Hugo era un mentiroso. Naturalmente, mentía para escapar al castigo y acababa castigado por mentir, pero era también un fantaseador cuyas mentiras creaban un mundo donde gado era extraordinario. En la escuela primaria, mientras jugueteaba con el jarabe de escaramujo vertido en el centro de su sémola, entretenía a las chicas con relatos sobre su infancia en la India (aquella gran superficie rosa en el mapa del aula) y les explicaba que la tercera oreja vestigial pegada a su oreja izquierda era una inflamación debida a la picadura de una abeja venenosa.

En la escuela primaria todo el mundo contaba mentiras. El padre de Rosemary era Batman y su hermano era Robin. El padre de Mandy poseía una cuadra llena de caballos (además del bonito pony con que ella trotaba por Hadley los sábados por la mañana) y el padre de Graham siempre estaba a punto de trepar por la escalera del tablero de Monopoly y comprarse una casa en Mayfair. Hugo no tardó en responder a todo eso con la mentira de que su padre había comprado una casa en la calle Curzon, y cuando llegaba un chico nuevo a la Escuela Primaria Santa Mónica de la Iglesia Anglicana, Hugo y su hermana pequeña le mentían sobre las dos casas que sus padres tenían en Hadley. Una grande y una pequeña. Al salir de la escuela parecían dirigirse a la pequeña, pero eso se explicaba por la constante ausencia de su padre, de viaje por el extranjero. Curiosamente, siempre lograba regresar a tiempo para las reuniones de la asociación de padres y maestros, y para la representación teatral de la escuela.

A esta edad, Hugo aún tenía una idea aproximada de lo que era o no cierto, y sus compañeros de clase tenían la idea aproximada de que todo lo que él decía era falso. Ya entonces era un tipo raro que siempre se juntaba con las niñas y nunca jugaba al fútbol con los niños. Vivo de ingenio y rápido en la réplica, carecía de auténticos amigos y de auténticas preocupaciones. Salvo por el dinero. También carecía de dinero, y eso le preocupaba. Y todavía le preocupaba más el hecho de que sus padres no pareciesen compartir su inquietud.

Hugo siempre estuvo convencido de que había nacido para la grandeza. Pero, a la edad de siete años, la idea que él se hacía de la grandeza tenía muy poco que ver con el escenario del mundo y mucho con ir subiendo peldaños en la escala social de Hadley. En Hadley había muchas cosas que contaban como peldaños, y todas ellas estaban grabadas en la mente de Hugo: una casa grande con más de cuatro habitaciones y un jardín espacioso con piscina opcional (una piscina cubierta escapaba a su comprensión, y al aire libre sólo servía para destacarse), cochecitos de pedales, patines con ruedas de fibra de vidrio, dos automóviles (uno de ellos un Jaguar) y un garaje de dos plazas, vacaciones en Gibraltar o en Mallorca y un pony para la hija mayor. Más adelante, desde luego, el hijo mayor recibiría un ciclomotor, luego una moto y, si a los diecisiete años aún seguía con vida, clases de conducción. Varios hijos de Hadley no llegaron nunca a las clases de conducción. Ése era el aspecto negativo de ascender peldaños. Pero Hugo era demasiado joven para pensar en las muertes de adolescentes y la irresponsabilidad de los padres. Sólo quería ver a su padre en un coche más grande y a su familia en una casa más grande.

Quizá haya quien censure a un chiquillo tan precoz, tan consciente de los atavíos de la riqueza antes de que su dinero de bolsillo pudiera contarse por monedas de a dos chelines, pero la culpa era en gran parte de Hadley.

La caminata diaria hasta la escuela era suficiente para instilar en Hugo un profundo sentimiento de privación social. Hadley era una colina, y los Harvey vivían al pie de ella.

Todas las mañanas, cuando subía colina arriba con su cartera y sus hermanas, Hugo veía cómo las casas se iban volviendo más grandes y los automóviles más nuevos. Observaba (y anotaba o registraba) el Jaguar aparcado en el camino particular de grava roja que pertenecía al padre de Mandy (el padre de Laura también tenía uno, pero Laura no llevaba el pelo largo) y el Mini que conducía su madre (la madre de Laura también tenía uno, pero no se llamaba Bunty ni era un pilar de la sociedad). Contemplaba y grababa la Raleigh Chopper de Marc, abandonada ante la puerta que se abría a la extensión del jardín, y el Scalextrix de Simón, visible a través de la ventana del cuarto de juegos. Incluso torcía ligeramente el gesto al advertir que David (cuyos padres no eran muy ricos el año anterior, pero le habían sorprendido con un salto de rana por la escala social hasta una casa en lo alto de la colina) ya no caminaba cuesta arriba hacia Santa Mónica, sino que, con gorra y uniforme nuevos de color morado, marchaba colina abajo hacia la estación del metro. Había pasado a una escuela privada, como muchos otros chicos cuando llegaban a los siete años. Cuando Hugo cumplió los once, sólo quedaban cinco chicos de una clase de veinticuatro. Todos los demás habían ingresado en escuelas donde se aprendía francés, se pasaban exámenes y había que estudiar los sábados por la mañana.

Pese a la escasa altitud y, por consiguiente, la escasa talla social del número 40 de Mulberry Drive, a Hugo no le costó nada adquirir la actitud de los ricos. Era un embustero nato, capaz de inventar —a una distancia segura de su casa— todos los atributos y condiciones que le hacían torcer el gesto cuando los contemplaba en los demás (andando el tiempo, repudiaría Santa Mónica y se jactaría de haber estudiado en una escuela preparatoria con gorra de color y clases en sábado), y despreciaba a quienes languidecían por debajo del nivel al que aspiraba para sus padres. Sólo hubiera querido que sus padres mostraran una actitud similar, con lo que quizá entonces hubiera empezado a materializarse el dinero que ésta implicaba. Pero mientras nuevas familias llegaban a Mulberry Drive y lo abandonaban, moviéndose siempre hacia arriba, sus padres conservaban una imperturbable falta de ambición, sin mostrar ningún indicio de aquella devoción a la movilidad colina arriba que hubiera apaciguado las inquietudes de Hugo.

Sus padres, empero, no eran el único problema. En el centro de su visión del mundo de la riqueza había otro enigma: Sarah Devlin. Sarah Devlin era una niña sosegada con una mata de pelo rojo. Iba a la misma clase que la hermana mayor de Hugo, quien a veces hablaba con ella aunque decía que no era muy divertida. Viniendo de su hermana mayor, que, hasta donde Hugo alcanzaba a ver, no era en absoluto divertida, esta declaración decía algo terrible de Sarah Devlin. Pero si Hugo hubiera sido Sarah Devlin, jamás se habría permitido ser tan aburrido como ella. De hecho, y aun contando con la mata de pelo rojo, Hugo era incapaz de imaginar nada mejor que despertar una mañana y descubrir que se había convertido en Sarah Devlin, restando su personalidad (una pérdida muy pequeña) y añadiendo la de él. ¡Cómo se habría pavoneado en la escuela y mirado a Mandy cara a cara! ¡Cómo se habría arrellanado con indolencia en el asiento posterior del coche de papá, riéndose muy suavemente de los demás desdichados que circulaban en sus cacharros de pobretón (menos de tres mil centímetros cúbicos)! ¡Cómo se habría entusiasmado cuando sus padres acudieran con todas sus galas al día de los deportes de Santa Mónica y la visión de su madre (ahora la señora Devlin) hiciera cuchichear envidiosas a todas las demás madres! Porque la señora Devlin tenía un reloj de pulsera de platino y un collar de diamantes para lucir de día, y el señor Devlin conducía un flamante Rolls Royce que cambiaba todos los años, y Sarah Devlin tenía un caballo con el que trotaba por el prado, vestida con ropa de montar.

