William era el contacto de Hugo, su vínculo con un submundo que él jamás había imaginado que pudiera comenzar tan cerca de casa, en Highgate Hill y ahora en Muswell Hill. En Highgate Hill, William le presentó la pornografía. En Muswell Hill, seis años después, le presentó a los pornógrafos. Hugo solicitó la presentación. William lo complació con mucho gusto. Después de todo, los dos necesitaban dinero. William necesitaba el dinero del alquiler, y Hugo necesitaba dinero para pagarle el alquiler a William. Pero no tenía tiempo para hacer de camarero ni para despachar tras un mostrador de artículos de tocador en Selfridge’s, para entregar tarjetas de Navidad ni para trabajar en la sección de reparto de Harrod’s. Con trabajos del último trimestre aún por terminar y lecturas para el próximo aún por empezar, un empleo diurno no era práctico. Era mucho más fácil hacer mamadas.
William y Barry eran considerados con él, aunque a Barry no le gustaba Hugo porque se bebía su ginebra sin darle las gracias y, además, estaba convencido de que Hugo se acostaba con William cuando él se iba a trabajar. Cuidaban de él, aunque William estaba decepcionado porque había creído que podría acostarse con Hugo cuando Barry se fuera a trabajar y Hugo ya no aceptaba nunca. Eran pacientes con él aunque nunca se preparaba la comida ni compraba nada para la casa ni limpiaba nunca su habitación, sino que la llenaba de muchachos desconocidos que se marchaban a primera hora de la mañana. Toleraban su presencia aunque todos los trimestres regresaba de Cambridge rezumando arrogancia y egoísmo, y todos los trimestres tardaba un par de semanas en bajar de nuevo a la tierra. Pero poco a poco lo hacían bajar, paso a paso.
Eran considerados con él y le proporcionaron una habitación para él solo en la planta baja, llena de libros sin desembalar y de cajas polvorientas, con una ventana alargada y un espejo de tocador. Era una habitación con cielo raso, un cielo raso que uno podía contemplar desde la cama por las mañanas, mientras la luz entraba a chorros por la ventana y salpicaba las cornisas. Era un cielo raso lejano sobre el que se hubieran podido pintar frescos. Hugo llevaba gente a su habitación: chicos, exbailarines, antiguos amantes, invitados de la casa, limpiaventanas que vendían caballo, estudiantes que vendían ácido. Y su madre. Pero la señora Harvey fue la única persona invitada por Hugo a la que Barry preparó la cena. Los demás le incomodaban. No le gustaban, ni él les gustaba a ellos.
Barry no le gustaba mucho a nadie. Al final, Hugo llegó a la conclusión que él tampoco le gustaba a Barry. También llegó a la conclusión de que eso le importaba muy poco.
En otro tiempo, Barry había sido una belleza. Sus piernas eran tema de conversación, y su trasero un bien muy pellizcado. Aún solía pasearse por la casa en unos ajustados pantalones cortos de rasete blanco. Aún seguía buscando cumplidos y pellizcos. No se daba cuenta de que había envejecido. De que la ginebra le había teñido la cara con un rubor permanente. De que sus piernas estaban pasadas de moda, demasiado lisas y delgadas para el gusto actual por las musculaturas playeras. De que su cabello raleaba y sus ojos se habían enturbiado. No lo había advertido, o no había querido advertirlo, y seguía haciéndose el jovencito. Hugo acabó con sus ilusiones. Diez años más joven que él, arrogante, promiscuo y charlatán incansable. Con Hugo en casa, Barry se sentía viejo y bebía mucha más ginebra.
A Barry no le gustaba que Hugo se alojara con ellos, y por eso tuvo la idea de hacerle pagar alquiler. William estuvo de acuerdo; la casa resultaba cara de mantener, y necesitaba algún ingreso adicional. Hugo devoraba el contenido del frigorífico todas las semanas. Por lo tanto, Hugo debía trabajar. Y William le sugirió las revistas.
William podía ser un socialdemócrata de buena cuna con cierta afición a los gatos persas y a los arriates de plantas herbáceas, pero era también el hombre que había arriesgado su carrera y su libertad tomando fotografías en blanco y negro de un muchacho de catorce años recostando con indolencia sobre un edredón ante una película de fistfucking.
En consecuencia, no tuvo nada de extraño que acabara chuleándolo. Y sabía hacer las cosas. Había que dirigirse a las revistas con profesionalidad, le explicó, con todos los eufemismos y pretensiones de un auténtico modelo. Así que, una tarde, Hugo posó completamente desnudo entre las palmeras chinas mientras William lo fotografiaba (esta vez en color) con su cámara Polaroid: Hugo con y sin erección, con y sin pantalones cortos, con y sin sonrisa. Luego, Hugo distribuyó las fotografías en series de a cuatro, escribió una circular con su Olivetti Lettera y procedió a enviarlas en sobres blancos a todas las revistas que conocía.
La primera que respondió fue Q, una revista gay escondida en una callejuela de Earls Court. La carta era muy cortés. Comedida. Les interesaba hacerle algunas fotografías. Hugo tomó el metro. Earls Court todavía era una zona desconocida para él. Tierra de los chaperos de madrugada y hogar de los clones, hablaba un idioma nocturno que resultaba más sórdido que atractivo.
La casa estaba oculta al final de un callejón que daba a Earls Court Road. Una casita blanca con rosas rojas que trepaban por una enredadera ante las ventanas de la planta baja y un delfín de latón en la puerta. Le abrió un hombrecillo con chaqueta de cuero y bigote. No le sonrió. Dirigió a Hugo una mirada fugaz e inexpresiva y lo hizo pasar.
En el interior, era como si la casa se hubiera desvanecido. Sólo había una espaciosa habitación de paredes desnudas, llena de focos sobre pesados soportes metálicos. Había también un telón blanco montado sobre ruedas y una silla. Hugo pensó en salas de hospital y cámaras de tortura. Los focos le arrancaron un pegajoso sudor. Se sentía más o menos tan sexy como un pescado recién muerto. Hugo se quitó la ropa mientras el hombre liaba un porro con gran solemnidad. Una vez encendido, se lo pasó a Hugo y se fue en busca de ropa.
Hugo estaba decepcionado antes de empezar. Siempre había supuesto que aquellos emporios pornográficos estaban atestados de jóvenes escasamente vestidos que se metían la lengua en la boca unos a otros, en un cuadro perpetuo de desenfreno sexual retratado por fotógrafos hábilmente ocultos. En vez de eso, se hallaba descalzo en un estudio suburbano lleno de corrientes de aire, sin más compañía que un clon excesivamente circunspecto. El ambiente era depresivo. Y Hugo tenía que empalmarse. Quizá el hombre había salido en busca de los extras. Pero Q era una revista muy moderada. Pasada de moda y cuesta abajo. Eso, al menos, Hugo no lo ignoraba. Era una revista de la vieja escuela. Chicos más jóvenes que sanos posaban en actitudes ridiculas, calculadas para complacer a las mariconas de perro faldero que ocupaban el estrato superior de la tierra de las habitaciones alquiladas; los hombres que se acostaban con redecillas para el pelo y llevaban batas de seda compradas en grandes almacenes; los hombres que fumaban Sobranie y votaban al partido conservador; los hombres que, dentro de poco, pagarían a Hugo por sus favores sexuales.
El hombrecillo de la chaqueta de cuero regresó cargado de ropa. Todo piezas de uniforme. Boy Scout norteamericano. Colegial. Cadete del Ejército. Cadete de la Armada. Gauleiter[11]. Era como un dudoso pase de modelos. El uniforme de boy scout norteamericano era el preferido del fotógrafo. Era demasiado pequeño. A Hugo le apretaba en la sisa y en la entrepierna. Le daba calor y entorpecía sus movimientos. Pero al hombre le gustaba. Así que Hugo se concentró en tratar de mantener una erección. Justo antes de cada foto, el hombre le pasaba un frasco de poppers y una revista porno. El calor y el resplandor de los focos, junto con la embestida de los poppers en su cerebro, dejaron a Hugo mareado y espeso. El hombre no cesaba de repetirle las instrucciones, pero toda la sangre de Hugo se le había acumulado en la polla. Las palabras debían atravesar la niebla del amilo, el miasma de capilares inyectados en sangre que formaba un velo ante sus ojos. Le lloraban los ojos y sentía la cabeza como hinchada.
El hombrecillo de la chaqueta de cuero y el bigote no se le insinuó en ningún momento. Hugo quedó confusamente decepcionado. Todos sus esfínteres se habían relajado. Todas sus hormonas estaban en alerta. Se hallaba sin pantalones en mitad de una sala desnuda, sujetando una revista y un frasco de poción amorosa. Pero el de la chaqueta de cuero sólo prestaba atención a su trabajo, cambiando carretes y bombillas y dictando instrucciones mientras la cámara zumbaba y rebobinaba, cegando a Hugo con los destellos del flash. Hugo se sentó en un taburete, cruzó las piernas, las descruzó, se echó hacia atrás con las piernas abiertas y contempló fascinado su propia polla. Apenas se decían nada. Hugo aceptó otro porro y se volvió de espaldas a la cámara, separando bien las nalgas. Le habría gustado saber qué opinaba el fotógrafo de su trabajo.
Recibió treinta libras en efectivo por la sesión y con eso pudo pagarle a William el alquiler. El de una semana. Pero todavía quedaban otras tres y Hugo no tenía de qué vivir. El hombrecillo de la chaqueta de cuero no se había mostrado demasiado amistoso. No hubo repeticiones. Ésta era la mayor pega. En cuanto habías hecho una sesión, asunto terminado. La misma revista ya no quería saber nada más de ti. Cuanto más trabajabas, menos valioso te volvías. Los auténticos modelos, suponía Hugo, no debían de tener este problema. Claro que tampoco cobraban lo mismo.
Hugo empezó a moverse por ahí. Conoció a un alemán en Chiswick que le hizo ponerse patines de ruedas y unos pantaloncitos ceñidos y lo filmó en vídeo en su sala de estar. El alemán era alto y apuesto, y utilizaba dos nombres distintos. Le dio a Hugo veinte libras y dijo que ya volvería a llamarlo. No lo hizo. Le había mosqueado que Hugo se dirigiera a él, porque intentaba parecer respetable.
Hugo respondió a un anuncio publicado en una revista gay y fue a hacer una prueba en Campden Hill, donde un hombre de pelo rizado y barriga prominente le dijo que no tenía el pecho lo bastante desarrollado. No le dio dinero, pero dijo que ya lo avisaría si surgía algo. No surgió nada.
