las mismas fiestas ilícitas en los bloques de apartamentos de Isle of Dogs[12], en las mismas juergas nocturnas a base de MDA en cines de madrugada. Conocían al mismo grupo desde distintos ángulos. Y Hugo acompañó a uno del grupo a visitar a Clive en el hospital. Tuvo que hacerlo. Jim no hubiera podido ir por sí solo. No podía caminar tanto tiempo sin sentarse a descansar. Sólo le faltaban tres semanas para ingresar él también en el hospital.
Hugo se sentía pletórico, peligrosamente sano. Apenas osaba sonreír por miedo a parecer complacido.
No tenía por qué preocuparse. Antes de un año, también él examinaría a los visitantes tratando de distinguir a los sanos. Le gustaba verlos. Representaban una auténtica conexión con el mundo real. No le gustaba ver cómo lo veían. Componiendo las facciones en una expresión de piedad para todo uso. Reprimiendo la curiosidad.
Con Jim apoyado en el brazo y caminando como un hombre con hemorroides de tercer grado, Hugo buscó el camino al pabellón de Clive. Miradas recelosas, expresiones atormentadas, cabezas tiñosas, ojos muy hundidos en órbitas grises se volvían hacia ellos y se apartaban de nuevo, de vuelta al televisor, de vuelta al visitante que tenían en el cuarto, de vuelta a la pared. El desaliento enrarecía el aire, alfombrando el miedo, tapizando el pánico, embozando la desesperación. Las enfermeras saludaban a Jim. A Hugo ni siquiera parecían verlo. Ya tenían bastante que hacer para ir malgastando sonrisas.
La habitación de Clive estaba casi desnuda. Una botella de agua de cebada con limón. Algunas margaritas de San Miguel en una jarra de agua facilitada por el hospital. Sillas forradas de vinilo. Clive tenía una bata elegante que alguien le había regalado, pero no podía ponérsela. No le quedaba nada. Ni casa, ni pertenencias, ni entendimiento. Había caído enfermo en los Estados Unidos. Como extranjero ilegal con antecedentes de adicción a las drogas, homosexual convicto, sin residencia fija y prácticamente en la miseria, no tenía derecho a la asistencia de nadie. Iba de mal en peor. Su memoria se estaba disolviendo. El único lugar que se le ofrecía era la calle. Hasta que unos amigos hicieron una colecta para pagarle el avión de vuelta a Inglaterra. Telefonearon a alguien en Londres. Un vicario local. Amigo de su madre. Y Clive fue recibido en la Terminal 3 con una silla de ruedas.
Uugh. Hugo sufrió una arcada. Se aferró a la mascarilla de oxígeno. Tragó una bocanada y cayó desfallecido, yerto sobre la almohada, con una fina película de sudor sobre la frente y el labio superior. Los ácidos de su estómago habían despertado. Les arrojó una cucharada de la papilla de Philip. El legado de Philip. Tenía que llegar allí a toda prisa. Su estómago ya no era más que un puño encogido; apretado y hostil a la comida, se dilataba de pronto y exigía ser alimentado. Al cabo de un minuto volvía a cerrarse, pero los jugos gástricos seguían agitándose en su interior, arremolinándose, chisporroteando y devorando las paredes del estómago. Recibieron la papilla con un espasmo. Hugo volvió a tenderse. Mirando al techo. Sudando ligeramente. ¿Había llegado Clive a enterarse de lo que le ocurría? Que le ocurría esto. ¿Sabía que su mente se había desintegrado o acaso la senilidad aportaba su propia anestesia? Cuanto peor estaba uno, menos se daba cuenta de lo mal que estaba. Hasta que la muerte no era más que la etapa siguiente en una lenta caída hacia el olvido. O no tan lenta. Para Clive, fue como una catarata. Cuando llegó al hospital, los médicos sólo le dieron seis semanas de vida. Una semana más tarde, redujeron este periodo a la mitad. Murió a los pocos días de la visita de Hugo y Jim.
Sus ojos nunca se posaban en ellos. Se movían dentro de las cuencas en direcciones aleatorias. Como un juguete al que se le han aflojado las pupilas. Como la vaca que sacude la cabeza en la ventanilla posterior del Ford de un dominguero. Flotaban al azar sobre Jim y sobre Hugo, y mientras Hugo permanecía sentado siguiéndolos con la mirada como un perro que observa a una mosca, Jim hablaba sin parar, envolviendo a Clive en un capullo de cháchara cordial. Puede que no entendiera las palabras, pero oía los sonidos y le hacían sonreír.
Jim dio un cigarrillo a Clive. Se le escapó de entre los dedos. No podía moverlos lo bastante deprisa. No tenían fuerza. Hurgó en su regazo buscando el cigarrillo, pero cuando lo encontró no consiguió recogerlo. Su sonrisa se transformó en una expresión de congoja. Hugo creyó que deseaba fumar, pero el charco que se formó en el suelo bajo el asiento de vinilo tenía otro significado. Jim entró en acción de un salto. Hugo se quedó en suspenso. Confundido. Intentando parecer útil. Incómodo. Las enfermeras pasaron la bayeta y le cambiaron el pijama a Clive. Mientras lo manipulaban entre las dos, él se inclinaba a uno y otro lado. Con la sonrisa otra vez en los labios, vaga y vacilante, como si acabara de recordar un chiste largo tiempo olvidado. Lo instalaron en su silla de ruedas y Jim lo sacó a la balconada.
Permanecieron unos instantes sentados en silencio, contemplando los jardines de la plaza Westminster, sintiendo el sol sobre sus caras. Hugo contempló a otro enfermo, tres o cuatro personas más allá. Lo conocía. Estaba sentado con aire intimidado, conectado a un gota a gota sobre ruedas. Su piel tenía la palidez amarillenta de un hepatítico. Sus ojos estaban hundidos y consumidos. Miraba fijamente a poco más de un palmo ante sí. Al suelo, no al jardín.
Jim siguió su mirada.
—No sabía que Steve estuviera aquí —comentó Hugo. Su voz era reseca y cascada. No esperaba encontrar a ningún amigo en el hospital. No por casualidad. Aquello estaba convirtiéndose en un club. En el reflejo pálido y enfermizo de un club.
—Lo han trasladado hace poco desde Croydon —le explicó Jim.
—¿Por qué no levanta la vista? ¿No deberíamos ir a saludarlo?
—No quiere hablar.
—¿Por qué no?
—En Croydon le operaron del hígado, y dice que la anestesia no le hizo efecto. Allí nadie le creyó. No están acostumbrados a los pacientes con SIDA, de modo que le dieron el tratamiento completo de leproso, guantes de goma y todo.
—¿Se encuentra bien?
—Míralo.
Hugo estaba mirándolo.
Steve murió al cabo de tres días, rodeado de familiares y amigos. Se despidió. Pero no volvió a sonreír.
Aquél fue un año malo. Éste era un año malo. El último año bueno parecía haberse perdido de vista. El último año bueno era un álbum de recuerdos que Hugo repasaba mentalmente y aparecía ante sus ojos mientras yacía oscilando entre la vigilia y el sueño, entre el oxígeno y el aire, al borde de la extinción. Repasaba aquella tarde en el parque, y cada vez percibía la amplitud del espacio y la libertad de no tener nada que hacer, y luego sentía el penetrante dolor de la ausencia de Chas.