Pero aunque el señor Devlin era un millonario (el primero que Hugo vio en su vida) y aunque los Devlin vivían en una casa enorme con piscina (con una cubierta especial para el invierno), y aunque Sarah era contemplada con esa especie de pasmo reverente que se reserva para las visitas de la realeza y las estrellas pop, la chica no parecía divertirse en lo más mínimo, cosa que a Hugo se le antojaba no sólo un desperdicio atroz, sino un misterio insondable. A fin de cuentas, ¿cómo era posible que ser rico no fuese lo más divertido del mundo? Su hermana mayor decía que Sarah se sentía muy sola porque no tenía hermanos ni hermanas, pero Hugo gustosamente habría cambiado a su hermana mayor (y, si lo apuraban muchísimo, hasta a su hermana menor) por la casa, la familia, la piscina y las posibilidades de Sarah.

Sarah Devlin tuvo preocupado a Hugo durante algún tiempo, hasta que pasó a la escuela grande con la hermana mayor de éste y desapareció de su horizonte. El dinero siguió fastidiándole durante mucho más tiempo, sin que nunca llegara a desaparecer por completo de su panorama inmediato. Pero, a medida que fue cumpliendo los siete, los ocho y los nueve años, algo comenzó a suscitar en él sentimientos de culpa. Cuando llegó a sus once años y al primer curso de la Escuela Santa Mónica para los «hijos de los relativamente ricos», Hugo llevaba algún tiempo sintiéndose culpable. Y comenzaba a creer que siempre había sabido por qué.

Aunque en realidad todavía ignoraba qué significaba o sugería esta palabra, y decididamente ignoraba qué implicaba, sí sabía que en el trasfondo de toda la culpa y la ansiedad y el mal humor en que podía caer de un momento a otro estaba el sexo. Y sabía que lo peor del asunto, lo que hacía su mal humor tan difícil de explicar cuando su madre le pedía que se librara de él, era que no podía contarle a nadie por qué el sexo le hacía sentirse culpable. No sabía qué decir, pero sabía que lo que no podía decir era algo que de todos modos no debía decir. Conque no lo decía. Y seguía sintiéndose culpable.

No siempre, pero sí a menudo. Se sentía culpable cuando jugaba a disfrazarse con su hermana pequeña y su amiga Jane, y siempre se disfrazaba de mujer. Se sentía aún más culpable cuando la madre de Jane asomaba por la puerta del dormitorio y le dirigía una larga y penetrante mirada. Se sentía culpable porque no le gustaba el fútbol y se enojaba en la caza de besos. Se sentía culpable porque le molestaba, de una manera que no lograba identificar del todo, que el carnicero hiciera zalamerías a sus hermanas y no a él. Todas las mujeres alababan efusivamente a Hugo, porque era muy tranquilo y educado y no rompía las ventanas de la cocina a pelotazos. Cuando la madre de Adrian, un chico de la misma calle, le decía a su hijo que le gustaría que fuese como Hugo y no volviera siempre a casa cubierto de barro por haberse balanceado a la orilla del río suspendido de una cuerda, Hugo se sentía muy avergonzado. No era de extrañar que los demás chicos de la calle no lo apreciaran y se metieran con él.

Claro que él tampoco quería ser como los demás chicos de la calle.

Los demás chicos de la calle eran estúpidos, suspendían los exámenes y no iban a ninguna parte porque sus padres seguían viviendo en Mulberry Drive, y ellos, a diferencia de Hugo, no habían nacido para la grandeza. Pero cuando los muchachos de más edad se desnudaban de cintura para arriba para balancearse de la cuerda junto al arroyo, en los campos del final de la carretera, Hugo no dejaba de notar una extraña sensación en el estómago que combinaba el placer, fuera de su alcance, con el dolor, justamente porque el placer se hallaba fuera de su alcance, una sensación idéntica a la que experimentaba cuando contemplaba a los hombres desnudos en la playa, durante las vacaciones familiares, y se fijaba en la parte superior de las nalgas que sobresalía por encima del traje de baño. Seguía sin saber cuál era ese placer, pero, conforme fue creciendo, comprendió que estaba muy relacionado con ver a los hombres desnudos.

Con el sueño sucedía lo mismo. A Hugo le encantaba este sueño. Le hubiera gustado soñarlo todas las noches y que se prolongara para siempre. El momento más triste era siempre el despertar. Hugo intentaba bloquear la luz que se filtraba a través del estampado naranja de las cortinas; luchando con sus sentimientos de pérdida y desesperación, intentaba hacer caso omiso de los ruidos que goteaban desde la habitación de sus padres en el piso de arriba. El día no debía comenzar. El desayuno, la escuela y la vida debían esperar. Tenía que regresar a su sueño. Pero nunca podía. Y, como en todo lo demás, sabía que en realidad no estaba bien.

El sueño era delicioso, pero Hugo sabía que también era extraño. Era demasiado excitante para ser bueno. Se encontraba en un iceberg bajo un cielo azul. Estaba desnudo, era pequeño y se reía con nerviosismo. Estaba rodeado de hombres desnudos, seres musculosos cuyos cuerpos lampiños se movían hermosamente mientras, riendo, se arrojaban al pequeño Hugo de uno a otro. Eran tiernos y cariñosos, se reían, lo lanzaban y lo recogían como hermanos mayores de grandes y acariciadoras manos, como los hermanos mayores que Hugo no tenía y que el padre de Jonathan creía que le hacían falta (el padre de Jonathan creía que Hugo debía jugar al fútbol y no a saltar la cuerda, y que no debía importarle tanto que su ropa se ensuciara de barro cuando jugaba a la guerra con Jonathan y sus hermanos mayores en el fondo del jardín de Jonathan).

Hugo era un chico listo y sabía que algo andaba mal. Sabía que hubiera debido gustarle jugar a la guerra y no simplemente contemplar al hermano mayor de Jonathan cuando se quitaba toda la ropa para darse una ducha. Sabía que no estaba bien mirar y que si alguien le sorprendía mirando se vería en apuros. Sabía que su sueño favorito no debería ser el favorito, y que no debería ponerse tan de mal humor cuando despertaba y descubría que no era real. Sabía que se sentía culpable porque era culpable, y sabía que tarde o temprano se metería en un lío y entonces todos sabrían que era culpable. Pero aún no sabía bien cuál era el nombre de su crimen ni cómo iba a cometerlo. De hecho, lo más cerca que estuvo de meterse en un lío durante este periodo fue durante la estancia en un cámping en las afueras de Quimper, donde los Harvey habían aparcado su caravana. Mientras papá sudaba y maldecía, intentando nivelar la caravana para que el frigorífico pudiera funcionar, y sus hermanas jugaban a bádminton y su madre se iba a encargar la leche y los periódicos para el día siguiente, Hugo se dirigió paseando hacia las duchas del cámping.