El tiempo apremiaba. El dinero no podía escasear más. Se aproximaba el comienzo del curso y Hugo tenía cuentas que saldar. Así que decidió responder a un anuncio publicado en una revista de contactos heterosexuales. Se puso un hombre al teléfono. Necesitaban cuatro polaroids desde distintos ángulos. A la semana siguiente realizarían una sesión para una revista alemana. La revista no se vendería en Inglaterra. Eso le alivió. Una constante preocupación acechaba en la mente de Hugo, plagada de preguntas sin respuesta. ¿Y si un amigo de sus padres compraba la revista en algún aeropuerto alemán o en un sex shop del oeste de Londres y de pronto reconocía al hijo de sus conocidos tras aquellos ojos turbios y la camisa de boy scout norteamericano? ¿Se guardaría el descubrimiento para sí, porque divulgarlo equivaldría a revelar sus hábitos de lectura? ¿Sería incapaz de resistirse a mencionarlo en la conversación a la hora de la peche brulée en la mesa de su madre el sábado por la noche? ¿O acaso actuaría con malicia, movido por la satisfacción de demostrar a la señora Harvey que sus hijos no eran el dechado que ella creía, y se limitaría a dejar la revista en el buzón y escabullirse sin ser visto?
Aún había otra pregunta que minaba la sangre fría de Hugo. ¿Y si no se le levantaba? Después de todo, se trataba de una revista para heteros. Tendría que retozar con una mujer. Una mujer desnuda: en pelotas desde el culo hasta las tetas, y más allá. ¿Cómo reaccionaría? ¿En qué pensaría? Los cuerpos femeninos siempre le habían aterrorizado. A excepción de aquella noche oscura en Nueva York con Cynthia, cuando ella se lo había llevado a la cama con plena confianza y se lo había follado, Hugo nunca había tocado, y apenas visto, a una mujer desnuda en carne y hueso. Procuraba evitarlas. Le daban miedo. Les volvía la espalda, perdida repentinamente toda su energía, confuso, irritado.
De hecho, no sabía muy bien qué le asustaba: la invitación, el desafío, los pechos, su ignorancia, el fracaso. Las mujeres en sí no le asustaban. Las mujeres le encantaban. Le encantaba su aspecto. Le encantaban su ropa y sus sonrisas. Le encantaba su dominio sobre los hombres y su interés hacia él. Pero sus cuerpos le daban pánico.
Hugo se paró ante el espejo de su habitación de alto cielo raso y ventanas alargadas y se miró fijamente, y vio muy poco. Contempló fijamente sus ojos, y no parpadearon. Contempló fijamente su expresión, pero estaba congelada. Su expresión no revelaba nada. Buscaba el revoloteo del miedo. Buscaba la oportunidad de llorar. La oportunidad de venirse abajo. Pero sólo era él mirándose a sí mismo. Si sus dudas le daban miedo, no estaba dispuesto a revelarlo. Ni siquiera ante sí mismo. Trató de sonreírse. Sin resultado. No le salía. Tal vez no se gustaba lo suficiente.
Hugo envió unas polaroids de su colección, y un par de días después le llamó una mujer para anunciarle que había sido aceptado. Debía presentarse en una casa del Swiss Cottage, un domingo por la mañana, dos semanas más tarde.
Era el Domingo de Pascua.
Los Harvey nunca se habían tomado la Pascua muy en serio. Como cualquier día festivo, como cualquier domingo, el Domingo de Pascua era un día de colada. El padre de Hugo permanecía fuera, chapuceando bajo el coche. La madre de Hugo se afanaba sobre sus tinas y su tabla de planchar, tarareando canciones de Frank Sinatra mientras desplegaba sobre los radiadores las toallas mojadas, que empañaban las ventanas y llenaban el aire de olor a colada.
Los niños recibían huevos de chocolate —uno cada uno— y permiso para írselos comiendo poco a poco después de las comidas. Luego, se ponían la ropa de los domingos y se iban a la iglesia o a una reunión de los cuáqueros mientras el señor y la señora Harvey hacían el amor sobre una cama deshecha en su dormitorio del piso superior, con las cortinas abiertas. La señora Harvey se lo confesó a Hugo mucho más tarde, durante su conversación en casa de William. La señora Harvey contó la historia sin parpadear. Y sin sonreír tampoco. Hugo desvió la mirada hacia las sucias ventanas del cuarto y contempló su reflejo. Por entonces, estaba mucho más interesado en su propia vida que en la de su madre. Posteriormente sonreiría al pensar en su padre, sudoroso bajo el coche, mugre en los ojos y en las arrugas de la frente, cuando oía el repicar de un anillo de boda sobre el cristal de la ventana y alzaba la vista hacia una esposa en negligé, preparada, sonriéndole desde el dormitorio del piso superior entre las cortinas abiertas.
Ahora el día de Pascua ni siquiera se consideraba merecedor de una llamada telefónica. En orden de importancia, quedaba muy por debajo del Día de la Madre. El Día de la Madre sí lo tomaban muy en serio. El Domingo de Pascua era un domingo cualquiera. Un día encallado en la marea baja. Un día empantanado. Un día de cielo gris y nada que hacer hasta la noche. Hugo se apiadó de su hermana menor, atrapada entre la colada doméstica, con un huevo de chocolate de rebajas y ningún sentido de la ocasión. Se apiadó de sí mismo mientras viajaba en el piso superior de un autobús de la línea 2 a través de un Londres lleno de jardincitos barridos por el viento y paradas de autobús ahogadas en la llovizna. Se apiadó de las colas de pasajeros que se arracimaban para protegerse del viento húmedo, asomando apenas una mano y la cara para detener el autobús. Una pequeña hilera de tortugas curtidas por la intemperie. Gente timorata, demasiado asustada para sonreír.
Todos los niños del autobús llevaban, masticaban y se manchaban con huevos de chocolate. Pero ninguno de ellos sonreía. Sus madres, desprovistas de maquillaje, vacías de energía, los contemplaban con paciencia y de vez en cuando les limpiaban la cara. Tampoco ellas sonreían.
Era un día de abril hosco y frío. La clase de día que hace que uno odie a gente, edificios y animales. La clase de día que hace que uno se pregunte por qué está vivo. No era un día para ir a fingir que se hace el amor con una rubia de Huddersfield que ha venido a ganarse unos cuantos chelines posando desnuda.
Hugo llegó ligeramente tarde ante una gran casa adosada con un jardín barrido por el viento, y la esposa lo condujo al piso de arriba. Supuso que sería la esposa. Una mujer enérgica, de las que visten prendas de punto, con el cabello gris cortado a la moda. Una mujer de las que no se andan con tonterías, cuyos ojos no alcanzó a ver de qué color eran.
—Es más alto de lo que imaginábamos —declaró la mujer con sequedad.
—¿Vio las fotos…, las polaroids?
—Sí, pero no se advierte la estatura. Hubiera debido indicarla en la carta.
Lo miró de arriba abajo. Hugo había olvidado peinarse. Siempre se le olvidaba. No se le había ocurrido arreglarse para la gente del porno. Pero, lógicamente, debía presentar una apariencia sexy. La mujer no dejaba de tener razón. Trató de recordar si tenía algún defecto en la piel. De los grandes no, estaba seguro, pues de otro modo se hubiera pasado la mañana intentando disimularlos. Pero ¿y de los pequeños, de los que podían resaltar bajo el brillo cegador de una lámpara de tungsteno?
La mujer siguió mirándolo de arriba abajo, y sus ojos incoloros protegidos por los cristales de las gafas no parpadearon. Sus labios no se fruncieron. Era tan fría y gris como el mundo exterior. Hugo experimentó el anhelo irracional de hallarse en un asiento del piso superior de un autobús de la línea 2. Quería estar sentado con un libro, perdido en el mundo de otra persona. Quería sentirse en forma, bronceado y deseable. Casi esperaba que la mujer empezara a sacar instrumentos de medición y aparatos médicos. Pero entonces ella sacó una tablilla con sujetapapeles y marcó algunos números.
Hugo estaba cada vez más preocupado. Si tenía que empalmarse ante aquella gorgona, debería recurrir a fantasías bastante fuertes. Se moría por un porro. Algo que deshiciera el nudo de tensión que se le había formado en la cabeza como una pelota de golf elástica. Tras el viaje en autobús, sólo podía pensar en la llovizna y los huevos de chocolate. ¿Cómo podría convertir un huevo de chocolate en una erección?
Pasaron al dormitorio. Su coprotagonista ya estaba allí. Era una joven de estatura mediana y no desprovista de atractivo. Así la habría descrito la policía, o uno de los periódicos serios. Los sensacionalistas habrían ido más lejos: voluptuosa estrella porno, trágica belleza rubia, teñida reina del sexo.
Hugo ya se la imaginaba asesinada, víctima de algún crimen sexual en los suburbios. El día se prestaba a toda clase de ideas morbosas. La prensa sensacionalista habría publicado una foto de archivo de sus tetas. Cuando aún era una adolescente, seguramente hubiera merecido los honores de la tercera página. Era vulgar y llamativa, y el maquillaje le cubría la piel como una pasta gruesa y carente de vida. No se veían los poros. Apenas alguna que otra grieta finísima. Hugo no pudo determinar con precisión dónde terminaba el maquillaje y empezaba la piel, pero calculó que debía de ser más cerca del ombligo que de la barbilla. La joven le dio un beso en la mejilla, envolviéndolo en una vaharada de perfume barato mezclado con olor a patatas fritas con queso y cebolla. Hugo ya sólo podía pensar en los ferrocarriles británicos.
El marido de la mujer malhumorada que le había abierto la puerta estaba sentado en el dormitorio con una cámara en la mano, comprobando la iluminación. Tenía cabellos grises no cortados a la moda y el aspecto de alguien que hubiera podido irse con su cámara a una zona de guerra pero había preferido quedarse en casa. Tenía aspecto de haber visto mucho mundo a través del objetivo, y todo en su propia casa. Parecía tranquilo, y tenía una voz tranquila. De hecho, se lo tomaba todo con calma. A Hugo le gustó.
El fotógrafo pidió a Cindy (¿Era así cómo la llamaban sus padres? ¿Habían soñado acaso en la tercera página cuando la bautizaron?) que se situara en diversos puntos de la habitación. Cindy iba desnuda. A decir verdad, Hugo ni siquiera se había fijado. Era una de esas chicas. Cuando van vestidas, se las ve incómodas: embutidas en tejanos con las cremalleras a punto de estallar, o apretujadas en unos sostenes de blonda con los pechos rebosando sobre la tira elástica. Miró a Hugo de soslayo e hizo rodar los ojos. Hugo le sonrió. La sonrisa le salió sin esfuerzo. Ella también sonrió. Las cosas empezaban a tomar otro cariz. A Hugo se le desencogieron las pelotas.
