Hugo tenía quince años. Lo mismo que Sam. Eran grandes amigos.

Y entonces Hugo se enamoró de Sam y ahí acabó todo. Y entonces la señora Harvey encontró el diario en el que Hugo había escrito que estaba enamorado de Sam y eso fue todavía peor. Tal vez tener quince años consistía en eso. En problemas.

Durante tres años, Sam y Hugo habían sido inseparables. Se sentaban juntos en todas las clases. Comparaban e intercambiaban y copiaban sus apuntes. Se habían contado el uno al otro la historia de su vida (o parte de ella). Eran el tipo de colegiales que se encuentran en los libros de internado de Ladybird y en los cuentos Boys’ Own. Se querían. En cierto modo. Y entonces, una mañana, Sam se alejó. Una mañana entró en el aula para la primera clase y, sin decir palabra, sin mirar siquiera a Hugo, cruzó la sala y fue a sentarse al lado de Perry Rickston.

Perry había sido el mejor amigo de Sam hasta que apareció Hugo, y durante tres años Perry había detestado a Hugo, aunque sin atreverse a demostrarlo por miedo a perder del todo a Sam. Ahora Hugo había perdido y Perry podía regocijarse maliciosamente. Las sonrisas que le dirigía desde el otro lado del aula eran reptilescas pero triunfales. Pero a Hugo no le importaba Perry, que se peinaba demasiado y pronunciaba de modo sibilante. Perry no le caía bien a nadie, seguramente ni al propio Perry. Era rencoroso y traicionero, el tipo de muchacho que se burlaba de todos los defectos ajenos.

Hugo estaba consternado. No podía creer lo que había sucedido. Sam se había marchado y ahora en su pupitre había un asiento vacío, el único asiento vacío de toda la clase. Hugo quedó abandonado como una mujer caída. Al volver al aula después del primer recreo, la clase ya había tomado buena nota y comenzaron a llegar comentarios sarcásticos. «¿Os habéis divorciado?», inquirió Pritchard, que tenía la sonrisa de un cocodrilo intoxicado. «Estas riñas…», suspiró Marker, que llegaría a ser capitán de la escuela a pesar de su halitosis. Pero el problema era que no se trataba de una riña. No habían discutido. No se habían peleado. Sam se apartó sin ninguna explicación, sin dejarle ninguna alternativa. Hugo tuvo que levantar la cabeza e improvisar un papel. Se sentía como un payaso cuyo compañero ha abandonado el escenario en mitad de la actuación y debe inventar nuevas frases bajo la luz de los focos.

Hugo tenía otros amigos, naturalmente. Pero no de la misma especie. Se entendía con los inadaptados, los chicos que se metían en líos, los duros de la escuela que jugaban con fuego y se pasaban la hora del almuerzo fumando en el bosque. Se entendía con ellos porque eran divertidos, porque buscaban emociones fuertes, llevaban el pelo largo y los pantalones acampanados (por lo menos, hasta 1976), porque tenían códigos postales del centro de la ciudad y buenas colecciones de discos, y, lo mejor de todo, porque tomaban, compraban y a veces vendían drogas. Pero no eran amigos como lo era Sam. Eran compañeros. Y aunque a finales de curso, en las últimas semanas del trimestre de verano, un año escolar entero después de que Sam le hubiera dado el chasco, Hugo tuvo relaciones sexuales secretas con uno de ellos todos los días a la hora del almuerzo, nunca llegaron a sentirse enamorados y los demás muchachos nunca lo supieron.

No podían saberlo. Era algo que no se hacía. No en la escuela de Hugo. En la escuela de Hugo todo era masculino excepto el sexo. Y el amor. O el amor equívoco. Ese amor que, desde luego, no osaría pronunciar su nombre en voz alta ante el quinto curso; ese amor que hizo huir a Sam y, varios meses más tarde, le impulsó a escribir una nota explicativa de tal refrigeración emocional que a Hugo le pareció el fósil de una amistad.

Así que Hugo frecuentaba el bosque en compañía de los rebeldes, tomaba drogas para no tener que manosear chicas y, todas las noches antes de caer dormido, roía el fósil de su amistad con Sam. Una amistad que había sido mucho más que una amistad y una relación que había sido mucho menos que una relación. El primer amor y la primera sangre.

El primer día que acudió a la escuela grande en las afueras de Londres, Hugo Harvey, de once años de edad, estaba muy preocupado por encontrar un amigo. Ningún otro alumno de Santa Mónica le había seguido a aquella escuela grande, y los chicos que ya conocía de Hadley eran mucho mayores, más fuertes y más desagradables de lo que recordaba. Uniformado con su gorra, su chaqueta y sus pantalones recién planchados, se convirtió en centro de atención para esos chicos, que se lo quedaron mirando de arriba abajo y se echaron a reír, porque siempre se reían de quienes llevaban la gorra puesta. Pero lo que más preocupaba a Hugo, más que la risa de los chicos mayores que encontraban ridicula su gorra, era el hecho de que la escuela estaba llena de chicos y sólo de chicos. Hugo había crecido entre hermanas y chicas. A la hora del almuerzo en Santa Mónica se pasaba más tiempo jugando a saltar que al fútbol, y aunque oficialmente tenía un mejor amigo llamado Jonathan, para los padres, las fiestas de cumpleaños y las invitaciones a merendar, nunca se sentaban juntos en clase porque Jonathan quería sentarse al lado de Mark, que era el mejor de la clase en fútbol y el segundo en los deberes. (Hugo era el primero, pero Mark le seguía de cerca).

Hugo no era el único en querer a Jonathan por amigo. Estaba también Mandy. Mandy, que llevaba el pelo largo y tenía un padre rico y siempre ganaba en la caza de besos, dando a Jonathan el achuchón más largo y dejando a Hugo extrañamente malhumorado en la línea de banda. Hugo nunca comprendía bien por qué se enfadaba tanto en la caza de besos. Pero sabía, y lo había sabido desde muy atrás, que su incapacidad de ser besado en ese juego, como su incapacidad de jugar al fútbol, eran parte de aquel problema que no tenía solución. Parte de aquel problema que le impedía tener amigos. Por lo tanto, ¿qué iba a hacer él en una escuela llena de chicos? De chicos nada más. ¿Qué haría cuando el único juego a la hora del almuerzo fuese el fútbol? ¿Cómo podría hacer amigos?

Sin embargo, cuando Hugo regresó a casa al terminar su primer día en la escuela grande, advirtió que en realidad no se había dado cuenta de que sólo hubiera chicos. Eran todos muy distintos: bajos y altos, gordos y delgados, de pelo rojo y de pelo negro, judíos y chinos, duros y estúpidos. En realidad, no se notaba que no hubiera chicas, salvo por el detalle de que nadie jugaba a la caza de besos, lo cual a Hugo le parecía muy bien. Otra cosa curiosa que Hugo no advirtió de inmediato fue que, al principio, le resultaba más fácil hacer amigos entre los chicos de más edad. Los mayores parecían tomarse un gran interés por Hugo. Estaban ya en cuarto curso, llevaban el pelo largo y contaban extraños chistes acerca de chicos que salían con chicos, y aunque Hugo en realidad no entendía esos chistes, le hacían reír, y aunque ellos nunca lo tocaban, les gustaba tenerlo a su lado como si fuera uno del grupo.

Pero Hugo seguía necesitando a un amigo de verdad. Los chicos mayores estaban bien por los caramelos, por sus extrañas anécdotas, por sus inesperados regalos de libros y porque le ayudaban a hacer los deberes en el autobús de la escuela, pero no podía llevarlos a tomar el té en su casa. Claro que, de la manera en que Hugo se dedicaba a reclutar nuevos amigos, no podía llevar a nadie a su casa. Por la época en que Sam y Hugo se hicieron amigos, la vida doméstica de Hugo, tal como era percibida en la escuela, resultaba una curiosa mezcla de riquezas sin cuento, parientes alcoholizados que no se movían de casa y discordia matrimonial.

Cuando Sam Judd y Hugo se encontraron por primera vez en la misma clase, nunca se habían dirigido la palabra. Sam había ganado el premio de Inglés en los exámenes finales del curso anterior. Hugo había ganado el de Alemán. Los dos eran inteligentes, y aunque en su nueva clase abundaba la inteligencia, Sam Judd destacó fácilmente como el más inteligente, y Hugo como el segundo.

Pese a ello, al principio Sam y Hugo no se prestaron mucha atención. Hugo ya tenía un amigo del año anterior, un chico judío bajito y gordinflón que se llamaba Milman. Darren Milman, de hecho, sólo era el último de la incierta serie de amigos de Hugo. En la clase Uno Diez, nadie estaba muy seguro de Hugo. Después de todo, le habían sorprendido robando las monedas extranjeras de Ian King, y el señor Grenville le había mandado llamar a su despacho. Algunos decían que incluso había escrito una carta a sus padres. Pero, por otra parte, era el alumno más inteligente de la clase, con gran diferencia, y gracias a los muchos puntos que ganaba en la competición entre clases, la Uno Diez no había quedado la última de todas. La Uno Doce había vencido con facilidad porque contaba con montones de chicos inteligentes. La Uno Once era la clase de Sam y quedó en cuarto lugar, por delante de la Uno Diez. Pese a la reputación de Hugo, y pese a su abigarrada lista de amistades, en la que había figurado Dinsey hasta que Hugo descubrió lo lerdo que era y Collins hasta que Hugo comenzó a buscar la compañía de su hermano de cuarto curso, e incluso Rawlinson, que había nacido en Manchester y en las clases de Inglés contaba los mejores relatos sobre bandas y descampados, Darren Milman podía considerarse una buena captura. Su padre conducía un Mercedes. Su familia vivía en una casa de estilo Stanmore Georgiano de imitación. Iba a esquiar en la excursión organizada por la escuela (Hugo no iba porque era demasiado caro, aunque él decía a los amigos que no iba porque su tío —uno de los numerosos tíos que siempre tenía a mano— había muerto en un alud). Y celebró su Barmitzvah[5] en el Hotel Piccadilly; la primera vez que Hugo probó el salmón poché y la primera vez que vio a un chico recibir tantos discretos sobres blancos (dos semanas después volvió a ver lo mismo en el Barmitzvah de Stephen Moyes).

