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En el III Reich alemán

Internado en el Stalag XVII A

Al término de un viaje espantoso, de cuatro días de duración, que nos llevó hasta Prusia Oriental, y más tarde a Austria rehaciendo el camino hacia el sur, el 21 de agosto de 1940 llegamos a la estación de Kaisersteinbruch, desde la cual fuimos conducidos hasta el campo Stalag XVII A. Los stalag estaban reservados para los prisioneros de guerra. En alemán, stalag quiere decir «campo de origen», y el número correspondía al de la región militar. Es decir, fuimos encerrados en el Campo de origen número 17 A. Algunos ya habían sido utilizados durante la primera guerra mundial. Exactamente dos meses después de habernos capturado, hacíamos nuestra entrada en un campo de prisioneros de guerra, donde debíamos permanecer «hasta el final de las hostilidades», por decirlo con las mismas palabras que el comandante alemán pronunció cuando llegamos. Allí encontramos unos quince o veinte mil hombres, franceses en su mayoría. También había algunos belgas y holandeses. La vida en el campo era bastante dura. Por mediación de compañeros franceses pronto se nos dio un resumen de lo que era la vida de los cautivos y de las reglas a las cuales había que someterse: disciplina, trabajo e instrucción militar.

Durante los primeros días el rancho fue regular, pero al cabo de quince días la ración menguó de forma notable, y otra vez empezamos a pasar hambre. Los alemanes hicieron una selección en el campo: los belgas y los holandeses fueron instalados en una barraca especial, con literas individuales y recibían un rancho extraordinario. Al parecer, el hecho de haberse rendido rápidamente y la capitulación de su gobierno, les daba este privilegio; aunque ignoro si fue realmente ése el motivo de tratarlos así. Los franceses fueron instalados en las otras barracas.

Nosotros, fuimos encerrados en una barraca aislada de las demás por una alta alambrada; es decir, estábamos otra vez entre alambradas dobles: las exteriores del campo y las que cercaban nuestra barraca. Como de costumbre, protestamos y elevamos peticiones, hasta conseguir que los alemanes nos trataran como a los franceses. Éramos sus prisioneros, pero los españoles no nos conformábamos fácilmente. Pese a todas las peripecias y represalias, tuvimos siempre el valor de no ceder, intentando obtener, cuando se podía, ser tratados como los otros prisioneros, y eso conscientes de que con los nazis las protestas podían tener consecuencias más graves que en Francia.

Se nos autorizó a circular por el campo, pero los españoles seguíamos separados del resto de los cautivos. Tampoco se nos autorizaba salir al exterior a realizar trabajos, y nuestra barraca era vigilada por los alemanes de día y de noche. Estaba claro que se nos consideraba peligrosos.

Un mes más tarde se nos mandó formar y se nos comunicó que teníamos que trabajar «yendo a cargar y descargar vagones». Habíamos decidido negarnos a trabajar si no se nos daba más comida; ni que decir tiene que esta decisión había sido tomada por nuestra organización clandestina.

Desgraciadamente, por primera vez desde que habíamos salido en las compañías de trabajo, un grupito de compatriotas aceptó —por desacuerdos políticos— «colaborar» con los alemanes, saliendo a trabajar convencidos de que realizaban una «buena acción». Hay que decir que, desde nuestra llegada, un elemento llamado «Málaga» se había puesto al servicio de los alemanes y les servía de agente en nuestras filas.