En realidad, no sabía por qué las duchas ejercieron esta atracción inmediata sobre él. Tal vez fuese porque acababa de ver a un hombre salir de una de ellas cubierto sólo con una toalla. Pero en cuanto vio el edificio de listones de madera, con agua rebosando bajo las puertas y hombres que iban y venían vestidos únicamente con toallas, comprendió que había descubierto el que iba a ser el lugar predilecto de sus vacaciones. Las duchas estaban separadas por delgados tabiques que no llegaban al techo del cubículo. Hugo quedó traspasado por la idea de que al otro lado de aquella endeble pared de madera con una abertura en lo alto había un hombre desnudo. Una vez dentro de un cubículo, fue incapaz de salir. Se sentía poseído. Quería irse a jugar y ser un buen chico, incluso un chico normal, pero tenía la boca seca y el corazón desbocado, y le parecía haber perdido el control de sus propias acciones. De manera que no le sorprendió, apenas le alarmó un poco, encontrarse trepando, excitado más allá de toda cautela, al asiento del retrete. Desde allí podía atisbar por encima de la pared, y al asomarse pudo ver la ducha adyacente donde un belga velludo se enjabonaba el cuerpo, el agua resbalando por los pelos de sus piernas, el agua goteando de su pene… El belga se volvió y lo descubrió, y mientras Hugo se escabullía a toda prisa, oyó las palabras va pas. No sabía qué significaban, pero sabía que no significaban ven a mi lado. Tal era su único deseo.

A pesar de las frases que garrapateaba en las tapas de los retretes y de sus miradas en las duchas, Hugo era muy ignorante en lo que respecta al sexo. Y no sabía a quién ni cómo preguntar por la solución a este problema. En circunstancias normales, suponía, debería habérselo preguntado a sus padres, pero en realidad sus padres no eran muy normales. Su padre quizá lo fuera. Su padre era una buena persona que se azoraba fácilmente y azoraba a Hugo con su azoramiento. Pero su madre no era normal. Ni de lejos.

La madre de Hugo era una mujer razonable, incluso tolerante, pero con un temperamento que, según Hugo concluyó más adelante, bordeaba lo lunático. En épocas posteriores de su vida, se describiría a sí mismo, medio en broma, como uno de los hijos maltratados de la clase media, demasiado desplazado para suscitar el interés de nadie. Pero él sabía que esto era una exageración. Otros niños lo habían pasado mucho peor. La madre de William Hamilton solía pegarle en la cabeza con un zapato de tacón alto hasta que la sangre se coagulaba en sus cabellos. La madre de Hugo casi nunca le pegaba con objeto alguno, y cuando lo hacía era con una percha, no con un tacón afilado.

Hugo quería a su madre. Y la odiaba. Era la persona más pavorosa de su mundo y la única autoridad que reconocía. Su madre era dios. Estaba completamente convencido de que si el dios de la escuela dominical se encontraba alguna vez con ella, haría lo que ella le dijera. Hugo siempre lo hacía. Y también los vecinos, los dependientes de las tiendas, la gente con la que hablaba por teléfono, el lechero y los desconocidos que trataban de entrometerse en su forma de educar (o pegar) a los niños, porque, como muchos dioses, la madre de Hugo era violenta. Tenía una lengua violenta y una mano firme. Indicaba a sus hijos qué debían hacer y cuándo debían hacerlo, y si la desobedecían, podían contar luego el precio por los cardenales en sus piernas. Sus enfados eran legendarios. A la menor interrupción en el orden de un sistema estrictamente regulado, un hilillo de enojo se convertía en un chorro de irritación que en cuestión de minutos pasaba a ser un torrente, y Hugo y sus hermanas se veían arrastrados por una veloz corriente de gritos y malos tratos, rebotando y bamboleándose de un lado a otro mientras su madre les tiraba del pelo, los empujaba, los pateaba y les pegaba y los castigaba sin pan ni mermelada y los mandaba a la cama, fuerá de su vista, sin cesar de gritarles a todo pulmón.

A todo pulmón.

No es que no sintiera nada por sus hijos. Los quería con ferocidad, con determinación y ambición, y ellos a su vez la amaban sin reservas. Excepto cuando la detestaban, que de alguna manera venía a ser lo mismo. Estaban atrapados en su culto: un culto consistente en no quejarse, en no llorar hasta que se tuviera un verdadero motivo para hacerlo, en la obediencia incuestionable y el trabajo duro y dedicado. Pero la misma madre era en sí el producto de un culto. Tras los enfados y los cardenales en las piernas de sus hijos yacía el legado de su propia infancia en el Amsterdam ocupado, padeciendo a manos de un padre que se había abierto paso en la vida a base de golpes e intimidaciones y terminó sin agua caliente, con un agujero en la alfombra, ratas en la cocina, camas duras como la piedra, un hijo muerto en la guerra, otro que escapó hacia el sur, una hija que escapó al extranjero y una esposa que murió de una trombosis mientras estaba sentada en el retrete. Huyendo de este hombre de pastillas de menta y cigarros puros, cuya carrera había sido destrozada por la guerra y cuyas emociones estaban preñadas de celos, la madre había salido despedida hacia un noviazgo con un tipo indómito vestido de cuero negro que murió bajo su moto en una curva cerrada, y rebotada hacia un matrimonio con un inglés bondadoso al que conoció en un partido de dobles en las pistas de tenis de Unilever. La madre era una mujer muy amargada. El viejo amargado era el abuelo de Hugo. Al tipo indómito vestido de cuero negro no llegó a conocerlo, pero el inglés bondadoso de la pista de tenis de Amsterdam era su padre. Y la mujer fugitiva en cuyas venas el miedo se había convertido en amargura era su madre.

Hugo se pasó la infancia esquivando de puntillas la cólera de su madre, esquivando de puntillas la verdad, esquivándose a sí mismo. Y cuando no esquivaba, se escondía. Se escondía tras el muro del jardín cuando una pelota de tenis perdida derribaba las botellas de leche ante la puerta principal y las rompía todas, dejando el suelo cubierto de leche que corría hacia el desagüe. Se escondía detrás de su hermana pequeña, a quien le tocaba plantear todas las preguntas difíciles acerca de si podían ver la televisión, si podían jugar fuera, si podían jugar en el piso de arriba o en el de abajo, si podían jugar sin más. Se escondía tras sus muecas divertidas y sus voces divertidas. Se escondía tras sus mentiras. Todo para no caer bajo el peso de aquella cólera terrible.

Así pues, si Hugo sentía demasiada vergüenza para preguntar a su padre, también sentía demasiado miedo para preguntarle a su madre por qué tenía una erección cuando contemplaba a belgas velludos en la ducha y veía resbalar el agua por sus piernas.

Ni siquiera estaba seguro de para qué servía una erección. Al principio, le proporcionaba un faro para sus paisajes marinos en la bañera, y no fue hasta cumplidos ya los once años, durante una excursión escolar, cuando descubrió que también las erecciones tenían algo de impropio. Jonathan, en teoría su mejor amigo aunque en la escuela siempre se sentaba al lado de Mark, le preguntó, delante de todos los chicos (sólo había cinco) y de algunas de las chicas más osadas, las que ya se habían bajado las bragas para exhibir sus partes íntimas, si sabía hacer un faro con la picha en la bañera. «Sí», respondió Hugo, contento de poder hacer algo que los demás hacían, Jonathan se echó a reír, los chicos se echaron a reír y las chicas soltaron unas risitas tontas tapándose la cara con las manos, lo que fue aún peor. Hugo había sido descubierto. Pero ¿para qué le servía a uno el faro sino para hacer naufragar barquitos?