Pero en la atmósfera enrarecida de la Dos Diecinueve, los atractivos de Darren Milman se desvanecieron. Comenzó a parecer más bajito y gordinflón, y cada vez menos interesante. Si en la Uno Diez había parecido inteligente, ahora parecía lento y dependiente, y acaso a Hugo no le habría importado sostenerlo durante algún tiempo si no fuera porque su interés comenzó a ir por otros derroteros. Se había dado cuenta de que aquel muchacho de cabello pajizo, con gafas y ligeramente obeso, cuya cara más bien ancha estaba cubierta de espinillas por todas partes, no sólo era muy inteligente sino que además parecía transpirar carisma. Hugo se sentía cada vez más atraído por su olor. Empezaba la seducción.

Comenzaron a competir en clase, primero con agresividad, y luego, cuando les resultó evidente que nadie más intervenía en la batalla, con buen humor. Sus sonrisas de felicitación y conmiseración, según quién hubiera vencido en cada caso, fueron haciéndose más amplias. Darren Milman comenzó a perderse de vista. Hugo lo desechó sin el menor reparo, como a un objeto inservible. Apenas se dio cuenta de que desaparecía de su vida. Sólo tenía ojos para Sam, y Sam sólo tenía ojos para él. Al igual que dos desconocidos en la pista de baile de un club para solteros, se trabaron en una lenta y prolongada danza que poco a poco fue aproximándolos inexorablemente, hasta que un buen día Sam fue a sentarse al lado de Hugo y no al lado de Perry Rickston. Perry hirvió de rabia. Darren parpadeó. Hugo se alegró. Había encontrado a un amigo.

Pero ya desde un principio hubo problemas para Hugo. Sam siempre parecía mucho más interesante que él. Por un lado esto estaba muy bien, pues quería decir que Hugo nunca se cansaría de Sam, pero por otro lado era desastroso, pues Hugo siempre temía que Sam acabara cansándose de él. El enamoramiento sólo era otro aspecto del mismo problema, como lo era el hecho de que Sam no se enamorase de él. En la Dos Diecinueve, los conflictos y preocupaciones de la pubertad aún parecían hallarse a una distancia tranquilizadora. Pero los padres estaban peligrosamente cerca.

Los padres de Hugo eran unos buenos padres. Su madre tenía un carácter violento y una mano muy dura. Creía en la disciplina, en la cortesía, en la superación y en el esfuerzo constante. También creía en la salud, en la educación, en las vitaminas y en los juegos al aire libre. Hugo creció maltratado, intimidado, sano y feliz. Pero también creció acomplejado por no ser exótico. Sabía que en realidad era exótico y que el resto de su familia le había fallado, pero no tenía nada que exhibir, nada que pudiera demostrar que él era aquella persona extraña y maravillosa que suponía que debía de ser. Por desgracia para Hugo, que aún seguía interiormente convencido de que se había producido un estúpido cambio de bebés en el Hospital Maternal Alexandra, a resultas del cual había ido a parar a una vulgar casa de tres habitaciones en una insípida zona residencial sin que nadie advirtiera el error, Sam tenía exotismo familiar a espuertas. Para empezar, estaba el hecho de que su padre viviera en Nigeria con su segunda esposa. Y luego estaba el asunto de su madre.

En principio, Hugo no tenía por qué saber nada sobre la madre de Sam. De hecho, durante los tres años en que se sentaron el uno junto al otro todos los días, en todas las clases, Sam jamás le dijo nada. Pero Hugo, que intentaba desesperadamente atar los cabos de sus mentiras dispersas, necesitaba conocer el secreto de Sam. Si sabía que tenía un secreto, era sólo por un incidente que se había producido en la clase de Inglés, cuando Anthony Argyll le devolvió el libro a Sam.

Las clases de Inglés de la Dos Diecinueve estaban a cargo del señor Argyll, un cazador de mariposas de elevada estatura que solía llevar un traje color crema muy arrugado y zapatos estilo Oxford, y que pedía a los alumnos que le llamaran Anthony y luego él llamaba a algunos por su nombre de pila y a otros no. Un rasgo típico del señor Argyll. Con su aspecto de gigante bruñido, andaba a zancadas por los pasillos de la escuela con una sonrisita curiosa siempre aleteando en las comisuras de los labios, como si estuviera pensando en una escenita curiosa en una velada inmoral entre amigos. Andaba a zancadas por entre los alumnos de primer año, dejándolos anonadados entre sus carteras cubiertas de pegatinas, buscando afanosos sus deberes garrapateados, atentos al avance de sus enormes zapatones. En segundo año, aquellos alumnos anonadados de primero ya habían adquirido una actitud más despreocupada. Habían aprendido palabras como «cínico», «maduro» y «leche». No se dejaban intimidar fácilmente por unos zapatones. Pero Anthony Argyll aún seguía impresionándolos. Y todos querían ser los favoritos de Anthony Argyll.

Aunque era difícil predecir qué agradaría a Anthony Argyll y a menudo resultaba difícil granjearse sus favores, que dependían tanto de una cara bonita como de un trabajo bien hecho, para los alumnos de la Dos Diecinueve no había distinción más honrosa que la aprobación de Argyll a una composición en inglés. Esta aprobación conllevaba que la redacción fuera leída en voz alta por el propio Argyll. Sólo hubo una excepción. La primera redacción de Sam Judd.

La primera redacción del año fue de tema libre. «Elegid vosotros mismos el tema», les dijo el señor Argyll, sonriendo a la clase con una expresión desconcertante. La redacción de Hugo, una conversación sobre los problemas que planteaba la elección de tema para una redacción, concluía con el repentino descubrimiento de que ya había escrito suficientes palabras, y mereció el escueto comentario: «Un sucedáneo de redacción». La de Sam Judd recibió una A. Hugo se enteró porque, aunque todavía no eran amigos, aquel día se habían sentado juntos. Además, Hugo oyó que Argyll le dedicaba un elogio especial. Pero la redacción no se leyó en voz alta. Sam se apresuró a guardarla en su cartera como si hubiera escrito algo vergonzoso…, o algo revelador. Hugo le observó.

Ahora que Sam y él eran amigos, quería conocer la verdad. Sabía que Sam estaba interno porque su padre vivía y trabajaba en África, cosa que para él representaba un viaje exótico en cada periodo de vacaciones escolares. Sabía que Sam tenía una madrastra y que su verdadera madre había muerto. Pero ¿cómo y dónde?

Hugo no tenía escrúpulos en fisgonear. Hugo no tenía muchos escrúpulos. No tenía escrúpulos en registrar los bolsillos de las chaquetas colgadas en el vestuario. No tenía escrúpulos en mentir. Así que no los tuvo para hurgar en la cartera de Sam mientras éste estaba en el club de ajedrez, y, cuando hubo encontrado la redacción, tampoco tuvo escrúpulos en leerla. Era peor de lo que imaginaba. Mucho tiempo atrás. Cinco años, tal vez. Sam aún no había cumplido los diez. Viajando por la autopista en una excursión familiar. Un camión que invadía su carril. Su madre que gritaba: «¡Cuidado!». Y luego, nada. Y luego el despertar en un hospital, y su padre que lo miraba con una inmensa tristeza, y la pérdida inscrita en sus facciones. La última palabra que Sam oyó pronunciar a su madre fue: «¡Cuidado!». Murió aplastada en el automóvil. No hubo más víctimas.

Era terrible.

Hugo no sabía qué hacer.

Ya era bastante malo que los padres de Hugo estuvieran muy vivos en la seguridad de su casa con tres habitaciones, trabajando las horas estipuladas y viajando al extranjero en vacaciones sólo una vez cada dos o tres años. Ya era bastante malo que Sam se pasara las vacaciones viajando por remotos reinos tribales con un padre geopolíticamente correcto y una madre flamante, mientras que Hugo languidecía en interminables recorridos a pie durante los que subía y bajaba de diversas cumbres secundarias, visitaba una variedad de abadías en ruinas y mansiones señoriales restauradas, se pateaba una serie de museos ferroviarios, de máquinas de vapor, minería e ingeniería general (en los que su padre pronunciaba conferencias sobre Telford, Brunel, Watt y Stephenson) y comía bocadillos en el coche. Fueran adonde fuesen, siempre comían bocadillos en el coche. Comieron bocadillos en el coche para refugiarse de la plaga de mariquitas en Rye y comieron bocadillos en el coche bajo una lluvia torrencial cuando cerró el Museo del Juguete en Saundersfoot. Así pues, descubrir que Sam había sufrido un grave trauma infantil sólo empeoró las cosas.