Bajo la amenaza de las bayonetas de los soldados, tuvimos que salir a trabajar. La primera jornada fue penosa, pero interesante, ya que nos permitió afianzar nuestra confianza en nosotros mismos y en las consignas dadas por la organización clandestina. La mejor prueba fue que, a la mañana siguiente, los alemanes se presentaron en nuestra barraca y no hubo un solo «voluntario» para el trabajo. Ni las amenazas ni los culatazos distribuidos nos hicieron modificar nuestra actitud, y al final los guardianes nos dejaron en el campo. Los franceses se habían acercado a nuestra barraca y veían, asombrados, que no cedíamos ni ante los gritos ni ante las amenazas de aquella jauría. Hay que reconocer que en nuestra acción había bastante inconsciencia, quizá porque todavía no conocíamos los «métodos persuasivos» de los nazis. Cuando años más tarde analicé nuestra actitud de entonces, me di cuenta de la realidad: cometíamos actos dictados tan sólo por nuestro carácter quijotesco. Ante aquella situación sin salida, era algo como un desafío a todos y a nosotros mismos: el desafío de los desesperados. Por un sargento francés que trabajaba en las oficinas supimos que la Wehrmacht nos preparaba un castigo para el día siguiente. De madrugada todos los españoles nos escabullimos fuera de la barraca, refugiándonos en las de los franceses. Una compañía de alemanes entró en nuestra barraca y, al no ver a nadie, despanzurraron las colchonetas de paja a bayonetazo limpio, creyendo seguramente que estábamos escondidos debajo de ellas. Después, al recordarlo, el «Ruso» diría:

—Menos mal que no se quedó nadie, sino hubierais aparecido con más ojales que los que llevábamos en la guerrera. Nuestra actitud era temeraria, pero habíamos demostrado que éramos los de siempre.

El castigo colectivo no se hizo esperar, y, por culpa nuestra, todo el campo estuvo formado al aire libre durante horas y horas. Los amigos franceses, sin embargo, lo soportaron sin quejarse. Es más: hicieron lo imposible por escondernos, pero, tras el registro general, poco podían hacer. Nos tuvieron dos días sin comer, encerrados en nuestra barraca. Después nos castigaron a realizar ejercicios militares: marchar, correr, echarse al suelo, escalar, etc., etc. Cada uno marcaba el paso como le parecía, y el paso de marcha nadie lo hacía bien; aquello incluso resultaba cómico. Los franceses se partían de risa asistiendo a nuestra «representación». Aquella conducta puso a los alemanes fuera de quicio, y la emprendieron con ellos, obligándoles a realizar los ejercicios que «los españoles eran incapaces de hacer». Luego, el comandante alemán llamó a mi compañero Julio, que hacía de intérprete, para prodigarnos una nueva serie de amenazas. Julio le contestó que nosotros éramos civiles y desconocíamos la instrucción militar, y que, además, estábamos hambrientos y muy débiles, sobre todo tras el castigo que nos había privado de comida durante dos días.

Nos dejaron tranquilos un tiempo, que nosotros aprovechamos para ir a pedir comida a los más privilegiados: los belgas, los holandeses y los franceses. Algunos nos daban sus «restos» de buena gana, otros nos insultaban, rozando la provocación, para que así nos castigaran. Teníamos que hacer frente a todos: a los alemanes porque éramos sus enemigos encarnizados; a los belgas, porque algunos nos insultaban y nos llamaban «rojos españoles del ejército francés»; los holandeses no podían vernos porque éramos españoles, los «rojos», extranjeros y responsables de todos los castigos del campo. Ni yo, ni mis compatriotas, nunca nos tuvimos por héroes, pero hay que reconocer que lograr mantener nuestra moral en aquellas condiciones era un auténtico acto de heroísmo.

