Al inclinarse hacia adelante, vio a través de los agujeros de la madera una larga hilera de hombres que estiraban el cuello para ver mejor y sacudían rítmicamente la mano. El cubículo contiguo estaba ocupado por un muchacho negro. Diecisiete años, tal vez; acaso menos. Bajo aquella luz, la gente cambiaba constantemente. En un momento dado exhibían una juventud radiante, y al instante siguiente eran calaveras que atisbaban en la penumbra, con oscuras cavidades en lugar de ojos. Miró con fijeza al joven negro y, mientras miraba, el agujero de la pared comenzó a cerrarse, frunciéndose como un ano contraído.
Su propio ano se contrajo y una navaja de dolor le recorrió las entrañas. Sin embargo, no le despertó. Los dolores se introducían en sus sueños, pero sus sueños les daban cabida. La fiebre y el sudor se transformaban para crear imágenes insulsas y repetitivas, nunca las fantásticas alucinaciones del delirio, sino únicamente el aburrimiento de un sueño enfermo.
Una vez permaneció toda la noche en la esquina de una calle, contemplando un edificio. Este sueño duró horas enteras sin variación.
Despertaba para beber un poco de agua o sopesar la conveniencia de arrastrarse hasta el retrete para una menguada evacuación, un goteo de mierda ácida que le quemaba la piel, ya en carne viva por el papel, los lavados y el ardor. Y luego cerraba los ojos y trataba de soñar en un campo de flores, días de sol junto a un río, manchas de luz y sombra y amigos risueños. Pero siempre volvía a encontrarse ante la casa. Y la casa no cambiaba. Sólo parecía cambiar. Y no podía alejarse. Si alguna vez lo intentaba, nunca llegaba a ningún sitio nuevo.
Hizo una mueca de dolor y el muchacho llamó a la puerta de su cubículo. Hugo estaba sucio y tenía que limpiarse, pero si no dejaba entrar al muchacho podía perder la oportunidad. Hacía mucho tiempo que no se le presentaba una oportunidad como aquélla. Abrió la puerta. El pestillo se le quedó en la mano y la madera se volvió fría y húmeda. Hugo no podía oler nada, pero estaba seguro de que olía mal. El muchacho negro entró en el cubículo y se lo quedó mirando, frunciendo los labios relucientes de saliva mientras sacaba y escondía la punta de la lengua, invitando, exigiendo, atrayendo la polla de Hugo hacia su boca. Hugo llevaba los pantalones por las rodillas y no se había limpiado el culo. La erección le asomaba entre las piernas como un gran caramelo rosa y el muchacho no dejaba de contemplarla. El muchacho se arrodilló ante él y su cabeza descendió hacia el caramelo como un ternero dispuesto a mamar de una ubre. Comenzó a chupar con tanta fuerza que la sangre afluyó a la polla de Hugo en un poderoso impulso ascendente, haciéndole gemir.
Bajó la vista hacia el muchacho y vio la vida que le era extraída a sorbetones. Se recostó contra la cisterna y sonrió. El muchacho tenía la piel oscura, pero salpicada de manchas pálidas como otras tantas magulladuras rubias. Sus ojos eran ranuras. La obsesión los mantenía fijos. Clavados en la polla de Hugo, ya no veían nada más. El muchacho llevaba el cabello enmarañado y la camisa rasgada. Hugo empujó la camisa del muchacho hacia atrás, dejándole los hombros y el pecho al descubierto, y le aferró las tetillas. Las apretó y se hincharon excesivamente. Aferró el pecho del muchacho y lo apretó, temiendo ver surgir gotitas de fluido de las tetillas, pero la mano del muchacho apartó las suyas y regresó de inmediato a la polla. Mientras chupaba y daba lametones al pene de Hugo, no dejaba de masturbar el propio, que se hinchó y comenzó a rezumar un líquido incoloro. Hugo movía las caderas arriba y abajo, follándose la boca del muchacho. Notó que se le secaba la mierda en el culo y se dio cuenta de que el olor que ascendía desde la taza era la muerte. Los agujeros de las paredes se abrieron de nuevo para revelar una hilera de penes que apuntaban hacia él, todos erguidos, algunos amoratados de tanto sacudirlos, otros encerrados bajo el prepucio. Se sacudían y se sacudían como pistones enfurecidos. Hugo se dio la vuelta y vio la cabeza de un viejo con gafas y la boca contraída en una mueca; el viejo se relamió los labios y le sonrió, así que Hugo le devolvió la sonrisa y profirió un gemido.
El muchacho se incorporó y, cogiendo a Hugo por la barbilla, tiró de él hacia adelante y le ofreció su polla. Hugo no la quería. Estaba rezumando, y aquellos fluidos eran veneno. Pero el muchacho de ojos como ranuras no aceptaba negativas. Hugo se zambulló y sintió arcadas. Retiró la cabeza para tomar aliento. Se llevó la mano a la picha, pero el caramelo se había vuelto fláccido. La polla del muchacho estaba moteada de saliva. Hugo apartó la cara y, a través del agujero, vio que el viejo de la sonrisa contraída se quitaba la ropa y se llevaba una mano a la entrepierna. Pero en el lugar donde hubiera debido estar la polla sólo tenía un agujero. Hugo desvió la mirada. La hilera de penes se había acercado a su oreja; ahora rezumaban todos, y cuando el líquido tocaba el suelo siseaba como si fuera un ácido. Hugo tensó el ano y un espasmo de dolor le atravesó los intestinos como una bala aserrada. Sintió la comezón del sudor en la cabeza, su goteo por los cabellos y, en seguida, una sensación cálida y húmeda que se desplazaba por su frente como una blanda babosa; pero era una calidez agradable y protectora como el hogar, como los baños de sol y la hora de acostarse. El sueño se tiñó de luz anaranjada y roja, y las imágenes, las calaveras y las sonrisas, los penes goteantes y el muchacho cubierto de manchas, se desvanecieron en el resplandor. El resplandor se hizo tan cálido que Hugo despertó y, al abrir los ojos, vio a Cynthia sentada en la cama, sosteniendo un paño cálido y húmedo.
