La primera vez que Hugo pidió dinero a cambio de sexo fue en un cuarto de baño del hotel Regent Palace.

Tenía dieciocho años, acababa de llegar de Cambridge y buscaba alguna fuente de ingresos que le permitiera sufragar sus gastos.

Ya le habían ofrecido dinero antes, desconocidos que sabían que sólo con su físico no llegarían a ninguna parte. Había recibido dinero del jefe de Exploradores que vivía en Ponders End, pero él nunca se lo había pedido, y, de todas formas, no era auténtico dinero. Era dinero de bolsillo para la confitería. Con dos libras no se podía comprar nada, excepto demasiado chocolate. Esta vez quería cobrar la tarifa profesional, aunque no sabía cuál era. Así que, apretujado tras la puerta del baño común de la tercera planta, al final de la escalera suntuosamente alfombrada del Regent Palace —una escalera y un cuarto de baño bien conocidos por muchos de los cuerpos que se exhibían en el mercado de carne de Piccadilly—, planteó el asunto. Y supo que había metido la pata en cuanto se dio cuenta de que farfullaba.

—Tendrás que darme dinero —masculló, mientras el desconocido terminaba de desabrochar las dos braguetas y se inclinaba hacia su entrepierna.

El hombre se incorporó al instante. No estaba nada complacido. De hecho, estaba muy enojado. Hugo no lo encontraba especialmente atractivo, de todos modos, así que no le importó que se abrochara la bragueta y saliera a toda prisa, hablando de reglas y de acuerdos implícitos, diciendo que tenía muchos amigos que hacían la calle por Piccadilly y a ver si se había creído que podía tomarle el pelo. Hugo comprendió perfectamente a qué se refería. ¿Cómo había podido creerse uno de ellos? No vestía ni hablaba como ellos. No miraba a los hombres como ellos. No tenía su aire aburrido, frío, remoto. Se mostraba demasiado interesado. ¿Por qué habrían de pagarle? No era necesario.

Pero quería que le pagaran. Quería ingresar en la fraternidad de los buscavidas.

Era el sueño del colegial que leía a Genet en el autobús de la escuela después del desayuno y antes de la merienda; del adolescente que quería ser exótico y se sabía suburbano; del muchacho que buscaba el peligro y regresaba a su casa a la hora del pan con mermelada. Quería ser admitido en el juego, sumarse al espectáculo chillón, engalanado con oropeles y una sonrisa, siniestro y omnisciente, fingiéndose ingenuo, fingiéndose experimentado, maltratado por el destino y los chulos, bamboleándose al borde del arroyo y las drogas, viviendo en un mundo nocturno de sexo, violencia y dinero a tocateja.

Y, en cierta medida, quería venganza. Quería cobrarse lo suyo.

Hugo siempre se había considerado un tipo astuto, un chico de la calle. Eso era medio fantasía y medio realidad. Conocía bien la calle, pero no pertenecía a ella. Conocía las ciudades. Tenía olfato para moverse por ellas. Era como un instinto migratorio perverso, una herencia de la época en que David exploraba todo Londres en busca de compañeros sexuales, de emociones sexuales, de callejones adecuados. Hugo se enorgullecía de la velocidad con que podía encontrar los bajos fondos de cualquier ciudad desconocida. Olfateando las aceras como un sabueso en busca de pistas, deambulaba y se perdía por las entrañas de la ciudad hasta sentir aquel extraño aflujo de adrenalina cuando percibía a su alrededor las primeras oleadas de sordidez: sex shops, peep shows, lencería erótica, seguidos de cerca por los burdeles, las putas y los espectáculos triple X. Allí se sentía a sus anchas en cualquier ciudad.

En todas las ciudades que visitaba, Hugo se sentía incómodo, desasosegado e impaciente hasta que lograba encontrar la zona de prostitución. Entonces recuperaba de golpe la alegría. En sus viajes por Europa durante las vacaciones escolares, Hugo rara vez visitaba los museos, esos grandes sarcófagos de la cultura. Allí se mareaba y le costaba respirar: los vastos y opresivos lienzos históricos acumulados en vastas y opresivas salas; los turistas, abrumados por el peso del prestigio, que desfilaban sigilosamente y susurraban al pasar como si asistieran a los funerales de un cacique local.

Pero en los barrios donde las putas callejeaban y los peep shows exhibían sus rótulos, donde los chulos se limpiaban las uñas con mondadientes y cualquier perversión imaginable podía encontrarse envuelta en celofán en las revistas a color impresas en Escandinavia, Hugo experimentaba la sensación de haber descubierto el núcleo de la ciudad, su vida, su corazón. Las revistas eran atractivas y estaban puestas muy a la vista. Los chulos, con su indumentaria a rayas crema y carmesí, eran llamativos. Pero él se fijaba sobre todo en las putas. Como un número de transformismo que caricaturiza a divas y coristas, que se emperifolla y descarga a todo volumen canciones de amor no correspondido, las putas eran una caricatura del amor. Eran el rostro franco y grasiento de la lujuria. Eran un revoltijo. Eran exorbitantes, desaliñadas, seductoras, rancias. Eran vulgares y tenían estilo. Hacían sonreír a Hugo. Lo abrumaban, divertían y fascinaban.

Y no sólo le atraían las mujeres, o los hombres disfrazados de mujer, de manos grandes y voces gruesas que siempre delataban su sexo. También se fijaba en los chicos. Las arañas sentadas en su tela. Era un juego de poder, de cazar y no ser cazado, en el que nadie estaba seguro de quién daba caza a quién, quién había ganado, qué se había perdido. ¿Aquella sonrisa era burlona o desesperada? ¿El guiño era auténtico o profesional? ¿Las manchas de la piel eran juventud o vejez?

Hugo, como el voyeur consumado que era, creía saber mucho sobre los bajos fondos, sobre sus chulos y sus clientes, y, en particular, sobre sus putas, sus gitanos y vagabundos, sus ladrones y carteristas. Nunca había sido cliente ni buscavidas, todavía, pero aun así creía saber. El chico que contemplaba boquiabierto a los desconocidos en trenes y restaurantes, hasta que una madre o una hermana incomodadas le ordenaban que apartara la vista, había observado durante tanto tiempo, absorbido tantas flaquezas y costumbres, gestos y crispaciones, que era natural que creyera saber. Pero también estaba ávido por aprender.

Había vagado por Europa con billetes de tren baratos. Se había demorado bajo los carteles que prohibían demorarse. Había jugado, pero sin entrar nunca del todo en el juego. Era el aficionado que intenta pasar por profesional. Los hombres no sabían cómo tomarse a aquel muchacho inglés bien educado que merodeaba por los bajos fondos en busca de emociones, pero de todos modos lo seguían, y él los seguía a ellos, observando y esperando.

A los diecisiete años, de vacaciones en París con su hermana, pero solo por unos días mientras ella buscaba un apartamento en Nantes, recorrió de extremo a extremo la rue Saint Denis, comiendo crepes y escuchando las bromas de las fulanas embutidas en ajustados pantalones, látex rojo y cuero sintético negro, que asaeteaban el aire con sus largos cigarrillos y sus propios brazos con jeringuillas usadas. Oscilaban en el límite entre la atracción y la repulsión. Sus cóleras eran como bufidos de gato en la oscuridad. Eran felinas y peligrosas. Sus brazos mostraban cicatrices de caballo. Sus piernas, de pantorrillas demasiado gruesas por los años de hacer la calle, lucían finas cadenas de oro en torno al tobillo como señales de posesión, como la marca de una oveja.

Veían a Hugo y silbaban y lo llamaban, y él sonreía, avergonzado, y bajaba la vista hacia su crepe rebosante de chocolate.

En Pigalle, por la tarde, era menos tímido. Allí los travestis trabajaban durante el día, mucho más altos que sus colegas lumpen de Saint Denis, con tetas exageradamente duras y redondas, manos anchas y robustas, grandes uñas roídas y arrancadas, maquillajes de colores chillones. La esquina de su callejón favorito estaba siempre ocupada por la reina de los contrastes: un travesti mulato enfundado de pies a cabeza en cuero sintético rojo, con una peluca rubia que coronaba una piel color café y una voz tan ronca como la de John Wayne.

Pigalle ofrecía todo un surtido de pasiones en su hilera de rutilantes sex shops con cabinas de vídeo al fondo, arracimadas en la esquina tras incongruentes cortinillas de bambú. Aquí era donde Hugo se demoraba, observando a los hombres que llegaban y, pasando de puerta en puerta, examinaban las cubiertas de los vídeos expuestas a la entrada de las cabinas, para decidir qué combinación de torsos y órganos deseaban para su paja de cinco francos. Si alguno se detenía ante la pared de hombres con hombres, Hugo se adelantaba desde las sombras del bambú y entraban en la cabina juntos.

En asunto de minutos emergía de nuevo, saciada su lujuria, los pantalones incómodos, el resto de la tarde en cierto modo vacío. Buen momento para ir a un museo. Cultura poscoital. Bañado en la satisfacción de haber vencido, de haber jugado en el casino sexual de la ciudad y obtenido el premio en la máquina tragaperras, podía contemplar los Géricault y Delacroix sin sentirse intimidado. Podía sostener la mirada de los demás turistas y sonreírles con afectación, porque él ya no era un turista. Eso creía él.