Éramos los parias por excelencia: atropellados y avasallados por unos y otros. ¿Qué derecho tenían los alemanes a infligimos un tratamiento especial? Si nos consideraban como prisioneros de guerra del ejército francés, debían respetar las convenciones intencionales. Si éramos trabajadores civiles, entonces no tenían derecho a retenernos en un campo de prisioneros y deberían habernos entregado al gobierno francés. ¿Y de los franceses, qué diremos? ¿Qué hacían el gobierno Pétain y sus representantes para hacer respetar las cláusulas del armisticio? No solamente los «petainistas» no hacían nada por nosotros, sino que ejercían como delatores y cómplices. La prueba la tuvimos cuando llegó al campo una remesa de galletas saladas y de confitura, de parte del gobierno de Vichy: los españoles fuimos excluidos del reparto y esto creó un abismo aún mayor entre nosotros y algunos franceses, sobre todo los oficiales, que eran los encargados de hacer la distribución dentro del campo. Es cierto que de la mayoría de ellos nada bueno podíamos esperar. Sin embargo, logramos tener una entrevista con los que hacían de «jefes» y, apoyados por muchos soldados indignados por su conducta indecente para con nosotros, obtuvimos nuestra parte. Algunos oficiales no comprendían que los alemanes aprovechaban estos enfrentamientos para sembrar la discordia entre los prisioneros. Con perseverancia, logramos hacer comprender a muchos de ellos que era necesario proseguir el combate, en cualquier lugar, en todas las circunstancias y por todos los medios. El ejemplo lo dimos cuando los alemanes y «colaboradores» sacaron el periódico «Le Trait d’Union», «El Guión» destinado a los prisioneros de guerra: nuestra organización se fijó como objetivo destruir aquel periódico de propaganda nazi que preconizaba la colaboración entre los excombatientes franceses y los hitlerianos. Paquetes enteros fueron destruidos antes de que pudieran ser distribuidos.

Varios meses después de nuestra llegada se dio la autorización para escribir a las familias. Una vez más, los alemanes nos negaron el derecho que otorgaban a los franceses. Nuestra decepción fue tremenda, ya que estábamos sin noticias de nuestras familias desde hacía mucho tiempo. Hicimos gestiones para obtener este derecho por mediación de la Cruz Roja Internacional, y, pese a que los alemanes le hacían poco caso a este organismo, logramos el mismo trato que los demás prisioneros, pero con una sola limitación: la de escribir únicamente a Francia. Se nos facilitó un pliego especial, donde sólo podíamos escribir unas veinte líneas. Yo estaba contentísimo de poder enviar una pequeña misiva a mis padres para que supieran por lo menos que seguía con vida. Envié la carta a Thouars, en Deux-Sevres, creyendo que mis padres aún estaban en aquella ciudad e ignorando que desde hacía varias semanas se encontraban en Huesca. Un mes después me devolvieron la carta con esta nota: «Marcharon con rumbo desconocido sin dejar dirección.». Aquello me causó un disgusto increíble. Me preguntaba si los alemanes habían fusilado a mis padres y hermano, o si habían logrado alcanzar la zona sur de Francia. Por fin, en el invierno 1940-41, pudimos enviar unas líneas a España. Mi primera carta la cursé a casa de mis abuelos, pues no sabía dónde vivía mi hermana, Recibí una respuesta al poco tiempo, Me notificaban que mis padres estaban bien de salud, pero ni una palabra del lugar donde se hallaban. Tuve el presentimiento que algo grave había ocurrido, máxime cuando en otras cartas no me daban el menor detalle de su paradero.

Actividades de resistencia en el Stalag

Los alemanes volvieron a sacarnos del campo para cargar la remolacha en la estación, pero aquel empleo no duró mucho. En dos días estropeamos el cargador mecánico, un tractor y la máquina de lavar las remolachas. Eso nos valió nuevos castigos, que soportábamos bien porque todo eso significaba el arranque de nuestra actividad antinazi. A los pocos días destruíamos un bosquecillo de abedules. En efecto, un día de diciembre nos llevaron a cortar árboles; se tenían que talar los que estaban señalados con una cruz. Aprovechando que los centinelas que nos vigilaban estaban admirando los ejercicios de una compañía de tanques de su ejército, nos pusimos a cortar árboles con tal ahínco que en tres o cuatro horas no quedó un solo árbol en pie. ¡Nunca habíamos trabajado con tanto ardor! Cuando los alemanes vieron aquel panorama se pusieron tan furiosos que, por una vez, llegamos a temer que nos pasaran por las armas. Nos encerraron en una barraca con trato especial, como en un calabozo, y no volvimos a trabajar fuera del campo nunca más mientras estuvimos en el «Stalag XVII A».