Cynthia lo contemplaba con detenimiento, como si no le hubiera visto abrir los ojos. La suave sensación de la franela en la frente seguía abrigándole como una puesta de sol en un horizonte lejano. Apaciguaba el dolor de las entrañas y enfriaba el pánico en la sangre. Sabía que el sueño iba a acabar mal. Se había salvado del horror por muy pocos segundos.
Ya no tenía nunca sueños sexuales. Sólo repulsivos apareamientos en rincones apartados. Hugo había tenido la primera polución nocturna de su vida soñando que desfloraba a un enano arrugado, un hombrecillo rengo que le dejó pegajoso y deprimido en la cama, junto al joven musculoso que le había negado sus favores la noche anterior. Eso fue en los viejos tiempos. En un maltrecho piso ocupado de Talgarth Road, con un chico malo de ojos azules que había robado del dormitorio de su amigo. El chico jugaba con él. Era lo único que sabía hacer bien. El juego consistía en negar sus favores a los hombres que invitaba. Concedió un beso a Hugo, un beso largo y apasionado, y acto seguido le volvió la espalda y se dispuso a dormir, dejando a Hugo estremecido de un deseo que se infiltró en su sueño como un íncubo y adoptó, como castigo, la forma del enano arrugado.
—Estabas soñando —afirmó Cynthia, y Hugo se atragantó con toda la vergüenza de lo inconfesable.
La joven estaba sentada en el borde de la cama con su larga cabellera negra colgando hacia las sábanas, resplandeciente como seda peinada. Sus ojos estaban llenos de afecto. Ahora Hugo era de ella.
Hacía algún tiempo que no la veía. Las cosas habían pintado mal durante una temporada y le habían prohibido recibir visitas. Ni siquiera las habituales. Su madre había permanecido en vela tres noches seguidas, paralizada junto al teléfono. Pero la marea de la fiebre menguó y dejó a Hugo varado en su estela, entre los sueños y la realidad.
Cuando vio a Cynthia en su cama, supo que aún persistía parte del encanto de una antigua vida, su antigua vida, que durante mucho tiempo le había sido negado. Eran muchos los que no acudían a visitarle. Sabían que no quería que lo vieran, todo grisáceo, con la piel tensa sobre los huesos como un viejo pañuelo de papel. Pero Cynthia sí venía, y con ella el aroma de una vida que había abandonado.
Le asustaban los visitantes que hubiera podido tener, los cuidadores profesionales. Ya le preocupaban desde antes de caer enfermo. Cabeceando perezosamente en un baño turco de Bethnal Green, sentado descuidadamente entre hombres cuyos cuerpos esbeltos estaban bañados en sudor, Hugo había escuchado una conversación entre un joven negro de formas y tez inmaculadas y un individuo huesudo de dientes torcidos y cuya voz resonaba en el aire como la vibración de una tela metálica. Hugo contemplaba a un negro de cabeza afeitada que estrujaba a los hombres tendidos sobre las losas, aplicaba los aceites con ruidosas palmadas, deslizaba sus hábiles y vigorosas manos por las piernas y las espaldas hasta hundirlas en el surco de las nalgas y en los pliegues de la ingle donde se ocultan las glándulas. Contemplaba las piernas dobladas hacia atrás hasta tocar los hombros con los dedos de los pies, y las caras de los hombres que yacían boca abajo sobre las toallas, agitándose y sonriendo de sorpresa al descubrir que sus cuerpos, que las manos del masajista volvían ágiles y elásticos, eran capaces de tales proezas acrobáticas.
Hugo contemplaba al negro, pero sus oídos estaban pendientes de la conversación entre el joven de color y su amigo. El amigo hablaba en un zumbido monótono, lisonjeando al joven negro para persuadirlo a aceptar unas tazas de té o una cena con vino y el misterioso luego-que-pase-lo-que-pase. Era un buitre encorvado sobre los cadáveres aún carnosos de aquel osario de baldosas blancas que hedía a una nauseabunda mezcla de jabón al limón y emanaciones de sudor. Y era también un visitante. Hablaba de sus visitas de caridad a los enfermos y a los incapacitados para moverse de casa. Todos los días iba a visitarlos durante una o dos horas. No podían impedírselo. Los había hecho suyos. Era un inadaptado, un desecho. Era desagradable, con una voz desagradable y modales desagradables. No poderoso, sino insípido. No intimidante, sino irritante. Y era un visitante. Un hombre que visitaba a los inválidos, a los postrados, a los débiles. Era su enfermera. No tenían elección. A eso habían llegado.
Contempló un rato los ojos de Cynthia, con sus motas pardas en el blanco de la córnea como otras tantas salpicaduras del iris. A diferencia de su madre, cuyos ojos azules oscilaban constantemente entre la ira, el amor y la impotencia, Cynthia no buscaba ninguna reacción en su mirada. Lo contemplaba sin más. Esperaba a que él dijera lo que pudiera, a que hiciera lo que pudiera.