Esto tenía que resolverlo, pero había quedado mucho sin resolver. No habían dejado las cosas en orden. No habían arreglado su separación de una forma organizada. No habían tenido tiempo. Y quizá tampoco la voluntad. Al final, Chas tenía mucho por lo que sentirse resentido.
Al principio había sido una larga carcajada. Cada vez que Hugo veía a Chas, esbozaba una sonrisa. Sin querer. La alegría le burbujeaba en la sangre. Cualquier trivialidad era divertida. Los acontecimientos más vulgares, como ir de compras, se transformaban en una aventura cómica. ¿Quién sabía qué podían ver? ¿Quién sabía a quién podían seguir? Desde que se conocieron, se habían visto casi todos los días.
La noche en que se conocieron. Hugo había pasado la escena un sinfín de veces. Rebobinando el pasado como una película familiar de imágenes temblorosas y sonido intermitente, interrumpido por las enfermeras, los médicos, las visitas y los ácidos de su estómago.
La había pasado un sinfín de veces, pero seguía siendo su favorita. Era una de las contadas ocasiones en que Hugo había tomado la iniciativa, y le había salido bien.
Estaba en una fiesta en Cambridge. Aunque aún no era un estudiante, Dolly lo había invitado. Dolly y Hugo eran unos compañeros ideales. Bebían demasiada ginebra, usaban demasiado rímel y nunca sabían cuándo había que vestir más discretamente, cerrar la boca o dejar de bailar. Ella murió cinco años después en un deportivo plateado conducido por un millonario iraní. Estaban tomando una doble curva a poco más de 140 por el lado contrario de la carretera. Al sumamente colocado joven persa no se le ocurrió ni por asomo que pudiera venir otro coche de frente. Hasta aquel momento, jamás había consentido que nada se interpusiera en su camino. Dolly fue proyectada a cuarenta metros.
Dolly ya estaba «en el rollo» y quería enseñarle a Hugo su experiencia. Y Hugo, en su último trimestre en la escuela, pasados ya los exámenes de ingreso y en espera de los resultados, era un novicio bien dispuesto. Lejos de casa, deseaba ser introducido en el libertinaje. Dolly era la compañera perfecta. Delgada, hermosa, con una resistencia a la bebida que habría avergonzado a un marinero, se pasó casi toda la adolescencia acercándose al carril rápido. Parecía estúpido que, una vez que lo había conseguido, eso mismo la matara.
Lo había invitado a una fiesta de Navidad en la facultad de arquitectura, una serie de edificios conectados por un laberinto de pasillos. Se pasaron una hora bailando el cha-cha-chá de una orquesta cubana y luego se dirigieron a la barra a recoger sendos vasos de plástico llenos de un combinado de vodka de color azul eléctrico. Derrumbados en sus asientos, cogidos de la mano, con la vista perdida sobre las mesas rebosantes de ceniceros y vasos volcados, quedaron en silencio. Hugo miró a su alrededor. Al otro lado de la sala, un joven llamativo con una camisa de un rojo muy vivo intentaba meter la lengua en la garganta de otro joven. Había algo en él que suscitó el interés de Hugo. Algo que reconocía. Algo en su desesperación y su sentido del humor. Hugo seguía mirando cuando la víctima, un muchacho de cara pálida y cabello negro, se inclinó hacia adelante y vomitó sobre la mesa.
Hugo vio su momento.
—Tengo que hablar con aquel joven de allí —le anunció a Dolly.
Chas estaba gritando, desasiéndose furiosamente del repentino abrazo de su víctima descompuesta.
Dolly sonrió.
—Pídele fuego —le dijo—. Se nos han acabado las cerillas. —Y apuró su combinado azul eléctrico.
—Perdón —dijo Hugo al joven de la camisa roja—. Ya sé que estás muy ocupado, pero he pensado que quizá podrías darme fuego.
Chas contempló a Hugo, de pie a su lado, con el cabello lacio por el sudor y una maltratada boa de plumas que hacía resaltar su exceso de maquillaje torpemente aplicado.
—¿Por qué crees que estoy ocupado?
—Pareces tener muchas cosas sobre la mesa —señaló Hugo, mirando la vomitona.
—Demasiadas. ¿Dónde te sientas?
—Allí. Con Dolly.
—Parecéis mucho más interesantes que estos medio lelos. Estoy seguro de que no os importará que me siente con vosotros.
Hugo, que estaba demasiado complacido y demasiado borracho para tratar de mostrarse ingenioso, se limitó a sonreír de oreja a oreja.
Chas apenas dirigió la palabra a Dolly. Ya se conocían de antes y no se interesaban. Pero Hugo y Chas hablaron toda la noche. Poco antes eran dos perfectos desconocidos. Al cabo de un instante se hallaban sumergidos en su mutua compañía, y buscaban atropelladamente palabras para contarse historias. Era como si tuvieran que ponerse al corriente de todo lo que habían pensado hasta ese momento. Y cada vez adivinaban los pensamientos del otro antes de que hubiera terminado la frase. Hugo nunca había hecho amistad con nadie de un modo tan rápido y tan profundo. Dolly se quedó dormida mientras conversaban, y no despertó hasta que terminó la fiesta y los tres tuvieron que marcharse.
Nueve meses más tarde, cuando Hugo regresó a Cambridge como estudiante, su primera salida fue a la fiesta gay que un pub local organizaba los lunes por la noche. Estaba parado en un rincón, intentando encontrar la mejor manera de moverse, de sostener un vaso de cerveza, de aparentar seguridad y de no pisar a nadie, cuando de pronto, de entre la niebla de humo, sudor y luces intermitentes de discoteca, surgió una voz familar.
—Nos conocemos, ¿verdad?
Hugo se volvió hacia Chas y la conversación empezó de nuevo. Y ya no se interrumpió. Hasta ahora. Hasta dos meses antes. Cuando Chas ingresó en el hospital afectado por una repentina neumonía. Ése fue su fin. Ya no volvieron a hablarse.
No había visto morir a Chas.
No estaba con él cuando se fue.
Hubiera debido morir él primero. No era lógico. Hugo llevaba más tiempo enfermo. Y Chas había estado constantemente a su lado, visitándolo todos los días. Pero cuando Chas cayó enfermo, se hundió como una piedra. Se dejó llevar por el pánico. No estaba Hugo con él para sostenerle la mano, para hablar de sus temores. Chas llevaba mucho tiempo temiendo lo que le esperaba. Iba acumulando el pánico como un montón de platos sucios a los que volvía la espalda con la esperanza de que no se derrumbaran. Cuando Hugo recibió la mala noticia no se asustó tanto como él.
Estaban juntos cuando sucedió. En una oficina. En el lugar de trabajo de Hugo. Por el momento. Entonces trabajaba en una revista. Chas estaba ayudando, cubriendo la baja de alguien. Un día de paga. De charla pagada. A Hugo le encantaba. Hacía que el trabajo se pareciese a un buen café por la mañana. Le recordaba los juegos que se inventaba con su hermana pequeña. Sentados ante la mesa del comedor, rodeados de folletos y catálogos birlados en las tiendas de la Calle Mayor, haciendo llamadas telefónicas imaginarias y escribiendo cartas a imaginarios desconocidos que habitarían arriba o abajo. Las cartas eran en «escritura de persona mayor», garabatos ininteligibles en trozos de papel del tamaño de una palabra.
Era lo mismo, sólo que ahora Hugo cobraba por leer los pedazos de papel que movía de un sitio a otro y tenía máquinas de escribir para la escritura de persona mayor, y cuando descolgaba el teléfono era de verdad y había alguien al otro extremo.
