5

K. L. Mauthausen

Algunos detalles sobre organización de un campo de exterminio

¡Mauthausen, fatídico nombre! ¡Mauthausen, campo de la muerte! ¡Mauthausen, cuyo nombre da escalofríos sólo con pronunciarlo!

Mauthausen fue, con Auschwitz, Buchenwald, Dachau, Flossenburg, Neuengamme, Sachsenhausen y Ravensbrück —este último de mujeres—, el término final de la odisea trágica de miles de españoles republicanos, hechos prisioneros por los nazis en Francia desde 1940 a 1944.

En Auschwitz —cerca de Cracovia, en Polonia—, en Sachsensausen —junto a Berlín—, en Flossenburg —entre Nuremberg y Pilsen, en la frontera alemano-checa—, en Neuengamme —cerca de Hamburg—, fueron encerrados un número reducido de españoles. En cambio, en Dachau —cerca de Múnich— y Buchenwald —cerca de Leipzig—, hubo bastantes más, procedentes casi todos de las cárceles francesas, por haber participado en acciones armadas de la Resistencia Francesa contra los invasores alemanes. Otros habían sido fusilados en Francia pues, generalmente, cuando los nazis descubrían un republicano español, lo fusilaban inmediatamente. Muchas estelas hay diseminadas por el territorio francés, con las inscripciones: «Aquí fue asesinado un republicano español anónimo».

El campo de Rawensbruck «albergó» a varias compatriotas nuestras, todas ellas miembros también de la Resistencia Francesa. Algunas de ellas fueron trasladadas a Mauthausen, en 1945, al evacuar aquel campo los nazis. Hubo españoles aislados que fueron encerrados en otros campos, donde perecieron. Éste fue el caso en Terezin, en Checoslovaquia, donde estuvo, y murió, un solo español (oficialmente inscrito; no se sabe si los hubo «extraoficiales»). Pero el núcleo más importante de españoles fue deportado a Mauthausen.

Los campos de concentración fueron clasificados por los SS en tres categorías: la I, la II y la III.

Por ejemplo: Dachau y Sachsenhausen eran de la categoría I; es decir, la de los «recuperables».

Buchenwald, Flossenburg, Neuengamme, Auschwitz I, eran de la categoría II.

Mauthausen fue clasificado en la categoría III; es decir, la de los «irrecuperables». La más terrible de todas.

La clasificación en estas tres categorías fue hecha por Reinhard Heydrich, uno de los principales jefes de las SS. Y dio el visto bueno Himmler, jefe supremo de las SS.

Los presos de Mauthausen eran considerados enemigos peligrosísimos del III Reich. De ahí su etiqueta de «irrecuperables», sin ninguna posibilidad de liberación. Ningún preso entrado allí debía salir con vida, tal era el designio de las SS. Además de la clasificación mencionada, dada por los altos dignatarios nazis, Mauthausen fue considerado como Vernichtungs Lager (campo de exterminio), en el lenguaje que los SS empleaban entre sí.

Esto no quiere decir que en los otros campos no se emplearan los mismos métodos que en Mauthausen. La clasificación de Heydrich sólo fue respetada en los primeros tiempos de su promulgación (enero de 1941). Más tarde, las mismas consignas fueron dadas para Auschwitz y Buchenwald, quedando sin efecto las primeras catalogaciones, puesto que la exterminación se practicaba metódicamente en la mayoría de los campos.

Que se sepa, Mauthausen fue el único campo donde nunca pudo penetrar la Cruz Roja Internacional, ni delegación internacional alguna.

El campo de Mauthausen, situado en la cima de una colina que domina el valle del Danubio, hubiera podido ser un paraje idílico, dado su situación geográfica, si no hubiera tenido el triste privilegio de ser construido para el exterminio de miles de personas. En una de las vertientes de la colina está situada la cantera de Wienergraben. Esta cantera pertenecía al ayuntamiento de Viena antes de la anexión de Austria de 1938. Los SS la adquirieron para explotarla con la mano de obra del campo, en el verano de 1938. Un grupo de prisioneros traídos de Dachau empezó la construcción de dicho campo. La mayoría de esos detenidos eran delincuentes comunes a los que, más tarde, se agregaron detenidos políticos austríacos y alemanes, destinados a trabajar en la cantera. La empresa de explotación de la cantera de Mauthausen era de los SS, y todo el producto de la extracción de la piedra iba a la «caja particular» de los SS. Es decir, el beneficio de su producción no servía al Reich alemán, sino integralmente a los SS, sin que éstos dieran cuenta a nadie de aquel «negocio». Para comprender eso es necesario explicar, brevemente, qué eran los SS y su organización.

SS era la abreviación de «Schutz-Stafel» (Secciones de Seguridad). El cuerpo de los SS fue constituido, en 1933, con los grupos de choque del partido nazi. No estaban subordinados a ningún organismo existente en Alemania. La fidelidad a su propio partido y al Estado tenía menos importancia que la «lealtad incondicional» al Führer. Habían sido creados para defender e imponer las ideas de su jefe, Adolf Hitler, y eran la emanación de su dictadura personal, dependiendo de la voluntad absoluta del Führer. De ahí el que se considerasen como hombres superiores, como una élite, como prototipos de una raza escogida, y que, por eso, sus poderes fueran ilimitados.

Éstas, y muchas otras, eran las razones que hacían posible que sus actividades fuesen ultrasecretas. Poseían un estatuto privilegiado que hacía de ellos los instrumentos de la aplicación del estado de excepción, con la supresión total de las garantías del derecho individual y colectivo.

Hitler nombró a su hombre de confianza, Himmler, jefe supremo de esta organización (Reichsführer SS).

Todos los campos de exterminio nazis en Alemania, y en los territorios ocupados, fueron administrados y vigilados por los SS.

Mauthausen se contó entre los más terribles de aquellos campos.

Primeras impresiones del «campo de la muerte»

Al bajar del tren, mi primera visión a través de la penumbra y de neblina matinal fue una fila de soldados, con el casco de acero, y en la mano el fusil con la bayoneta calada.

Al ver aquella estación, parduzca, desierta, me invadió en seguida un sentimiento de miedo y tristeza. Los SS nos estaban esperando. Aquellos SS de los cuales habíamos oído hablar tanto, con la insignia tan conocida: la calavera en el casco y también en el cuello de la guerrera. Todos eran jóvenes de 18 a 24 años. Algunos llevaban una cinta negra en la parte inferior de la manga, sobre la cual había escrito, en letras blancas, Toten-kopf (cabeza de muerto, o calavera).

De repente, tras una orden gritada en alemán, la jauría se desencadenó. Gritos, empujones, palos, culatazos, para formarnos de tres en tres. ¡Y desgraciados los que no obedecían en seguida! Escoltados por unos 150 SS, atravesamos el pueblo de Mauthausen. Ni un sólo ser viviente en la calle principal. Las casas estaban cerradas. Ni siquiera se oía el ladrido de un perro al pasar nosotros, como si al paso de las hordas hitlerianas llevando su rebaño al matadero, todo ser viviente, hombres y animales, hubieran quedado petrificados. Una vez cruzado el pueblo, comenzó la subida hacia el campo, por un camino estrecho, resbaladizo, donde era difícil avanzar en filas de tres. Había que marchar rápidamente bajo la lluvia de golpes. Antes de llegar al campo varios compatriotas cayeron al suelo, extenuados, siendo pisoteados por sus verdugos. Pudimos recogerlos y arrastrar a varios hasta el campo, al que llegamos después de media hora de marcha, siempre cuesta arriba.

Mi primera impresión fue la de encontrarme ante una inmensa obra de construcción, ya que había muchos hombres empleados en trabajos de excavación. Pasamos el primer control y entramos en el recinto o perímetro exterior, donde me apercibí de las torretas de vigilancia, en las cuales montaba guardia un centinela con ametralladora. Sobre un muro en construcción, un águila inmensa, en cobre verde, dominaba la entrada de la plaza donde estaban los garajes de los SS. No tuve la menor duda: estábamos en uno de aquellos campos de los cuales tanto habíamos oído hablar. Aún tuvimos que subir por unas escaleras de granito y nos encontramos ante las dos torres que debían sostener, más tarde, la puerta de entrada. Digo más tarde, porque en aquella época la fortaleza no estaba terminada. Había veinte barracas, y las alambradas estaban colocadas apenas a dos metros de las puertas de las barracas 1, 6, 11 y 16. Las alambradas estaban sostenidas con postes de madera y enganchadas en aisladores de porcelana. En el primer poste, una placa metálica con esta inscripción: Vorsicht! Lebensgefär (atención, peligro de muerte). Yo no conocía todavía el alemán, pero un relámpago rojo, dibujado junto a la inscripción, me hizo comprender que se trataba de alambradas con corriente eléctrica de alta tensión.

¡Una verdadera visión de pesadilla!

Miré en torno nuestro y vi a los SS con los látigos de nervios de buey, rodeados de varios colosos (kapos), vestidos con trajes de presidiarios, que vociferaban y amenazaban a otros presos que trabajaban. Las alambradas de alta tensión, el humo negro y el olor a carne quemada que venía de una gran chimenea situada al fondo de la plazoleta donde nos encontrábamos, el aspecto siniestro de las barracas, todo ello parecía un cuadro dantesco. Sentí una opresión inmensa, atenazadora, que me hacía un nudo en la garganta, de donde no podía salir una sola palabra. Aquella imagen era la que yo me hacía del infierno. Pero, franqueado el umbral de las dos torres, no quedaba ya lugar ni para comparaciones, ni para recuerdos de ninguna clase.

Esperando nuestro turno para entrar en las duchas y desinfección, vi pasar cuatro presidiarios cargados con piedras, y me quedé estupefacto al oírles hablar español. Les pregunté:

—¿Sois españoles?

—Sí, pero no nos hables, porque los SS y los kapos te molerían a palos si ven que lo haces, Espera, vendremos a vuestro lado a cargar piedras, Si tenéis cigarrillos y comida tiradlos al suelo, pues os lo quitarán todo.

Unos minutos más tarde vinieron a cargar algunas piedras cerca de nosotros. Quedé sorprendido de la delgadez de sus cuerpos. Eran auténticos esqueletos.

—¿Qué es este campo? ¿Hace tiempo que estáis aquí?

Uno de ellos se acercó un poco y me dijo:

—Sí, amigo. Yo llegué aquí el 10 de agosto de 1940. Me trajeron directamente de Francia. Éste es un campo de exterminio, y los alemanes nos han dicho que nadie saldrá vivo de aquí. Tened cuidado. Obedeced en seguida sus órdenes para evitar que os «liquiden» a golpes.

Cargó una piedra sobre sus hombros y se alejó. La forma de sus huesos se marcaba sobre su uniforme. ¡En aquel infierno había españoles desde ocho meses antes!

Me llamó la atención una insignia y un número que llevaban en la chaqueta y en el pantalón. La insignia era un triángulo azul de unos seis centímetros de anchura, en el centro del cual había una S mayúscula de color blanco. Debajo llevaban un número escrito en negro, sobre una banda de tela blanca. ¡El triángulo azul! Éste sería el distintivo de los españoles republicanos; el que nos diferenciaba de los otros detenidos. Este triángulo estaba destinado, en principio, a los «apátridas», pero lo cierto es que sólo lo llevamos nosotros. En Francia fueron detenidos «apátridas» de Italia, de Hungría, de Alemania, pero a ninguno de ellos le dieron el triángulo azul. Ello prueba que había sido creado especialmente para nosotros con el fin de que fuésemos «controlados» y distinguidos en todos los campos. (Los diferentes triángulos que llevaban los deportados eran: verde para los criminales; negro, para los asociales; marrón, para los gitanos-zíngaros; violeta para los creyentes y los curas alemanes; dos triángulos invertidos y amarillos —estrella de David— para el distintivo de los judíos; rojo, el de los políticos alemanes y austríacos; rojo —con la inicial de cada país, escrita en negro— era el distintivo de todos los deportados políticos, y azul, con la S blanca, el de los españoles).

Por grupos de cuarenta o cincuenta nos hicieron bajar a unos sótanos donde se encontraban las duchas. En la antesala había varios presos encargados de afeitarnos, mientras otros nos quitaban nuestro equipaje y la ropa, bajo la vigilancia de los SS. Desfilamos ante una mesa, donde cuatro presos establecían una ficha de entrada al campo. La ficha fue hecha rápidamente; no hay que olvidar que un expediente con la ficha de la Gestapo, hecha en el «Stalag», nos había precedido. Aquello era sólo un requisito para el control interno del campo.

Me dieron un número. Mariano Constante había dejado de existir. Allí, en Mauthausen, me llamaría: «Spanier 4584».

Mi maleta de cuero, que arrastraba desde España; mi macuto italiano, recuperado en la batalla de Fanlo; mi reloj; las sortijas, y, sobre todo, mi cartera con las fotos de mi familia, que consideraba como el tesoro más importante del mundo; todo me fue arrebatado y metido en un saco de papel. Pero antes los SS hacían su selección, separando los objetos de valor, o los que a ellos les gustaban. Después empujados por los SS armados de látigos, nos condujeron hasta donde estaban los barberos, que nos afeitaron de la cabeza hasta los pies. Ni un centímetro de nuestro cuerpo fue olvidado. Los velludos del pecho o de las piernas, como era mi caso, éramos los más difíciles de «pelar» con aquellas navajas, que no tenían de navajas de afeitar más que el nombre, y que nos arrancaban la piel. Al terminar nos metieron bajo una ducha de agua helada, que nos dejaba paralizados. Luego, completamente desnudos, nos hicieron formar otra vez, junto a la puerta de entrada, donde se encontraba la barraca del lavadero. Tenía la impresión de estar más desnudo de lo que estaba en realidad. Sin la ropa y sin pelo, me parecía que me habían despojado de una parte de mí mismo.

Al formar me fijé en que un grupo de 40 o 50 de los nuestros, enfermos y agotados, habían sido separados, entrando los últimos en las duchas. Entre ellos se hallaba mi amigo Paco, que se había lesionado levemente en un encuentro de fútbol en el «Stalag XVII A». Paco era uno de mis mejores camaradas, teniente de mi promoción en España. Cuando los hombres válidos fuimos conducidos a la barraca, ellos entraron en los sótanos de las duchas y no los volvimos a ver nunca más. ¿Inyección de gasolina? ¿Pelotón de ejecución? ¿Cámara de gas? Lo ignoro, lo cierto es que no quedó ninguna huella de aquellos compatriotas nuestros. (Se calcula que unos 30.000 a 32.000 españoles estaban en primera línea en Francia. Admitiendo que sólo la mitad fueran hechos prisioneros y deportados a Mauthausen, donde fueron conducidos la mayoría de ellos, no cabe duda de que estaríamos muy lejos de la cifra oficial de muertos facilitada en 1945, después de la Liberación. No hay duda de que desaparecidos como éstos debió haber muchos, y una prueba es el gran número de familias que en España aún esperan en vano noticias de un ser querido, desaparecido en aquellos años, al caer en manos de los alemanes).

Una enorme puerta hecha con tablones, sobre los cuales se enrollaban alambradas puntiagudas, se abrió ante nosotros. Dos SS y un oficial estaban de guardia. Empujados como ganado, bajo los golpes y los gritos de los SS, nos condujeron corriendo al block (barraca) número 13. Allí, tres energúmenos, que medían por lo menos un metro noventa y que eran de constitución hercúlea, nos hicieron formar en columnas de diez delante del block, bajo la vigilancia de los SS que controlaban las operaciones. Después de habernos preguntado si comprendíamos el alemán, llamaron al intérprete del block 17 —un alemán que había vivido en España y que comprendía nuestra lengua—. Aquel intérprete llevaba el triángulo rojo, el de los políticos, pero de tal no tenía nada. Era un sádico criminal y a los españoles nos tenía un odio mortal. Se llamaba Henri, pero los españoles le habían apodado «El Enriquito» (era, además, algo homosexual). Empezó a traducirnos el discurso del jefe de block, añadiendo palabrotas de su cosecha, para insultarnos:

—Aquí estáis en Mauthausen. De este campo no saldrá con vida ni uno solo de vosotros, pasaréis todos en humo por la chimenea del crematorio. Habéis combatido contra el Führer, y contra Alemania, y ahora veréis lo que hacemos de vosotros. Quiero disciplina en el block, mucha disciplina. El que salga del block será castigado. Está prohibido ir del stube A (sala) al stube B. No quiero oír hablar en el interior del block. No toleraré un sólo gramo de polvo en él…

Y así durante un buen cuarto de hora. Lo único que podíamos hacer era respirar, pero había que hacerlo sin ruido. Los blocks estaban divididos en dos partes: stube A y stube B. Entre los dos se encontraban los retretes y los lavabos. El stube se componía de una gran sala dormitorio y de otra sala más pequeña llamada comedor. (Ironías de la vida: llamar comedor a un lugar donde se moría de hambre…) En el comedor había varios armarios, y en dos rincones había cuatro literas dobles, donde dormían: el jefe de block, el jefe de stube y varios kapos (cabos de vara), todos ellos presos de «delito común». Un tapiz de lona separaba el comedor de la puerta de entrada al dormitorio. Para entrar al dormitorio nos hicieron sacar las chancletas de madera, y desgraciado del que ponía un pie fuera de la lona. Las literas eran de dos pisos y tenían un colchón de paja de unos 60 centímetros de ancho. (Las literas fueron suprimidas pocas semanas después, y tuvimos que acostarnos en el suelo. Así podían «prensar» más presos en cada stube). Teníamos que dormir dos hombres en cada colchoneta.

El uniforme de presidiario que me habían «regalado» era demasiado pequeño para mí; el pantalón me llegaba solamente a la pantorrilla, y las mangas de chaqueta apenas cubrían los codos, lo que me daba una facha de auténtico payaso. A mi amigo Carlos —que no medía más de un metro cincuenta y cinco— le habían dado un uniforme donde cabían dos como él. Hicimos el cambio y aquello nos costó la primera gran paliza recibida en Mauthausen. El jefe de block lo vio y nos denunció, pues aquello estaba prohibido.

Por la tarde, después de la formación para contarnos (lo cual hacían cuatro veces por día), un amigo de Septfonds, al que había visto al pasar por la barraca 6, consiguió venir a verme, burlando la vigilancia del jefe de block. Mi amigo había llegado a Mauthausen en diciembre de 1940. Nos explicó lo que era la vida en el campo, dándonos consejos para evitar castigos. Y nos dijo lo que nos esperaba a todos, la poca esperanza que tenía de que pudiéramos aguantar aquella vida, el hambre que se pasaba, y toda clase de torturas físicas y morales. Cientos de compatriotas nuestros habían sido ya exterminados y quemados en el crematorio. Antes de marcharse se dirigió a mí y me dijo:

—Mariano, ten cuidado, porque hay bandidos depravados que persiguen a los muchachos, de la misma manera que un hombre normal va detrás de una mujer. Son todos homosexuales y buscan a la gente joven…

A pesar del cansancio, dormí muy poco aquella primera noche, buscando una solución para hacer frente a tal situación. ¿Existía una posibilidad de sobrevivir en aquel infierno? No veía forma de que nuestra organización fuese de utilidad en aquel campo como lo había sido en los demás. Una cosa era cierta: habíamos entrado en el mismísimo infierno, en un mundo inhumano y espantoso, donde todo era distinto a lo que ocurría al otro lado de la doble línea de alambradas electrificadas que enclaustraban aquel reducto de la muerte. Allí nuestro cerebro no tenía tiempo para otra cosa que pensar en los medios para poder resistir. Pasada la primera noche en Mauthausen, dos cambios se produjeron en mí: el miedo que siempre me atenazaba había desaparecido, y en un día y una noche yo había envejecido unos diez años.

Nos levantábamos al despuntar el alba y hacíamos nuestras camas alineando las colchonetas a la misma altura: no se permitía que hubiese una sola jiba de deformación en ella. ¡Pobre de aquel que no supiera «mantener la alineación»! Luego íbamos a los lavabos, con el torso desnudo, para aseamos. Allí disponíamos solamente de una docena de lienzos ásperos para secarnos todos. Después nos daban un cacito de sopa —hecha con cierta clase de producto sintético—, que era un «caldo» que debíamos tomar en el exterior del block, delante de la puerta. Cuando terminó la primera alineación del día, y los otros «deportados» salieron del campo en grupos para trabajar, se nos entregó el triángulo y el número de matrícula, que cada uno debía coser sobre su uniforme. Como ya he dicho, se trataba de un triángulo azul con la S blanca —abreviación de Spanier (español)— y las cifras pintadas en negro sobre fondo blanco. Era obligatorio saber decir el número en alemán, no saberlo equivalía a un castigo. Al tiempo transcurrido entre la llegada y el momento de ser enviados al trabajo se le llamaba periodo de «cuarentena».

El 9 de abril de 1941, dos días después de nuestra llegada, cayó una gran nevada y sufrimos el primer castigo colectivo. El pretexto fue que un compañero había salido del block después de las nueve de la noche. Una campana situada a la entrada del campo señalaba a las nueve de la noche el toque de queda y nadie podía salir del block, bajo pena de ser tiroteado por los SS de guardia. Nos hicieron levantar y, vestidos tan sólo con el calzoncillo transparente, descalzos, por medio de golpes de porra, los alemanes nos obligaron a correr y a echarnos al suelo, sobre la nieve, en medio de la calle. Al cabo de dos horas, cuando la nieve estuvo completamente apisonada, se nos dio permiso para volver a las barracas. Pocos pudimos dormir aquella noche. Para algunos de los nuestros aquello fue el comienzo y el fin del calvario: al día siguiente morían de congestión pulmonar.

La «cuarentena», para nosotros, sólo duró dos días. Los SS, que habían decidido acelerar la construcción de la fortaleza con los deportados españoles, tenían que hacernos trabajar mientras aún tuviéramos fuerzas para ello.

Como deseaba saber y conocer bien cuál era la vida en el campo, no dejé un momento de observar las idas y venidas de los SS a nuestro block, y, en particular, la actividad de los alemanes de «delito común» que eran jefes de block, jefes de stube, kapos, barberos, etc. Es decir, los que tenían en sus manos toda la dirección interior del campo. Pronto pude deducir que aquella «mafia», el hampa del campo, era tan terrible como los propios SS, con un poder sin límites acordado por éstos. Me di cuenta, desde el primer día, de que los deportados encargados de la limpieza de los blocks tenían por lo menos una ventaja sobre los demás: permanecer en el interior del block mientras los otros eran sacados al exterior, una vez levantados, fuera cual fuera el tiempo. Por eso, al tercer día, cuando el jefe pidió voluntarios para limpiar antes de salir al trabajo, me presenté a él. Me ordenó limpiar el polvo de las vigas de madera que sostenían el techo de la barraca y que en algunos sitios se encontraban a cuatro metros del suelo. Para alcanzar aquellas alturas tuve que realizar verdaderas acrobacias. También aquello formaba parte de la tortura cotidiana. Los SS subían encima de una mesa, sobre la cual ponían una silla, y pasaban el dedo sobre las vigas de madera para ver si había polvo. ¡Pobres presos si encontraban un gramo de suciedad!

De los cinco alemanes que dirigían el block, cuatro llevaban el triángulo negro (asociales) y sólo uno el verde (criminales).

Este último era el secretario de la barraca, encargado del control administrativo. Un mocetón de casi dos metros, con gestos y ademanes que denotaban mucha viveza, de mirada inteligente.

Había notado que era el único que no pegaba a los españoles, limitándose a gritar y amenazar. También noté que los SS no le miraban como a los otros «bandidos». (Los españoles dimos este nombre de «bandidos» a todos los deportados alemanes —salvo algunos curas y hombres políticos— puesto que, aunque de triángulo diferente, su comportamiento fue siempre el de auténticos bandidos).

Cuando acabé de limpiar el polvo la primera vez, el secretario me llamó a su mesa y, «chapurreando» el español, me dijo:

—Tú ser muy joven. ¿Cuánta edad?

—Veinte años, secretario.

—Tú limpiar mi mesa y hacer mi cama todos los días.

No contesté en seguida, desconfiando de él, sobre todo cuando pensé en lo que me había dicho mi compañero de Septfonds sobre los homosexuales.

—Si el jefe de block me lo ordena, lo haré —le respondí.

—Jefe de block estar de acuerdo, tú comerás un poco más de sopa por la mañana.

Después llegó la formación y la salida al trabajo. Fuimos destinados a un grupo llamado Baukomando (grupo de construcción), es decir, los encargados de construir la fortaleza. Estábamos en el exterior del recinto electrificado, en plenos trabajos forzados. Quinientos o seiscientos presos, en su mayoría españoles, iban y venían por el tajo, en todas las direcciones, con piedras y materiales diversos. Al mismo tiempo que las murallas del campo, se construían también las barracas destinadas a los SS que nos vigilaban.

Como el campo de Mauthausen se encuentra en la cima de una colina, era necesario allanar los terrenos para poder construir. Se precisaba realizar duros trabajos: excavar la montaña y transportar la tierra para rellenar los barrancos y nivelar el terreno. Todos aquellos trabajos se hacían bajo la vigilancia de una jauría de SS y de kapos, y a veces en presencia del propio Ziereis (comandante en jefe), y del capitán Bachmayer. Se nos destinó a la carga y al transporte de vagonetas de tierra; había que cavar, cargar las vagonetas y llevar su contenido a los lugares más quebrados del terreno, allí donde más tarde sería construido el «campo sanitario». Millones y millones de metros cúbicos de tierra serían transportados con las vagonetas y sobre parihuelas de madera, llevadas por dos presos. Uncidos dos a dos, teníamos que arrastrar las vagonetas. Se debían subir vacías desde el fondo del tajo hasta la cúspide y, una vez llenas, se bajaban frenándolas para impedir que se despeñaran. Sin embargo, la pendiente era tal que ni la barra de madera con que se intentaba enfrenar las ruedas, ni el tiro de presos, podía retenerlas, y a veces, a velocidad loca, iban a estrellarse al fondo del terraplén, arrastrando con ellas toda la tira de presos. Para los SS y los kapos, nuestros heridos —o nuestros muertos— motivados por los descarrilamientos de las vagonetas eran un espectáculo regocijante, al mismo tiempo que el pretexto para apaleamos con sus látigos, sus nervios de buey o sus porras de goma, como a bestias. La primera jornada fue espantosa para algunos de los nuestros, sobre todo para los más viejos. La edad fue un factor importante para sobrevivir en Mauthausen: pocos compañeros de los que tenían entonces más de 45 años pudieron soportar aquella vida, y la mayoría desaparecieron en poco tiempo.

