En el piso de arriba empezó a funcionar la aspiradora. Hugo se deslizó hacia la puerta de su dormitorio, empapelado a rayas anchas, y salió de puntillas al vestíbulo. Sus hermanas, la mayor y la pequeña, estaban en el comedor, enfrascadas en los deberes de la escuela. La aspiradora se detuvo repentinamente. Hugo se inmovilizó, aplastado contra la puerta de la sala, jadeando de miedo y de frustración. ¿Por qué se había parado ahora? Todo ese juego del gato aspiradora y el ratón teléfono estaba acabando con su resistencia. No había hecho nada de deberes desde las siete, cuando su madre había subido al piso de arriba. Se había limitado a permanecer sentado ante el escritorio, escribiendo el nombre de Charlie una y otra vez en la libreta y tratando de recordar hasta el último contacto de su cuerpo, desde el vello de sus pectorales hasta él… Y entonces había comenzado a funcionar la aspiradora y había parado y vuelto a funcionar. Como una sirena caprichosa que anunciara la ausencia de peligro. Después de todo, incluso si llegaba al teléfono y marcaba el número sin problemas, aún podía pasar cualquier cosa.
Se oyó de nuevo el motor de la aspiradora. Hugo oyó el chirrido de sus ruedecitas. Oyó el golpeteo de los pies de su madre desplazándose sobre el piso. Se apresuró a cruzar el vestíbulo en dirección al teléfono. Ésta era la zona de peligro. Si su madre se asomaba al pequeño rellano de lo alto de la escalera, lo sorprendería en mitad de su llamada clandestina, y entonces exigiría saber a quién estaba telefoneando y por qué.
Los niños no tenían por qué llamar a nadie a aquellas horas de la tarde. Era el momento de terminar los deberes antes de irse a la cama. No había tiempo para charlar. Si alegaba que estaba llamando a algún compañero a propósito de alguna pregunta difícil, su madre querría saber qué pregunta era y por qué no era capaz de responderla sin pedir ayuda a otro. Después de eso, ¿cómo podría volver al teléfono? Ella estaría escuchando. En otros hogares, el teléfono era un aparato lícito, como el televisor. Lo consideraban un instrumento útil, que estaba para ser utilizado. En su casa, era un derroche de recursos; costaba dinero y hacía perder tiempo, y sólo estaba para telefonear a la abuela los días de cumpleaños para agradecerle el libro que había enviado.
Descolgó el auricular con los dedos ligeros de quien ya está habituado al engaño. Un día, a la hora del almuerzo en la escuela, Hugo había visto que un chico se guardaba un billete de cinco libras en el bolsillo de su chaqueta. No en el de la pechera, sino en uno de los bolsillos laterales, dilatados y deformados por las castañas de Indias[8], la calderilla y los envoltorios de los caramelos. Acto seguido, el chico en cuestión se sentó a almorzar. Hugo se acercó a su mesa y se agachó como para anudarse los cordones del zapato. Sin mirar a los lados, siguiendo la regla de oro de que la cautela engendra sospechas, hundió los dedos en el bolsillo, se apoderó del billete y siguió caminando con su botín en la mano y el corazón acelerado. Fue un espectacular acto de atrevimiento. Fue un audaz acto de ratería. Le sirvió de entrenamiento para descolgar auriculares de teléfono.
Los dos botoncitos que sostenían el auricular emitieron su «ping» y la aspiradora se detuvo en ese mismo instante. Hugo escuchó con atención, el auricular en la mano, esperando alguna señal. La puerta del dormitorio siguió cerrada. Los pies siguieron desplazándose por la habitación. Oyó ruido de objetos cambiados de sitio y de interruptores. Permaneció inmóvil, sin atreverse a contemplar su reflejo en el espejo del vestíbulo, como si fuera a sorprenderse a sí mismo, a chivarse, a alzar un dedo acusador.
La aspiradora volvió a funcionar y Hugo comenzó a marcar el número. ¿Comunicaría? ¿Respondería alguien? ¿Lo encontraría en casa?
Comenzó a sonar la señal de llamada. A Hugo le parecía que su estado de ánimo, su estómago, su vida entera, estaban controlados por aquellos breves sonidos. El tono neutro de la señal de marcar, que le daba la bienvenida pero no le prometía nada. El hiato mientras marcaba. A continuación, el angustioso e incontrovertible «pip pip pip» de la línea ocupada o el ábrete sésamo de la señal de llamada. Los códigos y contraseñas que permitían o negaban el acceso a la Ciudad del Amor, a saber, una habitación individual en el primer piso del número 37 de Grosvenor Gardens. La señal seguía sonando. Podía serle permitido el acceso. Hugo estaba a la espera, con el corazón en suspenso. Si no había respuesta, le sería negado el acceso.
—Hola —dijo, un gangueo nasal al otro extremo de la línea.
—Soy Hugo —anunció Hugo al gangueo nasal.
—Ya lo sé —respondió el gangueo. El gangueo era del casero de Charlie.
Hugo no conocía al casero, pero tal como se lo imaginaba no era un hombre agradable. Era la criatura que se alimentaba de los diálogos mesurados entre el Adonis del primer piso y el chico suplicante y lastimero del teléfono. Era un Cerbero miope que se tomaba a mal sus deberes de guardián pero que hubiera recibido a Charlie en su cubil de la planta baja con los labios relucientes de saliva. Hugo era el único admitido en la destartalada cama de la helada habitación del primer piso donde Adonis presidía su corte en la Ciudad del Amor. Por eso el casero detestaba a Hugo y le hacía sudar. Era rencoroso. Tenía a Charlie bajo su techo. Podía hacer esperar a la gente, y mientras esperaban, podía hacerlos temblar con su suspiro y con aquella voz que decía: «Vive en mi casa y le dejaré ver a quien yo quiera».
—¿Está Charlie?
El suspiro.
—No lo sé.
—¿Le importaría mirar si…? —Hugo siempre se encallaba aquí.
—¿Quieres que lo llame? —La pregunta rezumaba el tono ácido del desprecio.
—Oh, muchas gracias. Sí, por favor —farfulló Hugo. Deprisa, deprisa. Ella puede salir en cualquier momento. Su corazón comenzó a interpretar ritmos de bongó en el pecho y su estómago se contrajo hasta convertirse en una pequeña masa de nudos. Si en aquel momento el casero le hubiera exigido un pago por cada segundo que hablaran, Hugo se lo habría prometido.
—¡Charlie! —gritó el gangueo nasal desde el pie de la escalera.
El silencio era insoportable.
—¿Hola?