A lo largo de su vida, Hugo conoció a varios supervivientes de graves traumas infantiles, y cada vez que oía su historia, por lo general narrada por un amigo del traumatizado, quedaba intimidado por la intensidad de su sufrimiento. Estaba el muchacho que vio ahogarse a su madre tras caer al mar desde el embarcadero. Estaba el muchacho cuya madre, borracha, se había ahogado en la bañera y cuyo padre se había matado a fuerza de comer y beber en exceso, en un resuelto suicidio de consumidor. Estaba el muchacho cuyos padres fueron fulminados por un rayo mientras se hallaban de acampada en España, y que tuvo que ir en busca de ayuda y cuidar él solo de su hermano pequeño, que ya era sordo antes y además había quedado casi ciego. El mayor tenía entonces nueve años. Hugo se quedaba sin habla ante estas experiencias, y envidiaba a sus víctimas. Eran diferentes. Habían tocado el fondo del barril y resurgido a la superficie. Poseían un aura. El pesar había tocado sus nervios descarnados y los había transformado, quemado, marcado.

Era algo que no se podía fingir. En la redacción de Sam se veía bien a las claras. Escueta. Desapasionada. Pulcramente escrita en una letra nítida y apretada. Sin delatar ninguna emoción, pero implicándolas todas. ¿Qué podía hacer Hugo? Necesitaba una tragedia familiar. Tenía que inventársela. La necesitaba quizá para llamar la atención; desde luego, no para suscitar compasión; sin duda alguna, para redondear la imagen de sí mismo que tan minuciosamente estaba creando. Hugo se reinventaba lentamente a partir del material inadecuado que sus padres le habían proporcionado, y se daba cuenta de que un trauma decisivo era parte imprescindible de la constitución emocional del nuevo Hugo. Un trauma, además, que la gente conociera pero no comentara delante de él. Hacía mucho tiempo que flirteaba con fantasías de catástrofes e imaginaba la expresión compungida que mostraría en la escuela al día siguiente cuando sus compañeros acudieran a susurrarle su condolencia. Cada vez que su madre se retrasaba al volver de la compra, Hugo saltaba con afán a las peores conclusiones y anticipaba un grave accidente de circulación, una repentina masacre en el supermercado o la caprichosa descarga de un rayo. Claro que nunca se sentía obligado a esperar los acontecimientos antes de narrar sus historias. A medida que Hugo y su Hugo reinventado iban tejiendo su red de fantasías, y, más tarde, cuando David hizo sus primeras apariciones en las calles del norte de Londres, Hugo aprendió a prescindir de la irritante discrepancia entre lo que él decía y la realidad.

En sus intentos por hacerse más interesante a ojos de Sam, Hugo creó una vida imaginaria con una impresionante riqueza de detalles. Lo único que le faltaba era una relación bien establecida con algún país extranjero y las manifestaciones de una riqueza evidente. Eran cosas difíciles de simular, pero eso no iba a impedir que Hugo lo intentara. Se limitaba a inventar todo lo que necesitaba. Comenzó con su propio nombre. No era bastante bueno. Hugo estaba bien, pero cualquier apellido era mejor que Harvey. La guía telefónica estaba llena de Harveys, la escuela estaba llena de Harveys. Los Harvey venían de cualquier parte y no iban a ningún lado en particular, y cuando gritaban el nombre de Harvey en la escuela había tres alumnos de su curso, varios en toda la escuela y uno en su propia clase que podían responder: «Aquí estoy, señor». Así que Hugo empezó creándose un complicado linaje judío y el sobrenombre de Schneeberger. Consideraba que los judíos de la escuela gozaban de indiscutibles ventajas. Todos tenían familias europeas, iban de vacaciones al extranjero y era evidente que disponían de mucho dinero. Sus padres conducían Jaguar y Mercedes, y sus madres lucían un bronceado permanente antes de la época de los viajes chárter. Del apellido, Hugo pasó a la vivienda: la amplió, añadió una segunda casa en el campo, añadió piscina en una y pistas de tenis en la otra, y se disponía a añadir otra más en algún lugar de veraneo al sur del Mediterráneo cuando decidió que le hacía falta un drama.

La riqueza fabulosa resultaba cansada y difícil de demostrar. Más exactamente, resultaba difícil ocultar la realidad de su vida familiar en una casa de tres habitaciones en lo más bajo de la escala Richter de Hadley. No podía dar fiestas ni invitar a nadie a merendar. Debía impedir que su padre acudiera a la parada del autobús de la escuela, o justificarse con la explicación de que siempre usaba el segundo o el tercer coche y nunca el Jensen (que luego ascendió a un Bentley). No menos exasperante le resultó descubrir que, a medida que iba creciendo y sus amigos ganaban en comprensión, se le hacía necesario deshacer gran parte de lo que había dicho. Mientras que los chicos de once años se quedaban fascinados con las mansiones imaginarias y los automóviles super rápidos, los de catorce años sostenían la perversa opinión inversa de que el dinero era una carga y lo que molaba era la pobreza. De repente, los Jaguar, los Mercedes, los Jensen y los Bentley, las vacaciones en el Mediterráneo y en Miami, las piscinas, las pistas de tenis y las saunas se convirtieron en algo embarazoso. Hugo observaba y escuchaba con incredulidad cómo los apartamentos de dos habitaciones en Hornsey se volvían atractivos, las trifulcas familiares en Blackpool hacían furor y el trabajar los sábados para contribuir a los ingresos de la familia pasaba a ser de rigor. Naturalmente, tampoco así podía ganar. De un modo u otro, Hadley, con su enorme montón de riqueza y su lento descenso colina abajo hacia la vulgar normalidad, resultaba ofensivo. La casa de Hugo era demasiado pequeña para los muy ricos, y su barrio era demasiado rico para la pobreza en boga. Así pues, abandonó discretamente el papel de potentado y esperó a que la imagen se disipara antes de iniciar ningún experimento de pobreza repentina. Y mientras esperaba a que una imagen se disolviera y la otra cuajara, concentró toda su atención en la familia, canalizando todo el interés de sus amigos por su fortuna no demostrada hacia unos parientes invisibles.

Sólo había una persona que no se dejaba impresionar en un sentido ni en otro y que nunca hablaba de dinero, y esa persona era Sam; sin embargo, Hugo no podía creer que a Sam le diera lo mismo. No parecía darse cuenta de que Sam nunca le preguntaba nada ni prestaba atención a sus mentiras. Seguía creando nuevos barroquismos elásticos, nuevos relatos maleables de excentricidades domésticas, con la esperanza de que un día Sam se volviera hacia él y le dijera: «Dios mío, qué extravagante es tu familia, qué rica, qué alocada… ¿Cómo te las arreglas?». Por supuesto, si alguna vez Sam se lo hubiera preguntado, Hugo no habría sabido qué responder, puesto que lo único que debía arreglar era la orquestación de sus mentiras. La realidad jamás había interferido con ellas, y mucho menos la idea de que él fuese menos extravagante, rico y alocado que los demás.

De incrementar sus cuentas bancarias, Hugo pasó a entrometerse en la paz y tranquilidad de su familia. Ya había creado un séquito de parientes desastrosos, en particular una abuela alcohólica para la que había inventado innumerables correrías siempre en busca de la mayor ginebra con naranjada del mundo, pero ahora tenía que hacer intervenir a sus padres. La discordia marital poseía un auténtico patetismo. El divorcio todavía era poco frecuente, al menos entre los padres acomodados de hijos bien educados, y quienes lo habían vivido (el de sus padres) habían quedado teñidos con los colores de la bohemia, además de escuchar largas y apesadumbradas pláticas de otros muchachos acerca de lo muy desdichados, conmocionados y desvalidos que se sentirían si en su hogar llegara a producirse una tragedia semejante. Así pues, los padres de Hugo tuvieron un divorcio imaginario, por lo menos un año antes de que el divorcio se volviera obligatorio entre sus contemporáneos. Su padre se fue a vivir en Nueva York y Miami para atender negocios imaginarios, y su madre se quedó en la imaginaria mansión de treinta y cinco habitaciones con sala de billar, salas de recibir, salas de lectura y todas las demás salas que Hugo conocía por los anuncios de los escaparates de las agencias inmobiliarias, aunque esa mansión no tardó en reducirse a las dimensiones de un piso modesto o algún otro lugar de un tamaño más adecuado.

Hugo no estaba del todo a oscuras en este tema, puesto que Howard Mallory-Smart, un chico del grupo, había vivido el divorcio de sus padres cuando apenas contaba cinco años y ahora tenía por padrastro a un piloto comercial un tanto maníaco. Howard Mallory-Smart estaba situado en lo más alto de la escala. Tenía otros hermanos en la escuela a quienes se les daba bien el arte. A él se le daba bien el arte. Los tres hermanos Mallory-Smart llevaban el pelo largo y vivían en Belsize Park. Eso bastaba para convertirlos en deidades dentro de la jerarquía mundana de Hugo. El tremendo esnobismo de éste —ya fuera hacia arriba o hacia abajo, inverso o perverso— estaba estrechamente relacionado con la geografía de Londres y el impacto de los códigos postales. Cualquier código postal de una sola cifra concedía a su poseedor una gran ventaja, partiendo de la premisa básica de que cuanto más cerca del centro viviera uno, más enrollado era. En este juego de prestigio, el dinero no lo era todo. No servía de nada gastarse cientos de miles de libras en una casa situada en Stanmore, por ejemplo. Pero cuando se supo en la escuela que Michael McPadden, recién llegado del Canadá, vivía con su madre en un apartamento de Hyde Park Square, la máquina social de Hugo encendió todas las luces y concedió a Mc-Padden una bonificación de varios miles de puntos, pero volvió a perderlos con la misma rapidez cuando Simón Moyes le pasó un porro y él se puso todo blanco y vomitó entre los dedos.