El primer domingo recibimos la visita de numerosos bandidos de «delito común», que venían a ver a «los nuevos». Sobre todo cuando se nos hizo el control de piojos (los controles de piojos consistían en hacernos desnudar a todos, dentro o fuera de la barraca, para ver si teníamos parásitos). En realidad aquélla era una de las torturas que nos infligían, ya que nos «desinfectaban» con un producto químico que nos quemaba la piel de nuestras partes genitales. Para los bandidos aquello era un espectáculo, una distracción…, que les permitía gastar bromas obscenas, en particular con los jóvenes.

Unos días después tuve ocasión de saber, plantándole cara, lo que era la tentativa de «amistad» de un homosexual. Yo seguía haciendo la limpieza de las vigas y de la mesa del secretario. Hans, ése era su nombre, pidió al jefe de block que me diera una litera individual de las que había en el comedor, es decir, las de los «privilegiados». Yo temía que aquello fuera hecho con mala intención y pregunté a mi amigo Ángel —que llevaba allí ocho meses ya— qué pensaba del secretario. Me contestó que de éste no debía tener miedo, ya que era un enemigo encarnizado de los «lilas» (los españoles, que, como se verá dábamos apodos a todos, señalábamos así a los homosexuales); pero había un kapo «verde», encargado de limpiar las cenizas del crematorio, que dormía en el stube B y se mostraba muy amable conmigo. Continuamente me ofrecía pan, que yo rechazaba. Una noche fui despertado por alguien que intentaba manosearme por debajo de mi manta. Yo tuve siempre una aversión tremenda a los homosexuales, pero sólo de pensar que allí, en un lugar de exterminio, podía haberlos, me escandalizaba aún más. Así que como, sin pensarlo dos veces, salté de la litera, agarré al intruso —que al principio creí era el secretario— y le propiné varios puñetazos. Eso ocurría en la más completa oscuridad, porque teníamos prohibido encender la luz. Oí una voz que se quejaba y me decía:

—No me pegues, español, no me pegues…, que no quiero hacerte nada. Sólo quiero ser tu amigo.

Por la voz, aunque hablaba bajito, comprendí que no era el secretario. Seguí golpeándole y le grité:

—¡Canalla, asqueroso, te voy a hacer polvo, aunque me cueste el que me metan en el crematorio!

Al oírme gritar, el secretario se levantó.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó.

Al mismo tiempo que el jefe de block encendía la luz, mi «agresor» desapareció por el pasillo que conducía al stube B. Me preguntaron qué ocurría, pese a que ya sabían de qué iba la cosa… El secretario y el jefe de block, se miraron y sonrieron maliciosamente. Hans me dijo:

—Bravo, español, has hecho bien. ¡Duro con ellos!

No fue difícil saber quién había sido el intruso de la noche. A la mañana siguiente apareció el kapo con un ojo negro y la cara hinchada. Ya sabía lo que le esperaba si volvía a meterse conmigo. Una sola cosa me preocupaba: la posible represalia de los bandidos, puesto que atacar a uno de ellos era correr el peligro de ver caer sobre mí a la «mafia» de los homosexuales en peso.

Confidencias de un «verbrecher» (criminal)

Después de aquel incidente, Hans me hizo sentar junto a su mesa y me dijo:

—Escúchame, español. Has demostrado que tienes valor y que no te dejas avasallar. Pero, cuidado, no olvides que estás en Alemania y que los de «delito común» están protegidos por los SS. Aún te queda mucho que aprender aquí. Así que abre bien los ojos y observa a la gente.

Y empezó a contarme su vida:

—Yo soy austríaco, nacido en la frontera italiana. A los diecisiete años marché a los Estados Unidos, donde no trabajé nunca. Soy un «gánster». Durante mucho tiempo formé parte de la banda de Al Capone, con el que tenía muy buenas relaciones. Participé en varios golpes importantes en los Estados Unidos. Tuve suerte y jamás fui detenido hasta que, un día, la banda me escogió para venir a Viena, con el fin de crear una «sucursal» de la banda. Desgraciadamente, lo que conseguí en Chicago no pude conseguirlo en Viena. Atracamos un banco y «liquidé» a dos policías. Me «pescaron», pero me evadí de la prisión. Luego me volvieron a encerrar en la cárcel de Viena, donde me encontraba cuando los hitlerianos invadieron Austria, y éstos me trajeron aquí. La política me importa muy poco, pero detesto a los hitlerianos que me han traído a Mauthausen. En lo que afecta a estos miserables del triángulo negro, y algunos verdes, no son más que vulgares asesinos que han «liquidado» a su familia, su prostituta, o alguna vieja ramera. Yo soy un truhán de honor: he «liquidado» policías en reyertas con ellos, pero siempre en combate regular, con la divisa: la ley para el más fuerte.

Tras aquellas confidencias de Hans ya sabía a qué atenerme respecto a la moralidad de la «aristocracia» del campo. Hans añadió:

—No olvides que aquí cada uno trabaja para él. Posibilidades de escapar no hay ninguna. Preocúpate de ti mismo, no de los otros. Nada de sentimentalismos; hay que ser hombres sin piedad. Si es necesario aplastar a otro detenido no titubees, si no, serás tú el aplastado. Frente a un bandido hay que procurar ser doblemente bandido.

Agradecí sus consejos y le dije:

—Mira Hans, nosotros hemos luchado en España. Luego en Francia, contra los hitlerianos, siempre por la libertad, por la dignidad de los hombres. Yo no tengo los mismos puntos de vista que tú, soy un político, y no tengo nada de bandido.

—Vuestra política es un cuento —me contestó—. Me asquean vuestras ideas, pero a los españoles os admiro, porque combatís valerosamente. Te diré más: os respeto, pues te habrás dado cuenta de que no pego nunca, o casi nunca, a un español. Sin embargo, cuando puedo «pescar» un alemán, procuro marcarlo a mi manera.

Para mí una cosa estaba clara: Hans no era mi enemigo, era otro preso como yo, pero, en cuanto a la moralidad, nada teníamos de común. En seguida vi el provecho que podía sacar de aquella prueba de confianza que me había dado Hans al contarme su vida. Unos días después me mostró su amistad. Agotados por los trabajos forzados, por la falta de comida, heridos por los palos recibidos de los jefes de block y los kapos, la mitad de los compatriotas de nuestra expedición se encontraban imposibilitados y no podían seguir el ritmo de trabajo impuesto por los SS. Los monstruosos métodos de exterminación, organizados concienzudamente, y la destrucción total de los agotados y de los enfermos, eran calculados teniendo en cuenta la entrada de nuevos presos, e incluso el buen o mal humor de los SS, los cuales, a la menor falta, desencadenaban lo que nosotros llamábamos una «ofensiva». Por ejemplo: si un día decidían que del grupo de la cantera —unos 300— no debían regresar al campo más que 150 hombres válidos, entonces apaleaban, torturaban, imponían duros trabajos sin tregua alguna, y asesinaban hasta que no quedara más que el cupo previsto: los 150. Los demás, los heridos o muertos, representaban la «escoria para el crematorio». Las heridas producidas por los palos y los afilados cantos de los bloques de granito eran los recursos más usados para el exterminio. Las heridas, faltos de medicamentos, se iban infectando bajo los trapos con que las vendábamos y, poco a poco, la infección se iba extendiendo, gangrenando los brazos o las piernas. Y al cabo de ocho o diez días, pedazos de carne humana putrefactos se desprendían de los miembros heridos de nuestros compatriotas, que morían tras atroces sufrimientos.

Cada ocho días los SS hacían una selección de los más agotados y enfermos, para enviarlos a Gusen. Aquel día fueron designados unos cincuenta o sesenta compañeros, entre ellos mis amigos y camaradas Julio Hernández y don Enrique García. Desde Septfonds habíamos estado siempre juntos, y habíamos dirigido la organización clandestina trabajando codo a codo. Yo consideraba lógico que prosiguiéramos nuestro calvario juntos también. Me puse en la fila, junto a ellos, en el grupo designado; pero, al verme, Hans vino hacia mí gritándome:

—¡Estás loco! ¡Sal de ahí!, tú no has sido escogido para marchar a Gusen.

—Oye Hans, se van mis mejores amigos y quiero marcharme con ellos —le respondí.

—¡Idiota! Vete al block. ¡Tú te quedas en Mauthausen!

Y, al mismo tiempo que me cogía por la manga, haciéndome salir de la fila, me pegó un soberbio patadón en el culo. No podía saber, entonces, que aquella patada era una prueba de amistad. Hans sabía muy bien lo que significaba Gusen. Algo más tarde me lo explicaría.

Gusen era un campo anexo a Mauthausen. Se encontraba a cuatro kilómetros al oeste, junto al Danubio, por la carretera de Linz. En él había también una cantera explotada por la organización SS, pero nosotros ignorábamos lo que allí ocurría, ya que ningún prisionero de los destinados allí volvía al campo central. Nuestra ignorancia era tal en aquella época, que durante algún tiempo creímos que se trataba de un campo para enfermos. Algunos compatriotas llegaron, incluso, a ir voluntarios a él. Gusen era la última etapa de la exterminación, el «matadero», como lo bautizaríamos más tarde los españoles, donde iban a parar todos los que no servían ya para nada en Mauthausen. Este anexo se componía de 32 barracas (12 más que el campo central), de un aspecto cien veces más siniestro que Mauthausen.

Todo el que en el campo central era considerado como «inepto para la producción», era enviado a Gusen, donde, con un régimen de vida más draconiano aún que el nuestro, eran exterminados los deportados. Ya que en los primeros tiempos sólo había los alemanes de «delito común», y algunos polacos detenidos por hechos «no políticos», fue contra nosotros sobre quienes se desencadenaron las más sádicas torturas. Fue en Gusen, durante los años 1941 y 1942, donde fueron «rematados» la mayoría de los españoles, muertos después de haber sido aplastados físicamente en los trabajos forzados de Mauthausen. Sólo un pequeño puñado de compatriotas nuestros pudo salir con vida de aquel campo. Más tarde, al llegar prisioneros políticos de otros países, con ellos se emplearon los mismos métodos. Los SS construyeron un segundo Gusen, junto al primero —había así Gusen I y Gusen II—, cuando llegaron nuevos deportados; especialmente los soviéticos.

Me dolió mucho no poder seguir a mis compañeros. Al marcharse y decirnos adiós, sentí en la mirada que me lanzaron cuán grande era su dolor; jamás he podido olvidar la imagen de aquellos rostros. Hoy, treinta y dos años después, aún veo ante mí sus tristes ojos. Los desgraciados sólo vivieron diez días en Gusen, según supe años más tarde. De la dirección de la organización clandestina del campo de prisioneros de guerra sólo quedábamos Donato, Leiva y yo. Donato y Leiva fueron enviados unas semanas más tarde a un «comando exterior» (grupo de trabajo fuera de Mauthausen, pero dirigido desde allí y viviendo en las mismas condiciones). En él había unos trescientos españoles.

En el campo encontré algunos compañeros de Septfonds: Manuel, Pepe, Juan y otros. Con ellos pudimos cambiar impresiones y ver qué posibilidades había de reavivar la organización clandestina, con el fin de hacer frente a la situación de una forma coherente y eficaz. Estábamos convencidos de que, para intentar cambiar las actividades de la «mafia» de los «delitos comunes», era necesario introducirse en sus filas. Naturalmente, si conseguíamos infiltrarnos entre ellos, no quería decir que la vida cambiaría radicalmente en el campo. Pero el reparto de la sopa, el recibimiento en el block, al regreso del trabajo, el esconder a un compañero o animarle, podían ser una ayuda vital para sobrevivir.

Había, sin embargo, un peligro al intentar meterse entre aquellos rufianes del hampa: que fuéramos «contagiados» por ellos, haciéndonos cómplices de sus viles actos. Teníamos el ejemplo de los cuatro o cinco españoles que se habían corrompido hasta tal punto que se habían convertido en vulgares verdugos. Se trataba, es cierto, de elementos sin escrúpulos ni dignidad, que habían combatido en España y en Francia como aventureros, ignorando que los demás luchábamos por la justicia. Yo estaba convencido y, como la mayoría de mis compañeros, quería combatir aquella gentuza como en el frente, ni más ni menos. Era necesario introducirse en su «fortaleza» y luchar dentro de ella. Y si uno de nosotros era descubierto; otro debería sustituirle. La tarea era difícil, las posibilidades de éxito escasas, pero si uno, dos, diez compatriotas podían ser salvados, esto sería una victoria sobre los SS. Varios compañeros españoles habían conseguido hacerse emplear en los talleres de ebanistería, sastrería, electricidad y mecánica, lo cual les permitía «mantenerse en vida» y no ser exterminados en poco tiempo, en los duros trabajos de la cantera. Al mismo tiempo podían ayudar algunas veces a los más débiles, dándoles tres o cuatro cucharadas de sopa, que podían suponer vivir una jornada más. Allí la lucha por la vida era al día, a la hora, y casi podría decirse al minuto…

Un encuentro emocionante

Una mañana, mientras estaba trabajando en el comando de las vagonetas, se acercó un kapo y me ordenó que fuera a buscar un saco de cemento a la barraca almacén, situada en lo alto del tajo. Llovía a cántaros y estábamos calados hasta los huesos. Cuando llegué junto a la barraca del cemento miré a un lado y a otro y, no viendo ningún SS en el sector, me deslicé debajo de un montón de tablones para abrigarme unos minutos. Quedé sorprendido al encontrar allí a cuatro compatriotas, tan flacos como yo, con el gorro de presidiario hundido hasta las orejas. Uno de ellos empezó a regañarme por haberme metido allí, lugar «ocupado» ya por ellos, y nos pusimos a discutir. De pronto, por encima de nuestras voces, se alzó otra más fuerte pidiéndonos que cesara la riña. Aquella voz la conocía yo, la reconocí en seguida: era la voz de Isidoro Escartín, mi compañero de evasión de Riglos a la zona republicana, en 1937. Estaba tan flaco que no había quien lo reconociera.

—¡Cómo, pero si es mi compañero Isidoro! —grité.

—Y tú eres Mariano. Chico, no te había reconocido…

Caímos el uno en los brazos del otro, con lágrimas en los ojos, como dos niños. Nos volvíamos a encontrar, después de cuatro años de aventuras, en Mauthausen…

Antes de cargar con el saco de cemento, Isidoro me colocó un pedazo de papel debajo de la chaqueta para protegerme un poco del frío y de la lluvia. Yo ignoraba que aquello —como todo— estaba prohibido y que se castigaba duramente al que lo hacía. Al regresar al campo, al mediodía, fuimos controlados por los SS. Cuatro éramos los que llevábamos papel en la espalda: Beguería, Segovia, Trillo y yo. A patadas, a puñetazos y con las porras, nos administraron a los cuatro una tremenda paliza. Cuando recibía un porrazo tenía costumbre de permanecer impasible, sin la menor queja, apretaba los dientes y miraba con odio al que me pegaba. Aquel día, cuando el SS empezó a pegarme, permanecí de pie, pese a que sus golpes eran de alivio, apreté los dientes y no solamente le miraba con rabia, sino con desprecio. Mi mirada debía ser muy elocuente, ya que, redoblando los golpes, gritó:

—Este perro español, aún se burla y me desafía…

Llamó a los otros y la paliza se me dio colectivamente.

—Vas a ver lo que cuesta el desafiar y mirar mal a un SS. Palabra que no tendrás ganas de repetirlo. Hasta el intérprete recibió palos por no hacer la traducción con suficiente rapidez.

De la cabeza a los pies no quedó nada sano en mi cuerpo. Había sido pisoteado, aporreado, y estaba tendido en el suelo, inánime. Así fui arrastrado hasta el block por dos compañeros. Para redondear la fechoría, allí recibimos un nuevo castigo, por parte del jefe de block, que no quería ser menos que los SS. Sin comida, y chorreando sangre, el jefe del block nos dejó en la calle… Cuando expliqué el motivo del castigo a Hans, el secretario me dijo:

—¿Ves? Te queda aún mucho por aprender, ya te lo dije. Así que olvídate ese orgullo en el bolsillo y no lo saques más.

Mi amigo y compañero Isidoro Escartín salió, días después, en un «comando exterior», con lo cual quedamos separados de nuevo.

Al día siguiente casi no podía moverme. Sin embargo, era necesario hacer la limpieza y tenía que ir al trabajo. Hans me envió con un pequeño grupo que estaba encargado de sacar las cenizas del crematorio, las cuales esparcíamos por un terraplén, donde trabajaba un amigo suyo de Viena. Estoy seguro de que fue gracias al cambio de trabajo que pude salvar aquel trance. Durante varios días permanecí en aquel grupo, cargando las cenizas de nuestros muertos —la mayoría eran españoles en aquellos tiempos— y sacándolas fuera del campo con un carretón tirado por ocho hombres. El trabajo no era muy duro, pero bastante penoso, ya que al remover las cenizas y huesos calcinados se levantaba un polvillo que se nos metía por la nariz y la boca, y nos impedía respirar, e incluso nos tapaba la boca. A veces también teníamos que bajar los muertos —que traían de los tajos y de la cantera— a la cámara mortuoria, anexa al horno crematorio donde eran incinerados. En aquella cámara había un pequeño recinto con una mesa embaldosada (destruida por los SS en 1942) sobre la cual pudimos ver en varias ocasiones cadáveres abiertos en canal, mientras que otros ya estaban cosidos con hilo grueso. Estos cuerpos eran destinados también al horno crematorio. Yo deduje más tarde que se trataba de cuerpos de deportados sobre los que habían realizado las llamadas «experiencias médicas», o habían sacado la grasa de sus cuerpos, ya que, cosa rara, todos eran hombres gordos. No supimos si eran presos españoles, ya que no procedían de Mauthausen. Habían sido traídos en el «camión fantasma».

La historia de aquel «camión fantasma», bautizado así por nosotros, no la conocimos hasta mucho más tarde. En 1941 se trataba de un vehículo, medio camión medio autocar, de color azul marino, donde se podían cargar de 30 a 40 prisioneros. Era empleado para llevar a los «inválidos» (es decir, algunos de los agotados que no servían para el trabajo), al campo de Gusen, y, en ciertas ocasiones, al campo de Dachau. Algunos españoles transportados por el «camión fantasma» —como mis amigos Cabezalí y Aguilá, de mi compañía— fueron llevados al campo de Dachau junto con otros. Sólo Aguilá llegó a Dachau, donde fue encerrado en condiciones especiales hasta 1945, los otros «desaparecieron» (Aguilá fue considerado muerto por nosotros y solamente varios meses después de nuestra liberación supimos que había escapado milagrosamente a la muerte). Sin conocer siquiera el terrible misterio que encerraba aquel vehículo, sólo verlo nos aterrorizaba. Algo raro nos hizo presentir su criminal empleo, por eso se le llamaba el «camión fantasma». La realidad es que servía no sólo para el transporte, sino también de cámara de gas ambulante para la exterminación de nuestros compañeros. Además de los viajes a Gusen y Dachau, también iba al castillo de Hartheim, distante unos 30 kilómetros de Mauthausen, que era un centro en el que se realizaban toda suerte de experiencias con los deportados. Allí caían en manos de los monstruos del bisturí —médicos SS— que realizaron, entre otras, muchas experiencias de vivisección. Seguramente algunos de los muertos que habíamos visto en la cámara mortuoria venían de Hartheim. Luego, al sobrevenir la liberación, supimos cuál había sido el empleado del «camión fantasma». Ahora el misterio planea sobre el número, los lugares y la forma en que fueron exterminados sus pasajeros, ya que sólo se han podido comprobar algunos de sus viajes a Dachau, a Gusen y a Hartheim.

Nuestro trabajo consistía también en descargar los camiones que transportaban las cápsulas de gas. Eran botes redondos, de unos veinte centímetros de altura y un poco más anchos que una lata de conservas. Una inscripción quedó grabada en mi mente, la marca: «Gasfarben Industrie». El gas era empleado no sólo para la destrucción de los hombres —«camión fantasma» y cámara de gas—, sino también como medio de desinfección. En aquel grupo (comando), la fatiga era menor que en el tajo de las obras de la construcción del campo. Pero para resistir aquel atroz espectáculo tuve que poner en juego una voluntad increíble. Hasta los presos más inhumanos y criminales del «delito común» perdían allí su facha de irreductibles. ¡Tendría que acostumbrarme, porque me esperaban aún tragos peores!

Destinados a la construcción de chalets para los SS

El personal del block 13 fue requerido para trabajar en la construcción de un grupo de chalets destinados a los oficiales SS. Dieron el nombre de siedlungsbau (construcción de villa-jardín) al terreno y al «comando» encargado de construirlos. El terreno estaba situado en un lugar admirable que dominaba la ribera del Danubio, frente al cruce de la carretera que conducía a Gusen. Éramos unos 400 españoles, entre ellos muchos especialistas de la construcción: albañiles, carpinteros, etc. Ya que no existía ningún camino desde la carretera hasta la cima de la loma donde debían construirse los chalets, se tuvo que empezar por hacer una calzada que permitiera el transporte de los materiales hasta las obras, que distaban unos setecientos metros de la carretera y tenían un desnivel de cerca de un centenar de metros. Los SS ordenaron la construcción de las casas inmediatamente, al mismo tiempo que la carretera. Para ello debíamos subir las piedras, el cemento, la arena y los demás materiales, sobre nuestras espaldas; a menudo con barro hasta las rodillas. Nos hundíamos y perdíamos los zapatones de madera, obligándonos a trabajar y a regresar al campo descalzos. Durante catorce o quince horas al día había que bajar la pendiente corriendo, bajo los golpes y latigazos, y volver a subirla cargados con los materiales. El «comando» estaba bajo el mando de suboficiales SS, escogidos entre los más rabiosos carniceros; para ayudarles en su tarea de esbirros trajeron un grupo de kapos, escogidos entre los más asesinos, capitaneado por el alemán Matucher, famoso en el campo por su crueldad sin par.

A las torturas organizadas por los SS se añadían las causadas por los elementos naturales, por ejemplo: los cambios de temperatura, la lluvia, la nieve, y el sol. Era insoportable. Del frío de la noche —muy duro en aquella región— pasábamos al sol abrasador durante el día, que nos hinchaba la cabeza afeitada, haciendo de nosotros verdaderos monstruos que daban miedo incluso a nuestros propios compañeros. Cuando llovía y caíamos sobre el barro, mojados, ateridos, los SS se arrojaban sobre nosotros y nos hundían la cara en el fango. Aquellas escenas se sucedían durante todo el día. Por la tarde arrastrábamos a nuestros muertos y a nuestros agotados hasta el campo. Nos prohibían ir a las letrinas y beber agua, bajo pretexto que no era potable, y cuando alguien era sorprendido bebiendo, los kapos le zambullían en el arroyo que corría junto al tajo; Éste era un pasatiempo muy apreciado por los SS. Los primeros días fui destinado al grupo de los más fuertes, encargados de tirar el cilindro apisonador para allanar la tierra de la calzada en construcción. Éramos unos veinte arrastrándolo cuesta arriba y para retenerlo cuesta abajo —como hacíamos con las vagonetas—, impidiendo que fuera a estrellarse en la carretera. Aquel cilindro apisonador pesaba varias toneladas. A veces los compañeros más viejos estaban extenuados y teníamos que hacer doble esfuerzo: tirar del cilindro y ayudarles a ellos, porque, si alguien se retiraba del tiro por agotamiento, los kapos lo remataban en el acto.

A esto hay que añadir el agua contaminada, la comida —nabos amarillos— insuficiente y mala, las hierbas que recogíamos al borde de los campos junto a las obras, que nos daban cólicos y disenterías increíbles, hasta el punto de convertirse en nuestra obsesión, ya que —al no poder ir a las letrinas— corríamos el riesgo de ensuciarnos. Los estragos de la disentería fueron terribles. Por las tardes, cuando regresábamos al campo, el jefe de block inspeccionaba los pantalones y calzoncillos. ¡Desgraciado de aquellos que los tenían sucios! En tal caso, el jefe los metía bajo la ducha glacial y después les hacía acostar sobre el cemento, completamente desnudos, junto a los muertos que habíamos traído del trabajo y que estaban amontonados en el lavabo, en espera de ser quemados al día siguiente. Los que no expiraban durante la noche, tras aquellas torturas, eran enviados de nuevo al trabajo a la mañana siguiente. A pesar del horror que nos producían estos hechos, me sorprendía ver la dignidad con que nuestros compatriotas hacían frente a la adversidad. Nuestras consignas de pasividad y sabotaje eran observadas, pese a los castigos. Y la solidaridad era admirable. Éramos sostenidos hasta el final por los que aún se podían sostener. Incluso nuestros muertos tenían derecho a nuestra solicitud, a nuestro respeto; no sólo les traíamos al campo sobre nuestros hombros, sino que guardábamos un minuto de silencio por las tardes, como homenaje a nuestros compatriotas exterminados durante el día.

Más tarde, esa costumbre se perdió: ¡teníamos tantos muertos que el número de minutos de silencio hubiera rebasado los de la noche entera! Y no sería porque los SS no ponían empeño en hacernos perder la dignidad, para rebajamos y privamos de cualquier sentimiento de humanidad.

22 de junio de 1941. Creación de la organización clandestina española.