Era un día difícil. Hugo sabía que aquel día iba a saberlo. Por la mañana, había empezado una carta a un amigo. «Hoy sabré cuánto tiempo me queda de vida…» Mientras lo escribía, pensó que el tono melodramático era injusto. Pero le protegía. El vistoso gesto dramático apagaba las pequeñas corrientes de pánico.
Tampoco lo había enfocado de la manera adecuada. Su médico trataba de ayudarle, pero cometió un error. Lo envió a una clínica de la calle Harley, por ese toque de atención particular. Pero aquello no era una clínica. Era una zona de paso para cautelosos ejecutivos de larga distancia que deseaban verificar sus virus antes de echar un polvo con su mujer por la noche.
—¿Me has traído algo de Bangkok, cariño?
—Sólo la dosis normal, cielo. Nada grave.
El hombre de la aguja no mostró el menor interés. Más que un médico, era como el empleado de una gasolinera. Estaba en su estación de servicio.
Le formuló unas cuantas preguntas inconexas. ¿Es usted homosexual? ¿Es usted toxicómano? ¿Piensa pagar ahora o quiere que le mandemos la factura? ¿Tiene alguna tarjeta de crédito?
El cuarto era bastante astroso; alfombra manchada y cortinas sucias. Un viejo sofá de cuero. Agrietado, rasgado, ligeramente polvoriento. Un escritorio grande, vacío excepto por un secante y un teléfono. En la pared, grabados inclasificables de alguna denominación cristiana inclasificable.
Todo el local era apenas un compartimiento para hacer sangrías. Innumerables frasquitos al extremo de innumerables jeringuillas desechables. Un pinchazo, dos frascos, fuera los guantes de goma etiquetados, un apretón de manos. Millicent tomará sus datos. Haz pasar al señor…, al señor…, ah, hum…, haz pasar al siguiente, Millicent, por favor.
Menos de media hora después de haber pulsado el estridente timbre de la gran puerta negra de la calle Harley, Hugo salía de nuevo a la calle, empujado por la puerta lateral, conducido por el pasillo de raída moqueta protegida por un recubrimiento plástico, ante la raquítica planta de la deprimente mesita de ruedas.
—Enviaremos los resultados a su médico —le informó el hombre de la aguja, sin mirarlo a la cara. ¿Por qué habría de hacerlo? Si se detuviera a mirar a todo el mundo a la cara, se pasaría allí todo el día. Se lo pasaba igualmente, pero tardaría más. A fin de cuentas, nadie intenta trabar amistad con el empleado de la gasolinera.
A Hugo le molestó saber que no recibiría directamente los resultados. En el hospital habría sido distinto. Se lo habrían dicho a él, no a su médico. Habría sido todo confidencial. Sin dejar constancia. Pero ponían muchas dificultades para hacer la prueba.
Había tardado mucho en reunir fuerzas para dar este paso, y no le quedaba energía para dejarse disuadir. Ya había ido antes al hospital. Se había sentado ante un médico en un despacho del hospital, y el médico le había dicho que sus motivos para solicitar la prueba no eran lo bastante poderosos. Se había mostrado amistoso y tranquilizador, pero no había querido extraerle una muestra de sangre. En aquella época, todavía querían que uno tuviera buenos motivos. Había demasiada gente que actuaba con ligereza. Descubrían que eran positivos al HIV y renunciaban al resto de su vida. A veces lo hacían en público. A veces, se suprimían de un modo discreto. Era como si, una vez confirmado un final definido, no tuviera sentido seguir esperando. Pero todo el mundo tenía confirmado un final definido. Y tampoco se sabía cuándo iba a suceder exactamente. Ni cómo.
La gente tenía miedo. Todo el mundo rezaba por dar negativo. Entraba uno en la prueba como un ser humano normal y salía convertido en leproso o en amante. Algunos todavía seguían hablando en términos de segregación. Campos para los contaminados. Un cubo de basura para los marginados sexuales y las bajas sociales. Hugo había tenido estos miedos. Miedo a ser un intocable. Miedo a seguir a jóvenes por la calle y no poder llegar al final.
Tres años antes, un jornalero le había contagiado la sífilis. Sin mayores consecuencias. Apenas un chancro indoloro y perfectamente formado en la punta de la polla. Se lo enseñó a las señoras de la clínica de St. Stephens y de repente se encontró en la cama, dejándose fotografiar y admirar la entrepierna ante una procesión de estudiantes llamados a examinar aquella infrecuente y perfecta manifestación de la sífilis primaria. En alguna parte, en algún libro médico a todo color, hay una foto de la polla enferma de Hugo. Comenzaba incluso a sentirse más bien orgulloso, hasta que una vocecita rencorosa le recordó que aquello era una sífilis, no un tatuaje especialmente apreciado. Luego lo pusieron boca abajo y le inyectaron una dosis de penicilina en el músculo de la nalga con una jeringuilla gruesa y un émbolo que se movía tan despacio que Hugo podía notar cada mililitro que le introducían a presión. El dolor fue asombroso. Cuando hubieron terminado, cuando la jeringuilla estuvo vacía, se puso en pie. La enfermera le preguntó si quería sentarse un par de minutos. Hugo negó con la cabeza y cayó al suelo.
Pero fue más tarde cuando se sintió molesto.
No le importó la actitud de la asistenta social, tan preocupada de que él se preocupara que Hugo llegó a la conclusión de que debía de haber estudiado entre religiosas amas de casa desquiciadas, que consideraban la sífilis una maldición inerradicable. ¿A qué venían tantas alharacas? Hugo tenía una enfermedad, la enfermedad tenía nombre y era curable. Eso era lo único que le importaba. Que pudieran tratarla y eliminarla. Pero la asistenta social lo contemplaba con ojos muy abiertos cargados de compasión y trataba de apaciguar los traumas que imaginaba él debía estar sufriendo, y Hugo asentía educadamente.
Fue cuando salió a la calle y vio a uno de esos jóvenes corriendo tras el autobús, uno de esos jóvenes que le hacían lanzar una exclamación, un gemido de desesperación porque estaban sueltos por la calle y no en casa, la piel contra la piel, la cabeza sobre su almohada, el cuerpo entre sus brazos. Fue entonces cuando le molestó y se sintió contrariado. Bajó la vista al suelo. No tenía más remedio. No podía jugar el juego. No podía entrar en el juego si no podía acabarlo. Por improbable que fuera que el juego llegara alguna vez más allá de una mirada provocativa y una expresión de confusión, no podía mirar con la misma confianza, y la confianza era la clave. Una mirada de alarma repentina que decía «baja del autobús y quítate los pantalones en mi casa» no daba resultado si se limitaba a decir «baja del autobús y dame tu teléfono… Ya te llamaré cuando esté mejor».
Con una nalga rellena de penicilina, Hugo se dirigió cojeando hacia la parada del autobús como un inválido sexual.
Eso era lo que pretendía evitar. Por eso se marchó del hospital cuando el médico le dijo que sus motivos para solicitar la prueba no eran lo bastante buenos. Ése era el argumento que ofrecía a los amigos temerosos y preocupados. No dejes que los hechos te conviertan en un inválido. La confianza lo es todo. La ignorancia es felicidad.
Pero la felicidad no podía extirpar el miedo. El pavor se infiltró bajo la sonrisa de confianza. De pronto, Hugo tuvo que enterarse.
