—Estará aquí dentro de media hora. Acaba de llamar para avisar que llegará tarde. Es por los autobuses. ¿Te encuentras bien? Te veo muy gris.
—Es el cielo. Reflejo el cielo. Como el mar, ya sabes. Es lo único que puedo mirar, así que lo absorbo y luego me sumerjo en él. Es un gran descanso. Creo que cuando me vaya… —miró fijamente a la enfermera para ver si cambiaba de expresión, pero era la escocesa, con la jovialidad indestructible de la primavera, llena de una vitalidad que en aquella habitación sobrecalentada sonaba como un reproche—, cuando me vaya, saldré flotando. Sólo tendrás que abrir la ventana.
Hugo dejó caer la cabeza hacia la izquierda, regodeándose en aquel ánimo de bravura poética. A fin de cuentas, ¿qué sentido tenía morir si no podía uno hacerlo con gracia? Y precisamente él, que siempre hacía gala de ligereza en los funerales.
Le molestaba que viniera su madre y le molestaba que no viniera. Hubiera querido que todos los visitantes fuesen como su hermana menor cuando caía enfermo y debía guardar cama en su casa, un chiquillo de Hadley todavía sin vello púbico, todavía no tocado por manos de viejos. Su hermana siempre quería acostarse con él y permanecer en la cama a su lado, recostados sobre las dos almohadas, esperando a ser atendidos. Ahora nadie quería acostarse en su cama. Sabía cómo se sentían porque él también había sido un visitante. Si no veía aquella mirada especial, la sospechaba. Una mirada de nerviosismo, de alivio por no haberse contagiado.
Con su madre no era así, pero su madre llevaba el sentimiento tan marcado en sus arrugas, nuevas arrugas, nuevas canas, que la visión de su rostro desgarraba el corazón de Hugo.
Cada día, la mayor batalla era contra las lamentaciones. Había superado el lamentarse por las cosas hechas. No había que rechazar el pasado. Lo había asumido en su totalidad y se negaba a arrepentirse, a desear que todo aquello no hubiera sucedido, que no hubiera chupado, que no hubiera jodido, que no se hubiera drogado. Si hubiera podido salir sin su piel grisácea, sin aquellos bultos en los brazos ni la espuma en la boca ni aquel silbido en los pulmones al respirar ni el dolor de cabeza que le congelaba el cerebro como una bolsa de hielo llena de agujas; si se hubiera encontrado sano y bien, habría regresado a la pista de baile a bailar su tango de los retretes, recitando listas de excusas a su cabeza estremecida. Pero las lamentaciones por lo que no había tenido tiempo de hacer se atascaban en su garganta y pintaban los ojos de su madre con la aureola oscura de las lágrimas de madrugada. Solía mirarlo con fijeza. No con el celo entusiasta de la enfermera escocesa, sino con prolongadas miradas entre lágrimas que temblaban sin llegar a derramarse nunca. Al principio sí lo hacían, y él le advirtió con bastante aspereza que desahogara su llanto antes de ir a verle porque a él no le servía de nada, y ella le miró tan bruscamente que Hugo se dio cuenta de que la había herido. No quería herirla. Pero no soportaba que su madre lo viera como una decepción. Siempre había sido su campeón, el que la hacía reír con su mandíbula torcida y sus acentos fingidos.
Era extraño lo mucho que su madre había cambiado.
—Si alguna vez quieres escaparte de casa, puedes venir aquí, Hugo, ya lo sabes —le dijo en cierta ocasión la madre de un amigo, un amigo del que inadvertidamente se había enamorado, un amigo con una familia y una despreocupación feliz y alborotada en las que Hugo anhelaba participar. Ésa era la reputación que tenía su madre: el tipo de madre que hace huir a sus hijos. Pero era todo temperamento. Era el sol de sus niños, y su trueno también.
Sentado junto a ella en el autobús de regreso de una tarde de vacaciones en la piscina, al pasar ante un sauce, Hugo le dijo:
—Me gustan los sauces.
—Sí —contestó ella—. Son muy hermosos.
Y Hugo quedó inundado de placer. Había estado en lo cierto a ojos de ella y se había ganado aquella sonrisa de aprobación que le llenaba el pecho de felicidad. También en otras cosas estaban de acuerdo: la alegría de la Navidad (su madre siempre se las arreglaba para estar de buen humor el día de Navidad, aunque las peleas de Nochebuena dejaban a los niños acobardados en el dormitorio del piso de arriba, entre los juguetes del año pasado, contemplando la llovizna que caía sobre el jardín y los campos de más allá), el efecto del sol sobre el estado de ánimo y cómo convertía súbitamente el mundo en un lugar más bello. Y cada una de estas cosas era para Hugo como el trofeo de un campeonato: entre todo el odio y la violencia, eran sus balizas de amor.
Estos recuerdos formaban parte de su colección de instantáneas risueñas de su madre como mujer hermosa. Hugo conocía todos sus vestidos, todos sus estilos, y ella le consultaba qué debía ponerse para determinada ocasión como si fuera un amante secreto. Su instantánea más risueña fue «tomada» en las afueras de Aberdeen. Estaban jugando a rounders[3] en un campo de cardos pisoteados, con unos primos vigorosos y apuestos; Hugo quería al mayor de ellos como si fuera su propio hermano. Por entonces, el cabello de su madre aún era rubio. Con la cabellera agitada por el viento y un vestido de algodón cuyo estampado de flores en distintos tonos de rojo y azul era como el viento en un campo florido, con sus zapatos de tacón alto, fuera de lugar pero aun así espléndidos en aquel pedregal escocés, Hugo la miró y miró a su tía, una mujer vivaracha y desaliñada, con gafas y pelo gris, y le entusiasmó el estilo de su madre.
—¿Por qué no te fuiste de casa? —le preguntaban más tarde; gente que lo había conocido arrogante y obstinado, no acobardado ni tímido. Pero él la quería. Quería complacerla. Y nunca llegó a perderle el miedo, ni siquiera cuando más la detestaba. Les contaba a los compañeros de la escuela primaria que su madre era una bruja, de manera que ni siquiera las gemelas Jeffrey, unas niñas inseparables de larga cabellera negra, acudían a jugar a sü casa por miedo a ella. Pero su madre era su heroína y él era su caballero andante, el chico que le ofrecería los galardones más refulgentes. Verla sonreír, verla reír, le hacía charlar por los codos en transportes de alegría; una palabra cruel lo dejaba aturdido, mirando por la ventana.