Su picha era un objeto desconcertante que cambiaba de forma y tamaño sin motivo alguno, pero Hugo disfrutaba con sus rarezas inesperadas, sobre todo con el súbito resplandor interno que notaba cuando se le ponía dura en la cama y él vacía boca abajo. Conforme fue creciendo, empezó a ponérsele dura en circunstancias diversas. Descubrió que cuando viajaba en el autobús de la escuela con la cartera sobre el regazo, se le hinchaba y tensaba la ropa interior, suscitando en su vientre unas corrientes que tenían algo que ver con la luz del sol y algo que ver con los obreros a los que observaba desde el autobús todas las mañanas y todas las tardes, desnudos hasta la cintura y tatuados, con músculos atezados que relucían bajo el sudor. Pero ¿qué se hacía con eso? ¿Adónde se suponía que debía ir a parar y qué se suponía que sucedería cuando llegara allí? ¿Y cómo podía uno averiguarlo?

Los padres de Hugo eran buenos padres, y hacían lo que todos los buenos padres. Intentaban ser previsores. Compraban libros sobre las drogas y hacían que sus hijos los leyeran, lo cual despertó en Hugo una gran curiosidad por esos caramelos multicolores. Y compraban libros titulados ¿De dónde vienen los bebés?, que Hugo leía sin interés. Ya había visto esquemas de penes y vaginas, úteros y testículos y todos los conductos necesarios del pene y el útero, dibujados en la pizarra durante las clases de biología con el hirsuto y jovial señor Groat. A Hugo le interesaba mucho más saber qué aspecto tendría el señor Groat sin camisa. Por lo que tenían que ver con su miembro errabundo, aquellos esquemas lo mismo habrían podido ser de reses, de amebas o de amapolas silvestres.

El miembro establecía su dominio. Sus erecciones aleatorias dejaban a Hugo temblando de expectación. Se sentía al borde de una experiencia crucial, decisiva. Pero no ocurría nada. La agitación permanecía en su interior y se convertía en frustración. A medida que se deslizaba de los doce a los trece años, el cuerpo de Hugo fue haciéndose cada vez menos fiable, previsible o siquiera estable. Inició su rechinante y crujiente paso hacia la pubertad. Glándulas hasta el momento desconocidas comenzaron a producir sus hinchazones, temblores y secreciones ocultas. Pero todo quedaba embotellado, atrapado bajo la losa de la ignorancia de Hugo, el azoramiento de su padre y la jerga obscena de los colegiales.

Para empeorar el asunto, sus amigos empezaban a interesarse por las chicas. Hugo habría podido explicar a cualquiera de ellos que, por el hecho de tener dos hermanas, una mayor y una menor, estaba en condiciones de afirmar que las chicas no tenían nada de especial interés. Lo había descubierto con toda certeza durante un examen médico al que sometió a su hermana pequeña cuando ésta contaba cinco años (entonces Hugo tenía siete, y llamó al ritual «inspección del cuerpo»). Pero otros chicos también tenían hermanas, y para ellos no parecían contar como chicas en absoluto. Así que, por más que él rezongara y disintiera, las chicas comenzaron a formar parte de su panorama. Se organizaban fiestas a las que Hugo sólo era invitado de vez en cuando. Había adquirido la reputación de ser antichicas, aunque eso aún no se interpretaba oficialmente como ser pro alguna otra cosa. De momento, Hugo y el sexo eran asunto opinable. Su conducta podía atribuirse fácilmente a la inmadurez, cosa que, si bien constituía una grave ofensa a su desarrollo físico, permitía evitar incómodos pronunciamientos sobre su actitud mental.

Aunque la iluminación, la música y, de hecho, toda la velada estaban calculadas para provocar una repentina oleada de deseo en las chicas, en esas fiestas no había lugar para la seducción, puesto que todos eran invitados por parejas; parejas exhaustivamente analizadas en el autobús escolar, donde los chicos se disputaban el derecho a hacer manitas con una chica y no con otra. La fiesta en sí venía a ser un largo y generalmente frustrante proceso de manoseo prolongado, durante el cual se suponía que la heroína mítica abriría de pronto las piernas y se tendería de espaldas en respuesta a algún extraordinario ábrete sésamo, conjurado por una combinación en la que intervenían los dedos de Paul, de Tim o de Damian, la loción para después del afeitado, los mordisqueos amorosos y la torpeza.

Para Hugo, las chicas sólo eran nombres y más nombres. Ni siquiera eso: todas parecían llamarse Caroline, Nicole o Jo. Hugo no las conocía de nada. No había estado en las otras fiestas, donde eran detectadas, seleccionadas, clasificadas y mentalmente desnudadas. Las chicas siempre viajaban en grupo y se marchaban en grupo. Permanecían en la fiesta el tiempo suficiente para engendrar los suficientes chismorreos, cambios de pareja y altercados (a causa de las parejas rotas por los chicos más desvergonzados) y luego se iban en coches particulares y taxis, mientras los chicos se quedaban a fumar sus cigarrillos postmagreo (la única parte de la función que Hugo podía representar con aplomo) y a calcular su próxima jugada en la próxima fiesta (¿irían a por Nicole, ahora que John se había quedado con Caroline, o sería mejor pasar al contraataque y quizá montarse algo con Jo al mismo tiempo…, sólo por una noche?).

El hecho de que todos esperaran de Hugo que se pasara la velada haciendo manitas y morreando, humedeciéndose los dedos en la ropa interior de las chicas, arredraba a nuestro héroe y le hacía sudar de horrorizada aprensión. Los cuerpos de las chicas eran sacrosantos. ¿Por qué? Porque eran intocables; pálidos y lampiños, con curvas en lugar de contornos y senos en lugar de pecho. Así que Hugo se quedaba comiendo caramelos blandos con sabor a vino, se emborrachaba y se paseaba de habitación en habitación, interrumpiendo a veces los movimientos rítmicos de las sonrosadas nalgas de una pareja particularmente atrevida en algún dormitorio prohibido —Nigel encorvado y sudoroso sobre Nicole, Paul con el rostro enrojecido por la tensión mientras manoseaba la ajustada blusa de Caroline—, humillado por su absoluta incapacidad de establecer el menor contacto con el cardo desechado (siempre le tocaban los cardos), al que había abandonado por los caramelos blandos, en la sala de estar excesivamente oscura adonde habían sido conducidos con un guiño.

Poco a poco, Hugo llegó a la conclusión de que no iba a serle más fácil congeniar con los cardos desechados que nadie más quería que con las chicas de ojos relucientes y curvas insinuantes a las que todos los demás perseguían, y que a él tanto le intimidaban. Dejó de ofrecerse voluntario para cargar con las chicas que no interesaban a nadie, y nadie se lo reprochó. ¿Quién no preferiría entretenerse con una botella de vino y las drogas proporcionadas por Damian, que robaba los somníferos de su padre y los vendía a diez peniques la pieza en los corredores de la escuela? Forzosamente tenía que ser más divertido que darle un repaso a Sally Lewin. De modo que Hugo abandonó el juego del manoseo y empezó a hacerse el loco. Se llevaba una copita de ginebra del mueble bar de sus padres, disimulada dentro de un bote de acuarela, y disolvía la cápsula del padre de Damian en el licor con las manos seguras de un muchacho que dedicaba buena parte de su tiempo y su dinero a obtener, consumir y a veces vomitar toda clase de drogas. Un muchacho que había interpretado el libro contra las drogas como un folleto publicitario más que como una advertencia.