Tuvo que enterarse a causa de Jim. Jim era siempre la primera parada, la más divertida. La tienda de drogas. En su piso podía ocurrir cualquier cosa. Siempre acudía gente con drogas, con amigos, con música e invitaciones a fiestas. Hugo también acudía. Acudía con un amigo. Rudy. Fue así como conoció a Jim. Por mediación de Rudy. Conocía a Rudy de Cambridge, y Rudy conocía a Jim del sexo. Así estaba la cosa. Éstas eran las conexiones entonces. La red.
Acudía con Rudy y se sumaban al desenfreno, se dejaban llevar, seguían la corriente, dos estudiantes con muy poco dinero y mucho tiempo libre, venidos para un fin de semana de correrías londinenses. Y siempre empezaban en casa de Jim. Él era su figura paterna, su proveedor, su chófer, su casero, su anfitrión. Y nunca se quejaba. No se quejaba cuando se presentaban sin avisar y se marchaban sin dar las gracias, cuando compraban a crédito y les parecía lo más natural. Siempre sonreía cuando les abría la puerta, y ponía los ojos en blanco. Siempre parecía saber que eran ellos. Y siempre parecía tener unos ácidos superfrescos acabados de llegar aquel mismo día.
Eso era en los viejos tiempos. Antes de que cayeran Chas y Rudy. Antes de que expulsaran a Hugo. Antes de que el mundo se desmoronara.
Le telefoneó Jim. Le telefoneó a Nueva York. Hugo vivía en casa de Rudy, y quería alojarse en casa de Jim cuando volviera a Inglaterra. No podía volver con William y Barry. Ya no. No lo aceptarían. Había llegado demasiado lejos. Con Jim nunca se podía llegar demasiado lejos.
Y entonces Jim le dijo que era imposible.
El plan parecía perfecto. Hugo tampoco quería volver con William y Barry, de todos modos. Ellos tenían razón. Las cosas habían llegado demasiado lejos. No quería recordarlo. Jim se cuidaría de él. Quería a Jim como a un hermano mayor. Un hermano mayor que te consuela, te da una galleta, te prepara una taza de té y luego te echa un jarro de agua fría. Creía tenerlo todo calculado. Parecía todo resuelto. Estaba pasando la convalecencia. Rudy era su psiquiatra y Jim era su enfermera. Los dos tenían la llave del cofre de las medicinas. Y entonces la enfermera de Hugo se puso enferma.
Hugo estaba sentado en el suelo cuando sonó el teléfono. En el apartamento. Harlem hispano, Manhattan. Un poco demasiado encaramado en el Upper East Side. Los demás estaban durmiendo. Rudy. Raul. Lin. En el exterior, la atmósfera de las calles Ochenta pasaba de los treinta grados. Estaba cargada. Cargada de humedad y de contaminación, de sudor y de reniegos. Pero el piso dormía. Y el teléfono sonaba. Y Hugo, que desde hacía algún tiempo no dormía demasiado bien, lo descolgó antes de que despertara a alguien. Estaba preparado. Preparado para uno de los hermanos de Raul, uno de los usureros de Lin, uno de los líos esporádicos de Rudy. No era ninguno de ellos. Era para Hugo. Era Jim.
—Hola.
—Hola, Hugo, soy Jim. Me sabe mal molestarte en plenas vacaciones.
—No te preocupes. Esto no son vacaciones. Cuando has de sudar tanto, es como si estuvieras trabajando. ¿Cómo estás? ¿Qué tal va todo?
—Bueno, por eso te he llamado. Es por el piso. Me parece que no va a poder ser.
—¿Por qué no? ¿Qué ha pasado? ¿Se ha instalado otra persona? —Hugo estaba mosqueado—. No me lo digas. Te has vuelto a enamorar. No te preocupes, Jim. Se te habrá pasado antes de que yo llegue.
—Es que ya no estoy allí.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que he tenido que ingresar en el hospital. Te llamo desde el hospital.
—¿Por qué?
Era una pregunta estúpida.
Hubo una pausa.
—Creen que tengo un ataque de meningitis y estoy cubierto de erupciones. Me vienen constantemente unos dolores de cabeza increíbles.
—¿Dónde estás?
—En St. Stephens. Llámame cuando vuelvas. Estaré aquí tres semanas.
—Vale. ¿Necesitas algo?
A Hugo no se le ocurría qué decir.
En toda la conversación, ninguno de los dos mencionó la palabra que les bailaba en la punta de la lengua. Era como una maldición. Lo dices. Lo tienes.
Hugo dejó el teléfono descolgado durante un largo rato. No quería recibir más llamadas. Una era suficiente. Contempló el apartamento. De pequeño, siempre había considerado que las llamadas telefónicas eran algo bueno. Más tarde, se habían convertido en su cable de salvación. Una cuerda con la que escapar de la torre de su madre. Dejó que el auricular cayera lentamente sobre el teléfono. Se puso en pie, fue al cuarto de baño y contempló una vez más los cuarenta granos rojos que le habían salido en el pecho. Ya los había contemplado antes. Y cada vez había albergado la esperanza de que hubieran desaparecido.
Unos minutos antes se hallaba en la cima del mundo. Arrellanado en el sillón de dentista situado en el centro de la pequeña habitación situada en el centro del pequeño piso de Raul, ignorando los ronquidos de Lin como los había ignorado en las cuatro semanas anteriores. Estaba arrellanado en el sillón de dentista, mirando hacia la ventana, más allá del murmurante y resonante aparato de aire acondicionado encajado como una fea cucaracha gigantesca en mitad del cristal, mirando la suciedad que emborronaba las descoloridas letras doradas de las ventanas de enfrente. «J. M. Saperstein. Excelencia en Pieles».
Ahora el mundo parecía más lejano. Los descoloridos Saperstein habían perdido todo su romanticismo. Sólo parecían tristes.
Ahora Jim estaba enfermo. Sin duda enfermo de gravedad. Ahora, la enfermedad que estaba en los periódicos y en Nueva York estaba también en su vida. En su íntimo círculo íntimo. De bastante próxima, había pasado a estar demasiado próxima. Estaba sentada a su lado. Quizá sobre él. Quizá en él. ¿Y Jim? ¿Iba a ser éste su fin? Hugo encendió un cigarrillo, cosa que no solía hacer antes de almorzar. Escupiendo el humo de los pulmones como si le hiciera sentir peor, volvió a reflexionar sobre la conveniencia de someterse a la prueba.
Lo que acabó de convencerle fue lo que le dijo Jim. Cuando fue a visitarlo, a su regreso, lo encontró sentado en la cama, gritando a las enfermeras, rogándoles que solucionaran su dolor, exigiéndoles más analgésicos. Cuando la enfermera se hubo retirado, Jim esbozó una sonrisa radiante y enseñó a Hugo su reserva. Veinticinco analgésicos de máxima potencia. Pero realmente estaba enfermo y le dolía la cabeza. Y sabía lo muy enfermo que estaba.
La ignorancia ya no era un refugio, le dijo Jim. Y Hugo escuchó. La ignorancia era un limbo de pánicos imprevisibles. Como el pánico que había sentido en Nueva York mientras contemplaba los cuarenta granos rojos en el pecho. Necesitaba saber por qué cosas valía la pena preocuparse. Necesitaba poder tener un resfriado o un acceso de tos, sentirse fatigado, tener una diarrea, perder el apetito, sin helarse por dentro cada vez y pensar: «Ya está. Ahí vamos».