Para Hugo, pues, la idea del divorcio conjuraba visiones de casas con porches blancos, con la pintura descascarillada, grandes helechos en macetas, libros y constantes discusiones por naderías, de las que los muchachos (los hermanos que él siempre había deseado) huían para refugiarse en alejadas habitaciones donde pintaban, fumaban, bebían y se dejaban crecer el pelo. La noticia de las desavenencias conyugales de sus padres fue aceptada sin reservas, y no sólo empezó a recibir sentidas muestras de condolencia de sus preocupados compañeros de escuela, sino que hasta el propio Sam pareció tragarse el anzuelo.

Hugo, viendo que tenía las de ganar, jugó sus cartas con gran habilidad. Para describir los diferentes pasos de aquel largo y doloroso proceso de separaciones de prueba, intentos de reconciliación y traiciones repentinas, adoptó el tono reticente del embustero al que, en apariencia, hay que arrancarle las palabras como si fueran dientes, cuando en realidad es él quien va sugiriendo cuidadosamente las preguntas: adelante, arráncame otro, deja que sufra ante tus ojos. Siempre estrenaba los nuevos relatos con amigos de poca monta, a fin de atraer a su verdadero público (Sam) mediante la astuta maniobra de hacer que algún otro comentara las trágicas circunstancias domésticas de Hugo en presencia de él. Y el sistema daba resultado. Sam se preocupaba por la situación de sus hermanas (eso siempre impacientaba a Hugo, pues apenas tenía tiempo para inventar un paisaje emocional completo para ellas, además del suyo propio), de su madre (como Hugo no recordaba bien cuál de sus progenitores había iniciado la separación y cuál era culpable de adulterio, repartió las culpas entre ambos, esperando confundir a los quisquillosos con la magnitud del desastre) y, lo más importante para Hugo, de la casa. El destino de la casa le dio una solución perfecta para todos aquellos meses de inventar y aumentar sus dilatadas proporciones. Ahora, antes de que nadie hubiera podido verla, su familia tendría que venderla, y la suma así obtenida (una suma inmensa, por supuesto) se dedicaría a indemnizaciones, honorarios, pensiones de manutención y fondos fiduciarios, con lo que Hugo pudo pasar sin esfuerzo de una riqueza embarazosa a la pobreza entonces de moda. Sólo una cosa no podía cambiar mientras sus padres se negaran a mudarse, y algunos seguían sin comprenderla: ¿por qué su familia seguía viviendo en Hadley? Incluso su padre, que en teoría pasaba la mayor parte del año en Nueva York, parecía hallarse siempre disponible para irlo a buscar en coche a las fiestas de sus amigos. Ante esta clase de preguntas, Hugo esbozaba una sonrisa fatigada y modificaba rápidamente sus historias de modo que los desplazamientos de su padre al extranjero parecieran más repentinos y menos previsibles. Su madre permanecía arraigada en Hadley. Después de todo, corría el año 1979. Eran los maridos quienes tenían aventuras transatlánticas; las esposas se limitaban a los coqueteos locales. Así que, a fin de desconcertar a los incrédulos, Hugo elaboró un programa para su padre (cuyo trabajo rara vez lo había llevado más allá del North Circular) que lo hubiera sumido en un profundo pozo de jet lag.

Cuando comenzaba a insinuarse el escepticismo en la voz de sus oyentes, Hugo siempre salvaba la papeleta aportando nuevos detalles sobre el tumulto doméstico que reinaba en Hadley. Había violencia física y muebles volcados, recriminaciones, hijos abandonados que se encerraban en sus habitaciones, abuelos refuseniks[6], tías borrachas… Toda la maulladora parafernalia de parientes imaginarios tuvo su papel en estas intrincadas historias. Y no había nadie que pudiera comprobarlas. Al principio.

Al principio, ni siquiera había nadie que pudiera rivalizar con ellas. Luego, de pronto, los divorcios pasaron a ser cosa de todos los días. Todo el mundo se divorciaba. Lo que antes había sido una tragedia personal de la que sólo se hablaba en susurros, como el mal aliento y las hermanas feas, se convirtió en la última moda, y el prestigio de Hugo perdió todo su fundamento. Cualquier Adam, Mark, Simón o Paul parecía haber adquirido padres separados, adúlteros y abandonados. Había amantes maduros y amantes jovencitas, había trifulcas familiares y separaciones de hermanos. El furor apenas disimulaba el nuevo atractivo social de pertenecer a la clase divorciada, y las historias de Hugo perdieron su utilidad desde el punto de vista de la tragedia y la compasión. Curiosamente, Hugo se sentía incómodo en esa situación imprevista: quizá había pulsado las cuerdas del llanto durante demasiado tiempo para cambiar ahora de registro. Al final, decidió abandonar por completo sus historias sobre el divorcio, desmoralizado por el exceso de competencia y el cansancio.

Lo que Hugo necesitaba era una nueva carta de triunfo.

Una nueva carta de triunfo para enfrentarse a las nuevas presiones. En los últimos tiempos no se sentía muy seguro de Sam. A veces, le parecía detectar cierto tono de irritación en su voz. Y lo peor era que Hugo se sentía cada vez menos seguro de sí mismo. La vida había cambiado desde los tiempos felices bajo el hechizo de Anthony Argyll y el entusiasmo de su recién hallada amistad. Cuando Hugo pensaba en el Hugo de aquella época, se imaginaba a un inocente sin complicaciones, que decía la verdad y no se molestaba en impresionar a nadie. Un inocente cuyo buen corazón se reflejaba en sus ojos y que hacía amigos (llamados Sam) en la clase. Desde entonces, se había ido transformando en un ser para quien la realidad no era más que una materia prima, y ni siquiera una materia prima demasiado interesante. Mentir requería grandes esfuerzos y le exigía una vigilancia constante para precaverse de aquellos a quienes había contado cierta mentira y que luego podían hablar con otros a los que les había contado una mentira distinta. Aunque Hugo era un embustero excepcional, capaz de vencer la incredulidad y la sospecha con una mentira aún mayor, empezaba a cansarse de construir puentes entre los dos Hugos distintos: el de casa y el de la escuela. La casa era el pan y la mermelada, el desayuno y los deberes, lavarse y esconderse. La escuela era donde reinaban las mentiras y empezaba la diversión. Hugo era capaz de estar a la altura de la imagen que se había creado; el problema era que esta imagen comenzaba a aburrirle. Y que se había enamorado de Sam. Si antes podía mantenerse perfectamente tranquilo aunque Sam estuviera callado, enfadado o de mal humor, ahora se lo tomaba como una afrenta personal, como una muestra de que había cometido algún error, y al disculparse demasiado apresuradamente por cosas que no había hecho, sólo conseguía irritar aún más a Sam. Hugo empezaba a sentirse aprensivo. Necesitaba una noticia bomba que le devolviera su atractivo y su aura trágica. Por consiguiente, mató a un gran número de parientes lejanos en un accidente de tráfico.

Su lógica era muy sencilla. El territorio doméstico estaba repleto de divorcios verdaderos. Pero las mentiras de Hugo no iban a detenerse por simples problemas locales como la abundancia de divorcios. Se limitaron a cambiar de país. En realidad, no lo hizo de forma premeditada: Hugo sólo utilizó con gran habilidad una situación que se había presentado por sí misma. Se aprovechó de la muerte de su abuela.

Cuando el señor Tattersall, el ayudante de dirección, entró en la clase de Historia y preguntó por Hugo Harvey, una oleada de guiños y gestos de asentimiento recorrió el aula. Hugo ya tenía la reputación de ser un buscalíos y de andar con malas compañías, y cuando volviera a la clase todos querrían saber qué había hecho esta vez para cargársela. Sin embargo, Sam, contra cuya pierna Hugo había apoyado muy suavemente la suya, no pareció interesarse en lo más mínimo y desvió la vista hacia la ventana mientras su amigo abandonaba el aula. El propio Hugo no tenía muy claro qué había hecho esta vez, pero tampoco lo había tenido en las anteriores ocasiones en que el señor Tattersall había venido a buscarlo y, en todos los casos, siempre había recordado al poco tiempo el delito del que se le acusaba. Esta vez, empero, Hugo estaba en lo cierto; esta vez no se trataba de ninguna barbaridad, de ninguna travesura criminal, de ningún cigarrillo fumado a escondidas junto al estanque de la pista de atletismo, de ningún desmán en la sala común de quinto curso. El señor Tattersall era portador de una mala noticia. Había muerto la abuela de Hugo.

Hugo permaneció inexpresivo. Apenas conocía a su abuela. No hablaban el mismo idioma ni vivían en el mismo país. La había visto quizá cuatro o cinco veces en toda su vida, que él recordara, y siempre le había parecido muy anciana. Y ahora había fallecido tras una larga enfermedad. No había mucho que decir. No sintió nada. Esperó que eso fuera sólo temporal. Siempre le preocupaba su falta de reacción. Sus emociones parecían tan remotas, tan inaccesibles, que se disipaban antes de que pudiera llegar a ellas. Se quedó sentado escuchando y comenzó a proyectar su regreso a la clase mientras el señor Tattersall le explicaba que su madre debería ausentarse por algunos días y que su padre aún no habría vuelto del trabajo cuando él llegara a casa, de modo que Hugo tendría que preparar la merienda de su hermana y ocuparse de todos los encargos aburridos e irritantes que había dejado su madre acerca de la aburrida e irritante vida en el hogar.