El cuarto parecía lo que era: un decorado fotográfico para sesiones de pornografía blanda. Tenía una alfombra gruesa y paredes recubiertas de papel aterciopelado. El ambiente era de vivienda suburbana y de juego sexual. Nada era necesario.
Todo era típico. Había un espejo apoyado contra una pared. Una cama. Una silla. Algunas plantas. Un televisor. Rollos de cable. Y focos sobre soportes, como cigüeñas de pesada cabeza sobre una pierna metálica. Sombrillas plateadas. Cámaras de repuesto. Una tablilla con sujetapapeles. Y otra más. En ésta, había una hoja de papel dividida en muchos cuadros. En cada cuadro, un bosquejo a bolígrafo de dos cuerpos en diversas posiciones. Todos los cuadros estaban numerados. La esposa malhumorada, que había resuelto el problema de la estatura sugiriendo que Hugo apareciese tendido en todas las fotos, llevaba un bolígrafo tras la oreja y sus gafas se balanceaban sobre sus pechos cubiertos de género de punto. Iba marcando en la hoja los números de las posiciones a medida que el trabajo avanzaba.
Era todo muy metódico. Muy clínico. Y en el cuarto había corriente de aire.
Hugo se quitó la ropa y empezaron.
Resultó mucho más fácil de lo que había temido. Mucho más fácil para él, por lo menos. La revista era una revista de chicas, una de esas publicaciones en blanco y negro que pueden adquirirse en las librerías al aire libre, en los alrededores de cualquier estación ferroviaria europea de cierta importancia. Llevan relatos enviados por los lectores acerca de sus conquistas sexuales en el tren, y fotos de juegos sexuales donde los ojos, los pezones y las pollas aparecen cubiertos por un recuadro negro. Publican fotos de amas de casa con michelines y pechos caídos, sentadas con las piernas abiertas para enseñar el portaligas nuevo, con una sonrisa invitadora y los ojos tapados. Por alguna razón, son estos recuadros negros los que las hacen tan sórdidas.
Las revistas de chicas son para lectores masculinos, y a los lectores masculinos no les interesa el aspecto del individuo que aparece en la foto. Sólo está allí para dar mayor autenticidad al asunto; para justificar que la chica aparezca inclinada hacia atrás, con la espalda arqueada para ofrecer una buena visión de sus partes otrora privadas. A Hugo no se le pedía ninguna erección. Lo único que debía hacer era tenderse en la cama y sonreír.
Cindy era una profesional. No protestaba por nada, y sonreía con aire de inteligencia cuando le indicaban que hiciera el número 78 o el 84. Conocía todas las posturas. En cuanto a Hugo, carecía de importancia que las conociera o no. Apenas tenía que moverse. De vez en cuando, debía volver la cara hacia un lado u otro, desplazar una cadera o alzar un brazo, y en una ocasión tuvo que sujetar un pezón entre los dientes (un pezón de la chica) y estirar. Esto resultó peliagudo, pues el fotógrafo debió modificar la iluminación y el enfoque mientras Hugo sostenía el pezón entre los dientes, procurando no apretar con demasiada fuerza ni dejar que se le escapara. Los bultitos rojos que rodeaban el pezón le llenaban los ojos, y el perfume, mezclado con el olor del maquillaje y un leve dejo de queso, le llenaba la nariz. En su intento de mostrar una sonrisa tentadora sin aflojar la presa, le dolía el cuello y le hacían daño las mandíbulas.
Eso era la fotografía erótica.
Hugo se marchó antes que Cindy. Ella le sonrió, y él esperó a que le guiñara un ojo, pero la chica se dio la vuelta para hacer un primer plano de las nalgas frente al espejo antes de que Hugo pudiera devolverle la sonrisa. Antes de irse, firmó un papel que le prometía cincuenta libras en breve plazo. Cincuenta libras no era mal sueldo por una mañana de trabajo, pero cuando por fin llegaron él ya estaba de vuelta en Cambridge, bien entrado el trimestre de verano. Fueron directamente a manos de William, desde luego. Cinco semanas de alquiler. Atrasos.
Aquél fue el último trabajo de Hugo para una revista. Y nunca lo vio publicado. Tampoco conoció a nadie que lo hubiera visto. El alemán del vídeo no lo llamó. El hombre que dirigía la agencia de modelos, el que había hundido un dedo en el pecho demasiado pequeño de Hugo, no lo llamó. Hugo tenía la sensación de haber saturado el mercado tras sólo dos apariciones.
Tenía que existir alguna manera mejor de pagar el alquiler. Y disponía de todo el verano para pensarlo. Cuatro meses de ocio sin dinero para disfrutarlo.
William comprendía perfectamente su problema. De hecho, parecía encontrarlo muy interesante. Barry, en cambio, no se mostraba muy satisfecho. Cuatro meses con Hugo se le antojaba un exceso de algo no demasiado bueno, pero William estaba decidido. Así que William presentó Hugo a Tony.
No lo hizo porque creyera que iban a entenderse bien, y de hecho no fue así. Nadie congeniaba demasiado con Tony. Pero todo el mundo lo conocía. Y todo el mundo era amable con él. Debido a la gente que creían saber que conocía. O que podía conocer. Y por lo que él probablemente sabía de ellos.
Hugo no congenió con Tony. Eran muy distintos. Hugo estaba hambriento y Tony estaba montado. Pero trabajaron bien juntos. Una vez.
Tony era un juguete de lujo con un rostro mofletudo, un apartamento profesional en Montagu Square y una relación intermitente con un empresario millonario que había ganado una fortuna gracias a una sucesión de éxitos musicales. El empresario invitaba a Tony a cruceros y a cenas de gala con tarjetones para indicar el lugar de cada comensal y menús encuadernados.
Tony parloteaba sin cesar: sobre las estrellas que había conocido —todas sin excepción del espectáculo ligero—, sobre las sumas que se habían gastado con él, sobre agravios imaginarios y desaires triunfales, sobre chicos, ropa y dinero. Moviéndose con cautela en torno a sus mesitas de café de vidrio y latón, con una copa de vino en la mano y un cigarrillo mentolado de boquilla dorada entre los labios, se volvía, evolucionaba y parloteaba sin cesar. Y Hugo permanecía sentado. Esperando. Escuchando. Aprendiendo. Fue como un aprendizaje. Tony era la madame. Hugo era la novicia.
Aunque «comprometido» con el empresario, Tony tenía también sus historias en Montagu Square y un empleo de vendedor en una armería de Mayfair, donde vendía Barbours a los terratenientes amantes de los caballos. Con su empleo en una tienda elegante, sus contactos de alto nivel, su bronceado permanente y su dentadura impecable, Tony era un profesional consumado; un vendedor modelo, con una mano siempre encima de la caja y la otra dentro. Lo envolvía una vaga aura de chantaje. El empresario jamás dejaría a su esposa por él. ¿Para qué? Tony olía a sexo, a peligro y a falsedad. Tony conocía bien su negocio y ganaba dinero con él. Era una puta con pieles caras y vino tinto de marca.
Cuando William presentó Hugo a Tony, no lo hizo porque creyera que iban a entenderse bien, sino porque Tony conocía todos los trucos, sabía de qué cuerdas tirar, estaba introducido en el mundillo. Podía presentar a Hugo las personas indicadas. Sobre todo, podía presentarle a Richard. Richard dirigía la «agencia». Podía dar trabajo a Hugo, y el trabajo le daría dinero para que se lo diera a William. Era muy sencillo. La dificultad estribaba en conseguir la presentación. Todos decían que no se podía ver a Richard sin haber sido presentado. Tony podía presentárselo. De vez en cuando trabajaba para él. Cuando no estaba trabajando para sí mismo. Pero, antes de presentarle a Richard, quería su parte del pastel. Quería probar a Hugo. Así pues, organizó una iniciación. Y para que quedara bien claro que él, Tony el Puto Feliz de Marble Arch, no estaba enamorado de aquel estudiante huesudo criado en un suburbio de postín, convirtió la cosa en un negocio. Invitó también a un cliente. Un habitual.
No te acuestes nunca con nadie sin ganar dinero. La vida es muy corta. Uno nunca sabe cuándo va a dejar atrás su mejor momento, y luego te alegrarás de tener un dinerillo ahorrado. Hogar, dulce hogar. Tony y sus homilías.
El cliente habitual llegó con un elegante abrigo negro y un elegante Jaguar negro. Cabellera plateada y buen perfil. Tony lo recibió con palmadas en la espalda, haciéndole sonreír, enjabonándolo con su charla insustancial, ofreciéndole asiento y sirviéndole una bebida antes de que nadie hubiera tenido tiempo de respirar. Fue una sola pirueta, de la puerta a la bebida, a la boca… y a la cama. Hugo permaneció en silencio, sorbiendo su vodka a través de los cubitos de hielo. Aún no había dado la una. Hora de almorzar. Hubiera preferido un bocadillo. Contempló a los otros dos por entre la bruma de su cabeza, mientras ellos hablaban en susurros acerca de tratos y totales, extras y bonificaciones… que habría que dividir entre… y era un chico nuevo, pero muy… Hugo no estaba excitado ni asustado. Solamente necesitaba una erección, un buen sentido de la oportunidad y una mano enérgica. Y tal vez otro vodka.
Pero ¿y el cliente habitual? ¿Cómo se suponía que iba a satisfacerlo? Hugo todavía no estaba seguro de cómo iba a persuadir a su lengua, a sus manos y a su cuerpo para que se enroscaran en torno a la lengua, las manos y el cuerpo del recién llegado. Quizá eso vendría por sí solo. Quizá Tony se encargaría de hacerlo. Quizá sería suficiente que se echara y se dejara hacer.
La bruma se espesaba. A Hugo le gustaba el vodka. Dulce y cortante, adormecía sus inquietudes. Tony se puso en pie, sonriente. Él también se levantó. Estaba muy lejos. Se encaminaron hacia el dormitorio, sin que Tony cesara de sonreír y hacerles guiños, invitándolos a pasar. Los cubitos del vaso de Hugo tintinearon contra el cristal. Se había quitado los zapatos, y sus pies se hundieron profundamente en la gruesa alfombra.