Por aquellas fechas llegó al campo un joven teniente de la Wehrmacht, que, sin tener ningún cargo fijo, era obedecido por todos los militares alemanes, incluso por superiores suyos, y hasta parecía que le temían. Su llegada coincidió con el endurecimiento de la disciplina con respecto a nosotros, y la vigilancia fue reforzada en todo el campo. Algunos amigos franceses nos dijeron que estaban intrigados ante aquel hecho. De pronto, nuestra situación mejoró bastante (jamás pensamos entonces que la Gestapo nos estaba tendiendo una trampa). El teniente Hedrich —éste era su nombre— se presentó un día en nuestra barraca buscando un español capaz de enseñarle nuestra lengua, pues él ya hablaba perfectamente el francés. Su cortesía, su amabilidad, su manera de hablarnos, era tan diferente a la de los demás alemanes, que quedamos fascinados. Julio «El Banquero» (había sido dirigente del Sindicato de Banca y Bolsa de Madrid y también del partido comunista español) se ofreció para darle lecciones durante varias horas al día. Cuando el teniente no estudiaba el español, hablaba y discutía con Julio. Éste, que tenía responsabilidades en la organización clandestina, cuidaba mucho su conversación, desconfiando de todo lo que el teniente hacía o decía, pero sus conversaciones revestían un carácter tan anodino que nunca le pareció un tipo sospechoso. En menos de dos meses el teniente «Chulo» —así le habíamos apodado— hablaba el español casi como nosotros (eso sí que nos llamó la atención). El puro azar nos hizo descubrir quién era nuestro «amigo»…

Un fotógrafo de Viena (señor Kembitzki, Wichtelweg 43, Wien 17) obtuvo autorización para hacer fotos a los prisioneros de guerra de nuestro campo, que pagábamos con los shillings que sólo tenían curso en los campos de prisioneros. Este fotógrafo traía un ayudante que, al saber que éramos españoles, nos mostró gran simpatía. Se debía eso a que un hermano suyo había estado en España durante la guerra civil, en las Brigadas Internacionales. Pronto supimos que aquel austríaco era miembro del partido comunista clandestino de su país. Había sido detenido por los hitlerianos varias veces. Él fue quien nos trajo noticias al campo y nos dio detalles sobre la administración alemana responsable de nuestra vigilancia, y en particular sobre los oficiales. Él fue también quien nos indicó que «El Chulo» Hedrich era una incógnita en el campo, aunque se tenía casi certeza de que se trataba de un agente de la Gestapo. Entonces empezamos a comprender lo que motivaba el temor que los otros alemanes le tenían. ¡Había sido enviado de Berlín para dedicarse especialmente a los españoles! No cabe duda de que, pese a nuestra experiencia, habíamos caído en la trampa. De todas maneras, poco hubieran cambiado las cosas. Nuestra situación no podía ya empeorar. Éramos «rojos españoles», y como tales nada bueno podíamos esperar de los nazis.

Los franceses salían cada día destinados a trabajos en el campo, fábricas, construcción, etc., y de Francia seguían llegando más prisioneros. Nosotros continuábamos encerrados y bajo régimen especial, pero, a medida que pasaba el tiempo, la inquietud tendía a desaparecer, sobre todo porque los alemanes hacían todo lo posible para darnos la impresión de «seguridad». El comandante incluso llegó a llamarnos «los valerosos combatientes españoles». Hasta que un día nos dijo:

—Prisioneros españoles, tenéis que desplegar una actividad en el campo. Con el fin de que os mantengáis en buena forma física y moral, he creído conveniente que hagáis algo de instrucción militar todos los días. Esto eleva y ennoblece el espíritu del hombre…