Con Cynthia, Hugo podía permanecer en silencio. Había habido mucho entre ellos. Mucho amor y mucha incomprensión. Mucha ayuda y muchas críticas.
Cynthia le había querido, y, a diferencia de las demás, había atacado su sexualidad. A diferencia de las demás, había hecho el amor con él. Pero la sexualidad de Hugo era para ella como una ofensa a su feminidad.
«Pues vete a que te den por el culo», le soltó un día en un portal de Manhattan. Al instante, pareció horrorizada por sus propias palabras y le dijo que lo sentía. Y luego él se fue a que le diera por el culo un neoyorquino velludo en un apartamento elegante. El neoyorquino, que se llamaba Edward, le regaló una camiseta que llevaba estampado el nombre de un club de moda. A la mañana siguiente, Hugo le regaló la camiseta a Cynthia, y, mientras recorrían la sección de perfumería de Bloomingdale’s, todos los maricas y bujarrones les susurraron preguntas. «¿Ya han vuelto a abrir? No soporto que cierren todo el verano. ¿Sabías que han estado montándoselo en Fire Island?».
Cynthia disfrutó con la atención que suscitaban y Hugo se sintió orgulloso. Era su primera visita a Nueva York, y ninguna otra ciudad le había permitido nunca ser tan ambiguo.
Fue a Nueva York por invitación de Cynthia. El padre de ésta, Ross, era dueño de una galería de arte en un llamativo edificio inclinado de Madison Avenue. Ellos dos se alojaron en una habitación sencilla al fondo de la galería, mientras Ross permanecía en el campo con una de sus ágiles amantes negras, comiendo rodajas de manzana con manteca de cacahuete y haciendo el amor con increíbles contorsiones en distintas habitaciones.
Era un mundo nuevo, y Hugo quedó fascinado.
Fue un rito de iniciación, entre los brazos y entre el amor de dos personas entrelazadas: un padre y una hija. Fue un momento cristalizado de elegancia, euforia y exploración. Un año más tarde, ese momento se volvió irrecuperable para siempre cuando Ross se desplomó de pronto en plena clase de kárate y murió al instante.
Cuando Hugo recibió la noticia por teléfono, en los aposentos de su tutor en Cambridge, no pudo asimilar la experiencia en su integridad. No le era posible borrar a Ross tan fácil y repentinamente como lo había hecho la muerte. Se sintió como si le hubieran robado un maestro justo después de la primera lección, como si hubieran matado a un amante minutos después de la primera declaración de amor correspondido. Hugo había pasado muy poco tiempo con aquel hombre que tanto le había dicho. No lo que debía hacer o lo que quizá haría, sino lo que podía, lo que iba a hacer. Aquel hombre que había mondado el mundo y se lo había ofrecido como una fruta madura. El hombre que había descubierto el árbol del que la fruta madura caía en tu regazo. Y que no había necesitado vender fragmentos de su alma para poder comer de ella. El hombre del que Hugo se había enamorado, igual que Cynthia, estaba muerto.
Ross era la musa de Cynthia, su fe, su sonrisa, su mundo de fantasía. Los padres de Cynthia se habían divorciado cuando ella aún era un bebé gorjeante de piernas gordezuelas, y su padre desapareció al otro lado del Atlántico dejando a su bebé y a su exesposa en un minúsculo apartamento abarrotado de muebles en la zona oeste de Londres.
Algunas niñas jamás se lo hubieran perdonado. Algunas niñas jamás habrían superado la ausencia de un padre. Las mujeres de la familia, ricas y solteronas, tejieron en torno a Cynthia un capullo protector. Le dieron estudios. Le dieron caballos para que montara y vestidos de fiesta para que jugara con ellos. Le dijeron que fuera a merendar a la plaza Berkeley, donde vivían algunas de aquellas formidables solteronas, y así lo hizo. Las visitó en sus quintas repletas de flores en el Algarve y en España, y le intimidaron sus miradas severas y la seriedad con que hablaban.
Fue una niña criada entre adultos. Su madre prescindió de niñeras en cuanto Cynthia pudo sostenerse en pie y controlar sus necesidades, y a menudo la llevó con ella en sus expediciones por los clubes nocturnos con principiantes y jugadores, con los seductores y los derrochadores que la cortejaban. Porque la madre de Cynthia era una mujer hermosa.
Pero el sueño que anidaba tras los ojos de Cynthia durante esta lenta y prolongada sucesión de mesas de restaurante y corteses vasos de agua fría, de té caliente o de limonada tibia, era el de su padre. Todos los años, su padre descendía de las nubes y se llevaba a su hija de ojos pardos y cabellos negros a desayunar en La Posada del Parque, donde la encendía por dentro con la alegría de su risa y su sonrisa, los movimientos de su extravagante mostacho, la perfección de sus modales. Estaban enamorados. Lo habían estado durante toda su vida separada, y ahora Hugo se encontraba con ellos en su morada de gozo y los contemplaba con la curiosidad de quien jamás había visto a unas personas que expresaran tan públicamente su felicidad particular. Casi le hacían llorar de vergüenza por sus apocadas inhibiciones. Le hacían guardar silencio. Lo sosegaban y le hacían sonreír.