Cuando Hugo se tambaleaba y caía en el olvido químico, farfullando las palabras, poniendo los ojos en blanco y sólo muy ocasionalmente vomitando (siempre en el cuarto de baño, siempre en silencio, siempre fuera de la vista y del oído), el sexo le parecía una amenaza muy remota, un problema en el que no podía concentrarse en aquel preciso instante, pero al que ya volvería más tarde. Paralizado por los sedantes, su libido quedaba en suspenso. Pero eso era sólo temporal. El pene de Hugo, o su picha, o su miembro, se impacientaba. Sentado en casa, solo ante su escritorio, esforzándose laboriosamente en el álgebra y la biología, los ejercicios de alemán y la gramática francesa, su pene, o polla, o verga, asomaba por entre el pijama y deseos aún incomprendidos y todavía insatisfechos retozaban en sus testículos. Hugo se sentía fascinado por ese enhiesto ariete de rebeldía, y tomó la costumbre de escribir sobre él consignas con el bolígrafo. Su bajo vientre exhibía instrucciones obscenas. «Chupa esto». «Ponme en tu boca». «Ponme en tu culo». Instrucciones que no procedían de la experiencia, sino del instinto. Un instinto del que hacía caso omiso durante el resto del día.

Pero si Hugo no estaba dispuesto a salir en busca del sexo (conformándose con barbiturato de amilo), sería el sexo el que iría en busca de Hugo. La cosa comenzó con las revistas de porno blando en los estantes superiores de las librerías, que lo atraían con los senos refulgentes y la menguada ropa interior de sus portadas sensacionalistas. Era la liberación perfecta para una libido reprimida. Bastó una ojeada curiosa para que Hugo se convirtiera en un adicto, atrapado en el torbellino sexual. Era fácil abstenerse con el cerebro atiborrado de sedantes, pero los sábados por la tarde, la savia de Hugo se mostraba extraordinariamente activa. Mientras fingía examinar libros y revistas, iba derivando hacia el extremo de los anaqueles más largos, donde no podía ser visto desde la caja. Empezó con las revistas de chicas desnudas en W.H. Smiths. Elegía alguna publicación grande e inocente en los estantes respetables y luego, con el gesto rápido y seguro que tan bien había aprendido cuando robaba dulces con su hermana en los supermercados del barrio, alzaba la mano, se apoderaba de alguna revista con desnudos retocados y, ocultándola entre las páginas de la otra, la hojeaba con impaciencia hasta encontrar las fotografías de mujeres de senos redondeados, profusamente iluminadas y escasamente vestidas, recostadas en interiores con abundancia de encaje bajo una neblina de enfoque difuminado. Las fotografías le excitaban, pero no así las mujeres. Se imaginaba en su lugar. Desnudo para el ojo de la cámara y el fotógrafo. Admirado y deseado, emperejilado y compuesto, una orgía de vanidad.

Poco a poco, Hugo fue descubriendo las mejores revistas en los comercios menos gazmoños. Desde luego, siempre estaban las revistas de naturismo. Hombres y mujeres musculosos que jugaban con sus hijos bien formados, en columpios, en el mar, esquiando en laderas nevadas, sus penes y sus senos colgantes y fláccidos. Era como ver a su padre en el baño. Interesante, pero no erótico. En las «buenas» librerías, empero, Hugo encontró revistas que atendían a los intereses de un gusto más sofisticado, e incluso algunas con fotos de hombres, aunque estas últimas venían censuradas con triangulitos negros en las ingles de los modelos, fotografiados en poses atléticas ante un fondo intensamente coloreado. Las mejores eran las revistas con relatos, entre los que se intercalaban fotos muy brillantes y un tanto ridículas. Éstas permitían que la imaginación de Hugo se representara las contorsiones de apareamientos altamente sexuales en lugares peligrosos. Entre las páginas de pequeño formato de Experience, Hugo descubrió unas «mil y una noches» de seducciones accidentales, encuentros casuales que conducían a escenas de sexo salvaje en compartimientos de tren, en aulas, en parques o detrás de las puertas de un garaje. Era el mundo del adulterio y el sexo a tres, de las orgías y el sadomasoquismo. Hugo quedó estremecido y entusiasmado. Temblando ante los estantes de la librería, comprendió que este mundo feliz de perversidad sin restricciones era demasiado fuerte para ser digerido entre las páginas de Train-spotters Monthly o Philatelic News, de modo que escondía las revistas bajo su anorak azul y se escabullía furtivamente hacia los retretes públicos para leerlas en la intimidad de un cubículo.

Los retretes ya poseían un extraño significado para Hugo. Eran un minúsculo refugio. Un lugar donde podía estar solo, escondido, sin ser molestado.

Lo único que faltaba en el accidentado viaje de Hugo hacia la adolescencia era la masturbación. Sabía que existía y que la gente la practicaba, pero no sabía cómo ni con qué propósito. Sin embargo, comenzaba a intuir que estaba íntimamente relacionada con las erecciones, y probablemente con aquellos chistes en Swanage sobre faros en la bañera, varios años antes. Había algo concreto que uno hacía con su erección (aparte de hundir barquitos en la bañera), y eso se llamaba masturbación. Hugo empezó a buscar pistas. Sabía que no podía acudir a su padre. Su padre se quedaría perplejo y le diría que se lo preguntara a otra persona, o que se lo preguntara en otro momento, o que se fuera por ahí y no hiciera preguntas estúpidas. En cualquier caso, no le daría una respuesta. Tampoco podía preguntárselo a su madre ni a sus hermanas, porque eran del sexo inadecuado y aunque lo supieran no deberían saberlo, así que Hugo prefería no saber si lo sabían. De modo que se dedicó a explorar los estantes de las revistas de chicas en busca de una explicación, con la esperanza de encontrar una fotografía o un relato que le proporcionara la información necesaria.

De entrada, no tuvo mucha suerte. La mayoría de las revistas se dirigían a un público adulto plenamente familiarizado con la técnica, el propósito y el resultado. De hecho, casi todas las revistas estaban dedicadas al masturbador consumado. ¿Qué necesidad tenía ese lector, practicante experto, de un breve resumen recordatorio de sus acciones habituales? Pero aunque Hugo no encontró las instrucciones completas, sí descubrió al menos algunas indicaciones útiles. En un ejemplar de Experience leyó un relato en el que una nínfula desesperada, consumida de apetito sexual, se cruzaba con uno de los típicos personajes porno, «el hombre con una polla muy pequeña». El objeto del relato era demostrar que los hombres con una polla muy pequeña también pueden resultar divertidos. La nínfula jadeante de deseo, encontrándose sola en un tren de cercanías con el desdichado picha enana, tomaba el asunto entre sus manos y lo conducía a una erección menos que triunfal, pero aun así muy excitante, haciendo subir y bajar el prepucio sobre la punta del pene, o, en la terminología del caso, descapullando repetidamente la picha. Aunque el estilo le recordara las instrucciones para montar y desmontar una tienda de campaña, Hugo captó lo esencial y comprendió que acababa de descubrir la forma de provocarse una erección, suponiendo que no hubiera llegado ya a ella por otros medios (como el calor del sol, los libros o los hombres sin camisa). Acababa de aprender su primer secreto culpable, en una lección impartida, de un modo muy apropiado, en el cubículo de un retrete, rodeado de inconexos graffitis que proponían tríos adúlteros con esposas, hermanas e hijas (a poder ser, menores de edad), haciendo constar medidas, edades y talentos; mientras los pedos, jadeos y estertores alcohólicos de vagabundos y borrachos locales se filtraban por debajo y por encima de los tabiques de separación. ¿Qué hizo Hugo a continuación? Había descubierto cómo provocarse una erección, pero, una vez conseguida ésta, seguía sin tener ni idea de qué hacer con ella.