La cálida voz escocesa nadó por la línea y envolvió a Hugo en una neblina que le trabó la lengua e hizo que los bongos se disparasen a un ritmo de pesadilla. Era Charlie.
—Soy Hugo —dijo Hugo.
David estaba muerto. Lo había matado en el asiento delantero de una camioneta azul. La camioneta de Charlie.
En la vida amorosa de todo el mundo llega un momento en que la letra de las canciones populares que suenan por la radio parece encerrar un mensaje personal. Las baladas dulzonas hacen resonar vivos acordes en un corazón maltratado. La gramola automática del bar de la esquina va desgranando su repertorio como una descripción minuciosamente detallada de las penas del corazón. Ahí estaba Hugo; empapado de sentimentalismo, reblandecido por el amor, mató a David sin dejar de sonreír en el asiento delantero de una camioneta azul. Rebosaba amor. Estaba hundido en el amor hasta el cuello, hasta las cejas. Escuchaba con avidez las atrayentes grabaciones difundidas por las ondas, y cada una de ellas se le antojaba basada en su propia historia…, con la salvedad, naturalmente, de que él había conocido a su bienamado en un retrete, que habían hecho el amor bajo un saco de dormir de nailon azul en una cama que crujía y que a él no le estaba permitido fumar, utilizar palabras largas, beber gin tonics ni molestarse cuando se diera el caso de que hubiera otro hombre en la vida de Charlie.
¿Y qué más daba que las canciones de amor fueran una bazofia empalagosa? La desesperación venía tras ellas, ineludible como una resaca. Pero en aquellos momentos, con sus frases de amor pronunciadas a hurtadillas bajo el estruendo de una madre que pasaba la aspiradora por las alfombras del cuarto de sus hermanas, abandonada la ronda de fiestas escolares —donde los otros magreaban y él se pasaba la noche atiborrado de sedantes— a cambio de una helada habitación individual donde se acurrucaba ante el televisor bajo un saco de dormir de nailon, Hugo era feliz. Más feliz de lo que podía recordar. Más feliz acaso que el día en que Sam se sentó a su lado por primera vez. Estaba en la Ciudad del Amor con Adonis, la tele transmitía el especial de verano de la ITV, tenía un vaso de cerveza junto a la almohada, y cigarrillos, cerillas y cenicero al alcance de la mano. Era como estar de cámping. Era como si el último año no hubiera existido.
El último año. Aún no había vuelto a dirigirle la palabra a Sam. Ni Sam a él. Le había dejado una nota en la cartera, en respuesta a la que había recibido de él. Pero sólo le decía mentiras. Las mismas mentiras que le había contado a su padre. Estoy dispuesto a cambiar de vida. Palabras y nada más que palabras.
Para entonces, el diario ya sólo era polvo en el incinerador de la escuela. La confianza que su madre hubiera podido tener en él sólo era ya un agrio recelo en su mirada, una seca incredulidad en su sonrisa. Hugo no tenía aliados ni confesores, salvo su hermana menor, la única persona del mundo a quien se hubiera molestado en salvar de una casa en llamas. Pero hasta ella se sentía intranquila a su lado, asustada por sus amenazas de irse de casa, preocupada hasta el punto de consultar la enciclopedia de la familia para averiguar los efectos secundarios de los barbitúricos que Hugo disolvía en botes de acuarela llenos de la ginebra que robaba del mueble bar de sus padres los sábados por la mañana.
Sus amigos se llevaban mejor entre ellos que con él. No podía correr con la manada. Corría junto a ella, pero apartado. Tal vez fuera malo, pero no era duro. Ni por dentro, ni por fuera. Cuando le pegaban, devolvía el golpe y volvían a pegarle de nuevo. Cuando se burlaban de él, replicaba de palabra y volvían a golpearle. También podían ser simpáticos. Eran sus amigos. Lo invitaban a sus fiestas y les preocupaba que no tuviera una chica fija. Él mantenía relaciones sexuales en secreto con uno de ellos, aprovechando la hora del almuerzo. Pero no eran auténticos amigos. Si lo hubiera atropellado un tren, se habrían echado a reír. Por lo menos, no habrían llorado. Se sentía débil, perverso, equivocado y solo.
Y entonces conoció a Charlie.
Si alguien hubiera pedido a Hugo que dibujara al hombre con el que le gustaría yacer, el cuerpo que le gustaría desnudar, la voz con la que le gustaría ser arrullado, la respuesta habría sido Charlie.
Cuando lo vio por vez primera, la boca le quedó tan seca que no podía hablar. Iba a encontrarse con unos amigos para tomar algo en un bar donde había puñaladas de vez en cuando y los conjuntos lanzaban maullidos entre aplausos entusiastas mientras Hugo bebía ginebra con naranjada (era la única bebida que se sabía de memoria) y el camarero de la barra le dirigía extrañas miradas.
Subía colina arriba enfundado en unos tejanos rasgados por las rodillas y con el dobladillo deshilachado que se le enredaba en los pies y le hacía tropezar. Iba a encontrarse con Igor y con el amigo de Igor, un chico guapo de larga cabellera morena y ojos espirituales, en cuya alfombra Hugo había vomitado la semana anterior, perdido en una vertiginosa confusión de porros, ginebra y barbitúricos. Después, alguien lo había empujado hacia el minibar con adornos en relieve que formaba una curva en un rincón del cuarto, mientras la madre del amigo de Igor intentaba meter la mano en sus pantalones. Era gente a la que apenas conocía. Eran sus amigos. Hugo veía que las cosas andaban mal. Igor era alto, mugriento, de pelo lacio y, además, estaba loco. Constantemente recitaba interminables teoremas musicales nuevos, atrayendo interminables bandadas de beligerantes que deseaban hincarles el diente. Era un artista, y Hugo absorbía con avidez sus monólogos de disidente, pero nunca se sintió capaz de emularlo.
Iba a encontrarse con Igor y con el amigo de Igor, enfundado en unos tejanos rasgados por las rodillas e increíblemente acampanados. Era lo único que le quedaba para ponerse. Su vestuario funcionaba siguiendo un estricto sistema de rotación que sólo se dejaba influir por el clima. Aunque había comenzado a gastarse el dinero en extravagantes prendas de segunda mano de la nueva tienda de Oxfam en la Calle Mayor, todavía no disponía del suficiente para hacerse con un guardarropa contracultural adecuado. Así que iba a encontrarse con los disidentes punk del Duque de Lancaster llevando unos pantalones acampanados. Se sentía desdichado. El sol de la tarde aún calentaba. Se sentía desdichado y cachondo.
