Seducido a los catorce años en un bosquecillo sembrado de basuras junto a la Al, Hugo se soltó los pantalones cortos y empezó a danzar a los acordes del tango de los retretes. Bien, no exactamente Hugo. David. Pero David era Hugo. David era la pantalla de Hugo, su protección contra la gente que podía llamar, la gente que podía buscarlo, la gente que podía encontrarlo ante la mesa del té, compartiendo el pan, la mermelada y una loncha de queso cheddar. Y poco a poco David acabó siendo algo más que eso. Se convirtió en el otro que no era del todo Hugo pero hacía lo que Hugo juzgaba mejor no hacer. Se convirtió en el picaro que no se detenía ante nada, mentía y reía. El que jugaba en las alcobas, coches, despachos y cocinas de hombres desconocidos. El que no tenía familia, el que no tenía hermanas mayores ni menores, el que no tenía una escuela a la que asistir ni una casa donde regresar a la hora del té. David vivía para danzar, y en la pista de baile de los retretes no había nadie que danzara como él.

El tango de los retretes no era un baile cualquiera. Carecía de música escrita y los pasos no se ensayaban de antemano. Era un ritual de silencio, interrumpido por algún que otro murmullo e inevitables gruñidos esporádicos, pero no se hablaba y se sonreía muy poco. Era una rutina tensa, intensa, con frecuencia aburrida pero siempre tentadora, para dos personas… o más.

Por lo demás, tampoco se podía tanguear en cualquier retrete. Había que encontrar uno con la atmósfera adecuada, la gente adecuada y las instalaciones adecuadas. La limpieza era mala señal. Tuberías de cobre bruñido y urinarios de resplandeciente porcelana, amorosamente lustrados por el hombre que leía un programa de las carreras tras el vidrio translúcido, indicaban una meada correcta y nada de baile. Podía ser que algunos ojos brillaran y que una fugaz sonrisa brillara en respuesta, podía ser que algunos hombres se entretuvieran demasiado al cerrarse la bragueta, que se la sacudieran con demasiada fruición y remolonearan un poco bajo el letrero que rezaba, en azul esmaltado sobre blanco, «No demorarse», pero siempre se retiraban en silencio, sabiendo perfectamente que no demorarse quería decir no danzar. Territorio muerto. Estaba escrito en la pared con toda claridad, y no sólo en azul esmaltado sobre blanco; había también unas cuantas consignas futbolísticas, algunas furiosamente racistas, una historia medio borrada acerca de un hombre cuya esposa quería acostarse con tres tipos a la vez y estaba más caliente que el infierno, pero de eso hacía ya dos años, según la fecha inscrita al pie.

Allí no se danzaba.

Los mejores lugares eran los más oscuros. Un rincón olvidado del parque, un callejón, al fondo de un aparcamiento. Sucios, pero no demasiado sucios. Llenos de gente, si había suerte. Y aunque allí también había graffiti en las paredes, la historia que contaban era muy distinta. Los apasionados del fútbol y los racistas iracundos cedían su lugar a eremitas sexuales que imaginaban extravagantes combinaciones de edad y género mientras esperaban en silencio tras la puerta del cubículo.

David no escribió jamás en ninguna pared, pero, al igual que Hugo con sus revistas porno robadas, leía con avidez esos mensajes. Y si había los suficientes, si los relatos llevaban fecha y las fechas eran recientes, si la tinta aún no se había descolorido y nadie había intentado borrarla, entonces sabía que, con un poco de paciencia y un poco de autodominio, acabaría por entrar alguien.

Había que tener cuidado con las palabras, cuidado de no excitarse demasiado, de no terminar antes de que hubiera comenzado nada, de no correrse antes de que hubiera llegado alguien. Algunos de los relatos eran muy buenos. Otros, muy ordinarios. Historias de apareamientos incestuosos con primos adolescentes, con hijos e hijas, con policías que querían ser servidos, con camioneros que se llevaban a skinheads de dieciséis años en viajes de larga distancia. Historias de hombres con libros y vídeos, con poppers y sábanas de hule, con un piso al que ir. Jactancias y solicitudes de hombres con pollas de dimensiones míticas. Confesiones de hombres sin vergüenza que deseaban que alguien les pegara, les meara encima, les cagara encima, los maltratara como a un esclavo, como a un perro.

A menudo se veían lamentos relacionados con la edad. «¿Dónde se han metido los jovencitos?». Coléricos mensajes de protesta a propósito de los viejarrones que remoloneaban en un rincón sin interesar a nadie, contemplando y haciendo guiños, despreciados sin miramientos. Los viejos que, llegado su turno, se introducían a hurtadillas en los cubículos y garrapateaban en anticuada caligrafía sus historias sobre ropa interior de encaje y viejas fotografías.

David insultaba a los viejos verdes. A Hugo le daban lástima. Pero los viejos carecían de vergüenza. ¿Por qué habrían de tenerla? Habían visto su lozanía juvenil insidiosamente convertida en manchas seniles. Habían visto a todos los calientapollas engreídos rechazarlos cuando había acción y venir en su busca cuando no la había, e iban demasiado quemados para aguantarse.

Algunos de los mensajes eran sólo para los viejos. Jóvenes que querían un amo maduro, un tipo mayor con el que compartir una relación sentimental. Pero de ordinario eran mensajes de jóvenes para jóvenes. «Veintidós años, velludo, busca diversión con tipo varonil o skinhead de polla grande, 18 a 22 años. Nuevo en la zona. Tengo piso. Gen. 7-5-74».

La identidad de este Gen tuvo a David intrigado durante algún tiempo. El ubicuo tanguista que aparecía en todas las paredes, en todos los barrios, en distintos tipos de letra; que siempre hacía ofrecimientos y peticiones, siempre con números. Había vivido todas las combinaciones posibles de toda copulación y aún quería más. Estaba disponible aquí a tales horas y allí a tales otras.

Fue una decepción averiguar que Gen quería decir «genuino». Una decepción no sólo por descubrir que no existía hombre capaz de estas proezas, sino porque lo que quedaba en su lugar era el pathos de la duda, el miedo al rechazo, a ser desdeñado, a convertirse en uno de los viejarrones. Pero las paredes estaban llenas de encuentros no consumados, de horas desperdiciadas y de citas no cumplidas.

David nunca acudía a sus citas. Los hombres siempre querían una segunda vuelta, sin comprender que el tiempo de David estaba limitado por los padres de Hugo. Y por el propio Hugo. En el mismo instante en que David se corría, eyaculando sobre el edredón o contra el cristal de la ventana, dejando a su compañero inquieto y pegajoso, en ese mismo instante comenzaba a desvanecerse. El insolente pilluelo callejero que sabía lo que quería y que lo quería de inmediato, en la boca y en el dormitorio, se disolvía como un espejismo y era sustituido por un Hugo irritable, tímido y picajoso, enojado consigo mismo porque otra tarde se le había escurrido entre los dedos en horas perdidas merodeando por los urinarios, esperando el momento de meter la polla en la boca de un desconocido. Quizá la polla fuera suya, pero era David quien se cuidaba de ella, ¿y qué le daba David por la tarde perdida? Nada. En el mejor de los casos, un par de libras esterlinas que gastaría en la confitería de la escuela al día siguiente; en el peor, la huella de un mordisco apasionado que debería ocultar y una mancha que debería lavar.