La noche del cumpleaños de Ross salieron a cenar fríjoles negros en El Chino Cubano. Los dos jóvenes y el maestro. Los niños y el hombre de mundo. Hugo lo contemplaba con la intensidad de un adolescente que quiere reinventar a su propio padre. Quería que Ross fuera suyo, que fuera de su sangre. Pero más que eso, quería pertenecer a Ross, ser hijo suyo. Como hombre, era superior. Como padre, era inaudito. Su bigote de mosquetero y su masa de rizos negros le daban el aspecto de un violinista gitano. Su cuerpo era una ondulación de músculos esculpidos por el boxeo y el kárate. Era esbelto, y de porte sereno. Les hablaba como si todo dependiera de ellos, como si estuviera en sus manos el aceptar o rechazar cualquier elección, como si el futuro se extendiera ante los dos como una hoja de papel con lentejuelas sobre la que podían danzar cualesquiera pasos eligieran. Le dijo a Hugo que el mundo era su ostra, y, durante la cena de cumpleaños en El Chino Cubano, le preguntó por qué no se acostaba con su hija. ¿Cómo podía rechazarla?
Necesitaba ir al retrete y necesitaba ayuda. Cualquier movimiento que lo apartara de la posición horizontal le hacía sentir náuseas. Notaba que los fluidos de su interior se volvían cada vez más claros y enfermizos, notaba discurrir el veneno por las venas. Cuando se miraba los pies, fríos, marchitos y amarillentos sobre el linóleo, le parecía que sus piernas iban a quebrarse como si fueran ramitas y que iba a yacer moribundo al pie de una taza de retrete. Sería una urna funeraria adecuada. Un último destello de humor en una vida que se escurría gota a gota por el tubo de los desechos.
Necesitaba ir al retrete y necesitaba la ayuda de Cynthia. La tenía allí. Ella sabía qué había que hacer. En realidad, ni siquiera la había saludado todavía. Así que le dijo: «Hola. ¿Puedes acompañarme al retrete?». Al despertar, su propia voz le sonaba muy lejana. Un eco en una habitación remota. Se encontraba tan consumido, tan hundido, que nada le parecía cercano salvo el dolor. El chorreo ácido de la mierda entre sus piernas. El dolor sordo que carcomía su pecho y le dejaba sin aliento. El dolor que se alzaba y caía entre sus dientes y su cabeza como una marea rápidamente cambiante.
Cynthia le sonrió. Le cogió por los hombros y le ayudó a levantarse de la cama. Hubiera podido ser una sonrisa de victoria, pero no lo era. A fin de cuentas, había sido desdeñada en favor de individuos anónimos y del velludo Edward, en favor de desconocidos encontrados en estaciones de tren, casas de baños y bares. Había querido saber por qué, y él sólo le había dado una respuesta: «Porque es lo que quiero».
Ahora, este debilitado final, esta muerte lenta y remolona hubiera podido ser la prueba, la justa venganza por su rechazo, la prueba de que Hugo hubiera debido elegirla a ella. Pero Cynthia no sonreía de esta manera. Sonreía como té caliente, como aceites balsámicos, como el pasado.
¿Cómo hubiera podido rechazarla? No tenía elección. Cynthia hubiera debido ser su esposa…, pero mientras hacían el amor, aquella única vez, entre los cojines bordados en azul y rosa del lecho de una modelo de pasarela, amante de su padre, Hugo pensó en una fotografía de hombres en ropa interior que había visto escasos minutos antes y así logró correrse silenciosamente, con desapego, en la vagina de aquella chica que tanto se esforzaba por demostrarle lo que se estaba perdiendo.
Pero ¿por qué suponía Cynthia, por qué suponían los demás que era una asunto de elección? ¿Quién habría elegido una cosa así? El secreto, las mentiras, las ocultaciones, la observación disimulada, la ausencia de hijos, los regalos caros para los hijos de otras personas. Los eufemismos. Tío Hugo. Aquél era un futuro cuyo pasado era siempre más interesante. Los tiempos vividos. Los hombres amados.
Era un futuro con la soledad cosida en las costuras y la muerte entretejida en la trama, invisible hasta el último momento, como una sola hebra siniestra.
Pero, aunque Hugo sabía todo esto y lo había comprendido, aceptado y digerido, no se sentía avergonzado. No era culpable. Sabía bien dónde estaba la culpa. Estaba entre sus piernas. Y rara vez se contentaba con quedarse ahí. Se daba toda clase de nombres fantásticos. A Hugo le gustaba llamarla su libido. Poseía un apetito que ningún otro mundo hubiera logrado saciar. El mundo gay, la vida de los retretes, el merodeo de bar en bar ofrecían una interminable sucesión de torsos, penes y bocas, conversaciones casuales e intercambios de nombres, noches en destartalados pisos de renta limitada, forcejeando y retorciéndose con otro desconocido. No hubiera deseado ninguna otra cosa.
Imaginemos que hubiera sido una chica y hubiera satisfecho el apetito que alentaba bajo su falda de escolar en los pueblos y ciudades de las cercanías de Londres. Supongamos que se hubiera arremangado las enaguas y bajado las bragas en otros tantos lugares públicos, de noche ya, en aparcamientos desconocidos, junto a muros de tabernas, en asientos de automóviles, a orillas de arroyos infestados de mosquitos. A estas alturas, ya estaría muerta. Ya llevaría mucho tiempo muerta. Y enferma. Maltratada. Marcada con la palabra puta, agobiada por los problemas del aborto, la enfermedad de las pollas promiscuas que hurgaban en su chocho juvenil.