París representó para Hugo el primer descubrimiento sexual de una gran ciudad. El sexo se extendía por su centro en profundos estratos, cosquilleante, tentador, provocativo, inquietante. Pigalle por la mañana, rue Saint Denis de ocho a diez, y luego a los jardines de las Tullerías en busca de extraños encuentros en el enrejado de sombras de los árboles cultivados en hileras diagonales. Pero París poseía un aura urgente de peligro que hacía que la sangre fluyera más deprisa y latiera con más fuerza. Constantes rumores, propagados en voz baja, describían las Tullerías como un territorio de chaperos de cuchillo fácil, dispuestos a cualquier cosa por conseguir un nuevo par de botas con tacón cubano o una chaqueta de cuero. Eran jóvenes y duros; se peinaban con tupé; se limpiaban los dientes con la navaja automática. Ganaban miles de francos por semana y se los gastaban persiguiendo a chicas apolilladas, intentado recobrar su virilidad. Hugo incluso había leído un artículo sobre ellos en uno de los suplementos dominicales; con el pretexto de dar voz a la indignación moral del público, el periódico intentaba satisfacer sus deseos de escándalo bajo una portada respetable. El artículo iba acompañado de numerosas fotografías. Hugo lo devoró con avidez.

Los chaperos franceses se convirtieron en sus héroes. Pero durante su estancia en París procuró evitarlos, y no tuvo ningún problema con ellos. Salvo una vez. Y no fue un verdadero problema, sino apenas un encuentro ante el Monoprix de Anvers, donde acababa de ligarse al profesor. Le vieron abordar al desconocido en un terreno que no era suyo. El muchacho cuyo territorio había invadido le palmeó la espalda como el matón de la escuela, con una risa que dejaba al descubierto todos sus dientes de oro, y, mirando al profesor con ojos chispeantes de malicia, lo saludó por su nombre, arrancándole una débil y sorprendida sonrisa.

De todos modos, el profesor había sido una equivocación. Medio calvo, con gafitas de cristales redondos, había sido su último recurso al final de un largo día de vagabundear por todos los meaderos del centro de Pigalle, de buscar y ofrecer contacto visual hasta que le dolieron los ojos.

El chapero asustó a Hugo. Parecía capaz de morder, y con fuerza. El golpe que le dio en la espalda al saludarle fue tan fuerte que estuvo a punto de hacerle caer. Si hubiera llevado un cuchillo en la mano, Hugo habría quedado ensartado. Pero entonces apareció un uniforme entre las cabezas de los compradores, una gorrita de gendarme. El muchacho se alejó con sus botas de gamuza sin volver la vista atrás. Hugo se quedó parpadeando sobre la acera. El profesor detuvo un taxi y subieron apresuradamente; durante todo el trayecto, no cesó de hablar de sus clases en la Sorbona, de su tarde libre y de su apartamento junto al Sena. Hugo había descubierto que, incluso en aquella ciudad, el hecho de ser inglés lo volvía más atractivo, lo convertía en una curiosidad, de modo que representó a la perfección el papel de adolescente inglés, callado, de ojos azules, sensible, pero sin dejar de preguntarse por qué, cómo, qué estaba haciendo en el asiento trasero de un taxi con aquel hombre de gafitas redondas.

Pero aún le quedaba mucho que aprender, y antes de que terminara la jornada su bautismo de humillación sería completo.

Llegaron a un edificio con vistas al Pont Neuf, y el profesor, con un brillo de alegría en las gafas, le hizo subir a un espacioso apartamento en dos niveles. Hugo experimentó esa primera ansia de comodidad, ese primer deseo anhelante de conocer la suavidad de una gruesa alfombra, la blandura del sofá.

El negro llegó cuando empezaban a beber sus primeros spritzers, cuando Hugo se abandonaba a la molicie de un sillón de respaldo alto. El negro era el amante estable del profesor, que no lo esperaba hasta la noche. Hugo, que todavía era joven y, por tanto, creía que el sexo lo conquistaba todo y que cuantos más fueran más se divertirían, dirigió una sonrisa al negro, que le respondió con una mueca de desdén. Hugo fue incapaz de borrar la sonrisa. El spritzer lo había paralizado. Así, mientras el profesor y su amante estable se enzarzaban en una furiosa disputa, él siguió sonriendo y contemplando el panorama.

No sentía ningún deseo de follar con nadie en particular, pero si tenía que hacerlo, le apetecía mucho más el negro que el de las gafitas redondas. De un modo u otro, su instinto le decía que desnudándose no conseguiría apaciguar a ninguno de los dos, conque siguió bebiendo su spritzer mientras observaba las embarcaciones de paseo que navegaban por el Sena, sintiéndose como un turista secuestrado, arrancado de la ociosa actividad de admirar el panorama.

Sonrió a los dos hombres que reñían y se gritaban desde los extremos opuestos de la mesita baja, con su colección de cuchillos Sabatier. Sonrió al sofá y a los elegantes cuadros en tonos beige que tan bien concordaban con la elegante alfombra gris y el elegante crema de los lomos de los libros de Gallimard. Sonrió al río, y al puente, y a las embarcaciones de paseo.

Hugo comprendió que no terminarían de discutir mientras él permaneciera ahí presente, y que tampoco podría seducir al amante mientras siguiera peleándose con el profesor; además, había terminado su spritzer y era evidente que nadie iba a prepararle otro mientras durase la pelea. Así que se fue. O, al menos, se dirigió hacia la puerta y, sin perder la petrificada sonrisa de alcohol y luz de día, comenzó a manosear la cerradura.

Cesaron los gritos. El profesor se acercó para despedirlo. No se hablaron, pero cuando salía, el profesor se sacó una tarjeta del bolsillo y garrapateó algo al dorso. Estaban fuera de la vista del amante, que se paseaba nerviosamente por el nivel superior del apartamento, dando vueltas todavía en torno a los cuchillos Sabatier. Las gafitas redondas empañadas de sudor hicieron un guiño a Hugo mientras el profesor le deslizaba en la mano la dirección de un club nocturno de la orilla izquierda llamado Manhattan. En el reverso de la tarjeta decía: «A las nueve».

—Esta noche, a las nueve. Nos encontraremos allí.

—Oui, oui —barbotó Hugo, sin saber de cierto si algún sonido había cruzado sus labios.

—Au revoir.

—Au revoir.

Una pieza de adorno se estrelló contra el dintel de la puerta y se hizo añicos. El profesor se cubrió la cabeza con los brazos y cerró de una patada. Hugo se tambaleó levemente mientras sonreía a las escaleras.

Le costó encontrar el club. Tuvo que recorrer la calle al menos tres veces, por ambas aceras, antes de advertir una puertecita con una minúscula mirilla y una placa bruñida en el exterior. Pulsó el timbre y la mirilla parpadeó. Al oír el zumbido de la cerradura eléctrica, empujó la puerta y entró en el local.

A Hugo, la expresión «club nocturno» siempre le había sonado vagamente a Hollywood. Estas dos palabras conjuraban refulgentes visiones de amplias salas, vestidos de noche, cuartetos de cuerda y dry martinis. Había candelabros y arañas, y escalinatas que se dividían y confluían de nuevo, y una corriente de invitados que eran anunciados por un lacayo de librea. La imagen planeaba entre Ruritania y la plaza Berkeley, en una extraña cápsula del tiempo que tomaba prestados elementos de todos los periodos (como los sastres de Hollywood), en una chabacana combinación de trajes de los años cincuenta con arquitectura del siglo XIX, música del siglo XVIII y charla intemporal. Era un mundo de Cary Grant, Audrey Hepburn y algún que otro rey destronado.

Por consiguiente, se le hizo extraño encontrarse en un angosto salón en rojo y negro en el que un hombre de bigote y camisa a cuadros se apoyaba tras una reluciente barra. Pasada la barra, unos empinados peldaños descendían hasta la pista de baile, donde tres o cuatro individuos ya habían empezado la juerga. Uno de ellos, un hombre corpulento y de cuello grueso, con el cabello muy corto y un poblado bigote rubio, llevaba una falda escocesa y giraba velozmente como una peonza. Los demás se doblaban de risa, tapándose la boca con las manos y alzando las cejas hacia el techo mientras el otro giraba sin cesar para que la falda se levantara cada vez más.

A Hugo le recordó bastante el Black Cap de Camden Town, pero expulsó tan irrespetuoso pensamiento de su cabeza y se repitió las palabras «club nocturno» para recuperar parte de su hechizo.

—Bon soir, m’sieur —ceceó el barman.

—Bon soir —repitió Hugo sin cecear.

Al profesor no se lo veía por ninguna parte.

El barman limpió la barra frente a Hugo y colocó un posavasos antes de deslizar hacia él un cenicero y cerillas. Si Hugo hubiera sido un hombre de mundo y no le hubieran temblado las manos (ocultas en los bolsillos), habría encendido un cigarrillo. Sabía que debía pedir alguna bebida. Le había sorprendido que no hiciera falta pagar entrada, pero ahora querían su dinero.

—Un dry martini, s’il vous plaît. —Oui.