No le preocupaba morir. Ya había estado cerca de la muerte en otras ocasiones. En automóviles demasiado rápidos conducidos por amigos demasiado jóvenes y demasiado colocados. Aquello era una muerte a la tremenda, donde la peor posibilidad era sobrevivir en una silla de ruedas. Pero esto era un lento deslizamiento por una pista de obstáculos infestada de microbios aprovechados, virus oportunistas, gérmenes hipócritas y variedades curiosas de enfermedades poco corrientes. Era la consunción y el dolor. Era lo que le había dicho Jim, sentado en su habitación gritando a la enfermera para que le trajera más analgésicos, la cabeza destrozada por una sierra mecánica interior.
—Si lo dejas para demasiado tarde, les atas las manos a la espalda.
Eso le habían dicho los médicos. Cuanto antes lo supieran, más podrían hacer. Cuanto antes lo supieran, por más tiempo podrían observar. Más deprisa podrían actuar. Si se mantenía uno en la ignorancia, los mantenía a ellos en la ignorancia, y sólo se advertía que algo andaba mal cuando la enfermedad emergía a la superficie, como una erupción desde un núcleo interno demasiado enconado para poder ser disuelto con una capsulita gris.
Por eso Hugo pasó por la cadena de extracción de sangre en la calle Harley y pagó treinta y cinco libras en efectivo. Por eso, a la mañana siguiente, estaba sentado con Chas en un despacho excesivamente caluroso, y por eso tenía los dedos crispados mientras esperaba el momento de telefonear a su médico.
Chas parecía más tenso que Hugo. Todo aquel asunto lo había dejado al borde del llanto. Su temor por los demás se entremezclaba con el terror por sí mismo. Hugo era todo lo contrario. En las crisis, se helaba. La noticia de una nueva muerte le dejaba parado junto al teléfono, esperando ser golpeado por una oleada de algo mientras pronunciaba las palabras adecuadas: lo siento muchísimo, es terrible. Pero la oleada no llegaba nunca. La orilla permanecía seca. Y luego, más tarde, súbita e inesperadamente, Hugo sentía la pérdida. No como una inundación de lágrimas, un desplome repentino de la ola contenida, sino como un vacío. Un espacio hueco. Una pérdida. Algo que le desconcertaba. Tropezaba con un nombre en la agenda y era el de alguien que había muerto. Desaparecido. Ilocalizable. Fuera del circuito para no regresar. Y el espacio vacío bostezaba lentamente y volvía a cerrarse de nuevo.
Aquella mañana Hugo tenía un espacio vacío en el estómago. No era una sensación de pérdida. Era el espacio que había despejado para suprimir toda reacción. Era emociones en suspenso. Tenía que estar completamente pasivo. Era como si hubiera cometido un harakiri psicológico. Había destripado su miedo. El miedo, a fin de cuentas, siempre se le instalaba en las tripas.
Fue al piso de arriba para telefonear.
En el piso de arriba había un despacho más pequeño, desocupado.
Llamó a la consulta con gestos enérgicos.
Era como esperar los resultados de un examen. Salvo que los resultados de un examen no eran asunto de vida o muerte. Lo sabía desde que tenía once años, porque se lo había dicho su padre cuando le acompañó a realizar el examen de ingreso en la escuela grande del campo.
—No es un asunto de vida o muerte —le dijo, mientras Hugo cerraba la portezuela del coche con la cara muy pálida.
Esto sí.
Descolgó el teléfono y, como si se estuviera observando desde cierta distancia, vio que su mano marcaba el número de la consulta del médico. El espacio vacío del estómago se agitó. El aire se arremolinó. Fue la sensación que se experimenta cuando, viajando en el asiento trasero de un automóvil, se cruza inesperadamente sobre una protuberancia en la carretera. La tierra y todas las cosas sólidas parecían disolverse.
—Recepción. —Era una de las mujeres con gafas de concha que atendían el escritorio de la entrada. Eran las guardianas del consultorio. Para acceder al doctor, había que recurrir a tácticas de asalto o a una estratagema cuidadosamente preparada. Hugo siempre prefería el ariete.
—Tengo que hablar urgentemente con el doctor Wilkinson.
—El doctor Wilkinson está de vacaciones.
Hubiera debido decir buenos días, pero se había dejado llevar por el pánico. Ahora ella estaba disfrutando. Había levantado el muro de piedra perfecto.
—¿Quién se encarga de sus pacientes? Tengo que averiguar los resultados de un análisis de sangre.
Hugo sabía que eso la alarmaría. Un análisis de sangre. Era algo inconcreto, pero un joven de voz arrogante que evidentemente no estaba en el hospital…, todavía. ¿Qué podía significar? La mujer no respondió. Se puso un médico al aparato.
—Doctor Hilliard al habla.
Era una voz joven. Demasiado verde. Deseosa de complacer. Era una voz tipo hagamos-borrón-y-cuenta-nueva, volvamos-a-empezar, cada-día-es-un-día-distinto. Una voz tipo boy scout.
—Aquí Hugo Harvey.
—Ah… Señor Harvey…, sí…
La voz del médico daba claras muestras de nerviosismo. Hugo notó que la conversación se decantaba hacia su terreno. La iniciativa era suya. Había superado a las guardianas y tenía a un médico en la cuerda floja. Ahora, a rematar. A por la información. El asunto de vida o muerte. En el fondo de su mente, Hugo se daba cuenta de que éste no era el juego normal. Esta vez podía perder de todos modos. Y los indicios no eran buenos. ¿Por qué había de estar tan nervioso el médico?
—Llamo para conocer los resultados de un análisis de sangre. Ya deben de estar disponibles, pero se los habrán mandado a…
—Sí. Los tengo aquí.
—Bien. ¿Cuál es el resultado?
Tenía que abordar el asunto de frente. No podía perder impulso.
—Bueno, no me parece adecuado comunicarle los resultados por teléfono…
—¿Por qué no?
Hugo notó que se le endurecía la voz. ¿Por qué tenía que discutir? Se trataba de su salud. No iba a tomar un metro hasta Hadley…
—Creo que deberíamos comentarlos en mi consulta.
—Estoy trabajando. No puedo tomarme la tarde libre.
—Bueno, creo que debería usted hacerlo. No me gusta tener que decírselo por teléfono.
¿Por qué no había de gustarle? Estaba delatándose. Si los resultados fueran negativos, no estaría tan preocupado.
—Lo único que le pido es una respuesta, sí o no. Ya sé para qué eran los análisis. Sólo quiero saber si soy positivo o negativo.
—Quieren que vuelva a la clínica para hacerle otros análisis.
—¿Por qué? ¿Es que éstos son parciales? —Sí.
—Entonces, soy positivo.
—Bueno…
—De otro modo, no haría falta que me sometiera a nuevas pruebas.
—Bueno, es importante aclarar…
—¿Es probable que salga negativo si una de las pruebas ya ha dado positivo?
—No.
El médico no lo estaba pasando bien. Era nuevo en el puesto. Aquélla era su primera semana. Hugo se enteró luego. También se enteró de que el médico se había pasado el resto del día hecho polvo por la forma en que había conducido la conversación. Pero Hugo no le había dejado ninguna opción. No estaba dispuesto a pasarse una hora y media en el metro para que un médico en prácticas releyera apresuradamente su manual en busca de instrucciones acerca de cómo dar la noticia de una grave enfermedad a un perfecto desconocido. Hugo no necesitaba sus consejos y no le interesaba su compasión. La compasión de los desconocidos es la más deprimente de todas.