La solución evidente era el tango de los retretes. Debido al tango de los retretes, había postergado, llegado tarde u olvidado tantas citas, en tantas tardes distintas, que sus amigos ya no esperaban que se presentara a la hora ni en el lugar que les había dicho. Y cuando se presentaba, era de un humor tan huraño que no alcanzaban a comprenderlo, de modo que lo dejaban a su aire, callado, deprimido, sintiéndose mancillado por el miserable toqueteo de pollas, el orgasmo ínfimo que acababa de obtener ante algún esposo dominado por el pánico. Si no se presentaba, era porque le había surgido una aventura, alguien con un dormitorio, un lugar bajo techo donde podían retozar. Para entonces David ya era muy conocido en la calle, y las tardes de los viernes eran buenas para la caza, puesto que los ejecutivos, frustrados tras una semana de trabajo en su camisa de fuerza a rayas, sin tiempo para una corrida a media mañana, estaban a punto de estallar de sexualidad insatisfecha. Esa gente solía merodear en sus Ford Cortina azul celeste, y trataban a David como a un siniestro seductor, deferentes y fascinados. David representaba la cárcel. Si eran vistos o sorprendidos con él, representaba el fin de sus carreras, de sus matrimonios, de su libertad. Pero también representaba el sexo. Era bueno. Y estaba muy disponible. Algunos de ellos lo conocían desde hacía tres años. Y seguía siendo bueno, aun después de cumplir diecisiete años.
En cuanto a David, estaba sencillamente caliente. Una calentura insoportable, que no quería saber de sonrisas, compromisos ni charlas. Parecía darle lo mismo que los hombres fueran gruesos o flacos, que tuvieran menos de treinta y cinco años o acabaran de cumplir los cuarenta y cinco. Cuando David estaba cachondo, podía convertirlo todo en sexo. Las tapicerías, las colchas y los adornos de las salitas suburbanas sólo le hacían sentirse aún más cachondo. Era profanación y blasfemia en la salita, y, como desnudarse en el recibidor y mear en la bañera, formaba parte de su número de chico maleducado, grosero y escarnecedor. Si estaba del humor adecuado, lo encontraba todo sexy.
Cuando David cruzó la calle hacia el salón de tango, advirtió que el conductor de una camioneta detenida ante el semáforo lo contemplaba con una ligera sonrisa. No era una sonrisa de reconocimiento. Se parecía más a la sonrisa del lobo en el cuento de Caperucita Roja. La sonrisa de un apetito que ve su satisfacción ante sí. Las nalgas de David se tensaron y su estómago se endureció. El flirt había comenzado.
Entró en su boudoir retrete, de un azul institucional húmedo y mohoso, cubierto de graffitis, algunos de los cuales mencionaban a David por su nombre. Algunos ya los conocía. Súplicas desesperadas del jefe de Exploradores de Cockfosters, al que había debido abandonar dos años atrás cuando el escándalo del diario sacó a relucir sus paseos dominicales, destinados a pasar un rato divertido en la cama y embolsarse un par de libras. De hallarse en el lugar de aquel jefe de Exploradores, David habría procurado pasar más inadvertido. Sus padres hubiesen podido presionarle para que revelara nombres y direcciones, y quién sabe cuánto habría tardado Hugo en ceder. La resistencia a los interrogatorios no era su fuerte, como bien sabía el señor Tattersall. El jefe de Exploradores hubiera perdido algo más que sus cachorros.
Todos los cubículos estaban ocupados, pero los urinarios estaban vacíos. David se detuvo a contemplar los ojos que aparecían y desaparecían en los agujeritos de las puertas de los cubículos, deseosos de averiguar quién era el recién llegado.
Oyó el ruido de un freno de mano y la portezuela de un automóvil. Buenas noticias: sangre fresca con vehículo propio. Podía ser el lobo. Naturalmente, la mitad de las veces resultaba que el conductor se había detenido para comprar cigarrillos en el bar o para dejar bajar a un pasajero, o se encaminaba en dirección opuesta, o acaso peor, se trataba de un automóvil cuyos parachoques abollados y asientos manchados ya le eran conocidos de anteriores expediciones por la Al rumbo a un campo desierto o un bosquecillo umbroso. A David no le gustaba repetir. Hacía muy pocas excepciones.
Se acercó a la ventana y atisbo por los resquicios de la oxidada malla metálica. El lobo avanzaba por el sendero. El lobo estaba buenísimo.
No supo hacia dónde moverse.
Algunas veces, incluso un tanguista nato como David podía quedar desconcertado. El tango de los retretes era una danza compleja. Un error de cálculo o un golpe de mala suerte podían echarlo todo a rodar.
El lobo hizo su entrada. El lobo miró a David y se apoyó contra la pared. David fingía mear, pero su vejiga se había encogido al tamaño de un guisante y le resultaba imposible extraer ni una gota de ella. Se subió la cremallera y se apoyó contra la pared sin alzar la vista. Éste era uno de sus peores problemas. Con los viejos picaros y seductores, adoptaba el papel de joven puto muy pagado de sí. Con los casados presas del pánico, se hacía el tipo duro que domina la situación. Con hombres como el lobo, le temblaban las rodillas y se le secaba la boca. Si el desconocido se hubiera vuelto hacia él para pedirle fuego, Hugo habría graznado sin poder responder.
Repasó precipitadamente posibles estrategias, pero se sentía atrapado. El hombre no le hacía ninguna señal. Hugo creía que estaba mirándolo, pero era demasiado tímido y estaba demasiado asustado para comprobarlo. Temía que, si no se vaciaba pronto algún cubículo, el hombre acabara cansándose y se fuera. Llevaba las botas cubiertas de polvo. ¿Un obrero, tal vez? Tenía los brazos atezados y el pelo rubio. Se descargó la cisterna de uno de los cubículos y al poco salió un hombre. David entró. Ahora sí estaba atrapado. ¿Miraría el lobo por alguno de los agujeros? Lo buscó a través de todos ellos, pero no logró verlo. ¿Se habría marchado con el otro tipo? ¿Habrían cruzado una mirada y salido juntos? Un ojo se pegó a la puerta. David descorrió el pestillo. Era peligroso, pero formaba parte del juego. La puerta seguía cerrada, pero el lobo tenía que haber oído deslizarse el pasador. Le tocaba jugar a él. Empujó suavemente la puerta.