Se había producido una muerte, y sin duda la mayoría de la gente lo consideraría un acontecimiento importante. Pero a él la muerte de una abuela le parecía rutinaria. Desde luego, no podía compararse en modo alguno con la muerte de un padre o una madre, ya fuese por enfermedad o por accidente, de manera que, mientras regresaba a la clase de Historia, el joven Hugo comenzó a inventarse un drama, en un escenario lo bastante alejado, que rivalizara con el trauma infantil de Sam e incluso lo superara. No era sólo que hubiera muerto su abuela. Había muerto de forma violenta…, en un accidente de circulación que se había cobrado también la vida de su hijo (tío de Hugo) y de varios primos.

Cuando Hugo llegó a la clase, el número de víctimas ascendía ya a seis, y su rostro reflejaba toda la aflicción de la tragedia.

Hugo sabía que a su regreso sería acogido con preguntas susurradas, notas, gestos de cabeza, miradas inquisitivas y sonrisas de aliento, de conmiseración y de regocijo, y respondió a todo ello con una expresión torturada. No solía exhibir muy a menudo una expresión torturada, pero comprobó que le confería un aspecto muy interesante. Sin embargo, no fue capaz de derramar ni una lágrima. Ya le resultaba bastante difícil derramarlas ante las muertes verdaderas.

Sam no dijo palabra. Y al terminar la clase desapareció de inmediato. De entrada, Hugo no sabía muy bien qué hacer, pero al final decidió crear olas. Dejaría caer la historia entre la plebe como un guijarro en un estanque y esperaría a que las ondulaciones de la noticia llegaran hasta Sam. Por la tarde, cuando lo supiera, volvería del almuerzo contrito e incluso cariñoso.

Con el arte refinado del mentiroso de fondo, Hugo fue desarrollando la historia poco a poco, en arranques de revelación, puntuándola con insinuaciones reticentes y añadiendo esporádicos destellos de exageración que le prestaban color (de diversos tonos, pero siempre dentro de lo grotesco). Mediada la pausa para el almuerzo, tenía ya un corro de amigos y bienquerientes que bebían de sus palabras. Aquella tarde, Hugo fue centro de atención indiscutido. Desde luego, se trataba de un suceso horrendo. El automóvil cargado de parientes que regresaban a Breda tras asistir a un banquete nupcial en Kampen. El aterrador patinazo a lo ancho de tres carriles hasta acabar en la cuneta central de la autopista. La atroz mutilación de los cuerpos familiares, proyectados a través del parabrisas, aplastados contra el volante, sacudidos en inverosímiles contorsiones vertebrales.

Si bien Hugo había logrado atraer la atención de todos los Marks, Pauls, Simons y Timothys gracias a su relato gótico de una catástrofe en la autopista, el propósito principal de su mentira no se cumplió. Quería que Sam se enterase. Pero Sam no regresó después del almuerzo. Los chapoteos y ondulaciones se estrellaban contra paredes de ladrillo. Sam se había ido a jugar al rugby contra Harrow y no volvería hasta la noche, de modo que, como estaban a viernes, Hugo ya no podría verlo hasta el lunes. Y mientras pasaba lentamente la tarde con su expresión torturada, Hugo pensó que era mucha la gente que había muerto aquel día y muy pequeño el efecto conseguido.

De todos modos, no hubiera cambiado nada. La masacre en la autopista ocurrió apenas dos semanas antes de que Sam rompiera definitivamente con Hugo. No fueron sus historias las que asesinaron su amistad, no fue que lo encontrara aburrido: fue el amor el que lo destruyó todo. Lo que mató la amistad fue su anhelo de obtener el amor de Sam, el rozarle la pierna con la suya, el tocarlo y acosarlo e intentar ocultar su erección de media tarde. Lo decía aquella breve frase en el fósil de su amistad: «No tengo absolutamente nada contra la homosexualidad, te lo aseguro, pero considero que no debe ser impuesta a otras personas, como creo era el caso entre nosotros».

Seguramente Hugo se había enamorado de Sam desde un principio. Ya desde aquellos primeros días de lenta y morosa seducción en los pupitres de Geografía de segundo y Matemáticas de segundo, había contemplado a Sam como el objeto de todo su afecto. Hugo se había sentado junto a él durante tres años de lecciones, resplandeciente de orgullo, de posesión, de felicidad. Pasaba las prolongadas y aborrecidas vacaciones de verano consumiéndose por Sam, soñando una y otra vez en el primer día de clase, el día en que regresaría a la escuela y volvería a sentarse al lado de su amigo de pelo pajizo y resplandecería de nuevo. Pero sólo durante las últimas semanas se había mostrado demasiado apremiante y lo había tocado demasiado a menudo. Quizá Sam hubiera visto los mensajes, «Amo a Sam, amo a Sam, amo a Sam», garrapateados una y otra vez en página tras página de los cuadernos de Hugo. Aunque estos mensajes no estaban destinados a ser leídos por Sam, Hugo soñaba que un día los vería por casualidad y, radiante, se volvería hacia él para decirle: «Yo también te amo». «Amo a Sam, amo a Sam, amo a Sam», escrito en largas listas en todos los tipos de letra imaginables, con toda clase de lápices y plumas, en todos los colores. «Amo a Sam». Era como gritar tras una pared de cristal. El silencio se violentaba hasta sus límites. Y finalmente se rompió.

Sam abandonó a Hugo sólo tres semanas antes del escándalo del diario. Y, como en otras ocasiones, no fueron sus mentiras las que metieron a Hugo en un aprieto, sino la verdad, el amor que sentía por Sam. En tres breves semanas, su vida quedó destrozada, hecha pedazos. En la escuela, quedó abandonado a las pullas de un vengativo Perry Rickson. En casa, se convirtió en un proscrito, un depravado que había cruzado los límites del perdón. Y todo porque se había enamorado de su mejor amigo. Y lo había declarado por escrito. En sus cuadernos de borrador y en su diario.

Parece absurdo que se le hubiera ocurrido anotar todo aquello en un diario.

El diario era un objeto fastuoso. Era un libro de tapas duras, encuadernado en tela azul oscuro con adornos dorados. Dorados de imitación. Cada doble página correspondía a una semana, y cada día disponía de espacio suficiente para tres o cuatro párrafos. Hugo escribía en él cada día. Tenía catorce años cuando se lo regalaron y quince cuando lo quemó. El diario sólo cubría un año, pero no llegó a completarlo. Si Hugo lamentaba alguna cosa, empero, era haberlo quemado.

El diario comenzó su existencia como un regalo de Navidad elegido en el catálogo de Oxfam[7]. En el hogar de los Harvey, la compra de regalos era un asunto muy organizado. La madre de Hugo recortaba las reseñas de los libros que deseaba le regalaran al menos dos meses antes de su cumpleaños. Las listas de regalos de Navidad debían estar preparadas a mediados de octubre. Aunque Hugo se pasaba el resto del año viendo cosas que le gustaría poseer, aquellos días de octubre tenían algo que sofocaba su imaginación. Comenzaba a pensar en precios, en regalos razonables a precios razonables, en lugar de las sorpresas extrañas e inesperadas que realmente deseaba. Los catálogos de beneficencia ofrecían una salida fácil. El diario fue una elección fácil.

Las dos hermanas de Hugo llevaban sendos diarios en los que incluían billetes de autobús, tarjetas postales y otros residuos acumulados en vacaciones, excursiones escolares o fiestas de cumpleaños en casa de la mejor amiga de la semana. Hugo no hacía eso. Leía a hurtadillas los diarios de sus hermanas y luego, en el momento adecuado, mencionaba algún secreto que hubieran confesado al papel…, pero él no estaba para atesorar chucherías. No las tenía, y si las tenía, debía deshacerse de ellas. No eran recuerdos, eran pruebas delatoras. Hugo no incluía nada en su diario. Pero escribía todo lo que hacía. Todo lo que hacía que no podía ser revelado a nadie. No hacían falta más pruebas delatoras. Estaba todo en el diario, día a día, semana a semana. Cada noche anotaba los sucesos de la jornada.

El diario era su forma de mantenerse a la par con David. Anotaba las citas de David y describía a sus compañeros. No mencionaba sus nombres. Los describía según su vientre, su pecho, su cabello, según lo apasionado que hubiera sido el sexo. Los convertía en breves notas al margen de la compleja jornada escolar de Hugo. La vida de David era tan limitada e inexorable que entre el agarrar, el apretar, el sacudir y el correrse apenas había nada sobre lo que escribir, más allá de lo velludo, lo grueso, lo barrigudo o lo fornido que era cada hombre. Lo principal era siempre el pecho. La curvatura. El sombreado. El contorno. Hugo estudiaba en el espejo su pecho liso y enjuto, con la piel distendida sobre las costillas, y anhelaba un pecho musculoso y bronceado como el de los muchachos que jugaban al baloncesto en el gimnasio. O los hombres con los que jugaba David. Los hombres que elegía en el cotidiano desfile del tango en alguno de los rancios urinarios suburbanos.

David era el que bailaba, pero quien movía las cuerdas era Hugo. Ésta era la verdadera razón de ser del diario. Hugo ejercía el control. Era él quien mandaba. La acción era cosa de David, pero Hugo llevaba las cuentas. David seguía siendo una creación suya, y él trazaba el mapa de todas sus actividades. Para…, ¿para quién? Para su familia, no. ¿Para sí mismo? Para que constara. ¿Para la posteridad? No lo sabía. Para sí mismo. Para nadie más. Era una compulsión. El diario se había convertido en su confesor. Al referirlos o escribirlos, todos los delitos eran condonados. Una vez en la página, quedaban exorcizados, absueltos. El diario se convirtió en una válvula que daba salida a toda la presión de su vida y le permitía respirar de nuevo. Lo utilizaba para no perder de vista a David y para llevar el registro de sus avances hacia Sam, los roces bajo la mesa, los forcejeos con que se despedía al anochecer.