Pero todo esto era antes del episodio del diario. Siempre habían sido amigos hasta que ella leyó su diario. Después de eso, Hugo cayó en desgracia de un modo tan fulminante que se convirtió en la no persona de la casa. No era digno de confianza, era un depravado, no se podía creer en él.
Y así se lo decía una y otra vez. Pero ¿por qué le sorprendieron de tal modo sus mentiras? Tanto Hugo como sus hermanas eran unos embusteros consumados. Habían aprendido a soportar un interrogatorio y, con dolor y con lágrimas, habían aprendido que mentir podía desencadenar sobre ellos la cólera materna. Pero con la verdad sucedía lo mismo. Y, aunque el castigo por mentir era más severo, al menos la mentira les ofrecía una posibilidad de salvación.
—¿Por qué me mentís? —gritaba su madre, cogiéndolos por el pelo y arrojándolos de un lado a otro de la habitación (de modo que, cuando finalmente eran expulsados al refugio de sus respectivas habitaciones, se paraban ante el espejo y se peinaban nerviosamente, contemplando los mechones que quedaban atrapados entre los dientes del peine).
—¿Por qué no podéis decirme la verdad?
—No sé —respondían ellos quejumbrosos, intentando resguardarse del próximo golpe, preguntándose cuál sería la salida más rápida de aquella pesadilla.
Ni una sola vez le respondieron: «Porque nos das demasiado miedo».
Reconocían que la verdad, aunque causara grandes dolores, era mejor que la mentira, aunque ésta no acarreara ningún dolor.
Luego, mucho más tarde, mamá también empezó a mentir, intentando ocultar con mentiras una aventura amorosa que todos conocían y todos creían ser los únicos en conocer. Y cuando mamá empezó a mentir fue como si se hubiera desprendido un tablón del techo del mundo y les hubiera dado a todos en la cabeza. Durante algún tiempo, estuvieron demasiado aturdidos para creerlo.
Hugo era quien más sabía, porque su cuarto quedaba al lado del teléfono. Desde el instante en que su madre comenzó a hablar, supo que su susurro era el susurro del secreto. Conocía aquel susurro por sus propias llamadas furtivas y sabía que susurrar sugería automáticamente algo clandestino y llamaba la atención. Pero su madre era nueva en el juego. No se había dado cuenta de cuán reveladores podían ser sus intentos de disimular. Sentado en su escritorio con los deberes ante él, Hugo escuchaba las mentiras susurradas y le enojaba que su madre no supiera mentir mejor. Todos los domingos por la tarde, cuando su marido subía a dormir la siesta, Hugo oía el campanilleo del auricular al ser descolgado, oía el ruido de alguien que marcaba los números sin quitar el dedo del agujero mientras la esfera regresaba y él oía su primer susurro.
—Todos duermen, podemos hablar —comenzaba siempre, y siempre se equivocaba puesto que Hugo nunca dormía. Todos los domingos y algunos miércoles, y de vez en cuando, si el domingo iba a ser difícil, algún sábado por la tarde. Y Hugo escuchaba hasta la última palabra susurrada, transfigurado, olvidado de su trabajo, impulsado por una especie de horror, una especie de fascinación y un innegable orgullo herido, herido por la idea de que su madre no necesitaba su ayuda y no confiaba en él. Fue eso, más que nada, lo que le hizo saltar aquel día.
Y entonces comprobó hasta dónde llegaba la serenidad de su madre.
La cosa empezó como de costumbre. Domingo por la tarde. La casa impregnada por la modorra de un almuerzo tardío. Su padre, arriba roncando. La hermana pequeña, arriba trabajando. La hermana mayor en la universidad, en Escocia.
—Podemos hablar —comenzó, y los oídos de Hugo entraron en acción. Su madre iba mejorando y no pudo entender claramente nada de lo que dijo, pero cuando colgó el auricular y se dirigió a la cocina, Hugo fue tras ella, con los ojos encendidos de acusación y la mente llena de una colérica decepción. No le dolía el engaño, ni la doble moral, ni las torturas que ella le había infligido en nombre de la verdad. Le dolía que lo hubiera echado en el mismo saco que al resto de la familia, juzgándole irrelevante, dormido, sordo, crédulo.
—¿Con quién hablabas? —inquirió Hugo. Su madre se volvió para mirarlo desde el taburete de la cocina, pero él no pudo interpretar su expresión porque no se atrevió a mirarla a la cara.
—Estaba hablando con Kate —contestó.
—No, no es verdad. Hablabas en susurros. Con Kate no hablas en susurros.
—¿Con quién crees que hablaba, entonces?
Era inteligente. El tono burlón, la incredulidad y la sorpresa en lugar del enojo. Hugo comenzaba a azorarse. Entró su padre en la cocina. Su madre dio el golpe maestro.
—Me parece que Hugo cree que tengo un amante. No deja de preguntarme con quién estaba hablando.
Hugo salió corriendo. Apartó bruscamente a su padre, mascullando algo acerca de un estúpido malentendido. Se sentó en su habitación, el corazón desbocado, y pensó en lo serena que había estado su madre. El nunca hubiera podido hacerlo…, salvo que lo hacía. Lo hacía constantemente. Respondiendo a las preguntas inquisitivas con mentiras descaradas. Con miradas vacías. Con palabras inexpresivas. Sabía perfectamente lo que hacía su madre. Quizá ella sólo estuviera copiándole. Una parte de él anhelaba decirle que la comprendía, que los dos tenían vidas secretas y que podían compartir sus secretos. Una parte de él sabía que esto era absurdo. Su relación se había vuelto demasiado remota para eso. Todavía quedaban destellos ocasionales de la antigua amistad. Aún era capaz de hacerla reír. Aún era capaz de persuadirla para que le permitiera hacer cosas, pero la confianza había desaparecido. Hubieron de pasar años antes de que ella recobrara la confianza necesaria para contárselo todo, y él a ella, en la recluida seguridad de una habitación polvorienta en Muswell Hill. Años después de que Hugo se fuera de casa. Años después del diario.
El diario. ¿Por qué se había empeñado en llevar un diario? ¿Por qué había tenido que guardarlo en casa?