Aunque Hugo intentaba echar la culpa a David, los dos se sabían atrapados en aquella especie de sociedad en la que cada uno tiraba hacia su lado. Hugo cedía el mando a David apenas cruzaban la puerta de la calle. Del mismo modo en que no podía entrar en una tienda sin experimentar el deseo de robar algo, tampoco podía salir al aire libre sin experimentar el deseo de sexo. Fuera cual fuese la visita cultural a museos o bibliotecas que Hugo hubiera proyectado, David no le dejaba en paz hasta verse satisfecho. Los viajes a la Galería Nacional o al Museo Británico terminaban en la plaza Leicester, contemplando las sirenas de los azulejos verde mar mientras el hombre del urinario contiguo se provocaba una erección o salía a toda prisa. Las matinales en el teatro para ver representaciones de los clásicos acababan siendo aprovechadas para ganar unos billetes a cambio de dejarse chupar la polla por un extranjero barbudo en el hueco del ascensor fuera de servicio de un aparcamiento subterráneo en la calle Panton.

Si Hugo se hubiera visto limitado durante el resto de su adolescencia a buscar el sexo en los urinarios de madera de South Mimms, junto a la Al, quizá no habría ocurrido nada de esto, naturalmente. El deseo bien habría podido sucumbir ante la pereza. El viaje de ida, impulsado por la expectación, era bastante duro, pero la vuelta, con la energía consumida y un creciente sentimiento de culpa, se hacía muy dura, y las colinas se hacían largas y lentas.

Este problema fue resuelto por el Consejo municipal. Entregaron a Hugo un local de baile, un salón de té, una casita de campo ante su propia puerta. Ahí comenzó la auténtica carrera de David. Ahí comenzó todo. En South Mimms reinaba un desorden increíble y poco después ardió hasta los cimientos. Lo que hubiera podido concluir con ese incendio halló refugio en los suburbios.

Empezó un viernes por la noche. Hugo iba hacia Woodcraft Folk. Había ingresado en Woodcraft Folk porque su hermana mayor lo había hecho. Su hermana mayor había ingresado en Woodcraft Folk porque no podía soportar el chismorreo estremecido de las Guías[1], cuya conversación abarcaba desde el pintalabios y la sombra de ojos hasta quién había estado magreándose con David Rees la semana pasada y el grano que le había salido a Suzanne en la punta de la nariz. La hermana de Hugo no usaba pintalabios ni sombra de ojos (no se lo permitían sus padres), no conocía a David Rees (no le permitían salir con chicos) y ya tenía sus propios granos de que preocuparse. No podía intercambiar chismes con sus amigas sobre el magreo del sábado pasado ni proyectar el próximo magreo, porque no tenía amigos y sus padres no le dejaban ir a fiestas. Por lo que Hugo podía o quería saber, probablemente no la había magreado nadie. De todos modos, nunca la invitaban a fiestas, porque no era una chica divertida. Hugo consideraba que la culpa era sólo de ella. Nunca llegó a comprender lo desdichada que debía de sentirse. Únicamente pensaba que tenía mal carácter.

Su hermana dejó las Guías y comenzó a buscar una salvación adolescente. En su camino hacia Dios, se cruzó con Woodcraft Folk, una mezcla muy distinta de chicas… y chicos. Tras la interminable serie de Union Jacks[2] de las Guías y los Exploradores, aquello era la Bandera Roja de los grupos juveniles, donde todos fumaban cigarrillos liados a mano y hasta porros, coleccionaban discos de Jimi Hendrix y habían follado al menos una vez. Hugo sabía que habían follado por lo mucho que les gustaba hablar de ello. Las chicas sabían de embarazos adolescentes que habían terminado en aborto. Los chicos tenían amigos que habían sido padres antes de terminar la enseñanza primaria.

Hugo siguió a su hermana porque él también quería escapar de Baden Powell, las insignias y los desfiles hacia la iglesia. Como en el caso de su hermana, aquél no era lugar para Hugo. Y no porque los Cachorros se dedicaran a charlar de cosméticos y de chicos. En realidad, ni siquiera hablaban de chicas; hablaban de fútbol y les gustaba mancharse de barro.

Hugo se marchó cuando le llegó el momento de convertirse en un verdadero Explorador. No había cosa que deseara menos. Los Cachorros estaban bien. Los chicos eran sus compañeros de escuela. Los veía a diario. Sabían quién era él y sabían cómo era. No esperaban nada extraño de él. Sabían que no se le daba bien acumular insignias, que era lo que todos debían hacer, y que no sentía un gran interés por el Bulldog británico. Pero daba igual, porque a nadie le importaba. A los Exploradores sí les importaba. Empezaban a gritarle a uno. Las provocaciones eran más duras y más malintencionadas, los chicos eran más grandes, más extraños y más crueles. Los jefes no estaban para protegerle a uno, sino para arrojarlo en el agujero más hondo. Todo era cuestión de convertirse en hombre. Eso a Hugo no le interesaba en absoluto.

Un año, sus padres lo enviaron a un campamento de fin de semana en Well End. Hugo hubiera podido explicarles antes de partir que iba a ser horrible. Incluso la lista de prendas y material reglamentario parecía una ordenanza militar. El campamento estaba repleto de militares retirados que añoraban el uniforme y estaban dispuestos a anudarse un pañuelo al cuello y llevar pantalones cortos si así podían vestir otra vez de caqui y gritar unas cuantas órdenes a un grupo de subordinados. Hugo no tenía carácter para soportar gritos. Esto lo tuvo muy claro cuando se quedó atascado en mitad de una escalada.

En realidad, no era exactamente una escalada sobre roca. Había que trepar por una pared de madera con pequeños salientes clavados. Primero había que atarse con cuerdas sostenidas desde arriba y desde abajo por auténticos Exploradores de uniforme beige y pantalones largos, y luego había que trepar.

Hugo sabía escalar rocas sin grandes dificultades, pero no superficies verticales de madera mientras otros se dedicaban a gritarle. No respondió a los gritos; se quedó mirando fijamente la madera que tenía ante los ojos y no se movió. Estaba paralizado por el pánico. Desvió la vista hacia abajo, sin decidirse a saltar. Los rostros de abajo se dividían en dos grupos: los chicos que lo detestaban porque era un cobarde y los chicos que lo detestaban porque ellos también eran cobardes.

En eso consistió todo el fin de semana, toda la justificación del fin de semana: un curso de asalto donde los chicos como Hugo fracasaban y los demás se reían de ellos. Hugo añoró a su hermana pequeña con tanta intensidad que habría consentido en jugar a lo que ella quisiera con tal de tenerla a su lado. Hubieran podido escaparse al bosque y jugar a las casitas. Todos los juegos del campamento tenían que ver con la guerra, con mojarse y cubrirse de barro, con desgarrarse el rasposo suéter verde en una pelea, con hacerse un corte y un par de cardenales y pasar por todo ello con una sonrisa. Ésa era la prueba de que uno sabía jugar.

Aquella noche lloró de vergüenza e incomodidad sobre su flamante colchoneta de reglamento en una tienda minúscula y sofocante con otros dos Cachorros y un buen número de mosquitos.

A la mañana siguiente casi se echó a llorar de rabia cuando anunciaron una inspección de las tiendas. Toda la ropa tan pulcramente plegada por su madre debía ser desempaquetada, desplegada y extendida bajo la llovizna para someterla a la inspección de un gordo vestido de caqui. Cada calcetín, camisa o pañuelo cuidadosamente plegado y planchado le hacía pensar en su madre, en los dos juntos, sólo él y ella, sentados en el dormitorio, preparando la mochila y conversando. Todas aquellas prendas eran su último lazo con ella. Su madre había sido la última en tocarlas, cuando las guardó en la mochila sin desplegarlas ni arrugarlas. Y ahora debía exponerlas ante aquel gordo con un silbato colgado del cuello.

Aquel día concibió un aborrecimiento frío e inexpresable contra los hombres gritones vestidos de uniforme. Le hubiera gustado escupir a la cara del gordo del silbato y decirle qué estúpido parecía allí de pie, intimidando a niños pequeños en un barrizal un domingo por la mañana.