El 22 de junio de 1941 se produjo un acontecimiento importante. Coincidió con la invasión de la URSS por tropas de Alemania. Los SS decretaron una desinfección general del campo. Nos levantaron a las tres de la mañana y nos dieron la orden de cerrar las puertas y ventanas, pegándoles unas tiras de papel para que los gases no pudieran escaparse por las ranuras. Aquella desinfección se hizo con los mismos gases que empleaban para exterminar a los prisioneros. Fuimos concentrados, completamente desnudos, en la plaza donde estaban los garajes SS. El frío de la noche era muy intenso, pese a encontrarnos en junio; por el contrario, durante el día el sol causó grandes bajas en nuestras filas. Aprovechamos el hecho de encontrarnos todos reunidos para discutir y ver qué forma de organización podíamos crear allí. Bajo la amenaza de las ametralladoras, voluntariamente «aislados» de los bandidos alemanes, tuvimos pequeñas reuniones de las cuales salió la organización política clandestina española. Manuel, Pepe, Santiago, Bonet, Pagés, Tarragó, Juncosa y yo fuimos designados por nuestros compañeros para asumir la dirección de la misma, con la colaboración de otros camaradas, naturalmente. Al principio se trataba de la organización del partido comunista español, compuesta por los elementos más activos de la lucha, en aquel lugar como en los otros campos. Pero nuestro objetivo era crear una organización nacional española. Mis compañeros y compatriotas me habían vuelto a confiar una responsabilidad en la dirección de la misma. Esa organización sería el germen del Comité Internacional de Mauthausen, tiempo más tarde. Ahora, sin embargo, el lugar y las circunstancias eran excepcionales. Asumí con orgullo la prueba de confianza de mis compatriotas. No ignoraba las dificultades que nos esperaban, además de las cotidianas, pero el ejemplo de voluntad y de tenacidad de mis compañeros me espoleaba el ánimo. En el transcurso de aquel día, y por los altavoces que los SS habían colgado en la muralla para que escucháramos su propaganda, nos enteramos de que la Alemania nazi había atacado a la URSS. A media noche regresamos al campo, que según los SS estaba desinfectado. Sin embargo, al entrar en las barracas, muchos de nuestros compañeros cayeron al suelo víctimas de las emanaciones de los gases mal evacuados. Así que pasamos todo el resto de la noche sin dormir.

Comenzamos nuestro trabajo clandestino cerca de todos los españoles, tanto en los lugares de trabajo como en los blocks. Perseguíamos varios objetivos: mantener nuestros principios y nuestra moral. Se trataba de hacer comprender a unos y a otros que, para luchar en el interior del campo, era necesario tener una voluntad inquebrantable de combate y de esperanza, sin la cual nada era posible; tener confianza en la victoria final; luchar contra la depravación y la corrupción, evitando hacer el juego de los SS, para perjudicar a otros presos políticos; solidaridad total en cualquier momento y circunstancia; hacer lo posible para impedir que los de «delito común» nos robasen nuestra escasa comida; intentar introducir españoles de confianza en los lugares de trabajo donde hubiera posibilidades de ayudar a los demás y, en lo posible, también en las barracas; conseguir informaciones y vigilar la conducta de los SS, con el fin de hacer frente y prever sus reacciones; establecer contacto con los deportados políticos de otras nacionalidades. En aquella época había muy pocos «políticos» verdaderos: tan sólo varios austríacos, unos cuantos alemanes y unos pocos polacos. En fin, había que aconsejar a todos el sabotaje, la pasividad, y todo cuanto pudiera representar una forma de lucha contra los SS y sus métodos, convencidos de que así ayudaríamos a los demás a sobrevivir hasta la victoria. Aunque sólo se salvaran un puñado…

Estos pueden parecer objetivos casi quiméricos, incluso, cuajados de infantilismo, pero ninguno de ellos carecía de importancia y eran el resultado de un verdadero estudio por nuestra parte. Eran el producto de «nuestra experiencia». En una jornada de trabajo, estar «inactivo» durante media hora podía representar salvar la vida de un hombre «aquel día» y, con ello, dar lugar a que al día siguiente su situación mejorara. Conocer y observar la actuación de un SS era poder burlar su castigo, evitando una de sus «ofensivas» durante la cual algún hombre podía sucumbir. Esconder a uno de nuestros compañeros durante unos minutos, en el transcurso de un control SS, era impedir quizá que le inyectaran el contenido de la jeringa de bencina. La pasividad metódica en el trabajo —muchas veces con el riesgo de represalias— era la certeza de un menor desgaste de nuestro debilitado organismo. La ruptura de un pico, de una pala, de una vagoneta, o de una pieza de las máquinas de la cantera, era entorpecer su producción destruyendo parte —una ínfima parte, es cierto— del potencial de guerra del III Reich. Más tarde, cuando se fabricó material de guerra, los sabotajes serían más importantes. En cuanto al cacito de sopa o a los miligramos de pan que se entregaban al compañero exangüe, podían representar una fuerza suplementaria que podía permitirle unos días, unas semanas más de vida. En Mauthausen era necesario calcular todo meticulosamente, hasta el más mínimo detalle, para poder conservar la esperanza de sobrevivir.

En junio llegaron también a Mauthausen los primeros grupos importantes de judíos. El grupo más numeroso venía de Holanda. Trescientos cincuenta o cuatrocientos judíos fueron enviados a la Straffkompanie (compañía de castigo). Es decir, dentro de Mauthausen, pese al régimen horroroso que soportábamos, todavía había un lugar más terrible, reservado a los castigados, a los judíos y, más tarde, a los soviéticos. Esta compañía tenía que acarrear las piedras sobre las espaldas, subiéndolas de la cantera, y soportar un trato atroz, hasta su total exterminación. El grupo de holandeses, y más tarde otros de diferentes países, tenía que transportar los bloques de granito no solamente al campo para construir sus murallas, sino también al mortífero «comando Siedlungsbau» distante unos tres kilómetros de la cantera. Los bloques de granito pesaban un mínimo de 70 kilos. También a nosotros nos obligaban a veces, cuando éramos castigados, a transportar dichos bloques, y más de un español murió aplastado bajo uno de ellos. La diferencia de los judíos con respecto a nosotros era que la exterminación nuestra se hacía de manera lenta, metódica, aprovechando nuestro trabajo, la de ellos era total y rápida.

Al final de cada jornada, los supervivientes debían llevar sus muertos al crematorio. Raros fueron los judíos que sobrevivieron 15 días.

Gracias al cacito de sopa de «reenganche», que recibía en el block, pude resistir mejor algún tiempo, pero aquella sopa fue suprimida y sustituida por café. Cuando digo café —así lo llamaban ellos— podría decir un compuesto de mezclas que no tenían nada que ver con el café. En septiembre de 1941 yo pesaría unos cuarenta kilos. Estaba como la mayoría de nuestros compatriotas; éramos verdaderos esqueletos ambulantes. Hasta tal punto que cuando estábamos formados y pegaban a uno, éste, al caer al suelo, hacía caer toda la fila como en un juego de bolos.

Sin embargo, aún tenía fuerza para ir a reuniones con mis compatriotas, para discutir y organizar cosas. Es cierto que aquello era una fatiga suplementaria, pero era bueno poder hablar de nuestras luchas, de nuestras esperanzas, de la forma de burlar los SS, del final de la guerra, y de la victoria, en la que creíamos firmemente. Eran cosas tan importantes, y casi más, que recibir un plato de sopa. Los incrédulos quizá sonrían, pero, sin aquella actividad, sin la voluntad que nos animaba, no creo que nos hubiera sido posible resistir. Había que esforzarse en pensar en otras cosas, porque caer en el desaliento y la desmoralización era correr de cabeza a una muerte irremediable. Con todo, un día creí llegada mi última hora. Fui atenazado por un cólico y una maligna disentería provocados por unas hierbas que había comido y por el agua. Tenía mucha sed y me puse a beber en el sifón que habíamos construido para la evacuación del agua. Yo había mirado a un lado y a otro sin percibir la presencia de ningún SS, pero uno de ellos estaba escondido detrás de la barraca almacén y me vio:

—¡Español, ven aquí!

Me quedé paralizado por el miedo. Lanzó de nuevo la orden:

—Ven aquí, y salta dentro del pozo.

—Pero, si estoy vestido…

—Eso es lo que quiero: que saltes vestido dentro del pozo.

Y, al mismo tiempo que me hablaba, me empujaba con un mango de pico hasta que caí en el agua. El pozo medía unos dos metros y medio de profundidad. Me agarré al borde con las manos, manteniendo la cabeza fuera del agua. El SS se acercó al borde y me pisoteó las manos con sus botas de talón herrado. Riendo y gritando como un energúmeno, me repetía:

—¡Perro español! ¡Cerdo «bolchevique!» Hínchate de agua y bebe por última vez.

Pese al dolor, yo no me soltaba. Entonces el SS comenzó a golpearme y, apoyando su bota sobre mi cabeza, intentó sumergirme enteramente. Durante más de un cuarto de hora «jugó» conmigo, a su antojo, empujando mi cabeza dentro del agua. En lo alto del terraplén, la jauría de kapos estaba reunida riéndose de las «proezas» del SS. Cuando se cansó de torturarme, algo sorprendido quizás al no verme ahogado, llamó a dos españoles para que me sacaran del pozo. Los dos amigos que me auparon eran del grupo de adoquinadores. Me llevaron junto a ellos y me ayudaron en mi trabajo, puesto que con mis manos heridas yo no podía hacer prácticamente nada. ¡Ésta era la solidaridad de los españoles! Al regresar al campo los camaradas me sostenían ayudándome a andar, ya que estaba medio muerto. Por el camino me entraron unos fuertes dolores de vientre y la disentería empezó a hacer de las suyas. En la barraca, cuando el jefe supo lo ocurrido con el SS en el trabajo, me hizo entrar en el lavabo —cosa rara: sin pegarme— y me ordenó que me limpiara, sin meterme bajo la ducha de agua helada. Luego me encerró con los muertos y moribundos y, sobre las diez de la noche, vino a buscarme, dándome una camisa y un calzoncillo limpios. ¿Por qué había hecho conmigo lo que no hacía con los otros? ¿Era posible que fuera capaz de tener lástima de alguien, cuando todos los días mataba a nuestros compatriotas bajo la ducha y a porrazos? Dos años más tarde me hizo sus confidencias, diciéndome que le había impresionado mucho el estado en que me había dejado el SS. ¡Ironías del hampa de Mauthausen!

Durante varios días fui al trabajo casi arrastrándome, y mis manos quedaron deformes para siempre debido a los golpes recibidos.

Mi primer empleo de «enchufado»

Por aquel entonces el primer grupo de deportados políticos yugoslavos llegó al campo. Algunos de ellos vinieron a trabajar al Siedlungsbau y pronto me hice amigo de unos jóvenes que tenían mi edad. Supe que eran «partisanos» de Tito y que habían luchado clandestinamente contra los nazis. Les puse al corriente de la necesidad de continuar también allí la lucha, y en seguida se unieron a nosotros en los sabotajes. Les prodigamos los consejos que nos parecían más importantes para intentar sobrevivir.

Casi todos mis compañeros de expedición habían desaparecido, la mayoría de ellos muertos. Sólo unos pocos habían sido enviados a 100 kilómetros de Mauthausen, donde los SS habían creado un «comando exterior», compuesto de trescientos españoles. El block 13 quedó casi vacío. Así que, de los 330 o 350, no quedábamos con vida más que unos treinta, y, de ellos, solamente una docena en el campo central. El grupo de yugoslavos llenó el vacío dejado por los nuestros, pero todos los que habían sido capturados en los grupos de «partisanos» fueron torturados y ejecutados rápidamente. Igualmente fueron exterminados, en pocos días, varios centenares de prisioneros de guerra soviéticos, en su mayoría oficiales, que trajeron allí para ser «liquidados», y con los cuales nos fue imposible relacionarnos, ya que los encerraron en las barracas 16, 17, 18 y 19, rodeándolas de alambradas. Las torturas y el hambre acabaron con ellos en pocos días.

Estábamos a principios de 1942 y, a partir de aquella época, la llegada de prisioneros políticos de todos los países no se interrumpía una sola semana; se podría decir que ni un solo día. El block 13 fue vaciado totalmente y los albergados en él fueron enviados a otras barracas. El jefe de block me nombró stubendienst (hombre de limpieza), con otro español de funesto recuerdo: Ripollés, un canalla sometido y vendido al jefe de block y a los SS. Para mí aquel nombramiento equivalía a un «enchufe», pues ser el encargado de la limpieza del block significaba no salir en los grupos de trabajo de la cantera, ni de la construcción del campo.

Una expedición importante, con los primeros checos, llegó en febrero. Estaba compuesta de unos 600 hombres, que fueron amontonados en nuestro block donde apenas cabían 300. Entre ellos descubrí varios deportados que habían hecho la guerra de España, como Leopold Hofman y Emmanuel Blahot, quienes jugaron un papel importante más tarde en la organización del grupo clandestino checoslovaco. Días después llegó un nuevo grupo de jóvenes checos, y conseguí evitar las primeras torturas a algunos de ellos, entre los cuales había un joven de 21 años, Dejl Zdenek, que fue luego uno de mis mejores amigos. Éste era uno de los organizadores en Praga de la lucha clandestina contra los alemanes, y secretario de la juventud comunista checa. Como era técnico electricista, los SS lo requirieron para trabajar en el Elektrikerkommando (grupo de los electricistas), salvando así su vida. En aquel grupo de trabajo pudo entrar en contacto también con el húngaro Esteban Bhalog, excombatiente de España y llegado a Mauthausen con nosotros. En poco tiempo, centenares de checos fueron traídos al campo. Un grupo de intelectuales de aquel país fue alojado en el block 13, donde eran sometidos noche y día a vejaciones increíbles por parte de los SS y sus secuaces. Además del trabajo, les hacían limpiar la calle, los lavabos, los retretes, humillándolos sin cesar de mil maneras. Un cura y un célebre cirujano de Praga fueron sometidos a este régimen y a toda clase de mofas. Los españoles hicimos cuanto pudimos por evitarles aquellas afrentas, escondiéndolos en el reducto del carbón, donde pude preservarlos en varias ocasiones de los palos e insultos. Desgraciadamente, los SS y el jefe de block les descubrieron y entonces el castigado fui yo. Aquella misma noche me cambiaron de block, enviándome al 15, donde se encontraba la Straffkompanie. Gracias a la solidaridad de mis compañeros y a la intervención de Hans, el secretario del 13, fui destinado al grupo de la compañía de castigo que trabajaba en la cantera, salvándome así de tener que subir las piedras sobre mis espaldas durante diez o doce horas al día. Sin embargo, el trabajo era agotador y en ocho días volví a transformarme en una verdadera «piltrafa» humana.

Dentro del espantoso régimen de Mauthausen, al que todos estábamos sometidos, todavía existía la fatídica Straffkompanie, a la que enviaban, como ya se ha dicho, a los judíos, a los soviéticos y a los castigados por indisciplina. Durante los ocho días que permanecí en dicha compañía, estuve preparando y arrastrando bloques de granito de 60 y 70 kilos, que cargábamos sobre las espaldas de los presos que tenían que subirlas al campo, escalando los siniestros 186 peldaños de la escalera que habíamos construido nosotros y que estaba regada de sangre española del primer al último peldaño, Cada piedra de aquella escalera había costado, por lo menos, la vida de un español. A veces teníamos que saltar sobre el cuerpo de uno de nuestros compañeros o evitar que uno de ellos, con su correspondiente piedra, nos cayese encima, al ser empujado por los SS desde lo alto de la cantera y rodar por los 90 o 100 metros de aquel abismo cortado como un acantilado. Allí los palos no cesaban un solo momento, con la prohibición absoluta de prestar ayuda al compañero que se encontraba en difícil situación. Un día, por haber dado de beber a un moribundo, las SS me rompieron a puñetazos las primeras cuatro muelas de las muchas que allí perdí.

Me levantaron el castigo y el jefe del block 15 me nombró Stubendienst de nuevo. Pero esta vez destinado a un block que albergaba la compañía de castigo, aislado con alambrada y una doble puerta, que no me permitía comunicar con mis compañeros. En el 15 hice amistad con otro compatriota, Piñol, que ocupaba el puesto de barbero, y así pudimos lograr que nuestro «aislamiento» fuera más llevadero. Así pasamos algo más de un mes.

Lo horrible de aquel block era tener que presenciar el exterminio de los «castigados», muchos de ellos judíos. Por las noches venían los SS y ordenaban a los prisioneros que salieran a tocar las alambradas (cerca del block 15 pasaban las alambradas de alta tensión). Cuando los desgraciados no lo hacían, los SS los empujaban para que, al caer, no tuvieran más remedio que agarrarse a los hilos eléctricos recibiendo la descarga mortal, y haciendo chispear las alambradas como si fueran fuegos artificiales. A la mañana siguiente un SS venía a fotografiarles, todavía agarrados a los hilos, para poner en su parte: «Tentativa de evasión». Era «la ley de fugas» en versión germana. Se necesitaba tener los nervios de acero para poder soportar aquellas escenas.

Un grupo de unos veinte judíos comunistas llegó al block 15. Eran todos jóvenes estudiantes. La mayoría habían sido detenidos en Grecia y algunos de ellos en una universidad francesa. ¡Cuál no fue mi estupor al ver que casi todos hablaban un castellano, antiguo, el castellano de Cervantes! Me explicaron su origen: eran sefarditas, es decir, descendientes de judíos de origen español que habían sido expulsados de España por los Reyes Católicos, refugiándose en algunas islas griegas y turcas. Habían conservado la lengua y las costumbres de la vieja España, a la cual profesaban admiración sin límites. Cuando se dieron cuenta del carácter del campo donde habían caído nos preguntaron qué porvenir les esperaba a ellos, por ser judíos. ¿Qué podíamos responderles? Exigieron que les dijésemos la verdad, fuera cual fuera. Con pena inmensa les informamos de su destino. Al día siguiente fueron ejecutados todos. Afrontaron su final con una valentía admirable: fueron al encuentro de la muerte cantando la Internacional y dándose la mano. Las ametralladoras de las torretas los segaron como espigas. Por primera vez, quizá la única, perdí toda esperanza al presenciar ese espectáculo. Los nervios, que hasta entonces habían resistido, cedieron, y desmoralizado totalmente me pasó por la mente la idea del suicidio. Ir a colgarme en la alambrada eléctrica y acabar de una vez. Una mañana, antes de que los presos salieran al trabajo exterior, logré pasar al block 12, donde estaban entonces varios de mis amigos. Andaba como un autómata, obsesionado por aquella idea.

—Mariano, ¿qué te ocurre?, ¿no estás bien? El que me hacía preguntas era Ángel, un joven libertario que trabajaba en la cantera y que era intérprete. Éramos muy amigos. No pude callarme y le confié mis propósitos:

—Sí, amigo, no puedo más, he alcanzado el límite de mis fuerzas y antes de que me liquiden los SS prefiero hacerlo yo. No hay ninguna esperanza de que salgamos vivos de aquí, Ángel. Mi amigo me cogió por el brazo y zarandeándome, me dijo:

—Tú estás loco. No debes decir eso, tienes 20 años y a los 20 años se lucha, no se claudica; además, es tu deber, Tú no estás en la situación de los judíos, Para ellos sí que no hay esperanza, Venga, ánimo viejo…, nosotros saldremos de aquí. Si te mataras —me advirtió finalmente— lo único que demostrarías es tu cobardía, y los que han puesto en ti su confianza pensarían que eras indigno de ella.

Aquellas palabras fueron para mí como un latigazo. Me sentí avergonzado de haber pensado en suicidarme. Yo, el que había hablado más de una vez a nuestros compatriotas como lo hacía ahora Ángel. Mis compañeros de la organización clandestina nunca llegaron a saberlo. Hablo de ello por primera vez, y cuando recuerdo lo que estuve a punto de hacer, me siento avergonzado.

Nuestra solidaridad

Al terrible y sanguinario Otto Schmidt, jefe del 13, lo enviaron a otro campo y Hans, el secretario, fue cambiado de barraca. Ackel, el jefe de la 15, ocupó aquel puesto y me cambiaron con él de nuevo a la 13. ¡Tenía destinado el número 13 en Mauthausen! Allí sólo había entonces prisioneros soviéticos que los nazis traían en grupos importantes para ser exterminados. Con un barbero español, Manolo, procurábamos esconder a los soviéticos más débiles —como habíamos hecho anteriormente con los checos—, pero era difícil sustraerlos al control de los SS. Los soviéticos recibían casi el mismo trato que los judíos, siendo exterminados con un ensañamiento feroz. No obstante, conseguimos salvar a algunos, entre ellos a Iván Ivanovich, apodado «Kopiekin», comandante del ejército ruso, y al ingeniero Zacharoff. Pero a Manolo y a mí aquello nos iba a costar caro. Un día, el Rapportführer (el SS responsable de las barracas) entró de improviso, saltando por una ventana del block, cuando estábamos curando a varios compañeros soviéticos. Nos pusimos firmes, guardando silencio. A aquel SS lo habíamos apodado «El Boxe», por los tremendos puñetazos que daba. Se acercó a nosotros y, de un directo en la barbilla, levantó en vilo a Manolo, Después vino hacia mí, pero antes de que me llegara el puño a la cara me dejé caer al suelo y aquello aumentó su rabia, administrándome una paliza de órdago.

Fui castigado, una vez más, y enviado al Rusenlager (campo ruso). Los SS habían dado aquel nombre al emplazamiento de un nuevo grupo de barracas construidas para tener en ellas a los inválidos hasta que se murieran de inanición, abandonados allí como perros sarnosos. Había sido construido por los rusos; de ahí su nombre. Como a mí los kapos me consideraban como «prominente» (enchufado, que era el nombre que daban a los que hacían trabajos en talleres, oficinas, cocinas, etc.), no fui tratado de la misma forma que los pobres soviéticos. Éstos construían el «campo ruso» como nosotros habíamos construido las barracas de los SS y las murallas del campo, con barro, palos y muertos a cada paso. Sólo el método cambiaba: para nosotros la exterminación había sido lenta y agotadora. Para ellos fue rápida y atroz.

Las evasiones de Mauthausen eran prácticamente imposibles. Sólo hubo dos tentativas en el campo central en aquellos tiempos. La primera fue intentada por cuatro austríacos de «delito común», entre ellos el kapo de los albañiles, Fritz, amigo de los españoles. Aprovechando que unos trabajos de construcción se hacían por la noche, se deslizaron por el pasaje subterráneo de los tubos de la calefacción de las barracas SS, y salieron a la cocina de éstos, que durante la noche se encontraba menos vigilada. De allí, por la noche, era fácil bajar a la cantera y escalar la segunda línea de alambradas, ya que la guardia, una vez que los presos estaban encerrados, la concentraban, especialmente ante las alambradas eléctricas. Durante cuatro días anduvieron por los montes austríacos, pero los SS se lanzaron tras ellos con sus perros y les persiguieron sin descanso hasta capturarlos. El deseo de los SS era que nadie pudiera salir de Mauthausen y poder contar lo que allí sucedía. Los fugados fueron denunciados por la población civil. Éste era otro de los obstáculos para alcanzar la evasión: cuando un civil veía un sospechoso lo denunciaba inmediatamente a la policía, ya que estaban aterrorizados por la Gestapo y con la amenaza de ser exterminados si daban cobijo a un evadido. En el campo los fugitivos eran torturados y ahorcados en la plaza, donde nos hacían formar.

Una vez eran ahorcados, teníamos que pasar, uno por uno, frente a sus cuerpos colgados y mirarlos. ¡Y pobre del que no obedecía! Los SS le atizaban con sus nervios de buey hasta dejarle sin vida.

La segunda tentativa de evasión fue hecha por un «triángulo verde» alemán, que trabajaba como mecánico en los garajes SS. Acondicionó el interior de una gran caja de madera, de manera que pudiera introducirse en ella. La caja fue cargada en un camión, llevada a la estación por los propios SS y metida en un tren. Aquél fue un golpe de audacia y preparado inteligentemente. Sin embargo, tampoco tuvo resultado. Tres días después fue devuelto de nuevo al campo, denunciado también por la población civil. En el campo fue atado junto a la caja de madera y paseado sobre un carretón ante los prisioneros, que permanecimos firmes y alineados. Abrían la marcha los músicos del campo, tocando la canción francesa: J’attendrais (Yo esperare). Al igual que los otros, fue ahorcado delante de todos con el «ceremonial» acostumbrado.

Estos hechos nos confirmaron algo que ya sabíamos: que toda tentativa era vana. Ni siquiera los alemanes podían conseguirlo, porque los SS y la Gestapo habían tendido una red a través de la cual nadie podía escurrirse.

Aquellas evasiones y algunas ejecuciones de varios «verdes» hicieron vacilar el poder que tenían los bandidos en el interior del campo. La organización clandestina no dejó pasar la ocasión, procurando colocar compañeros en lugares de trabajo menos penosos, al mismo tiempo que se hacía frente a los kapos y jefes de block, mostrándoles como los SS se deshacían también de ellos, liquidándolos sin miramientos en cuanto consideraban que ya no podían prestarles servicios en el campo.

Habían llegado a Mauthausen hombres de varias nacionalidades, procedentes casi todos de las organizaciones de resistencia de sus respectivos países. Durante mucho tiempo los españoles fuimos los guías de todos los nuevos llegados. Era natural, pues teníamos una experiencia de casi dos años. Nuestra influencia moral en el campo era inmensa, además, éramos los únicos que disponíamos de una organización clandestina, que servía ya de ejemplo a las demás nacionalidades y que, más tarde, sería el «motor» del Comité Internacional. En Mauthausen fuimos nosotros los que inculcamos lo que allí era primordial para intentar sobrellevar aquella terrible existencia y que era la base de todo: la fe, la confianza y la esperanza. El que creía en Dios tenía su fe cristiana, el no creyente la tenía en los hombres; pero luchábamos juntos, con la misma esperanza, con la misma humanidad, con el mismo tesón, para ayudar al prójimo. ¡Desgraciado del que no tenía fe!

¡Cuán difícil e inhumana fue nuestra vida durante aquellos meses de victorias nazis! En 1941, como en 1942, tras los avances alemanes en la URSS, los SS, embriagados de victorias, redoblaban la crueldad, a la que se añadían los golpes morales para nosotros viendo el ejército soviético derrotado por doquier. Era necesario explicar a los nuestros lo inexplicable, y contestar a sus preguntas: ¿cómo es posible que el ejército rojo, tan potente, retroceda de tal forma ante los ataques alemanes? Tuvimos que buscar explicaciones a todo, y avanzar hipótesis que pudieran parecer lógicas, para, ante todo, tratar de lograr un objetivo esencial: que nadie perdiera la moral y la confianza en la victoria final. No fue tarea fácil, como se puede imaginar.