—Está subiendo tu madre —anunció una cabeza con cofia asomada a la puerta, y Hugo apartó la vista de las parpadeantes luces nocturnas de Fulham—. Deja que te enderece —añadió la enérgica escocesa, cruzando la puerta con las manos preparadas para arreglar, alisar y tirar de él en su pijama desaliñado, con su barba desaliñada y su cutis gris. La enfermera lo arregló y se ocupó de él hasta que Hugo sintió ganas de pedirle que se quedara a responder las preguntas de su madre, a darle la mano a su madre y besarla en la mejilla, y abrazarla cuando casi se echara a llorar, como hacía con frecuencia. Casi. Pero entonces entró ella y lo miró, y él la miró. Escudriñó los ojos de su madre para ver cuánto había empeorado y ella desvió la mirada, y él comprendió. Parecía avejentada, y Hugo deseó que fuera posible morir calladamente en un rincón donde nadie se viera afectado en sus emociones y luego enviar corteses tarjetas de cambio de dirección a los miembros de la familia y evitar…
—¿Cómo te encuentras? —preguntó su madre. Habló con voz queda, intimidada por su ira.
—¿Cómo me ves? —Siempre la zahería, como si ambos debieran ser castigados.
Su madre se mordió el labio inferior y miró hacia la ventana. Iba vestida con un conjunto gris. Prendas para la antecámara de un funeral. Respetuosas y sombrías. Desde el principio, incluso en los primeros momentos, cuando sólo se trataba de una posibilidad, cuando hubiera podido desaparecer sin hacer presa en él, la gente reaccionaba ante la enfermedad con caras sombrías. Con expresión sombría le recomendaban optimismo y él les sonreía con su fatalismo ensayado y contaba con desenvoltura anécdotas de otras muertes, en un tono gallardo y a veces valeroso. Pero ellos asentían sombríamente, como si su parloteo fuese otro síntoma.
Era como si estuvieran esperando el pesar y tuvieran que reprimir la tentación de llorar porque aún no había llegado el momento. Sus caras se cerraban como pantallas contra cualquier emoción. Y Hugo las miraba todas. Las escrutaba. La mitad del tiempo carecía de energía para hablar, y le encantaba que sus visitantes se limitaran a divagar. Pero muy pocos lo hacían. Los demás se mostraban tan obsequiosos que parecían venerar la enfermedad. «Es mi espíritu al que habéis de entretener, no a mi enfermedad», gritaba Hugo en su interior, mientras recibía sus regalos de frutas y chocolate con una sonrisa distraída.
—De acuerdo, tengo un aspecto fatal. ¿Has hablado con la enfermera? ¿Te han dicho algo? A mí nunca me dicen nada.
—Dicen que te has portado mejor. Que duermes mejor.
—Tengo unos sueños terribles.
—¿Pesadillas?
—Peor. Son muy aburridos. Se atascan en un fotograma y ya no se mueven.
¿Cómo podía explicarle lo mucho que ahora detestaba soñar? Siempre lo había encontrado divertido. Una imaginación que se comportaba al margen de toda lógica, narrando historias como fantasías infantiles, llenas de trucos mágicos, transformaciones y episodios intraducibies. Ahora sus sueños versaban sobre una sola imagen y se aferraban a ella desde todos los ángulos, haciéndole sudar durante toda la noche hasta que el colchón quedaba empapado y él, acostado de espaldas con un brazo sobre los ojos, intentaba hundirse en el olvido.
—Quieren que sigas aquí un poco más.
—¿Adónde he de ir, si no? No puedo cuidar de mí mismo.
—Podrías volver a Hadley.
Oh, no. Eso sería regresar a vivir en su propio sarcófago. Las chismosas comadres de Hadley pasarían ante los visillos y se harían gestos de inteligencia acerca del precio del pecado, mientras él permanecía incorporado en la cama con un libro en el que no podría concentrarse, esperando un té que no podría terminar. Aquí, al menos, podía imaginarse que estaba en la cárcel. Allí, lo mismo daría estar ya muerto. No sucedería nada más.
—Nos gustaría que estuvieras en casa.
—Os estorbaría. No es agradable vivir conmigo. Y, de todos modos, me gusta estar aquí. Además, si volviera a casa, todo el mundo se enteraría.
—¡Oh, Hugo! ¿Qué importa eso? Quiero tenerte en casa. Quiero tenerte conmigo.
—No quiero ir. Necesito la calma del hospital.
—En casa también hay calma. No habrá nada que te moleste.
—Mamá, me moriría de comodidad. Necesito quejarme de algo.
Vio que ella entendía el mensaje y que le dolía profundamente. Hadley era demasiado aburrido para sobrevivir allí; su hogar, con todas sus butacas y su refinada cerámica, era una celda peor que aquella cama hospitalaria.
—¿Cómo te encuentras? Pareces cansado.
Hugo la miró mientras las manos de su madre jugueteaban con su anillo de oro y coral. Se vistiera como se vistiera y se pintara las uñas como se las pintara, sus manos nunca encajaban en el cuadro. Aquella mujer elegante y erguida, que dejaba a su hijo sonriendo de afecto y admiración en las fiestas infantiles y las visitas a la escuela, tenía unas manos enrojecidas por la lejía y el estropajo, por la agotadora sucesión de tareas de limpieza desde los dormitorios a la cocina. Las uñas eran duras y amarillentas, gruesas y anchas, y tenía los dedos torcidos. Pero aquellas manos ásperas y maltratadas, capaces de una fuerza terrorífica que hacía llover golpes sobre la cara y los brazos de Hugo, antes de tirarle del pelo, esas mismas manos le hacían llorar de compasión por aquella mujer desolada que habría podido ser mucho y lo había querido todo para él, y ahora le había seguido mansamente hasta la cabecera de su lecho en el hospital sin la menor acusación en la voz. Ni siquiera en los ojos.
Las cosas habían cambiado mucho desde aquella confrontación en la cocina. Más confrontaciones. Pero más sinceridad. Más confianza. Aquel día, Hugo la asustó. Y él lo sabía. Se lo dijo ella misma más tarde, en la habitación de Muswell Hill. Lo que más la asustaba, sin embargo, era que pudiera decírselo a sus hermanas, no a su padre. A él nunca le había temido. Sabía que podía estar segura de su amor. Pero estaba preocupada por los niños. ¿Qué harían si se iba de casa? ¿La abandonarían? Para Hugo, que había decidido desentenderse de ella, pues de otro modo se hubiera consumido intentando vencer el resentimiento nacido en su madre tras el incidente del diario, fue una dulce y llorosa revelación el saber que se le hubiera ocurrido pensar siquiera en lo que ellos pensaban de ella. Pero eso tardó en saberlo. No lo averiguó hasta que los dos se sentaron en su apartamento de Muswell Hill y ella le abrió el corazón. No lo averiguó hasta el ballet, cuando su madre, tras la última llamada, le anunció: «Estoy pensando en dejar a tu padre». Eso ocurrió dos años después de la escena en la cocina. Seis años después del diario. Dos años después de que Hugo se fuera de casa en una nube de lágrimas.