Sentado junto a Sam durante las largas y calurosas tardes de otoño en la clase de Inglés de quinto, escuchando el zumbido persistente del señor Routledge, que entonaba las deprimentes cadencias de la «Rima del viejo marinero» como si de una oscura y malograda hipnosis se tratara, el deseo de Hugo crecía como una comezón en las ingles y una agitación de insectos en su vientre. El sol y la proximidad del cuerpo de Sam, desaliñadamente vestido con el maltratado uniforme azul marino de la escuela, despertaban en él una pasión hambrienta de contacto. Poco a poco, con suavidad, su pierna se desplazaba por debajo del pupitre hasta tocar la de Sam. Por un breve instante, Hugo percibía la presión de su pierna sobre la de Sam y la de Sam sobre la suya a través de las dos capas de franela reglamentaria, hasta que bruscamente, de súbito, Sam apartaba la pierna y hundía la cara en su libro, la cabeza baja, la vista baja, toda comunicación cortada.

Los forcejeos vespertinos eran más satisfactorios, aunque, al final, también debieron de contribuir a la ruptura. La imposición de la sexualidad. Por el momento, empero, constituían para Hugo el punto culminante de la jornada. Todos los días, a la caída de la tarde, acechaba en las cercanías de Sparrows, el edificio de Sam donde Sam tenía su vestuario y adonde acudía todas las tardes en busca de los libros que iba a necesitar para hacer los deberes en el santuario masculino del internado. (¡Cómo soñaba Hugo en el internado en acostarse en dormitorios vedados a los ojos paternos y vivir en la escuela con Sam las veinticuatro horas del día!). Todas las tardes, Hugo caía sobre Sam por sorpresa, lo provocaba y se enzarzaba en una pelea con él. No una auténtica pelea, sino una escaramuza hecha de agarrones, tirones, risitas y jadeos, en la que se aferraban y se empujaban hasta que la ropa se desprendía de sus cuerpos, las camisas se alzaban revelando súbitos fragmentos rosados de carne y Hugo capitulaba antes de que su erección se hiciera demasiado evidente.

Hugo registraba cada noche estas peleas y lo que había visto, lo que había tocado y cómo había ido todo. Allí yacían lado a lado, Hugo y Sam, y David, y todos los demás hombres. El diario lo abarcaba todo: ridiculizaba el disgusto de los malos encuentros, celebraba los descubrimientos, atesoraba los encuentros fugaces, indicaba los lugares favoritos. Pero, aparte de Sam, no mencionaba ningún nombre ni citaba ningún número. Acaso Hugo había sabido desde un principio que acabarían encontrándolo. Tarde o temprano.

Hugo no escondía nunca el diario, porque sabía que, si lo hacía, su madre lo buscaría. Se daría cuenta de que había desaparecido. Así que debía dejarlo a la vista y confiar en que se presumiera su inocencia. Hubiera podido guardarlo en otro sitio, pero se lo impedía el temor de romper el hechizo. El hechizo de la intimidad. Semejante hechizo carecía de precedentes. El afán investigador de su madre era implacable, y Hugo sabía bien que estaba preocupada por él. Pero, al igual que la policía, también su madre necesitaba un motivo adecuado. Un diario es un libro peligroso. Alzar su tapa es como abrir la caja de Pandora o dar la vuelta a una piedra pesada: gusanos y bichos de toda clase vuelan hacia ti. Tal vez fuera esto lo que protegía el secreto del diario. Tal vez su madre prefiriera no saber, hasta que sintiera la necesidad de saber. Tal vez prefiriera no sentir esta necesidad. Tal vez ni siquiera había pensado en ello. Fuera como fuese, el hechizo se mantuvo durante diez meses. El diario permaneció en el alféizar de la ventana de su dormitorio. Sin que nadie lo tocara. Sin que nadie lo leyera. Hasta que… Mary lo hizo.

Su hermana mayor rompió el hechizo y señaló el principio del fin. El fin de la paz y la tranquilidad de Hugo. El fin de la libertad y la despreocupación de David.

Hugo había celebrado una fiesta de cumpleaños. No es que fuese una gran fiesta. La celebró en el comedor de casa con unos cuantos amigos. Retiraron las sillas hacia las paredes. La cadena musical de la sala hacía sonar sus últimas cintas.

Sobre el aparador había un cuenco con fruta, y la gente no cesaba de preguntarle si podía comerse una naranja, y Hugo tenía que contestarles que no porque todas las naranjas y todas las manzanas que había en el cuenco estaban previstas para una comida determinada de un día determinado.

Los amigos de Hugo se sentaban en las sillas retiradas hacia las paredes y no fumaban porque sabían que eso causaría a Hugo problemas con su familia, y Hugo les caía bien. Le tenían lástima. Su madre era célebre, y su comportamiento en la fiesta no desmentía su reputación. Permaneció sentada en la sala contigua, mirando la televisión con el padre de Hugo, atenta a cualquier rotura o ruido excesivo. A las once en punto entró de sopetón y les hubiera preguntado a todos si no era hora de irse a casa de no ser porque ya se habían marchado a alguna otra fiesta, doblados por la mitad, partiéndose de risa, prendiendo apresuradamente los anhelados cigarrillos. En el comedor sólo encontró a Hugo, escuchando sus últimas cintas y pensando en lo extraño que se le hacía haber tenido que pasar una tarde de sábado en su propia casa, sin poder ir a la siguiente fiesta con los demás. Y durante todo el tiempo, la hermana mayor de Hugo, que no había sido invitada a la celebración, permaneció en su dormitorio, en teoría haciendo sus deberes, pero en realidad leyendo, abriéndose camino como un castor anhelante y celoso por entre las páginas que relataban las ocupaciones sexuales de Hugo y David.

La hermana mayor de Hugo. Sin atractivo, seria, nada popular, objeto de mofa. Mientras Hugo se abría paso hacia su propio mundo a base de mentiras, Mary se aferraba tercamente a la verdad. Y cuando ésta le falló, cuando comprobó que los padres podían ser crueles y las amigas volubles, que sus héroes podían ser necios y su propia sinceridad aborrecible, descendió a trompicones por los peldaños de la depresión. Cayó muy abajo. Sin amistades. Incomprendida. No había ningún obstáculo que frenara su caída. La familia Harvey, no muy tolerante con los fracasos, las emociones y las situaciones embarazosas, desvió la mirada. Era sólo que Mary se hacía la difícil. Era sólo que Mary no tenía sentido del humor. Era sólo que Mary no cumplía, como no había cumplido cuando tuvo que hacerse unas gafas, porque de algún modo era no cumplir el hecho de que sus ojos no fuesen lo bastante buenos para enfocar con nitidez las matas de grosella que crecían al fondo del jardín. Los hijos de la familia Harvey debían ser brillantes y hermosos.

Mary le anunció que había leído su diario, y él no supo qué decir. De hecho, no se lo anunció de esta manera. Le preguntó si solía aceptar dinero de desconocidos con mucha frecuencia. Se lo preguntó una tarde después de almorzar mientras estaban lavando los platos y Hugo se limitó a mirarla como si se hubiera vuelto loca, y entonces ella se lo explicó. Le dijo que había leído su diario el día de la fiesta, cuando tuvo que instalarse en el cuarto de Hugo porque el suyo, que quedaba justo encima del comedor, hubiera sido demasiado ruidoso para trabajar, y allí sentada ante su escritorio había leído el diario.

Su primer deseo fue arrojársele a la garganta. Pero los hijos de la familia Harvey debían ser brillantes y hermosos, y no le estaba permitido asesinar a su hermana. Su segundo deseo fue darle una patada muy fuerte, pero le resultó imposible porque su hermana estaba sentada sobre el mármol de la cocina y, por tanto, fuera del alcance de una patada. Así que respondió: «Oh, todo eso es inventado, y además no es cosa tuya». Y ni siquiera entonces escondió su diario. Quizá quería que lo encontraran. Esto es absurdo. Nada hubiera podido aterrorizarle más. Ahora incluso le tenía miedo a su hermana. Tenía miedo de lo que sabía y tenía miedo de lo que podía averiguar cuando le seguía colina arriba cada vez que él salía a pasear. Pero no se lo diría a su madre. Eso se lo había asegurado.

Entonces, ¿por qué no hizo caso a la advertencia? ¿Por qué no escondió el diario en la escuela, en el jardín, en una bolsa de plástico, en cualquier parte? ¿Por qué siguió dejándolo a la vista para que fuera encontrado, leído, utilizado contra él y, finalmente, quemado por él mismo?

Su hermana cumplió su palabra. No se lo dijo a su madre. Su madre lo encontró por sí sola. Pero Hugo la condujo hacia él.

Es posible que Sam no llegara a ver las incontables declaraciones de amor garrapateadas en el borrador de Hugo, pero su madre sí las vio. Su madre era de las fisgonas. Los más amables dirían que le preocupaba el bienestar de su hijo más amargado, un hijo que a menudo se sumía en terribles malhumores que desfiguraban su rostro con mohines de cólera y ceños taciturnos. Pero Hugo no se engañaba. Su madre sólo quería saber qué hacía. Y una vez despertados sus temores, el respeto a la intimidad no contaba para nada. Nunca había contado. Durante las vacaciones, si se encargaba ella de echar al correo las postales de Hugo, las leía y luego lo regañaba con el mayor descaro por haber dicho que las caminatas familiares subiendo y bajando montes eran aburridas. Abría las cartas que llegaban para él, las leía y luego atacaba las cosas que se decían en la carta, sin mostrarse avergonzada en lo más mínimo. Buscaba pistas que la ayudaran a comprender a su hijo desdichado, y principios como el respeto a la intimidad no eran obstáculo para su determinación.