En el otoño de 1942 caí enfermo. En Mauthausen caer enfermo significaba la muerte rápida. No había más que una pequeña enfermería, y las únicas medicinas eran las tabletas de aspirina. Además, teníamos miedo de ser llevados a ella, pues un SS vigilaba a los enfermos y cuando notaba que uno de ellos tenía síntomas de tuberculosis —que eran la mayoría, debido a la falta de comida— le daba en seguida una inyección de bencina en el pecho. Unos minutos más tarde el enfermo era ya un cadáver… Temía tener aquella enfermedad y no me equivoqué. Gracias al médico español, Pedro, que trabajaba en la enfermería de los SS, pude hacerme una radiografía con el aparato de éstos sin que se dieran cuenta, y se confirmó el temor: tenía enfermos los pulmones. Sin embargo, continué mis actividades, puesto que de nada servía entretenerse en conjeturas de ninguna especie. Mi voluntad y la solidaridad de mis compañeros hicieron que me repusiera y pudiese continuar mis actividades, sin pensar en el mal que llevaba dentro de mí. En aquella ocasión, uno de los que más esfuerzos hizo para ayudarme fue mi amigo Paco Boix, un joven de mi edad, de Barcelona. Su oficio de fotógrafo en un periódico de Barcelona le sirvió allí para obtener un puesto de confianza en el laboratorio fotográfico de los SS. Su espíritu combativo y su atrevimiento, hicieron que consiguiera de los propios SS algunos medicamentos a cambio de trabajos fotográficos hechos «bajo mano». Aquellos medicamentos sirvieron para muchos camaradas, aunque se obtuvieron en pequeñas cantidades. La conducta de Boix es digna de relatar en todos los conceptos, pues no limitó su actividad a conseguir algún medicamento. En una ocasión —a principios de 1942— informó a la dirección de la organización clandestina que en el Erkenungsdients (laboratorio fotográfico) había una serie importante de clisés de los fusilados, ahorcados, electrocutados, muertos al «intentar evadirse», destrozados por los perros; en fin, de los muertos exterminados por los SS con sus diferentes métodos. Se le dio orden de sustraerlos, o copiarlos, para guardarlos, con el fin de que sirvieran de testimonio al final de la guerra. (La mayoría de las fotos que sirvieron en el proceso de Nuremberg y otros procesos, así como las publicadas en el mundo entero años después, provienen de Mauthausen, y fueron «recuperadas» por Boix, ayudado por Antonio García, y guardadas por los miembros de la organización española, que tuvo el mérito —uno más— de contribuir a explicar lo que fue la exterminación de allí).

Llegada de nuevos prisioneros y de los franceses

Junto a centenares de prisioneros de otros países, llegaron a aquel centro de exterminio los primeros resistentes apresados en la Resistencia de Francia y de Bélgica. Como yo tenía la posibilidad de penetrar fácilmente en los blocks de cuarentena, era el encargado de ir a ver a los recién llegados para ponerles al corriente de las características del campo y averiguar si entre ellos venían compatriotas nuestros. Con la llegada de los franceses pudimos comprobar que el pueblo francés no había claudicado y que su reacción contra los nazis era cada día más importante. Nos sentíamos orgullosos de saber que el pueblo de Francia hacía honor a su historia, continuando e incrementando su lucha clandestina contra los invasores; pero al mismo tiempo nos entristecía verlos llegar a Mauthausen donde, como los nuestros, serían exterminados casi todos.

Pronto hice amigos entre los llegados de Francia. Un día que hacía el «control» de los recién ingresados, encontré a un grupo de unos 200 franceses y belgas. Todos me miraban con desconfianza, pues los SS me habían cambiado el traje de presidiario por un traje de paisano. (Los alemanes, faltos ya de uniformes de presidiarios, debido a los cientos de miles de deportados que llegaban, tuvieron que vestirnos con trajes civiles, sobre los cuales pintaban unas rayas rojas verticales). «Los nuevos» no comprendían que yo tuviera la posibilidad de entrar y salir en la barraca, y esto motivaba su desconfianza. Me acerqué a ellos y les dije:

—No temáis, soy un deportado como vosotros. Soy republicano español, vengo para ayudaros y aconsejaros en lo que pueda. ¿Hay españoles entre vosotros?

Se adelantó un prisionero de cierta edad, flaco, un poco jorobado —sin duda por las palizas—. Hablaba despacio y noté que era parisiense. Sonreía.

—Yo no soy español, pero lo comprendo bien —me dijo en castellano.

—¿Dónde lo has aprendido?

—He trabajado mucho tiempo en España… —me contestó.

Empecé a interrogarle, pero con tacto, porque todos los prisioneros que habían trabajado y combatido clandestinamente contra los nazis desconfiaban de todo y de todos. Un buen resistente debía ser así. Era necesaria mucha habilidad para lograr su «confesión».

—Bueno. Te pregunto esto porque tengo aquí amigos franceses que han hecho la guerra con nosotros en España —le dije. Me miró y noté en su mirada un rasgo de alegría y satisfacción:

—¿Es verdad que eres republicano español? Pues sí, también yo hice la guerra con vosotros. Otro francés salió de las filas y me dijo en un perfecto castellano: —Soy coronel del ejército francés y profesor de matemáticas, he vivido muchos años en Madrid, donde tenía un negocio antes de la guerra.

El primero, Rabaté, era un comunista; el segundo, monsieur Garaud, era «gaulliste», católico, que se había enrolado en la Resistencia de la región de Burdeos, donde fue descubierto y torturado antes de ser enviado a Mauthausen. Protegí al coronel bastante tiempo, dada su edad avanzada, guardándole en el block 16; pero un día fue descubierto por los SS en la barraca y lo enviaron a Gusen. Jamás volví a oír hablar de él.

Llegaron nuevos grupos de franceses compuestos todos de hombres de la Resistencia: comunistas, socialistas, católicos, curas… (El reverendo padre Jacques halló la muerte en Gusen; el reverendo padre Riquet —el célebre predicador jesuita de Notre Dame de París— y algunos otros sacerdotes, fueron liquidados con el mismo ensañamiento que los demás presos). Conocí franceses como Lampe y, sobre todo, a Fredo Ricol, hijo de españoles de la provincia de Teruel, con los cuales se formó el grupo clandestino francés del campo.

A la llegada de los franceses se despertó cierta hostilidad hacia ellos entre los checos, los polacos, los alemanes, y también en algunos españoles. Unos reprochaban a los franceses no haber cumplido los tratados internacionales, otros su falta de combatividad. Y los españoles les hacían responsables de los malos tratos recibidos en Francia. Ninguno de ellos comprendía que aquellos franceses nada tenían que ver con los políticos corrompidos y traidores que habían conducido a Francia al abismo. La mejor prueba de ello es que estaban allí por haber combatido el nazismo como nosotros. La organización española tuvo que desplegar una importante actividad, para hacer comprender a los nuestros su error de enfoque. Sin embargo, un grupito de provocadores españoles continuó insultándoles y molestándoles, hasta que logramos hacerles comprender que aquellos hombres merecían nuestro respeto y nuestra admiración. Con los amigos checos conseguimos hacer frente a la campaña antifrancesa, y cuando los irreductibles empezaban a ceder terreno, tuvimos una sorpresa.

Antonio, el stubendienst del block 12, donde había franceses y españoles, me llamó una mañana para enseñarme una hoja de papel clavada en la puerta del lavabo, sobre la cual había escrito en español: «Conocemos las actividades del COMITÉ. Cuando llegue el momento les meteremos mano denunciándolos a los SS. He aquí la lista de los bandidos del COMITÉ: Razola, M.; Perlado. P.; Bonaque, S.; Constante, M.; Bonet, J.; Tarragó, J.; Raga, S.; Pagés, J. etc…» Cuando vi aquello sentí una indignación y una preocupación tremendas. Aquello era la prueba de que entre nosotros, pese a los esfuerzos desplegados, había gente capaz de delatarnos. Menos mal que no había pasado ningún SS por la barraca aquella noche, ya que de lo contrario nunca se sabe lo que hubiera podido suceder. (Las delaciones por cuestiones políticas no preocupaban demasiado a los SS. El día en que un español —el siniestro César— denunció a los comunistas al comandante Ziereis, éste le contestó: «Los españoles sois todos bolcheviques, así que no me vengas con cuentos…»)

Aquel hecho sirvió para consolidar nuestra amistad entre españoles, condenando todos a los cinco o seis indeseables autores del vergonzoso papel. Frente al bloque compacto que formábamos, pocas cosas podían hacer aquellos desgraciados.

Stalingrado y sus consecuencias

Un cúmulo de circunstancias hicieron que el campo cambiara de fisonomía, en lo que respecta a la vida interior.

Hacía ya tiempo que los americanos combatían junto a los soviéticos e ingleses. Habíamos tenido noticias, por los recién llegados, del fracaso alemán ante Moscú y de las primeras victorias aliadas en África. Y, sobre todo, lo que fue para nosotros el rayo de luz que iluminó nuestra noche concentracionaria: el descalabro alemán en Stalingrado. Era la prueba de que nuestra fe y nuestras esperanzas no eran vanas. La raza de los señores iba perdiendo su orgullo. Muchos de los jóvenes SS eran enviados al frente ruso y sustituidos por otros que habían sido heridos en el frente. Pero. ni el talante de los oficiales, ni el de los responsables del funcionamiento del campo de exterminio cambiaron en absoluto. Antes eran temidos porque querían exterminar a todos los que no fueran de la raza de los «superhombres». Después de Stalingrado, al percatarse de que las cosas andaban mal para los nazis, su venganza se ejercía sobre los deportados. Pero ya no tenían su espíritu concentrado sólo en hacer mal, como en tiempo de las victorias. Las derrotas resultaban difíciles de digerir, mientras que para nosotros eran lo contrario: cada victoria aliada, cada golpe duro asestado a los hitlerianos, representaban un paso adelante en nuestra organización, y crecía la voluntad de luchar.

A esto se añadió la progresión lenta, pero segura, de nuestros hombres hacia los puestos importantes que podían dar pie a modificar el ambiente del campo. En poco tiempo numerosos bandidos alemanes, del triángulo verde y negro, fueron exterminados por los SS. Al ser sus hombres de confianza, muchos de ellos se habían otorgado tal poder que los SS llegaron a considerarlos como un estorbo. Los crímenes cometidos por aquellos bandidos, cómplices y ejecutores de muchas órdenes dadas por los SS, eran incontables. Por otra parte, cuando llegaban nuevos deportados al campo les robaban objetos y joyas, que luego se repartían con los propios SS, o hacían comercio de alcohol con ellos. Además, los SS no querían «testigos» que un día pudieran explicar todas las barbaridades cometidas allí.

Matucher, el kapo jefe del Siedlungsbau, y varios kapos más, fueron colgados de las manos en las argollas de la muralla, y achucharon a los perros contra ellos, hasta que les destrozaron. Fueron rematados a golpes por los SS. Lo mismo hicieron con el Lagerschreiber número 1 (secretario del campo número 1). Este empleo era, con el de jefe de campo, el más importante de la administración interior. Como secretario número 1, conseguimos colocar un deportado político, miembro de la organización internacional que ya estaba en vías de formación. Otros puestos importantes en la cocina y en el almacén de los SS, también fueron ocupados por amigos nuestros.

El reino de los bandidos y de los asesinos de Mauthausen empezaba a declinar, pero no así la exterminación, ya que cada día aumentaba el número de los llegados al campo procedentes de todos los países de Europa. Y a los pocos días la mayoría iban a parar al crematorio. Los españoles empezábamos a recoger los frutos de nuestras actividades. Muchos de los nuestros habían caído en la lucha y unos pocos, los que quedábamos aún con vida, debíamos administrar bien «la cosecha». Duro, muy duro había sido nuestro «aprendizaje», pero, si cada nacionalidad tenía en 1943 su organización clandestina, ello lo debían a los españoles que habíamos sido los primeros, y los tercos instigadores de todo aquel tinglado. No es necesario presentar ninguna factura, puesto que ése era nuestro deber, y por eso lo hicimos. Si Mauthausen cambió de aspecto y tuvo una organización modelo, fue obra de los españoles. El exterminio no podíamos impedirlo, pero sí tratar de salvar el mayor número posible de hombres, contrarrestando en parte las atrocidades de los SS y sus lacayos.

Me nombran ordenanza de los oficiales SS

La «purga» de bandidos prosiguió varias semanas. Tras pasar por la cocina, los almacenes y las oficinas, la «limpieza» alcanzó el grupo de la Kommandantureiniger (ordenanzas de los SS). Bachmayer, el capitán SS jefe del campo, decidió castigar a todos los «verdes y negros» que formaban aquel grupo, y a su propio ordenanza, enviándolos a la Straffkompanie. Para ello se les acusó —como a los otros bandidos— de robo, de borrachos, etc., y los SS decidieron exterminarlos. Una tarde, al terminar la formación, Bachmayer pidió que se presentaran ante él todos los españoles que hablaran alemán, para ocupar los puestos vacantes. (Yo lo comprendía bastante bien, pero no quería presentarme, puesto que tenía una responsabilidad en el grupo clandestino, y mi trabajo de limpieza en el block me permitía dedicarme más fácilmente a esta actividad). Con sorpresa, oí pronunciar mi número por el Rapportführer, ordenándome que me presentara ante Bachmayer, junto a la puerta de control del campo. Tuve que presentarme corriendo:

—¿Tú eres el 4584 del block 13? —me preguntó el jefe SS.

—Sí, Obersturmführer (capitán); prisionero político rojo español número 4584 —contesté sacándome el gorro y poniéndome firme.

—¿Comprendes el alemán?

—Muy poco, es por eso que no he salido voluntario…

—¡Embustero! El secretario de tu block ha dicho que lo comprendes muy bien. Quiero jóvenes rojos españoles en la Kommandantur, pero cuidado, a la menor negligencia de vuestra parte, seréis colgados y devorados por los perros.

Al mismo tiempo que me decía aquellas palabras se acercó a mí. Nunca le había visto tan «cara a cara». Me miró fijamente, con sus ojos duros, fríos, al tiempo que me daba golpecitos en la cara con su látigo. Parecía como si hubiera adivinado que era uno de los «peligrosos».

El motivo de haber sido llamado lo supe más tarde. El secretario del block, Willy, había dado mi número cuando supo que los SS querían españoles como ordenanzas. Aquel bandido lo hizo porque sospechaba que yo era uno de los «dirigentes políticos», y al enviarme con los SS me sacaba del campo interior y me metía en la boca del lobo, con el propósito de que algún día me «liquidaran», como lo habían hecho con sus amigos.

Aquella misma noche los cuatro españoles escogidos fuimos enviados al block 2, donde estaban alojados todos los «prominentes» (los «enchufados», como denominaban a los empleados en puestos de trabajo más fácil y menos expuesto que en el exterior). Por primera vez un grupo de españoles ocupaba puestos hasta entonces reservados a los bandidos alemanes. Al día siguiente nos dieron un traje nuevo, camisa, zapatos, etc. Aunque éramos presidiarios, los SS exigían que sus ordenanzas fueran muy aseados y bien vestidos. De los antiguos ordenanzas no quedó más que el cabo. Cuatro políticos austríacos entraron el mismo día que nosotros. El trabajo consistía en hacer la limpieza de las habitaciones de los oficiales y de su cuarto de aseo. Las habitaciones estaban situadas en las barracas junto a la Kommandantur. A mí me confiaron cuatro habitaciones ocupadas por doce SS: cuatro del almacén de la ropa, tres responsables directos de los prisioneros (blocksführers), tres del secretariado del comandante Ziereis, y dos responsables de la emisora de radio. Aquella siniestra existencia nos había hecho perder la noción del miedo; mejor dicho, hizo que le diéramos su verdadera importancia. Sin embargo, el verme enfrentado directamente con los SS, cuya vigilancia debía soportar durante 17 horas al día, me dio casi pánico. Los SS ya no estaban a dos metros, sino allí, junto a mí. Además de la habilidad propia de las actividades clandestinas, ahora era necesario desplegar una gran vigilancia y… tener mucha suerte. Suerte, sobre todo, ya que cuando quisieran y cómo quisieran, podrían aniquilarnos.

Nuestro grupo de ordenanzas aumentó en cuatro españoles más. Éramos ocho los que, además de tener «una buena colocación», podíamos robar azúcar y otros comestibles a los SS para nuestros enfermos. También teníamos facilidad para circular por todo el terreno del área exterior, incluso por los talleres de trabajo y por las barracas del recinto interior. Es decir, por toda la superficie rodeada por la gran alambrada y vigilada por los centinelas, y sus ametralladoras, desde las torretas.

Teníamos también a dos compatriotas trabajando en las oficinas especiales de la Gestapo, llamadas Politischerabteilung, Casimiro y José; otro, De Diego, en la oficina del campo, como secretario número 3; Pedro estaba como médico en la enfermería de los SS; Y Ángel en la enfermería de los prisioneros. Otros estaban en puestos no menos importantes. Nuestra tela de araña se hallaba bastante extendida y los españoles habíamos penetrado en todos los puestos administrativos interiores y en algunos de los propios SS. Aquello era el fruto de nuestra labor clandestina.

Por los dos amigos que trabajaban en la oficina de la Gestapo sabíamos, a los pocos minutos de haber llegado una expedición de nuevos deportados, quiénes eran, de dónde venían, y las órdenes de exterminación —más o menos rápidas— que habían dado los SS. Éstos se cebaban sobre todo con los jefes del ejército rojo, los partisanos de Tito, los dirigentes de la resistencia, o los franceses NN «(Noche y Niebla», los más peligrosos para los nazis, que debían ser exterminados inmediatamente). Al saber quién había llegado, podíamos tratar de salvar alguno. Había veces en que escapar a las primeras torturas permitía salvar un hombre.

Yo seguía visitando a los recién llegados, como hacía anteriormente. Pasaba el control de la puerta de entrada del campo interior con el pretexto de llevar ropa al lavadero. Luego, saltando de barraca en barraca por las ventanas, llegaba hasta la «cuarentena», donde estaban los zugengers (los nuevos). Fue así como descubrí a bastantes españoles traídos de Francia como NN por su participación en la Resistencia francesa. Rara era la expedición donde no había algún compatriota: Montero, Cagancho, Felipe, Miret, Tomás Martín, y más tarde mi amigo de la 43 División: Miguel Malle. La llegada de estos camaradas nos sirvió para ampliar y consolidar nuestro grupo clandestino. Traían, además de un gran caudal de noticias, la experiencia de su lucha en Francia. Esto nos permitió, en el otoño de 1943, crear el primer grupo del «aparato militar español», en cuya formación tomó una parte muy activa nuestro amigo Montero. Al principio, sus componentes fueron casi todos comunistas, y la mayoría exoficiales del ejército de la República. Fernández Lavín fue designado para mandar el grupo, y más tarde fue mi compañero Miguel Malle quien lo mandó, así como también dirigió el aparato militar internacional desde su creación. El objetivo principal de nuestro grupo militar era estar preparados para hacer frente a cualquier eventualidad. Los alemanes retrocedían ya por todos los frentes, y en los países ocupados de Europa, la resistencia se enfrentaba contra los invasores. Estábamos convencidos de que llegaría un momento en que tendríamos que combatir para impedir que los nazis nos exterminaran.

Por aquella época nos dieron permiso para escribir una tarjeta con 25 palabras a nuestras familias de España. ¡Tres años de silencio! Los españoles éramos los únicos a los que no se había permitido escribir, junto con algunos franceses NN. Yo no sabía nada de mi familia. Estaba enterrado vivo allí desde hacía más de treinta meses. Un mes más tarde recibí una tarjeta escrita por mi padre: «Estamos bien, vivimos en Loarre». Y mi madre añadía: «Ánimo, pronto nos veremos; san Antonio te protege y todos los días le pido que te salve…» ¡Mis padres seguían con vida en España! La alegría fue indescriptible, pues era el primer contacto que teníamos con el mundo de los humanos, lejos de aquel infierno. La emoción era doblemente sentida al saber noticias de los nuestros y recibir una tarjeta que venía de España: la España que tanto añorábamos, la España que todos llevábamos en el corazón; nuestra razón de vivir —junto a nuestro ideal de libertad—; nuestro país. Los que han pasado por tales trances podrán comprender lo que representa el amor y el recuerdo de la «tierruca» de uno.

La red de nuestra organización clandestina

Las nuevas normas de los SS les habían llevado a crear «comandos exteriores» (pequeños campos de trabajo) para aumentar la producción bélica del Reich: Melk, Ebensee, Steyr, Wiener-Neudorf, Linz y muchos otros campos se agregaban a Gusen. A cada uno de aquellos pequeños campos se enviaban también responsables de la organización clandestina, a fin de organizar la Resistencia. Mauthausen seguía siendo el campo central, el campo «madre», de donde salían los deportados destinados a cada «comando exterior». Allí estaba la administración y el mando central y donde venían a parar cientos y cientos de inválidos y enfermos, agotados en los trabajos forzados de los «comandos» que construían túneles para la instalación de las fábricas de guerra subterráneas. Todos eran traídos al campo central para serles aplicada «la solución final».

Mauthausen no era ya el «pequeño campo», donde centenares de deportados desaparecían todos los días. Era el centro de la red extendida por los SS, el hormiguero, el circuito cerrado, donde millares de hombres entraban todas las semanas, pasaban tres días de cuarentena, eran enviados a los «comandos exteriores» y regresaban, un mes o dos después, enfermos, inválidos, agotados, o cadáveres para ser quemados.

Mauthausen era una empresa de exterminio. Los SS habían construido un nuevo crematorio, ya que el antiguo no daba abasto. El nuevo horno funcionaba con aceite pesado a presión y «consumía» una cantidad de cadáveres diez veces superior al antiguo. ¡Y los dos funcionaban de día y de noche!

Si, físicamente, como ordenanza, no sufría las mismas torturas que los deportados de la cantera, ya que no teníamos que aguantar como ellos toda clase de intemperies —aunque las palizas que nos daban a nosotros eran de órdago—, moralmente nuestra situación no era nada envidiable. Más que en ningún otro lugar, allí debíamos tener una paciencia a toda prueba y unos nervios de acero. Cualquier pretexto servía a los SS para despreciarnos, rebajarnos. Ellos, los de la raza superior, nos llamaban a nosotros los Untermenschen (subhombres). Y, cuando se emborrachaban —cosa que hacían a menudo y en condiciones bochornosas—, desataban sobre nosotros sus criminales instintos. El oficial de la emisora, borracho empedernido, me dijo un día:

—Confiesa que eres un bolchevique. Eres un «matador de monjas» (nonerschlechter) y si pudieras me liquidarías.

—Soy un español; nada más —le contesté. Y, tambaleándose, con la gorra de medio lado, añadió:

—Sí, pero has hecho la guerra contra los alemanes. De aquí no saldrás vivo. A partir de ahora te llamaré «mata monjas».

—Yo no he matado a nadie, tengo mis principios. Fui soldado y nada más. Pero, desde aquel día, no me dieron otro nombre que el de nonerschlechter.

Y como este ejemplo, cientos de otros similares se sucedían. Por tanto, los españoles les preocupábamos. Uno de los oficiales, secretario del comandante Ziereis, me declaró:

—Los españoles sois los más obstinados. La prueba es que aún quedáis algunos con vida. Sois los que mejor se entienden, los más solidarios y, seguramente, los más peligrosos políticamente. Al comandante Ziereis no se le han escapado estos detalles.

Mi amigo Zdenek, el checo, fue también designado ordenanza por los oficiales SS del grupo electricista. Eran ocho SS que tenían una barraca separada de las de los demás. Un día Zdenek descubrió que tenían un aparato de radio debajo de la cama, aparato que podía captar las emisiones de todos los países. Es decir: tenían un aparato «clandestino», prohibido. (Los aparatos de radio de los SS de Mauthausen estaban «bloqueados» en Radio Berlín, siendo imposible captar otra emisora). Aunque eran nazis puros, la curiosidad les movía a querer enterarse de lo que decían los aliados. Si el comandante Ziereis hubiera descubierto tal hecho, les hubiera castigado duramente. Zdenek encontró la forma de poner en marcha dicho aparato sin sacarlo de la maleta donde estaba, debajo de la cama. Había un solo inconveniente: era necesario echarse al suelo para llegar hasta él. Entre las tres y las cinco de la tarde, Moscú y Londres hablaban en español y daban noticias de la guerra. Nos pusimos de acuerdo y, mientras él vigilaba la entrada de los apartamentos SS, yo me deslizaba debajo de la cama para escuchar Londres. Hasta el día en que nos sorprendió un SS. Tuve el tiempo justo de cerrar la maleta y ponerme de pie.

—¿Qué haces aquí, bandido español? —me dijo.

—Ha venido a devolverme una escoba que le había prestado —le contestó al SS mi amigo Zdenek.

Nos miró como diciendo: «No me toméis por un imbécil, porque no lo soy…» Es posible que adivinara lo que estábamos haciendo, pero como tampoco ellos tenían autorización para poseer un aparato, la cosa no tuvo mayores consecuencias. Lo bueno es que no miró debajo de la cama, ya que, con la precipitación, yo había olvidado desenchufar los hilos. ¡Por pura suerte nos salvamos de un castigo sonado!

Fue en la primavera de 1944 cuando llegaron los grupos más importantes de franceses con gran experiencia de la lucha antinazi. Cuatrocientos de ellos —llegados de la prisión de Blois, en Francia— tenían ya su propia organización clandestina, que ya funcionaba en aquella prisión. Fui a la barraca de cuarentena, como de costumbre, para enterarme de quiénes eran y de dónde venían. Como siempre, me dispuse a «confesarlos» y a darles los consejos que acostumbrábamos a prodigar a los nuevos. Me fue muy difícil, al principio, obtener ninguna respuesta de ellos. Allí nadie se daba por aludido cuando hablaba de resistencia o de lucha antinazi. Sin embargo, de pronto me fijé en uno que tenía aspecto de español —moreno, de pelo muy negro y que escuchaba atentamente lo que yo decía. Me acerqué y le hablé:

—Oye, tú eres español. Me he dado cuenta de que comprendes lo que digo cuando hablo en castellano. No me había equivocado; vi que sonreía. Era la mejor prueba de que me había comprendido.

—No, no soy español, pero comprendo vuestra lengua —me respondió al final, con un fuerte acento eslavo. Para ver qué reacción tenía, le hablé de alemanes, checos y franceses que había en el campo, conocidos por su actividad resistente. Con gran sorpresa, supe que conocía a Gabler. Hofman. Dahlen y a otros. Pero la sorpresa fue aún mayor cuando supe que era el cuñado de mi amigo Fredo Ricol. Se trataba de Arthur London, un checo casado con Lise Ricol, y que había ido a luchar en España. Así conocí a uno de mis mejores amigos.