Hugo tampoco lo estaba pasando bien. No eran los resultados que él hubiera querido.
—Y las pruebas han dado positivo.
—Bueno… Sí.
—Muchas gracias.
Hugo colgó el auricular y se quedó mirando el tablón de corcho que colgaba en la pared del despacho justo enfrente de su cara. Contempló algunas postales. Había una puesta de sol en Jamaica considerablemente retocada. Había un hotel de Oban, de aspecto muy poco atrayente. Había una de Piccadilly Circus en la que el coloreador había utilizado el mismo rojo para dos autobuses, el abrigo de una señora y tres pares de zapatos de mujer.
Se quedó mirando el tablón y trató de imaginar qué se esperaba que hiciera. Cómo se esperaba que se sintiera. Se sentía sumamente sereno. Pero se sentía como si hubiera debido llevar un mensaje en un frasquito de cristal colgado del cuello, un frasquito que podía abrir. En su interior encontraría instrucciones. Serían claras y sencillas, escritas en el estilo de un antiguo piloto de la RAF de la alta sociedad. No temas, muchacho. Cosas peores ocurren en el mar.
Hugo respiró hondo y se puso en pie. Siempre le decepcionaba comprobar que las lágrimas nunca acudían en los momentos en que más las esperaba. No era tanto el dramatismo del llanto lo que deseaba, como la catarsis. Pero no. Todo permanecía hermético y comprimido.
Fue al piso inferior y se sentó frente a Chas. Chas lo interrogó con la mirada. Antes de que pudiera decir una palabra, sonó el teléfono. Trabajo. La jovialidad de su voz sonaba como un eco. Trazó un signo positivo en una hoja de papel y la deslizó hacia Chas.
Mientras Hugo charlaba por teléfono, Chas lo miraba fijamente, y Hugo, sintiendo burbujear de nuevo la tensión interior, empezó a sonreír incontrolablemente. Cuando los ojos de Chas parecían a punto de saltarle de las órbitas, empezó a reír. Cuando por fin colgó el teléfono, Chas tenía la cabeza entre las manos.
—¿Lo tienes?
Hugo dejó de reír y, con voz bastante neutra, respondió:
—Sí.
A Hugo le gustaba parecer valeroso. Frío. Ajeno al drama de su propia vida. Recostándose en el asiento y silbando entre dientes, le transmitió la noticia como si se tratara de un ligero inconveniente. Por dentro, empero, el terror acechaba cada vez más cercano.
Cuando fue al hospital, se molestaron con él porque había ido a una clínica privada e insistieron en repetirlo todo de nuevo, todas las preguntas y todas las pruebas.
—¿Con cuántos hombres se ha acostado en los últimos tres años?
—No lo sé.
—Cinco, diez, quince…
—Cien.
—¿Cien?
—Tal vez quinientos. —Hugo sonrió. El hombre enarcó una malévola ceja—. ¿Cuál sería el promedio…? No sé… Nunca me he parado a contarlos. Bastantes. Cien. Es muy posible.
—¿Ha utilizado alguna vez euforizantes?
—Sí.
—¿Ha tomado alguna vez drogas por vía intravenosa?
—Sí.
Hugo quería impresionarlo. Otra ceja enarcada, quizá. El hombre no pestañeó. Se fue sin decir más y dejó a Hugo sentado sobre una silla dura en un cuarto vacío. Pero aquello no era una comisaría. Estaban allí para ayudarle. Así se lo dijeron en el momento de asignarle un número. Eso protegería su nombre. Eso impediría que nadie pudiera husmear en su historial médico.
Hugo había entrado en el mundo secreto de la gente infectada.
Firmó impresos y vio garrapatear anotaciones y observó que sobre firmas y anotaciones caían sellos de goma que rezaban CONTAMINADO. Le cogieron el brazo y le extrajeron ocho ampollas de oscura sangre roja, y una tras otra las sellaron con la palabra CONTAMINADO. Empezaba a captar el mensaje. Luego lo enviaron al piso de abajo, a la asistenta social. Hugo se debatía con su desapego. Una parte de él quería hacer una escena. La otra parte, la más fuerte, le exigía seguir como siempre: indiferente, frío, imperturbable.
—Seguramente me iré por ahí tres años y luego moriré —le dijo a la asistenta social, con una pomposidad que creyó pasaba por despreocupación—. No le veo ningún sentido a quedarme sentado esperando que pase algo.
No había hecho ningún proyecto y no hubiera sabido por dónde empezar, pero quería que aquella joven escocesa pelirroja comprendiera que no necesitaba su condescendencia.
—¿Y si pasan los tres años y no se muere? —replicó ella en tono vivaz—. ¿Y si pasan diez años y no se muere? ¿Volverá entonces o se quedará sentado esperando la muerte?
La mujer intentaba suprimir el dramatismo de su catástrofe. A Hugo le había gustado la idea de un viaje de purificación, el leproso mendicante que recorre el mundo tomando notas de camino a la tumba.
Pero no se marchó a ninguna parte. Esto era lo más extraño de ser positivo; que no justificaba ninguna acción. Estabas sentado en la antesala de la enfermedad, esperando a que pronunciaran tu nombre, pero más te valía llevar algo para hacer mientras esperabas, pues de lo contrario te morirías de aburrimiento.
Hugo salió del hospital con un número secreto y un programa de futuras visitas. En realidad, no sabía cómo se sentía. El estómago no le daba ninguna pista. Lo tenía en blanco. Sentía la mente en blanco. Intentó explicárselo a algunos amigos: Chas ya lo sabía. Se lo contó a otros tres, quizá cuatro. Amigos íntimos. En todos los casos acabó lamentando haberles dicho nada. Intentó explicar cómo se sentía en blanco, y todos lo contemplaron con fijeza y detenimiento, como si quisieran aprenderse de memoria sus facciones. Les saltaban las lágrimas o abrían los brazos para abrazarlo. Pero él no quería eso. Apreciaba el amor y la lealtad de sus amigos, pero no las implicaciones de su pesar. Ellos le consideraban ya enfermo, y todavía no lo estaba. ¿Lo estaba?
Intentó hablar con otros a quienes sabía contagiados, y sólo le deprimieron con su depresión. La noticia los había acobardado. Se creían inválidos. Si alguien les hubiera ordenado ir a un campo de concentración para intocables, habrían obedecido mansamente, con la cabeza gacha. Y Hugo los habría contemplado, paralizado, desde el otro lado de la alambrada, sin decírselo a nadie, sin protestar, mintiendo para salvar el pellejo.
Había excepciones: Jim, aferrado a la vida como un terrier, con su conocimiento clínico de todo lo que podía suceder, se negaba a dejarse amilanar por la adversidad e inundaba a Hugo con folletos y propaganda acerca de nuevos medicamentos, vacunas y análisis. Philip, con su arrogante convicción de que sabía más que los médicos y que todo lo que necesitaba era la combinación adecuada de polvos B subalgo y bebidas orgánicas, insistía en que llevara él mismo la cuenta de sus niveles de linfocitos T, que leyera los resultados de los análisis de sangre tras cada visita al hospital, que indicara él a los médicos cuándo debían actuar y cuándo abstenerse. El mismo Chas, una vez superado el estremecimiento inicial, recordó a Hugo que aún podía resfriarse, toser y vomitar sin dar por sentado que cada temblor era el heraldo de la muerte.