La cama era grande y estaba cubierta por un dosel con volantes fruncidos. No había ventanas; únicamente cortinas, velas y una sola lámpara de cabecera. Aunque en el exterior apenas había comenzado la tarde, la atmósfera se cargó de fragancias nocturnas cuando Tony comenzó a derramar gotitas de minúsculos frascos sobre la bombilla de la lámpara. Una vaharada de humo aromático flotó por el aire, y Tony y el cliente procedieron a desvestirse. Hugo empezó a quitarse la camisa. Los otros dos se lo quedaron mirando. Él los miraba a ellos. El cuerpo del hombre de más edad, en otro tiempo atlético, estaba ligeramente estropeado por los años. Cubierto de un fino vello plateado, lucía el oscuro bronceado de largos veranos en playas de lujo. Era el cuerpo de alguien que había envejecido con elegancia, arropado por el dinero. El bronceado de Tony era amarillento. Lámparas ultravioleta y salidas de fin de semana. Tenía la piel lisa y suave, abultada por pliegues de grasa adolescente. Ambos observaron con atención el enjuto y huesudo cuerpo de Hugo, mientras la polla le saltaba de los pantalones y se erguía endurecida, excitada por sus miradas, excitada por el olor a burdel y por la cursilería de la cama con dosel, excitada porque la deseaban y, en seguida, porque la tocaban.
La cama se hundió y se deslizó bajo su peso. Sábanas de seda sobre sábanas de seda. Cuerpos entre las sábanas, sobre ellas, por todas partes. Hugo lo contemplaba todo desde arriba, desde fuera. Quizá le habían echado un Valium en la bebida. Su mente parecía agradablemente ofuscada y arrullada entre sonrisas lejanas. Y entonces comenzó a tener la sensación de estar trabajando. El primer sonrojo del vodka había pasado, la embriaguez del aire perfumado se había desvanecido y comenzaban la respiración y los gruñidos.
Mientras los tres se retorcían sobre el lecho, Tony se apoderó de la polla de Hugo y lo dejó besándose con el hombre de cabellera plateada. El hombre no se detenía a respirar. Hugo tenía la lengua cansada y el cuello anquilosado. En el fondo de su mente, una vocecita sarcástica le contaba lo extraño que se le veía retozando con dos hombres en una cama con dosel a primera hora de la tarde. Si no la escuchaba, la voz subía de tono. Si le sonreía, no podía besar al hombre. La voz sonaba cada vez más enfurecida y chillona. Hugo, en realidad, no se divertía. Pero estaba trabajando, y ese día podría pagar dos semanas de alquiler con sólo una hora de trabajo.
Ese día podría experimentar la protección del dinero, aquel peso en el bolsillo que mantenía sus pies pegados a tierra y su cabeza en el aire. El dinero era muy importante para Hugo. El tenerlo. El tenerlo sin tener que contarlo. Viajar en taxi sin los ojos pegados al taxímetro. Almorzar en un restaurante sin calcular hasta dónde alcanzaba y dónde no. Durante toda su vida, Hugo había contado los peniques. Se lo habían enseñado sus padres. Tanto para esto, tanto para aquello, y nunca sobraba nada.
Oyó que al hombre de cabellos plateados se le aceleraba la respiración. Apretó la polla del hombre de cabellos plateados justo cuando éste comenzaba a jadearle al oído. El hombre se contorsionaba y sudaba. Sus manos reposaban, pesadas y húmedas, sobre el vientre de Hugo. Una idea absurda pasó lentamente por la cabeza de Hugo y le hizo sonreír. Era como ser un poeta metafísico. Impregnado del sudor de otro hombre, tendido en la cama de otro hombre, con los dos agitándose encima de él, mientras él, Hugo, lo contemplaba todo desde lo alto, desde fuera, desde ninguna parte. Esta idea absurda le pasó por la mente mientras su mano apretaba y tironeaba y su lengua dolorida lamía el lóbulo de la oreja del hombre plateado. Quizá no estuviera experimentando un orgasmo en absoluto. Quizás aquello fuese un ataque cardíaco.
El hombre soltó un chillido. Tony se sacó la polla de Hugo de la boca, se humedeció la mano con saliva y amasó los testículos del hombre de plata. El hombre gimió y Hugo le sacó la lengua del oído mientras él apretaba los dientes. Echó la cabeza hacia atrás, las caderas hacia arriba y eyaculó sobre las sábanas de seda.
Se quedaron los tres tendidos.
En qué estarían pensando, reflexionó Hugo, cuya mente ya corría hacia casa, pensando en la frase de despedida, en cómo evitar que lo demoraran. Quería el dinero y quería salir al aire libre.
El hombre plateado se levantó y fue a la ducha. Ya sabía dónde estaba. Tony roncaba suavemente al respirar. Tenía la boca abierta. Hugo sintió deseos de alejarse de él. Quería irse a casa con el dinero y pagar a William. Quería que le diera unas palmaditas en la cabeza por lo que acababa de hacer.
El hombre regresó todo mojado, con una toalla, y Hugo fue a ducharse mientras los otros arreglaban el asunto del dinero. No reapareció hasta que el hombre se hubo marchado. Le pareció mejor así. Tony entró en el cuarto de baño y se metió bajo la ducha. Hugo salió y fue a secarse en el otro cuarto. Tony ya se había guardado su parte de las cien libras. Le había dejado veinte. Plegado entre los billetes encontró el número de Richard. Y una nota. «Llámale mañana».
Tony seguía en la ducha cuando Hugo salió al frío aire de Montagu Square (el lado de la sombra) y dobló la esquina en un estado de exaltación. Se encaminó directamente a Selfridg’s y tomó asiento ante la barra de la cafetería. Sonrió a las señoras de pelo azul y a sus perros de lanas de pelo azul. Sonrió porque ignoraban que aquel joven al que devolvían la sonrisa era un prostituto. Ignoraban que el dinero que pasaba de Hugo al camarero de Selfridg’s era dinero proveniente del sexo. Hugo se sentía como un intruso de los bajos fondos infiltrado en la alta sociedad, y eso le hacía sonreír. Y luego, sintiéndose como un agente secreto en el momento de establecer un contacto secreto, llamó a Richard.
—He oído hablar mucho de ti —le aseguró una voz australiana al otro extremo de la línea—. Estamos en la calle Ossington, junto a Notting Hill. Ven a las tres. Es una hora tranquila. Número 52A. El timbre de arriba. Ya hablaremos entonces. Pórtate bien.
Richard era uno de los hombres más flacos que Hugo había visto en su vida. Flaco y atezado. Llevaba mucho blanco. Pantalones cortos blancos y camiseta blanca. Calcetines y zapatillas blancos. Su rostro quedaba oculto tras el bronceado y la sonrisa, que lanzaba un destello de dientes blancos por toda la habitación. Era su punto fuerte. Pero los hombres no acudían a Richard por su sonrisa. No le llamaban por su carácter amistoso. Le llamaban por sus chicos. Sus acompañantes. Sus fugaces compañeros de hotel. Y Hugo estaba a punto de ser admitido en el equipo. En el juego.
Hugo se paseó por la sala sin pantalones y con la camisa desabrochada, y a Richard le complació ver que tenía las piernas largas. «Nos llegan muchos chicos altos, pero cuando se quitan los pantalones tienen unas piernas completamente decepcionantes». Miró y sonrió, pero sin tocar. A Hugo le gustó eso, y le devolvió las sonrisas. Se sentía como en su casa.
—Tony me ha hablado mucho de ti. Me preguntaba cuándo ibas a venir. ¿Conoces el procedimiento?
Hugo parpadeó.
—Tú nos llamas. Aquí siempre hay alguien. Si no estoy yo, estarán Alan o Greg. Y luego, cuando nos llama alguien que quiere a alguien como tú, te telefoneamos. A tu casa. ¿Dónde vives?
—En Muswell Hill.
—Queda un poco lejos. Casi todos los trabajos son en el West End. Hoteles. Tenemos muy pocos clientes de la ciudad, y casi todos son tipo South Kensington. Fulham. Un par en Belgravia. ¿Tienes coche?
«Si tuviera coche, no estaría haciendo esto», pensó Hugo.
—Bien, estoy seguro de que te las arreglarás. Nuestra comisión se descuenta de los ingresos. Les cobras cuarenta libras y nosotros nos quedamos doce. Las propinas son para ti. Algunos chicos se llevan sesenta o setenta libras de propina en cada trabajo. ¿Qué nombre te gustaría utilizar?
Hugo no quería utilizar el de Hugo. ¿Y si algún amigo de sus padres llamaba a la agencia y él se veía obligado a llamar a la puerta de un hombre que…? ¿Quién se llevaría el peor susto? ¿Él o el hombre?
—David —respondió Hugo. ¿Iba a resucitar David, a estas alturas de la vida, tanto tiempo después de su muerte?
—Ya tenemos demasiados David —objetó Richard—. Es mejor Hugo. No tenemos ningún Hugo. Además, te queda bien. Es un buen nombre para ti. Puedes vestirte. Ya he visto lo que quería.
Y así, Hugo salió del 52A de la calle Ossington con una agencia y un alcahuete. La vida era buena, brillaba el sol, y él habría podido meterse en cualquiera de los taxis que pasaban por la calle. Después de todo, tenía dinero. ¿Y qué si era para pagar el alquiler? ¿Y qué si era de William? Pronto tendría más. Más del necesario. Pero Hugo procedía de una familia cautelosa, así que se coló en los autobuses hasta llegar a Muswell Hill, y miraba por la ventanilla o fingía dormir cada vez que pasaba el cobrador.
El primer trabajo que le dieron fue en Swiss Cottage, en un edificio de apartamentos. Casi todos los trabajos eran en apartamentos de alquiler o en hoteles. Nunca había sitio. Siempre eran tardes en habitaciones cerradas. El primer cliente que tuvo era un habitual. Le gustaban los chicos nuevos, y les concedía una puntuación. A la agencia siempre le interesaba conocer la opinión de los clientes. Y éste era un cliente seguro. Era su banco de pruebas. Tenía un perro faldero de color negro y una camisa a cuadros que le quedaba demasiado pequeña, de modo que la botonadura se le tensaba sobre el estómago.
Hugo intentaba encontrar un enfoque sexy. El hombre era encantador, o mejor afable, pero afeminado. Habría debido poseer un pecho hirsuto, pero sólo tenía tres pelos que crecían en distintas direcciones, como un vello púbico fuera de lugar. Hugo debía pensar en algo erótico. Debía obtener una erección.
Hablaron. Tomaron té. Hugo contempló el cuerpo del hombre y trató de hallar en él algo animal. Algo masculino. Algo que motivara a su polla. Aún no tenía claro qué implicaban las cuarenta libras. Parecía mucho dinero hasta que se descontaban las doce de comisión. ¿Eran por una follada, por una mamada o por un masaje y una paja? ¿Debía ser el juguete de los clientes o su instructor? ¿Cómo se pasaba a la cama? ¿Lo proponían ellos o debía proponerlo él?
—Quítate la camisa —le ordenó sonriendo el hombre del perro faldero, mientras encendía un cigarrillo. Hugo se llevó un disgusto: el cigarrillo era un Sobranie negro y el hombre del perro faldero usaba boquilla. Jamás podría tener una erección en aquella casa. A través de la ventana veía a los compradores de sábado tarde pululando por Finchley Road. John Barnes. Toys Toys Toys. Pastelería Lindy’s. Respetables madres judías que aparcaban sus Mercedes de dos puertas y salían corriendo hacia Waitrose.