Gracias a London y a sus compañeros, pudimos establecer relaciones con nuevos prisioneros políticos que él conocía —algunos desde la guerra de España— de la Resistencia, y también con otros conocidos en las prisiones de Francia.

A partir de aquella época se creó oficialmente el Comité Internacional, aunque los contactos y la actuación ya existían desde meses atrás; y siempre habíamos tomado las decisiones en común. La primera dirección del CI estuvo compuesta de cuatro miembros: tres austríacos —Gabler, Kohl y Marsalek— y un checo —London.

El grupo militar español sirvió de plataforma a la organización del aparato militar internacional (AMI), en el que se integraron oficiales de la Resistencia de todos los países que estaban bajo el yugo nazi. Al ser nuestro grupo el mejor organizado, nos fue confiada la responsabilidad del AMI. Sus jefes serían: primero, nuestro compatriota Fernández, y más tarde mi amigo y compañero de la 43, Miguel. El hecho de ser su compañero en España, y conocer el ruso y el alemán, me valieron ser designado como oficial de enlace del EM del AMI. Eso sin abandonar mi actividad en la organización política y de solidaridad española, claro. La capacidad militar de Miguel y nuestra buena disciplina hicieron posible la rápida formación de un grupo militar capaz de hacer frente a toda eventualidad. Me fueron encargados planos y croquis de todos los puntos estratégicos del campo, que durante algún tiempo tuve escondidos en un armario de los oficiales SS, donde hacía la limpieza (era el lugar soñado para esconderlos, donde nunca se les hubiese ocurrido buscarlos). Cuando algunos meses más tarde el coronel soviético Pirogoff entró en nuestro EM —escogido para ser el comandante en jefe, debido a su gran experiencia en la Resistencia soviética—, Miguel le comunicó nuestras actividades. Yo les servía de intérprete, explicándole todos los detalles.

—Amigos —dijo al final—, no tengo nada que añadir. Vuestros planes y vuestra organización son perfectos. No hay que retocar un sólo detalle. Pese a mi experiencia yo no hubiera podido hacerlo mejor. Al contrario, vosotros me habéis enseñado cosas que sólo con vuestra tenacidad era posible alcanzar. Formaré parte del EM del AMI, pero no seré su jefe, porque considero que es Miguel quien debe asumir esta responsabilidad hasta el final.

En 1944 los fusilamientos en el campo fueron numerosos, sobre todo de austríacos. Anteriormente sólo de vez en cuando un político era fusilado. En 1944, raro fue el día en que no hubo ejecuciones, no sólo por fusilamiento, sino también ahorcados. Lo cual no quiere decir que la exterminación «programada» menguara, sino todo lo contrario: en todos los campos anexos los exterminados se contaban por miles, y los camiones no paraban de traer su carga macabra. (Y eso que Gusen, Melk, etc., tenían su propio crematorio). Las pilas de muertos eran tan importantes que llegaban hasta la plaza central. El nuevo crematorio había sido «perfeccionado», doblándose el número de incineraciones, que se podían hacer sin la menor interrupción. Funcionaba tan intensamente, que el calor llegó a resquebrajar el zócalo de cemento de dos metros cincuenta de espesor que lo sostenía. Algunas noches nos era difícil dormir debido al olor de los cuerpos quemados que se esparcía por el campo. Las llamas salían por la chimenea alcanzando varios metros de altura por encima del bunker (calabozo), donde estaban instalados los hornos crematorios. Era un espectáculo lúgubre, siniestro, horripilante…

El desembarco aliado en Francia

El 6 de junio de 1944, encontrándome en mi trabajo de limpieza, por los altavoces colocados en las habitaciones de los SS oí que las noticias de Berlín informaban de que los aliados habían desembarcado en Francia. Los hitlerianos daban un parte lacónico, sin comentarios: «Los angloamericanos han intentado un desembarco en Francia, nuestras tropas resisten en todas partes». Tras los ataques y avances soviéticos, se había realizado el desembarco tan esperado. Ahora sí que teníamos la certeza del aplastamiento total y próximo del hitlerismo en Europa. Dejé las escobas en el pasillo y me dirigí, loco de alegría, a las habitaciones donde trabajaban mis compañeros. En pocos minutos la noticia se extendió como un reguero de pólvora hasta los más apartados rincones del campo. Los SS, que conocían la noticia desde las primeras horas de la mañana, estaban furiosos. Mi alegría, por ello, duró poco tiempo. Durante el resto del día fui apaleado y castigado como nunca lo había sido hasta entonces. Aquella noche entré en el campo con un ojo tapado, a causa de un puñetazo, y la cabeza abierta por un calzador metálico que me había arrojado un SS. ¡El 6 de junio de 1944 no se borrará jamás de mi memoria!

Aquella fecha tuvo para nuestra moral un alcance inédito. Ahora los alemanes eran atacados por todos lados. Muchos SS que no sabían todavía lo que era la guerra en primera línea fueron enviados al frente ruso, como ocurrió con los pertenecientes a la División Toten-kopf (calaveras); los de la División Das Reich ya habían sido trasladados a Francia, a Metz, en la Moselle. Para sustituirlos en el campo habían llegado exheridos y SS extranjeros, voluntarios de ciertos países ocupados. Entre los extranjeros, Ziereis había traído algunos futbolistas rumanos, eslovacos y húngaros, con el fin de reforzar el equipo de fútbol SS que participaba en el campeonato militar alemán. Fue así como tres rumanos y un austríaco vinieron a ocupar los puestos dejados vacantes por cuatro oficiales SS, de los cuales era yo ordenanza. De los tres rumanos sólo uno era nazi de verdad. En cuanto al austríaco, Bruckner, joven fanático hitleriano, había sido herido en el frente ruso, perdiendo sus partes genitales. Pronto fue «bautizado» por los españoles con el apodo «El Capado». De todos los SS de Mauthausen fue uno de los más feroces, sanguinarios y crueles. Hasta los propios SS le temían, sobre todo porque era amigo de Bachmayer, el capitán de campo, y uno de sus esbirros de confianza. Un verdugo que mataba a los hombres como moscas. Fue alojado en la misma habitación que los tres rumanos futbolistas, a los cuales odiaba y despreciaba. En mi presencia les trataba de enchufados, de SS de «segunda mano», de cobardes, y de cochinos extranjeros, que deshonraban al Tercer Reich. Pasaba su tiempo martirizando a los presos, ya sea en el trabajo o en los blocks, y cuando estaba de oficial de guardia —en el control de la entrada— iba a los blocks de cuarentena a torturar y asesinar a los recién llegados. Raro era el día en que no me hacía lavar sus guantes de cuero manchados con sangre de los prisioneros. «El Capado» era la auténtica pesadilla del campo.

Cierto día fui a la habitación de los rumanos, para traducir un artículo del «Volkischer Beobachter», periódico de los SS, y así practicar el alemán. Tenía siempre a mano una gramática y un diccionario español-alemán. Escogí en el periódico un artículo sobre la batalla de Smolensk —un comentario nazi en torno al parte de guerra de los soviéticos—, en el que trataban de demostrar que el comunicado ruso era falso. En el artículo se incluían extractos del parte ruso, como por ejemplo: «En el sector de Smolensk nuestras tropas han dado batalla —una de las más duras de la guerra— a las fuerzas invasoras. En una semana hemos destruido 600 tanques, abatido 800 aviones, cogido 2.000 cañones, miles de ametralladoras y hemos hecho prisioneros a más de 20.000 hombres». El comentario nazi se dedicaba a desmentir el parte ruso, diciendo que aquellas noticias eran imaginarias, fabricadas por los servicios de propaganda de los bolcheviques, ya que en dicha ciudad no había habido combates y los soviéticos estaban muy lejos de la misma. Estaba traduciendo tranquilamente el artículo, cuando «El Capado» entró por la ventana como una exhalación. Con una mano me agarró por el cuello de la chaqueta y con la otra me quitó los papeles. Ni siquiera tuve tiempo de darme cuenta de lo que ocurría. Me había estado espiando desde fuera, saltando por la ventana para cogerme «con las manos en la masa».

—¿Qué es lo que escribes? Te la vas a cargar. Tú no tienes derecho a leer libros, y menos aún nuestros periódicos —me gritó, al tiempo que me aplastaba los pies con sus botas.

Inmediatamente tuve el presentimiento de que algo grave me iba a suceder. Le contesté:

—Tengo permiso del Obersturmführer Bachmayer para leer el periódico y tener estos libros, con el fin de aprender mejor el alemán.

—¡Mientes! Te aseguro que vas a pasar un mal rato…

Tomó el periódico y mis escritos. Había copiado el artículo en español y en alemán. Las palabras que no comprendía bien las traducía por partida doble, colocándolas entre paréntesis. Cuando leyó el comunicado soviético se levantó y empezó a golpearme como un desalmado con el atizador de la estufa. (Una muela más —de las pocas que me quedaban— me la rompió «El Capado» aquel día). Caí al suelo y aquel malvado se dedicó a pisotearme. Al levantarme recuerdo que fijé la mirada en la chapa de su cinturón, sobre la cual estaba escrito: Got ist mit uns (Dios está con nosotros).

—Asqueroso bolchevique, tú escuchas radio Moscú y copias los partes de guerra rusos para comunicarlos después a los otros untermenschs. Voy a dar parte a Bachmayer y mañana saldrás hecho humo por la chimenea del crematorio.

Con los papeles en la mano, se fue por la ventana —como había entrado— y desapareció en dirección a la Kommandantur. Había dejado el periódico sobre la mesa. Lo plegué y lo escondí detrás de un armario. Un cuarto de hora después se presentó de nuevo en su habitación, ordenándome que andara delante de él hasta el control del campo. Cuando llegamos a las torres me hizo pasar delante del oficial de guardia, colocándome frente a la muralla. Entonces me vi perdido y me dije que, salvo un milagro, esta vez no me salvaba. Me colocó los brazos detrás en la espalda, me ató con la cadena y me izó varios palmos. Me encontraba colgado por los brazos tal como los desgraciados que habían sido presa de los SS y sus perros. Sentía tanto dolor que me parecía que estaba ya fuera del mundo. No sufrí en Mauthausen todas las torturas —como la bañera, la electricidad, y otras—, pero creo que la de ser colgado era de las más horribles: los brazos eran atados en la espalda, a la altura de las caderas; luego pasaban una cadena entre las dos manos y con un gancho iban subiendo los eslabones uno a uno. Al mismo tiempo subían los brazos, retorcidos, descuartizados, con dolores tremendos, hasta que, colgado de aquella forma, el cuerpo se encontraba a unos treinta centímetros del suelo, balanceándose como un pelele.

El oficial de guardia se acercó, y se entabló una discusión entre él y «El Capado». El oficial en cuestión era el Oberscharführer rumano Heller, al cual yo servía también de ordenanza, que compartía su habitación con «El Capado». Heller le dijo:

—Hay que descolgarlo. Mientras no lo ordene Bachmayer, no tenemos derecho a colgar a un preso, «El Capado» le replicó:

—Yo no necesito autorización, rumano de mierda. Sin hacerle caso, Heller me descolgó, me sacó las cadenas y me puso de cara a la muralla, en espera de que llegase Bachmayer.

No había permanecido colgado más que doce o quince minutos, y sin embargo tenía ya los brazos paralizados. El dolor era insoportable, hasta el punto de que casi no me daba cuenta de lo que ocurría en torno mío, Me rehíce un poco y, viéndome perdido, por mi mente pasó en pocos instantes la aventura de mi vida: España…, Francia… mi familia… Mi familia, por la que tanto había luchado, no sabría jamás cómo había muerto. Mi madre —que tanto había rezado por mí a san Antonio, y que estaba convencida de la protección con que el gran santo me cubría—, vería que san Antonio no había podido hacer nada por mí. La guerra de España, tan lejana ya; la guerra de Francia; mi actividad de combatiente de la libertad; todo desfiló por mi mente en escasos segundos. Después de tantos sacrificios, de tanto trabajo, de tantos días y noches pasadas en estudiar y preparar nuestra lucha clandestina, yo me dejaba condenar estúpidamente. ¿Y si los SS antes de exterminarme decidían torturarme para intentar saber algo sobre nuestra actividad en el campo? Me acordé de pronto de las torturas sufridas por nuestros compañeros en las prisiones de Francia, de Bélgica, de Checoslovaquia, y allí mismo, en Mauthausen. ¿Tendría la fuerza suficiente para callarme y morir sin decir una palabra? Seguía teniendo un gran dolor en los brazos, y aquello no era nada al lado de lo que me esperaba si me hacían un interrogatorio de los suyos. (De todas las torturas, una me daba escalofríos: la de los perros. Verme despedazado por los perros, como había visto hacer con otros presos, me horrorizaba). Estaba pensando eso cuando nuestro compatriota, De Diego, que era el secretario número 3, se acercó a mí preguntándome qué había ocurrido. (Debo subrayar su valentía: ningún prisionero tenía derecho a acercarse a un «castigado cara a la pared», so pena de recibir el mismo castigo). En pocas palabras le expliqué lo ocurrido. Una vez más, la suerte que había tenido tantas veces, volvería a sonreír para mí. Pero sería una suerte propiciada por nuestros camaradas de la organización clandestina: De Diego y Marsalek.

Cuando Bachmayer llegó al control del campo, Marsalek, y sobre todo De Diego, le dieron la versión real de los hechos. Bachmayer había sido avisado y llevaba en la mano mi papel, pero recortado por «El Capado», que había dejado solamente las líneas donde estaba escrito el parte ruso. Bachmayer se acercó y me preguntó:

—¿Esto lo has escrito tú? ¿Dónde escuchas radio Moscú? De Diego le contestó por mí:

—No, mi capitán, él no escucha radio Moscú. Esto es la traducción de un periódico alemán; el «Volkischer Beobachter». De Diego le habló con tanta energía y firmeza que Bachmayer —el implacable— pareció desconcertado, alejándose hacia el control. Aproveché para explicar a De Diego que tenía el periódico escondido detrás de un armario de un oficial SS. De Diego alcanzó al Obersturmführer, explicándoselo todo y diciéndole donde había escondido yo el periódico.

—¡Que vaya a buscar el diario ese! Veremos si dice la verdad. Porque si ha mentido va a ver cómo las gasto yo… —gritó Bachmayer.

Corriendo, me dirigí a la barraca de los oficiales. No tenía más que esa idea en la cabeza: encontrar el periódico donde lo había dejado. Si no daba con él estaba perdido. La noticia de mi «detención» se había propagado y todos los oficiales de la barraca me preguntaban qué había pasado. Entré en la habitación, puse la mano detrás del armario sintiendo el roce del papel. Lo saqué y lo apreté contra mi pecho. ¡Aquel periódico nazi valía una vida! Los SS allí presentes me miraban como a quien ha perdido la razón; no comprendían nada. De regreso al campo entregué el periódico a De Diego, que lo llevó a Bachmayer, explicándole que mi traducción había sido recortada. El rostro del jefe del campo se contrajo y su mirada se endureció, según era costumbre en él.

—Que venga el oficial Bruckner.

Dos SS fueron a llamarle y en seguida se presentó allí. Se puso firme, extendiendo el brazo, y gritó:

Heil Hitler. A sus órdenes mi capitán.

Bachmayer, furioso, empezó a insultarle:

—Idiota, eres un estúpido. No haces más que burradas…

Bruckner se vio obligado a reconocer que había recortado mi papel. Aquel hecho parecía mentira: por haber colgado a un preso insultaban a un oficial SS. Bachmayer se acercó a mí y, dándome un soberbio puntapié, me ordenó que me fuera a mi trabajo. Volví a la barraca de los oficiales algo más tranquilo, pero preocupado, pues sabía que «El Capado» procuraría exterminarme de una forma o de otra. La prueba fue que pocos minutos más tarde vino a su habitación y, loco de rabia, me gritó delante de los otros SS:

—Antes de dos días te enviaré al crematorio. Créeme, esta vez ni Bachmayer ni nadie te salvará…

No hacía falta que me lo dijera, sabía por experiencia que cuando un SS decidía suprimir a un prisionero podía hacerlo sin dar cuenta a nadie de sus actos. Sólo mi «desaparición» podía sacarme de aquel apuro. Para ello hacía falta que la organización clandestina me pudiera «camuflar» en la enfermería o en el «campo ruso», donde había cientos de inválidos y enfermos. Aquella tarde, al entrar en el campo, todos mis amigos estaban enterados del incidente y de su gravedad. Se decidió enviarme a la enfermería a la mañana siguiente y que los médicos me evacuaran al «campo ruso».

Marsalek tomó el asunto en sus manos, y con su compatriota Kohl —también del Comité Internacional— avisaron a los médicos prisioneros para que me admitieran en la enfermería y pudiera ser trasladado al campo de los inválidos. No era cosa fácil, pese a nuestro poder en el campo. En primer lugar hacía falta que el secretario de barraca accediera a apuntarme como enfermo. Luego hacía falta que el kapo de mi «comando» diera su visto bueno, y por último, que el secretario de la enfermería y los médicos pudieran admitirme en su departamento. Después de los médicos estaba el oficial médico SS, al que también era necesario convencer de la conveniencia de mi hospitalización. Pues bien: se consiguió reunir todos los permisos necesarios.

Llegué a la enfermería a las nueve menos cuarto. Como jefe de ella estaba un checo, el profesor Podlaha, que colaboraba en el CI. El profesor había prometido sustraerme al control de los SS (no hay que olvidar que tenía los pulmones enfermos y mi temor era que los SS se dieran cuenta de ello). Mi amigo Zdenek me acompañó. Todo iba bien, hasta que Podlaha se lanzó sobre mí insultándome en alemán. Yo no comprendía qué le ocurría, ni tampoco los otros médicos y enfermeros.

—¡Te conozco bandido! ¡Tú eres Ackel!

Su reacción me había dejado anonadado; parecía haberse vuelto loco. Fue Zdenek quien captó rápidamente el sentido de sus palabras y lo que significaban: me había confundido con el antiguo jefe de block 13 —el delincuente común Ackel—, que tanto le había hecho sufrir. No se daba cuenta de que, por el contrario, si estaba con vida era gracias a mis esfuerzos. Cuando Zdenek le hizo comprender su equivocación, y que yo era el español que le había «camuflado», me pidió perdón, apenado por haberme tratado mal. Lo cierto es que, debido seguramente a aquel incidente, cuando me tomaron la temperatura yo tenía 40º de fiebre… Cuando pasé ante el médico SS le dijeron que estaba muy enfermo 40º de fiebre, contagioso —y que era necesario enviarme al «campo ruso». Y allí me condujeron, junto con otros compañeros, yendo a parar a una barraca cuyo jefe era un deportado político austríaco. Permanecí ocho días en aquella antecámara de la muerte. Era el mismo decorado que había conocido en el campo central en los primeros tiempos, pero con una diferencia: que allí todos los habitantes eran enfermos e inválidos, agotados por los trabajos en los «comandos exteriores», amontonados y abandonados en aquel infierno, en condiciones tan atroces que es imposible describir. Hay que destacar la gran abnegación y el sacrificio de nuestros compañeros médicos, practicantes y enfermeros, miembros del CI, luchando cada minuto para arrebatar hombres a la muerte, desafiando a cada paso a los SS.

Al cuarto día de estar allí me enteré de una noticia extraordinaria: Bruckner, «El Capado», había sido ascendido y le habían dado el mando de un «comando exterior» cerca de Viena. Por fin podía respirar tranquilo y regresar pronto al campo central.

Con un pequeño grupo de deportados ya restablecidos, fui devuelto al campo, donde debíamos ser incorporados al grupo de la cantera o al de la construcción del campo. A mí me destinaron a este último. Varios días después se me nombró ayudante de secretario del block 12, cargo que desempeñaba un joven checo: Sebesta. El jefe de block era un preso político alemán, Hans (comunista detenido en 1933 y que había recorrido casi todos los campos alemanes). La actividad del secretariado era poco importante, lo que me permitía consagrar mucho tiempo al grupo clandestino, el cual de día en día, se afianzaba más en el campo, cubriendo ya la mayoría de los puestos de dirección interiores.

El verano de 1944 fue muy duro para nuestro Comité Internacional. De los cuatro miembros de la dirección, dos tuvieron que ser sustituidos: London, muy enfermo de los pulmones, tuvo que dimitir debido a su gravedad, ya que teníamos que esconderlo para que los SS no descubrieran su verdadero estado. En cuanto al amigo Gabler, su caso fue más grave. Trasladado a Viena por la Gestapo, y tras un simulacro de proceso por sus actividades comunistas, fue torturado salvajemente y luego decapitado en la cárcel de Viena, (Esta noticia la supimos algún tiempo después. Igualmente supimos que, en el curso de los interrogatorios, nunca se le escapó la menor palabra sobre la organización clandestina de Mauthausen). El checo Hofman sustituyó a London y nuestro compatriota Manuel fue elegido responsable del CI en sustitución de Gabler.

Con sorpresa aquellos días vimos llegar a los primeros deportados políticos italianos. Personalmente, tenía tanto odio a los italianos como a los alemanes, y fue con ese estado de ánimo que me fui a visitar los recién llegados, a los «antifascistas» de la última hornada… Entre ellos se encontraban algunos oficiales superiores del ejército italiano que se habían negado a combatir contra los aliados, así como un grupo importante —la mayoría— de «partisanos». Pronto me di cuenta de mi error: todos tenían un auténtico pasado de luchadores antifascistas. Algunos de ellos eran incluso militantes del PCI. Otros muchos eran católicos. Sin embargo, unos y otros habían combatido juntos en las guerrillas italianas. Me entretuve con ellos, para saber de dónde venían, y descubrí un excombatiente de España: Pajeta, miembro del Comité Central del PCI. Por mediación suya pudimos integrar también al grupo italiano en la organización clandestina. Fue la última nacionalidad que «ingresó» en el CI de Mauthausen, pero no la menos castigada. Con un ensañamiento y una crueldad horribles, les fueron aplicadas las torturas que nosotros habíamos sufrido antes —y que seguían en vigor como el primer día—, con la particularidad de que a los italianos, que habían sido sus «aliados», les hicieron pagar más duramente aún lo que los SS llamaban «la traición de Badoglio…».

Me nombran intérprete por orden de los SS

En el campo había un grupo de trabajo llamado Aufnahme kommando (intérpretes encargados de establecer las fichas). Estaba compuesto de prisioneros de varias nacionalidades que hablasen dos o más idiomas, y, naturalmente, el alemán. Su trabajo consistía en hacer las fichas de los recién llegados. Estas fichas eran después controladas con las fichas de transporte establecidas por la Gestapo. Un ejemplar de aquellas fichas iba a la Kommandantur, otro al Schreiberstube (oficina interior). A medida que los miles y miles de prisioneros políticos llegaban al campo, era necesaria la ampliación de dicho grupo a causa del mucho trabajo que se les acumulaba. En 1944-45 casi todos los hombres de aquel «comando» formaban parte de la organización clandestina. El oficial SS responsable de aquel grupo me encontró un día en un block de cuarentena, donde había ido a «confesar» a los italianos. Al ser sorprendido pensé que un nuevo castigo me iba a caer sobre las costillas, máxime cuando el oficial era uno de aquellos a los que yo había servido como ordenanza. Me preguntó:

—¿Dónde trabajas desde tu enfermedad?

—Soy secretario adjunto del block 12.

—Hablas el español, el francés y el alemán. ¿No?

—El francés bastante bien, el alemán lo hablo, pero no sé escribirlo bien… —le contesté, silenciando que hablaba también el ruso.

—Bueno, esto da lo mismo. Mañana entrarás en mi «comando» para ayudar a hacer las fichas.

Era una orden dada por un SS, y no daba lugar a discusión. De todas formas no me desagradó el nombramiento, ya que en aquel puesto tendría más libertad aún para entrar en los blocks de cuarentena, y sobre todo más facilidad para pasar de una barraca a la otra por la noche, para transmitir las instrucciones a los miembros del aparato militar. Efectivamente, la organización militar, cada día más importante, reclamaba contactos muy estrechos entre sus responsables. Teníamos hombres que vigilaban por la noche, mientras los otros dormían, a fin de no ser sorprendidos de una forma u otra por los SS.

Al día siguiente me presenté en el Aufnahme kommando. Yo era allí el único español. La víspera, Rabaté me había hablado de dos o tres franceses que trabajaban allí, con los cuales se podía tener confianza, y me facilitó el nombre de uno de ellos para poder establecer el contacto.

—¿Eres tú Pierre Daix?

—Sí, soy yo. ¿Qué quieres?

—Soy un amigo de Rabaté. Me llamo Mariano y soy español. Espero que seremos buenos amigos…

Quedé asombrado al ver que era muy joven: tenía tres o cuatro años menos que yo. Llevaba aún en la cara la marca de las torturas infligidas por la Gestapo en las prisiones de Francia. (Supe más tarde que había sido detenido a principios de 1941). Estaba muy flaco, parecía un esqueleto ambulante, sólo destacaban los ojos, como si fueran a salir de sus orbitas. No era el único joven francés recién llegado. Había varios que apenas tenían 18 años, entre ellos mi amigo Théo Morales, y otro que después sería una personalidad destacada en el mundo sindical: el actual secretario general de la CGT francesa, Georges Seguy…

Daix me sonrió y me dijo en español:

—Salud, camarada español. Bienvenido entre nosotros; espero que juntos hagamos buena labor.