La primera pista se la dio un cuaderno de borrador que encontró en la papelera. Comenzó a hojearlo y, después de los garabatos y los apuntes de biología, encontró las páginas repletas de anotaciones: «Amo a Sam, amo a Sam, amo a Sam». El grito tras el cristal había cruzado la barrera. Sam había abandonado a Hugo y su madre estaba en pie de guerra. Alguien le había oído.

Al principio, Hugo no tenía ni idea de cómo había sucedido. Sólo supo que había sucedido. Lo supo en un fogonazo.

Había pasado las dos semanas anteriores conmocionado y solitario, sentado junto a un espacio vacío donde hubiera debido estar Sam, contemplando la nuca de Sam y las muecas despectivas que Perry le dirigía por encima del hombro. Estaba aturdido. Ofuscado. Casi completamente enmudecido por la desdicha. El trabajo se había convertido en su único refugio. Ahora, cuando más necesitaba a sus restantes amigos, menos deseaba su compañía. Antes los encontraba innecesarios y divertidos, pero ahora que constituían su única tabla de salvación, le parecían insípidos e irritantes. Y ellos respondieron en consecuencia. Percibían su necesidad y abusaban de ella. Había caído en desgracia, había perdido a su protector y, con la cabeza gacha como una víctima, se había convertido en una presa fácil. Se burlaban de él y lo provocaban, lo perseguían por entre los charcos y le golpeaban si osaba replicar.

Por primera vez desde que tenía doce años, Hugo comenzó a detestar la escuela, pero sabía que debía sobrevivir, que debía recobrar su prestigio. Tenía que encontrar nuevos amigos, nuevos aliados. Tenía que encontrar algo que hacer que le ayudara a no pensar en Sam. Decidió jugar al bádminton una vez terminadas las clases.

Su madre respondió al teléfono.

—¿Puedo quedarme hasta más tarde hoy? Quiero jugar al bádminton. Cogeré el autobús de las cinco y media.

Estaba seguro de que su madre no pondría ninguna objeción. Le complacería que comenzara a interesarse por algún deporte. Y un deporte limpio que no la obligaría a lavar ropa de más. La merienda podía esperar.

—Creo que será mejor que vengas a casa. —Su voz sonó neutra, sofocada. Contenida.

—¿Por qué? —quiso saber Hugo.

—Porque creo que debes venir a casa inmediatamente. —Y colgó. Hugo se puso blanco. Mientras caminaba hacia la parada del autobús, lo único que sentía era un peso enfermizo en el estómago y los latidos del corazón. En la parada del autobús se encontró con conocidos, pero no pudo sonreírles ni dirigirles la palabra.

La sangre le corría como un hilo de agua fría. El trayecto hasta su casa fue como un viaje paso a paso hacia la perdición. El viaje en autobús, cuando su casa aún estaba lejos pero él seguía sin poder esbozar más que una sonrisa temblorosa. El recorrido a pie desde el autobús hasta el tren, al pie de la empinada cuesta, cuando le pareció tener las rodillas oxidadas. El viaje de dos estaciones en tren, durante el cual vio pasar el paisaje con los ojos anhelantes de un condenado dispuesto a escapar para vivir en el bosque. El lento paseo de la estación a casa, por delante de viviendas con las luces encendidas y familias en cuyo seno reinaba la paz, durante el cual el terror se prendió al cuello de Hugo como un guante helado y apretó.

Hubiera debido huir. Quizá eso hubiera cambiado su suerte. «Si algún día quieres irte de casa, puedes venir aquí, ya lo sabes». Así se lo había dicho la madre de James. ¡Qué revuelo se habría producido! Hubiera sido una jugada maestra que lo habría convertido de pecador en mártir injustamente perseguido. ¿O acaso no? ¿Qué hubiera pensado de él la mamá de James cuando la señora Harvey le hubiera telefoneado para contarle lo del diario? Porque Hugo sabía que se trataba de eso. Lo había sabido desde el instante mismo en que su madre le había hablado por teléfono. Lo había encontrado. Además, ¿cuánto tiempo podría permanecer fuera de casa? Tarde o temprano tendría que volver. Al final, siempre ganaría su madre. Hugo estaba demasiado atemorizado para romper el hechizo de su madre, así que sus pies siguieron moviéndose en la misma dirección y avanzó calle abajo hacia la casa en que vivía.

En la vida de Hugo habían existido otros paseos de terror: cuando cruzaba el estudio del director hacia su rostro enorme y apoplético, con los capilares estallando por la histeria cuando exigía saber por qué Hugo intentaba hacerse expulsar de la escuela; hacia la lista de resultados expuesta en una vitrina en la Cámara del Senado de Cambridge, para atisbar sobre un tumulto de cabezas y averiguar de un vistazo qué clase le había correspondido; hacia un escenario, para pronunciar una primera frase extraviada en una ofuscación de jerez barato tragado ante la estufa de gas para mantener a raya la humedad y la lobreguez invernal de una habitación en el ático de la facultad. Pero este paseo era la marcha de la muerte.

Hugo se aproximó al vidrio estriado de la puerta de atrás. Entró. Su madre lo miró. De pie, con su ropa de casa, tenía las facciones contraídas y las manos enrojecidas, aquellas manos capaces de golpear tan de improviso, estropeadas de tanto fregar la cocina y el suelo, los platos y las ollas.

—He pensado que seguramente tendrías muchos deberes por hacer —le explicó. Y durante un segundo Hugo creyó que se había salvado. Fue a su habitación. Todo parecía intacto. El diario seguía sobre el alféizar, en el mismo lugar de siempre. Fue a tomar el té. Pero algo se mascaba en el ambiente. Su hermana mayor no salió de la cocina durante toda la merienda. Permaneció recluida con su madre tras una puerta cerrada, susurrando, esperando la llegada del padre. La hermana menor, contagiada por los silencios y susurros de conspiración, contemplaba los emparedados, la leche y el queso sin decir palabra. Hugo comió sin saborear nada, y en cuanto hubo terminado huyó al silencio y la soledad de su habitación, a la espera de oír llegar el coche de su padre. Era absurdo que aguardaran la llegada de su padre para castigarle. Su padre nunca castigaba a nadie. De vez en cuando, si perdía la paciencia, les pegaba un manotazo furioso en el trasero, pero no era capaz de hacerles lo mismo que su madre. Nunca les tiraba del pelo ni les pegaba en la cara ni les mandaba quedarse de pie en un rincón. Nunca gritaba ni lanzaba alaridos ni le estallaban los vasos sanguíneos. Hugo tardó mucho tiempo en comprender que eso no era una muestra de debilidad (y no merecía su desdén), sino de ternura. Su padre era un hombre tierno.

Pero ésta la guardaban para su padre, porque tenía que ver con chicos y porque él era un hombre; porque era un delito capital y él era el Jefe de Estado; porque su madre estaba perturbada y, como demostró a la mañana siguiente, no habría podido abstenerse de recurrir a la violencia.

A su regreso del trabajo, su padre fue inmediatamente absorbido en los susurros, que, para entonces, se habían trasladado al piso de arriba. Hugo se apuntaló en el peldaño que no crujía, el segundo desde abajo, y aguzó el oído. A él aún no le habían dicho nada. Nada que confirmara lo que ya sabía pero deseaba que no fuera más que un temor infundado. Regresó a su escritorio y se sentó ante sus libros de texto, tratando de concentrarse en los hábitos alimentarios de la ameba y los tentáculos acariciantes de los espirilos, pero los sollozos y los siseos cada vez más fuertes se filtraban desde la habitación de arriba en breves y peligrosos espasmos. Y luego hubo ruido de pasos en la escalera. Unos pasos pesados, de pies enfundados en zapatillas. Los pies de papá. Y papá cruzó la puerta del cuarto de Hugo y se detuvo sumido en la confusión. Antes de volverse a mirar, Hugo ya sabía que su padre estaba sumido en la confusión, demasiado azorado por la desnudez de lo ocurrido para hablar abiertamente.

—Tu madre me ha contado unas cosas muy feas —comenzó el señor Harvey, y Hugo contempló ceñudo la ameba. Estaba más embarazado por su padre que avergonzado de sus acciones. No estaba en absoluto avergonzado de sus acciones. Le aterrorizaba que hubieran sido descubiertas. Le aterrorizaba el castigo que se le ocurriría a su madre.

—Nos has contado un montón de mentiras —prosiguió su padre. Otra vez con lo mismo. Las mentiras. Siempre era éste el gran pecado. ¿Y qué esperaban? «Hola, mamá, me voy a los urinarios públicos para encontrarme con el jefe de Exploradores que me la chupa todos los domingos, y cuando me lleva de vuelta a los urinarios después de pasarnos tres cuartos de hora magreándonos y metiéndonos mano en su apartamento, me regala dos libras para que me las gaste en la confitería. Hola, mamá, acabo de dar un estupendo paseo en bicicleta, aunque no he pedaleado mucho. He dejado la bicicleta aparcada junto a los retretes de la Calle Mayor y he subido al coche de un hombre de Highgate que me ha llevado a su piso y nos lo hemos pasado en grande follando, y luego ha pasado unas películas porno norteamericanas en su proyector de super ocho y he vuelto a correrme, y al final me ha acompañado en coche a recoger la bicicleta. Hola, mamá, hoy casi me viola un hombre que me ha quitado los pantalones en el bosque y los ha colgado en una cerca de alambre de púas y luego ha querido darme por el culo, pero he gritado, gemido, llorado y protestado tanto que al final ha perdido la erección y me ha llevado de vuelta a la bicicleta».