—¿Qué es de vuestra vida? ¿Cómo está papá?
—De viaje. Está todo muy callado. El gato y yo solos. La semana pasada vino Kay para invitarme al ballet. Soy incapaz de comprender a esa mujer. Ya sabes que su hermano estaba en la RSC[4] y luego hizo una gira por el noreste con una compañía de ideas izquierdistas. Bueno, el caso es que consiguió las entradas porque la compañía de su marido…
Ya estaba lanzada. Como en sus largas conversaciones telefónicas, sólo había que puntuar esporádicamente el monólogo con un «ajá». Cuando terminaba o se atascaba en el relato, pasaba repentinamente a preguntar: «Y tú, ¿qué me cuentas?». Hugo respondía: «No gran cosa», omitiendo mencionar los últimos cambios de empleo o, ahora, de opinión médica. Cuando su madre estaba de ánimo parlanchín, él prefería no hablar. No le molestaba que ella hablase. Tal como estaban las cosas, Hugo no tenía otra cosa que hacer. En otros tiempos se habría revolcado por el suelo y golpeado la cabeza contra la alfombra mientras el monólogo se prolongaba, pero aquí, donde sólo se oía el rumor y algún chillido ocasional del tránsito lejano y el depauperado piar matutino de unos pájaros vapuleados por la contaminación, el pausado y arrullador torrente de su interminable narración ejercía sobre él un efecto sedante, tranquilizante. Le recordaba que estaba vivo. Le recordaba el mundo exterior con su obsesión frenética por nada en particular, con su desgarradora preocupación por cosas que parecían enormes hasta que uno se apartaba de ellas, se alejaba lo suficiente, hasta yacer en una cama de hospital luchando con batallones de oscuros virus desconocidos, tendido de espaldas meditando sobre el infinito. Casi echaba de menos la tensión nerviosa. Al menos, la tensión era instantánea y luego se disipaba. Ahí no había tensión. Sólo miedo. El miedo no se disipaba. Apenas se tomaba algún descanso ocasional y luego se echaba otra vez encima de ti y sonreía sin dientes justo ante tus ojos.
Se recostó sobre las almohadas y escuchó la voz en sonsonete de su madre mientras los dos contemplaban el exterior por la ventana.
—… y lo que no comprendo, porque no es la primera vez, bueno, ya sabes, si vas al teatro quieres un buen asiento, ¿verdad? Si no, ¿por qué vas a gastarte el dinero de las entradas?
Empezó a sentir náuseas de nuevo, pero no podía refugiarse como de costumbre en sus morosas ensoñaciones sobre el pasado mientras su madre siguiera charlando sentada al borde de la cama. Por primera vez en aquella semana, por primera vez desde su última visita, su madre estaba dando salida a sus pensamientos. Hadley, con sus grandes casas y sus jardines aún más grandes, con sus muros de ladrillo y sus «Cuidado con el perro», no era un lugar propicio para la vida callejera. Sólo veía a otras personas cuando iba al supermercado, y ahora todas la evitaban. Durante más de veinte años la habían oído jactarse de sus hijos y estaban hartas de aguantar las comparaciones con sus hijas sosas y aburridas y sus esposos tristes y aburridos. Nunca les había preocupado que sus propios hijos triunfaran o no como médicos, maestros o escritores. Tal vez ahora las comparaciones les resultarían más agradables. Pero ¿qué le diría su madre a la cajera? «Oh, June. Tengo grandes noticias de Hugo. Está en St. Stephens y les parece que aún podrá vivir otros seis meses».
Ella nunca haría nada semejante, o así lo esperaba Hugo, pero seguramente las demás seguían hablando, cobrándose su compensación en las mañanas compartidas de café y bizcochos. «¿Qué, ésa? ¿No has oído lo de su hijo? Ya sabes, aquel chico alto que fue a Cambridge, el que siempre decía mentiras y nunca jugaba al fútbol como los demás y lloraba demasiado cuando se caía y en las fiestas estaba callado como un muerto. ¿Te acuerdas que ella estaba convencida de que iba a ser el próximo Bernard Levin? Ya ves si puede una equivocarse. Margie, que estuvo hablando con Dick Richards, me ha dicho que está internado en una de esas clínicas, sólo amigos y familiares… Sí, con ESO. Tiene LA ENFERMEDAD».
—… conque al final acabé yendo, pero no valió en absoluto la pena. No sé por qué compró esas entradas, y comprendo muy bien que su marido no quisiera ir para tener que estar estirando el cuello todo el rato.
Se interrumpió de repente. Volvió la vista hacia Hugo, que, bamboleándose ligeramente, se esforzaba por mantener los ojos abiertos.
—¿Estoy aburriéndote, cariño?
—Me alegro mucho de verte. ¿Has hablado con los médicos?
—Hablaré al salir. ¿Quieres alguna cosa?
—Energía. Quiero permanecer despierto. Siempre había creído que lo mejor era morir durante el sueño, pero he cambiado de opinión. Es un acontecimiento muy importante. Quiero estar presente.
Ella aún seguía creyendo que no iba a morir. Nada más pronunciar el chiste, y no lo había dicho como un chiste, Hugo vio que el rostro de su madre se contraía y sus ojos se llenaban de lágrimas. Sin atreverse a parpadear para no derramarlas, permaneció sentada intentando abrir mucho los ojos y contempló el cielo gris. No estaba bien mostrarse tan despreocupado con ella. Hugo había nacido de sus entrañas, y a veces experimentaba la sensación de que ni siquiera tenía derecho a morir sin su permiso. Este permiso aún no había sido concedido. Su madre esperaba verlo luchar. Pero Hugo ya había agotado su espíritu de lucha antes de ingresar en el hospital.
Allí, en la cama, bajo la vigilancia benévola de una institución, había dejado en manos de otros la responsabilidad de su salud y se dedicaba a poner orden en su pasado, repasándolo mentalmente, contándolo en voz alta, revisando consecutivamente la lista de seducciones, faltas y malos tratos que él mismo se infligía. De hecho, se pasaba casi todo el tiempo vagando por el pasado. Parecía encontrarle un sentido. En el presente sólo existían más enfermeras, médicos nuevos, más cama, medicamentos nuevos y más visitantes. Y el futuro. Nunca pensaba en el futuro. Era difícil concentrarse en una nube gris de nulas expectativas. Incluso le deprimía pensar en el día siguiente. ¿Cómo podían parecerse tanto los días? Últimamente había comenzado a apreciar la televisión. Era lo único que le ayudaba a distinguir los días de la semana. La programación televisiva se había convertido en su diario.