Se quedaron mirándose a través de la puerta entreabierta. David, con los pantalones por las rodillas, contempló aquellos ojos azules y aquella sonrisa bronceada por el sol como si acabara de descubrir el manantial de la vida y estuviera tomando aliento antes de beber. El hombre le habló con un ligero acento escocés. «Tengo un coche fuera», dijo. David asintió con la cabeza para evitarse un graznido. Se subió los pantalones y siguió al lobo hacia la calle, hacia la camioneta azul.
Así fue como Hugo conoció a Charlie. Le dijo que se llamaba David y ya casi no habló más mientras Charlie conducía hacia su habitación en Finchley. Cuando llegaron a la habitación, Charlie se metió en el baño y le dijo a David que se fuera quitando la ropa. David se tendió desnudo sobre el saco de dormir de nailon azul, temblando de impaciencia. Al regresar, Charlie sonrió y le aconsejó que se cubriera. Bajo el saco de dormir había sábanas.
Yacieron juntos durante dos horas y media, y David no llegó a correrse. Yacieron juntos durante dos horas y media, sin que a Hugo le importara si se corría o no. Sólo quería permanecer entre los brazos de aquel hombre, de aquel lobo. Un lobo con un ligero acento escocés.
Cuando dejó la habitación de Charlie con Charlie, en la camioneta de Charlie, su corazón estaba tan henchido que sentía vértigo. Una sonrisa tironeaba de las comisuras de sus labios con ganas de convertirse en una risa. Una irreprimible burbuja de risa.
Charlie tenía que ir a Devon al día siguiente por asunto de trabajo. Se dedicaba a los transportes pesados, y lo había hecho desde que terminara los estudios en Edimburgo a la edad de dieciséis años. Entonces tenía veinte. Dijo que regresaría de Devon aquella misma tarde, conduciendo sin parar, para poder reunirse de nuevo con David por la noche. David le prometió que allí estaría. Nunca antes había cumplido semejante promesa.
Cuando entró en la cocina de la casa de sus padres, Hugo no podía borrar la sonrisa de David, no podía comprimir su felicidad en una expresión cotidiana y no podía dejar de hablar con acento escocés.
A su madre le hacía gracia oírle hablar con acento escocés. Era una de sus payasadas favoritas. Siempre creía que Hugo imitaba a su médico, y siempre le complacía que hubiera ido a ver al médico. Alguien debía infundir disciplina en Hugo. Alguien debía cruzar la barrera de su impasible mirada de superioridad, sus mentiras espontáneas, sus astutos enredos. Su madre no sabía en qué andaba metido, ni comprendía cómo habían podido ocurrir tantas cosas ante sus mismas narices sin que ella se diera cuenta. Los paseos de los domingos, las vacaciones escolares y las esperadas visitas a galerías de arte, las excursiones con la escuela y las obras de beneficencia con sus amigos… Se lo había creído todo. Su madre podía interrogarlo acerca de sus amistades, podía sorprenderlo robando dinero de la cartera de su padre y castigarlo sin salir de casa durante seis semanas, pero no podía penetrar sus defensas y averiguar qué pensaba en realidad; qué dolor, qué placer, qué anhelos ocultaba, qué recuerdos y qué fantasías. Ella no se lo preguntaba. Él no se lo decía. Así que ella apelaba al médico y el médico llamaba a Hugo cada quince días, para echar una mirada a sus manchas y hablar con él.
Hugo no había tenido nunca manchas hasta que un día, ya en quinto curso, despertó con un reguero de ronchas desde la boca hasta el cuello, como si alguien le hubiera salpicado la cara con una pluma cargada de tinta roja. El médico le recetó una pomada. La pomada venía en tubos pequeños, y Hugo necesitaba un tubo nuevo cada quince días. Cuando terminaba un tubo, tenía que volver al médico, porque éste se negaba a renovarle la receta por teléfono e insistía en verlo personalmente.
A Hugo no le importaba. El médico le caía bien. Era un aliado. Le daba whisky y cigarros, y le dejaba hablar de sí mismo.
Pero Hugo sabía que le hacía ir por alguna razón. Querían saber cosas de él. Hugo confiaba en el médico. Sabía que nada de lo que le dijera llegaría a otros oídos. Pero también sabía que lo habían puesto en sus manos. No se guardaba ningún secreto, pero tampoco iba a contarle toda la historia hasta que él mismo estuviera dispuesto a hacerlo.
Así pues, cuando Hugo irrumpió por la puerta de la cocina, haciendo que su madre se sobresaltara ante la harina tamizada y su padre se girara en redondo con un trapo de cocina sujeto a la cintura, ni siquiera el vapor y el ajetreo de la vida familiar lograron apagar la alegría de su corazón, y siguió entonando las cadenciosas melodías de Edimburgo y Aberdeen con su humorístico acento escocés hasta que le dolieron los músculos de la cara y se le enronqueció la voz. Su madre se echó a reír. Su padre sonrió, pero siguió lavando platos. Su hermana mayor lo miró con suspicacia. Nunca se fiaba de él cuando lo veía de buen humor. La mitad de esta desconfianza era resentimiento, porque ella nunca estaba de buen humor. La otra mitad era duda. Sabía que el buen humor en Hugo significaba placer, y sus placeres rara vez eran decorosos.
Hugo navegó hasta su habitación y se echó a flotar sobre la cama en el decorado a rayas naranjas del empapelado del cuarto y soñó una y otra vez con Charlie. La voz de Charlie. El pecho de Charlie con su vello plumoso justo entre los pectorales. Su estómago bronceado. Su polla suave y bien formada. Su sonrisa de dientes blancos. La piscina de sus ojos azul celeste.
Hugo estaba enamorado.
Pero, si ésta era la primera vez que él iba a mantener su promesa y acudir a la cita, ¿cómo podía estar seguro de que Charlie era sincero? ¿Y si a todos los chicos que conocía les decía que iba a volver de Devon por ellos y luego decidía darles plantón? Hugo sabía dónde vivía, pero él no era de los que se cuelan por las ventanas. Ya se veía tristemente sentado junto a la pared del jardín delantero en aquella calle suburbana próxima al Tally Ho Córner, esperando a que apareciera su hombre de bronce.