Su padre estaba decidido a mantener esa línea de ataque. La suave.

—Cuando nos dijiste que te habían robado las válvulas y la mancha de la bicicleta, no nos dijiste dónde estaba en realidad la bicicleta.

Estaba junto a los retretes de lo alto de la colina. Llevaba allí toda la tarde. Su padre tenía razón: no se lo había dicho. No recordaba dónde les había dicho que estaba. Eso era típico de su padre. Las consideraciones prácticas. Se aferraba a lo concreto, a la maquinaria que conocía y amaba. Bicicletas, automóviles, lavadoras, sistemas de calefacción central… Eran las normas morales de un extraño mapa de la vida. La gente podía meterse en toda clase de historias extrañas, pero mientras él pudiera hundir la cara en un motor, no tenía por qué enterarse.

Hugo no dijo nada. Sabía que su padre no tardaría en secarse. Y así fue. Poco a poco, se fue quedando sin palabras. Y entonces Hugo respondió con una frase que nunca había esperado utilizar: «Estoy dispuesto a cambiar de vida», dijo. «Sólo es una fase», dijo. Durante un instante, durante unos días, tal vez una semana o así, el propio Hugo llegó a creer que hablaba en serio.

El padre de Hugo salió del cuarto satisfecho. Volvió al piso de arriba para contárselo a la madre. Nadie había mencionado el diario todavía. Nadie había dicho cómo sabían lo que sabían. En asunto de espionaje, la señora Harvey no era tonta, y lo primero que procuraba era no revelar sus fuentes.

La señora Harvey tampoco era tonta en asunto de confesiones. No era mujer que se dejase engañar por semejantes filosofías caseras, extemporáneas e insinceras, la manida justificación de un centenar de escolares sorprendidos besándose, sodomizándose y haciéndose felaciones bajo las sábanas, en la caseta de los botes, tras el marcador del campo de criquet o en el bosque. Para ella, el propósito de enmendarse no constituía una respuesta adecuada. ¿Y las mentiras? ¿Y el dinero? ¿Y la enfermedad y la degradación? Pero ¿qué podía hacer ella? Hasta el momento, no había hecho nada. Aún seguía en el piso de arriba. Y Hugo, que se acostó sin hacerse notar, no podía creer en su suerte.

La suerte no duró. Ya sabía él que no podía durar mucho. Hubiera sido demasiado surrealista. Una madre indulgente. Hugo tuvo su primer encuentro con ella a la mañana siguiente, cuando entró en su habitación y descorrió las cortinas, como hacía cada día a las seis para que estuvieran todos levantados, lavados, peinados y vestidos con tiempo para poner la mesa del desayuno familiar. Demasiado asustado para hablar, la vio abrir la ventana a la grisácea mañana de septiembre. Hugo saltó cautelosamente de la cama y fue sorprendido por un golpe en la cabeza que lo lanzó contra la pared.

—¡No vuelvas a decirme «buenos días» nunca más! —chilló su madre, y salió de la habitación. Él se vistió y se lavó, remojando su dolorida mejilla en agua fría, y a continuación bajó a la cocina, donde su madre estaba friendo los huevos y el tocino. Cuando entró, se volvió hacia él.

—Sólo eres un asqueroso prostituto —escupió, cerrando la puerta que daba a la sala para que los restantes miembros de la familia no tuvieran que oír la inmunda historia. Hugo permaneció inmóvil, preparado para esquivar cualquier movimiento brusco. Esperaba que su madre ampliara un poco la explicación. Nadie le había dicho cómo se habían enterado. Nadie había presentado el diario como prueba. ¿Cómo lo sabían? ¿Se lo había dicho Mary? Eso le parecía improbable. Su hermana podía sermonearle, e incluso seguirle por la calle para intentar asegurarse de que no volvía a los retretes públicos sobre los que había leído en el diario, pero él sabía cómo eludirla. Hugo no había nacido ayer. Ella sí. Pero nunca se chivaría. No a su madre, por lo menos. Existía una ley no escrita que decía que no podía chivarse uno a sangre fría. Enfrentada con una acusación, Mary no tendría escrúpulos en salpicar de culpa a los demás. Pero nunca habría hecho una cosa así.

Y entonces la señora Harvey se inventó una coartada.

—Te han seguido, ¿sabes? Te han visto ir y venir en varias ocasiones. Es una deshonra. Sólo eres un asqueroso prostituto. —Hugo se sintió bastante orgulloso de oírse llamar prostituto. Siempre le había parecido que tenían mucho estilo. Por entonces, aún no conocía a ninguno, y ni siquiera se había esforzado nunca en parecerlo. Las dos libras que le entregaba el jefe de Exploradores de Cockfosters tras los juegos eróticos de los domingos representaban un estímulo adicional, pero Hugo habría hecho lo mismo de todos modos. El dinero nunca había sido un requisito indispensable, y David, con toda su astucia callejera, tardó mucho en aprender a solicitar dinero sin parecer avergonzado.

Se sentaron y desayunaron en silencio. La deshonra de Hugo lo apagaba todo. No alzó la vista de sus copos de avena ni una sola vez. Ingirió su huevo frito con tocino masticando metódicamente. El silencio era demasiado pesado para que nadie lo rompiera. La mejilla de Hugo seguía enrojecida por el golpe. Y luego terminó por fin el desayuno y pasó a su habitación para hacerse la cama antes de salir hacia la escuela.

Mientras duró el silencio, mientras duró el ardor de la mejilla, un pensamiento lo acosaba con insistencia. ¿Quién era esa amiga de la familia (desde el primer momento había supuesto que se trataba de una mujer) que había acechado sus movimientos durante el tiempo suficiente para saber lo que había ocurrido a lo largo de tantas tardes, de tantos paseos al anochecer? ¿Cómo había podido verlo, cómo había podido enterarse? Pero Hugo se dejó engañar de buena gana. Quería creer la coartada de su madre, porque si había leído el diario, todo el diario, conocería muchos de los secretos que David y Hugo compartían. Conocería a David, que era el secreto de Hugo.

La coartada no podía durar. Su madre, tras haber descubierto la fuente de todos los secretos, era incapaz de renunciar a ella, de modo que reclutó a la hermana mayor para su persistente espionaje. Pero era un espionaje de aficionados. Mientras Hugo y su hermana menor merendaban, unos días después de que hubiera estallado la tormenta, la señora Harvey llamó a Mary desde fuera del comedor. Hugo tuvo la certeza de que estaban en su habitación. Tuvo la certeza de que estaban leyendo su diario. Abandonó la leche y las galletas y salió al vestíbulo. Escuchando tras la puerta, oyó susurros y crujir de páginas. Abrió la puerta. Ahí estaban, encorvadas sobre el cuero de imitación y los dorados de imitación. Nadie había seguido a Hugo ni a David. Lo habían leído en su diario. Habían profanado su diario, sin prestar atención a las advertencias que rezaban JÓDETE, MARY y SI ESTÁS LEYENDO ESTO, MARY, JÓDETE Y MUÉRETE, y habían leído todas sus confesiones, todas las seducciones de David y los fracasos de Hugo, y ahora sólo trataban de mantenerse al corriente. Quizá creían que era un serial que podían ir siguiendo cada día. Quizá disfrutaban con ello. Quizás Hugo hubiera debido enviar su diario a un periódico y negociar los derechos de edición. Lo que hizo, en cambio, fue arrojarlo al incinerador de la escuela, junto al cobertizo de las bicicletas, al día siguiente de haber sorprendido a su madre y a su hermana fisgando en sus páginas.

A partir de entonces, privado de su mejor amigo, marginado por su familia, enemistado con su hermana mayor, maltratado por su madre, ignorado (como siempre) por su padre y querido únicamente por su hermana menor (que no comprendía qué estaba pasando y andaba por la casa con lágrimas en los ojos), Hugo consideró que no necesitaba que le remordiera la conciencia, que podía enviarlo todo a la mierda. A excepción de su hermana pequeña, a la que un día rescataría de aquel purgatorio, todos los demás podían ir a pudrirse en el infierno.

David, impenitente y descarriado como siempre, siguió adelante con el sexo mientras Hugo cubría sus huellas con mayor astucia. Su madre lo interrogaba a fondo y le imponía absurdos toques de queda, pero no podía retenerlo en casa. Cierto que, cuando lo sorprendió robando de la cartera del señor Harvey y lo arrojó escaleras abajo (la última vez que Hugo se orinó encima), lo tuvo encerrado en casa y privado de toda vida social durante seis semanas, Navidad incluida. Pero aún tenía que ir a la escuela, y aún tenía que volver de la escuela a casa, y el autobús escolar aún pasaba ante algunos de los lugares favoritos de David. Hugo se había independizado. Su madre podía castigarle, pero ya no podía alcanzarlo.

Hugo estaba solo. Había entrado en su era glacial. Nadie podía dar con él. Y, al parecer, nadie lo intentaba siquiera. Aún seguía teniendo amigos. Aún hacía reír a la gente. Les caía bien y era invitado a fiestas donde todavía tomaba drogas que todavía hacían reír más a la gente. Pero si hubieran muerto todos al día siguiente, Hugo no habría derramado ni una lágrima. Sólo eran gente. No eran íntimos. Estaba demasiado congelado para que nadie intimara con él.

Hasta que llegó Charlie.

Y Charlie le hizo más mal que bien.