Su madre se enjugó los ojos. A Hugo aún se le hacía extraño el poder que tenía sobre ella, el poder de perturbarla. El pasado parecía quedar muy atrás. El tiempo en que ella era una diosa. En que era un monumento de fuerza, un dictador cuya palabra era ley y que no concebía la desobediencia. Pero el cambio se había producido mucho antes.
La primera vez que la hizo llorar estaban sentados a la mesa, desayunando.
Hugo se disponía a salir hacia la escuela. Fue tras el episodio del diario. Dos, quizá tres años después. Hugo en su época de mayor frialdad. Durante esos dos o quizá tres años, fue como si la familia le hubiera vuelto la espalda por ser un mentiroso en quien no se podía confiar. Si faltaba algo en la casa, él lo había escondido. Si reaparecía, él lo había devuelto a un lugar visible porque ya le aburría tenerlo escondido. Aunque Hugo no hubiera visto ni tocado ninguna de las cosas desaparecidas, aceptó el papel porque eso le evitaba tener que mostrarse obediente. Si querían tacharlo de mentiroso, representaría el papel y viviría su propia vida, su tango de los retretes, sin ninguna obligación de sentirse culpable.
Aquella mañana su madre se embarcó en una serie de preguntas acerca de una fiesta a la que Hugo había asistido la noche anterior. ¿Quién más había ido? ¿Qué habían hecho? Él detestaba esas indagaciones. Nadie tenía por qué meterse en sus asuntos. En aquellas fiestas era otra persona. No era su Hugo y no quería hablar de la velada con ellos.
—¿Estaba Fred?
—Ya te dije ayer quién estaba. ¿Por qué tengo que repetirlo?
Si hubiera replicado así en otra época, su madre se habría abalanzado sobre él y lo habría sacado de la casa a empellones. Esta vez, sin embargo, alzó la vista hacia él, ya de pie junto a la puerta, intentando escapar del comedor, de la casa y del rostro arrugado y los ojos arrasados de ella. Hugo quedó paralizado. Sintió la aborrecible punzada del remordimiento al mismo tiempo que el impulso de volver a herir, de remachar el clavo, de ver qué ocurría a continuación.
—Sí, Fred también fue. Me llevó en el coche.
—Oh, ¿tiene coche?
La voz de su madre era temblorosa. Los muros de Jericó se resquebrajaban.
—No. —La voz de Hugo era helada. Estaba irritado. ¿Acaso debía contárselo todo otra vez? Su hermana lo miraba con la boca llena de tostada. Su padre sorbía ruidosamente el café—. Era el coche de su madre.
Cada respuesta conducía a una nueva pregunta. Cuanto menos decía él, más fácil era para ella continuar.
—¿Su madre le deja el coche?
Esto fue agitar el trapo rojo ante su exasperación. Una pregunta que no venía a cuento de nada, que interrumpió la conversación y el avance de Hugo hacia la puerta del comedor.
—Acabo de decírtelo.
Y ante estas palabras tan poco notables, su madre se echó a llorar. Hugo contempló las lágrimas que corrían por sus mejillas dejando huellas de caracol a su paso, y al principio no pudo imaginar qué eran. Cuando se dio cuenta de que estaba llorando, lo primero que pensó fue que le castigarían por ello. Pero no. De pronto, le pareció que su madre le tenía miedo, tenía miedo a perderlo. Y él no le tenía miedo a ella. No tenía miedo de perderla.
—… He recibido otra carta de tu hermana, Mary…
Ya estaba otra vez lanzada, recobrado el impulso, el motor a pleno rendimiento. Hugo podía hundirse de nuevo en la ensoñación, puntuando su silencio con suaves gruñidos. Volvía a sentir náuseas. Siempre le molestaba que el hecho de estar enfermo se acompañara tan a menudo del hecho de encontrarse mal. En los viejos tiempos, cuando pensaba en los hospitales, le parecían un refugio perfecto. Días de leer en la cama y ver la televisión. Pero encontrarse mal estropeaba por completo el asunto. Todo resultaba demasiado fatigoso para disfrutarlo, y entonces el aburrimiento minaba aún más su vitalidad. Leer era demasiado cansado. Su concentración se evaporaba tras un par de párrafos. Incluso la memoria se rebelaba y comenzaba a inventar mientras él yacía acostado, hojeando las páginas atrasadas de la experiencia. Le mentía, comprimiendo todos los acontecimientos en una larga velada. Nombres y rostros confusos.
—La verdad es que no sé qué puede estar pasando allí. Parece que uno de los chicos se ha metido en problemas. Pero yo la encontré muy animada. Joshua, su marido —«Sí, mamá, estuve en la boda. No me he olvidado de ellos. Recuerdo sus nombres»—, pasa tanto tiempo fuera con sus giras de conferencias que los chicos no tienen una figura paterna que les sirva de orientación, y, claro, Mary se dedica tanto a los niños inadaptados que sus propios hijos hacen lo que les da la gana. Uno de ellos ha sido acusado de robar en una tienda. No sé por qué no…
¿Acaso crees que nosotros nunca robamos en las tiendas? ¿Crees que éramos tan buenos como el oro, como tú nos hacías parecer ante las demás madres del supermercado? No sabes qué orgías de chocolate nos corrimos en aquel mismo supermercado, seguramente bajo la mirada de aquellas mismas madres, que aún debían de detestarnos más. Siempre robábamos más de lo que podíamos comer, y llegábamos a casa llenos de chocolate hasta las orejas para enfrentarnos con los bocadillos de jamón y las galletas.
—Pero parece que son felices y que lo de Jason apenas les preocupa. Quería ir a visitarlos, pero…
Su madre dejó la frase en el aire, porque se dio cuenta de que no podía decir lo que estaba pensando. Pero él ya lo sabía. No podía irse porque tal vez Hugo muriera mientras estaba de viaje, y aunque Hugo no quería público, ella tendría que enfrentarse con toda una serie de deberes post mortem. Prefería que su madre no tuviera que estar presente. Todo el llanto. ¿Podía confiar en que la muerte fuese definitiva?