Hugo se pasó todo el sábado esperando que llegara la noche. Se había preparado el terreno para esta salida nocturna sin demasiadas dificultades. Su madre siempre se mostraba suspicaz, pero Hugo disponía de una excusa idónea que cubría toda la velada del sábado. Había una fiesta y él estaba invitado. Se reuniría con sus amigos en la estación de metro de East Finchley e iría con ellos. Tenía que permanecer allí durante algún tiempo, pues de otro modo se le escaparían. Regresaría con ellos y luego tomaría un taxi. Y era verdad. En parte. Había adoptado el mismo principio para sus mentiras que para sus hurtos en las tiendas. Una verdad pequeña puede disimular una mentira mucho mayor. Si al pasar por la caja pagabas alguna cosa, nunca se les ocurría pensar que las demás cosas que llevabas en las manos no habían sido pagadas. Aquella noche había una fiesta y él estaba invitado. Sabía dónde se celebraba y quién estaría presente. Tenía una invitación e incluso había estado antes en la casa, o sea que podía describirla.
Sin embargo, no tenía nada que le resolviera el día. Nada que pudiera eliminar aquella sensación de canicas rodando sin parar dentro de su estómago. Tenía embotado el apetito. Sentado a la mesa a la hora del almuerzo, fue introduciéndose cucharadas de comida entre los dientes y la engulló sin saborear nada. No vivía en el presente. Estaba en suspenso. Una mitad de él burbujeaba de excitación, la otra mitad chisporroteaba de nervios. ¿Habría sido Charlie sincero con él? ¿Podría soportar otras dos horas de espera antes de bañarse, antes del té, antes de salir con una expresión de alegría artificial para ocultar su amplia sonrisa interior? ¿Podría impedir que le temblara la mano mientras se llevaba cucharadas de Pavlova[9] a la boca reseca? ¿Acudiría Charlie a la cita? ¿Era real todo aquello?
A las siete y media de un anochecer de sábado, Hugo esperaba ante la entrada de la estación de Finchley Central. Ya llevaba media hora allí. Incluso había pasado por delante del apartamento de Charlie para comprobar si estaba la camioneta. Sí que estaba. Charlie había regresado. A las siete treinta y cinco, la camioneta azul se detuvo ante él y Charlie le dirigió una sonrisa de sube-y-ámame. Hugo trepó a la cabina y arrancaron cuesta abajo, encumbrados sobre los elevados asientos del vehículo como dos adolescentes en una atracción de feria.
—Tengo que decirte una cosa —comenzó Hugo.
Sus palabras sonaron de un modo muy sospechoso.
—Ayer te conté una mentira. —Una sombra nubló la frente de Charlie—. En realidad, no me llamo David. Me llamo Hugo. —El rostro de Charlie parecía abollado. Como si se hubiera retirado en marcha atrás hacia sí mismo. Quizá no hubiera debido decirle nada. Hugo trató de explicárselo, pero no le resultó fácil. Le hacía parecer viejo y endurecido. Demasiado astuto y experimentado—. El asunto es que no quería contarte la misma mentira.
—¿La misma que a los demás? —Sí.
—¿Cuántos ha habido?
¿Qué podía contestar? Detestaba esta clase de preguntas. ¿Qué sería lo más razonable? ¿Qué sería lo más realista? ¿Qué querría oír él?
Charlie se lo quedó mirando. Hugo estaba vuelto hacia la ventanilla, con aire confuso. No sabía cómo empezar. Charlie se echó a reír.
—No te preocupes. Me importa una mierda. Ahora estás aquí. Creía que no vendrías. No me importa cómo te llames. Pero debes reconocer que Hugo es un nombre bastante idiota. —Y se rió de nuevo. Con ganas.
Ya estaba. David había muerto. Aquel amigo extraño y mandón estaba muerto. Abandonado. Traicionado. Vendido en cuanto las cosas comenzaron a rodar bien. Algo palpitó en el estómago de Hugo. ¿No estaría deshaciéndose de su único aliado? ¿No hubiera debido dedicar una despedida más larga a su…, su…, su qué? ¿Su genio del mal? ¿Su consejero? ¿Su tutor en el cruel e implacable carrusel sexual de la vida, con sus mentiras fáciles y su actitud de coge-lo-que-puedas y toma-lo-que-necesites? ¿Qué le ocurría? ¿Acaso ese reducto de dicha, ese cómodo asiento de cuero junto a los muslos tejanos del hombre al que amaba, estaba anulando su instinto asesino? La postura de David, de aprovéchate-de-ellos y mándalos-a-la-mierda. David era un superviviente. Ésta era la imagen que le gustaba dar. Pero era Hugo el que hacía todo el trabajo por él, y ahora que había desaparecido, Hugo se sentía aliviado. Más aliviado que culpable. Había dado un paso hacia la verdad. Su vida estaba envuelta en una malla de mentiras. La verdad era como unas cizallas para cortar metal. Acababa de abrir un pequeño agujero en la malla.
Aquella noche, Hugo tuvo un orgasmo. Charlie también. Después del sexo, yacieron pecho contra espalda, Charlie delante y Hugo detrás, y miraron la televisión de sábado por la noche, la edulcorada mezcolanza de especiales de verano y programas de variedades. Daba igual. En su estado de ánimo, nada podía parecer malo. Todo resultaba fascinante. Todos los presentadores, todos los invitados, todas las azafatas de concurso, todos los que aparecían en el programa estaban envueltos en el halo de la felicidad de Hugo.
El domingo fue a una reunión de los cuáqueros y se pasó una hora entera dibujado mentalmente el cuerpo de Charlie, recordando hasta la última palabra que había pronunciado, hasta la última sonrisa que le había provocado. Aquel día no se quedó dormido.
Las reuniones de los cuáqueros eran la válvula de seguridad de Hugo. Su laguna de calma. Pero no porque aquel puto adolescente que llevaba la moral por los tobillos hubiera encontrado a Dios. Había encontrado silencio y gente amable. Había seguido, sencillamente, los pasos de su hermana mayor. Su hermana mayor había emprendido una peregrinación. Buscaba una salvación personal, una manera de escapar al desprecio que sentía por sí misma, una manera de alcanzar su propia dignidad y una visión de un mundo que no estuviera desgarrado por furias y fenómenos que la maltrataban, la desatendían y se burlaban de ella por partes iguales.
Hugo y su hermana menor se limitaron a seguir sus huellas, tal como la habían seguido a Woodcraft Folk. La menor, con su dulce sonrisa y su inocencia juvenil, fue la primera en cruzar la puerta. Hugo la siguió unas semanas después, concomido por resentimientos de los que anhelaba librarse. La religión era un refugio muy improbable para Hugo, pero dio resultado. Los cuáqueros le ofrecieron justo lo que necesitaba. No eran flagelantes de cilicio y azufre. Eran un hogar de reposo para la mente dolorida. Eran personas con una ilimitada capacidad de perdón, sin la ñoñería insulsa que por lo general la acompaña.