¿Y si hubiera sido un chico normal y honrado y temeroso de las chicas, pero con un ansia incontenible bajo sus calzoncillos abultados? Si hubiera sido un cristiano musculoso, con magulladuras de jugar al rugby y su propio bate de criquet, ¿dónde habría abrevado su libido? ¿Con qué jugos femeninos se habría alimentado para saciar la exigente y obsesiva necesidad de sexo que constantemente lo incomodaba y lo azuzaba? En ninguna parte. Ninguno de los otros chicos había tenido relaciones sexuales hasta mucho después que Hugo.
Hugo era un fatalista. El sexo había sido su triunfo y su perdición. Había bebido de la fuente durante demasiado tiempo, demasiado a fondo y demasiado deprisa, y se había contagiado el germen que se ocultaba en la cañería. Pero de no haber bebido, habría muerto de sed. Llevaba el sexo en la sangre como una adicción que lo había conducido por la senda de la destrucción y la ruina, riendo y trinando por el camino…
En aquel preciso instante no reía. Estaba temblando de dolor y debilidad. Aquélla era una mala jugada. Pero aun en las garras de la enfermedad, aun cuando las ciudades en las que había jugado estaban convirtiéndose en agencias funerarias y el clamor de la moral resonaba en todos los rincones, pregonando su ofensa y reclamando abstinencia, aun así él siguió sonriendo con su sonrisa gorjeante y zambulléndose en brazos del sexo.
Rememoró un establecimiento de baños en la rue St. Anne de París. Se había pasado tres días conduciendo desde Florencia en compañía de una chica. Regresaban de vacaciones. Un grupo de amigos reunidos en una quinta en Toscana, jóvenes privilegiados acostumbrados a concederse todos los caprichos, y Hugo había representado su papel como si nunca hubiera conocido otro ambiente. Habían cruzado la sucia neblina de Italia septentrional para desembocar en el melodrama ridículo de Suiza, una nación amedrentada por sus propios panoramas hasta el punto de refugiarse en una estúpida banalidad. Abandonaron Suiza atravesando el conglomerado de neón de Berna, ciudad de luces y bares cerrados, de rótulos invitadores y restaurantes hostiles. Recorrieron las sombrías llanuras del este de Francia y las consoladoras ondulaciones de Troyes.
En París, poseído por el pegajoso aire del verano, impulsado por las anfetaminas que lamían directamente de la papelina sin dejar de conducir, azuzado por las cervezas frías consumidas ante la puerta del Café Cost, Hugo entró en la casa de baños pasada la medianoche. El ansia de sexo le oprimía la garganta y latía pesadamente en su pecho.
Y una vez allí, encerrado en un baño reservado con un hombre de labios gruesos y nalgas perfectas, se arrojó al abrazo del sexo con la sonrisa de quien está preparándose el último pico. Allí, entre los vapores del sudor y las alucinaciones del amilo que inhalaban golosos por la nariz, allí, mientras el pene del hombre se hinchaba y se erguía como una enorme fruta sensual y la boca y los ojos de Hugo babeaban de un hambre anhelante, una voz queda susurró: «Éste podría ser el hombre que te mate». Y una voz queda respondió: «Es la mejor manera de morir».
Tomó asiento sobre el frío borde del retrete y su ano se encogió ante el dolor que no tardaría en llegar. Cynthia esperaba junto a la cama, hojeando una revista a todo color, contemplando el revuelo de luces de automóviles y cestos de bicicleta que huían precipitadamente por Fulham Road.
¿Dónde estarían ahora si se hubieran casado? ¿Dónde vivirían? ¿Cómo serían sus hijos?
En aquellos días de antaño, eran danzarines de toda la noche. Ross los contemplaba divertido mientras se emperifollaban ante los espejos de la galería, preparándose para un nuevo asalto furioso a la vida nocturna. Una noche de beber agua gratis en los bares más caros, de bailar con zapatos de segunda mano y mostrarse muy londinenses. Por entonces, ser londinense aún resultaba eficaz. Los neoyorquinos no habían descubierto los teñidos de pelo, las orejas perforadas ni la ropa en blanco y negro. Habían oído hablar del punk y estaban bastante impresionados y bastante intimidados. Cynthia, con su cabellera azabache que le caía completamente lisa hasta los hombros, y Hugo, con su pelo al rape teñido con agua oxigenada y su tenedor de cinco centímetros colgado de una oreja, causaban sensación en las pistas, y ambos lo sabían. Bailaban a base de pastillas para adelgazar, agua y algún que otro porro que pasara de mano en mano. Paraban para mear, para sudar o para refrescarse bajo alguno de los ventiladores, y fingían no advertir las miradas de los neoyorquinos que se cruzaban con ellos.
La gente siempre los tomaba por estrellas del pop inglés. Hugo lo encontraba lógico. De haber sabido cantar, naturalmente, habría sido una estrella pop. Conocía los gestos adecuados. Ese aire de translucidez cuando aparecía una cámara, como si no se hubiera fijado en ella. Ese aplomo impávido cuando se producía el destello del flash, como si estuviera perdido en algún ensueño sobre sótanos de Berlín y carísima cocaína.
Practicaban los movimientos de moda. Toda la gente guapa de Nueva York tenía cierta forma de andar, y Cynthia y Hugo la practicaban ante los grandes espejos de la galería. Había que echar el cuerpo hacia atrás para alejarse del humo y el aire acondicionado, hundir las manos en los espaciosos bolsillos de los pantalones de pinzas, poner rígidos los hombros bajo las hombreras, entrar en la sala y acercarse a la barra manteniendo siempre la inclinación. Resultaba un poco difícil pedir las bebidas, puesto que quedaba uno bastante lejos del oído del barman, pero al final éste comprendía la mímica y servía un vaso de agua (sin burbujas), y allá se iba uno, manteniendo la inclinación, en busca de un rincón desde el que se dominara la pista de baile.