Terminó de quitarse la camisa y se volvió hacia el hombre.
—Desabróchate los pantalones.
Hugo sintió un cosquilleo en la ingle. Le estaba haciendo desnudar poco a poco. Eso estaba bien. El hombre de los tres pelos en el pecho había tomado el mando. Hugo podía representar el papel de prostituto y el hombre del perro faldero podía hacer de cliente. Era el cliente. Hugo debía complacerlo. Su cuerpo debía complacerlo. El hombre estaba desnudándolo para ver su cuerpo. Era un objeto sexual. Era un juguete.
Los pantalones le bajaron hasta las rodillas y la ropa interior se le abultó. Notó que se le tensaban las pelotas. El hombre extendió la mano y se las apretó, y la erección de Hugo saltó de los calzoncillos. El hombre del perro faldero y los cigarrillos Sobranie y los tres pelos en el pecho y el apartamento abarrotado cerró sus labios sobre el pene de Hugo y chupó con fuerza mientras éste se recostaba contra la pared y, por el rabillo del ojo, contemplaba a otra mujer que se precipitaba hacia Waitrose arrastrando a sus hijos tras ella. Hugo sonrió para no soltar una risita tonta.
Aquella tarde en Finchley Road, Hugo aprendió una lección crucial sobre el trabajo para la agencia. Tenía que excitarse él mismo; ningún cliente lo haría jamás por él. En todos sus tratos, Hugo sólo encontró un único cliente que en verdad le resultara físicamente atractivo, un príncipe kuwaití que había estado estudiando en los Estados Unidos y regresaba a su purgatorio de Oriente Medio con una cara muy larga y un cuerpo trabajado en el gimnasio. A Hugo le sorprendió hallar un cuerpo en el dormitorio, un buen cuerpo; se corrió demasiado deprisa y, presa de los nervios, se marchó demasiado pronto. Fue como si de pronto hubiera debido representar un papel distinto.
Por regla general, su papel estaba claro. Él tenía que hacer el trabajo, y la otra persona, el individuo moreno, escuálido, canoso, arrugado, obeso, huesudo o babeante, era un público anónimo. Durante el acto sexual no se pronunciaba ni una palabra. Antes podían charlar de chucherías y curiosidades, de esto y de aquello, y Hugo casi no decía nada, conservando su propia voz para sí y las cartas contra el pecho. No estaba allí para pensar, deslumbrar ni divertir. Estaba allí para desnudarse y llevar al cliente a un orgasmo lento, satisfactorio e irrepetible (al menos, en los treinta minutos siguientes). Tenía que excitarlos con su excitación. Tenía que ponérsela dura poniéndosela dura él primero. Tenía que proporcionarles un orgasmo proporcionándose uno a sí mismo. Era casi un número de teatro. Un espectáculo de strip tease. Una danza de los siete cuartos de hotel.
Para alcanzar estas cimas de autoamor y autosexo, tenía que contemplarse como si él fuera el cliente que le contemplaba, y tenía que maravillarse y desear lo que veía. Lo bueno de este sistema era que con él Hugo siempre podía conseguir una erección.
Lo malo era que acabó estropeando su vida sexual. Su talento en la cama se atrofió. Cuando elegía a hombres para su propio placer (o ellos lo elegían para el suyo), no podía moverse. Había perdido su libido en algún lugar de aquella rutina artificial, vidriosa y distante. Así que se limitaba a tenderse y dejarse hacer. Sin moverse apenas. Enamorado de sí mismo. Incapaz de compartir. Capaz únicamente de ser contemplado y tocado, acariciado y abandonado. Los hombres se aburrían y se iban. Hugo casi ni se daba cuenta. Estaba perdido para el mundo, atrapado en una fantasía descomunal en la que todas las demás personas eran incidentales. Muchas de sus parejas no volvían a dirigirle la palabra. El muchacho que se había portado como un tigre con el hombre del pecho velludo era ahora una marmota amodorrada que se sometía al sexo como si fuera una especie de concubina drogada.
Pero con los clientes era bueno, y algunos de ellos, los que vivían en Londres, solicitaban de nuevo sus servicios. Estaba el dueño de un restaurante y de una casa en Belgravia, que se lo llevó a una granja de Sussex para verle hacer el amor con un actor norteamericano y les pagó cien libras a cada uno. Estaba el libanés que viajaba por el mundo con zapatos de cocodrilo y maletín a juego y que siempre abría la puerta desnudo. Estaba el príncipe saudí adicto a la coca, que tenía alfombras de quince centímetros de grosor en su piso junto a Regents Park. Y en medio de todo esto, estaba Hugo fingiendo. Con su alegría fingida, su excitación fingida, su imagen fingida, su pasado fingido y, cuando bajaba en el ascensor una vez terminado el trabajo, su sonrisa fingida en el espejo de cristal teñido. Hugo el Puto era una ficción, pero también lo eran Hugo el Amante y Hugo el Muchacho Suburbano. Tal vez Hugo el Estudiante fuese real. Tal vez nadie tuviera su auténtica medida. Tal vez no la había tenido nunca nadie. Y él mismo el que menos. Pese a todo el tiempo pasado solo, sin más compañía que la propia, hablando consigo mismo, argumentando y sermoneándose tras una nueva tarde pasada donde no debía, con quien no debía, sin sacar de ello más que un par de libras y la huella de un mordisco apasionado, Hugo no estaba seguro de haberse detenido jamás a interrogarse realmente. Pero tú quién joder eres, en lugar de tú con quién jodes.
Al parecer, nunca se había sentido lo bastante interesado, y ahora que podía interesarle resultaba demasiado peligroso. Era mucho más fácil fingir que no tenía tiempo. No tenía tiempo para detenerse. No tenía tiempo para interrogarse. Sólo para el sexo, el trabajo, la diversión, la vida, en el orden que fuera. A él todo le sonaba igual. Todo le sonaba a trabajo, y ahora su trabajo era el sexo. Y parecía llegar siempre tarde.
Cuando Hugo se contemplaba en los espejos de los ascensores, solía enarcar una ceja. Sin ducharse, apresuradamente enjugado con una toalla de hotel, con un par de whiskys y acaso un porro en la cabeza, enarcaba una ceja como para saludarse a sí mismo, como diciendo: «Hola, mister X. ¿Qué tal te va?». Se desafiaba a sí mismo con su despreocupación, que no admitía preguntas serias. Se desafiaba a tomárselo todo con un encogimiento de hombros. Y se encogía de hombros. A fin de cuentas, ya era un prostituto. ¿No era eso lo que él quería? Chapalear en el arroyo y jugar con los chaperos de tacón cubano y chaqueta de cuero.
Pero aquello no era el arroyo. Aquello era aire acondicionado, gruesas moquetas beige y televisión por cable. Aquello era sexo en una cinta transportadora de lujo, con el suave murmullo de fondo de las compras en tiendas caras. Era sexo de sala de tránsito libre de impuestos. Butacas cómodas. Aire acondicionado. Botellines de whisky. Y la despreocupación era un fino barniz. Bajo ella, Hugo estaba volviéndose insensible. Estaba volviéndose profesional. Sonreía y dejaba su dentadura al descubierto como un profesional. Estrechaba manos, charlaba de trivialidades y chupaba pollas como un profesional. Y tras el barniz de despreocupación, algo estaba muriendo en él. Percibía el titubeo de sus ojos en el espejo del ascensor, en el espejo del lavabo cuando llegaba a casa, en el espejo de su dormitorio cuando se desnudaba para acostarse y de repente se sentía vulnerable y en paños menores, como un niño que anhelaba que acudiera su madre y lo arropara y le contara un cuento antes de dormirse.
No se trataba de que se sintiera sucio. O, al menos, no con frecuencia. La gente tenía que esforzarse para lograr que se sintiera sucio. Algunos lo intentaban. Lo forzaban, escupían sobre él verbalmente y lo tomaban físicamente. En desaseadas y penumbrosas habitaciones de hoteles situados en las más concurridas calles de Londres, lamía dedos de pies y se acurrucaba bajo cubrecamas sintéticos para soportar el desprecio de hombres que creían haber comprado un esclavo. Nunca le hacían daño. Sólo le hacían sentir como una mierda. Le hacían sentir ganas de darse largos baños. Nunca volvían a llamarlo.
No se trataba de que se sintiera culpable. Hugo nunca se había dado cuenta de que tuviera una conciencia. Si la tenía, rara vez se hallaba despierta. El titubeo que veía en sus ojos en el espejo del ascensor no era una acusación. Era una señal. Un destello. Una media sonrisa. Insegura. Dirigida a sí mismo. No podía ceder a estos impulsos, porque entonces se echaría a reír y no le saldría la risa, o a llorar y no le vendrían lágrimas. Se limitaba a sostener la mirada como si fuese la primera vez que se veía. Sostenía su propia mirada y, con una leve aspiración, salía del ascensor, cruzaba los pasillos recubiertos de moqueta beige y llamaba a otra puerta pintada con tres números de metal dorado. Señor Hassan. Señor Manzoni. Señor Kastner. Señor Sakamucho. Buenas noches, caballeros. Un whisky me vendría muy bien, gracias.
Pero mientras permanecía sentado en la cama con el señor Sakamucho y el señor Kastner, mientras admiraba el panorama desde la habitación del señor Manzoni y tironeaba de la polla corta y gruesa del señor Hassan, echaba de menos la camaradería que había esperado encontrar. Hugo no tenía la sensación de estar disfrutando la emoción, la vida callejera, el oropel deslustrado y astroso que había observado desde la sombra en Pigalle, en la rue St. Denis, ante la Estación Termini, incluso entre los muchachos lampiños que merodeaban por los claustros de la mezquita de El Cairo.
David se habría divertido más, pensaba Hugo a veces con nostalgia, mientras contemplaba Londres a través de las gotas de lluvia que salpicaban la ventanilla del taxi en el que regresaba, sin ruido y sin esfuerzo, tras otra copulación fugaz en otra habitación de cinco estrellas a diez pisos de altura.
Había imaginado que, para entonces, ya tendría un mirlo blanco. Había imaginado que encontraría a un hombre —alto, de pecho amplio, no demasiado joven, con un bronceado permanente (más sur del Pacífico que sur de Francia)— que se apoderaría de él. El príncipe y la corista. Pero no era éste el asunto. Hugo ganaba el dinero suficiente para pagar a William. Tenía unos estudios a los que regresar. No estaba disponible. Sólo lo hacía para pagar el alquiler. Además, ¿qué haría él con un mirlo blanco? Pasarse el día tendido en la cama, bebiendo zumo de naranja recién exprimido y café solo, desenvolviendo regalos y leyendo ediciones especiales de GQ y Esquire antes de introducirse silenciosamente en la limusina para dar un paseo por el parque de camino al restaurante. The Caprice. Langans. Los hombres lo mirarían y se interrogarían. ¿Lo es, o sólo…? Las mujeres lo mirarían y sonreirían. Y él encargaría el almuerzo en un tono tan impecable que los camareros dejarían de hacerse guiños y refrenarían la lengua.