Cuando sus padres fueron a buscarlo a su regreso de Well End, no pareció importarles que Hugo no hubiera disfrutado, cosa que a él le sorprendió mucho, porque habían tenido que pagar la excursión y normalmente eran muy estrictos respecto al uso que hacían del dinero.

Después de aquella acampada, Hugo tuvo muy claro que no iba a ingresar en los Exploradores, así que anunció a sus padres que quería ir a Woodcraft Folk con su hermana. En Woodcraft Folk no había insignias, salvo una con el diseño de una fogata que se entregaba al ingresar. Había bailes populares y debates políticos, y nada de Bulldog británico ni de exámenes sobre nudos. Había pausas para tomar café con galletas. Había risas y un ambiente amistoso. Pero al principio, Hugo, todavía tímido e inseguro, procuraba pasar desapercibido, rehuyendo la atención que su hermana, tan seria, atraía sobre los dos.

Aparte de eso, Hugo siempre llegaba tarde a las reuniones. Al principio no, pero a medida que iban pasando las semanas, a veces llegaba hasta con cuarenta minutos de retraso. Eso siempre parecía intrigar a su hermana. Hugo alegaba problemas con la bicicleta, o que había salido tarde de casa, o que algo le había demorado, pero nunca le decía la verdad. La verdad sobre que ya no necesitaba volver más a South Mimms. La verdad sobre el Consejo municipal, que había regalado a David su propio lugar de juegos bien cerca de su casa.

En realidad, también esta vez sucedió por casualidad, aunque Hugo ya albergara sus sospechas desde el momento en que pisó el sendero descantillado hacia la puerta de los retretes. Iba pedaleando de camino a Woodcraft Folk cuando decidió que tenía ganas de mear. Ahora carece de importancia saber si vio los urinarios primero y luego pensó «¿Por qué no?», o si en verdad necesitaba un retrete y lo encontró en el lugar oportuno; lo cierto es que, a menos que estuviera a punto de estallar, lo cual parece improbable porque acababa de salir de casa, habría podido aguantarse las ganas durante los cinco minutos que hubiera tardado en llegar a la reunión. No se rindió a su vejiga, sino a David. David no podía pasar ante unos urinarios sin detenerse a investigar. Para él eran como antes las confiterías para Hugo y su hermanita: no podían salir de allí sin haber robado algo. Eran como el mueble bar cuando sus padres salían de casa. Tenía que darle un tiento, un traguito, un dedo de una botella y medio dedo de otra. Aunque sólo fuese porque estaban allí.

Era curioso que no se hubiera fijado nunca en aquella construcción. Estaba en un recodo de la Calle Mayor, discretamente encajada entre un pub y unas casas abandonadas ocultas tras vallas de publicidad. Era una casita perfecta: semiescondida, pero con fácil aparcamiento y una considerable afluencia de usuarios de paso; un edificio Victoriano que consentía el grado justo de decadencia —puertas de madera agujereadas, iluminación penumbrosa, cincuenta y tantos años de graffitis, sin sitio para un encargado— y se hallaba a escasa distancia de las tiendas, lo que permitía una interminable variedad de excusas para encubrir una interminable variedad de visitas.

El interior era húmedo y oscuro. En el aire flotaba un olor que a Hugo le resultó familiar, aunque nunca había logrado identificarlo. Lo reconocía de otros retretes, pero no de todos los retretes. No era un olor a mierda o meados. Era olor a sexo, a sexo rancio.

La puerta de uno de los cubículos estaba cerrada. Sólo había dos, y Hugo se deslizó en el otro sin hacer ruido, tras dejar la bicicleta apoyada sobre los azulejos manchados de la pared opuesta a los urinarios. El lugar no permitía la menor duda. Los relatos eran frenéticos y excitantes. Los dibujos eran exagerados y habían sido retocados por muchas plumas distintas en muchas tardes distintas.

Pero, además, había algo extraordinario. Había un agujero en la pared que separaba los dos cubículos. Un agujero en una pared metálica. Aquel agujero no había sido abierto con una navaja de bolsillo; estaba en el metal, y siempre había estado allí.

El agujero se encontraba a la altura exacta para que Hugo, sentado en el retrete, pudiera ver las manos del hombre que se masturbaba al otro lado. Hugo se agachó y atisbo hasta ver el rostro que le devolvía la mirada.

Existía cierto protocolo relacionado con las paredes con agujeros de ese tamaño. Un protocolo que todo el mundo conocía, a pesar de que tales agujeros eran raros y raramente duraban mucho, pues de ordinario eran tapados por algún diligente encargado de mantenimiento. Según lo que se viera en el rostro del hombre que ocupaba el cubículo contiguo, uno cubría el agujero con una hoja de papel higiénico humedecido o bien metía el dedo por el agujero y lo agitaba. El primer mensaje no podía resultar más claro; el segundo era una invitación formal para que el hombre del cubículo contiguo metiera la polla por el agujero.

Esto no siempre resultaba fácil, sobre todo si se trataba de una persona alta, como era el caso de Hugo. Aunque el agujero estaba perfectamente situado para la visión, quedaba a una altura bastante incómoda para quien no tuviera unas piernas muy cortas. Pero se podía conseguir doblando las rodillas y pegando el vientre a la fría y rugosa pintura azul de la pared, por el puro placer de la estremecida sensación inicial cuando sentías que unos labios cálidos y desconocidos y una lengua cálida y desconocida se posaban sobre la punta de tu polla. De pie junto a los azulejos manchados y los urinarios desportillados, esperando a que se desocupara un cubículo, David a veces podía oír el primer jadeo ahogado de placer cuando la boca de un hombre alcanzaba la polla de otro.

Naturalmente, en South Mimms también había un agujero. Muchos agujeros, a decir verdad. Pero aquellos retretes estaban ante la propia puerta de Hugo. Siempre habían estado allí. Había pasado por delante un millar de veces. Estaban frente a la panadería donde, en vacaciones, iba a comprar el pan dos veces por semana. Estaban frente al edificio de oficinas que había visto construir desde las ventanas de la sala de estar de su casa.

David quería quedarse y hacer salir al hombre de su cubículo. David quería tomar el mando, pero Hugo tenía que ir a Woodcraft Folk, donde le esperaba su hermana, el café con galletas y los bailes populares. No debía estar allí, se dijo mientras se agachaba para contemplar por el agujero las manos del hombre que se masturbaba en el cubículo de al lado. En la penumbra, vio que el cuerpo de éste se inclinaba hacia adelante y le devolvía la mirada. Hugo se incorporó a toda prisa. Estaba sin aliento. Abrió la puerta del cubículo y regresó a la bicicleta.

Había llegado a medio camino de la calle cuando por fin volvió la vista atrás. Un hombre moreno y de mediana estatura le miraba desde el extremo del sendero. No volvió a verlo más. Así era la vida en torno a los retretes. Caras desconocidas. Diez minutos de sexo con un hombre al que no preguntabas el nombre y nunca volvías a ver. Sólo unos pocos acudían una y otra vez. Como David.