El primer goterón cayó en la taza con un ruido seco que parecía un reproche. Un ruido muy agudo. Muy poca mierda. El ácido le corroyó el recto. Hugo se clavó las uñas en la palma, marcada ya con anteriores huellas de uña en forma de media luna. Todo tardaba muchísimo en desaparecer: el dolor, los cardenales, las raspaduras, la comezón, incluso las marcas de uñas. Sonrió. Sus pequeños estigmas personales. Una versión patética de una gran tragedia. Concentró su atención en las baldosas, las contó, las transformó. Una de ellas comenzó a respirar, y eso le hizo sonreír; una tenue sonrisa provocada por el flashback de ácido. Le encantaban los flashbacks de ácido.
En Nueva York se habían portado muy bien. Llevaban una saludable vida diurna de edificios importantes y museos de interés, puntuada por cafés helados.
En aquella atmósfera, no se podía andar muy lejos sin tomar bebidas frías. La ciudad se adhería a la camisa en cuanto salía uno del edificio. Al pasar bajo los rascacielos, los innumerables aparatos de aire acondicionado iban descargando gotitas sobre la cabeza de uno. Era como andar por un baño turco.
Andaban despacio. Conversaban bajo los árboles de Central Park. Iban a mirar los escaparates de Madison Avenue. Como si estuvieran enamorados. Pero sin sexo. Excepto aquella única vez.
Aún conservaba las fotografías en algún lugar. En un piso vacío, lleno de los restos desordenados de una vida sana. Fotografías de Cynthia en blanco y negro, dando la cara al viento en el transbordador de Staten Island. Sus facciones eran muy nítidas. A lo lejos, la Estatua de la Libertad aparecía bañada en una neblina gris, y las torres del World Trade Centre se alzaban hacia el cielo como una fortaleza, lamidas por las oscuras aguas del río Hudson. Eran fotografías de arrogancia y de inocencia. Eran fotografías de niños que jugaban a ser adultos. Eran fotografías de Cynthia antes de que el mundo se desplomara sobre su cabeza; de Hugo antes de que la tierra se abriera bajo sus pies.
La llamó y al instante la tuvo a su lado, sosteniéndolo. Sus articulaciones estaban tan quebradizas que se deshacían al moverse.
—¿Qué tal van las cosas? ¿Cómo está Christopher?
Hugo nunca había apreciado a Christopher. Cynthia lo sabía. Y Christopher también.
—Está muy atareado. Tiene una exposición nueva, en Aberdeen. Quiere que vaya a verla.
—Me alegra mucho que sigas viniendo. Para ti debe de resultar muy deprimente.
¿Por qué decía estas cosas? Los ojos de Cynthia se llenaron de lágrimas. Hubiera querido abrazarla. Hubiera querido consolarla. Hubiera querido que llorara sobre su hombro y desahogara el pesar de todas las muertes que había debido sufrir.
Para Hugo, la de Ross había sido la primera muerte auténtica. Y también para Cynthia.
Una muerte auténtica es cuando muere alguien que no esperabas que muriera. Es cuando muere alguien que no lo merece, alguien que todavía no ha vivido su vida. Los abuelos no cuentan. Las relaciones con los abuelos llevan ya inscrita la proximidad de la tumba; por ello, en parte, son tan preciosas. Así como los niños están más cerca del útero, ellos están más cerca de la tierra. Son los padres quienes están en el limbo, con demasiado trecho a sus espaldas y demasiado camino por delante para sentirse anclados.
Hugo perdió a tres de sus cuatro abuelos y abuelas antes de abandonar la escuela. Cuando murió el primero de ellos, fue incapaz de llorar. A su alrededor todos lloraban y se lamentaban. Él entonces tenía diez años y no podía llorar. No le veía ninguna lógica. No podía experimentar la conmoción de la pérdida. Su abuelo ya llevaba algún tiempo enfermo en una cama de hospital. Aún era joven, decían los demás, pero a Hugo le parecía viejo. Un hombretón como un sonriente osito de peluche que se relamía con la salsa de manzana que acompañaba la comida de los domingos. El abuelo los llevaba a dar largos paseos, durante los cuales no paraba de hablar. Hugo nunca escuchaba lo que decía, sólo el sonido de su voz, un cálido murmullo grave. Construyó un garaje de madera para los coches de juguete de Hugo: su taller resonaba con el zumbido de las herramientas, y el aire estaba impregnado de olor a serrín. Era un inventor que había descubierto su vocación a la edad de sesenta y cinco años y fallecido del típico ataque cardíaco familiar pocos meses después.
Se trataba de una triste historia que Hugo no comprendió hasta mucho después, y entonces su pesar fue demasiado aplazado y amargo para expresarse con lágrimas. Las lágrimas eran espontáneas, coléricas y egoístas, y él no tenía nada de ello. Sólo una vaga impresión, en el fondo de su mente, de que el abuelo se había liberado y que todos los demás debían someterse al rígido y almidonado rito del funeral. Vio llorar a su abuela mientras todos los presentes tomaban asiento, se levantaban y volvían a sentarse según dictaban las formas externas de la religión, endomingados y con el rostro compuesto para un día de lluvia y severidad en una capilla de Kent. Después de eso, los chiquillos quedaron libres y fueron enviados a casa al cuidado de una niñera, que exhibía una expresión de ternura compasiva que les estropeó todos los juegos.