Por lo menos, el hospital había prescindido de la religión. Se notaba muy poca unción en la atmósfera. Demasiado se habían esforzado en intentar erradicar la culpa. Pero Hugo no hubiera rechazado a un melifluo sacerdote que, sentado junto a la cama, le pintara serenamente otros mundos futuros. Deseaba sentir que al menos existía algo que esperar. En el pasado, eran las vacaciones de verano y de Navidad. Quizá debería pedir algunos libros. Podría mirar las ilustraciones y elegir una religión. ¿Pedir libros? Se llevarían una buena sorpresa. Si Hugo empezaba a pedir Biblias, se convertiría en la comidilla del corredor. No podría soportar convertirse en la comidilla del corredor. Sabía que no era muy popular entre los demás. Decían que no se comunicaba. Todos querían ayudarse unos a otros. Nada que objetar. Le parecía muy bien que se ayudaran unos a otros, pero ¿por qué tenían que ayudarle a él? Él no quería su ayuda. No quería verse agobiado por aquella macabra actitud de reunión Tupperware. Café matutino con los enfermos terminales. Lo encontraba fatigoso e irritante. ¿Por qué esperaban de él que, por el mero hecho de estar enfermo, sintiera deseos de relacionarse con otros enfermos? Que, además, no eran su tipo de persona. Los veía muy cerrados. Cerrados en su propio sexo. Y eso siempre le incomodaba. A Hugo no se le daba bien la solidaridad. Le hacía sentirse demasiado sumergido. Por lo que a él se refería, el sexo era una cosa secundaria respecto a su persona total. La gente debía interesarse por él, no por con quién se acostaba. Le hubiera gustado tener a alguien con quien hablar. Le hubiera gustado que Chas estuviese aún con él. Le hubiera gustado que Chas estuviese en la misma habitación. Pero eso era ya agua pasada, ataúdes bajo las cenizas. Y ésa era otra historia…
—… Es tan complicado obtener los visados, y tu padre se pasa tanto tiempo fuera, y luego Dawn, que se esfuerza tanto a cambio de tan poco y nos necesita a su lado, y…
De nuevo dejó la frase en el aire. Hugo esperó que se limitara a cambiar de tema. Si quedaba atascada en la turbación, él se vería arrastrado a la conversación, y no lo deseaba. Le gustaba contemplarla cuando estaba relajada. Cuando se lanzaba a hablar. Cuando se olvidaba del viaje y su destino, un hijo enfermo. Pero su expresión comenzaba a descomponerse. Tendría que encontrar una pregunta, algún tema que ella no hubiera tocado.
—¿Has hablado con la abuela?
—Ya no nos habla. ¿No lo sabías? La mandé a freír espárragos por teléfono. Hablamos de ti y dijo unas cosas horribles…
—¿Por ejemplo?
—Que si te hubiéramos hecho entrar en vereda hace años, todo esto no habría sucedido. Que ahora tendrías una familia y un bonito hogar y ella tendría un bisnieto en Inglaterra en vez de tres en Estados Unidos, y que nos haríamos visitas. Todo eso. Como si fuera lo mismo que enseñar a un zurdo a escribir con la mano derecha. Es la matrona que lleva dentro. Siempre será una matrona. Así que le contesté una grosería y ahora ya no me habla. ¿Has sabido algo de ella?
—Ni una palabra.
Pudo sentir cómo el silencio se abalanzaba sobre ellos y les envolvía las lenguas, y lo dejó venir. No necesitaba aquella cháchara. Podía recostarse y hablar cuando tuviera algo que decir. Su madre aflojó la espalda, repantigándose ligeramente, y sus dedos acariciaron el cobertor. La gente tardaba mucho en tocar las cosas que estaban cerca de él. Antes todo el mundo le besaba. Una mejilla, dos mejillas y luego tres. Una habitación llena de mujeres estirándose hacia sus mejillas. Ahora estaba solo dentro de su aura de plaga. Un intocable. La tranquilidad que eso le proporcionaba era exquisita. La soledad era agónica.
Ella movió una mano hacia la suya y le cogió los dedos, y Hugo sintió una oleada de calidez desde los dedos de los pies, que se agitaron al extremo de la arrugada cama. No se dijeron nada. Se quedaron mirando el cielo gris sobre los edificios grises y no dijeron nada. Era como si su respiración lo dijera todo. Todos los ritmos de sus cuerpos ronroneaban con los ritmos del otro. La charla había terminado. Ahora, un poco de silencio. Hugo se esforzó por permanecer despierto. En otro tiempo, sentado ante su máquina de escribir en una oficina mal iluminada, solía entregarse a divagaciones acerca del sueño. Ahora el sueño era un enemigo. Una pérdida de tiempo. Le impedía leer. Le impedía concentrarse.
Su madre le tiró suavemente de los dedos.
—¿Te encuentras bien, cariño?
—Me estoy quedando dormido, nada más.
—Te dejaré dormir, entonces. Es mejor que me vaya. Hoy tendré que dar una vuelta muy larga para volver a casa, porque he perdido el pase verde y tengo que ir a Southgate a que me hagan un duplicado. Detesto ese lugar. Hubo un incendio, ¿te habías enterado?, en un club de Southgate, y saben que fue intencionado, pero la policía no se presentó hasta que ya se había quemado todo. Diez personas muertas. Ni ambulancias, ni nada. La policía llegó con retraso. Luego dijeron que había sido un error. Es horrible. Pero a ellos no les importa.
—Ya lo sé.
—¿Habías estado en ese club?
—Muchas veces.
—Bueno, pues ya no existe.
—Eso quiere decir que ya no podré ir nunca más, ¿verdad?
Su madre lo miró y él le dedicó su mejor sonrisa; de pronto, a ella se le llenaron los ojos de lágrimas y se derrumbó sobre la cama delante de él. Hugo comprendió que no tardaría en irse. Nadie más lloraba en su habitación. Con los demás visitantes, todo eran sonrisas enérgicas y frágiles. A excepción de Chas, que tenía la delicadeza de hablarle de sexo, y con todo detalle, de modo que acababan chillando de excitación ante una nueva conquista o un antiguo recuerdo. Por aquel entonces no abundaban las nuevas conquistas. No quedaban retretes en los que bailar el tango. Habían sido derribados por Superloo Inc. y sustituidos por unos cilindros asexuados que se limpiaban automáticamente y contaban con música ambiental, capaces de atrapar a las niñas de cinco años y lavarlas en detergente hasta matarlas. La siniestra imagen de un retrete asesino le hizo sonreír, mientras su madre se enjugaba los ojos enrojecidos y hurgaba en el caos de su bolso en busca de arrugados pañuelos de papel que olían a pintura de labios y cigarrillos, derramando sobre la cama encendedores y viejas entradas de teatro, pases de autobús caducados y una fotografía. Hugo se apoderó de ella justo antes de que su madre se precipitara a recobrarla. La mujer se lo quedó mirando con fijeza, repentinamente enfurecida.