Poco a poco, empero, la noticia fue calando: calladamente, en secreto, en el fondo de la mente. Hugo perdió la memoria. No la memoria importante: sabía quién era, lo que hacía y dónde lo hacía, y a veces incluso por qué. Pero lo perdía todo por todas partes. Perdió agendas, una cartera, las llaves. Perdió bolsas de la compra llenas, un reloj. Olvidaba las citas o se presentaba a una hora distinta de la convenida. Comenzó a perder la paciencia. Y entonces, tan bruscamente como había empezado, la cosa terminó. Ésta fue su reacción. En una trastienda remota de su mente, el negocio, el negocio de acordarse de recoger las bolsas de la compra, abrocharse el reloj, guardar las agendas, devolver la cartera al bolsillo, había cerrado por vacaciones. La presión había sido excesiva. Y, de pronto, la presión había cesado, las ondas de choque se habían amortiguado, el negocio seguía como de costumbre. Por un tiempo. Por el momento. Temporalmente.
Alguien llamó a la puerta. Hugo cerró los ojos y fingió dormir. No sabía quién era, quién entró. Le habían traído algo envuelto en celofán. Oyó el crujido distintivo cuando lo dejaron. El visitante era uno solo. Nada de palabras susurradas. Ya había utilizado otras veces esta estratagema y escuchado subrepticiamente conversaciones horripilantes, mientras un par de amigos a los que no conocía contemplaban su cuerpo y hablaban sobre la muerte. Sabía que, en su interior, toda aquella gente deseaba preguntarle: «¿No sabes que vas a morirte? ¿Qué se siente? ¿No es extraño?». No pensaba concederles el placer de una respuesta. Lo sabía, porque él también había pensado lo mismo. Cuando Jim perdió la vista por una retinitis, la cosa fue tan rápida que se quedó ciego de un día para otro. Hugo fue al hospital a visitarlo. De repente, tras las batallas diarias que había ganado contra virus rencorosos y gérmenes gorrones, Jim había recibido un golpe inesperado y no sabía cómo encajarlo. Estaba anonadado por la magnitud de su mala suerte. Hugo se sentó junto a la cama sujetando una caja de frutas confitadas Terry, sin saber qué decir, y todo el rato deseando preguntar: «¿Es muy duro? ¿Cuánto puedes ver? ¿Cómo lo llevas? ¿Qué te dices a ti mismo? ¿Es la última gota?».
El visitante desconocido había tomado asiento. La cosa podía ir para largo. Un pío devoto del lecho mortuorio. A veces, Hugo se dormía de verdad mientras lo fingía. A veces echaba una mirada a hurtadillas. Pero en cuanto abría un poco los ojos, la luz se los terminaba de abrir por completo y la impaciencia por saber quién era se apoderaba de él.
Oyó el sonido rasposo de un rotulador sobre papel. Perfecto. La visitante —sabía que era una mujer por el olor— le dejaba una nota. Así sabría quién era.
No se trataba de que no le gustaran las visitas. O quizá sí. Pero eso era sólo desde que había muerto Chas. Mientras Chas aún vivía, había sido el visitante ideal, y cuando venían otros, Hugo les contaba las historias que Chas le había contado. Rumores. Intrigas. Chas presentaba su vida a Hugo como los capítulos diarios de un serial radiofónico, y Hugo seguía con gran interés el politiqueo y las puñaladas traperas de un reparto al que hacía mucho había perdido de vista. Aprendido el chismorreo de la semana, podía repetir, adaptándolos a cada público, los relatos de Chas sobre matrimonios mal avenidos, adulterios furiosos, desastres profesionales. Esto llegó a ser su única forma de seguir siendo divertido. La gente todavía esperaba de él que fuera divertido. O él esperaba de ellos que lo esperaran. Chas aún lograba hacerle reír, y él aún lograba hacer reír a la gente con las anécdotas de Chas. Los demás hacían de público. A veces, se limitaban a permanecer sentados mirándolo fijamente. La compasión rezumaba de sus ojos como lágrimas. Pero desde que no estaba Chas, Hugo había perdido el interés por sus visitantes.
Chas se había ido. Se había ido a la tumba y a su hacedor. Mucho más deprisa de lo que nadie imaginaba. Excepto Hugo. Hugo sabía por qué se había ido tan deprisa. La voluntad le había abandonado como el aire de un globo deshinchado. No quería luchar. No quería seguir. No quería ver a Hugo. Y no sólo porque ambos se hallaran en el mismo bote desdichado. Hubieran podido pasárselo bien los dos solos, muriendo juntos, confortados por el buen humor del otro.
Chas se había ido con su hacedor él solo; solitario, amargado y resentido, detestando a Hugo quizá más que a nadie en el mundo, porque el hombre de los sueños de Chas, el hombre con quien Chas había vivido durante diez años, el hombre que lo había hecho feliz y confiado, le había engañado con Hugo. Y Hugo, su mejor amigo, su confidente, su primer y último refugio, le había engañado con Mick. Éste era el secreto más culpable de Hugo. Durante más de un año había estado pudriéndose en el fondo de su conciencia. Hasta que Mick, con todo el egoísmo del pecador que quiere ser perdonado, se lo contó a Chas cuando éste yacía en su cama del hospital.
No quería que Chas muriera sin habérselo confesado. Era el motivo más egoísta de todos. No importaba que Chas muriera desgraciado, si de esta manera él podía vivir sin sentirse deshonesto.
Y luego Mick fue a ver a Hugo y le dijo que se lo había dicho a Chas. Hugo se lo quedó mirando. Sin decir nada.
Mick se quedó sentado unos cinco minutos, mirando al suelo. Hugo miraba hacia la ventana. Y luego Mick se fue y ya no volvió más.
¿Por qué Hugo había hecho una cosa así? Chas no se lo preguntó. Nunca se dirigió a él para preguntárselo. Y Hugo tampoco se lo preguntó a sí mismo. Conocía la respuesta. ¿No era por el mismo motivo por el que se había follado a un hombre en una casa de baños de París y lanzado chorros de esperma envenenado a sus intestinos? ¿No era por el mismo motivo por el que se había arrodillado en el sucio suelo del retrete de una gasolinera de la M1 y chupado la polla de un camionero hasta que…? ¿No lo era? Excepto que él se decía que no lamentaba nada. El hombre de los baños sabía a qué se exponía. Hugo sabía a qué se exponía. Si ésta era la forma de morir, que lo fuera.
Esto era distinto. Lo lamentaba de principio a fin. Pero daba lo mismo. Estaba indefenso. Maniatado por el deseo.
Le había ocurrido antes. Había ocurrido entre Chas y él. Chas no le había presentado a Mick hasta que ya llevaban un año saliendo juntos, precisamente por la reputación de Hugo. Le gustaba robar los amantes a la gente. Era parte de la competición. Los hacía más atractivos y hacía que Hugo se sintiera más importante. Nunca duraba. Pero, de momento, era divertido. Antes Chas no se lo tomaba a mal, porque no eran amantes serios. Su ego salía malparado, pero no sus emociones. Siempre hacían las paces y no volvían a ver más al chico en cuestión. O, si lo veían, se reían los dos y hablaban de su polla.
Pero Mick era distinto. Mick era el gran amor de Chas. Hugo sabía que Mick era distinto. Una vez, Chas le había contado un sueño, una pesadilla de la que había despertado inconsolable, llorando a lágrima viva. Un día volvía a casa del trabajo y se encontraba a Hugo y Mick en el dormitorio. Estaban tendidos en la cama, completamente vestidos, examinando viejas fotos y riendo satisfechos, como amantes. Chas se detenía en el umbral y los miraba. Hugo era el primero en verlo, y sonreía. Chas le explicó luego que aquélla era la sonrisa de un reptil. Era una sonrisa de desdén, no de bienvenida. Pero lo que asustó más a Chas fue la felicidad que reflejaba el rostro de Mick. Mick le miró y Chas sólo vio indiferencia. Como si ni siquiera la disputa inminente pudiera perturbar su buen humor.