Y él sonreiría.
Pero eso no era un mirlo blanco. Eso era un príncipe azul.
Y Hugo ya era demasiado mayor para creer en ellos. Era demasiado mayor para atraer a uno de ellos. A fin de cuentas, ahora era un profesional. Sabía interpretar melodías en las zonas erógenas de árabes, judíos, chinos y japoneses. Podía sorprender a los norteamericanos y arrullar a los alemanes. Y todo eso con una lengua, dos manos y una sorpresa entre las piernas. Después, sólo tenía que tenderse y dejar que los dedos de los clientes se pasearan, mientras él se fijaba en los capilares reventados, los ojos inyectados en sangre, los dientes mellados, los dedos manchados de tabaco y las manos encallecidas. Los pelos duros y gruesos que crecían en lugares insólitos; en oídos y narices, en lunares y verrugas. La carne que se había dilatado y caía pesadamente en blandos pliegues sobre el vientre. Las cicatrices y las marcas de la edad y los excesos.
En tanto ellos sudaban sobre su cuerpo, respirando irregularmente, hundiendo las narices en frascos de poppers, él engatusaba y escuchaba, jugaba e incitaba, fingía gruñidos y gemidos de placer mientras subía y bajaba sobre sus pollas gordas, delgadas, circuncisas o incircuncisas, solicitando con halagos el orgasmo que señalaba el momento de su partida.
Si la respiración se aceleraba, él aceleraba su ritmo, suavemente pero con firmeza, sin permitir resistencia. Si la respiración se calmaba, cambiaba de técnica y se lanzaba a otra parte, otra glándula, otra crispación inesperada de sus cuerpos. Les deslizaba las uñas por la cara interna de los muslos de forma que las pelotas se les contraían y giraban con consternación. Les apretaba con la mano desde el ombligo hasta la entrepierna, de forma que sus pollas se erguían en vertical y trepaban por el aire en busca de socorro. Les hundía la lengua en el oído, les mordisqueaba las tetillas y les palmeaba las nalgas, sin cesar de contar el número de gestos, el número de minutos que le quedaban. Se veía a sí mismo como un juez en un campeonato de patinaje sobre hielo, con la tarjeta de la puntuación en la mano. Si el hombre rechazaba la mano de Hugo, deseoso de prolongar el juego, resuelto a no correrse, Hugo lo sujetaba por los brazos, lo clavaba a la cama y lo empujaba más lejos y más a fondo en el juego erótico de empújame, tira de mí, tú encima, yo debajo, y con habilidad, rapidez, suavidad y decisión lo conducía al estremecimiento, a la explosión, a un climax de eyaculación y goteo.
A veces había problemas. Clientes difíciles. Ninguno peligroso. Ninguno como aquel hombre que colgó los pantalones de Hugo sobre una cerca en los bosques de Hadley e intentó follárselo. Ninguno como el Hombre Delgado, que le provocó arcadas de dolor en aquel cubículo de ventana agrietada, haciendo que se doblara sobre un retrete sucio y contemplara su reflejo en los restos de orina de la taza. Nada de eso. Hugo había pasado a otra escala. Se hallaba en la tierra de las moquetas y las pisadas silenciosas, de los whiskys en vaso grande y los vídeos de sexo duro. Pero algunos clientes se pasaban de la raya. Algunos no sabían cómo funcionaba el juego. Otros lo sabían demasiado bien. A estos últimos, Hugo podía manejarlos. Estaban resentidos y amargados porque tenían que pagar, porque no eran lo bastante jóvenes, lo bastante apuestos, lo bastante esbeltos y bien proporcionados para meterse en un bar y perder tres o cuatro horas y treinta o cuarenta libras esperando a que alguien les susurrara hola al oído. Estaban disgustados porque tenían que pagar en vez de complacidos porque podían permitírselo. Querían azar, amor, sorpresa, no un cuerpo hermoso encargado por correo. Y por eso, cuando les llegaba, se meaban en él. Cuando se desnudaba, sonreían, se mofaban, lo manejaban con desdén, hurgaban, zaherían y nunca acariciaban.
Eso Hugo podía soportarlo. Siempre llevaba en el bolsillo un frasco petaca lleno de escocés y un Valium suelto. Si el cliente lo dejaba demasiado tenso, echaba el uno en el otro y se bebía la mezcla de un trago en el ascensor de bajada. Luego, sonreía ante el espejo y trataba de captar el titubeo en sus ojos antes de que se volvieran demasiado borrosos y el mundo se disolviera en una bruma desenfocada.
Pero no le gustaban los principiantes. Los que se quedaban en casa. Le gustaban los hoteles. Tenían una atmósfera de comida rápida. En una habitación de hotel, nadie se sentía como en casa, pero todos se sentían cachondos. Nadie te hacía escuchar sus viejos discos ni te servía café. No tenían el surtido de chucherías domésticas que llenaba sus dormitorios, las fotografías enmarcadas, los ceniceros del National Trust, los pesados armarios y las zapatillas desperdigadas que enfriaban a Hugo al hacerle pensar en el hogar y la familia y toda la parafernalia de la cotidianidad de una vida solitaria.
En los hoteles, la soledad era excitante. Era una tierra de nadie donde no existían límites. Podía suceder cualquier cosa, podía solicitarse cualquier cosa, cualquiera podía hacerse pasar por cualquiera. En casa resultaba imposible escapar del hombre que uno era, o que no era. Estaba escrito en la tela de las cortinas, la colada tendida, el retrete empapelado de color lila, el Panadol en el botiquín del cuarto de baño. En todas partes estaba escrito. Soledad. La soledad era ver a Wogan en la tele y guías AA de las carreteras británicas en los estantes, ceniceros con coches de época y cigüeñas de cristal en el alféizar. Salvapisos bajo las patas del sofá y espaguetis de ayer pegados en el fondo de la cazuela.
Ninguno tan solitario como el hombre que había pedido un motorista.
Era un hombre gordo, triste, de mediana edad, clase media, medio de ninguna parte, con demasiado tiempo para entregarse a fantasías. Hugo no encajaba en la fantasía que se había forjado.
Se sintió desdichado desde el instante mismo en que Hugo cruzó la puerta sin prendas de cuero ni casco. Se dio cuenta de que Hugo no iba a hacerle feliz. Hugo sólo iba a recordarle lo desdichado que era. Hugo iba a recordarle que él no era un motorista y que no podía conseguir a un verdadero motorista porque los verdaderos motoristas no trabajaban para australianos flacos, bronceados y vestidos de blanco en una agencia de Earls Court.
El hombre tenía modelos de motos a escala reducida por todas partes —en los ceniceros, en los apoyalibros, en los alféizares—, y Hugo, mientras contemplaba aquellas estatuillas de hombres a los que el hombre no conocía, de hombres que el hombre nunca sería, fue escuchando un torrente de injurias durante dos horas. Dos horas era el tiempo máximo. Pasadas dos horas, tenían que pagar otras cuarenta libras, de las que otras doce iban a parar automáticamente al flaco Richard y a su colega.
El hombre se quejó de que Hugo era demasiado delgado, demasiado serio, de que no sabía sentarse ni vestir, de que no sabía ir en moto, de que no llevaba prendas de cuero, de que no tenía la figura, la talla, la edad ni la imagen adecuadas, y durante todo ese tiempo Hugo se limitó a permanecer sentado en el sofá de terciopelo verde con una leve sonrisa en los labios, viendo pasar los minutos en el reloj. Le recordaba los tés con su abuela. El lento y paulatino avance de la minutera a lo largo de la circunferencia de un reloj mal decorado. Con su abuela, al menos, sólo era una hora.
Hugo jugueteó con una de las estatuillas, contó los botones del sofá de terciopelo verde, recorrió con la vista cada una de las hojas estampadas en el papel aterciopelado de la pared y contó los discos almacenados dentro de sus fundas en los pulcros y ordenados anaqueles, anhelando escapar de aquel quejica perfumado con lengua de carretero.
Observó cómo las manecillas, adornadas con cursis y recargadas volutas, convergían hacia las doce y por fin se deslizaban la una sobre la otra. Dos horas. Había expirado el plazo. Dos horas de soportar denuestos en silencio. Por lo general, nunca se cumplían las dos horas. Nunca se agotaba el tiempo. Una vez, un hombre le pagó cien libras para que se quedara a pasar la noche con él y luego se durmió casi de inmediato (el hombre pagó), pero por lo general salía a la calle en menos de una hora, a veces en menos de media hora.
Pero cuando Hugo se levantó para irse, el motorista frustrado se incorporó de un salto y empezó a suplicar. Quería llevarse a Hugo a la cama, le rogó. Ni siquiera se habían tocado, gimió. Arrugó las tristes mejillas e hizo pucheros. Se le abrió la horrible bata que llevaba y asomó la horrible barriga, blanca, fofa y lampiña.
Hugo continuó de pie y dijo:
—El dinero, por favor.
—No puedes irte —baló el hombre.
—Me voy. Llevo dos horas aquí y eso son cuarenta libras. El dinero, por favor.
Habló con voz neutra y átona, tan desinteresada que sonaba peligrosa. Hugo sabía que el viejo estaba asustado. Pero él estaba irritado. Los denuestos habían sido interminables y aburridos, y ahora estaba tan cansado y aburrido que sólo podía pensar en un taxi que lo llevara a casa. Los taxistas siempre se llevaban la mitad de sus ganancias. Eran trayectos muy largos. Un taxi de ida y otro de vuelta. Diez libras a descontar de los ingresos. Doce libras para la agencia. Eso le dejaba dieciocho libras más propinas. Aquella noche no habría propina.
El hombre seguía suplicando. Empezó a quitarse la bata y a moverse hacia el dormitorio haciéndole guiños y gestos de invitación, como si nada de lo que le había dicho fuese verdad. Y seguramente no lo era. A Hugo le daba lo mismo. Ahora era un profesional, y a los profesionales les da lo mismo. Trabajan según las reglas, y las reglas decían que el hombre debía dinero. Hugo estaba allí para cobrarlo.
Intentó parecer duro y fuerte. El hombre sonreía. Eso le ponía nervioso. Estaban atrapados en una extraña lucha, Hugo y aquel fofo y debilucho pedazo de carne. Estaban atrapados en un extraño juego de nervios, mientras el tiempo iba pasando y se infiltraba la irrealidad de la noche.