—Haz el favor de devolverme eso.
Hugo contempló la foto. Era de un hombre fornido, un poco calvo pero apuesto, que sonreía directamente a la cámara. Estaba desnudo.
—¿Le has hecho tú la foto?
—No seas ridículo.
La había hecho ella. Tenía un nuevo amante. Hugo le devolvió la fotografía con magnanimidad. Los labios de su madre comenzaron a moverse para formular frases de protección, pero no emitieron ningún sonido. Los «No se lo digas a tu padre», o «Ya no hay nada entre nosotros», o «No es nada serio»… quedaron sin pronunciar. Él la miró. Ella lo miró. ¿Acaso su madre suponía que iba a enojarse con ella? No podía enojarse. Pero era triste. Hugo pensó en su padre y se entristeció. El hombre más amable de la calle. El más atento. Y no había podido ganarse la fidelidad de su esposa.
—¿Cómo se llama?
—Me parece que voy a dejar a tu padre.
—Ya me lo dijiste hace años. En el ballet. Me acuerdo muy bien. Esperaste hasta que sonó el último aviso del entreacto, y justo cuando nos acabábamos el café dijiste: «Creo que voy a dejar a tu padre».
—Pensaba hacerlo.
—Ya lo sé. ¿No te acuerdas? Nos pasamos horas sentados en aquella habitación de Muswell Hill, discutiendo los pros y los contras. Nunca habías ido antes.
Había sido uno de sus momentos de mayor intimidad.
Al terminar el ballet, Hugo llevó a su madre a la habitación en la que vivía. Se había pasado la segunda mitad de la representación intentando observarla por el rabillo del ojo, preguntándose qué pasaría y cómo era que, tantos años después de que hubiera inventado el divorcio de sus padres (cuando resultaba infrecuente y fascinante tener padres separados), su madre decidía finalmente dejar a su marido (cuando era infrecuente y estaba de moda que los matrimonios permanecieran juntos). La idea le hizo sonreír. Ya no necesitaba que sus padres siguieran la moda. Pero la voz de su madre, su agitación silenciosa durante la segunda parte del ballet, sus nudillos blancos, los ojos llenos de lágrimas y los dientes que mordían su labio inferior despertaron en él deseos de abrazarla, de llevarla a casa y prepararle una bolsa de agua caliente.
No la abrazó. En la familia Harvey no se estilaban los abrazos. Pero la llevó a la habitación que William y Barry le alquilaban durante las vacaciones universitarias. Ella necesitaba desesperadamente poder hablar. En aquellas circunstancias, a Hugo no le disgustó la intrusión. Él la había invitado, y no lo lamentó.
La señora Harvey no sabía de qué conocía Hugo a William y Barry, y en realidad no quería saberlo. Había cosas que prefería ignorar, cosas que creía mejor que su hijo resolviera por sí mismo. Mientras estuviera seguro y a cubierto, seco y feliz. Naturalmente, Hugo había tenido que darle alguna explicación. Le había dicho que William era primo de un amigo suyo de Cambridge, y casi era verdad. William tenía un primo en Cambridge y Hugo lo conocía. Vagamente. Su madre no se imaginaba que Hugo conocía a William desde que Hugo era David, pero no habían ido a la casa por aquel motivo y, además, William estaba fuera, Barry estaba en el piso de arriba y Hugo no pensaba enseñarle la vivienda a su madre. Todavía no. Así que se acomodaron en el cuarto de Hugo, entre cajas polvorientas apiladas sobre viejas sillas de tapicería raída, y conversaron durante horas y horas. Barry les llevó la cena al dormitorio. Barry adoraba a las madres. Los hijos ya no le gustaban tanto. Les llevó gin tonics y su madre le dedicó la misma sonrisa que dedicaba a camareros y enfermeras. Como si sólo pudiera verlo a medias entre la bruma. Como si fuera un espejismo. Estaba demasiado perdida en su propia desdicha para verlo con claridad.
Permanecieron juntos hasta altas horas de la madrugada, rescatando fragmentos del pasado, dándose seguridades de su mutuo amor. Hugo pudo contarle cosas que había mantenido en el mayor secreto, y ella se rió de cómo su hijo había logrado engañarla o de cómo había creído que la engañaba. Su madre pudo explicarle paso a paso una desastrosa aventura que la había dejado estrujada, desgraciada y con el anhelo desesperado de hacer algo desesperado, como abandonar a su marido. Había sido una relación marcada por las conferencias de fin de semana. Una aventura que se había convertido en lo que nunca debió ser, que nunca habría llegado a aquel extremo de no ser por la desatención de su esposo y su propia inactividad. Se aburría. Sus hijos se habían ido de casa. Su vida se extendía en un horizonte largo y gris, como la línea larga y gris donde el mar de Scarborough se unía con el cielo de Scarborough. Y, de pronto, había aparecido un hombre que la trataba como a una mujer. Un hombre que la mimaba y la llevaba a bailar a salones provincianos bajo arañas de cristal casi nuevas, mientras su marido participaba en largas reuniones nocturnas. La había llevado a tomar el té y a bailar en establecimientos del rompeolas, y la sedujo ante unos bollos azucarados. Hubiera podido ser el argumento de una película norteamericana —angustia y servicio de habitaciones en moteles de todo el Midwest, momentos pecaminosos en cuartos penumbrosos—, pero estaban en una populosa Inglaterra verde grisácea sin grandes horizontes, sin amplias y despejadas carreteras que condujeran a amplios y despejados panoramas. Había sido una aventura que seguía las rutas de los ejecutivos del circuito de conferencias. Frías poblaciones costeras en temporada baja, descoloridas, remotas.
Y él, el hombre con quien había arriesgado su orgullo, por quien había mentido a su familia, a quien había susurrado por teléfono y por quien había desafiado a Hugo en la cocina. Hugo no lo había visto nunca, desde luego. Pero se lo imaginaba. Lo tenía calado. Sólo por lo que había oído de él. Un mujeriego. Un hombre con una casita discreta y capaz de moverse con desenvoltura sobre las pistas de baile casi nuevas. Una criatura de aquellas costas frías y desoladas. Un habitual de los salones de plástico con sus asientos de cuero rojo de imitación y sus lámparas de cristal amarillo de imitación. Un hombre que florecía pasada la medianoche a la luz de velas artificiales y daba caza a la presa elegida a lo largo de siete copas (ella) y tres cervezas (él). Justo lo suficiente, pero no demasiado.