Hugo no era bebedor. Ni siquiera conocía muchas bebidas. No soportaba la cerveza. Su abuela bebía ginebra con naranjada, pero a él esta mezcla le hacía sudar. Su madre bebía Martini rojo con hielo y limón; eso le gustaba, pero una vez lo había pedido en el Duque de Lancaster y se lo quedaron mirando como se miraría a un perro que se hubiera tirado un pedo. Su padre bebía whisky, cosa que a Hugo le resultaba incomprensible. Repasó mentalmente el mueble bar de sus padres, al que tan a menudo acudía con su bote de pintura vacío en busca de ginebra en la que disolver los barbitúricos, y se decidió por la botella de Martini Extra Dry. En ningún momento se le ocurrió que pudiera existir alguna diferencia entre el Martini Extra Dry y un dry martini.

Hugo llevaba encima siete francos. Las vacaciones estaban a punto de terminar y andaba escaso de fondos. Cuando no estaba acurrucado tras incongruentes cortinas de bambú al fondo de las rutilantes sex shops, se dedicaba a calcular cuántos francos le quedaban para gastar en crepes y cuándo podría comerse el siguiente. Esta extraña tensión no lo abandonaba nunca. Solo en una ciudad desconocida, con un billete de vuelta y casi sin dinero. Se pasó un día o dos trabando amistad con los saltimbanquis que actuaban ante el Beaubourg y conversando con ellos (casi todos eran australianos), deseando que le dijeran «Únete a nuestro grupo de artistas vagabundos. Vayamos a recorrer Europa juntos». Pero no se lo dijeron. Ya tenían bastantes bocas que alimentar. Y Hugo no sabía hacer saltos mortales ni tragar fuego.

El barman depositó la copa cónica sobre la barra, haciendo oscilar la aceituna.

—Soixante-dix-sept, m’sieur —volvió a cecear.

A Hugo le resultaba difícil comprender los números en un idioma extranjero, y siempre se aferraba al último sonido que oía. Así pues, dejó cautelosamente sus siete francos sobre la barra.

Tu rigoles? —preguntó el barman, ceñudo.

Hugo se puso como la grana y comenzó a tartamudear. Abrió la boca, volvió a cerrarla y contempló los siete francos. Hundió la mano en el bolsillo, aunque no ignoraba que estaba vacío. Quiso decir que estaba esperando al profesor y que él se haría cargo de la cuenta, pero no sabía cómo se llamaba el profesor y, de todos modos, ya hubiera debido estar allí. Quizás el negro se había puesto firme. Además, Hugo sólo había ido allí porque se trataba de un club nocturno, no porque quisiera ver de nuevo al profesor.

El barman sonrió bajo su bigote.

—La prochaine fois tu sauras, hein?

Y empujó el dinero hacia él.

Hugo probó la bebida. La encontró repugnante. No lograba comprender por qué su Martini sabía a ginebra, ni cómo una bebida había podido costarle seis libras. Toda la diversión se había esfumado. En lugar de sentirse como un verdadero noctámbulo que se pasa las madrugadas apoyado en la barra, bebiendo combinados y fumando Black Russians, se sentía como un autoestopista que anda mendigando dinero y pidiendo vasos de agua. Apuró la copa con una mueca. Detestaba el sabor de la ginebra sola. Sabía que el barman sabía que no le quedaba más dinero. No podía pedir otra bebida y tampoco se atrevía a bajar a la pista de baile, donde el hombre de la falda escocesa seguía dando vueltas. Así que se marchó. Salió a St. Germain sintiéndose como un vagabundo al que acabaran de expulsar de una reunión de la alta sociedad.

A pesar de toda su experiencia sexual callejera, cuando llegaba la hora de la verdad, del dinero a tocateja, de las cincuenta libras en la cartera, del gigoló que le golpeaba la espalda en Pigalle, de pedir un billete de a cinco en un cuarto de baño del hotel Regent Palace, Hugo era un principiante y todo el mundo se daba cuenta. Por muchas calles de putas que se hubiera pateado, por muchas tardes de sábado que hubiera pasado en la plaza Leicester mientras su madre lo creía en la National Gallery, empapándose de cultura en lugar de masturbándose en el hueco de un ascensor en desuso con un desconocido barbudo que le entregaba dos libras, Hugo seguía siendo un turista en un viaje organizado a los bajos fondos con billete de ida y vuelta, una estafa, dos sustos y un escalofrío garantizados.

Mientras estuvo en París, todo el tiempo intentó jugar a dos juegos. En uno, avanzaba por la calle a pasos rápidos, taconeando sobre el adoquinado, repartiendo miradas de soslayo que enganchaban los ojos de los jóvenes. Interpretaba el papel de pollito arrogante, con una erección permanente y un francés aceptable. En el segundo, contemplaba el mundo desde lo alto de la nariz, a través de una nube de desdén que le impedía ver nada. Recorría los bulevares pulido de pies y endurecido de sonrisa, con todo el aspecto de alguien que pretendiera ofrecer un aspecto interesante.

Pero a veces se encontraba sin ningún papel adecuado que interpretar. A veces era verdaderamente vulnerable. Su intuición era buena, pero no siempre podía salvarlo. Era capaz de rebajarse más que la mayoría, de zambullirse en arroyos donde sus compañeros de juegos se hubieran ahogado, pero de vez en cuando se quedaba sin saber qué hacer ni qué decir, como un tonto, y a veces, mucho peor, se quedaba sintiéndose en auténtico peligro. En París, sus tribulaciones tuvieron que ver con el ridículo. Allí aprendió qué son los clubes nocturnos, aprendió cómo sabía un dry martini y cuánto podía costar.

En Alejandría, seis meses más tarde, sus tribulaciones tuvieron que ver con el miedo. Allí aprendió que no hay que internarse en una ciudad desconocida cuando se tiene la intuición embotada por el alcohol e hipnotizada por el deseo. Una combinación casi letal. De hecho, cuando Hugo abandonó el comedor de oficiales y salió a la brisa cálida que soplaba del mar, experimentó la certeza de que, si no renunciaba a la ciudad y regresaba a su propio buque, algo extraño iba a sucederle. Si no hubiera estado borracho, seguramente habría vuelto al SS Miranda. Claro que, si no hubiera estado borracho, no habría tenido por qué. Allí de pie, frente a las altas farolas y las amplias avenidas del puerto que se extendían entre él y la ciudad, frente a los pocos centenares de metros de certidumbre hormigonada y ángulos rectos que lo separaban del hervor y el bullicio de Alejandría, escuchando el zumbido desconocido que le llegaba desde más allá de la entrada del puerto, Hugo sintió que algo se agitaba en sus entrañas. La libido paralizada por las convenciones, por el miedo a ser descubierto, por la necesidad de participar en la camaradería de guiños, silbidos y miradas lascivas a las faldas, empezaba a despertar y, como un gusano de seda, salía de su capullo. Eso sólo podía acarrear problemas. Pero lo mejor del alcohol era su efecto anestésico sobre la ansiedad. Hugo sintió el impulso instintivo de buscar satisfacción. Se dijo que en realidad no quería follar, que sólo iría a echar una mirada, que regresaría directamente al barco, y acto seguido comenzó a bajar por la pasarela.

Tres meses antes, Hugo era un colegial de las afueras de Londres. Ahora estaba empleado en un barco que realizaba cruceros por el Mediterráneo oriental. La escuela quedaba atrás, con sus clases de cuarenta minutos y sus almuerzos de puré de patatas, con sus cigarrillos fumados a escondidas y los gritos del director. Hugo había salido de la escuela con una plaza en Cambridge para estudiar Literatura Inglesa y nueve meses de libertad. La libertad le había llevado a Alejandría.

Hugo tropezó en la pasarela y acabó de descender con el paso exageradamente cauteloso de quien no desea parecer borracho. Estaba muy, muy borracho. Evidentemente, los miembros de la RN[10] estaban hechos de una materia más resistente que la suya. Tras todas aquellas semanas empapándose de brandy en el salón de baile circular, gastando buena parte de la paga en copas que costaban una pequeña fracción de lo que le hubieran cobrado en cualquier pub de Londres, creía haber adquirido la constitución de un bebedor. A fin de cuentas, entre un puerto y el siguiente apenas había otra cosa que hacer, y los oficiales parecían organizar la mayor parte de su tiempo libre en torno a la bebida.

Aquella fiesta, sin embargo, no se había celebrado en el SS Miranda, sino en el comedor de oficiales de una fragata de la Armada amarrada junto a ellos en el puerto de Alejandría. La noche anterior se habían firmado los acuerdos de Camp David, y la ciudad, apoyada sobre las bocinas de sus automóviles, había llenado el aire con la proclamación estruendosa de su euforia. La noche siguiente, los oficiales del Miranda fueron invitados a la fragata para compartir una amistosa celebración, y Hugo acudió con ellos, las manos en los bolsillos de la chaqueta, intentando disimular su timidez bajo un aura de desenvoltura. Permaneció al fondo del comedor, esquivando las miradas de los otros y bebiendo con demasiado apresuramiento. Los oficiales de la Armada iban de un blanco inmaculado, y exudaban carisma y confianza. Auténticos defensores del reino, a su lado Hugo se sentía mal vestido y fuera de lugar, de modo que se dedicó a la bebida para mantener ocupada la mente.