Cada día resultaba más difícil poder ayudar a los que llegaban, debido a la importante afluencia, sobre todo rusos, que ingresaban en el campo en grupos impresionantes. Entre ellos llegaron jefes superiores soviéticos, que fueron enviados a la Straffkompanie: había generales, coroneles y comandantes. Los SS se ensañaron con ellos y en pocos días exterminaron a los más débiles. Con nuestra ayuda se logró salvar a varios, pese a las 16 horas de trabajo transportando piedras y a las torturas incesantes a que eran sometidos. A principios de 1945, la afluencia de prisioneros se había duplicado. No sólo llegaban miles de resistentes antinazis de Europa entera, sino también deportados procedentes de los campos situados en Polonia, evacuados por los alemanes ante el avance del ejército rojo. También llegaron varias expediciones de hombres, mujeres y niños de origen desconocido, que fueron introducidos directamente en la cámara de gas, sin que se hiciera ninguna ficha. Estos grupos eran transportados por la noche, rodeados del secreto más absoluto, y eran gaseados y quemados sin que pudiéramos saber nunca su procedencia. La situación cambiaba día a día, y la esperanza iba enraizando más profundamente. Nuestra actividad seguía el ritmo de los acontecimientos. Es decir, ante la derrota de los nazis —segura ya—, era necesario tomar la delantera para que los SS no nos sorprendieran. Nuestros grupos militares realizaban ejercicios cumpliendo los planes que habíamos establecido. No hay que negar que tuvimos discrepancias en la fijación de algunos objetivos, sobre todo en el grupo español, que, como ya se ha dicho, tenía el mando supremo tanto político como militar. Nosotros teníamos la experiencia de la lucha en el frente y también la veteranía en el campo. Conocíamos el campo —por haberlo examinado— hasta el menor detalle que pudiera servir para apoderarnos de él. Esto quedaba supeditado a un posible intento de exterminación en masa por parte de los SS, o de una evacuación, que hubiera servido para los mismos fines. Nuestro amigo Manuel expuso nuestros puntos de vista al CI, pero hubo reticencias en el seno del mismo, por parte de algunos pusilánimes, y no fueron aceptados. Fui, con mis compañeros, uno de los organizadores de aquel plan, y estoy convencido de que podíamos haber liberado el campo con nuestros propios medios, evitando quizá la muerte de muchos prisioneros y contribuyendo así a acelerar la batalla final. Dos hechos vinieron a confirmar, algo más tarde, que el plan del grupo español no era un disparate. El primer hecho fue la llegada de un grupo numeroso de resistentes austriacos, entre ellos varios responsables del movimiento católico y algunos dirigentes del PC austríaco. Por la actividad que habían tenido en la resistencia debían ser exterminados inmediatamente. El CI, puesto al corriente por nuestros compañeros españoles que trabajaban en el Politischerabteilung, decidió convocar inmediatamente una reunión para examinar cómo podíamos salvar a algunos de ellos. Ciertos grupos nacionales, y particularmente el nuestro, sostuvieron la opinión de que se podía intervenir militarmente para salvarlos a todos; sobre todo cuando poseíamos ya numerosas armas y los medios de apoderarnos del campo. A causa de las divergencias existentes, la única medida que se decidió fue darles algunas armas para que intentaran evadirse. Nosotros sabíamos que aquello era una insensatez. Era algo imposible de realizar, porque para poder escapar era necesario que asaltasen con sus armas las torretas de la guardia, franquear la muralla sobre la cual había la alambrada eléctrica, atravesar la segunda línea de alambradas del perímetro exterior, y luego salir al monte. En aquellas circunstancias, un grupo como el austriaco tenía que ir forzosamente al fracaso. Sólo un ataque general hubiera podida tener éxito. Tan pronto se acercaron a las torretas —construidas con bloques de granito de seis metros de altura— las ametralladoras empezaron a tirar hiriendo a varios de ellos. Viendo su empresa en trance de fracasar, nuestros amigos austriacos se replegaron hacia las barracas, abandonando junto a las alambradas las armas que les habíamos dado. Tuvimos que enviar varios camaradas nuestros a recuperar las pistolas abandonadas. Como era aún de noche, tuvimos la suerte de que la «operación» se efectuara sin contratiempo, y sobre todo sin que los SS se dieran cuenta de que los austríacos habían abandonado varias armas de fuego. (Cuatro años antes aquello hubiera costado la exterminación completa del campo). Hay que aclarar que por aquel entonces los centinelas eran, en su mayoría, viejos SS de 50 años, movilizados poco tiempo antes y que no tenían la misma «experiencia» para el exterminio que los jóvenes. Además, los que montaban guardia entonces no entraban al campo, ni dirigían la administración del mismo.

Todos nuestros compañeros austríacos, sin excepción, fueron fusilados, ahorcados o decapitados apenas amaneció.

Un segundo hecho sembró la estupefacción por todo el campo y constituyó un ejemplo del valor de aquellos hombres. Una noche, el campo fue despertado por el traqueteo de las ametralladoras. De madrugada todo el personal permaneció formado durante muchas horas, en posición de firmes, delante de nuestros blocks. ¿Qué había ocurrido? Un grupo de prisioneros considerado muy peligroso había sido encerrado en el block 20. (El block 20 estaba rodeado por otra muralla, además de la del campo, con hilos de alta tensión. Es decir, su situación era ultrasecreta). Sus habitantes, que eran ejecutados a un ritmo acelerado en las mazmorras del calabozo interior del campo, no estaban controlados por el Schreiberstube, debido a lo cual no podíamos saber ni cuántos entraban, ni cuántos eran ejecutados. Por el compatriota y amigo Bargueño supimos que se trataba de un grupo de oficiales y eminentes técnicos soviéticos que eran sometidos a torturas espantosas: los SS pasaban noches enteras en dicho block, exterminándolos. Conscientes de que iban a morir todos, intentaron su evasión. La habían preparado minuciosamente: mientras algunos se sacrificaban lanzando los zuecos de madera sobre los centinelas y les enfocaban los extintores de incendio para cegarlos, otros lanzaban las colchonetas de paja sobre las alambradas eléctricas y, ayudándose los unos a los otros, escalaban la muralla. Las ametralladoras tiraban en todas direcciones y muchos fueron asesinados allí mismo, pero un grupo importante logró evadirse y pudo ir hacia Hungría, donde estaba el frente más cercano. Debido a su estado de debilidad, sin ropa —los encerrados en el block 20 no tenían ni chaqueta ni pantalón—, descalzos sobre la nieve, muchos no tardaron en ser cogidos y exterminados por los SS y sus perros.

Sin embargo, un grupo de supervivientes de aquella gesta, heroica entre todas, logró alcanzar las líneas soviéticas y hoy día viven en la URSS. Fue la hazaña más espectacular y más valiente realizada en Mauthausen.

Llegada de las mujeres

En el mes de marzo de 1945 tuvimos una nueva sorpresa. Los intérpretes fuimos llamados para hacer las fichas a los recién llegados. ¿Cuál no fue mi sorpresa, y la de mis compañeros, al ver que se trataba de mujeres? Dos mil quinientas mujeres, evacuadas del campo de Rawensbruck, llegaban para ser encerradas en los blocks 16, 17, 18 y 19. Las había de diferentes países, en su mayoría francesas y belgas; pero entre ellas había varias españolas. Hicimos cuanto fue posible para evitar que fuesen maltratadas, y atenuar el sufrimiento moral y físico que solía caracterizar la «recepción» de Mauthausen. Habían conocido y vivido el terror de Rawensbruck, y, al ser evacuadas a causa del avance soviético, habían sido apiñadas en vagones de carga —algunos de ellos descubiertos— en condiciones increíbles, sin agua y sin comida. Muchas de ellas habían perecido durante el transporte. Siempre me pregunté cómo pudo llegar viva a Mauthausen una sola siquiera, después de tantos días de transporte en ferrocarril. En Mauthausen eran recibidas en las mismas condiciones que los hombres, teniendo que pasar los mismos controles que ellos. Fueron despojadas de su uniforme de presidiarias, afeitadas de la cabeza a los pies, duchadas y desinfectadas. A los cinco barberos españoles les dimos orden de atenuar al máximo la tortura del afeitado, al mismo tiempo que vigilábamos a los bandidos de delito común para impedir algún gesto obsceno. Los miembros del CI velaron para que aquellas operaciones de control a las cuales tenían que someterse —bajo la vigilancia de los SS, hombres y mujeres— fueran lo menos duras posible. Los bandidos, sorprendidos por la valentía de aquellas mujeres, no reaccionaron, y su conducta, aquel día, fue intachable. Tan pronto fueron conducidas a las barracas ya citadas —rodeadas de una muralla las cuatro—, tuvimos que hacer las fichas, lo que nos permitió ponerlas al corriente de la vida del campo, animarlas, aconsejarlas y reconfortarlas con pruebas de nuestra solidaridad. Pude ponerme en contacto con nuestras compatriotas y supe que todas ellas habían sido detenidas en la Resistencia francesa, de la cual algunas habían sido dirigentes. Allí estaba Carlota Olazo, «Charlie», la responsable del pequeño grupo español, que encontró a su marido en el campo de Mauthausen. Carlota era una mujer resuelta, muy animosa, de una voluntad increíble. Había sido dirigente en la resistencia y lo continuó siendo en el campo, ayudando y apoyando al grupo franco-español. Estaba también la joven Angelines, detenida en París en 1941, que llegó muy enferma y que pudo ser salvada gracias a la ayuda colectiva. Otra era la esposa de Ester —un resistente español que también estaba en Mauthausen—, que había sido detenida en Toulouse. Había una «medio española», Estucha (digo medio española, porque era una judía polaca, estudiante de medicina y venida a España en 1936 como enfermera), y varias compatriotas más.

En la puerta de entrada del grupo de barracas pusieron un SS de guardia permanente —a veces se trataba de un blockführer al que yo había servido de ordenanza— que impedía el acceso al «campo de las mujeres». Conocer a algunos de ellos me permitió entrar fácilmente en el recinto reservado, pudiendo aportarles ayuda y noticias. Varias zíngaras y prostitutas alemanas que llegaron con ellas, fueron nombradas «jefe de block». Éstas, que por lo regular se encontraban en buen estado físico —algunas estaban protegidas por los SS—, no despreciaban la visita de algún secretario del triángulo verde o negro. Más de uno intentó penetrar en su campo varias veces. Para evitar todo abuso y las incorrecciones de aquellos degenerados, los españoles tuvimos que montar una guardia discreta en el block 11, impidiendo que entrara alguno de ellos a molestar a nuestras infortunadas compañeras. Los amigos del CI me destinaron a dicho block, desde donde podía vigilar toda tentativa de incursión y, al mismo tiempo, entrar más fácilmente cuando era necesario, sobre todo cuando estaba de guardia un SS conocido mío; aunque a veces para llevar un pedazo de pan a las mujeres teníamos que regalar un paquete de cigarrillos conseguido de estraperlo en la cantina de los SS…

Días después las mujeres fueron enviadas al trabajo, siendo destinadas a limpiar los escombros de la estación de Amstetten, que los bombarderos americanos habían destruido totalmente. Fue algo monstruoso, ya que aquel trabajo era muy duro, incluso para un hombre, y trabajaban bajo la amenaza de nuevos bombardeos. Amenaza que se hizo realidad, ya que los aliados volvieron a bombardear y muchas sucumbieron bajo sus bombas. (De la misma forma habían muerto, meses antes, varios españoles, entre ellos dos miembros de la dirección de la organización española: Juncosa y Miret, este último dirigente del PSUC en España. Los dos fueron heridos por la metralla de una bomba americana y los SS, en vez de curarlos, los remataron a tiros). Después de un segundo bombardeo las mujeres se negaron a trabajar en aquellas condiciones y los SS no las sacaron más al trabajo exterior. Nadie había osado hacer tal cosa en Mauthausen.

La situación era cada día más difícil para los alemanes, lo cual nos obligaba a estar siempre en estado de alerta. No sólo la organización internacional, y su aparato militar, poseían el control del campo, sino que se había logrado enviar compañeros y consignas a los «comandos exteriores», sobre todo españoles. Las instrucciones se enviaban con los grupos de «hombres frescos» que cada semana salían del campo central para sustituir a los enfermos y a los muertos. El objetivo era el mismo para todos: vigilar y no dejarse matar, ya sea por las armas o por el gas; negarse a ser evacuados hacia otros campos, puesto que muchos habían sido ya liberados, y sabíamos que el traslado era un pretexto para exterminar a los presos conducidos en los últimos meses de la guerra. Para mí aquellos tiempos fueron moralmente tan terribles como los primeros. El estado nervioso era insoportable porque sentía que el final estaba próximo y que una gran amenaza pesaba sobre todos nosotros. Conocíamos al dedillo la situación en los frentes y los bombardeos de los americanos sobre Linz y en otros lugares cercanos al campo. Y siempre surgía el mismo interrogante: ¿qué pensaban hacer con nosotros? Por las indiscreciones y confidencias de los SS sabíamos que Ziereis tenía órdenes de liquidarnos a todos; órdenes transmitidas por Himmler. ¿Cómo? ¿Cuándo? Nada sabíamos; por eso era necesario extremar la vigilancia día y noche. Estábamos preparados y resueltos a todo, pero aquella batalla no era como las de la guerra en el frente, era una batalla de desgaste que sería ganada por el más astuto. Con el secreto más absoluto hacíamos nuestras guardias, permaneciendo de pie en todo momento; los últimos tiempos no dormí ni dos horas por noche, y, al igual que yo, mis otros compañeros de organización.

A primeros de abril recibí una carta de mis padres —la última—; y fue un auténtico bálsamo moral: parecía como si mi madre —adivinando lo que estaba sucediendo— quisiera darme fuerzas para aguantar hasta el fin. Recuerdo que me decía: «Hijo mío, esperamos que estés bien de salud. Ánimo, que pronto estarás entre nosotros. San Antonio te protegerá…» Separados por cientos de kilómetros mis padres vivían nuestro drama.

Incremento de la actividad de resistencia

Por orden del CI, a partir del 10 de abril cesé en el trabajo de intérprete, para consagrarme plenamente a las tareas clandestinas. Eran necesarias la coordinación y la organización de todo y de todos: controlar todas las noticias para evitar los «bulos»; obtener el máximo de información de los hechos y gestos de los SS, especialmente de Ziereis y Bachmayer. Los españoles empleados en correos, oficinas, Kommandantur, etc., eran quienes nos procuraban el mayor número de noticias. Especialmente Manolo, el barbero de la 13, que limpiaba todas las mañanas la oficina de Ziereis. Todo lo que Manolo veía era copiado y anotado: escritos oficiales, conversaciones, mensajes por radio, y lo que escuchaba detrás de las puertas… Actividades como la de Manolo merecen ser explicadas con detalle. Era necesario tener mucha sangre fría para realizar tales acciones, pues los SS guardaban sus órdenes y decisiones en el más absoluto secreto. Una mañana Manolo se presentó en el campo y nos informó:

—Desde hace 15 días tengo un aparato receptor de radio de campaña, con su batería, escondido bajo un montón de papeles en el desván de la kommandantur. Como hasta hoy nadie lo ha echado de menos, me parece que podríamos apoderarnos de él y entrarlo en el campo…

Era algo peligroso, pero lo comuniqué a mis compañeros de la dirección clandestina española.

El golpe fue preparado con el máximo de precauciones: Julio Casabona, que hacía el transporte de patatas peladas del campo a la cocina de los SS, había entrado ya en el campo varias armas que habíamos robado a los SS. Éstas se metían en las calderas donde los cocineros SS echaban los despojos, que se destinaban a los cerdos que Ziereis hacía engordar en una porqueriza situada en el interior del campo. El aparato de radio era más voluminoso que una pistola, sin embargo, Manolo lo envolvió muy bien en una tela impermeable y lo colocamos dentro de una caldera, recubriéndola con despojos. Pasamos ante el control SS sin que éstos sospecharan que llevábamos un aparato de radio en la comida para los cerdos. El aparato fue llevado al block 3, donde nuestro amigo Joan Pagés ejercía de barbero y era responsable del stube B. Levantamos varias maderas del suelo de la barraca y lo colocamos allí, donde los SS no pudieran descubrirlo. Por la noche escuchábamos los partes aliados y pudimos conocer así las últimas noticias de todos los países. Logramos tener una idea concreta de la situación en los frentes, tanto al este como al oeste. También por la radio nos enteramos de la liberación de varios campos: Buchenwald, Dachau, etc. ¡La liberación para otros compañeros!… Mientras tanto nosotros vivíamos aún bajo la incertidumbre total. A todos los peligros que pesaban sobre nosotros se añadió el de los bombardeos americanos en las cercanías de Mauthausen. Los SS nos obligaban a permanecer encerrados en las barracas: bajo la amenaza de sus ametralladoras, mientras duraba la alarma aérea. Temíamos que aquellas circunstancias fueran aprovechadas por ellos como pretexto para una «liquidación» total, acusando luego a los bombarderos americanos. Los pilotos aliados lanzaban periódicos escritos en alemán, que caían a veces en el interior del campo, en los que invitaban a los austriacos a rebelarse contra los invasores nazis. Casi todos los días los SS traían a pilotos americanos e ingleses derribados por los antiaéreos en aquellas regiones. Los pilotos eran encerrados en Mauthausen, pese a ser prisioneros de guerra; muchos de ellos fueron fusilados. Al tiempo que nos preparábamos para la resistencia interior, ordenábamos también los documentos y las fotos que hablamos sustraído a los SS, y que llegado el momento podían dar fe de lo que había sido Mauthausen. Si no escapábamos de allí con vida, por lo menos el mundo tendría pruebas de los crímenes SS. El problema era poder sacar todo eso del campo. Sólo había una posibilidad: la que podían ofrecer los jóvenes españoles deportados —unos cuarenta—, algunos de ellos llegados al campo cuando tenían trece años. Estos muchachos fueron sacados del campo y estaban empleados en la cantera de «Poschacher» —empresa civil cercana al pueblo de Mauthausen—, donde dormían y comían vigilados por varios SS. Se aprovisionaban en el campo, lo cual nos permitía tener un contacto casi cotidiano con ellos. Gozaban de cierta «libertad» alrededor de su cantera que les sirvió para entablar relación con una señora austríaca llamada Poitner, que pronto se convirtió en «informadora» y refugio de todo cuanto pudimos sacar: fotos, documentos, etcétera.

El 22 de abril de 1945 una increíble noticia estalló en el campo: Ziereis y Bachmayer ordenaban la formación inmediata de todos los franceses válidos, para ser evacuados a Francia por Suiza. Esta evacuación sería controlada por la Cruz Roja Internacional. La sorpresa que nos llevamos en el campo fue inmensa. Para la organización clandestina aquello fue el toque de alerta y provocó la movilización general del aparato militar. ¿Se trataría de la puesta en marcha del plan de exterminación, cuya existencia conocíamos? ¿Sería una artimaña para que nos confiáramos? Lo cierto era que la selección empezó por los franceses NN (Nach und Nebel), considerados como los más peligrosos. Todo era posible. En pocos minutos, todas las secciones internacionales estuvieron dispuestas a intervenir. Los compañeros del Schreiberstube trataron de recoger más información sobre los designios de los SS. Con Miguel, el responsable militar superior, nos dirigimos hasta el control del campo para ordenar, si lo juzgábamos necesario, el ataque a la fortaleza. Al llegar junto a la gran puerta, que estaba abierta de par en par, pudimos entrever una fila de camiones blancos, con la cruz roja, aparcados junto a la muralla exterior. Lo que nos tranquilizó un poco fue el comprobar que no se trataba de camiones alemanes. Es verdad que aquello también podía ser una estratagema. Un delegado de la Cruz Roja, responsable del convoy, se puso rápidamente en contacto con los franceses, asegurando que les venían a buscar para evacuarlos a Francia. Mientras los franceses se congregaban en la puerta del control, hicimos indagaciones que confirmaron que se trataba de una evacuación oficial hecha por la CRI. Sin embargo, yo no estaba muy convencido. Reconozco que no tenía confianza en nadie del exterior, y muy poca en la CRI. ¿Qué confianza podíamos tener en un organismo internacional que no había dado señales de vida durante los cinco años de nuestro encierro? Es cierto que los nazis no habían permitido el menor control en el campo de Mauthausen, pero aquella «razón» no me satisfacía en absoluto… Cuando dije adiós a mis amigos Rabaté, Ricol, Daix, Daniel, el doctor Fichez y otros, tuve que hacer un esfuerzo para no llorar; sólo estaba medio convencido de la autenticidad de aquella evacuación. Los SS sólo aceptaron la evacuación de los válidos, es decir: los que podían andar. Los enfermos y heridos del «campo ruso» quedaron allí. En aquel grupo de repatriados fue posible agregar a nuestro compatriota Ester, responsable de la CNT, detenido en Francia en las filas de la Resistencia (como se ha dicho, encontró allí a su compañera, que vino desde Rawensbruck). Las mujeres francesas formaban parte del convoy, junto con las españolas. También logramos incluir entre los franceses a Arthur London; éste, aunque de origen checo, hacía sido detenido en Francia como resistente francés. Los SS, que seguramente ignoraban su actividad real, le dejaron marchar. (¡Qué lejos estaba yo entonces de imaginar lo que a mi entrañable amigo le esperaba, en 1951, en Praga!) Pero nosotros, detenidos en Francia, y por haber defendido a Francia, nos quedábamos allí… También se quedaban otros franceses. La alegría de su evacuación no dejaba indiferentes a la mayoría de ellos, conscientes de que dejaban en el campo a centenares, a miles de sus compatriotas enfermos e inválidos. Era necesario que alguien, entre los válidos, pudiera permanecer en el campo para seguir dirigiendo la solidaridad del grupo francés. Además, en los «comandos exteriores» había franceses que era necesario controlar y organizar a medida que eran traídos al campo central. De entre ellos salió uno que voluntariamente se quedó en el campo como responsable: Émile Valley, quien años después sería secretario general de la Amical de Mauthausen. Yo no le conocía personalmente —ya que ésa era una condición clave de nuestra actividad clandestina, nadie conocía a nadie—, y me quedé perplejo por su actitud. Sabiendo los peligros que corría y la incertidumbre de salir vivo, Valley permaneció allí para ayudar a sus camaradas y desplegó una actividad fabulosa, preocupándose de los problemas de sus compatriotas enfermos. Además, a las pocas horas de la salida de los «liberados», ya había reorganizado el grupo clandestino francés con los llegados del exterior. Otro francés, el padre Jacques, se quedó en Gusen como responsable de los suyos; desgraciadamente, murió pocos días después de haber sido liberados. La salida de los franceses provocó la alegría de todo el campo. Gracias a su liberación podíamos confiar en que habría testigos de lo ocurrido allí. Para todos nosotros aquello significaba una nueva esperanza; era una prueba de que el final estaba próximo, muy próximo.

Sin embargo, el hecho de vivir bajo una amenaza terrible y continua como la que pesaba sobre nosotros, al tiempo que se podía creer en la posibilidad de ser liberados, hacía que una angustia increíble nos atenazara con mayor terquedad que nunca.

Esta angustia aumentó cuando supimos que existía gran cantidad de gas en manos de los SS, y al ver llegar a Mauthausen numerosas tropas SS procedentes del frente del Este. Según los bulos que empezaron a circular sobre las intenciones de los hitlerianos; éstos pretendían —convencidos de que podían hacerlo— asfixiarnos a todos. Fueron jornadas indescriptibles de temor y de zozobra, y aunque estábamos preparados, no podíamos olvidar que nuestra situación era como la de un ratón frente a un gato.

Un grupo de españoles fue requerido para ir al castillo de Hartheim. A su regreso supimos que habían sido llevados a dicho castillo con el fin de destruir todos los vestigios de lo hecho allí por los SS y sus «médicos»: experiencias de vivisección, castraciones, inyecciones de virus (tifus) y otras monstruosidades. Durante varios días destruyeron todo lo que podía ser un testimonio de lo perpetrado allí, e incluso emparedaron ciertas habitaciones, a fin de dar un aspecto normal al escenario de las más monstruosas experiencias que los hombres hayan conocido nunca. Aquel hecho probaba que los SS no renunciarían a exterminamos a todos, para que no hubiesen pruebas ni testigos.

El comandante Ziereis y nosotros, cara a cara

Como si todos aquellos sucesos no bastaran, una noticia aumentó nuestros temores: Ziereis proyectaba enrolar a los españoles en las filas de los SS, para ir a combatir contra los soviéticos que se acercaban a Mauthausen. Al principio lo tomamos por un bulo o una broma pesada, pero muy pronto tuvimos que reconocer que la cosa iba en serio: Manolo, De Diego y otros amigos nos confirmaron que tal era la intención del comandante. La idea era demencial ¿Acaso había olvidado quiénes éramos? Seguíamos siendo los «irrecuperables», los peligrosísimos que habían sido llevados a Mauthausen para ser exterminados. ¿Se nos iba a «invitar» ahora a defender a los nazis? ¿Había olvidado a los miles de españoles asesinados por él y sus SS? ¿O acaso quería sondear nuestra opinión, para ver la reacción y saber a qué atenerse? La movilización de los españoles fue inmediata, y la decisión unánime: ni un solo español debía responder a la llamada.

Al día siguiente se nos dio orden de formar delante del Schreiberstube. Ziereis se dirigió a nosotros pidiendo que los voluntarios para combatir a los rusos dieran un paso al frente. En lo alto de las torretas, cuatro ametralladoras apuntaban el morro hacia nosotros.

Nadie se movió… Aquél fue uno de los momentos más memorables de mi vida. Nos quedamos como estatuas de piedra. Un silencio de muerte planeaba sobre el campo. Se adelantó hacia nosotros, preguntando a los de la primera fila si eran voluntarios para defender Alemania. La respuesta de unos y de otros fue la misma:

Nicht Vorstehen… (no comprendo).

Así permanecimos durante varios minutos: cara a cara; el infame verdugo en un lado, y al otro los «restos» de la nacionalidad que más caro había pagado su tributo por la libertad. Viendo que no doblegaría nuestra actitud, ordenó romper filas. Estoy seguro de que tuvo miedo. Fue un momento en que todo podía ocurrir, y, totalmente conscientes de ello, estábamos dispuestos a jugárnoslo todo: las pistolas y las botellas de bencina estaban a punto. Sin embargo, no ocurrió nada de lo que esperábamos. Tengo la convicción de que nuestra osadía y unión hicieron inclinar el platillo en nuestro favor, y que los SS se dieran cuenta de que no podrían exterminamos a todos impunemente. Percibieron que, en caso de lucha abierta, tenían pocas posibilidades de salir ilesos…

Aquella tarde fatídica apenas hacía calor en Mauthausen; sin embargo, cuando regresé al block tenía la camisa empapada en sudor.

Vivíamos los últimos días de la Alemania hitleriana. Por el aparato receptor, que habíamos «requisado» a los SS nos enteramos de la desbandada de los alemanes en todos los frentes. Los aviones americanos y soviéticos pasaban una y otra vez sobre nuestras cabezas, reafirmando el avance aliado. En realidad, a fines de abril nos encontrábamos entre los ejércitos americanos y soviéticos: los unos habían rebasado Passau, y los otros la capital austríaca. Nosotros aún seguíamos en una desesperante espera, pero teníamos una moral de hierro y una gran esperanza. Sabíamos que los SS allí reorganizados proyectaban resistir a los soviéticos. Hacían construir a toda prisa fortines y trincheras, empleando en dichos trabajos a cientos de deportados. Aquellas fortificaciones fueron edificadas a orillas del Danubio, frente a las carreteras y el ferrocarril de Viena. Nada, absolutamente nada, fue construido cara al sector por el que podían llegar los americanos. Aquello era una prueba de que Ziereis y sus huestes no pensaban combatir contra éstos.