Hugo intentó hablar con un tono inflexible.
—No pienso quedarme por más tiempo —declaró—. Quiero mi dinero ahora mismo.
El hombre le dijo que no tenía dinero en efectivo. Tendría que aceptarle un cheque. Eso no estaba permitido. Todos los pagos debían hacerse en metálico. Un cheque podía ser cancelado, devuelto o rastreado. Hugo quería acostarse, dormir y despertar en su propia cama, con rayos de sol penetrando por las altas ventanas y William preparando café y copos de avena en la cocina, en el piso de arriba. Hugo quería su dinero.
Pidió permiso para utilizar el teléfono y no esperó a que se lo concediera. Descolgó el auricular y marcó el número de Richard. Se esforzaba por parecer peligroso en lugar de cansado. Erguido, con los pies separados y las manos fuera de los bolsillos. Mirando al hombre fijamente con los ojos entornados. Se esforzaba por parecer furioso. Su madre le había dicho una vez que tenía ojos de loco. Eso le había complacido. Estar loco era mejor que ser rico. Todo el mundo te temía si estabas loco.
Richard se puso al teléfono.
Hugo intentó sacar partido del hecho de que el hombre no podía oír lo que Richard decía.
—Hola, Richard, soy Hugo. Parece que hay un problema con el señor… Estoy en su casa y no quiere pagarme.
A sus espaldas, el hombre soltó un gritito.
—Dice que no tiene efectivo. —Una pausa para mayor efecto. El hombre parecía nervioso.
—Llevo aquí más de dos horas… Dice que quiere pagar con un cheque.
Richard pidió hablar con el hombre. Hugo le pasó el auricular y se situó un poco por detrás de él, de manera que tuviera que mirarlo por encima del hombro. Hugo se metió una mano en el bolsillo. Estaba interpretando los gestos de un joven capaz de atacar en cualquier momento. Otro asesinato sangriento en un piso anónimo del noroeste de Londres. El cráneo aplastado por la estatuilla de un motorista. Sangre en la tapicería. Un cuerpo junto al teléfono. El teléfono descolgado.
—Sí… No… Yo creía… Bueno, sí… No, claro que no. Lo siento… Anotaré mi número al dorso. —El hombre hablaba con voz chillona. Las manecillas habían avanzado ya media hora. Hugo se preguntó por qué antes no se movían tan deprisa.
El hombre colgó el auricular. Parecía completamente desprovisto de energía. Desinflado. Extendió un cheque a Hugo y Hugo se marchó sin decir palabra.
No era siempre fácil este trabajo.
Pero a veces era tan fácil que le daban ganas de reír.
A veces no ocurría nada en absoluto. Hugo llegó al Hilton una noche, acicalado, seguro de sí, bien planchado (nunca lo habían interpelado; daba la imagen de huésped a la perfección, solía decirse mientras subía para ver a unos huéspedes que no se parecían a él en nada). Llamó a la puerta, la 701, y le abrió un guardaespaldas con la pistola aún colgada del hombro. Se mostró muy correcto. No sonrió. Hugo se lo agradeció: cada sonrisa escondía una risa. El guardaespaldas era serio y cortés. Hugo era un regalo para su jefe, y no debía ser incomodado ni tratado inadecuadamente. Le invitó a tomar asiento. Hugo se encontraba en el recibidor de una gran suite. A través de la puerta abierta vio a un grupo de hombres con lujosos atuendos árabes. Estaban sentados mirando un vídeo, con sus caftanes y tocados. En la pantalla del televisor, dos tipos violaban brutalmente a un transexual con tetas y polla. Los árabes sentados permanecían impasibles, y, fuera de la vista, se oía un murmullo de conversación. Hugo no tenía ni idea de quiénes eran, de si eran de la realeza, jeques del petróleo o comerciantes de pornografía. Apenas alcanzaba a verles las caras.
Uno de ellos se volvió y lo contempló con bastante detenimiento. Hugo se irguió en la silla y no sonrió. Lo estaban evaluando. Era sopesado en el platillo de los esclavos por hombres demasiado ricos como para preocuparse por sus sentimientos. Se le empezó a poner dura. La arrogancia de aquellos hombres le atraía. Se sentía como un regalo que irían desenvolviendo poco a poco delante del televisor, su cuerpo iluminado por la parpadeante luz del vídeo porno.
Alguien cerró la puerta y el murmullo de conversación se volvió casi inaudible. Hugo contempló el cuadro que tenía delante, en la pared del recibidor. Habían elegido una pintura que hiciera juego con la tapicería de las sillas y las pantallas de las lámparas. Hugo se preguntó si habría un artista, en algún lugar, que trabajara en encargos de este tipo. Le proporcionaban los códigos de color y él se limitaba a pintar a juego. Se preguntó también si tendría que acostarse con todos. De ser así, seguro que uno u otro se lo follaría. No se puede manejar a cuatro hombres a la vez. Y los árabes siempre tenían una polla muy gorda. Se corrían enseguida, pero aun así hacía daño, y no les gustaba usar lubricante ni poppers. Las nalgas de Hugo se tensaron sobre la tapicería de la silla.
Regresó el guardaespaldas.
—Muchísimas gracias por haber venido. No es usted exactamente lo que deseaban. —Lo dijo con tal tacto y cortesía que Hugo sintió deseos de preguntarle: «Bien, ¿y tú qué dices, entonces? ¿Quieres que nos lo montemos?». Pero al momento recordó que era un puto. Nadie elegía a un puto. Nadie elegía al chico de alquiler rechazado.
El guardaespaldas depositó algo en la mano de Hugo. En el ascensor, Hugo abrió la mano. Había cien libras en billetes nuevos de a veinte. Hugo se quedó mirando a Hugo en el espejo del ascensor. Ninguno de los dos sabía muy bien qué pensar del otro. Por lo tanto, se dirigieron finas sonrisas acuosas. Aquello era demasiado irreal. Soltaron una risita nerviosa, pero el gorgoteo de la risa no llegó a cuajar.
Aquella noche, Hugo regresó en taxi a casa sin mirar el taxímetro.
Hubo otros que le dieron dinero por no hacer nada. El príncipe de suntuosas alfombras en Regents Park, que se llenó el gaznate de whisky y la nariz de cocaína y acto seguido lo despidió con una enorme sonrisa, diciéndole cuánto se alegraba de haberlo conocido. El hombre que estaba pasando un cumpleaños deprimente y contrató a dos prostitutos —uno blanco y uno negro— para que se sentaran en el dormitorio a ver la televisión. Hugo y su colega negro permanecieron allí sentados con el hombre y su confidante, un bailarín de ballet con cara de Nureyev y voz melindrosa. Vieron «Veinticinco años de orquesta norteamericana». Un buen programa, pero era noche de sábado. Hugo quería hacer su trabajo e irse. Estuvieron un buen rato sentados en la cama los cuatro, mirando la tele. Apenas se hablaron. Finalmente, el anfitrión salió del cuarto. El bailarín de voz melindrosa les dio cincuenta libras a cada uno. Les sonrió y se marcharon. Fue la primera vez que le pagaban por ver la televisión.
Con su trabajo de puto, Hugo hizo mucho dinero pero ningún amigo. Había esperado conocer a alguien. Un magnate. Un personaje de la televisión. Por debajo de su cortés fachada y sus sonrisas automáticas, acechaba la ambición, todavía inconcreta, de convertirse en una estrella. Pero dónde, de qué, para quién y cómo eran detalles que aún no había decidido.
De alguna manera, eso implicaba la apreciación de sus iguales, la admiración de sus inferiores y el reconocimiento benévolo de sus superiores. De alguna manera, implicaba ser reconocido pero no atropellado por las multitudes: conseguir mesa en los restaurantes y provocar susurros en los vestíbulos de hotel. De alguna manera, prescindía del rastro de chantaje que había ido dejando como un reguero de pólvora hasta su puerta, semidesvalido en las garras de su propia sexualidad (cuántos hombres, cuántos muchachos saldrían a la luz para vender sus relatos verídicos). De alguna manera, implicaba apariciones en programas de tertulia y lentos descensos por escalinatas iluminadas, una estrella desbordante de réplicas ingeniosas preparadas para seguir a las penetrantes preguntas hábilmente sugeridas por él mismo. Hugo solía ensayarlas para sí mientras andaba por la calle, atrayendo la desconcertada y sonriente atención de los transeúntes.
«Bien, la primera vez, que yo recuerde… Sí, Michael, aquello fue muy… No, Russell, ya sabes que no es…». Dominaba este parloteo inane hasta en los gestos y las sonrisas. Miradas cautivadoras al público, guiños de complicidad a la primera fila. Y trajes a medida. Nunca previsible. Siempre un poco desviado por su propia tangente. Una atracción constante, pero rara vez visible.
Hugo creía que la celebridad era una de las llaves que abrían la puerta mágica. Al cruzarla, se entraba en un mundo en el que, de pronto, en lugar de trabajar por todo, todo empezaba a trabajar para uno. Se encontraba el despacho de billetes para el tren de la abundancia, la entrada a la cinta transportadora de la fama y la fortuna, y la vida se convertía en un largo juego de sociedad lleno de regalos y apariciones especiales, alimentado por alguna que otra ocurrencia nueva, joya literaria nueva, artículo nuevo, o relato, o quizá nada en absoluto.
De un modo callado e inquieto, Hugo creía que el juego de buscarse la vida le proporcionaría esa llave. Creía que encontraría a un hombre, alguien que ya estuviera al otro lado de la puerta mágica con un abono de temporada para el tren de la abundancia, que le haría cruzar el umbral sin formular preguntas. Así que, ¿cómo iba a resistirse cuando Richard le llamó para anunciarle que tenía un trabajo sorpresa con una celebridad de la televisión? ¿Cómo podía renunciar a la posibilidad de un billete gratuito a la fama y la fortuna?
Naturalmente, no se le ocurrió pensar que si una celebridad de la televisión llamaba a una agencia de chicos era porque quería un prostituto, no un protegido. El cliente buscaba una polla y un juego de músculos armoniosamente desarrollados, no un cerebro y una gran facilidad para las agudezas. Si lo hubiera pensado, tal vez habría podido ganar jugando a perder. Sin embargo perdió porque, de un modo repentino, inadvertido pero inaceptable, se mostró tal como era. Fuera quien fuese. Fuera quien fuese, su lugar aún estaba más en casa con pan y mermelada que durmiéndose ante un huevo con patatas fritas en Barclay Brothers.