No estaba claro si bebían tan desaforadamente que ya ni siquiera se daban cuenta de ello o si se trataba de una estratagema para embriagar al mujerío, pero cada sorbo era un mordisco en la lengua de Hugo. Los licores apenas diluidos retorcían sus entrañas como un purgante. Se sentía como un barco a la deriva. Había perdido la orientación. No podía dejarse llevar por el pánico y precipitarse hacia otra copa, porque le haría vomitar. Tenía que conservar el control de su estómago y el dominio de su cabeza. Tomó un sorbo más de ginebra escasamente rociada con tónica. Nadie le dirigía la palabra. Los anfitriones dedicaban toda su atención a las mujeres, y las mujeres estaban encantadas de recibir esa atención. Hugo decidió abandonar la fiesta.

Cuando se vio fuera, tuvo la sensación de haber escapado otra vez de su país. El comedor apestaba a Inglaterra, a criquet y a golf y a bailes de club de rugby, donde envejecidos símbolos del éxito masculino, con sus trajes de lino color crema y algún que otro Rolex, ensayaban antiguos rituales de apareamiento con las esposas de sus iguales y hacían caso omiso de Hugo, salvo para fulminarlo con ocasionales miradas de desprecio. «Te tienen miedo», se decía él mientras salía a contemplar el campo de criquet, de golf, de rugby.

Alcanzó el muelle con un paso en falso y se tambaleó sobre el tobillo ligeramente torcido. El hormigón bañado por la luz de las farolas era una imagen de aventura. Los buques alineados, con festones de bombillas suspendidos de la popa, parecían atracciones de feria. Pero allí Hugo no sabía ni cómo empezar. Su olfato no le decía nada. Impulsado por el alcohol y el aguijón del deseo, echó a andar por el muelle, pero no había hecho ningún reconocimiento previo, no había analizado las pistas y las señales, aprendido las rutas, buscado puntos de orientación. Habían llegado el día anterior por la tarde, y a las seis de aquella misma mañana se hallaba en un autocar con treinta pasajeros que se precipitaba criminalmente entre el tráfico en dirección a El Cairo para realizar un recorrido cronometrado por mezquitas y museos, rodeados de pilluelos que repetían: «Cincuenta peniques una paja, cincuenta peniques una paja». Eso no era lo que él buscaba.

Actuaba a ciegas y sin mapa, y con sus mejores instintos embotados. Subió por la pendiente a grandes pasos, hacia la salida del puerto. Por el camino se cruzó con un taxi que bajaba por el lado opuesto de la carretera. El conductor lo contempló con detenimiento, y Hugo sintió el primer estremecimiento de excitación. Iban a ocurrir cosas.

No le sorprendió que el mismo taxi se detuviera a su lado en su viaje de regreso, cuesta arriba para salir del puerto.

—¿Quiere ver la ciudad?

—¿Cómo dice?

—Le enseñaré la ciudad. Se lo enseñaré todo. Suba.

—No tengo dinero.

Mentira. Hugo llevaba cincuenta libras en la cartera. Había dicho una estupidez.

—No importa. Suba.

Hay algo en el hecho de subir a un automóvil ajeno que parece sellar el propio destino. Cuando se cierra la portezuela y el motor arranca, de pronto uno se vuelve vulnerable, arrebatado de su territorio sin posibilidad de huida. Un coche es un lugar peligroso. Pero Hugo estaba tranquilo. Tranquilo y nada sorprendido cuando cruzaron ante los guardias de seguridad en la entrada del puerto.

¿Por qué lo miraban con tanto desprecio, mientras indicaban por gestos al chófer que siguiera adelante?

Seguía tranquilo cuando el hombre se desabrochó los pantalones y, exhibiendo una pequeña erección morena, empezó a manosear torpemente la bragueta de Hugo.

El sexo acecha en todas las esquinas, en todas las entrepiernas, en todas las ciudades.

La erección de Hugo era impresionante. Agigantada por la bebida y por los días de frustración en alta mar, dejó pasmado al conductor, que lanzó un juramento indescifrable y estuvo a punto de chocar con otro taxi. Hugo se arrellanó en el asiento y se dejó toquetear. El taxista farfulló alguna cosa y, con unas bruscas sacudidas de cabeza, le dio a entender que debía hacerle una mamada. Hugo sonrió y desvió la mirada. El hombre se puso cada vez más insistente, hasta que Hugo (aunque muchos años más tarde se saltara esta parte cuando relataba la anécdota) inclinó la cabeza hacia el regazo del egipcio y tomó en su boca la pequeña erección morena. Le pareció asunto de buenos modales, puesto que el hombre se había ofrecido a enseñarle Alejandría gratuitamente. Pero de momento sólo habían visto calles anónimas y polvorientas, con bloques de apartamentos más bien mugrientos y palmeras descuidadas.

Hugo movió las mandíbulas y se cubrió los dientes con los labios, atento a los jadeos delatores que anunciaban la inminencia del orgasmo. Los buenos modales sólo llegaban hasta cierto punto, y la perspectiva de tragarse el semen de un taxista egipcio no resultaba muy tentadora.

Apartó la cabeza cuando la respiración del taxista comenzó a acelerarse y observó sin el menor interés cómo se estremecía ante el volante. Fue una eyaculación más, como tantas otras, pero esta vez a cincuenta kilómetros por hora entre calles desconocidas, muy lejos del hogar. No tenía a quién recurrir. Hugo seguía tranquilo, y muy remoto. Era como si David hubiera regresado para observar qué tal se desenvolvía. Estaba poniendo a prueba el coraje de Hugo. Y su buen juicio.

El taxista redujo la velocidad y entró en un garaje cerrado, donde algunos egipcios se movían de un lado a otro a la luz de los faros. Estaban esperándole. Nadie parpadeó. Nadie sonrió. El coche se detuvo y alguien abrió la portezuela. Hugo bajó. Estaba tan distante que ni siquiera oía nada. Sólo miraba. Pero sabía qué iba a ocurrir a continuación.

El chico estaba sentado en el asiento trasero de otro coche. Condujeron a Hugo hasta allí y se lo mostraron por la ventanilla. Tenía ojos castaño oscuro y un hermoso cutis. Era delgado, cosa que no cuadraba con las preferencias de Hugo, y era muy joven, algo que en realidad no había probado nunca. Pero en aquel lugar cerrado, Hugo era el turista blanco, era el inglés, y a los ingleses siempre se les servían chicos. Los mayores sólo querían una mamada rápida sin soltar el volante.

Eran hombres de negocios. Cuando Hugo había comenzado a masturbarse en el taxi, el conductor le había sujetado la mano. Su orgasmo no debía desperdiciarse. Era valioso.

Hugo tenía presentes las cincuenta libras que llevaba en la cartera desde el momento en que había dicho al taxista que no llevaba dinero. En Inglaterra, esa advertencia quería decir: «Soy joven y peligroso, y me gustan los regalos». En Egipto no quería decir nada. Los blancos, los ingleses, siempre llevaban dinero. Cualquier dinero era mejor que el egipcio. Lo único que había conseguido era dejar sentado que sabía que era un asunto de dinero.

Y en aquel momento, mientras contemplaba al chico del coche, tenía las cincuenta libras muy presentes. Abrieron la portezuela. El chico se hizo a un lado para dejarle sitio en el asiento. Hugo sólo era consciente de que no debía entregarles la chaqueta. Se la pedían por gestos y extendían los brazos para que se la diera, pero él sabía que, si les hacía caso, ya podía despedirse de sus cincuenta libras. Se quitó la chaqueta y la dejó sobre el capó del automóvil. Por alguna razón, le pareció que si la dejaba en un lugar tan visible no se atreverían a hacer nada. Y si lo hacían, se daría cuenta y montaría un verdadero escándalo.

No tenía ni idea de dónde se encontraba. Estaba sentado dentro de un coche aparcado, rodeado de hombres que no cesaban de entrar y salir de la zona iluminada por los faros. Pero estaba seguro de que prevalecería el honor.

Más adelante, Hugo fue incapaz de recordar qué había ocurrido con el muchacho en la angosta y semidesnuda incomodidad de aquel asiento tapizado de plástico. Debía de haber tenido un orgasmo, suponía. Pero no recordaba ninguna sensación pegajosa en la mano, ni que el chico hubiera demostrado ningún placer. Se había limitado a permanecer inmóvil, contemplándolo fijamente con sus ojos castaño oscuro. Estaba aburrido. Asustado. Tal vez drogado. Hugo se sentía torpe y reblandecido. Como la resaca precoz que se deja sentir antes de haber terminado un vino barato, Hugo sintió la depresión poscoital, el decaimiento del ánimo, el anhelo del hogar y la cama. Quizá sí que había tenido un orgasmo, pues. O quizá le había vencido el cansancio. De un modo u otro, cuando salió del coche la chaqueta seguía sobre el capó, y la cartera en el bolsillo de la chaqueta.

Por qué Hugo se sacó la cartera del bolsillo en ese momento es algo que no está claro. No es probable que pensara pagar a nadie. Hugo nunca ofrecía dinero; daba por sentado que podía obtenerlo todo gratis, si lo intentaba. Pero lo cierto es que sacó la cartera, la abrió, y las cincuenta libras habían desaparecido.

Le pareció inevitable.