Cuando Hugo entraba en la casa de reuniones, sentía que el aire se suavizaba con las voces benignas, los medios susurros, las sonrisas confiadas de unas personas demasiado inteligentes para ser pusilánimes y demasiado llenas de fe para juzgar a nadie. Sus ojos buscaban bondades interiores. Ninguna ropa que Hugo pudiera ponerse, ningún estilo de peinado o de pantalones, nada de lo que dijera acerca de las drogas o el aburrimiento, ninguna ira que pudiera conjurar eran capaces de sobrevivir a su sosegante amabilidad. En aquel tranquilo rincón de los suburbios, Hugo se serenaba. Contemplaba. Era recibido y aceptado.
Todos los domingos se reunía con los demás en torno a la mesa decorada con un jarrón de flores silvestres, en una habitación cuadrada donde la luz entraba a raudales por ventanas que iban del suelo al techo y formaba grandes charcos de sol que lamían los pies de todas las ancianas, algunas de las cuales dormitaban bajo sus sombreros de rafia azul mientras otras permanecían erguidas y muy atentas, con una sonrisa en los labios.
Hugo siempre se escondía en un rincón. A menudo le costaba mantenerse despierto, y detestaba despertar con una sacudida para verse contemplado por los ojos que recorrían la habitación. Sentado allí, con los tobillos bañados por la luz del sol, recomponía los acontecimientos de la semana anterior. Antes de que apareciera Charlie, era la semana escolar, el trabajo, las riñas, Sam, los deberes, las dificultades. Ahora que Charlie ocupaba todos los rincones de su cabeza, se pasaba la hora entera en silencio, sopesando la batalla entre la esperanza y la desesperación. Las interrupciones de los mayores, con sus animosas homilías sobre el significado espiritual de una conversación con la verdulera sostenida en el curso de la última semana, se convirtieron en fatigosas e irritantes intrusiones en su complejo sistema de penitencia y remordimiento.
Hugo se consideraba culpable de todo lo que le salía mal. Y Dios era su árbitro, el que anotaba los puntos negativos que eran castigados con la ausencia de Charlie. Resultaba muy fácil acumular puntos negativos. Por lo general, sólo se daba cuenta luego, cuando Charlie no aparecía y él se veía obligado a repasar toda la semana para averiguar por qué. El miércoles se había masturbado, o el martes había robado en una tienda. Comenzó a prohibirse más y más cosas, imponiéndose un régimen tan estricto que su confianza y su humor quedaban minados por la culpa. Y todo porque Charlie no había acudido a la cita. Hugo tenía que vérselas con un iracundo y vociferante dios de rencor. Las reuniones eran el lugar donde Hugo se lamía las heridas y se preparaba mental y físicamente para una nueva semana de esperar a que llegara el fin de semana.
De hecho, las reuniones se convirtieron en el soporte principal de sus relaciones con Charlie. No porque asistieran ninguna vez juntos (aquel inquieto palurdo escocés, que a los dieciséis años había viajado por Europa en la cabina de un transporte pesado, que detestaba la educación, que retrocedía con disgusto ante la clase media y sus corteses y refinados hijos, que no había obtenido su bronceado en ninguna playa sino transportando generadores de camión a camión, jamás habría podido comprender qué iba a hacer Hugo allí), sino porque, a medida que su vida se volvía dura y compleja, Hugo utilizaba las reuniones como un confesionario particular, como un claustro que lo protegía siquiera por una hora, un solo día por semana, que le permitía refugiarse de los azotes del viento exterior. En el exterior se sentía vulnerable. El viento le cortaba hasta los huesos. Era desdichado.
Desdichado porque estaba enamorado y su amante no. Habían comenzado muy bien. Todos los viernes. Todos los sábados. La camioneta. El viaje hasta la habitación. Sexo. Televisión. Tendidos pecho contra espalda, piel caliente contra piel caliente bajo el saco de dormir de nailon azul. No hablaban mucho. No tenían mucho que decirse. Apenas se conocían. Pero estaban enamorados, o Hugo creía que lo estaban. Luego, cuando comenzó a disiparse la novedad, Charlie se volvió esquivo, y cuando no se mostraba esquivo se mostraba irritable.
Hugo estaba demasiado enamorado. Mientras Charlie se desasía, él se aferraba. Le impuso reglas, y él las aceptó todas: debía dejar de utilizar palabras largas; debía dejar de llevar según qué prendas; si iban al bar, sólo le estaba permitido beber cerveza; no le estaba permitido hablar de la escuela, de sus deberes ni de la universidad; debía dejar de escribir las cartas que fluían de su pluma como otros tantos gemidos de pasión, incoherentes, digresivas, delatoras.
Ninguna de estas reglas incomodaba a Hugo. Lo que de verdad le asustaba era la frialdad que veía en sus ojos. Aún seguían teniendo momentos de pasión. Aún seguían teniendo tardes de alegría, en las que tonteaban en la lavandería automática con sus erecciones medio disimuladas (y también aquí Hugo se delató; el muchacho cuyas manos jamás habían conocido un día de trabajo perdió el dinero del jabón en la máquina que dispensaba el jabón. Hubiera debido ser un gesto mecánico, pero pulsó el botón equivocado, leyó la columna equivocada y perdió los veinte peniques. Se sintió ridículo, como la princesa que no podía dormir por culpa de un guisante), pero la luz se desvanecía cada vez más deprisa. Charlie no le miraba. La sonrisa había desaparecido de su rostro. A Hugo le asustaba pensar en lo que podía hacer si terminaban. Le asustaba su propia depresión. No quería suicidarse, pero no veía la manera de evitarlo si rompían. Bien; Charlie se ocupó de eso. No rompieron. Fueron separándose paulatinamente.
Fue el invierno del aparcamiento.
Para Hugo, fue la prueba de la desesperación. Siempre había sido un chico feliz. Animoso. Muy distinto de su hermana mayor, que debía esforzarse para afrontar cada nuevo día y sollozaba hasta caer dormida cada noche. Pero el invierno del aparcamiento estuvo a punto de terminar con su sonrisa para siempre.
Al principio era muy fácil. Charlie y él concertaron un punto de encuentro en un aparcamiento en la calle mayor, frente al bar La Mano y La Flor.
Los únicos días en que podían encontrarse eran los viernes y los sábados. Todos los viernes y sábados al anochecer, tras unas cuantas llamadas telefónicas secretas durante la semana, al amparo de la aspiradora en el piso de arriba, Hugo esperaba en el aparcamiento. Esperaba media hora hasta divisar por fin aquellos ojos azules, aquella sonrisa refulgente, aquella mirada de sube-aquí-y-ámame, y entonces Hugo, conteniendo el aliento, corría hacia su amante. Hasta que Charlie dejó de acudir durante ocho semanas seguidas. Su camioneta azul no apareció por la esquina, y Hugo, temblando junto a la cabina telefónica entre una humillante llamada al casero y la siguiente, contemplaba el ir y venir del tráfico.