El cliente era un famoso presentador de un programa de entrevistas. Su programa se emitía los sábados por la noche. Era parte del mundo al que Hugo aspiraba. No era lo que Hugo quería ser cuando llegara allí. Era todo lo que a él le disgustaba de ese mundo. Pagado de sí, chismoso, fatuo, desesperado, soberbio, patético, fofo, rijoso.
Hugo era su regalo de cumpleaños.
Era una noche libre. Hugo no solía trabajar en sábado, y cuando recibió la llamada estaba a punto de salir de casa para reunirse con un grupo de amigos. Richard le dijo que era un cliente especial, pero no quién era. Le dijeron que la paga sería mayor. Quizá creyera que había posibilidades de hacer carrera, pero para Richard una vida en los medios de comunicación junto a los nombres de neón no era una carrera; una carrera eran las comodidades y alicientes de una vida como mantenido de un pederasta famoso. Cenas con celebridades quebradizas, fines de semana en el campo, veranos en alguna Riviera, Navidades en Australia y todo el año prisionero, pieza de exhibición para ser envidiada por los amigos.
Hugo llegó a una planta baja en Kensington. Distrito W8. Como el Hilton, aquel barrio ya era territorio familiar. El Hilton significaba árabes. Kensington, ingleses. En general Hugo prefería a los árabes. Eran más despreocupados y más corteses. Los ingleses siempre tenían miedo y a menudo se mostraban groseros. El presentador de televisión era muy inglés y muy grosero.
Le abrió la puerta un rubio de anchos hombros y cara pálida que no significó nada para Hugo. El hombre sonrió sin cambiar de expresión. Tenía algo de vidrioso. Como untado de vaselina.
Pasaron a una sala que pretendía ser una biblioteca. Todo era cálido, rosado y abrillantado, desde el cuero de los sofás hasta los lomos de los libros. Parecía el anuncio de un club del libro en algún suplemento dominical. Hugo sonrió para sus adentros y algo se escapó al exterior. El presentador de televisión estaba acostumbrado a estudiar a la gente. No se le escapaba una sonrisa presuntuosa, y la de Hugo no le pasó por alto.
Desde el instante en que Hugo entró en la habitación, el hombre se puso en guardia. Le dijo a Hugo que era su regalo de cumpleaños. Hugo percibió la desilusión en su voz. Pero no era éste el problema. El problema era que Hugo no podía olvidarse de Hugo. Normalmente, a estas alturas ya se habría anestesiado: decía lo mínimo, actuaba lo mínimo, bajaba la voz, hablaba en monosílabos y esperaba el momento de desnudarse. Prefería empezar lo antes posible. Pero aquella noche Hugo no podía desconectarse. Se sentía en guardia. No podía hacerse callar. La atmósfera era sarcástica. Con púas. Tenía que defenderse.
El Señor Presentador de Televisión estaba disgustado porque Hugo carecía de la musculatura que él deseaba. Los músculos se habían puesto de moda, y estaban dejando sin trabajo a Hugo. Pectorales, deltoides, tiroides, zomboides… Para que alguien te quisiera, necesitabas un surtido completo de abultamientos anómalos y curvas antinaturales. La silueta de Hugo, esbelta y lisa de los pies a la cabeza, se había quedado anticuada.
El ambiente de la biblioteca ya era tenso y apenas si se había pronunciado una palabra. A Hugo le apetecía una bebida, pero no sabía qué pedir. Hugo habría pedido escocés. Pero ¿y el buscavidas? Cerveza. Limonada. Agua mineral. Sonrieron todos con sonrisas artificiales y el Señor Televisión empezó a hurgar. Empezó a preguntar. Sabía lo que se hacía: se ganaba la vida haciendo preguntas. Pero las respuestas de Hugo no eran las que él quería oír. Le impulsaban a hacer más preguntas. Le preguntó dónde había estudiado, y, como un tonto, Hugo se lo dijo. Cualquier tensión sexual que hubiera podido existir se evaporó al instante. Un colegio privado. El Señor Enfangador no había llamado a Caprice para que le proporcionaran una carabina bien educada con el bachillerato superior. Hugo no dijo nada de Cambridge. Sabía que estaba pisando en falso, pero había perdido la orientación hasta tal punto que éste era el único camino que veía. El Señor Televisión deseaba carne, cartílago, violencia. Deseaba un Neanderthal al que pudiera deslumbrar con su fama y conservar por unos cuantos peniques. Hugo no se dejaba deslumbrar. Se pavoneaba.
Como si fuera su deber, se quitaron la ropa y se acostaron. Los tres. El rubio de los hombros anchos y la cara de vaselina estaba más gordo de lo que parecía. Se tendió y trató de adoptar una pose incitante. Era el verdadero amante del Señor Televisión. Seguramente también trabajaba en la televisión. Hugo se desnudó y se tendió a su lado. El Señor Televisión se quitó los pantalones, los calcetines y la camisa, y se les acercó con un bamboleo de grasas.
Hugo se dio cuenta de que la cosa iba mal al ver que no se le ponía dura. Normalmente, el mero hecho de desnudarse le provocaba una erección. Pero allí, expuesto a la mirada sarcástica del Señor Televisión, blanco de sus comentarios malintencionados, sintiéndose flaco, deseoso de irse y deseoso de ganar, no se le levantaba. Buen regalo de cumpleaños estaba resultando.
Durante veinte minutos, los tres se revolcaron y se palparon mutuamente. Hugo sólo empezaba a excitarse cuando jugueteaba con el rubio. Pero eso estaba prohibido. Ambos eran propiedad del Señor Televisión, y estaban allí para satisfacerlo. Y el Señor Televisión no era un mirón. Constantemente tironeaba de Hugo y manoseaba su pene fláccido. Llevaba las uñas pintadas. Barniz transparente.
Hugo era consciente de que era mejor marcharse, pero quería el dinero. Lo necesitaba para pagar una deuda. Siempre había alguna deuda por pagar. Siempre había algún motivo para volver a trabajar. Podía seguir así indefinidamente, sin detenerse jamás. Resolver todos los problemas haciéndose un cliente. Sopesó el problema mientras el Señor Televisión le sacudía la polla. De buena gana le hubiera pegado, pero eso habría atraído a la policía. O a su amante rubio. ¿Y si se levantaba y se iba? ¿Cuánto tardaría en vestirse? ¿Podría hacerlo con la suficiente rapidez? No, claro que no. Y no era cosa de salir corriendo desnudo por las calles de Kensington.
El Señor Televisión se incorporó y se dejó caer sobre él. Le aplastó las costillas. Lo dejó sin aliento. Hugo alzó la cabeza y vio la enorme rotundidad movediza del gordo balanceándose sobre su cuerpo, sobre sus huesos. Era una pesadilla hecha carne. Hugo empujó para apartarlo. El hombre se lo quedó mirando con expresión sorprendida.
—Creo que será mejor que me vaya.
—Pero ¿tú qué te has creído?
—Sólo creo que será mejor que me marche.
Hugo ladeó el cuerpo de forma que el michelines se deslizó y quedó tendido de espaldas, contemplándolo con aire de consternación. El amante rubio no decía nada. No sonreía, pero tampoco iba a pegarle.
Hugo se apresuró a coger su ropa, eligiendo primero las prendas más estratégicas.
—Tendré que llamar a la agencia.
—Estoy seguro de que encontrarán un sustituto.
El hombre estaba furioso y quería humillarlo. Hugo se mostraba inexpresivamente cortés. No debía ser grosero. No debía ser sarcástico. Debía mostrarse imperturbable. Quería estar con sus amigos. Quería reír, emborracharse, bailar, quedarse sin blanca. ¿De qué le servía tener la cartera llena de billetes de diez libras? Al fin y al cabo, apenas podía decir que fueran suyos. Entre lo que debía a la agencia y lo que debía a sus amigos, a los cobradores del gas y la compañía telefónica, al banco, a su padre, nunca tenía dinero propio y siempre tenía que conseguir más. Estaba enganchado a los billetes de a diez.
—¿Qué número tienen? Voy a llamar a Richard para quejarme.
Hugo se dio cuenta de que jamás volvería a trabajar para ellos, y le alegró que la decisión hubiera quedado en manos de otros. Lo borrarían de la lista. No tendría necesidad de despedirse.
—No volverás a trabajar nunca más.
—Oh, cielos. Cuánto lo siento.
Le salió de un modo completamente inapropiado. El gordo de la tele alzó la vista, sorprendido.
—¿Por qué te dedicas a este trabajo? No se te da muy bien.
—Era muy bueno.
—¿Cuánto hace que estás en esto?
—Ahora mismo no me acuerdo. Tengo que irme. Ya conozco el camino.
Fue lo más cerca que estuvo nunca de ser entrevistado por un célebre presentador de la televisión. Y habría sido un buen programa. Sólo hubiera tenido que ser un poco más largo.
Terminó de vestirse y se dispuso a escapar. Casi podía oler la libertad de las calles mojadas. Tenía que huir de aquella falsa biblioteca, rosada y abrillantada, antes de que empezara a reírse como un loco o se quedara sin respiración. Quería correr bajo la lluvia hasta la parada del autobús, y colarse en los autobuses hasta llegar a sus amigos, a la fiesta, y entonces se emborracharía y no diría nada a nadie de su velada con el Señor Televisión.
El rubio se puso en pie y se ató una toalla a la cintura.
—Tendré que abrirte la puerta.
—Cumpleaños feliz. —Hugo dirigió al michelines una sonrisa neutra.
—Es un poco tarde para eso, ¿no? ¡Oh, qué mierda de país! ¡Qué mierda de ciudad! Si esto fuera Nueva York…
Estaban en el recibidor. El rubio y Hugo. El rubio sacó una llave. Extendió la mano y Hugo fue a estrechársela. Pero tenía algo en la mano. Hugo lo cogió.
—Llámame mañana. Me encantaría volver a verte. —El rubio sonrió. En el pecho de Hugo se formó una burbuja de risa, pero la aplastó con otra sonrisa neutra.
—De acuerdo —respondió.
El amante rubio del gordo Señor Televisión le había pasado una hoja de papel. Dentro de la hoja había un billete de cincuenta libras. Ahora podría ir a la fiesta en taxi. La vida era absurda. Metió una mano bajo la toalla del rubio y le dio un apretón en los huevos. En realidad, no sabía muy bien por qué. Por la alegría del momento. Por haber ganado dinero sin trabajar. Sonó un bufido repentino. Se volvieron y, justo en el umbral, vieron al Señor Televisión. Los michelines en jarras. Ojos que echaban fuego.
Hugo cogió el tirador, abrió la puerta y se escurrió al exterior como una anguila saliendo del fango.
No pudo librarse de la sonrisa durante todo el trayecto en taxi. Cuando vio a sus amigos, no pudo parar de reír, y no pudo contarle a nadie por qué.