Las aventuras pornográficas le habían abierto un mundo de fantasía con sus descripciones, pero las revistas no contribuían más que el libro sobre el origen de los bebés o que su azorado padre a resolver el problema del pene tembloroso, hinchado, turgente, enhiesto y palpitante (el vocabulario todavía era nuevo para Hugo), pero a punto de reventar. Algo instintivo le decía a Hugo que su viaje de descubrimiento debía terminar con una emisión, y era probable que esa emisión surgiera de la punta del pene hinchado, palpitante y bastante dolorido. Pero a estas alturas de su vida, cuando justo llegaba a los catorce años tras un largo tiempo en los trece, el único líquido que su pene había emitido hasta el momento era la orina. De modo que Hugo comenzó a juguetear con su pene y a mear al mismo tiempo, con la vaga esperanza de que quizá en la cúspide de la excitación sexual el agua se convertiría en vino…, o al menos, en este caso, en semen. Hugo sabía qué era el semen gracias a ¿De dónde vienen los bebés? Incluso conocía la palabra «leche», como era de rigor para cualquier chico de trece años (pero a punto de cumplir los catorce) que se respetara. Para eso estaban las escuelas. Para mantener actualizado e indecente el vocabulario de uno. También sabía de dónde venía la leche, pero no cómo. Aquellos testículos cuyo escroto se henchía y colgaba, se contraía y se dilataba mientras él contemplaba sus arrugados pliegues; aquellos testículos que Jonathan Mendoza había retorcido con tanta fuerza en la clase de natación cuando el rugby fue suspendido por la lluvia y todos tuvieron que zambullirse a pelo en el cloro y el vapor de la piscina de la escuela (sabiendo que no debían mirar pero mirando a pesar de todo); aquellos testículos…, ¿cómo, en nombre de Dios, conseguían enviar sus espermatozoides acumulados hacia su pertinaz e impaciente erección?

Los sábados por la noche, los padres de Hugo solían salir de casa. A cenar, al ballet o al cine. La señora Harvey era una anhelante consumidora de todo lo que fuera luminoso y cultural. Había emprendido un programa de educación a implacable velocidad, con un apetito insaciable pero generalmente perspicaz, arrastrando tras de sí a su amedrentado y refunfuñante marido. Para entonces, Hugo y sus hermanas ya no necesitaban niñera, así que permanecían en casa haciéndose una veleidosa compañía. La hermana mayor de Hugo era una adolescente reseca, poco atrayente y depresiva, reducida por las intimidaciones de su madre (a la que el nacimiento de su primera hija había provocado un pánico del que Hugo, como primer hijo, se libró peligrosamente) a una ruina emocional, amargada, retorcida, temerosa y descarada. Hugo la amaba y la aborrecía con idéntica pasión. Su hermana menor, en cambio, era su cómplice. Él abusaba de ella despiadadamente, pero la amaba sin reservas. Ella lo adoraba imprudentemente y él la explotaba sin escrúpulos, pero eran grandes amigos y compartían toda clase de juegos inventados en los bosques de Hadley. Cazaban, tiraban, acampaban y exploraban, robaban en las tiendas, fumaban, tomaban drogas (la hermana en el papel de testigo aterrorizado, y sólo mucho más tarde como participante propensa al vómito) y proyectaban fugarse de casa.

Era un sábado por la noche y, como de costumbre, el señor y la señora Harvey habían salido. La hermana menor dormía y la hermana mayor estudiaba, leía o, por lo que Hugo sabía, se masturbaba. Hugo estaba en el piso de abajo, en su dormitorio a rayas, leyendo y trabajando y luchando con su incapacidad para masturbarse. Su pene se hallaba en alerta máxima. Enhiesto, orgulloso y ardiente al tacto, no le dejaba en paz. Se erguía sobre los pliegues del pijama y la bata como un insistente poste de barbería que reclamara su atención.

Hugo lo intentó todo para calmar, alimentar, refrescar y sosegar a su tozuda polla. Se desvistió en el pasillo, amontonando la ropa en el suelo, al pie de la escalera, y se tendió desnudo en la bañera vacía para mear sobre su ombligo. La erección permaneció e incluso se dilató. Comenzaba a instaurarse el priapismo. Chapoteó en el cálido y oloroso líquido amarillento, pero el agua no se metamorfoseó, y al fin salió de la bañera pegajoso, avergonzado y todavía ansioso. Pero ¿qué ansiaba? Pasó del baño a la cocina y abrió la alacena a la que todas las tardes, al salir de la escuela, acudía en busca de mermelada mientras su madre aún estaba trabajando.

Cogió una porción de mantequilla blanda de un plato de loza y se la aplicó sobre el pene, recubriendo profusa y exageradamente el glande con la untuosa sustancia. El pene no se dejó impresionar. Aquello era una guerra. Derramó azúcar sobre el capullo untado de mantequilla y los cristales vidriosos cayeron por el suelo y sobre la mesa de cocina donde Hugo había colocado su pene para amasarlo. El azúcar fue una equivocación. Al frotar la polla embadurnada, le irritaba la parte interior del prepucio. Aun así, armado de tal manera, se disponía a salir desnudo por la puerta trasera rumbo a los campos que se extendían más allá del jardín para intentar una temblorosa unción en el arroyo, cuando oyó que su hermana (mayor) le llamaba desde lo alto de la escalera. Regresó disparado hacia la puerta. Madame Chafardera había descubierto el montón de ropa al pie de la escalera. Hugo graznó respuestas aterrorizadas desde el comedor, rogando que su hermana no bajara y lo sorprendiera, estremecido, con una polla semicaramelizada que ya comenzaba a declinar y amenazaba salpicar la alfombra con mantequilla derretida.

La hermana no bajó, pero se lo dijo a su madre, que al día siguiente le sugirió con insólita mansedumbre que fuera a hablar con su padre. Eso era inconcebible, de modo que Hugo se retiró momentáneamente a la ignorancia, esperando la revelación y la salvación.

La salvación llegó en bicicleta.