Miró a su alrededor. El taxista estaba frente a él, pero había en él algo distinto. No llevaba la misma ropa que antes. Hugo gesticuló y le dijo algo en inglés. El hombre lo miró y se encogió de hombros. No entendía. Hugo se enfureció. Agitó la cartera en el aire y la señaló con el dedo. Levantó la voz. Ya no estaba borracho. Estaba furioso. Perdió los estribos y empezó a gritar. Los hombres siguieron moviéndose, yendo y viniendo. Unos se acariciaron la barba, otros menearon la cabeza y otros más intercambiaron algunas palabras en egipcio, pero nadie parecía entender a qué venían los gritos de Hugo.

Entró otro hombre en el garaje. Éste sí era el taxista. El otro no podía serlo. Pero éste también llevaba una ropa distinta. El recién llegado llamó a Hugo por señas y le dirigió una sonrisa comprensiva. Hugo sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Éste era el hombre que iba a terminar con la horrible broma que estaban gastándole. A un inglés blanco, además.

El taxista condujo a Hugo hasta su coche. Era un coche distinto. Era un taxista distinto. Hugo siguió creyendo en él. Subieron los dos al automóvil y el desconocido sacó su cartera y le entregó un billete de gran tamaño.

Hugo hubiera podido echarle los brazos al cuello y cubrirlo de besos. Había recuperado sus cincuenta libras. Agitó el billete y preguntó al hombre cuánto quería. El conductor lo miró sin inmutarse. A su sonrisa le faltaban unos cuantos dientes. Hugo examinó el billete que sostenía en la mano. Era una libra egipcia. Se volvió hacia el conductor, que lo miraba desde la penumbra del automóvil. Ni siquiera se le distinguía bien la cara. Todo el enfado de Hugo había desaparecido, y ahora se encontraba sencillamente cansado. Pensó en exigir que lo llevara a la Embajada, pero se dio cuenta de lo ridículo que parecería. Además, había otra cosa que comenzaba a preocuparle. No tenía ni idea de dónde se encontraba. Forzosamente tenía que llegar el momento en que se deshicieran de él, y cuanto más insistiera en su papel de británico enfurecido, más probable resultaría que perdieran la paciencia. En un primer momento, la cólera le había hecho gritar y proferir amenazas; ahora se sentía desvalido y vulnerable. La arrogancia de su pasaporte empezaba a fallarle. La cabeza empezó a llenársele de ideas inquietantes. ¿Y si se ponían violentos con él? ¿Y si llevaban cuchillos? Los egipcios seguían moviéndose de un lado a otro. Seguían sin sonreír.

Hugo asintió con un gesto y el taxista puso el coche en marcha. Se detuvo justo ante la entrada del puerto. No quería correr el riesgo de ser denunciado a los guardias.

Hugo cruzó el portón, dio media vuelta y entró en el pequeño cuarto de la guardia.

—Me han robado —anunció.

Nuevo error. En asunto de minutos, se vio rodeado por grandes caras de torta con ridiculas gorritas grises adornadas con insignias y galones. Todos los guardias se arracimaron y se empujaron para verlo bien, como si fuera un fenómeno de feria. Repitió su relato a alguien que, una vez terminado, reveló no entender inglés (todo el tiempo había asentido con expresión atenta) y volvió a repetirlo ante un tercer individuo (más galones y una insignia más grande) que sí hablaba inglés, pero que se lo preguntó todo dos veces.

—Ah, sí. Bien, señor, ya sabíamos que iba a ocurrirle algo así.

—¿Qué? ¿Y por qué no me advirtieron?

—¿Señor?

—Cuando cruzamos el portón. ¿Por qué no me dijeron nada entonces?

—¿Por qué subió usted al coche de aquel individuo, señor?

Sacaron los papeles. En la oscuridad de aquel cuarto gris, mal iluminado por una sola bombilla desnuda, las caras de los guardias adquirían el aspecto de calabazas de Halloween. Los sucesos de la noche comenzaban a parecerle tan remotos e irreales como una pesadilla. Era inglés y había subido al coche de un taxista desconocido que se había ofrecido a mostrarle la ciudad sin cobrar nada. Era inglés y estaba borracho. ¿Qué otra cosa esperaba?

Aparecieron formularios y plumas, sellos de goma y preguntas. Hugo repitió de nuevo su relato, pero omitiendo siempre el garaje y pasando por alto la pequeña erección morena del taxista. Se limitó a decir que el tipo le había quitado la cartera cuando iba a pagar. La historia resultaba patética, y para entonces ya eran las cuatro de la madrugada. En mitad del interrogatorio, mientras los guardias preguntaban, anotaban y sellaban, Hugo se levantó y, abriéndose paso con suavidad entre las caras de torta y los hombros galoneados, salió del cuarto de la guardia y echó a andar cuesta abajo hacia su barco. Nadie corrió tras él. Las calabazas con insignias y galones se hundieron de nuevo en la apatía.

El barco, blanco y refulgente, se destacaba en el muelle como una bruñida reliquia del esplendor colonial. Era su hogar. Era Inglaterra. Era tierra firme, tras las arenas movedizas de Alejandría. Trepó por la pasarela y saludó al oficial de guardia, apoyado contra la pared en su uniforme blanco. Hugo sospechó que el oficial se figuraba dónde había estado. Podía confiar en la grandiosa discreción británica, pero sabía que iba a quedar marcado. En el barco, los rumores parecían propagarse por osmosis. Hugo siempre había tenido la sensación de que las puertas del club estaban cerradas para él, que los camareros sabían que no debería estar allí y que el barman lo contemplaba con desprecio al verlo entrar. Ahora tenía la sensación de haberles devuelto la llave.

Estaba muy deprimido. La pérdida de cincuenta libras era un inconveniente considerable. Aún seguía obsesionado por el dinero, y por la necesidad de acumularlo en su bolsillo como último refugio contra la calamidad. Ahora carecía de defensas. Tendría que rehacerse como fuera, sisando y rateando de los miserables ingresos que obtenía a diario alquilando herrones para jugar a los tejos en cubierta.

Pero lo que más le deprimía no era el dinero, ni tan solo el acceso de repugnancia que había seguido al enojo en una especie de reacción poscoital retrasada; lo que más le molestaba era la humillación. Había quedado como el gran bobo inglés. Lo habían sangrado unas sanguijuelas más rápidas y más listas que él; unas sanguijuelas a las que ni por un momento se les había ocurrido pensar que aquel hombre blanco pudiera ser rival para ellos. Estaba allí para que lo sangraran, y eso era lo único que habían pensado. Y lo habían atraído con un cebo tan mezquino como un muchacho renuente en el asiento trasero de un Ford de segunda mano. Los egipcios no se habían dejado engañar. Ni siquiera habían prestado atención a sus amenazas. Ni siquiera habían entendido lo que decía. Era blanco y estaba como una cuba, y con eso les bastaba.

Y ahora Hugo quería vengarse.

No podía superar en ingenio a los taxistas de Alejandría. No podía vencer a los chaperos de París en su propio terreno de las Tullerías. Pero en Londres, estaba resuelto a demostrar que podía dar este paso y descargar un golpe bajo en nombre de sus anhelos de vileza. Tenía que demostrar que era más listo que un vulgar turista blanco, presa fácil para el cazador astuto. Era una sirena cruel y caprichosa que atraía a los extraños hacia las rocas, hacia el asiento de cuero sintético de algún automóvil o el baño cromado de la tercera planta del Regent Palace.

Y de paso ganaría algún dinero. Porque ahora lo necesitaba de veras. Y no sólo un par de libras para comprar chocolatinas.

Pero el incidente del hotel Regent Palace no había resultado muy alentador. Como tampoco, en realidad, el mismo Piccadilly. Sus tiempos como centro londinense para el tráfico de adolescentes, los grandes almacenes del alquiler de muchachos, el mercado de carne de la leyenda popular, pertenecían al pasado. Y ya entonces la carne era dudosa. Piezas de segunda. Cuellos y osamentas. Asaduras. Menudillos. Una hilera de rostros macilentos y remotos, de cuerpos esmirriados enfundados en chaquetas chillonas, sujetos a las barandillas de la entrada del metro, los nudillos enrojecidos por el frío, mirando hacia la calle Regent y esperando a algún cliente envuelto en un buen abrigo que se los llevara de allí y les calentara las manos.

Todo eso había cambiado. La policía, los promotores y el hombre que había inventado los retretes de pago con mecanismo automático de apertura lo habían hecho cambiar. Cuando Hugo se decidió a tomarse su venganza, y cuando comprobó que necesitaba el dinero (la venganza siempre parecía un móvil mejor; el dinero era la causa más inmediata), todos los chaperos habían desaparecido de las calles. Ahora trabajaban desde bares, bares de desayunos como el Barclay Brothers de Whitehall, donde hacían sus trapícheos, se tragaban sus pastillas y se quedaban roncando entre el huevo con patatas fritas y el grisaceo té claro. Además, tampoco eran como Hugo los recordaba. No eran aquellos jóvenes de cabellera rubia y arrugadas chaquetas de terciopelo, siempre con sus mañas, siempre buscando al Señor Ideal. Éstos eran fugitivos con telarañas tatuadas en las mejillas, dirigidos por alcahuetes negro con mucha barriga y mucho oro encima, que los metían medio dormidos en un minitaxi y los enviaban a suburbios lejanos para ser maltratados por algún pervertido tímido. Eran peligrosos. Directos. Hambrientos. Desesperados. Un poco de comida y de calor y estarían dispuestos a atracarte en tu propia casa.