Si Hugo no hubiera encontrado este salón de tango, abierto las veinticuatro horas ante su propia casa, acaso su vida habría sido distinta. Pero, una vez consciente de que las calles de todas las zonas suburbanas ocultaban semejantes palacios de placer, Hugo, David y la bicicleta iniciaron una conspiración a tres. Formaban un gran equipo. Hugo se encargaba de mentir, de echar aceite sobre las aguas domésticas. Aprovechando el esnobismo y los prejuicios de su madre, inventaba excusas acerca de viajes a Londres que podían ser reales o no, pero que, en todo caso, nunca transcurrían como él decía. Hoy era una galería de arte, mañana una biblioteca. Su madre nunca le preguntaba qué había visto. En su interior, Hugo se preguntaba cuánto sospechaba ella, cuánto sabía, cuánto temía y no quería averiguar. En varias ocasiones estuvo a punto de ser descubierto. Una vez, viajando colina arriba en el asiento delantero del automóvil de un desconocido, vio venir de frente el coche de su padre. Se agazapó bajo el parabrisas sin decirle nada al hombre que iba con él, que se lo quedó mirando con expresión sorprendida. Luego Hugo sintió unas terribles punzadas de remordimiento. Su padre iba sonriendo. Seguramente escuchaba la radio. El hecho de que no pudiera imaginar que Hugo viajaba en el automóvil con el que acababa de cruzarse, haciéndose llamar David y con los pantalones por los tobillos, le hizo sentir una intensa pena. Pena por su padre. Pena por ser tan malo. Diez minutos después, el automóvil detenido en un camino apartado, el chico se abría de piernas en el asiento delantero y el desconocido se le amorraba a la entrepierna, mientras una sonrisa aleteaba por los labios de David. Su breve flirteo con la conciencia había sido reprimido por el deseo.

Al poco tiempo de este incidente, David, de nuevo abierto de piernas en otro automóvil con un hombre distinto, paseó una mirada ensoñadora por la ventanilla, mientras la sensación de una boca extraña recorriendo su entrepierna le inundaba los muslos y el vientre de placer, y se encontró contemplando los ojos maquillados y muy abiertos de una anciana. La mujer había separado los labios en una mueca de horror y David alcanzó a distinguir una mancha de pintalabios en sus incisivos superiores. Había salido a pasear al perro y, al ver el coche, se había detenido a mirar. Su curiosidad, empero, no la había preparado para aquello. Estaba paralizada. David le dirigió una sonrisa. La mujer se alejó y David la siguió con la mirada por el retrovisor mientras vaciaba en la boca del conductor una descarga de semen acumulado. El conductor no se había enterado de nada. La mujer comenzó a anotar el número de matrícula en la agenda mientras su perro de lanas cagaba en la cuneta. El conductor (David nunca llegó a saber su nombre; nunca sabía cómo se llamaban) no se dio cuenta. Probablemente recibió más tarde una visita de la policía.

David jamás habría pensado en eso. No tenía ni idea de lo ilegal que era. Los temores de la gente le irritaban; los hombres asustados eran siempre indecisos y difíciles. No comprendía por qué tenían tanto miedo. A su modo de ver, si alguien corría algún riesgo, ése era precisamente él. En el caso de que alguien le hubiera preguntado directamente si lo que hacía era ilegal y bajo qué ley, quizá habría sabido que existía un límite de edad para el sexo, los dieciséis años más o menos. Pero seguramente no habría sabido que aún le faltaban siete años para poder mantener relaciones sexuales, y desde luego en ningún momento se le ocurrió pensar que todos los hombres a los que había atraído, engatusado e intimidado para que jugaran con él (y aunque no todos debían ser engatusados, todos parecían cautelosos) eran, al menos en potencia, los mismos hombres que aparecían en los periódicos y eran encarcelados tras juicios humillantes en salas rodeadas de madres histéricas y alborotadores. Sólo mucho después comprendió que, a raíz de los escándalos Playland de la plaza Leicester, gente que él conocía, si no por el nombre sí al menos por la sonrisa, el domicilio y la forma de la polla, había sido encarcelada hasta el fin de la próxima era glacial. En el violento desorden de la vida sexual de David, con su «toma un par de libras para chocolatinas», éste había permanecido dichosamente ajeno al hecho de que su apetito sexual podía representar el fin de la perfectamente civilizada vida doméstica de otra persona, de que él era como una viuda negra capaz de administrar no la muerte, sino algo peor: la tortura de una condena en una cárcel inglesa.

Lo más divertido era montárselo delante de gente que no podía verte o que hubiera podido verte pero no miraba. Como aquella vez en que David yacía sobre los ralos matojos de un bosquecillo cercano en compañía de un fornido marino mercante, cuya furgoneta estaba aparcada al borde de la carretera, cuando de pronto pasó un cortejo de madres con carritos de bebé. No interrumpieron lo que estaban haciendo. Ni siquiera se volvieron a mirar. Y tampoco las madres. Como sus citas en el hueco del ascensor fuera de servicio del aparcamiento subterráneo de la calle Panton, que, si alguien se hubiera parado a mirar desde la valla de la parte superior, donde el hueco del ascensor se abría hacia la superficie, habría revelado a un hombre y un adolescente con los pantalones por las rodillas y unidos en estrecho abrazo, el uno alimentándose de la fruta colgante del otro. Todo el erotismo de la seducción apenas velada y el sexo apenas oculto impulsaba a David a mejores y más osados golpes. David coleccionaba hombres. No, coleccionaba incidentes. Podía atrapar a alguien en plena calle con una mirada y obligarle a dar media vuelta, abandonando las compras o gestiones que tal vez debía hacer, para ir en pos de él hasta cualquier refugio: unos retretes, un callejón, una esquina oscura o incluso, en la polvareda y el calor de los veranos, a veces un simple rincón apartado de un parque público. Los retretes, empero, eran su madriguera. La colmena que los zánganos por fuerza debían visitar. Era su hogar de vacaciones, su retiro de fin de semana, su parada de refresco en los viajes de ida y vuelta entre su casa y los comercios, su casa y la biblioteca, su casa y la escuela.

Y durante todo ese tiempo, Hugo, que acaso desaprobaba las maniobras menos ortodoxas de David, lo protegía e iba acumulando capas cada vez más espesas de mentiras. La bicicleta, con sus connotaciones de salutíferos empeños, proporcionaba una excusa perfecta. Pero las excursiones en bicicleta ocupaban tardes enteras. Para visitas más breves, Hugo inventaba coartadas a medida, aprovechando todas las oportunidades: una visita al médico o al dentista, cualquier compra que le encargara su madre, todo permitía fugaces visitas que luego justificaba con un retraso del autobús o una cola en el supermercado.

Hugo se esforzaba mucho por tener contento a David, aunque cada vez parecían tener menos en común. David era seco, a veces hasta grosero. Prefería parecer duro, si no un poco sucio. Hugo era tímido donde David era desvergonzado, pero parlanchín donde éste era taciturno. Y a pesar de toda la fachada de dureza callejera que David aparentaba, era Hugo quien asustaba a la gente. David siempre buscaba gente que dispusiera de un lugar al que ir. Los hombres con domicilio propio eran los mejores, porque entonces la diversión podía prolongarse mucho más tiempo, podía ser más desenfrenada, podía ser desnuda y fuera de control. Le encantaba merodear desnudo por el paisaje doméstico, como una sirena que atrae a su víctima hacia el foso. Pero una vez terminado el sexo, cuando un David exhausto se disolvía dejando al tenso e irritable Hugo en su lugar, las presas de David se acobardaban al descubrir a un chico inteligente y bien educado en su propia casa. Era como si se sintieran menos amenazados por el golfo de la calle que podía hacerles chantaje que por el estudiante cortés que podía contárselo a sus padres y recordar la dirección.

Pero si Hugo era el prudente, David era el experto. Conocía todos los retretes públicos y a sus habituales. Detestaba a los habituales. Casi todos ellos se lo habían montado con él una vez. A David no le gustaba repetir por segunda vez con un mismo hombre, a menos que se tratara de un caso especial o que tuviera un lugar adonde ir. Siempre esperaba al desconocido glorioso: un hombre robusto, atezado, velludo. Aquellas insípidas polillas de retrete que se pasaban las tardes (como él) deambulando de cubículo en cubículo y de urinario en urinario, aquellas criaturas de camiseta demasiado ajustada que se relamían al mirarlo… no era eso lo que él buscaba, aunque fuera lo que encontraba con mayor frecuencia.