A Hugo le parecía increíble que la cosa hubiera podido durar lo que había durado. Había comenzado en la época en que él hacía sus deberes y acechaba los susurros de su madre. Y ahora, tres años después, ella contemplaba los restos del naufragio y decidía dejar a su padre.
Sabía que había durado algún tiempo. Aun después de irse de casa. Su hermana lo mantenía informado. Su madre había empezado a desaparecer durante fines de semana enteros en compañía de una mítica holandesa que había surgido repentinamente de su pasado. Pero aunque todos sospechaban que algo andaba mal, nadie se atrevía decir nada a los demás por miedo a equivocarse. Y Hugo sólo intentó hablar con ella en aquella ocasión. Pero allí en su habitación, comprendió que era ésa la razón de que lo hubiera invitado al ballet. Por eso había dicho lo que había dicho tras el segundo aviso del entreacto. Por eso estaba allí con él, contándole cómo la había humillado aquel calavera. Descubrió que los calaveras son veleidosos. Las mismas promesas que le había hecho en el rompeolas de Scarborough ante unos bollos azucarados eran repetidas a otras mujeres de cierta edad en los malecones y rompeolas de todas las poblaciones del circuito inglés de conferencias. Y de pronto la señora Harvey descubrió que no podía contar con sus fines de semana en el campo y que no podía contar con su propia discreción. Fue testigo de su propia traición. Contempló su propia humillación a través de objetivos fotográficos, a través de ventanas y cerraduras. Oyó cómo ella misma se traicionaba en contestadores automáticos. Murió silenciosamente una y otra vez, a solas en un silencio que su temor, su cólera y su dolor le impedían romper. Hasta aquel momento. Con él.
Y Hugo hizo todo lo posible por revivirla con gin tonics y estofado caliente en la habitación de las cajas polvorientas y el techo alto, mientras escuchaba el relato de una aventura ya terminada, una aventura que él siempre había esperado y a veces deseado, pero que, ahora que le había sido revelada en toda su estereotipada vulgaridad, le parecía sencillamente tonta, una lamentable historia de autoengaño, de vulnerabilidad explotada, de adulación creída, de excesivos bollos azucarados y excesivas promesas secretas.
Hugo, que no había conocido aventuras con éxito, y sí únicamente dolorosas separaciones, se sintió tan sabio y tan experimentado que le dijo a su madre qué debía hacer, y ella juzgó que estaba en lo cierto. Le dijo que no dejara a su padre. Le dijo que regresara y aceptara el perdón que le era ofrecido, que no se sentara a lamerse las heridas hasta que no le quedara nada que hacer sino arrancarse las costras y nada que esperar sino la soledad. Y poco a poco los ojos de su madre fueron secándose y poco a poco sus labios pintados de rojo comenzaron a esbozar sonrisas y su vaso, manchado de la misma pintura roja, se vació una y otra vez.
Hugo la acostó en su habitación a las cuatro de la madrugada y la contempló en silencio durante unos minutos, y pensó qué extraño era que siguiera sin poder abrazar a aquella mujer a la que tanto había amado y odiado durante toda su vida y a la que ahora tanto amaba y compadecía. ¿Por qué obraban así los Harvey?
Y ahora las cosas volvían a tomar el mismo cariz de nuevo, con otro hombre bajo y robusto, desnudo en una fotografía. Y ahora, una vez más, su madre lo negaba todo y rechazaba su invitación. Los Harvey eran tensos y quebradizos. No les era fácil ser sinceros, excepto a su padre, y él no tenía nada que revelar.
Tampoco esta vez habría ningún abrazo.
Su madre guardó todas las cosas en su bolso delator y, con un brusco movimiento de muñeca, abrió una polvera de bolsillo y comenzó a retocarse el maquillaje con una expresión de concentración artificial. La polvera se cerró con un chasquido y la atmósfera de la habitación se volvió expeditiva. Ella se puso en pie y, de súbito, Hugo se sintió como un inválido. No podía levantarse para despedirla. Se sentía como un chiquillo atrapado en una pesadilla en la que había crecido demasiado para todo, pero nadie se daba cuenta de que era un adulto. Su madre se inclinó y le dio un beso fugaz en la frente. Era una mala manera de separarse, pero Hugo carecía de fuerzas para discutir, para pedirle que se quedara y le contara toda la historia. De modo que su madre se marchó. Casi sin decir palabra. Una mirada hacia atrás y una sonrisa, pero la sonrisa fue inexpresiva. Estaba irritada y avergonzada e irritada por su propia vergüenza.
Era siempre el sexo lo que creaba estas confusiones.
Hugo se volvió de lado y miró hacia la ventana, esperando la llegada de la enfermera y pensando en el escándalo del diario, en Sam, en aquel curso escolar, en la primera tribulación grave de su vida. Se preguntó cómo había podido superarla sin llorar en ningún momento. Más tarde, cuando la gente le decía que era duro, cuando la gente le decía que tenía una personalidad fuerte, él pensaba que se había endurecido durante aquel año. Lo había cauterizado. Pero también le había herido. Nunca volvió a arriesgarse por nadie como lo había hecho por Sam. Nunca volvió a revelar tanto de sí mismo como lo había hecho en aquel diario. A partir de entonces, Hugo pasó de mentiroso a reservado.
Le hubiera gustado saber qué había entre su madre y aquel hombre fornido y desnudo. ¿Duraría éste un poco más o sólo era otro juerguista? ¿Sabía quién era ella, qué buscaba? ¿Le importaba acaso? Y ella, ¿podía sentir algo por él más allá de un encaprichamiento pasajero? No era bastante bueno para ella, eso estaba claro. ¿Qué necesidad tenía de un hombrecito fornido que se fotografiaba desnudo? O tal vez había tomado la foto ella misma. Eso no podía ni pensarlo. Si no iba con cuidado, pronto tendría que imaginarse a su madre desnuda. Pero ¿cómo reaccionaría su padre? Por unos instantes, se esforzó por recordar qué aspecto tenía su padre. Cuando comprobó que no podía, cayó dormido. Soñó que su madre y él estaban separados por un muro de cristal en un aeropuerto, y que ninguno de los dos podía encontrar el camino para cruzar el cristal. La gente desaparecía del lado de Hugo y reaparecía en el lado de su madre, pero ellos dos no encontraban la puerta. Ella tenía los billetes de Hugo y él tenía que darle un beso de despedida. Pero no hacían más que andar a lo largo del muro de cristal, mirándose el uno al otro e intentando leerse el movimiento de los labios.