No era ésta la fraternidad en la que Hugo deseaba ingresar. Para entonces, necesitaba dinero con urgencia, pero no podía entrar en el juego por un huevo con patatas fritas. Detestaba las patatas fritas. Y la cantidad que necesitaba era bastante mayor. Necesitaba dinero para pagar el alquiler de las habitaciones que había tomado en Londres. Sólo alquilaba las habitaciones por unas cuantas semanas, durante las vacaciones universitarias. Pero incluso esta pequeña suma era difícil de obtener honradamente. Casi todos sus amigos de Cambridge pasaban las vacaciones con sus familias. Pero, exceptuando alguna visita ocasional para tomar el té, Hugo ya no podía volver a casa.

Mejor dicho, sí que podía volver a casa. Pero no quería. Después de haber realizado un crucero por el Mediterráneo oriental, bronceándose bajo un sol implacable y conduciendo a rebaños de colegiales por entre las maravillas de la Antigüedad, después de haber dormido en la litera de un oficial de marina, después de haberse emborrachado de vodkatinis en un club napolitano donde los travestís bailaban muy lentamente ante interminables reflejos de sí mismos en espejos facetados, después de Alejandría y sus taxistas, después de Nueva York con Ross y Cynthia, después de un trimestre en Cambridge con Dolly, Chas y Rudy, ya no podía adaptarse al mundo de Hadley con su rutina de lavadoras, mesas puestas y paseos para ir a buscar el pan a la panadería.

No hubo ninguna pelea. Pero se daba cuenta de que para su madre había sido un alivio que se fuera. En cierto modo. Su madre no quería preocuparse. No quería pelear. Le resultaba todo más fácil si Hugo no estaba allí. Le resultaba más fácil si se limitaba a escuchar lo que él le decía y se limitaba a ver lo que ella quería ver. Aun así, eran amigos cuando se fue. Por lo menos, habían cruzado esta barrera. Después de años de vivir con ella temiéndola y aborreciéndola, Hugo la dejó atrás con amor y lágrimas. Su madre se había mostrado muy paciente durante sus primeras vacaciones en casa. Llevaba un año sin apenas verlo. Al terminar su trabajo en el barco, se había marchado directamente a Nueva York; de Nueva York, otra vez al Continente; del Continente, directamente a la universidad (una noche en casa, el tiempo justo para preparar el equipaje). Y ahora que estaba con ella, apenas paraba en casa. Lo veía por la mañana, antes de irse a trabajar, pero al anochecer, cuando regresaba, él siempre había salido, dejándole una nota con la hora aproximada en que volvería. Hugo tenía la llave, ningún dinero y un apetito que saciar.

Había estado saliendo con desconocidos. Desconocidos que encontraba en pubs donde mujeres solitarias dirigían largos monólogos a sus bolsos polvorientos y las Trollettes, enfundadas en vestidos de lentejuelas rosas y verdes, interpretaban canciones insinuantes dos veces por noche. Hugo seguía a estos desconocidos hasta sus salas de estar suburbanas y sus dormitorios con cubrecamas acolchados, de Tottenham a Hampstead, de Chalk Farm a Stroud Green. Pero nunca se quedaba a pasar la noche. Eso habría sido llevar la cosa demasiado lejos. Su madre ya rezongaba porque parecía haber tomado su casa por un hotel. Hugo no quería que pensara que ahora la tomaba por un depósito de equipajes. De hecho, no quería que pensara para nada en sus actividades. Aunque seguía deseando vengarse del mundo normal, aunque deseaba llevarlo al huerto y cobrarle tarifa doble, no quería escandalizar a su madre. Por eso nunca le contaba dónde estaba ni dónde había estado, ni mucho menos con quién.

Así que iba a casa de aquellos desconocidos y se revolcaba bajo el cubrecama tras las tensas tazas de té en la salita con tresillo, y luego les decía: «Lo siento, pero tengo que irme. Tengo que irme antes de que cierre el metro. Tengo que pedirte prestado para el taxi. Tengo que estar en casa antes de que se levante mi madre. Tengo que dormir con la cabeza sobre mi almohada, soñando bajo mis mantas».

A veces resultaba fácil, porque su anónimo compañero estaba dormido. En esas ocasiones, cogía el dinero para el taxi, dejaba una nota y se marchaba sigilosamente. Otras veces tenía que dar explicaciones y no podía. ¿Cómo explicar que aún siguiera teniendo miedo de su madre? ¿Cómo explicar que no podía dejar su número de teléfono? De vez en cuando, alguno de ellos lo acompañaba en coche hasta su casa, como solía hacer Charlie, y entonces Hugo pensaba, siquiera por unos instantes, que quizá lo amaban. Pero Hugo detestaba tener que irse temprano. Detestaba robar billetes de cinco libras de sus carteras confiadas. Detestaba entrar a hurtadillas en la casa de Hadley, tratando de evitar crujidos.

Así que mentía. Por supuesto. Era algo automático.

Hugo quería quedarse toda la noche con el chico al que había conocido la semana anterior, el chico de camisa desabrochada y expresión sonriente que una calurosa noche de verano se le había acercado en un pub repleto de gente y le había besado en la boca antes de decir palabra. El chico que contaba furiosas mentiras acerca de una familia imaginaria y que vivía en un piso de tabiques delgados en Chalk Farm, con la triste verdad de una estufa de infrarrojos y una madre atemorizada a la que presentó como su tía. Hugo no creyó sus mentiras, pero el cuerpo velludo y rubio del muchacho le dejó la boca seca de deseo, y follaron toda la noche ante las dos barras de la estufa infrarroja mientras Michael Jackson giraba sin cesar en el radio cassette. Fue maravilloso, y detestaba tener que marcharse. Y, por una vez, decidió no hacerlo.

Hugo no podía contarle esto a su madre. Aun si hubiera podido comprenderlo, no quería que supiera nada de su vida de hombre, de su amor de hombre por los cuerpos de hombre ante estufas infrarrojas entre tabiques delgados. Por consiguiente, le dijo que iba a pasar la noche en casa de Cynthia. Resultaba verosímil. Lo hacía con frecuencia, porque Cynthia vivía al otro lado de la ciudad. Por desgracia, olvidó advertir a Cynthia de que iba a pasar la noche con ella.

A la mañana siguiente, cuando entró en la cocina sin haberse duchado ni afeitado, los ojos de su madre permanecieron fijos en el suelo.

—Tienes una nota en el dormitorio —le anunció sin alzar la vista. El estómago de Hugo se convirtió en piedra. La piedra dio un vuelco.

Sobre su cama había un mensaje que rezaba: «Anoche telefoneó Cynthia. Quiere que la llames». La caligrafía de su madre, con sus curvas regulares y sus trazos pulcros, no le dijo nada más. Era un ejemplo de comedimiento. Su madre se reservaba el furor para más adelante. Para el cara a cara. Ella estaba en la cocina. Él, en el dormitorio. El cara a cara era inminente, pero uno de los dos tenía que acercarse al otro.

Hugo se sentó en el borde de la cama y se sintió palidecer. No tenía más remedio que volver a la cocina y someterse a la confrontación. Sabía que su madre estaba esperándola. Cuanto más tiempo permaneciera en el dormitorio, más presión acumularía ella. Tenía que hacer frente a la situación. Escaparse por la ventana no entraba en sus esquemas. Además, así no arreglaría nada. Tenía que seguir adelante y afrontar lo que fuera de una vez.

Lo más importante era sentirse inocente, sentirse víctima.

Entró en la cocina listo para derramar lágrimas de autocompasión. Pero la mujer que encontró allí, la mujer con ropa de faena y sin maquillaje, cuyas manos encallecidas se afanaban en la cocina con Vim y estropajo; la mujer a la que había temido durante toda su vida, la mujer a la que había adorado durante toda su vida, no lo miró con cólera ni violencia. No se disponía a gritar y chillar. No iba a tirarle del pelo hasta arrojarlo al suelo. Lo miró, y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Lo miró, y su rostro estaba teñido de tristeza.

—¿Por qué me has mentido? —preguntó con voz queda y lastimera. El enojo ofendido de Hugo se desinfló como un neumático pinchado. Su cuerpo se aflojó lentamente.

Era la pregunta más vieja de todas. La pregunta a la que Hugo y sus hermanas debían responder cada vez que eran sorprendidos mascando chicle, sorprendidos en posesión de cosas que delataban su juego, sorprendidos en falta. Entonces se miraban unos a otros y sabían lo que iban a decir. La respuesta era siempre la misma.

—Porque tenía miedo.

Y de pronto Hugo comprendió que, por primera vez en su vida, había dicho la verdad cuando debía decirla. Y de pronto se deshizo en llanto. No era el llanto que había preparado en el dormitorio, antes de bajar. Era un llanto inesperado, que expulsó de sus ojos las lágrimas fingidas y se derramó por su cara. Hugo se dejó caer sobre una silla y su madre acudió corriendo a su lado. Le posó una mano en la cabeza. Le acarició los cabellos. Lo estrechó contra sí mientras él sollozaba y le humedecía el vestido con sus lágrimas.