El descubrimiento en Hadley, entre el pub y las vallas publicitarias, fue seguido por otros en toda la ciudad, subiendo por cuestas y bajando por calles que Hugo había conocido durante toda su infancia. A las pocas semanas, David conocía todos los agujeros de todas las puertas: cuál daba al urinario y a la hilera de crecientes y menguantes pollas; cuál revelaba un horizonte de perfiles, barbillas, quijadas colgantes, narices moqueantes, ojos enrojecidos; cuál ofrecía una panorámica de los hombres que hacían cola junto a los azulejos manchados esperando a que se vaciara un cubículo. Y conocía también las horas.

En los retretes públicos había horas punta y largos momentos vacíos y tediosos. Por la mañana temprano solía haber movimiento, cuando los hombres salían de casa vestidos, lavados, afeitados y cachondos, buscando una mamada antes de tomar el autobús, antes de la reunión de las nueve. Algo que los relajara un poco.

En la Calle Mayor, la hora del almuerzo era movida pero cauta. La gente estaba caliente, pero temía por su trabajo. Nadie sabía con quién podía encontrarse. Subir a un coche en pleno día quedaba descartado. A Hugo tampoco le gustaba. Su madre y las amigas de su madre compraban en el supermercado y en las pequeñas verdulerías, papelerías, carnicerías y charcuterías que bordeaban la calle. Entraban y salían constantemente, los ojos chispeantes, los dientes afilados, en busca de material para el chismorreo. Ya era bastante malo que hubieran sorprendido a Hugo y a su hermana hurtando en Waitrose; no había ninguna necesidad de que lo vieran subir a un coche desconocido conducido por un desconocido rumbo a una casa desconocida. Si alguna vez subía a un coche, se sentaba en el suelo hasta dejar bien atrás la zona de peligro.

En los intervalos, la cosa podía hacerse aburrida. Unos retretes vacíos podían ofrecer grandes posibilidades, pero de ordinario representaban largas horas de pie, esperando entre los desechos habituales, los vejestorios que desperdiciaban allí su tiempo con tanta paciencia que a veces David terminaba haciéndose una paja delante de ellos como si no existieran, o como si fueran un público remoto. Se sentía como una bailarina de striptease sudando y afanándose bajo unos malos focos o unas tenues lámparas de pantalla rota ante una congregación de viejos que anhelaban el alivio de un orgasmo; un orgasmo que, cuando llegaba, sólo era un espasmo sin estremecimiento, un anticlímax que no ofrecía ninguna sensación de alivio. Sólo una leve ola gris de depresión.

Pero a David le gustaba tener público. Aunque fuesen los despreciados viejarrones por quienes nunca se dejaba tocar.

En el mundo de los salones de tango, David era una rareza. Un adolescente con una polla grande y una mente lasciva, dispuesto a jugar sin inhibiciones, dispuesto a subir a cualquier coche y a entrar en cualquier casa sin lágrimas ni temores. Y Hugo era guapo, de modo que David podía persuadir a sus compañeros de juego, a sus parejas, para que hicieran todo aquello que su buen juicio les decía que no debían hacer tan cerca de las abarrotadas aceras, de los ciudadanos respetables, de la comisaría de policía, de las largas sentencias de cárcel.

Aquel verano, aquel primer verano de Woodcraft Folk y sexo, David dedicó muchas horas de la vida de Hugo al tango de los retretes. De pie tras el cristal agrietado de una ventana con refuerzos metálicos, contemplando el tráfico incesante, contemplando un mundo exterior enmarcado por los bordes mellados de una ventana sucia, esperaba con paciencia la llegada de un cliente, de una presa, de un candidato. Los veía acercarse por el sendero y de inmediato adoptaba la postura de camuflaje de quien se dispone a echar una meada o justo acaba de echarla. Si se trataba de alguien a quien conocía y despreciaba, se quitaba de en medio y se ocultaba en un cubículo o se apoyaba con arrogancia en la pared, sin mear ni cagar, en actitud de esperar pero, obviamente, no al recién llegado. Esta pose le gustaba. Se sentía como un vendedor de drogas con buena protección. Se sentía malo y callejero. Se sentía dueño de la situación.

Si era una cara nueva, se volvía hacia el urinario y se sacudía el pene como si estuviera terminando de orinar, mientras miraba de soslayo intentando detectar los signos delatores, la sacudida de más, la ojeada rápida y furtiva, los hombros encorvados, la cautela.

En la mayoría de los casos, David descubría muy deprisa si estaban meando o jugando. Los transeúntes corrientes no advertían la tensión, no advertían las miradas, se mostraban excesivamente despreocupados. Entraban y salían tranquilamente, silbando, abstraídos, a veces apresurados, pensando en el autobús que debían tomar o en la esposa o los niños que esperaban fuera con las compras del sábado; una vida normal que había caído brevemente bajo el atento escrutinio de un submundo. Los hombres corrientes incluso orinaban de una forma distinta. Mientras meaban se inclinaban hacia el urinario, y el gorgoteo en el sumidero servía de advertencia a los presentes para que fueran con tiento. Se sacudían el pene con un suspiro y un leve estremecimiento de alivio, se abrochaban la bragueta y se iban; la vista siempre al frente, nada que los distrajera de su misión.

La presencia de tales extraños provocaba ondas de conducta imitativa entre los habituales del recinto. Todos los penes en masturbación dejaban de masturbarse y se sacudían vigorosamente, parodiando los movimientos bruscos y enérgicos del intruso. Si se orinaba contra la pared y no en pequeñas tazas individuales, todas las pichas erectas, hinchadas tras media hora de toqueteos, eran empujadas hacia abajo hasta quedar casi paralelas con el cuerpo, mientras sus propietarios las contemplaban como si les asombrara comprobar que aún no estaban meando.

Y esos mismos habituales del recinto, los compañeros de David en las danzas secretas tras las ventanas de vidrios rotos, entre los restos de papel higiénico empapado, regresaban con igual presteza a sus posiciones de danza en cuanto el intruso se retiraba. Todos los miembros del reparto estaban perfectamente entrenados, por más que les pareciera hallarse fuera de lugar. Y como en todos los buenos tangos, como en todos los buenos carnavales, el reparto era variado y pintoresco: casados que huían de la soledad, que conducían a David a apartamentos impregnados del cremoso olor de la limpieza femenina y se entregaban al sexo con él sobre el lecho conyugal y volvían a salir apresuradamente, eludiendo las miradas de los fascinados vecinos. Hombres callados que vivían en régimen de incomunicación en algún remanso suburbano, con jardines sin cuidar y alfombras que no conocían la aspiradora, cuyas vidas giraban en torno al televisor, la colección de discos Music For Pleasure y el frigorífico. Constructores que lo hacían en rincones escondidos de la obra, zoquetes de la vecindad cuyos penes habían consumido la savia vital de sus cerebros, oficinistas que se morían por arrancarse el chaleco. Hombres cuyos rostros se enrojecían al correrse, que jadeaban y emitían unas gotas de semen tras media hora de sudar y resollar. Hombres de polla pequeña y fláccida, hombres de polla vigorosa, hombres de polla torcida hacia la izquierda o hacia la derecha, o que goteaba demasiado antes de correrse, y, muy de vez en cuando, hombres que suplicaban ser azotados con el cinturón y obligados a lamerle los zapatos.

Al principio, cuando Hugo era muy joven y David intrépido y anhelante, el juego resultaba fácil. Aun cuando las situaciones se volvían grotescas, los viajes en automóvil demasiado largos o los hombres demasiado extraños y el peligro demasiado próximo, David sonreía a pesar de su aprensión y se aferraba a la esperanza de un orgasmo en manos de otro con el cuerpo de otro para tocar.