Todos los viernes por la noche veía al vendedor de flores envolver las que le habían quedado por vender y desmontar el puesto antes de retirarse en su furgoneta. Veía los coches que aparcaban ante el bar y la gente que salía para dirigirse a fiestas, envuelta en un cálido manto de ruido y amistad. Y Hugo seguía esperando, pateando el suelo para calentrarse los pies helados. La cabeza erguida, ocultando su abatimiento.
Pasaron ocho semanas sin que Charlie apareciera. Pero todas las semanas le prometía acudir. Todas las semanas se disculpaba, y siempre parecía sincero. Hugo era joven. Para él, era la primera vez. Quería creer y por lo tanto creía, y durante las primeras semanas combatió las lágrimas y la frustración. Pero las combatió a solas. No podía contárselo a nadie.
Medía la espera por lapsos de cinco minutos, cada uno de los cuales le acercaba un paso más al tañido atroz de la hora. Y cuando daba la hora se alejaba bajo la helada llovizna de febrero, rumbo al Marquee, a algún bar o a una fiesta a la que había dicho que tal vez asistiría. Y cada vez tenía que tragarse las lágrimas.
En la escuela no podía contárselo a nadie. Ensayó una historia acerca de una mujer negra, en un intento de inventar algo que se comprendiera debía mantener en secreto (cosa que constituía un verdadero insulto para sus padres, que nunca hubieran dado importancia al color de la piel), pero nadie le concedió crédito. Abandonó esta excusa. Abandonó el tema por completo. Silencio en casa, silencio en la escuela, silencio en el aparcamiento. Y luego, el silencio de la casa de reuniones. Si alguien le hubiera dicho «te compadezco», se habría deshecho en llanto, derribadas las compuertas, arrasados los muros de contención. Se lo tragaba todo, pero sentía espesarse las nubes en lo más profundo de su corazón.
Sólo una vez comenzó a desmoronarse la muralla, en una fiesta durante la sexta o séptima semana del invierno del aparcamiento.
Conocía a todos los presentes. Todos eran amigos o amigos de amigos. Les caía bien. Les hacía reír. Y ellos le caían bien. Se reían con él. Apenas se conocían unos a otros.
Se paseó por la sala de estar, por el jardín, por la cocina. Todos los rincones estaban abarrotados de amigos que bebían alegremente, que flirteaban, se abrazaban, reían, le saludaban con sonrisas, y Hugo sintió que en su pecho se abría un espacio negro en el que se esfumaban todas las sonrisas que jamás iba a sonreír, todos los pensamientos felices que jamás iba a pensar. El espacio negro siguió creciendo. Tenía unos bordes desiguales y se extendía por su pecho como una mancha de aceite. Las sonrisas que lo rodeaban le inspiraban aborrecimiento. Incluso aborrecía la luz.
Hugo tensó los labios y exhibió los dientes en una sonrisa falsa, tan seca como el serrín. Deslizándose entre el gentío, se dirigió al piso de arriba. Empujó una puerta silenciosa y penetró en un dormitorio a oscuras. Las cortinas estaban abiertas y la luz tenue y grisácea de la luna proyectaba un fulgor pálido sobre los adornos y chucherías del cuarto de una adolescente. Se sentó sobre la cama, perfectamente inmóvil en la penumbra plateada, y escuchó los latidos de su corazón. Escuchó las voces del jardín. Se sentía muy lejos de todo. No podía moverse. No podía llorar. No podía hablar. Hubiera querido fundirse con la luz tenue y grisácea y no volver a sentir nada jamás. No quería morir; quería convertirse en cenizas.
Seguía sentado cuando oyó voces de muchachas que subían por la escalera y se acercaban a la puerta y cruzaban la puerta, y la luz se encendió como un ataque relámpago. En el umbral había dos chicas, a las que conocía bien, que lo miraban de un modo extraño porque tenía un aspecto extraño. Sus mejillas estaban húmedas de lágrimas que ignoraba haber derramado. Tenía las manos juntas sobre el regazo. Estaba sentado muy erguido y con la mirada fija al frente, como un místico. Cuando las chicas le hablaron bajo aquel crudo resplandor que le hacía contraer las facciones, les pidió que apagaran la luz. Le sorprendió que lo hicieran. Entonces volvieron a preguntarle qué le ocurría, y él se echó a llorar. No a sollozar. A llorar. Y a través del agua que le resbalaba por la cara como si estuviera bajo la ducha, intentó explicarles el espacio negro sin hablar de Charlie, sin hablar del aparcamiento, ni del casero que se burlaba de él, ni del viento que lo desnudaba hasta los huesos, ni de las parejas felices que pasaban por delante de él, ni siquiera del vendedor de flores que nunca le había dirigido la palabra y que siempre parecía tan aterido y azulado por el viento que sólo verlo le hacía sentir más frío.
Las muchachas fueron muy dulces con él. Tomaron asiento y le escucharon. Hugo pudo persuadirlas de que valía más que lo dejaran solo en la habitación en penumbra hasta que se sintiera con ánimos para bajar, y las persuadió también para que no se lo contaran a nadie. Cerraron la puerta sin hacer ruido y regresaron al piso de abajo. Poco después, Hugo abandonó el dormitorio.
Hugo nunca culpaba a Charlie por sus ausencias. Se culpaba a sí mismo. En su estricto juego de obediencia, recompensa, transgresión y castigo, los actos de Charlie no estaban incluidos. Todo quedaba entre Hugo y Dios. A lo largo de aquel invierno del aparcamiento, esta superstición religiosa contagió todas las miradas que dirigía a los hombres por la calle, todas sus visitas a unos retretes públicos, todos los toqueteos de su polla por debajo de la bata mientras contendía con sus deberes de matemáticas. Hugo luchaba denodadamente por Charlie bajo el maligno ojo de Dios, que escudriñaba los rincones más infectos de su imaginación. Y aun así, Charlie no acudía. Y aun así, cada vez que Hugo telefoneaba, le prometía que la próxima vez acudiría. Y aun así, no lo hacía.