Los enfermos de Mauthausen y los evacuados de otros campos, faltos de comida y medicamentos, morían por centenares, a lo cual se añadían las ejecuciones y los asesinatos en la cámara de gas. Los hornos crematorios no podían absorber todos los cuerpos humanos y surgieron verdaderas pirámides de cadáveres que se amontonaban junto a la nueva enfermería. Un nuevo grupo de trabajo fue designado para abrir zanjas enormes en un prado cercano al campo, donde eran arrojados los cuerpos que el crematorio no podía incinerar.

En aquella espera angustiosa un hecho nuevo vino a confirmar que nuestro calvario tocaba a su fin. Un día, al amanecer, uno de nuestros compañeros encargados de la guardia de noche vino a nuestro EM para comunicarnos una noticia asombrosa:

—¡Compañeros, la guardia del campo ha sido cambiada! ¡Ya no son los SS quienes están en las torretas!

Nos resultaba difícil creerlo. Miguel y yo salimos en el acto a la Apelplatz y nos dirigimos al sector de la nueva enfermería, donde un centinela acostumbraba a montar guardia en la entrada del campo de cuarentena. Lo dicho por nuestro vigía era cierto; el militar que estaba de guardia llevaba un uniforme gris-azul muy claro, completamente diferente al de los SS. En pocos minutos, de todos los rincones del campo llegó información confirmando el hecho. Antes de tomar ninguna decisión era necesario cerciorarse de si todos los centinelas habían sido cambiados, y saber cómo había podido realizarse el relevo durante la noche sin que ninguno de nuestros hombres de guardia se diera cuenta de ello. Pronto supimos que Ziereis y Bachmayer habían hecho el relevo de todos los puestos de guardia exactamente en las mismas condiciones que las otras noches. Naturalmente, en la oscuridad y a varios metros de distancia, era imposible distinguir si los soldados llevaban el uniforme del mismo color.

Algunos SS capturados después de la liberación del campo nos confirmaron que Ziereis temía una sublevación general y había preferido retirarse de Mauthausen con sus SS.

Supimos que los hombres encargados de nuestra vigilancia eran agentes de la policía urbana de Viena, replegados de dicha capital al haber sido ocupada por los rusos el día 9 de abril.

El comandante jefe de aquellos policías entró en el campo y llamó al jefe interior del mismo —que era el amigo Durmayer, antiguo compañero de lucha en España— para pedirle que fuésemos disciplinados, y comunicarnos que le habían ordenado nuestra vigilancia mientras los SS instalaban una línea de resistencia frente, a los soviéticos. Durmayer, que era también oriundo de Viena, mantuvo una larga conversación con el comandante.

El jefe de los policías declaró que conocía el pueblo de Mauthausen y su cantera, pero que ignoraba lo que allí ocurría. Dijo que les habían traído por la noche y que, en el momento del relevo, se habían dado cuenta del lugar en que estaban. Hizo saber a Durmayer que no debíamos temer nada de ellos, pues no harían nada contra nosotros. Sobre todo no querían tener ninguna responsabilidad de las exterminaciones allí cometidas y nos pedían que lo tuviésemos en cuenta. Más tarde nos explicó todos los pormenores de la salida de los SS del campo. Había tenido fuertes discusiones con ellos, ya que él no quería asumir la responsabilidad de la guardia del campo. No obstante, ante la fuerza que representaban aún los SS, tuvo que inclinarse, advirtiéndole los nazis que, en caso de una sublevación del campo, volverían para exterminarnos a todos con sus tanques. Nos prometió que no intentarían nada contra los deportados, y que incluso nos protegerían ante un posible regreso de los SS. Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, nosotros no nos fiábamos. Así que una delegación del CI entabló conversaciones con el comandante para pedirle que nos entregaran sus armas, dándole a entender que, de todas formas, si no aceptaba nuestras condiciones, nos apoderaríamos de ellas por la fuerza. Nuestras precauciones estaban plenamente justificadas, ya que los SS habían reagrupado un gran número de tropas al otro lado del Danubio, a menos de cinco kilómetros del campo. Nosotros no queríamos, ni podíamos, seguir en aquel incierto compás de espera. Los SS podían regresar al campo en cualquier momento y, en pocos minutos, ejecutar sus amenazas.

Insurrección armada y liberación del campo

El 5 de mayo de 1945, tras dos noches pasadas en vela, preparando y coordinando nuestra acción, me trasladé con mis compañeros Montero y Miguel al block 3, donde teníamos instalado todo el mando político y militar español. Habíamos convocado una reunión importante del aparato militar con el coronel Pirogoff. Nuestra decisión era concretamente ésta: obligar a los policías urbanos a entregarnos sus armas aquel mismo día, y asegurar nosotros mismos nuestra defensa. Todos nuestros hombres estaban concentrados en los lugares que se les había señalado, esperando la orden de insurrección.

Cuando al fin conseguimos las armas, no fue, desde luego, en las condiciones que habíamos previsto…

Pocos minutos antes de las dos de la tarde, dos vehículos blindados y un «jeep» del ejército americano se presentaron ante el control establecido en la carretera de Mauthausen, frente a la puerta del área exterior del campo. Los ocupantes del «jeep» levantaron la barrera y penetraron en la plazoleta situada a la entrada del patio de los garajes SS, sobre la cual extendía sus alas una inmensa águila nazi.

Como un reguero de pólvora se extendió la noticia de la llegada de los americanos al campo. Los policías urbanos, atenazados por el miedo, desaparecieron en pocos segundos, abandonando sus armas en las torretas. Tenían tal pánico, que varios de ellos fueron «recuperados» a 20 kilómetros de Mauthausen. Varios presos abrieron el gran portalón de entrada y se lanzaron al encuentro de los americanos…

¡Por fin la libertad…! Cuando estalló la noticia me encontraba en el block 12, donde había llegado unos minutos antes. Tres días antes, la organización española de resistencia había decidido confeccionar una gran pancarta para saludar la llegada de las tropas liberadoras. Santiago Bonaque había sido encargado de procurarse unas sabanas de los SS y coserlas para hacer una banda de un metro cincuenta de ancho y veinte metros de largo. En castellano habíamos escrito arriba, en letras enormes: LOS ESPAÑOLES ANTIFASCISTAS SALUDAN A LAS FUERZAS LIBERADORAS.

En medio estaban las banderas aliadas; y, a cada lado, la bienvenida en inglés y en ruso. Una guardia había sido montada día y noche para impedir que nos sorprendiese la policía o los SS. En tal caso teníamos orden de «liquidar» —si era necesario— al que nos descubriese… Cuando la noticia llegó me disponía a inscribir en la tela la traducción en ruso, lo cual nos obligó a terminar apresuradamente nuestro saludo. Es por ello que en lo foto histórica de nuestra pancarta se ve la inscripción en ruso muy mal trazada y con las letras desiguales. Unos minutos más tarde la pancarta era izada y colocada entre las torretas de la entrada del campo, ante la Sorpresa y estupefacción de los deportados de otras nacionalidades.

Entre tanto, en el campo se habían extendido la alegría y el desorden. Con Miguel y otros jefes del aparato militar nos dirigimos hacia los vehículos americanos, para conocer sus proyectos y explicarles nuestra situación, poniéndonos a su disposición.

El grupo americano estaba compuesto de una decena de hombres y entre ellos tuvimos la satisfacción de encontrar a un cabo de origen cubano, enrolado voluntario en el ejército americano, se llamaba José, y más tarde nos prestó una ayuda importante. Por mediación suya pudimos conversar con el oficial americano que les, mandaba. Nos sorprendió descubrir que aquel grupo no era más que una patrulla de «exploradores» que se habían extraviado. Habían sido enviados hacia Linz, tomando carreteras y caminos de segundo orden. Al no encontrar un solo alemán frente a ellos, habían avanzado hasta cerca de Gusen para desembocar finalmente en el campo de Mauthausen.

En realidad, el grueso de las tropas americanas se encontraba… ¡A cuarenta kilómetros de allí!

El oficial americano no salía de su asombro al ver como estábamos organizados, y se apresuró a dar órdenes a sus hombres para replegarse hacia sus líneas. Se le veía preocupado al saber que los SS estaban allí cerca. Aunque le pusimos al corriente de nuestra situación en el interior del campo, así como del peligro SS, no pareció darse por enterado: poco rato después los norteamericanos se marchaban sin entrar en el interior del recinto, prometiéndonos un regreso rápido con medios bélicos suficientes para defendernos. Así que quedábamos solos para hacer frente a lo que surgiera…

En el campo la confusión era total. Algunos prisioneros hablan asaltado la armería, otros desvalijaban los almacenes SS, donde estaban almacenados los escasos víveres que quedaban. Afortunadamente, teníamos una organización a punto y un aparato militar disciplinado. Los miembros del AMI habían permanecido en sus puestos, esperanto las órdenes de nuestro EM. Los jefes militares fueron convocados para recibir órdenes y en pocos minutos todas las disposiciones necesarias fueron tomadas y ejecutadas. Se enviaron destacamentos a la armería, a los almacenes de los SS, a la cantina, a la cantera donde estaba el principal depósito de armas y municiones, a los puestos de guardia alrededor del campo, y a las casas de campo vecinas, para «recuperar» los evadidos e impedir la desbandada. Al mismo tiempo se evitó que se cometieran desmanes contra los «civiles» austríacos…

Nuestro mando fue instalado en el puesto de control de la entrada del campo, donde permaneció reunido día y noche. Allí donde días antes mandaban los SS, dando consignas para la exterminación de los deportados, se encontraba ahora nuestro EM internacional. En pocas horas habíamos conseguido restablecer el orden, controlando la situación del campo. Sin nuestra organización aquello hubiera sido un caos. Luego se tuvo que desarmar y «sujetar» a los incontrolados, para evitar los «ajustes de cuentas», y tomar las medidas necesarias para ayudar urgentemente a los miles de enfermos y moribundos del «campo ruso».

Esto último era lo más importante ya que numerosos compañeros, que apenas podían tenerse en pie y andar, se habían marchado en busca de algo para comer, sin darse cuenta de que, para ellos, hacer una comida normal podía significar la muerte. Por desgracia fui testigo personal de muchos fallecimientos por imprudencia. Al bajar a la cantera con un destacamento de hombres, para incautarnos de las ametralladoras allí almacenadas, encontramos un grupo de enfermos e inválidos comiéndose la harina de un saco que habían encontrado. Les condujimos de nuevo al campo, haciéndoles comprender su estado; pero de nada sirvió nuestra advertencia: habíamos llegado demasiado tarde. Al día siguiente todos ellos pasaron a mejor vida.

En cuanto a nosotros, no íbamos a tardar mucho en darnos cuenta de que aquella libertad que acabábamos de conquistar sería necesario defenderla a toda costa y sin contar con los americanos…

Los últimos combates

Por mediación de nuestros enlaces nos llegaron dos noticias graves que probaban que la vuelta a la normalidad no sería cosa fácil. La primera fue la situación en el campo de Gusen. Allí donde la organización clandestina era casi inexistente no se había tomado ninguna disposición para hacer frente a una liberación anticipada como la que estábamos viviendo. Los policías urbanos —que, como en Mauthausen, guardaban el campo— se enteraron de que teníamos el campo central bajo nuestro control y, temiendo represalias, lo abandonaron huyendo a la desbandada. Aquello dio lugar al más increíble desorden, donde cada cual tomaba sus decisiones sin orden ni control y los «ajustes de cuentas» estaban al orden del día. Fue necesario enviar un destacamento del AMI[2] de Mauthausen para imponer el orden y la disciplina a toda costa. Debo señalar que esto no resultó fácil, ni mucho menos…

La segunda noticia era mucho más grave todavía: estaban llegando unidades SS, que se replegaban de Checoslovaquia, y algunas de ellas se habían acercado al pueblo de Mauthausen, tirando con la metralleta sobre todo lo que se movía. Un importante grupo de combatientes españoles y soviéticos, que se encontraba en la línea de defensa instalada delante del pueblo, se había enfrentado con ellos, logrando hacerles huir tras un duro tiroteo. Atravesaron el Danubio por el puente de la vía y se reunieron con las tropas de Ziereis y de Bachmayer, que, como se ha dicho, estaban ocupando una línea de frente cara a los rusos. Al saber que el campo se había liberado y que atacábamos a los SS en nuestro sector, Bachmayer preparó un batallón con sus tropas con el fin de aplastar nuestra resistencia.

Como se puede comprender, la segunda noticia era sumamente grave. Era necesario tomar la delantera a los SS e impedir, por todos los medios, que alcanzaran el campo. Para ello teníamos que rechazar todo intento de atravesar el Danubio por el único puente intacto: el del ferrocarril, y prever que también podían hacerlo sobre las barcazas. Sabíamos que los SS disponían de un grupo importante de tanques «Tiger». Los grupos soviéticos, españoles y checos, habían tomado posición en las orillas del Danubio, mientras otros efectuaban operaciones de limpieza de los focos SS que quedaban en la orilla izquierda. Bachmayer, que ignoraba la potencia de nuestro dispositivo de defensa al otro lado del río, hizo pasar a uno de sus hombres, a fin de que le informara de la situación exacta. El SS fue capturado por nuestros hombres e interrogado, lo que nos permitió conocer los planes e intenciones de Ziereis y Bachmayer. Con el acuerdo de nuestro EM[3], Miguel y yo nos trasladamos al pueblo de Mauthausen, para dirigir los combates y tomar todas las precauciones necesarias. Disponíamos de varios centenares de combatientes, con sus oficiales bien armados y resueltos a todo. Durante los meses que fui shwung (ordenanza) de los oficiales SS tuve ocasión de hojear algunas cartas topográficas de Mauthausen y sus alrededores, e hice varios croquis para nuestro aparato militar. Por tanto, conocía bien la estación, el pueblo, las calles, el embarcadero del Danubio, las carreteras, y los caminos que daban acceso a él. Con rapidez hice un pequeño croquis de memoria para mi amigo Miguel, a fin de que pudiera fijar el emplazamiento de cada grupo de combate: Frente al puente, en el flanco izquierdo, estaban los combatientes españoles, en el flanco derecho los rusos y en el embarcadero del Danubio los checos. Miguel había reservado el sector más peligroso a los españoles, no sólo por veteranía, sino por la facilidad de transmitir órdenes y directrices sin necesidad de intérprete. Y, sobre todo, por la homogeneidad de nuestros grupos militares, con oficiales acostumbrados a combatir juntos en la guerra de España. (Se puede tener una idea de ello si señalamos que entre los hombres con mando nos encontrábamos, el 5 de mayo de 1945, cinco oficiales de la 43 División republicana española: Miguel, Angelillo, Poli García, Santiago Raga y yo). Al ver que no regresaba su explorador, Ziereis, Bachmayer y sus huestes intentaron pasar el puente con sus «Tigers», pero el primer tanque fue víctima de nuestros combatientes, siendo incendiado a la entrada del puente. Había sido alcanzado por los proyectiles de los panzerfaust (tubos antitanques), arma que por primera vez teníamos en 1as manos… Entonces los SS pusieron en batería sus cañones ligeros, que empezaron a disparar junto con los tanques y los morteros. Alrededor nuestro todo ardía: los almacenes junto al Danubio, un hangar de la estación y los depósitos de gasolina de los SS, situados cerca del gran río… Pronto se organizó el espectáculo al que estábamos acostumbrados desde hacía varios años.

Tras los primeros combates, los tanques no lograron pasar. Los SS se replegaron, sin duda para reorganizarse, pero se lanzaron al ataque de nuevo en la madrugada del 6 de mayo. Sus intentos para atravesar el Danubio se repitieron durante varias horas con un nutrido fuego de tanques, cañones y ametralladoras. Nosotros sólo disponíamos de ametralladoras y panzerfaust. Tampoco obtuvieron ningún resultado, ya que nuestros hombres resistían magníficamente. No obstante, sabíamos que nuestra resistencia no podía durar muchas horas por culpa de nuestra pequeña reserva de municiones, especialmente las de los panzerfaust, que eran las armas que contenían a los tanques al otro lado del puente. Teníamos bastantes compañeros heridos; la mayoría de ellos españoles: Montero, Pagés y Pepe, que eran miembros de la dirección de la organización española. Y un compañero nuestro había caído frente al puente de Mauthausen, bajo las balas SS: Juan Bisbal, de Barcelona.

Si militarmente la situación era crítica, la del interior del campo no lo era menos, motivada por el problema terrible que se nos había planteado con los miles de compañeros enfermos y casi moribundos, por los cuales no podíamos hacer gran cosa.

Enfrentados con esta situación, decidimos enviar dos oficiales austríacos, en compañía de nuestro compañero el comandante Lavín, en misión al EM americano más próximo, para informarles de la amenaza que pesaba sobre nosotros y que sólo podría ser resuelta con la rápida llegada de sus fuerzas. La misión no sirvió para nada. (Después de haber conseguido atravesar las líneas de lo que quedaba de ejército nazi, se presentaron al EM americano, donde se les respondió textualmente: «Nosotros debemos avanzar según el orden programado»).

La situación militar llegó a ser tan crítica que decidimos la voladura del puente del ferrocarril de Mauthausen, único puente intacto entre Linz y Krems. Los SS lo habían minado antes de marcharse del campo, pero nosotros habíamos descubierto las cargas explosivas, así como el dispositivo para prenderles fuego, que precisamente estaba en nuestra orilla. Nuestro jefe, Miguel, no quería tomar aquella medida hasta el último momento; es decir, en el caso de que, faltos de municiones, tuviéramos que abandonar nuestras posiciones. Afortunadamente para nosotros, el 6 de mayo por la tarde los ejércitos soviéticos atacaron a los SS en la llanura de Ens, y éstos se vieron obligados a llevar allí una parte de las tropas que estaban en posición frente a nosotros.

Se realizó una reorganización de nuestro mando supremo, a tenor del cariz que tomaban las cosas. Las nacionalidades de mayor importancia numérica en el campo estarían representadas en el EM. Fue nombrado jefe supremo el coronel soviético Pirogoff, y como agregado se nombró a un comandante austríaco. Miguel siguió dirigiendo las operaciones como jefe del EM, con el comandante Muñoz («Lalo») a su lado. Conmigo, éramos tres los españoles en el EM internacional, mientras que las otras nacionalidades sólo tenían un representante.

No hace falta decir que nos era casi imposible acudir a todos los lugares donde se nos solicitaba. Aquello era una Torre de Babel donde debíamos traducir todas las órdenes dadas. Además, yo tenía que atender a mi cargo en la organización española. Sin embargo, aún encontraba tiempo para escuchar, de vez en cuando, las informaciones en nuestro aparato de radio. En todas partes la guerra estaba casi terminada. Tan sólo pequeños núcleos de fanáticos nazis resistían en algunos sitios, como en Mauthausen. Por todos lados, las órdenes de rendirse habían sido dadas a las tropas alemanas, y Berlín había caído ya en manos del ejército soviético. Con todo, para nosotros la lucha continuaba… Era nuestro destino. Habíamos sido los primeros en combatir contra las hordas hitlerianas y estaba escrito que seríamos los últimos en soltar las armas.

Los rusos habían ocupado San Valentín, al otro lado del Danubio, y los americanos estaban ya en Linz. Nosotros, a pocos kilómetros de unos y otros, aún teníamos que combatir a los SS. Cada minuto que pasaba nos parecía un siglo. Por fin, una columna de tanques americanos hizo su aparición por la carretera de Linz, y un batallón americano, bajo las órdenes del coronel Seibl, hizo su entrada en el campo. ¡Esta vez nos sentíamos libres de verdad! Con la llegada de las fuerzas americanas, esta vez definitivamente, nuestra liberación era una realidad; la terrible pesadilla habla terminado. Los «muertos en vida» entrábamos de nuevo en la vida; éramos los resucitados del más dantesco e increíble infierno. Mis nervios, que habían aguantado bien hasta entonces, cedieron de golpe y, en un rincón del block 3, lloré durante largo rato, como un niño. Lágrimas de alegría al sentirme revivir; pero lágrimas de pena, también, pensando en los compañeros y amigos que no podían saborear aquellos momentos felices… En unos minutos todo había cambiado. La piltrafa humana de unas horas antes, se transformaba de pronto en un hombre como los demás: me reintegraba al mundo de los humanos. No acababa de creérmelo. Al fin el mundo iba a poder gozar de nuevo de la vida, y la libertad y la justicia reinarían en un mundo más justo. No podría explicar nuestra primera sensación al sentirnos libres, no hay palabras que puedan describirla. Por lo menos yo no me siento capaz de hacerlo. Posiblemente la idea de que «nacíamos de nuevo» traduzca el sentido que experimentábamos todos. Tras los momentos de euforia, y los abrazos a nuestros liberadores, se inició el período «después del campo». La primera medida tomada por nuestros liberadores fue la de desarmarnos sin haberse tomado siquiera la molestia de relevar a nuestros compañeros, que todavía combatían a orillas del Danubio. Nuestro EM fue desalojado de las oficinas de la Kommandantur, así como los servicios que habíamos organizado en las barracas, metiéndonos en el campo a todos. Centinelas americanos se instalaron allí donde, días atrás, montaban la guardia los centinelas SS. Así terminaba la aventura de nuestra liberación. Naturalmente, el Aparato Militar Internacional dejó de existir… Una nueva columna de fuerzas americanas alcanzó el pueblo de Mauthausen y la resistencia de los SS cesó rápidamente. Nuestros compañeros fueron desarmados y conducidos al campo.

Detrás del grupo militar nuestro iba el de los prisioneros SS que habíamos capturado. Los americanos no tuvieron la delicadeza de separar la columna de las víctimas de la de los verdugos. Así, unos quinientos SS fueron hechos prisioneros y entregados a los americanos. Algunos lograron «escurrirse» entre sus manos y otros se suicidaron, como Bachmayer, que hizo absorber un potente veneno a sus niños y a su mujer, suicidándose él a continuación. Ziereis había desaparecido, así como Schultz, Streiswiser y otros. (Estos dos últimos viven tranquilamente hoy día en Alemania Federal).

Equívoca actitud americana hacia los españoles

La guerra había terminado, pero no nuestros problemas. Teníamos prohibido por los americanos el salir del campo sin un salvoconducto. Afortunadamente, en el interior teníamos a nuestro Comité Internacional —que seguía funcionando contra viento y marea—, al que habíamos confiado la administración interior, ya que las tropas americanas no tenían ningún medio —y no hicieron nada por tenerlo—, para ayudarnos. No había ni comida, ni medicamentos, que tan urgentemente necesitábamos; además, estaba terminantemente prohibido salir del campo. Pese a la buena voluntad de nuestros médicos y enfermeros, a la solidaridad de todos los compañeros deportados, a la abnegación increíble con que se cuidaba a los inválidos y enfermos, en los días que siguieron la liberación no se pudo impedir la muerte de varios miles de deportados.

Paralelamente al trabajo del Comité Internacional, nosotros continuábamos actuando en la organización interior española. Ahora que estábamos libres, ¡cuántos problemas nos estaba planteando la libertad! Y uno de los arduos a resolver era el de nuestro regreso a Francia.

El Comité Internacional necesitó, en primer lugar, varios salvoconductos para salir del campo con el fin de obtener víveres y medicamentos en el exterior. Una ayuda importantísima fue aportada por los jóvenes españoles del grupo «Poschacher», que estaban cerca del pueblo de Mauthausen. Entre los militares americanos estaba el cabo cubano José, llegado con el segundo grupo de tropas, y con el que tomamos contacto en seguida, explicándole nuestras necesidades. José (nunca supimos su apellido) nos facilitó salvoconductos para poder entrar y salir del campo a cualquier hora. Debo decir que la mayoría de los suboficiales americanos del puesto de control no pusieron nunca el menor obstáculo a nuestras idas y venidas: eran muy distintos a sus oficiales. Los había que se volvían de espaldas cuando nos veían salir por la puerta; y, al poco tiempo, aquel control era casi inexistente…

Nuestro buen amigo José nos prestó a los españoles favores incalculables. Gracias a él pudimos obtener dos coches alemanes «requisados», que tuvimos siempre a nuestra disposición. Nos ayudó mucho, también, en la captura del verdugo Ziereis. Habíamos sido avisados por un deportado polaco de la presencia de Ziereis en una casa aislada a 10 o 12 kilómetros de Mauthausen. Se decidió capturarlo para juzgarle inmediatamente. Estábamos desarmados y éramos incapaces de hacerle frente si se resistía: Confiamos a José nuestro temor de que el coronel americano, si se enteraba, intentara proteger a Ziereis, salvándole de nuestra justicia. Con un grupo de los nuestros. «El Cubano» salió en busca de Ziereis. Al llegar cerca de la casa de campo donde se había refugiado, nuestros amigos vieron como corría hacia un bosque vecino. José le dio el alto, y al ver que no hacía caso, le tiró una ráfaga con su metralleta, apuntando a las piernas, pues queríamos cogerle vivo. Lo trajimos herido al campo, donde le interrogó Marsalek. Un austríaco responsable del CI[4].

Durante varias horas, aquel asesino, uno de los jefes SS más abyectos, confesó la mayor parte de los crímenes, en los que había participado personalmente. Murió a consecuencia de las heridas recibidas al intentar escaparse. Obramos cuerdamente pidiendo a José su ayuda, ya que el coronel Seibl preguntó inmediatamente quién había tirado sobre Ziereis. José, sin inmutarse, le explicó que había visto a un hombre y que, al intentar detenerle, había querido huir, por lo que tuvo que hacer uso de su arma.

Cada día nos aportaba nuevas preocupaciones, y la más acuciante de ellas seguía siendo la de la evacuación. Estábamos hermanados al grupo de los franceses, pues para nosotros —y ellos compartían plenamente este sentimiento— no podía haber la menor duda: nosotros debíamos ser repatriados a Francia. Sin embargo, pese a la buena voluntad de los franceses, ni salíamos de apuros, ni de Mauthausen. Se hacían peticiones y más peticiones a las autoridades francesas, pero dificultades de todo orden impedían a los responsables franceses llegar a Mauthausen. (No hay que olvidar que todas las vías de comunicación estaban destruidas y millones de prisioneros esperaban también que los repatriaran. Los deportados franceses se encontraban en las mismas condiciones que nosotros).