A veces perdía. Perdió con aquel hombre que, después de llevarlo al bosque, le pidió que se quitara los pantalones y los colgó de la cerca que bordeaba las vías del tren, y luego le pidió que se quitara los calzoncillos y, tras hacer él lo mismo, intentó meter su polla por la fuerza (no deslizaría con cuidado ni irla metiendo poco a poco) en el culo de David. David quedó consternado al oír gritar a Hugo y se desvaneció al instante, dejando a Hugo sollozando como un bebé, aferrado al hombre cuyo nombre no conocía (David nunca les preguntaba el nombre, ni siquiera cuando ellos le preguntaban el suyo. A fin de cuentas, él mentía, así que ¿por qué no iban a hacerlo ellos? ¿Y de qué podía servirle un nombre falso?).

A veces metía a Hugo en un aprieto. Lo metió en un aprieto con el viejo de unas puertas más abajo y lo metió en un verdadero aprieto con aquella enfermedad de la polla que hacía que le doliese al mear y le supurase en los calzoncillos.

Cuando lo del viejo, lo que más asustó a Hugo fue que le hizo comprender que la gente hablaba, que hablaban de David pero creyendo que era él. Estaba llamando la atención, y David no le ayudaba.

En circunstancias normales, nunca hubiera sabido nada del viejo, y ni siquiera habría hablado con él si su madre no hubiera estado demasiado atareada preparando la cena para unos invitados y no hubiera tenido tiempo para su colecta de beneficencia y no hubiera decidido enviar a Hugo en su lugar, entregándole una lista de casas a las que llamar y nombres por los que preguntar y un discursito que le hizo ensayar una y otra vez en la cocina, introduciendo las peticiones en los momentos adecuados. Hugo nunca había querido hacer la colecta por su madre, pero aún estaba de vacaciones y no tenía gran cosa que hacer, sólo unas cuantas fruslerías, y en cuanto a ella se le metía en la cabeza una cosa así, no le dejaba ninguna alternativa. Hugo podía aceptar graciosamente y quedar bien o ponerse bolchevique y llevarse una regañina. El resultado final era el mismo.

De modo que empezó a ir de puerta en puerta, encontrándose con todas las vecinas que se acordaban de cuando era así de pequeño y se perdían en rememoraciones farfulladas mientras él, sin escucharlas, contemplaba sus oscuros recibidores con flores secas y espejos de pared, esperando que sus viejos y rígidos dedos extrajeran las monedas de sus viejos y rígidos bolsos. Y le iba bastante bien. Todas recordaban su nombre de cuando era así de pequeño, aunque en realidad lo veían todos los días y se cruzaban con él por la calle sin decirle nada, mascullando para su coleto. Todas tenían el dinero preparado y no querían entretenerse hablando con él, salvo para decirle eso y darle recuerdos para su madre, que era una señora tan agradable. Le iba muy bien. Tal vez podría incluso terminar a tiempo para mirar un rato la televisión antes de que llegaran sus hermanas de la escuela y fuese la hora del té. Entonces llegó al número siete.

Sabía que la señora del número siete era la del cabello oscuro y la pintura color rojo fuego que le emborronaba los labios como si le hubieran pegado en la boca y ya no le importara que lo vieran. Llevaba un pañuelo azul en la cabeza y caminaba a gran velocidad hablando sin cesar, a veces gritando, siempre sola. No era la única loca de la calle, pero era la única que no bebía, y por eso las damas de la parroquia, que corrían bruscamente los visillos cuando la veían pasar, más que aborrecerla la temían.

La loca del número siete vivía con su hermano. Hugo lo había visto por la calle, con una gabardina apagada y un sombrero apagado. Tenía una cara enjuta y ojos acuosos, a juego con su sonrisa acuosa. No era una persona a la que Hugo hubiera prestado mucha atención. Como todos los viejos, su ropa era del verde grisáceo de las casas y las calzadas, la pátina incolora de los suburbios, con la que él se confundía. Fue el hermano el que abrió la puerta y permaneció en el umbral, sonriendo con su sonrisa acuosa, mientras Hugo recitaba su discurso. Cuando éste hubo terminado, el viejo empezó a hablar, y al principio Hugo no le escuchó porque hablaba en voz muy queda. Además, Hugo estaba atisbando por encima de su hombro, atento a cualquier vislumbre de pintura rojo fuego emborronada y ojos enloquecidos. De pronto, se dio cuenta de que la expresión de aquellos ojos lagrimeantes no era la expresión adecuada: no era la mirada de un anciano benévolo que deseaba contarle unas cuantas anécdotas. Su forma de sonreír y su forma de mirar hicieron que Hugo le escuchara, y entonces advirtió que el anciano estaba hablando de David y de los retretes en lo alto de la colina.

—Me han dicho que eres un chico muy listo —comentó con una sonrisa—. Un día de éstos tienes que venir a demostrarme lo listo que eres.

Hugo lo miró fijamente, asintió con la cabeza, farfulló algo y se alejó por el sendero. Con la mirada del hombre aún sobre su nuca, se sentía envarado. Le aterrorizaba pensar que alguien hubiera podido identificarle. El número siete quedaba a escasos metros de la casa de sus padres, y si el viejo estaba enterado de los juegos en lo alto de la colina, no podía faltar mucho para que ellos también se enterasen.

Hugo detestaba al viejo. Quería vengarse de él. Lo único que había hecho el hombre había sido invitar a Hugo a su casa, para jugar con él en el espacio negro tras la puerta de la calle, pero Hugo estaba encolerizado consigo mismo porque al escuchar la invitación había sonreído. Había sonreído porque en realidad no estaba escuchando, y cuando quiso darse cuenta ya era demasiado tarde. Cuando llegó a comprender lo que el hombre le estaba diciendo, ya le había sonreído —la sonrisa cortés del hijo de la señora Harvey, de la casa de enfrente— en vez de dirigirle una de las réplicas más ofensivas de David. Lo que más le inquietaba era que el hombre pudiera interpretar su sonrisa como una aceptación. No, eso no era verdad. Lo que le atemorizaba todavía más era pensar que, con sólo cruzar la calle y pulsar el timbre, aquel hombre podía contar a la señora Harvey la auténtica historia de su amable y bondadoso hijo y lo que hacía con su polla.

Hugo detestaba al viejo porque le lagrimeaban los ojos y sus labios formaban una mueca lasciva. Lo detestaba porque era viejo. Era uno de los hombres del rincón, los que esperaban y miraban mientras los jóvenes iban y venían. Como insectos que se arrastraran desde sus madrigueras tras los azulejos manchados, los viejos rezumaban el hedor húmedo y rancio de aquel mundo encharcado. Antes, ninguno de ellos sabía nada de Hugo o de David. Pero ahora uno de ellos vivía en el mundo de Hugo. David había dejado entrar a uno de ellos. Y cada día tenía que pasar ante ese hombre, que conocía sus secretos vergonzosos, y cada día sentía deseos de escupirle a la cara.

También hubiera querido escupir a la cara del joven del pubis rasurado. El joven de cabello negro y rizado, vestido con un polo blanco, que había permitido que un viejo los mirara y se la meneara mientras ellos retozaban sobre la cama en su apartamento. El joven que había hecho que le doliera al mear.

Cuando empezó a dolerle, Hugo lo atribuyó a una acidez de estómago. En realidad, no sabía qué era la acidez de estómago ni cómo se manifestaba, pero la primera y la segunda vez que le dolió, pensó que debía de ser eso. La tercera vez, el dolor fue tan intenso que Hugo tuvo que morderse la mano para anular un dolor con el otro. No sentía ninguna sensación de acidez en el estómago. Se sentía desfallecido.

Durante los dos días que siguieron, las huellas de dientes en su mano se hicieron más profundas. Y comenzó a manar una sustancia blanca por la punta de su polla. Para entonces, Hugo comenzaba a sospechar que tenía lo que en la escuela llamaban una enfermedad venérea, pero no estaba del todo seguro porque ¿De dónde vienen los bebés?, no llevaba ilustraciones ni descripciones, y la enciclopedia no explicaba los síntomas, sólo la historia. Aun así, suponía que debía de serlo, por lo que había sucedido en el piso del joven del pubis rasurado.