La abuela materna de Hugo murió en el extranjero, donde había vivido siempre. Ni siquiera hablaban el mismo idioma, y sólo se veían cada tres años o así. Era una mujer corpulenta, con una risa poderosa que hacía temblar sus papadas y le había ganado el cariño de Hugo. Pero él apenas la conocía, y cuando le llegó la hora de la muerte, Hugo la utilizó como vehículo para su catástrofe en la autopista, la mentira más grande que contó en su vida.
Por la tarde, su madre tomó un avión para acudir junto al lecho de muerte, y el resto de la familia se quedó en casa compartiendo una cena a base de tostadas con queso, sintiendo la adrenalina de la liberación pero sin dejar que se notara, porque se suponía que debían sentirse tristes y melancólicos. Aun así, se hicieron muecas unos a otros mientras su padre desaparecía tras el periódico. Aquella vez el señor Harvey tampoco tuvo que asistir. La muerte comenzaba a convertirse en un asunto poco notable.
Se tendió en la cama. Llevaba diez minutos sin decir palabra y la atmósfera estaba cargada de silencio. El silencio se le hacía opresivo. Pero no tenía nada que comentar, excepto sus achaques. Cynthia se limitaba a mirarlo y a mirar por la ventana. A él le gustaba que estuviera allí, pero quería que le hablara. Ella posó una mano en su frente y le hizo sudar. Estaba tan débil que hasta los gestos de los demás le fatigaban.
—¿Querrás organizar tú el funeral? —Su voz sonó como si alguien arañara una puerta con uñas rotas. No sabía si Cynthia habría llegado a oírle. Su respiración empezaba a agitarse.
—Pero…
Movió la mano en un ademán de impaciencia casi imperceptible. Cynthia abandonó sus protestas.
—Ya sé qué música quiero. Popcorn. Haz que sea una fiesta, por favor… —Su pecho se alzaba y caía como un pichón aterrorizado. Esperó a recobrar el aliento. No podía retener el aire. Tenía que esperar mientras entraba gota a gota. Toda su vida era un goteo—. Siempre dábamos buenas fiestas. Y puede que esté presente. Quién… sabe.
Cynthia sonrió. Al fin.
—En el funeral de mi padre hubo baile hasta la madrugada. Y no paró de llegar comida y bebida.
«Se las arreglará —pensó Hugo—. Organizará una fiesta que causará sensación. Nada de gemidos lúgubres. Ella entiende de funerales».
Hugo estaba en Cambridge, de pie junto a una ventana del cuarto de su tutor, telefoneando a Cynthia, que estaba en Oxford. Por una estúpida jugarreta del destino, habían ido a parar a sitios distintos. Aunque seguramente había sido para bien. Podían ser muy duros el uno con el otro.
Preguntó por Cynthia, pero fue una amiga suya quien atendió la llamada. Le dijo que Cynthia no podía ponerse. Él insistió. Necesitaba hablar con ella para encargarle la venta de algunas entradas para una obra de teatro que pensaba llevar a Oxford. La amiga le preguntó si no se había enterado. Su padre…
Un trozo del mundo se vino abajo.
—Dile que soy Hugo. Si no quiere ponerse al teléfono, lo entenderé.
El sonido que emitió Cynthia cuando se puso al aparato fue de desesperación. Sacudida por el llanto, era incapaz de hablar; sólo podía respirar, estremecerse y sollozar. En su respiración incoherente y tumultuosa, Hugo oyó por primera vez el dolor inexpresable y lleno de incomprensión de una mujer cuyo hombre le ha sido arrebatado sin tiempo para prepararse, sin tiempo para discutir y pedir un aplazamiento.
Hugo llegó a Oxford a la mañana siguiente, y ella fue a recibirlo a la parada de autobús con un reducido grupo de amigas. Estaba pálida. Tenía los labios exangües y los ojos maltratados por las lágrimas. Temblaba.
—Oh, Hugo. Estoy desconsolada —le susurró, colgándose de su brazo. Las amigas, compadecidas, se mantuvieron a distancia sin decir nada. Echaron a andar despacio, en silencio, de vuelta a su habitación.
Hugo no cesaba de representarse la última imagen que tenía de Ross. Estaban los dos sentados en el porche de secoya de su casa en el campo. El panorama sobre el valle del Hudson era disparatado. Parecía un Wiltshire tropical. Helechos y árboles se arracimaban en torno al chapitel de una iglesia de tarjeta postal que a cada hora emitía música de campanas grabada en cinta, como esos organillos empalagosos que interpretan villancicos por la calle. Al fondo del valle, el sol danzaba sobre el río como en un cuadro barato comprado en unos grandes almacenes.
Sentados en el porche, bebieron té caliente y comieron rodajas de manzana con manteca de cacahuete y hablaron del futuro. Hugo contemplaba las laderas que descendían hacia el río rosa y plateado, y escuchaba con atención. Estaba en trance. Nunca había imaginado estar en un sitio como aquél. Pero ahí estaba. Y sólo era el primer capítulo. Todo era posible.