Mientras tanto, los enfermos del «campo ruso» morían uno tras otro, sin que pudiéramos hacer nada por ellos.

Pero aún nos esperaba una nueva sorpresa. Llegaron los primeros grupos de la Cruz Roja Francesa con orden de evacuar a los deportados hacia Francia. ¡Triste sorpresa! Las autoridades americanas no autorizaban la evacuación de los republicanos españoles. El mando americano pretendía tener órdenes en aquel sentido e impedía nuestra salida. Cuando preguntamos al coronel qué iban a hacer de nosotros, puesto que éramos «exiliados», nos contestó:

—Los republicanos españoles serán conducidos a un campo de personas desplazadas de Alemania, en espera de saber qué se decide respecto a ellos.

Éstas fueron textualmente las palabras del coronel americano. La verdad es que para todos éramos una «mercancía» poco cómoda. La mala suerte nos perseguía. Habíamos cumplido con nuestro deber en cualquier circunstancia, y ahora, al lograrse la liberación de los pueblos, pretendían encerramos de nuevo.

¡Absurdo e increíble! Nosotros estábamos persuadidos de que el gobierno francés no nos olvidaría. De todas formas, decidimos por unanimidad que en forma alguna nos someteríamos a arbitrariedades de ninguna especie. Pero, con todo, no estábamos tan seguros como nuestros amigos franceses de que acabaríamos reuniéndonos con ellos en Francia.

Nuestra organización política preparó una asamblea extraordinaria para dar cuenta de cuáles habían sido nuestras actividades durante cerca de cinco años de encierro en Mauthausen.

Labor que fue aprobada sin la menor reserva por todos nuestros camaradas. Ante aquella situación que parecía sin salida, y las trabas puestas por los americanos, se decidió enviar dos emisarios a Francia, para interceder por nosotros ante el gobierno del general De Gaulle.

Por mediación de Valley, y nuestros amigos franceses, conseguimos que Montero y Miguel —ambos deportados de la Resistencia— fueran evacuados a Francia por avión, con un grupo de enfermos. En París debían informar al gobierno francés sobre nuestra situación. Los días pasaron y seguíamos igual. Por fin, el 18 de mayo, un primer grupo de españoles fue autorizado a salir en avión y fueron conducidos a un aeropuerto militar. Al cabo de varias horas, un compatriota se presentó en el campo diciéndonos que los aviones habían salido con los franceses, pero sin un solo español a bordo. Los americanos, una vez más, habían obligado a nuestros compañeros a bajar de los aparatos cuando ya estaban a punto de despegar. La mayoría de ellos regresó al campo. Unos cuantos se quedaron en el aeródromo, esperando una evacuación hipotética…

La dirección política del grupo español se reunió para examinar la situación y se decidió que al día siguiente, de madrugada, una delegación se trasladaría a Krems, a ver al alto mando del ejército soviético, y pedirles que nos ayudaran a resolver el problema de nuestra evacuación.

Misión a la zona soviética

La delegación estaba compuesta por Manuel —secretario general—, Pepe —responsable de la dirección—, Sánchez «El Juaco» —del Comité Nacional—, y por mí, que además de delegado haría de intérprete. El día anterior, Colego, nuestro chófer, se había quedado con su coche en la cantera, con la orden de esperarnos, salvando así el que los americanos nos impidieran salir.

Como ya se ha dicho, desde la llegada de sus tropas disponíamos de varios coches, capturados a los SS, que escondíamos en diferentes sitios para impedir que nos los requisaran. En la carrocería habíamos pintado la estrella blanca, que era la insignia de las tropas americanas. Esto nos permitía desplazarnos fácilmente de un lugar a otro sin que la Military Police del ejército americano nos molestase. La gasolina nos la facilitaban los militares americanos y José «El Cubano».

Antes de partir en dirección a Krems, fuimos a visitar a los compatriotas de Linz y San Florián. Tanto en la primera ciudad, como en la segunda, encontramos a nuestros compañeros desconcertados e inquietos. Todo seguía igual. Aquello nos incitó a apresurar nuestra salida. Con el fin de no ser interceptados por las patrullas americanas, tomamos las carreteras y caminos secundarios de la orilla izquierda del Danubio. Antes de llegar a Perg encontramos la primera patrulla soviética. En los alrededores de Mauthausen tuvo lugar el primer encuentro entre soldados americanos y soldados soviéticos de aquel sector: de ahí que las tropas avanzadas soviéticas se encontraban tan sólo a unos kilómetros del campo. Los americanos vigilaban y ejercían un control estricto, para que nadie se acercara a la línea de contacto de ambos ejércitos. El suboficial ruso que mandaba la patrulla nos preguntó adónde íbamos y quiénes éramos. Imperturbable, tomé la palabra y le dije en ruso:

—Somos una delegación nacional de los españoles del campo de Mauthausen, que deseamos ir a Krems para entrevistarnos con el general en jefe de los ejércitos del sur.

El suboficial se puso firmes, me saludó y me dio todos los detalles necesarios para que fuéramos primero al PC de Perg, donde debían extendernos los documentos necesarios para proseguir nuestro viaje hasta Krems. Al llegar a Perg se repitió la escena, enseñé el documento extendido por el comité nacional español de Mauthausen, y el oficial, que no sabía de qué se trataba, para librarse de nosotros nos hizo un salvoconducto válido para circular por su zona. Un pequeño detalle nos hizo mucha gracia: el oficial llevaba su cuño de jefe de la policía militar en un bolsillo de la guerrera, y lo sacaba cada vez que debía sellar un papel, lo cual imposibilitaba que se establecieran documentos sin su autorización. En seguida notamos que había mucha vigilancia, cosa normal en aquellas circunstancias. Ahora estábamos seguros de alcanzar Krems.

Íbamos muy despacio con el coche, ya que por todas partes había tanques, vehículos blindados, coches y cañones nazis abandonados o quemados; y también había vehículos blindados y camiones soviéticos destruidos, que atestiguaban que la lucha había sido encarnizada hasta el último momento. De vez en cuando veíamos en las cunetas un montículo de tierra coronado con una inscripción indicando que allí yacía un soldado soviético, en espera de ser trasladado a la URSS. Era un espectáculo impresionante. Hacia el mediodía llegamos a Spitz y buscamos comida por las casas de la ciudad. Cada uno fue por su cuenta, pues no era fácil obtener de la gente alguna cosa para comer. Nos dimos cita en el lugar donde aparcamos el coche, es decir: en la plaza mayor de la pequeña villa. Al reunirnos los cinco apareció otra patrulla soviética, mandada por un teniente. Nos preguntaron quiénes éramos. Le respondí lo mismo que a la primera patrulla, enseñándole el salvoconducto extendido por la policía militar soviética, y le expliqué el objeto de nuestro viaje. El teniente se echó a reír y me dijo:

—Pues iréis a Krems a pie, porque yo tengo orden de recuperar todos los coches alemanes y me quedo con el vuestro.

Le conté nuestra situación y le supliqué que no nos quitara el auto. Todo fue en vano. Tenía órdenes estrictas y ni ruegos ni súplicas pudieron hacerle cambiar de actitud. Entonces fue cuando me di cuenta de que nos habíamos metido en una aventura bastante descabellada. No habíamos caído en la cuenta de que un ejército en un país hostil se veía obligado a tomar medidas enérgicas. Fue nuestro amigo Pepe quien nos sacó del atolladero. Él había visto un coche alemán escondido en una de las casas donde estuvo pidiendo comida, y le parecía que estaba en buen estado. Fue así como, tras un verdadero regateo, como si estuviésemos en una feria, pudimos llegar a un acuerdo con el teniente soviético.

—Si nos dejas este coche, te daremos otro parecido, pero en mejor estado —le dije yo.

En seguida hicimos el trato (como si se tratara de la venta de un mulo) y, siguiendo a Pepe, fuimos hacia la casa donde estaba el otro coche. Los soviéticos lo inspeccionaron y, con cara de satisfacción, nos dieron un apretón de manos, dejándonos marchar. No es preciso decir que salimos inmediatamente de aquel lugar, antes de que a los rusos se les ocurriera cambiar de opinión.

Llegamos a la ciudad de Krems hacia las tres de la tarde. Allí encontramos un grupo de militares soviéticos, a los cuales pedí que me indicaran la dirección del PC del ejército del sur. Habían empezado a darme detalles cuando junto a nosotros se detuvo un coche descubierto, con un oficial sentado en la parte trasera del mismo. Era el comandante militar soviético de la plaza de Krems.

—¿Quienes sois vosotros? ¿Qué queréis…? —nos preguntó.

Bajé del coche, me adelanté hacia él y le expliqué de qué se trataba. Mientras le hablaba me di cuenta en seguida de que no creía nada de cuanto le decía. Hay que reconocer que toparse por allí con un grupo de españoles «incontrolados» no era algo que movía a confianza, desde luego. Con un vozarrón autoritario nos ordenó que nos presentásemos en seguida en la Comandancia de la plaza. Nuestro salvoconducto soviético, debidamente plegado, había pasado al interior de su bolsillo.

—Pero, mi comandante. Nosotros no podemos circular sin el salvoconducto —exclamé.

—Para ir a la Comandancia no os hace ninguna falta.

Y, sin más preámbulos, ordenó a su chófer que arrancara.

¡Nos habíamos metido en un buen lío! Ahora no teníamos ningún documento soviético y estábamos a merced de cualquier patrulla militar. Siguiendo el consejo de «Juaco», escondimos el coche en la entrada de una fábrica vecina y, a pie, nos dirigimos a la Comandancia militar. Nuestro viaje, que tan bien había empezado, iba camino de terminar muy mal. El único «documento» que nos quedaba era la credencial del Comité Nacional Español, escrito en nuestra lengua. En zona soviética aquel papel, huelga decirlo, no servía para nada. En la Comandancia, como nadie hablaba español, y pese a que yo me explicaba en ruso, nos enviaban de una oficina a otra, sin que nadie supiera darnos detalles concretos de cuándo podríamos entrevistarnos con el general en jefe, que era el objeto de nuestra visita. En cada nueva oficina encontrábamos un oficial de grado superior al que acabábamos de dejar, lo cual significaba que íbamos progresando. Pero, del general en jefe, ni huella. «Juaco», que no perdía su buen humor, les preguntaba en español si pasando de una oficina a otra, no acabaríamos llegando a Moscú… Por fin un teniente nos aseguró que seríamos recibidos por el general. Escoltados por soldados, armados con metralletas, fuimos conducidos al PC del ejército del sur. Allí nos acogió otro teniente, el cual nos dijo que el general estaba conferenciando con su Estado Mayor y que había que esperar un par de horas. Nos sentamos en el suelo, en un pasillo, con dos centinelas en cada punta. Viendo a uno de los soldados con los pantalones llenos de barro y la cara sucia, «Juaco» me dijo que le preguntara cuánto tiempo hacía que no se había lavado. El soldado, con cara de pocos amigos, replicó:

—Si vosotros vinierais como yo desde Stalingrado persiguiendo a los nazis, comprenderíais por qué no hemos tenido tiempo de lavarnos.

A las cinco de la tarde, dos oficiales vinieron a buscarnos y nos introdujeron en la sala de reuniones del Estado Mayor, ante el propio general en jefe. Alrededor de él había un grupo impresionante de altos jefes de todas las armas y cuerpos. La primera impresión que tuve fue notar lo inoportuno de nuestra visita. En pocas palabras le puse al corriente de nuestra situación, y le dije que esperábamos que intervinieran para obtener nuestra evacuación.

—En la URSS vosotros no tenéis nada que hacer. La revolución ya la hicimos nosotros hace muchos años. Vuestro deber es regresar a España.

Palabra que nunca esperamos ser acogidos con tanta frialdad. Yo insistí:

—Pero, camarada general, nosotros no pretendemos hacer la revolución en vuestro país. Pedimos sencillamente que la URSS nos ayude a salir de Mauthausen, y que podamos regresar a Francia, donde combatimos antes de ser deportados. Nosotros conocemos muy bien cuál es nuestro deber, camarada general. De momento queremos ir a Francia, pero nos es imposible a causa del veto de las autoridades americanas.

Se veía claramente que ellos tampoco querían cargar con nuestro problema. Aquel tira y afloja prosiguió durante casi una hora, hasta que uno de aquellos generales, por lo visto muy al corriente de nuestra vida y de nuestra lucha, se puso a favor nuestro, apoyado en seguida por otros oficiales superiores, que incitaron al general en jefe, tras viva discusión, a darnos una respuesta concreta. Una a una iba traduciendo yo las intervenciones de Manuel, de Pepe y de «Juaco», dirigidas al general. ¿No éramos combatientes antinazis? ¿No teníamos derecho, como republicanos españoles, a pedir la ayuda de la URSS para nuestra evacuación? ¿No teníamos en la URSS compatriotas que habían luchado codo a codo con los soviéticos, desde el primer día de la invasión alemana? ¿No había en la URSS dirigentes republicanos españoles? Nosotros sólo pedíamos una cosa: que comunicaran a nuestros compatriotas en Moscú cuál era nuestra situación; con toda urgencia. Estábamos convencidos de que ellos nos ayudarían. Al final, viendo que nosotros no cedíamos, se vio obligado a darnos una respuesta satisfactoria.

—Bien, esta misma noche informaré al gobierno soviético del problema que se les plantea a los españoles de Mauthausen. Volved al campo, y si dentro de cuarenta y ocho horas no habéis sido evacuados a Francia, os enviaremos camiones para que os lleven a Odesa. También me pondré en contacto con el Alto Mando americano de Mauthausen para que os dejen salir hacia Odesa…

Teníamos confianza en nuestros interlocutores y amigos soviéticos, pero ¡qué desilusión la nuestra al abandonar Krems! Estaba claro que existía cierta desconfianza y animosidad hacia los deportados. Una prueba de ello la tuvimos a pocos kilómetros de Krems, cuando regresábamos hacia Mauthausen. Nos cruzamos con una columna importante de compañeros rusos exdeportados del campo, que se dirigían a pie hacia su país: iban escoltados como si fueran prisioneros. (Fue años más tarde cuando comprendí que aquella hostilidad había sido propagada por Stalin y su camarilla. Muchos deportados, liberados de los campos nazis, fueron perseguidos luego en la URSS. Nuestro amigo Iván, de Mauthausen, comandante del ejército rojo, fue excluido de los cuadros del ejército soviético sin la menor consideración).

Aquella noche la pasamos en una casa de campo bastante alejada de la carretera. La verdad es que no nos sentíamos muy seguros aún. Temíamos que apareciera por allí una patrulla soviética y que se incautara del coche. Aunque nos atemorizaba mucho más el posible encuentro con alguna banda de SS, de las que se escondían todavía en los bosques cercanos a los pueblos que atravesábamos. Pasé la noche en vela sentado en un sillón y con la pistola de Colego, el chófer, en la mano. Como siempre en tales trances, un sinfín de ideas se atropellaban en mi mente. Me sentía amargado y decepcionado. ¿Por qué no me había marchado con mis amigos checos, cuando éstos me invitaron a ir con ellos a Praga? No había aceptado porque no consideraba digno solucionar mi caso personal cuando aún quedaban tantos compatriotas en Mauthausen. Reflexionaba sobre la libertad. ¿Estaría aquella palabra despojada de todo sentido? ¿Acaso ser un combatiente antifascista español era un crimen? Me preguntaba de qué había servido el sacrificio de tantos millones de hombres. Nosotros, que desconocíamos el racismo, la xenofobia, el «chauvinismo»; nosotros, a quienes todos los hombres nos parecían hermanos, no encontrábamos más que el desprecio o la indiferencia… como siempre.

Por la mañana, muy temprano, reemprendimos la marcha hacía Mauthausen. En Grein pinchamos una rueda. Colego sacó la de recambio, haciéndola rebotar al lanzarla al suelo. Pero la rueda, como empujada por un resorte, dio varios saltos y salió rodando por un prado hasta caer en el Danubio. Los cinco nos miramos a un tiempo y rompimos a reír estrepitosamente. Aquello parecía una escena de un film de Charlot. Tuvimos que hinchar nuestra rueda pinchada, montarla de nuevo, y cada dos o tres kilómetros bajar del coche para volverla a hinchar. Así, cuando llegamos a Mauthausen ya atardecía.

El regreso a Francia

Se nos acogió con grandes muestras de alegría. No sólo por el éxito de nuestra misión, sino, también porque las autoridades francesas habían enviado varios camiones, con la autorización de evacuarnos a Francia. Los americanos tuvieron que acceder. Nuestros amigos franceses estaban tan contentos como nosotros. Hay que subrayar la abnegación de muchos de ellos, y particularmente de Émile Valley. Éste, que había permanecido en el campo cuando evacuaron a los franceses, regresó a su país con los últimos enfermos, y no paró hasta conseguir, junto con otros compañeros, que Francia acogiera a los españoles liberados. Regresó a Mauthausen con la autorización de su gobierno y no abandonó el campo mientras quedó en él un solo español. Hay que dejar constancia aquí de nuestra inextinguible gratitud.

En seguida nos pusieron al corriente de las últimas noticias. No sólo disponíamos de algunos camiones, sino que en San Florián también teníamos varios aviones a nuestra disposición. Se esperaba que llegasen camiones de la Cruz Roja internacional, para evacuar a los españoles enfermos e inválidos que transitarían por Suiza. El Comité Nacional español designó al grupo que debía pasar por Suiza, y la dirección política recayó sobre mí.

¡Por fin había llegado el momento tan esperado! Con la alegría de mi salida se mezclaba siempre la tristeza del recuerdo de mis compañeros exterminados en aquel infierno. Prometí que no los olvidaría nunca y que su ejemplo me serviría de guía mientras viviera. Al abandonar el campo, pensé también en lo que había sido nuestra vida allí, en la experiencia humana que habíamos vivido en Mauthausen. Allí había conocido la verdadera fraternidad, sin tapujos ni hipocresía, la amistad, la camaradería, la auténtica solidaridad humana. Aquellos sentimientos, que en una existencia normal son más o menos puros, en Mauthausen tuvieron un sentido y una dimensión diferentes. Allí había conocido a los hombres desnudos, despojados de todo prejuicio, libres de la ambición, del egoísmo, del odio… y de ideologías, de religiones y de filosofías opuestas. Nada había podido impedir comprendernos, ayudarnos, querernos. Nuestro amor por la libertad y el respeto del hombre habían prevalecido por encima de todo.

Los años pasarán y quizá la historia «olvide» aquel puñado de españoles, o quizá no. Puede que, un día, las nuevas generaciones lleguen a saber que, cumpliendo como hombres, conseguimos que nuestros hermanos siguieran sintiéndose seres humanos y, como tales, hermanos de todos los hombres; que las ansias de aniquilación de los nazis SS no pudieron alcanzar y matar nuestro espíritu.

Salimos en los camiones blancos, especialmente equipados para el transporte de enfermos. Dos días después llegamos a Sainte-Margretten, pueblo fronterizo entre Austria y Suiza, a orillas del lago Constanza. En aquel pueblo se encontraba un campo de la Cruz Roja francesa, la cual se hizo cargo de nosotros inmediatamente. Junto al campo, un puentecillo construido sobre el Rhin nos separaba de Suiza. La estación del ferrocarril suizo, donde debíamos tomar el tren, se encontraba a unos 400 metros. Unas horas más tarde, después de haber sido examinados por varios médicos militares franceses, fuimos invitados a prepararnos para cruzar la frontera, con objeto de salir hacia Francia.

Atravesamos la frontera, pero, apenas habíamos penetrado en territorio helvético, cuando un grupo de militares se acercó a nosotros gritando y vociferando como locos, Fuimos detenidos y se nos ordenó dar media vuelta y regresar a territorio austríaco de nuevo. Es decir; al campo de Sainte-Margretten. ¿La razón? Suiza no autorizaba el paso por su territorio a los «rojos españoles». Al principio creímos que aquella expulsión de Suiza sólo era el resultado de una orden mal interpretada. Pero nos equivocábamos, porque ni aquel día ni en los días siguientes nos dieron la autorización para transitar por el territorio suizo.

Sin tomar las cosas a lo trágico, aquel día me pregunté si el destino no me reservaba siempre las papeletas más «sabrosas»… Pero, ¿qué demonios habíamos hecho nosotros para que en todas partes nos reservaran un trato tan desagradable? Aquello parecía increíble después de haber aplastado al nazismo.

Un coronel, comandante en jefe del sector francés de Breguenz, vino a vernos y a explicarnos cuán grande era su contrariedad por aquel incidente. Nos explicó que, a causa de las destrucciones de todas las vías de comunicación, era imposible evacuarnos por Alemania. Nos informó que seríamos llevados a un aeródromo tan pronto como el EM diera su conformidad. Pero la «conformidad» se hizo esperar varios días. Con mi amigo Tomás, que había sido comandante de la Resistencia antes de caer prisionero y ser deportado, lo cual le daba cierta autoridad ante los franceses, empezamos a realizar una serie de trámites para lograr regresar a Francia. No dejamos en paz a un solo oficial o jefe superior francés en todo aquel sector, hasta conseguir que tomaran las medidas necesarias. Al fin obtuvimos que una columna de camiones militares viniera de Estrasburgo a buscarnos. Por otra parte, las «negociaciones» del EM francés con las autoridades suizas seguían su curso.

Esperábamos desde hacía varios días a los camiones, cuando una mañana se presentaron en nuestro acantonamiento los oficiales franceses acompañando a Tomás, que saltaba de alegría. Al fin los suizos habían autorizado a cruzar el país a los «rojos españoles».

Dos horas más tarde estábamos ya instalados en un tren de viajeros que salió en dirección a Basilea. ¿Éramos peligrosos o contagiosos? El caso es que habían cerrado con llave la puerta de los vagones y dos centinelas montaban guardia en cada extremo del coche. En las estaciones que atravesábamos se había prohibido a la población civil acercarse a nuestro tren. Naturalmente, aquello era obra de la administración suiza y no del pueblo suizo, ya que en Basilea en grupo importante de personas había entrado en la estación dispensándonos un caluroso y fraternal recibimiento. Varios cientos de personas se acercaron a nuestro tren, cubriéndonos de regalos —desde relojes hasta tabaco y chocolate—. Aquel simpático detalle borró el mal recuerdo de otros tiempos…

Por la tarde llegamos a Mulhouse, donde se nos hizo un reconocimiento médico. Nos fue entregada la «carta de repatriados», primer documento de hombres libres en una Francia libre.

Por fin estábamos en Francia, y… ¡libres!

Nuestro agradecimiento a Francia era incalculable. El pasado había sido olvidado. Además, para mí aquel trance tenía mayor significación que para otros, ya que los franceses me acogían en su país por tercera vez. Y en esta ocasión de manera totalmente diferente; Francia me recibía como a uno de sus hijos.

Al día siguiente, a las dos de la tarde, el tren llegaba a París, donde nos esperaban Rabaté, Ricol, Valley y varios amigos franceses que fueron compañeros de infortunio en Mauthausen. Era el 18 de junio de 1945. ¡Habíamos pasado veinticuatro días «bloqueados» en la frontera suiza!

En París encontré a mis compatriotas Manuel, Pepe, Santiago. Montero, etc., que habían compartido conmigo la responsabilidad de la organización clandestina de Mauthausen. Con ellos debía dirigirme a Toulouse, donde daríamos cuenta a nuestro partido de las actividades llevadas a cabo en cinco años. Con sorpresa, y pena; en Toulouse comprobamos que nuestros amigos también desconfiaban de nosotros. Sin duda, aquello se debía a la actitud adoptada por Stalin y los suyos, que veían en cada exdeportado a un traidor o a un agente de los nazis.

Éste fue un golpe muy duro para mí, ya que lo único que habíamos hecho era tratar de poner en práctica nuestras ideas de fraternidad y de pleno respeto del derecho humano, permaneciendo siempre dignos de nuestro origen, tanto político como nacional.

Moralmente me sentí herido, pero la vida continuaba. Tras nuestra liberación, era necesario enfrentarnos con la nueva existencia que teníamos ante nosotros. ¿Qué me esperaba? Estaba solo en Francia; sin oficio ni beneficio. Tenía que empezar de nuevo, partiendo de cero: una nueva vida nos esperaba. Era paradójico, pero ahora tenía más temor que durante los años de la guerra. Temor al que se añadía la preocupación por mi estado de salud, ya que tenía los pulmones enfermos, aunque no de gravedad. ¿Lograría encontrar con qué ganarme el pan nuestro de cada día? Tras la deportación y sus secuelas, ¿sería capaz de integrarme de nuevo en la vida normal?

Unos días más tarde, acompañado de mi amigo Tomás Martín, nos trasladamos a Agen para ser licenciados definitivamente. Al examinar mis documentos, y cuando se disponía a firmarlos, el comandante francés me miró fijamente y me dijo:

—Estamos a 15 de julio de 1945. Si no me equivoco, hace nueve años que empezó para usted la brega. Desde entonces no ha conocido más que combates, cárceles, campos y deportación, y en 1936 sólo tenía dieciséis años…

En pocas palabras le conté lo que había sido mi vida. El comandante, muy ceremonioso, se levantó, se puso firmes, me hizo el saludo militar y alargándome su mano cogió la mía, diciéndome:

—Permítame que le estreche la mano, mi teniente.

Salí de la Comandancia de Agen con mi ya inseparable amigo y hermano Tomás, y juntos fuimos a la estación a tomar el tren. ¿Para ir adónde? Nos daba lo mismo. De todas formas sería un tren que nos conduciría a nuestra vida de emigrantes, de exiliados…

Antes de subir al vagón vinieron a mi mente las últimas palabras del comandante. ¡Hacía nueve años que iba de combate en combate! De ser un muchacho imberbe había pasado a ser un hombre maduro. ¡Nunca sabría lo que es ser joven, y menos aún en un mundo en paz! Me alegraba pensar que otras generaciones sí conocerían esa felicidad.

Luego me dije que, si tuviera que rehacer mi vida, con sus fracasos y sus miserias, las guerras, la deportación, los combates desesperados…, volvería a empezar por el mismo lugar y seguiría el mismo camino, aunque sólo fuera por fidelidad a mis ideas y para honrar la memoria de mis camaradas caídos en la lucha.

FIN