Hugo conoció al hombre del pubis rasurado en la casita de lo alto de la colina, y de ahí fueron al piso de éste en Finchley. En realidad, se trataba de un apartamento de una sola habitación, con grandes ventanas, una alfombra que no encajaba por los bordes y una cama desvencijada. Junto a la cama había una mísera palangana de Armitage Shanks y un par de vasos sucios con cepillos de dientes. De pie en mitad de la alfombra, había un viejo con gafas y con los pantalones por las rodillas.

Hugo no recordaba cuándo había aparecido el viejo, y no recordaba que le hubiera sorprendido su aparición o su presencia repentina. Habían hecho un trato en susurros tras la puerta mientras David se paseaba por la habitación, y probablemente el hombre se había colado a hurtadillas cuando David estaba desnudo y en la cama. Era un buen plan, puesto que una vez que David se ponía en marcha no había nada capaz de detenerle. Sólo que aquella vez no resultó muy divertido, porque el hombre del polo blanco quiso que David se lo follara, y David no había follado nunca. Una cosa que descubrió acerca de follar era que uno debía concentrarse muchísimo para que no decayera el interés. De otro modo, la polla se ponía blanda y se salía del sitio con un ruidito de succión nada erótico.

A David le gustaban los pechos masculinos. Le gustaban los pectorales y la línea de vello que descendía desde el ombligo hasta el pubis. Las espaldas no le decían nada. Arrodillado tras el cuerpo encorvado del joven, moviéndose rítmicamente dentro de él mientras contemplaba las espinillas que salpicaban los pálidos y sudorosos pliegues de su espalda, conservaba la erección sólo por la fuerza de la costumbre, no porque experimentara ningún deseo. Estaba follándose al hombre como hubiera podido estar lavando platos. Y ni siquiera tenía la certeza de que el hombre se lo pasara bien. Sus gruñidos le parecían pedestres y previsibles, y hacían oscilar la temperatura sexual de la ocasión muy cerca del punto de congelación. El único que disfrutaba sin lugar a dudas era el viejo.

El viejo permanecía en mitad de la alfombra, jadeando, con los cristales de las gafas empañados. David lo miró de soslayo y frunció el ceño, concentrándose en el ritmo que debía mantener bajo las sábanas, notando que sus piernas comenzaban a cansarse y el sudor le empapaba la nuca. Hugo le rogaba con insistencia que se levantara y lo dejara estar. El viejo guiñó un ojo, soltó un resuello, contempló cómo su polla escupía unas gotas blancas sobre la alfombra y, tras frotarlas con la suela de la zapatilla, salió de la habitación. David tensó el estómago y embistió el culo del joven, que seguía gruñendo quedamente. No experimentaba ninguna ternura, ningún deseo, ninguna necesidad de tocar su cuerpo o acariciarlo. Cuando los cuerpos de otros hombres —reales o imaginarios— comenzaron a girar ante sus ojos entornados, David logró finalmente hundirse en un orgasmo, y eso al menos fue bueno. Eyacular en los ocultos espacios interiores de un hombre le resultaba extraño, algo fuera de control pero constreñido. Se estremeció y se retiró, produciendo de nuevo aquel desagradable ruido de succión. El joven se tiró un pedo. Hugo estaba furioso. Tenía que irse de inmediato. La visión de su polla embadurnada de mierda le dio asco. Mientras se la lavaba en la mísera palangana, erguido de puntillas y derramando agua caliente sobre el miembro con uno de los vasos sucios, tuvo la certeza de que había ocurrido algo horrible. El joven dormía. Lo único que Hugo deseaba era sentirse a salvo en el seno de su familia, sentarse en una butaca a leer un libro antes de que lo llamaran para el té. Anduvo a paso vivo hasta llegar a su casa, y durante todo el camino no paró de rezongar. «Oh, no. No. No. ¿Cómo se ha atrevido? No».

Pero a Hugo le fue imposible arrellanarse en una butaca y olvidar el asunto sin más. Porque ahora, cada vez que meaba tardaba diez minutos en recobrarse lo suficiente para salir del retrete. E incluso entonces salía lívido y mareado.

¿Qué podía hacer? ¿Qué hacía uno en esta situación? Sabía que no hacer nada era peligroso. Siempre que había ido al médico, era su madre quien concertaba la visita. Tal vez debiera probar en Boots. Pero ¿cómo explicarle a la encargada de Boots, que los domingos por la mañana ocupaba uno de los primeros bancos de la iglesia, que su picha rezumaba una sustancia blanca y le dolía como si le pincharan con agujas al rojo vivo cada vez que iba a mear? ¿Cómo hablarle de aquel segundo de esperanza entre las primeras gotas de orina y el primer dolor? Una fracción de segundo durante la cual podía creer que quizá se había curado. Y ahora incluso ese segundo había desaparecido. El dolor, suave pero persistente, se mantenía todo el rato. ¿Cómo explicar todo eso ante una cola de madres de Hadley, madres que sabían que aquel joven Hugo de catorce años había estado en los Cachorros con Paul y en la escuela primaria con Johnny y ahora en la escuela grande con Michael y Simon?

Tarde o temprano la cosa tenía que saberse. El dolor se volvió demasiado intenso para seguir ocultándolo. La madre de Hugo lo encontró un día en el dormitorio con la cabeza entre las rodillas y los pantalones por los tobillos, aferrado a su pene y llorando. Se sentó a su lado y lo rodeó con el brazo, y él comenzó a sollozar de dolor. Su madre llamó al médico de inmediato y Hugo fue a verlo aquella misma tarde. Cuando llegó, no le atendió el médico de siempre, porque estaba de vacaciones. En su lugar encontró a una doctora de cabellos plateados que lo examinó con guantes de celofán. No le hizo preguntas ni le dirigió palabras de advertencia. Se limitó a mirar, apretar y limpiar. Acto seguido le entregó una receta. Quince años después, Hugo aún recordaba aquellas cápsulas. Eran rojas y negras y se llamaban Penbritin. Eran ángeles encapsulados. Aquella doctora debía de ser una santa. No quiso hablar con los padres de Hugo. No volvió a mencionar el asunto. Se limitó a escribir, con una letra bastante elegante, la palabra «gonorrea» en la ficha de Hugo.

Él nunca llegó a saber si su madre había intentado averiguar cuál era su enfermedad, pero supo que la familia lo había comentado y que el veredicto de Maidenhead, donde Hugo tenía una abuela que le gustaba y una tía a la que no podía soportar, fue que debía de haber tenido cistitis.

Este contratiempo desalentó a David, pero no le hizo desistir, aunque añadió el follar a las otras dos prácticas prohibidas que ya figuraban en su carnet de baile. David, con todo su atrevimiento, no consentía que los hombres le metieran la lengua en la boca ni el pene en el culo. Había excluido los penes por muchas razones, pero lo cierto era que el dolor le resultaba excesivo. Había excluido las lenguas desde el primer momento, y ni siquiera él mismo sabía muy bien por qué. La posición cara a cara, boca a boca, tenía algo que le asustaba. Era demasiado íntima. A David le gustaba que el sexo fuera tenso y tirante. Los besos implicaban una intimidad que le inquietaba.

