23 de marzo de 1991

Apreciada Sra. Harvey:

Hace dos años que sé que tendría que escribirle esta carta. Es el tiempo que me ha llevado terminar el manuscrito que le adjunto.

Hugo y yo discutimos mucho sobre la conveniencia de que se lo enviara antes de su publicación. Creo que nunca llegamos a zanjar por completo la discusión acerca de qué beneficio supondría para usted, para nosotros o para el libro, el hecho de enviárselo. Aun así, los dos consideramos que tenía usted derecho a verlo antes de que fuera publicado.

Seguramente estará usted preguntándose quién soy yo. Nos vimos brevemente en el funeral de Hugo, hace dos años. No creo que lo recuerde. Aunque no era uno de sus amigos más antiguos —de hecho, en el momento de su muerte apenas hacía unos seis meses que nos conocíamos—, llegué a conocerlo muy bien. Durante los dos últimos meses de su vida, me pasaba casi todo el día a su lado. Esto no me resultó muy difícil: ambos estábamos en el mismo pabellón del hospital. Ahí fue donde nos conocimos y donde tan a menudo coincidimos. Primero como visitantes. Luego, como pacientes. Los dos por períodos cada vez más largos.

El hospital habría podido ser un lugar miserable, una especie de antesala de la tumba. De hecho, ahora que no está Hugo, se ha convertido en eso, y gracias a Dios cada vez paso menos tiempo en él. Pero mientras compartimos nuestras horas de almuerzo y nuestras tardes, me sentía transportado y feliz escuchando sus relatos, dándole sus pastillas y su papilla de proteínas, discutiendo con él cuando estaba de mal humor y riendo con él cuando revivía los momentos más absurdos de un pasado insólito. Aunque, para mí, lo insólito no era tanto su vida como la franqueza con que Hugo compartía sus experiencias. Supongo que fue eso lo primero que me acercó a Hugo y a la idea de escribir este libro.

Como usted debe de saber, Hugo era un excelente narrador. Podía conferir a la anécdota más efímera su propio sentido dramático. Se trataba de relatos aleccionadores en los que él, el héroe, era protagonista ridículo pero también ingenuo. Los contaba, no por deseo de sorprender y escandalizar, sino en el convencimiento de que esas mismas cosas les habían ocurrido a otras personas en otros lugares, de distintas maneras y bajo distintas formas y combinaciones. Para Hugo, el sexo era al mismo tiempo una adicción y un absurdo. Solía describir su vida como una larga batalla entre su cabeza, su corazón y sus caderas. Nunca albergó la menor duda de que vencerían sus caderas.

Hugo me dijo en cierta ocasión que no podía lamentar nada de lo que le había sucedido, porque en todos los casos había sido elección suya y en todos los casos había sido consciente de que no tenía elección. Saboreaba con fruición sus alocadas aventuras entre la gente de mal vivir. A sus ojos, era como si se hubiera escabullido por la puerta de atrás mientras nadie miraba, sólo para echar un vistazo furtivo, y, como el chiquillo que aplasta la nariz contra el escaparate de la confitería, ya no pudo echarse atrás. Él mismo fue su propia víctima. Desde el primer momento supo que los dulces del escaparate estaban envenenados, pero le gustaban demasiado para rechazarlos. Hugo nunca se sintió culpable por la forma en que terminó su vida, y tampoco echó la culpa a nadie más.

Puede tener la certeza de que no le echaba la culpa a usted ni a ningún miembro de su familia por nada de lo que llegó a sucederle. Le preocupaba mucho que pudiera interpretar este libro como un acto de venganza por poderes. Hugo era tan franco al hablar sobre su familia como cuando hablaba de sí mismo. Mientras discutíamos acerca de cuál sería la mejor manera de presentarle todo este asunto, solía decirme que usted, su padre y sus hermanas tenían la desgracia de ser el material que tenía más mano. Ustedes fueron las personas a las que primero examinó y a las que estudió por más tiempo. También eran las que más amó y conoció. Este libro no es una especie de dardo venenoso disparado desde la seguridad de la tumba. Ustedes son sus víctimas sólo en la medida en que recurrió a sus historias para mejor contar la suya. Para Hugo, era muy importante que se lo explicara a usted así.

El mayor pesar de Hugo fue el morir antes que sus padres y el tener que infligirles esta herida, la peor de todas las heridas, la pérdida de un hijo. Como dijo Freud, uno sólo es libre de morir tras la muerte de sus padres. Hugo murió sin permiso.

Creo que ya he dicho bastante. Y muy probablemente, demasiado. El resto debe hablar por sí mismo. Atentamente,

Oscar Moore