El teléfono sonó al otro extremo de la línea. El ábrete sésamo. Sus padres estaban en la cocina, esperaba que discutiendo. Así el volumen de la conversación se mantendría alto. Era una noche de sábado. El octavo sábado del invierno del aparcamiento. La noche anterior, Hugo no había hablado con Charlie. Esperó una hora entera en el frío aparcamiento hasta que le dolieron los pies y la nariz empezó a gotearle. Luego fue al salón de tango y se la dejó mamar por un borracho que le lastimó la polla con los dientes. Él se limitó a permanecer de pie y contemplar cómo se la chupaba aquel tipo de mandíbulas poco cuidadosas, respirando el enfermizo olor dulzón a fruta fermentada que ascendía hacia su rostro. No obtuvo consuelo ni placer. No obtuvo sonrisas ni sentimiento. Sólo una cara grisácea y alargada.
El propio Charlie descolgó el aparato. Hugo tomó aliento con dificultad.
—Soy Hugo.
—Ya lo sé.
—Anoche estuve allí.
—¿Dónde?
Hubiera podido llorar. No lo hizo. La adrenalina comenzaba a consumirse.
—¿Podemos vernos esta noche?
—No.
—¿Por qué no?
¿De qué servía el orgullo a estas alturas?
—Creo que deberíamos dejarlo por un tiempo.
—Dejar, ¿qué?
—Ya sabes. Dejar de vernos durante una temporada.
La conversación era tan quebradiza como un adorno de cristal.
—¿Hay alguien… contigo?
—Sí.
—Será mejor que cuelgue.
—Vuelve a llamarme, ¿eh? Quiero explicártelo.
—Sí.
Este «sí» se lo tragó todo. Punto y aparte. Hugo dejó el auricular.
Se disponía a pensar en lo ocurrido. A hundirse en el vértigo después de la brusca e inesperada conmoción. No tuvo tiempo.
—¿Con quién estabas hablando?
Su madre estaba en el vestíbulo, medio preparada para salir a cenar fuera. La expresión de su rostro se debatía entre el respeto a las apariencias y la crudeza.
—Con Paul.
—¿Qué Paul?
—Paul, de la escuela.
—No es verdad.
—Sí que lo es.
—¿Qué número tiene?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Para telefonearle. Él me dirá si acaba de hablar contigo.
De vez en cuando, Hugo tenía destellos de genio estratégico. Ahora le hacía falta uno. Lo tuvo.
—Muy bien, llámale. Es el 836 9241. —Su madre pareció un poco sorprendida, por el lado de las conveniencias. Era el único lado que Hugo podía mirar—. Pero si le llamas, se enterará todo el mundo. Seré el hazmerreír de la escuela.
No llamó.
Hugo no estaba muy seguro de por qué el truco había funcionado tan bien. Tal vez despertara los ecos de alguna batalla que ella había sostenido con su propio padre. No cabía duda de que ella amaba a sus hijos. No quería ponerlos en ridículo. Y, no obstante, había hecho quedar a la hermana mayor como una idiota, cuando ésta, al llegar de la escuela, cometió la torpeza de contarle que algunos alumnos fumaban hierba en los vestuarios. La señora Harvey, atiborrada de propaganda contra las drogas sacada de los folletos que se repartían de puerta en puerta, arrastró a su incauta hija de vuelta a la escuela para hablar con la directora y la obligó a dar los nombres. Mientras, bajo su propio techo, el hijo de la señora Harvey mezclaba barbiturato de amilo con ginebra en la quietud de su dormitorio y se estremecía como un suicida al ingerirlo.
Hugo vació dos cápsulas de color turquesa en un bote de acuarela lleno de ginebra y lo sacudió. Siempre tenía que reunir fuerzas para que la reacción no lo abrumara. Un tren hizo su entrada en la estación de Hadley. Hugo revolvió el líquido y lo engulló, tragándose los residuos de polvo. Se abrieron las puertas del tren. Arrojó el bote de acuarela entre el tren y el andén y subió al vagón. Encendió un cigarrillo para quitarse el mal sabor de boca y se recostó en el asiento. Se sentía muerto. El único refugio que se le ocurría donde podría estar a salvo de las miradas y las risas de la gente era el Marquee.
La calle Wardour estaba resbaladiza por la lluvia. El Marquee se agazapaba entre los edificios como un albergue para desamparados. El estruendo de los altavoces de graves resonaba en la angosta entrada. Setenta y cinco peniques por una noche de ruido. Todos los miembros del conjunto llevaban el pelo rapado a estilo militar y teñido de rubio, vestían de cuero negro y seguramente procedían de Ealing Common. Se llamaban The Depressions. Ni siquiera eso hizo sonreír a Hugo. Para entonces, los barbitúricos comenzaban a hacer efecto. Se detuvo ante un altavoz de graves y notó cómo los barbitúricos le embotaban los sentidos. En realidad, no pensaba en nada. No había pensado en su conversación con Charlie ni siquiera durante el viaje en tren hasta el Marquee. La tenía encerrada en una esclusa neumática, apartada de la conmoción. No estaba conmocionado. Le sorprendía su propia calma. Siempre había temido el fin. Ahora que por fin había llegado, no le asustaba. Sólo era otra de las pequeñas decepciones de la vida. El auténtico final se había producido varias semanas antes y él había fingido no verlo. Ahora que era evidente, se dio cuenta de que ya hacía tiempo que sabía que todo había terminado. Lo percibía como una cicatriz, no como un golpe. La cicatriz ya estaba cerrada. Hugo se sentía muy triste. Y la tristeza era como una medicina.
No estaba enfadado con Charlie. Charlie ya se había convertido en una mera fantasía para soñar despierto. Hacía mucho que no lo veía. Hugo estaba enfadado con su madre. Necesitaba llorar sobre su hombro y no podía. Necesitaba que su madre le dijera que había otros peces en el mar y que él se merecía algo mejor. En vez de eso, se lo quedaba mirando fijamente con el auricular del teléfono en la mano y amenazas en los labios.
Se sentía preparado para una confrontación. Si al llegar a casa oía una sola palabra acerca de la llamada telefónica, se iría aquella misma noche. Contempló a The Depressions, se bebió la cerveza y volvió a casa.
Cuando entró en la sala de estar eran las doce y media. Sus padres estaban mirando el programa de Michael Parkinson. Su madre tenía los pies sobre el sofá y las gafas puestas. Había dejado las zapatillas en el suelo. Su padre estaba sentado bajo la lámpara con un vaso de whisky en la mano. Se volvieron hacia él con sonrisas amistosas y le preguntaron qué tal había pasado la velada. Les respondió que bien. No oyó claramente su propia voz. Los barbitúricos le hacían verlo todo borroso.