Aquella noche Hugo regresó a Nueva York, a las avenidas y bares ilícitos del West Village. Ross le había dado dinero para que le comprara un regalo de cumpleaños a Cynthia. Fue derecho a la tienda de curiosidades de la calle Christopher, donde un individuo obeso de cráneo reluciente se pavoneaba entre sus plumas y chucherías con la sonrisa y la voz de una tía hospitalaria. Hugo le compró un antiguo pulverizador de perfume, de un vidrio que se volvía azul hacia la base, y un abanico japonés de un rosa subido. Ambos artículos olían, como la tienda, a almizcle y pachulí. Ambos llevaban la bendición del hombre obeso.
Cuando entraron en la reducida habitación de Cynthia, ahí estaban sobre el tocador. Arrancados de la fragante embriaguez de aquella tienda, de aquella noche, de aquel verano, y atrapados en la fría comodidad de una habitación estudiantil (recientemente modernizada).
Tras la compra, se había dirigido al bar de Kelner y se había emborrachado a conciencia, implacablemente, con una serie de pintas nerviosas mientras un negro enorme con una camiseta enrollada hasta las tetillas evolucionaba hacia él. Terminaron los dos juntos, el blanco flacucho de cabellera al peróxido y pendiente en la oreja y el gigante negro de músculos aceitados, encerrados en un wáter en la trastienda de la sex shop vecina, mientras el dueño del local aporreaba la puerta y se desgañitaba. Hugo seguía en trance. Al cabo de cinco minutos había olvidado cómo se llamaba el negro, pero la sonrisa le duró todo el camino hasta Madison Avenue.
La habitación de Oxford ofrecía un aspecto mustio, con su estrecha cama y sus paredes de un color magnolia impersonal. No tuvieron tiempo de pensar en ello. Cynthia debía llamar a su madre y anunciarle la noticia. La madre de Cynthia se había vuelto a casar y vivía en Tobago.
No era una noticia fácil de dar, ni siquiera a una mujer que se había vuelto a casar.
Cynthia se desmayó al teléfono.
Mientras escuchaba a la madre de Cynthia, que desde el Caribe exigía a gritos que su hija fuera a Nueva York para reclamar el cuerpo de su padre antes de que el ayuntamiento se deshiciera de él, mientras sostenía con un brazo a la desfallecida Cynthia, Hugo sintió que un lago de calma se extendía por su mente. La vida le había dado alcance. La tragedia, el desastre, el dolor y el desamparo se abalanzaban sobre él como autos de choque sin control, y se veía forzado a esquivarlos, a eludirlos, a desviarlos.
Lo más importante era que ya no tenía que mentir para que su vida pareciese más real. Aquello era real.
Cynthia llevaba diez minutos charlando sin parar, hablándole de una boda a la que había asistido en Northumberland, y de las dimensiones de la carpa, y de cómo danzaban los invitados, y del champaña que había corrido. Las visitas nunca sabían si contarle historias tristes y graves acerca de otros enfermos o si relatarle juergas y festejos «para animarlo».
Ninguna de las dos alternativas daba resultado. En su caso, lo mejor era leerle un libro. Pero, mientras ella divagaba tan despreocupadamente, con un sol a sus espaldas que arrancaba reflejos de sus pestañas cada vez que se volvía, Hugo la contemplaba sin escucharla. Se daba cuenta de que Cynthia había salido con bien.
No le había sido fácil, pero lo había conseguido. Aquella niña de cuento de hadas, con unas piernas escandalosas y un padre montado en un corcel blanco, había visto cómo el mundo en que siempre había esperado entrar se venía abajo y desaparecía en el preciso instante en que por fin se disponía a avanzar hacia él. Su fe, su sonrisa, la alegría de su voz, sus ganas de trasnochar en compañía de jóvenes fuera de lo común se habían disuelto.
La muerte de su padre fue la primera y la más demoledora de una pequeña avalancha de catástrofes que se sucedieron a continuación, hasta que Hugo, que entonces vivía en el piso de Cynthia en Londres, llegó a creer que cada mes traía su propia muerte, y que la racha no concluiría hasta que hubiera muerto todo el mundo.
Casi dejaron de ser amigos. Hugo el Frivolo, con su gusto por la ropa llamativa y su adicción a las drogas; Cynthia la Seria, que salía con jóvenes caballeros respetables y desaprobaba los excesos. Y Hugo, que era un exceso, empezó a sentirse censurado. Durante la tragedia, habían permanecido muy unidos. Se habían apoyado el uno en el otro y se habían confortado el uno al otro mientras la acompañaba por entre el tránsito, en las colas de las embajadas y en las oficinas de las agencias de viajes. Pero luego Cynthia comenzó a erigir sus duras y rígidas defensas, y Hugo, que no era capaz de fingirse serio, y si lo fingía no era capaz de sostenerlo, se sentía violento, ridículo y díscolo cuando estaba junto a ella.
Cynthia nunca había aceptado la sexualidad de Hugo, y rara vez aceptaba a sus amigos. Su voz adquirió una resonancia que hacía pensar en visillos de encaje, sofás de cretona y tazas de porcelana. Pero al fin había vuelto a caldearse. Había redescubierto su sonrisa y la alegría de su voz.
De vez en cuando, Hugo se hundía en la inconsciencia. Cynthia dejó de hablar y se sentó junto a la ventana. El sol caía sobre la almohada. Era un momento sereno y perfecto. Incluso entonces, todavía le quedaban momentos perfectos. Ella le sonrió. La porcelana había desaparecido por completo.
—Recuerda —susurró él—. Popcorn. Y buena comida.
Se durmió, y un hombre moreno con manchas en la piel y boca húmeda empezó a avanzar hacia él frotándose la ingle. De repente, las piernas de Hugo quedaron empapadas de orina.