Los Harvey no eran ricos, como ya sabemos, pero creían en las bicicletas. Seguramente habrían creído mucho menos en ellas si hubieran podido saber qué callejones de depravación iba a descubrir Hugo con su fiel velocípedo, pero al principio las relaciones de éste con su bicicleta reconstruida de sesenta y cinco centímetros fueron castas y enérgicas, basadas en largas excursiones por los vericuetos nunca hollados de los suburbios. Sin embargo, los suburbios pronto empezaron a resultar aburridos. Hugo nunca dejaba de esperar que se abriera ante él algún panorama extraño y maravilloso, como si al girar en el extremo más elevado de Osidge Lane fuera a descubrir las Tierras Altas escocesas y amplios valles sembrados de lagos extendiéndose hasta el horizonte. En su lugar, siempre encontraba laberínticas urbanizaciones municipales, con calles de extraños nombres que conmemoraban batallas coloniales de un pasado lejano. Pedaleaba cuesta arriba por la grisácea y angosta avenida de Mafeking y descendía por el grisáceo y angosto paseo de Jartum, anhelando que estos nombres exóticos se revelaran no como simples indicadores de carretera, sino como contraseñas secretas que le dieran acceso a algún bullicioso zoco africano. Pero nunca era así, y Hugo, que comenzaba a hartarse de sus excursiones locales, empezó a frecuentar las carreteras arteriales. El problema aquí eran los camiones que, adelantándolo a toda velocidad rumbo a ciudades remotas, lo atrapaban en su torbellino y lo dejaban mojado, sucio y gritando de furia. Se cansaba fácilmente y nunca parecía capaz de cubrir el lento y penoso recorrido hasta las afueras de Londres sin tener que dar media vuelta antes de llegar al perímetro (por lo demás, el perímetro se alejaba del centro constantemente). Y luego, por supuesto, estaba siempre el viento, y la lluvia, y a menudo, de la forma más inesperada, las dos cosas al mismo tiempo. Así sucedió aquel día. Hugo intentaba una vez más llegar al campo, a algún rincón idílico bañado por el sol a no mucha distancia de Hadley, con caminos frondosos y panecillos con mantequilla casera. Ya había dejado atrás el mundo conocido y pedaleaba tenazmente por la Al cuando empezó a caer una lluvia ligera, un velo de llovizna que empapaba más de lo que parecía y que obligó a Hugo, cansado y desmoralizado, a plantearse un regreso anticipado. Al otro lado de la carretera se alzaban unos retretes públicos de madera, y Hugo decidió refugiarse un rato allí antes de emprender la monótona repetición del trayecto a casa.

Los retretes, de una humedad rancia, estaban llenos de gente. En su interior había tres cubículos adyacentes y un urinario de zinc a lo largo de la pared más alejada. Pese a la presencia de varios hombres que parecían merodear por allí, uno de los cubículos estaba libre y Hugo entró en él con la intención de sentarse, cagar y reunir fuerzas para el largo viaje de vuelta.

Dentro del cubículo, Hugo advirtió que los graffitis tendían desusadadamente a lo gráfico. Dibujos a rotulador de hombres desnudos con erecciones descomunales que goteaban sobre rostros suplicantes se alternaban con lascivos relatos de seducción e intriga en los que intervenían policías, boy scouts y camioneros. Pero había algo mucho más sorprendente que aquellos elaborados dibujos. Había un agujero en la pared. Un gran agujero tallado en la madera que daba al cubículo contiguo. Hugo se arrodilló en el suelo y atisbo por el agujero con mucha cautela, con mucho sigilo, esperando en todo momento un grito airado de su vecino, el equivalente inglés de un Ça va pas!

No había nadie sentado en el retrete, pero vio dos piernas erguidas encaradas hacia la taza. Hugo estiró el cuello un poco más, movido por el imperioso deseo de echar un vistazo al pene mientras meaba. Pero el pene no estaba meando. Estaba erecto, duro como una roca, y una mano frotaba el prepucio arriba y abajo. ¿Quién era el dueño de esa enorme polla? ¿Durante cuánto tiempo podría Hugo regalarse la vista con aquella gloria antes de ser arrastrado fuera del cubículo por un airado padre de familia y verse expulsado con cajas destempladas, en el mejor de los casos, o, en el peor, entregado a la policía para que lo acompañara a su casa con un edificante sermón y una bicicleta confiscada? Alzó un poco más la mirada y vio la cara del hombre, inclinada hacia abajo y vuelta directamente hacia la suya. Retrocedió precipitadamente y esperó la diatriba. No pasó nada. Volvió a mirar: el pene aún seguía allí y la mano seguía frotándolo y, si se asomaba un poco más…, sí, el hombre seguía mirándole, un par de ojos al otro lado del agujero.

Hugo volvió a sentarse, aturdido, transfigurado. El alumno educado y de buena familia que siempre hacía sus deberes y sacaba buenas notas, que era cortés con los adultos y esperaba que éstos a su vez lo trataran con cortesía, que era pésimo en los juegos pero disfrutaba cuando los chicos de sexto superior se quitaban la camisa, que tenía amigos en quinto que bromeaban con él y con los que él podía bromear aunque en realidad no los comprendía, que tenía un mejor amigo llamado Sam que se sentaba a su lado en todas las clases, ese chico, ese Hugo, fue anulado de golpe por un nuevo Hugo con lascivia en la boca y ansia en la mirada, que se agazapaba en el suelo mugriento de un retrete público para mirar como un chiquillo que, con la nariz pegada al escaparate de una confitería, contempla las exquisitas delicias del interior. Todo el temor y la cautela se habían desvanecido. Hugo estaba ansioso. Pero ¿desde cuándo el ansia de un niño ha hecho que los dulces crucen el escaparate? Los escaparates de las confiterías, a diferencia de las paredes de los retretes, son de cristal y no tienen agujeros, de modo que los dulces, a diferencia del pene en el cubículo de al lado, no cruzan la pared y los niños locos de deseo no pueden apretar, acariciar, lamer y de nuevo apretar como hizo Hugo con el grueso y voluminoso pene cuando el grueso y voluminoso pene cruzó el agujero y entró en su cubículo.

En cuanto Hugo vio el pene, supo que debía tenerlo. Entre las manos. En la boca. Se quedó sentado mirando, y el pene se retiró al otro lado. Hugo saltó sobre el asiento del retrete y, mientras los últimos restos de cautela le amonestaban desde el fondo de su mente, contempló al hombre del cubículo contiguo. El hombre le miró y sonrió. Hugo salió corriendo de su cubículo y llamó a la puerta de al lado. La puerta se abrió. Hugo entró y se arrojó sobre el hombre, y el hombre lo abrazó. Sus dedos se extendieron para palpar lo que durante tanto tiempo le había estado vedado palpar. El hombre le pidió que fuera a dar una vuelta en su coche, y, para alivio del Hugo malo, el Hugo bueno respondió por él y dijo que no, gracias, y a continuación el hombre le preguntó si le gustaría ver leche, y Hugo dijo que sí, y casi inmediatamente el pene del hombre escupió una sustancia blancuzca. Hugo miró. No parecía muy extraño. Pero Hugo aún no sabía cómo hacer lo mismo, y su pene aún seguía erguido, duro y anhelante cuando el hombre comenzó a arreglarse la ropa. Hugo se colgó de él, aferrando su pene marchito y tirándole de los pelos del pecho bajo su camiseta a rayas, pero el hombre se limitó a sonreír. Fue una sonrisa distante. Ni amistosa, ni hostil. La sonrisa de todo ha terminado. Y luego el hombre se fue y Hugo se quedó allí, con el pene hinchado dentro de los pantalones y todo él volcado en el recuerdo de sus dedos sobre el cuerpo del hombre. La primera vez. La primera vez que tocaba el pene de otro hombre con sus manos, con su lengua. La primera vez que otro hombre lo abrazaba.