Las mamadas estaban bien. Naturalmente. Si los hombres querían agacharse y chupar mientras los contemplaba desde lo alto, él sonreía y se recostaba contra la fría y rugosa pared, subiéndose la camiseta por encima del estómago aún liso y bronceado. Si querían que él les lamiera, les mordisqueara y les comiera la polla, lo hacía. Y de buena gana. Recorría con gusto sus tetillas, sus vientres y la confusión velluda de sus cojones. Pero el boca a boca estaba descartado. Cuando una lengua tanteaba sus labios, se echaba atrás y volvía la cabeza para que le lamieran la oreja. Se echaba atrás y los hombres quedaban dolidos y asombrados. Molestos. ¿Qué le pasaba al chaperillo ese? ¿Tenían mal aliento? ¿Tenía él algo que esconder? ¿Acaso no eran lo bastante buenos para él? Tal vez fuera eso. Tal vez elegía siempre a los hombres por su cuerpo, no por su cara, su boca y sus labios, y las lenguas aventureras tenían permitido jugar por todo su cuerpo, pero sin tocar su boca virgen. David no lo sabía. Tal vez fuera asunto de virginidad, sencillamente. Tal vez estuviera esperando al amante adecuado.

Y el amante adecuado por fin apareció, escalando la pared entre los dos cubículos de la casita de lo alto de la colina y dejándose caer, ágil, lampiño y sin camisa, en el que ocupaba David. Miró a David a los ojos y sonrió. Y, sin decir palabra, cogió su cabeza entre las manos y le dio un beso. Introdujo la lengua entre los labios de David y entre sus dientes, y de pronto David se encontró con la boca muy abierta y llena de una lengua suave, serpenteante e incansable. Se apoyó en la pared y el hombre se inclinó hacia él, introduciéndose más a fondo en la boca de David mientras éste se abandonaba sin resistencia al dulce placer. No dejaron de besarse hasta que los dos se hubieron corrido y la cola de hombres irritados, apoyados contra los azulejos manchados, llegaba casi al exterior. El desconocido lampiño volvió a trepar por la pared y desapareció. David abrió la puerta y, con el aleteo de una sonrisa en las comisuras de los labios, desfiló ante la irritable cola con la cabeza bien alta y la vista al frente.

Las dos prohibiciones del carnet de baile de David fueron rotas por la fuerza. Su boca perdió la virginidad con un hombre de nombre ignorado, pero de músculos y sonrisa bañados en un resplandor romántico como el de un caballero que va a rescatar a una doncella solitaria. Hugo lo conjuraba para sus fantasías masturbatorias en largas y aburridas tardes dedicadas a luchar con la vida sexual de las amebas y los espirilos. David lo buscó en todos los retretes desde Hadley a Barnet. Ninguno de los dos volvió a verlo.

El primer hombre que penetró con su polla en el culo de David fue a ocupar un lugar muy distinto en la mente de Hugo. El Hombre Delgado no era ninguna fantasía. Era un auténtico veterano. Un habitual de los retretes. Lo que le quedaba a uno tras una larga y solitaria espera.

El primer hombre que penetró con su polla en el culo de David lo hizo en el cubículo de la derecha en la casita de lo alto de la colina, una tarde lluviosa en la que no parecía haber ningún movimiento. David lo conocía de vista, como conocía a muchos otros ejemplares de aquella extraña colección de habituales. Conocía al Jefe de Exploradores de Ponders End, que todos los domingos por la tarde estaba allí a las cinco en punto, esperando llevárselo a un pequeño apartamento suburbano para una hora de sexo agitado y retozón, tras la cual daba a Hugo dos libras. Conocía al Hombre Gordo, que era tan obeso que debía moverse muy despacio en el limitado espacio del salón de té de la colina, que se llevaba a David en una destartalada furgoneta por caminos solitarios, que aparcaba la furgoneta en rincones umbrosos y se inclinaba sobre la entrepierna de David mientras éste se subía la camiseta y contemplaba la gran corpulencia blanca extendida bajo él.

Conocía al Hombre de los Téjanos, con los lóbulos de las orejas tatuados, y al Hombre de los Labios Húmedos, que tenía la polla torcida y frecuentaba los retretes de la piscina al aire libre.

Conocía al Hombre de la Barriga Redonda, que tocó el cuerpo de David con el suyo a orillas de un arroyo, mientras los mosquitos les picaban en las nalgas, y que le dijo a David que era guapo.

Conocía al Hombre del Ford Azul, que siempre quería correrse en seguida para disfrutar con más calma su segundo orgasmo. De otro modo, tenía miedo de correrse demasiado pronto y no quedar satisfecho. Vivía en una habitación con sofás tapizados de cretona y tapetitos de encaje sobre las mesas. Justo antes de eyacular respiraba muy ansiosamente. Una vez le preguntó a David si aún seguía en el juego, cosa extraña porque nunca le había ofrecido dinero. Conocía al Hombre Nervioso, que tenía una oficina junto a la agencia inmobiliaria de Cockfosters, adonde podían ir a jugar, porque tenía la llave. Llamaba «tigre» a David porque era muy salvaje, pero le disgustaba que eyaculara sobre la seria moqueta gris. Siempre tenía pañuelos de papel a mano. David no se corría en el pañuelo. Le gustaba ver volar el semen.

Y conocía al Hombre Delgado.

No es que el Hombre Delgado fuese malo. En realidad, no lo era. No tenía mala intención. No era peligroso. Pero hizo tanto daño a David que durante mucho tiempo éste no dejó que nadie se acercara a su culo. Cuando David y el Hombre Delgado se encontraron, no se dijeron nada. Eso hizo que David lo respetara. Evidentemente, se trataba de un veterano. Evidentemente, no estaba nervioso. Hizo dar la vuelta a David en el cubículo y le metió un dedo en el culo. David contempló el mundo a través de la sucia ventanilla del fondo del cubículo, que daba a unos bloques de pisos del ejército. Había perdido el control de la situación. El Hombre Delgado se humedeció otro dedo y empujó a David de tal manera que tuvo que agacharse. Era como un experimento. Era como ir al médico. No parecía una experiencia sexual. David tuvo la sensación de estar siendo utilizado. Cuando el hombre metió otro dedo, su ano se contrajo. No lo introdujo delicadamente ni intentó deslizado; se limitó a presionar. Tenía prisa y quería satisfacerse. Para él, David sólo era otro menor virgen. No le asustaban los chicos vírgenes. Sabía que David no gritaría. Le había visto salir de aquel cubículo demasiadas veces con demasiados hombres. No estaba enojado. No era violento. Sólo estaba muy decidido.

Empujó un poco más a David, de forma que su cara quedó mirando el asiento del retrete y se vio obligado a apoyarse en los bordes con ambas manos. El borde estaba salpicado de orina y tenía adheridos algunos pelos sueltos a modo de recuerdos. David aguantó, sabiendo que aquello era una prueba. El Hombre Delgado sacó a la luz su erección y embistió el culo de David sin lubricarlo siquiera con saliva. El intenso dolor hizo que David diera un salto hacia adelante. Se debatió para desasirse, mientras el hombre se debatía para hundir más a fondo la polla. Lanzó un grito de cólera y humillación y, separándose, se volvió hacia el Hombre Delgado. Los dos habían perdido la erección. David se lo quedó mirando, tambaleándose ligeramente por el dolor y la náusea. El Hombre Delgado lo miró sin remordimiento ni enfado. A continuación, giró en redondo y salió del cubículo dejando que la puerta se cerrara de golpe a sus espaldas.

Otro hombre intentó entrar y, en lugar de darle con la puerta en las narices, David permaneció inmóvil, con los pantalones por las rodillas y la huella de una lágrima en el rostro, mirando, más allá del recién llegado, más allá de la cola de curiosos apoyados en los azulejos manchados, hacia la calle y el aire libre, donde el Hombre Delgado había desaparecido.

David odiaba al Hombre Delgado por el dolor que le había infligido, por la húmeda sensación entre sus piernas, que parecía sangre. David se odiaba a sí mismo por haberse agachado tan dócilmente.

Más que nada, se odiaba a sí mismo porque había sentido deseos de correr tras el Hombre Delgado y disculparse.