—Todavía te quiero —le dijo—. Siempre te querré.

Y se echó a llorar ella también, sentada junto a él en la sala de estar, los dos cogidos de la mano. Hugo sólo le contó una parte de la verdad. Ella se lo perdonó todo. Estaban juntos de nuevo, aquella madre extraña y su hijo preferido. Se abrazaron y sonrieron, e incluso rieron entre lágrimas. Se perdonaron el uno al otro. Él no le habló de la estufa de infrarrojos, ni de la camisa desabrochada, ni de las mentiras estúpidas; sólo le dijo dónde había estado y por qué, y fue como si ella ya lo hubiera sabido. Venía pensando en ello desde hacía tres años. Venía pensando en ello desde la época del diario.

Y fue así como se separaron, con sonrisas aún húmedas por las lágrimas vertidas unos días antes. Así, después de aclararlo todo entre ellos y demoler los pequeños diques del odio. Hugo se despidió de Hadley y se fue a vivir con Cynthia, y mientras Hadley parecía cerrarse a su alrededor en el momento de la partida como un millón de visillos de encaje que le rozaran la cara con dedos de vieja aferrándolo por el cuello, el rostro de su madre cuando se fue le dejó una cicatriz en el corazón. Hubieran debido estar mucho más unidos. En cierto modo, había quedado mucho sin decir. Hugo se había pasado la mayor parte de los últimos seis años en silencio, tras la cortina de humo de sus mentiras y enfurruñamientos, tras su puerta de madera. Y, mientras tanto, ella luchaba contra sus propios demonios, forcejeando con las cicatrices de su pasado en un combate cuya violencia salpicaba a sus aterrorizados hijos. El miedo los había distanciado. Pero, mientras Hugo caminaba pausadamente hacia la estación, el amor que existía entre los dos le retorcía el estómago y enturbiaba sus ojos con unas lágrimas que se negaban a fluir. El sabor de la libertad era tan triste como delicioso. De repente, toda la infraestructura de las mentiras de Hugo se había vuelto innecesaria. Le habían entregado el bote de los caramelos, pero ahora no tenía apetito. Dejó pasar tres trenes por la estación antes de subir a uno. No quería irse de Hadley sin haberse detenido a sentir su tristeza.

Cuando por fin subió al metro, Hugo exhibía la sonrisa distante de quien ha perdido la mente en climas más soleados.

Hugo no llegó a saber nunca qué le había contado su madre a su padre, pero éste jamás le dijo ni una palabra. Siguió siendo el hombre de siempre, tímido y amistoso, con sus chistes malos y su risa franca. Siguió siendo el padre de Hugo, siempre en un segundo plano, donde se encontraba más cómodo.

Hugo vivió un mes con Cynthia. Vivió entre las plantas y los vaporizadores de perfume, los discos de Art Garfunkel y los pesados sofás. Era un apartamento de mujer, un extenso tocador para Cynthia y su madre; una atmósfera intensa y saturada, con el aire cargado de esencias y el espacio repleto de productos de belleza: mascarillas, cremas hidratantes, tónicos y cremas limpiadoras. Pero ahora era también de Hugo. Su pijama bajo la almohada. Su cepillo de dientes en el vaso del cuarto de baño. Su champú Boots junto a las elaboradas mezclas y líquidos personalmente preparados de las dos mujeres. O al menos los de Cynthia. La madre de Cynthia estaba fuera, al otro lado del mundo, de modo que, entre un curso universitario y otro, ambos jóvenes vivían como una extraña pareja; leyendo, discutiendo, cocinando, comiendo y riendo con la excitación nerviosa de encontrarse solos.

Cynthia conocía mejor que nadie las andanzas de Hugo. Después de Alejandría, después de haber sido desplumado en el asiento trasero de un automóvil mientras contemplaba los ojos impertérritos de un desapasionado adolescente árabe, Hugo le había escrito confesiones epistolares saturadas de asco: asco hacia sí mismo, asco hacia los taxistas de pollas pequeñas y morenas. Le escribía constantemente.

Cynthia conocía mejor que nadie las relaciones entre Hugo y su madre. Aquella noche, mientras Hugo yacía en la cama ante una estufa de infrarrojos en una habitación de Chalk Farm, aferrado con brazos y piernas a su hombre de la camisa desabrochada, su madre había hablado con Cynthia. Quería darle un recado de un amigo, así que lo llamó a casa de Cynthia, donde había ido a cenar. Sólo que no había ido, y Cynthia no sabía dónde estaba.

La conversación de las dos mujeres duró cosa de una hora. Las dos mujeres de la vida de Hugo. Las dos únicas mujeres ante las que se había mostrado alguna vez desnudo. Y Cynthia aconsejó a la madre de Hugo que no le gritara. Le rogó que no lo hiciera. Le rogó que lo perdonara. De no ser por eso, es difícil saber qué habría podido ocurrir.

Pero con todo su leer, cocinar, comer y discutir, con toda su atmósfera de recién descubierta sofisticación, de cenas con amigos, de fumar porros después del postre y emborracharse en el sofá sin nadie que dijera basta, el apartamento de Chiswick no podía ser un hogar para Hugo. Aunque vibraba con el entusiasmo de una vida independiente en Londres, libre de sus padres, aunque experimentaba la sensación de que el relato de su vida apenas si acababa de empezar, no encontraba un lugar para él entre los sofás y chucherías, no encontraba un lugar para refugiarse en aquel tocador de señoras. Y seguía teniendo que dar explicaciones: compartía la cama de Cynthia, y ella siempre quería saber adonde iba y dónde había estado. Sus incursiones en la vida nocturna la incomodaban, a menos que fueran juntos. Y a menudo iban juntos a locales de vidrio ahumado y metal cromado, salvando las puertas más duras con astutas mentiras, apoderándose de las pistas de baile, arrinconando a los más lentos contra las paredes, contemplándose cada uno en la sonrisa del otro y exhibiendo los dientes con la arrogancia de una juventud que había decidido ser dorada. Pero Hugo no permitía que Cynthia lo acompañara a los bares y discotecas en sus misiones de caza humana, donde encontraba a los hombres que seguía sin poder llevar a casa. No había lugar en el tocador para esos cuerpos desconocidos. Además, Hugo empezaba a impregnarse del perfume de los vaporizadores. Se pasaba demasiado tiempo envuelto en los caftanes de seda roja de Cynthia, demasiado tiempo ante el espejo. No quería sorprenderse un día haciéndose la manicura. Cynthia lo miraba con severidad cuando salía de casa con los tejanos rasgados qué usaba para la caza del hombre, pero él no se había ido de casa para aceptar una nueva lista de reglas, una nueva lista de cosas que se podían hacer y cosas que no. Por consiguiente, cuando la madre de Cynthia regresó del Caribe y decidió vender el apartamento, a Hugo no le importó que este arreglo doméstico llegara a su fin. De todos modos, la madre de Cynthia no lo veía bien; no veía bien que su hija amara a un maricón. Hugo no aportaba nada a su futuro. No aportaba nada al apartamento. Sus pertenencias eran un estorbo para el agente inmobiliario.

Hugo no podía decir a sus padres que se quedaba sin casa, porque le hubieran pedido que volviera con ellos y él no podía volver a aquellas calles con visillos de encaje y al fregado de los platos. Su madre y él ya se habían dicho adiós. Detestaba repetir las despedidas. Cuando se despedía de una persona, no quería volver a verla. Además, las despedidas no se le daban muy bien. Prefería marcharse sin llamar la atención.

«Ya saldrá algo», pensó. Siempre salía algo. Era una de sus habituales frases de aliento. Las utilizaba con frecuencia. Le ofrecían la seguridad de las frases hechas. Si tanta gente las repetía constantemente, algo de verdad habría en ellas.

Ya saldría algo. Siempre salía algo. La cuestión era no dejar de moverse.

Así que Hugo empezó a moverse. Se lanzó a recorrer las calles en busca de una oportunidad y se encontró con un hombre que tenía el pelo largo y un Ford Capri, un hombre al que no había visto desde los trece años.

Lo encontró en la Calle Mayor de Hadley. Había ido a casa para ver a su madre y recoger algunos libros, y había decidido acercarse a los retretes de lo alto de la colina en una especie de visita al pasado, para ver si aún se conservaba aquel graffiti que preguntaba dónde se había metido David (ya no estaba), para ver si aún seguía habiendo hombres (los había) y si ahora eran más jóvenes (no lo eran). Y estaba allí parado, pensando, frunciendo desdeñosamente la nariz ante aquel viejo olor, que se había vuelto más viejo, más rancio y más hediondo, cuando se le acercó un hombre que tenía el pelo largo y un Ford Capri ante la puerta y le saludó: «Hola, David».

David ya llevaba dos años muerto, pero su fantasma se agitó al oír su nombre y Hugo sintió un escalofrío, una oleada de inquietud ante el recuerdo de lo mucho que había olvidado, un estremecimiento de culpa porque David —que se había tendido de espaldas y se había masturbado ante ese hombre, que había posado con una camiseta calada de Marks and Spencer para que ese hombre le tomara polaroids en blanco y negro en un dormitorio de la planta baja de su casa— estaba muerto. Abandonado en el asiento delantero de una furgoneta azul y olvidado por completo. Hasta entonces. Hasta el momento en que William, el hombre que tenía el pelo largo, un Capri y una cámara Polaroid, lo había hecho salir de la tumba. Hugo hizo una pausa. Quería seguir andando y pasar de largo como si no hubiera visto al hombre. Sin embargo, se detuvo a hablar con él.