Estaba ya a medio camino de casa, cantando a voz en cuello, antes de darse cuenta de cuánto trecho había recorrido.

No le dijo nada a papá sobre su experiencia en los retretes de madera al borde de la Al. No le dijo a su hermana mayor ni a su hermana menor que un hombre había introducido su pene erecto por un agujero en la pared de un retrete de madera al borde de la Al. Y, desde luego, no iba a decírselo a mamá.

Lo primero que hizo Hugo cuando regresó de los retretes junto a la Al, tras haber palpado el pene del hombre de la camiseta a rayas, la gota de esperma colgante y la sonrisa de todo ha terminado, fue preparar la próxima visita. Estaba frenético. Sólo de pensarlo, el estómago le daba un salto mortal. La distancia se expandía y se acortaba. Estaba demasiado lejos para ser cómodo, pero lo bastante cerca para resultar concebible. El secreto era de capital importancia. Mentir era inevitable. Nadie debía saber nada de los retretes, de los hombres, de los graffitis, del agujero en la pared y del pene que asomaba por él. Y nadie lo sabría. Nadie de su casa y nadie de la escuela. De ahí en adelante, la vida en sí pasó a ser casi un secreto, y la verdad una cosa rara que intranquilizaba a Hugo. Las mentiras eran seguras, fáciles, flexibles y fiables. Hugo vivía sus mentiras y las creía.

Sin embargo, no era tan difícil volver al retrete de la A1. Por lo menos, no con una bicicleta. A la madre de Hugo le encantaba la idea del ejercicio físico. «Un cuerpo sano es una mente sana», rezaba uno de sus dichos favoritos. Otro era que el primer signo de inteligencia consiste en utilizarla: ser perezoso es ser estúpido. Estos criterios eran poderosos. Implicaban trabajo y esfuerzo. Realización personal. Responsabilidad. También implicaban que los largos paseos en bicicleta eran permisibles, incluso bajo la llovizna y los ventarrones del otoño.

Una semana después, el sábado por la mañana, tan pronto como le pareció prudente, tras haberse lavado y hecho la cama, Hugo partió hacia la Al y su retrete con paredes de madera. Mientras sus pies accionaban los pedales a lo largo de la Al, rumbo a la perdición, sus pensamientos eran un frenesí de posibilidades imaginadas.

El retrete no tuvo escrúpulos en añadir a Hugo a su colección de vagabundos, conductores, esposos sorprendidos y viejos pervertidos; una galería de picaros, lascivas miradas de soslayo y penes que emergían por agujeros tan grandes que se podía pasar una pierna por ellos; tanto que la gente se acoplaba a través de las propias paredes. Era un palacio de inscripciones garrapateadas y humedad maloliente. Por sus muros reptaba la lujuria en historias de seducción e incesto. Era el nuevo teatro de Hugo, su cuarto de juegos. Y él era la atracción estelar de aquel espectáculo musical de los bajos fondos. El chico educado de padres respetables se entregaba a la danza con exclamaciones de placer. Pero ¿quiénes eran sus compañeros en el tango de los retretes? Viejos, camioneros, hombres gordos y sudorosos que le daban monedas de diez peniques y le pedían que volviera y un hombre con una camioneta y un bosque cercano. La camioneta y el bosque cercano vinieron cuando la voz de aviso del chico educado, que le repetía la máxima infantil «No subas al coche de un desconocido», quedó ahogada por las voces del deseo… «Tú ya sabes lo que haces. Si la cosa se pone fea, puedes echar a correr. Esto es divertido». Y la voz de la entrepierna, que decía: «Ve a por ello, ve a por ello, ve a por ello, ve a por ello».

Hugo estaba hipnotizado y feliz. A los catorce años, subió a una camioneta con un desconocido y se dejó llevar a un bosque desconocido en mitad del campo.

El hombre, que era más viejo de lo que Hugo hubiera deseado (pero al jovencito Hugo le gustaban los hombres mayores, con vello en el pecho, en el vientre y en la espalda), lo condujo con voz suave y gestos amistosos hasta un claro de hojas muertas y ramitas secas. Extendió una manta y los dos se quitaron parte de la ropa. El hombre empezó a jugar y Hugo empezó a tocar. El hombre jugaba con su pene y con el de Hugo, y Hugo le tocaba el pecho y la espalda y los testículos y el pene. El pene de Hugo era el mejor faro del océano, y el hombre así se lo dijo. Y luego el pene del hombre emitió semen y el pene de Hugo aún no había hecho nada.

El pene del hombre se encogió bajo el tacto de Hugo, escondiéndose en el prepucio como un caracol asustado. Pero el hombre no dejó a Hugo insatisfecho, tendido sobre la manta en mitad del bosque desconocido. Tampoco lo apuñaló ni lo estranguló como, según todas las viejecitas de siempre, suelen hacer los desconocidos. Comenzó a frotar el faro de Hugo. Lo frotó de arriba abajo. El prepucio comenzó a cosquillearle el glande y el glande se hinchó y se hinchó hasta que Hugo sintió pulsar la sangre con tanta fuerza que le pareció que bastaría un pinchazo de alfiler para que el chorro rojo brotara como un surtidor hacia los árboles. Entonces, algo se agitó en su estómago. Y su pene comenzó a resplandecer y a cosquillearle, pero con unas cosquillas distintas. Parecía como si tuviera necesidad de mear y no pudiera.

Pensó que debía pedirle al hombre que se detuviera, pero las cosquillas lo tenían en su poder, y era incapaz de moverse. Sólo se retorció por dentro, se retorció y se dobló, y el cosquilleo aumentó y descendió por el pene hasta sus pelotas, que se elevaron, se endurecieron y se tensaron. Hugo se agitó violentamente. Su pene se iluminó y rió. Comenzó a ascender hacia el cielo y Hugo se vio arrastrado tras él. Parpadeaba y palpitaba, y Hugo creyó que iba a mearse, y entonces una mano desconocida le apretó las pelotas y Hugo estalló. Salpicó al hombre con un líquido claro, pero no era meado. Tampoco era blanco. Era el esperma acumulado de tanto tiempo sin masturbación. Era el esperma largo tiempo comprimido de un cuerpo desesperado por aliviarse pero incapaz de encontrar la llave, de abrir el cerrojo, de enviar el rocío volando hacia los árboles.

Hugo empezó a retorcerse. El placer era una agonía. La agonía era un placer insoportable.

Después, Hugo se tendió. Alzó la cabeza. Dirigió la mirada hacia su estómago distendido y todavía tenso, salpicado de gotas amarillentas. Dirigió la mirada hacia el hombre de camisa a cuadros que yacía a su lado y ahora en vez de deseo vio edad, en vez de sexo vio grasa, en vez de placer vio desagrado. Hugo se recostó de nuevo y el hombre empezó a hablar. Al principio eso le resultó irritante, pero luego apaciguó el desagrado que se había infiltrado en su cabeza.

—¿Cómo te llamas? —quiso saber el hombre, y Hugo se lo dijo.

—Oh, no —exclamó el hombre—. Yo de ti no utilizaría ese nombre. Es muy fácil de recordar. Utiliza otro que no se grabe en la memoria. Un nombre por el que nadie pueda identificarte.

Y allí, tendido de espaldas, la viscosidad del primer semen sobre su vientre aún lampiño, nació David, con catorce años y una sabiduría muy por encima de su edad.