Y entonces Hugo le decía a Mick: «¿Por qué no se lo cuentas a Chas?».
Y Mick se reía suavemente y respondía: «¿Por qué no se lo cuentas tú?».
Y Hugo le decía a Chas, con la sonrisa de reptil todavía en los labios: «Mick y yo somos amantes. Desde hace un año. Creía que ya lo habías adivinado».
Y Chas despertó gritando.
Éste fue el sueño.
La realidad tal vez fue peor. O tal vez no. Era un secreto. Sucedió cuando ninguno de los dos estaba mirando. Los dos estaban borrachos. Pero venía preparándose desde hacía meses, avanzando hacia ellos como un tren a marcha lenta. Empezó con toqueteos y besos. Todo en plan de juego. Flirteando. Tranquilamente, delante de Chas. A Chas no le importaba. No tenía por qué molestarse. Mick era suyo. Pero Hugo comenzó a encenderse. Constantemente tenía que apartarse. No podía evitar reaccionar, pero luego tenía que disimular su frustración entre sonrisas. Siempre había deseado a Mick, pero nunca se lo dio a entender. No podía. Era la pareja de su mejor amigo.
No podía. Pero lo hizo.
Aquella noche, Chas no estaba en casa. Se habían peleado. Chas y Mick se peleaban a menudo. Se marchaban de estampida en distintas direcciones, con maldiciones en el aliento. Hugo había salido. Estaba en un club cerca de su piso. No sabía que Mick iba a estar allí. Estaba borracho. Intentaba moverse por el club, pero no hacía más que tropezar con la gente, trastabillar y perder el equilibrio. Se paró a descansar apoyado en una pared cerca del escenario. Se estaba representando un número de travestismo. Los intérpretes insultaban al público y éste les devolvía los insultos. La atmósfera estaba cada vez más cargada. El local era caluroso y oscuro, y el número de travestismo empezaba a volverse crudo. Hugo se aburría, y paseó la mirada a su alrededor.
De pie en un rincón, apoyado en la misma pared, Mick liaba un cigarrillo y escuchaba con media sonrisa los chistes malos de los travestis.
A Hugo se le puso la boca seca. Mick estaba para comérselo. Allí apoyado con su media sonrisa, parecía una postal norteamericana, todo él virilidad despreocupada y aplomo sexual. Sin ningún esfuerzo. Sólo hormonas. Hugo pensó en irse. Estaba paralizado. Quiso darle la espalda. Sabía que, si lograba volverse y salir, cruzar la puerta, subir por la calle hasta su casa, acostarse y hacerse una paja, por la mañana todo estaría bien de nuevo. Nadie sabría que deseaba a Mick. Nadie tendría por qué saberlo. Se volvió y se acercó a Mick y le dijo hola.
Mick lo cogió por la cintura y lo atrajo hacia sí. Hubiera podido ser un achuchón amistoso. Seguramente sólo pretendía ser un achuchón amistoso y un simple beso, un roce de labios. Pero Hugo echó la cabeza hacia atrás. De manera que Mick debió adelantar la cabeza. Y Hugo separó ligeramente los labios. De manera que la lengua de Mick se deslizó entre sus dientes. Y Hugo movió las caderas con suavidad, de manera que sus téjanos se rozaron. Y notó crecer el volumen de la entrepierna de Mick cuando se inclinó sobre él, empujándolo contra la pared.
Salieron del club sin hablar. Los dos sabían dónde estaba el piso de Hugo. Los dos sabían dónde estaba el dormitorio. Entraron en él. Estaban temblando. Aun mientras se desnudaban, sus manos permanecían cerca del cuerpo del otro. Seguían sin pronunciar palabra. Follaron de un modo furioso, airado, amargo, apasionado y desapasionado. Apasionado por el deseo acumulado, y desapasionado por toda la ternura suprimida. No podían arriesgarse a hacer una pausa, porque la charla de almohada conduciría a la culpa y la culpa estropearía el momento. Se mordieron, se masticaron, se arañaron el uno al otro. La demora los había vuelto desesperados. Ambos sabían que estaban infringiendo las reglas. No querían que sus ojos se encontráran porque entonces la vida real irrumpiría en la fantasía. No querían que terminara, porque una vez que hubiera terminado, la culpa se alzaría para sustituir al deseo.
Y entonces se corrió Hugo. Y entonces se corrió Mick. Y entonces, por un instante, llegaron el alivio y una sonrisa. Y entonces sus sonrisas se congelaron. Se quedaron los dos echados, sin más. Cada uno envuelto en su propia traición, calculando ya lo que le costaría.
Mick se levantó y fue al cuarto de baño, y Hugo no se movió. Mick regresó y empezó a vestirse, y Hugo fue al cuarto de baño.
Hugo salió del cuarto de baño y vio a Mick junto a la puerta, preparado para marcharse. Los dos estaban resplandecientes, embellecidos por el sexo. Los dos habían mordido a fondo y comido bien.
—Esto no ha ocurrido, ¿de acuerdo? —La voz de Hugo no era clara.
—No.
—No debe volver a ocurrir nunca más.
—Ya lo sé.
Sonrieron. Con nerviosismo. Y no volvieron a verse. Hasta el día en que Mick fue al hospital para visitar a Hugo y le dijo que se lo había dicho a Chas.
Y ahora Chas estaba muerto.
Hugo abrió los ojos y trató de concentrarse en el regalo que había dejado su anónima visitante.
Chas ya no existía.
Había oído decir que ahora Mick también estaba enfermo. En otro hospital. No podía mover las piernas. Hugo no quería verlo más. Era como si el aire entre los dos estuviera envenenado. Entre los dos habían matado a Chas, y matado una parte de ellos mismos que Chas había amado.
La visitante había dejado unas frutas confitadas Terry. Era lo único que tenían abajo. Había dejado una nota, pero Hugo aún no había podido leerla cuando se le contrajo el estómago con tanta fuerza que le hizo jadear y toser, atragantado por su propia flema. Resollando con dificultad, dio media vuelta para apoyarse sobre un costado. Se preguntó si Chas estaría viéndole en aquel momento. Observándole, esperando a que muriera. ¿Le dirigiría la palabra en el otro mundo? Hugo sonrió para sí en medio del dolor. «Qué mierda de otro mundo», masculló. El ácido estaba abriéndole un agujero en el estómago. Tenía las caderas tan doloridas que le resultaba imposible mantener la posición. Cogió el oxígeno y tragó una bocanada. Con una ligera sensación de vértigo, se recostó de nuevo sobre la espalda, descargando el peso sobre los pies para aliviar sus nalgas doloridas, y respiró más regularmente con la bombona de oxígeno.
Cerró los ojos y, por entre las apagadas explosiones naranja y el remolino de oscuridad, intentó encontrar la imagen que sabía le permitiría descansar.
Poco a poco fue cobrando nitidez.
Chas y Hugo. Caminando el uno junto al otro. A través de un aire húmedo por los residuos de niebla. A lo largo de senderos grises salpicados de charcos y cubiertos por una enmarañada red de huellas de bicicleta.