Una semana después de haberse encontrado con William en la calle, Hugo estaba instalado en su casa. Había tenido razón. Le había salido algo. Siempre salía algo. La cuestión era no dejar de moverse. Siempre daba resultado.

William se acordaba muy bien de David, y Hugo se acordaba muy bien de William. William siempre había sido distinto de los demás hombres con los que David solía tratar. Era inteligente. Era amable. Era cauto. Quiso hacerle otra serie de fotografías. Las mismas poses en la misma cama. Hugo se sentía feliz. Había encontrado un nuevo hogar. Y permaneció en él tres años; tres años de vacaciones universitarias.

William poseía una gran casa en Highgate Hill, con los cajones repletos de revistas pornográficas y las paredes cubiertas de pinturas siniestras, en las que niñas pequeñas yacían envueltas por serpientes relucientes, y de dibujos de muñecas que exhibían la vagina. Era una casa desconcertante, con rincones polvorientos y extraños rincones ocultos. Una rara pero borrosa fotografía de James Dean desnudo, masturbándose en lo alto de un árbol. Dibujos de Hockney donde hombres encamados contemplaban enormes erecciones con expresión de sorpresa. Todo estaba cubierto de polvo, desde las palmeras chinas hasta los discos de Shangri-La, las lámparas de vidrio coloreado y los obesos gatos persas. Y todo parecía palpitante de sexualidad.

William tenía un novio llamado Barry. Conocían a mucha gente: motoristas con chaquetas de cuero y sonrisas seductoras; hombres con el pelo largo y abrigos afganos; hombres que miraban a David como si fuera uno de ellos, pero como si, a pesar de todo, desearan verlo desnudo. Algún que otro sábado por la noche, David iba en bicicleta hasta la casa y llamaba a la puerta sin avisar, y siempre se alegraban de verlo. A veces para follar y a veces para invitarlo a beber con ellos y a tomar asiento junto a las palmeras y a participar en la charla y las carcajadas. Eran personas cultas. Gente de Bellas Artes. Profesores y artistas. Se creían osados, aunque no probaban las drogas y les gustaban los discos de Cat Stevens. Era gente agradable a la que le gustaba el sexo. Les gustaba el sexo y les gustaba hablar de él. Sobre todo a William.

A David le gustaba el sexo, pero no hablar de él. Le gustaba contemplarlo. Le gustaba contemplarse a sí mismo en el espejo mientras se lo hacía a otros. Le gustaba contemplar a otros mientras se lo hacían a él, tendido de espaldas y fingiendo que no podía tocarlos. Le gustaba contemplar a otros mientras lo hacían entre sí, sin poder tocar a ninguno de los dos. Más que nada, le gustaban las películas. Películas mudas en super ocho, pasadas de contrabando desde los Estados Unidos y proyectadas sobre una pantalla improvisada, una sábana deslustrada suspendida ante la pared con pinzas de tender la ropa. Las películas tocaban una parte de la sexualidad de Hugo como una droga y le hacían encenderse tanto y tan deprisa que perdía todo control. Se tambaleaba al borde de un orgasmo que sólo podía contener rechinando los dientes y apretando los puños. Quedaba lleno a reventar y retorciéndose. Le gustaban las películas. Eran dolorosas. Las absurdas parodias de argumento que servían de preámbulo al acto, los cuerpos de los actores norteamericanos, bronceados hasta las nalgas, musculosos, en forma, le hacían soñar y lo dejaban triste, frustrado y apasionado, desesperado por entrar en su mundo de orgías a cinco a la vera de la piscina, de folladas en la plataforma de una furgoneta descubierta en una larga y polvorienta carretera, de folladas en un gimnasio, en una ducha, en un jardín, en un terrado o en un granero.

Pero William aún iba más allá. Tenía películas en las que rubias de sonrisa adocenada hacían mamadas a asnos. Proyectaba películas de mujeres cagando sobre mesas de cristal con hombres tendidos debajo. Y tenía películas de fistfucking en blanco y negro, películas en las que negros enculaban a blancos con el puño. David no se fijaba mucho en los asnos o en la mierda. Cuando las películas eran tan extravagantes o crueles, prefería contemplar las caras de los actores, no sus cuerpos, y escrutaba sus ojos buscando indicios de pánico, buscando la expresión ida de las drogas. Contemplaba el ridículo papel que cubría las paredes y las tapicerías de los sofás, y se preguntaba de quién sería aquella casa, en qué calle estaba, si los vecinos sabían lo que ocurría en ella.

Pero las películas de fisting eran demasiado pavorosas para tan desapegada antropología suburbana. En cualquier caso, no eran suburbanas. Eran norteamericanas. Imágenes toscas e imperfectas de hombres nervudos, de esbelta musculatura y pelo cortado a cepillo, filmadas en graneros y cobertizos, lejos de la policía atenta e inquisidora y de los vecinos escandalizables. Eran hombres enloquecidos por el ansia. Sus sonrisas flotaban suspendidas entre el sudor, el miedo y las repentinas muecas de dolor. De vez en cuando, el placer se filtraba hasta sus rostros. Pero aquélla era un empresa viril. Aquello era sexo para hombres de corazón valeroso y culo dilatado. Aquélla era la frontera entre la agonía y el éxtasis.

Para David, que todavía recordaba el penetrante e insoportable dolor de la polla del hombre delgado en su ano, ante una mugrienta ventana rota, todo esto era increíble. Para David, el menor contacto de un dedo en su agujero representaba un espasmo muscular. Un dedo. Y allí era un puño, y luego un brazo que desaparecía hasta el codo en los intestinos de un hombre suspendido con las piernas abiertas de una hamaca que colgaba sobre el heno, mientras otro hombre le aferraba la cabeza y le hundía la polla en la boca.

Y todo eso por un orgasmo.

Pero también él estaba demasiado cerca del orgasmo para preocuparse. Erecto desde la punta de los pies hasta los ojos abiertos como platos, pegado a la parpadeante imagen de la pantalla, abandonaba su cuerpo a los placeres de William. Su conciencia, o la voz angustiada de Hugo, quedaba sofocada por el rugido de la sangre.

En cuanto empezaban las películas, a David dejaba de importarle lo que pudiera hacer William. No lo veía. Sus ojos recorrían la pantalla absorbiendo detalles, almacenando imágenes. Mientras William enterraba la cabeza en su ingle, David se recostaba en los almohadones y se zambullía en la fiesta junto a la piscina, donde un rubio ágil y bronceado llevaba unos pantalones cortos tan ajustados que le asomaban las pelotas; se deslizaba entre los dandies de gimnasio que acariciaban torsos, hinchados; remoloneaba junto a la puerta del granero y se llenaba los pulmones con el olor a sudor y mierda mezclados con grasa lubricante Crisco. Su cuerpo se crispaba espasmódicamente al ritmo de las glándulas sobreexcitadas. Su cerebro yacía adormecido por el rezumar de anestésico sexual. Se estremecía de pies a cabeza, y William le comía afanosamente la polla.

Cuando Hugo se estrenó en las revistas porno, ya conocía de memoria las poses y los gestos. Conocía el mohín, el señuelo, el mejor ángulo para la cámara. Y, muy apropiadamente, fue William quien se encargó de hacer las presentaciones.

Entonces vivía en otra casa, en una mansión victoriana aún mayor y con un jardín más grande, situada en Muswell Hill, no Highgate Hill, pero Barry seguía allí y la pornografía seguía allí, llenando los cajones de tal modo que nunca se podían cerrar del todo, y las películas seguían allí, copiadas en cintas de vídeo numeradas y pulcramente ordenadas junto al televisor para tenerlas bien a mano.

Cuando la madre de Hugo se pasó aquella tarde desahogando sus penas en una habitación de techo alto llena de cajas polvorientas en casa de William, no podía sospechar con quién había ido a juntarse su hijo. Si lo hubiera sabido, se habría echado a gritar y salido corriendo hacia la comisaría de policía. William era el hombre que había fotografiado a su hijo con una Polaroid en blanco y negro cuando éste sólo contaba catorce años. Era el hombre que le proporcionaba un refugio cuando salía de casa los sábados por la noche, y le dejaba retozar entre montones de revistas pornográficas como un chiquillo con un juego de construcción. William era el hombre que, seis años después, dio a Hugo un techo bajo el que cobijarse y un motivo para no inscribirse de nuevo en el Hotel Hadley, y quien le resolvió el problema de obtener dinero para pagar el alquiler. Era su deuda con William la que Hugo intentaba saldar con sus torpes intentos de sacarse algún billete de a diez en la caldeada atmósfera del angosto cuarto de baño del hotel Regent Palace. Y fue William quien le ofreció la solución. Fue William quien metió a Hugo en el circuito de las revistas y fue él quien le presentó a Tony, que a su vez le presentó a Richard, que lo hizo entrar en el juego.

Fue William quien introdujo a Hugo en la fraternidad y convirtió sus sueños en realidad.