La realidad era que mientras hacíamos ejercicios militares no podíamos dedicarnos a otras actividades; por ejemplo: a las políticas. Ni tampoco proyectar evasiones. Ya que algunos se reían al vernos hacer mal los ejercicios, decidimos demostrarles de lo que éramos capaces, tal como los hacíamos en el ejército español. Un comandante de carabineros, Pascual, tomó la dirección de los ejercicios y realizamos nuestros movimientos de tal forma que los alemanes se quedaron pasmados de nuestro «saber». El comandante alemán reconoció nuestro mérito y aquello provocó la mejoría de la pitanza. Entonces formamos un equipo de fútbol y ganamos el torneo internacional, pegándoles a los franceses, a los belgas y a los holandeses; aprovechamos aquellas «victorias» para pedir al jefe del campo ser incluidos en los repartos de confitura llegada de Francia. No sólo nos dio satisfacción, sino que se incautó de los barriles de confitura de los franceses, dándonos una parte a nosotros y guardando el resto para sí. Fue un nuevo error nuestro. Los alemanes ridiculizaban a los franceses en el fútbol, en la instrucción, y en la distribución de la confitura. Aquel terco desprecio hacia ellos determinó un nuevo enfrentamiento entre los franceses y nosotros. A ello, se añadió la conducta deshonrosa de cuatro o cinco compatriotas nuestros que, con la complicidad de los alemanes, saqueaban a los compañeros franceses. Un capitán de carabineros, Juan, había instalado una mesa de juego en nuestra barraca, y en pocos días se hizo con una verdadera fortuna de schillings del campo. Al ver prosperar su negocio se había rodeado de esos cuatro o cinco españoles, que le ayudaban y le defendían si era necesario, ya que sabía que la organización clandestina estaba en desacuerdo con su conducta. Pronto se jugaron marcos alemanes, francos y alhajas (hay que aclarar que, como en todos los campos de prisioneros, allí existía también un verdadero tráfico clandestino de dinero, de joyas, etc., todo ello tolerado, y apoyado por los alemanes, cuando no proporcionado por ellos mismos). Ni que decir tiene que esto nos perjudicó muchísimo, y echaba por tierra todo el trabajo de unidad, amistad y buena convivencia que preconizábamos respecto a los franceses. Decidimos poner fin a estos hechos y yo fui uno de los designados para imponer orden. Como las buenas palabras y consejos no bastaron se acordó emplear las medidas enérgicas: una buena paliza y la confiscación, para devolverlos a sus dueños, de todos los bienes acaparados por ellos. Otro hecho nos llamó la atención: salieron en defensa de los «estraperlistas» españoles siete legionarios que el mando alemán había enviado a nuestra barraca: dos argentinos, un portugués, dos polacos y dos Italianos. Al haber servido en la Legión Extranjera en Francia los habían enviado allí como «no franceses». Curiosamente, todos hablaban el alemán. Los dos argentinos hablaban también, como es natural, el español, pero los dos eran rubios; claro que en la Argentina también podía haber rubios. Pero se daba el caso de que ningún español de los que habían estado en la Legión había visto nunca argentinos en ella. Más tarde pudimos comprobar que se trataba de agentes al servicio de la Gestapo, ya que sólo ellos podían conocer algunos de nuestros «secretos», y luego nos percatamos de que la Gestapo tampoco los ignoraba…

Aquel invierno caí enfermo y me hospitalizaron en la barraca que servía de enfermería. Luego me hice el enfermo para ver si por casualidad podía ser evacuado a Francia, como hacían con algunos enfermos graves, pero el médico alemán no cayó en la trampa. Un día me llamó y me preguntó:

—¿Qué edad tienes?

—Diecinueve años, contesté. Tenía ya veinte, pero pensé que rejuveneciéndome un poco podría lograr la evacuación. (De los prisioneros venidos de Francia yo era el más joven de todos).

—¿Eres francés?

—No, español. Pero he servido en el ejército francés.

—¡Qué vergüenza! ¡Vaya puercos esos franceses, alistándote tan joven en su ejército! Bueno, voy a dar órdenes para que sigas aquí, en la enfermería, con los otros jóvenes, y así tendrás doble ración de comida.

Y así fue como, por haber intentado hacerme repatriar a Francia, me encontré separado de mis compañeros. Fui conducido a una habitación donde se encontraban otros cuatro jóvenes: dos belgas y dos holandeses. Teníamos cada uno nuestra cama individual, con el máximo de comodidades que se podía tener en un campo de prisioneros de guerra. Había libros a nuestra disposición, en francés claro, y disponíamos de un método con discos para estudiar el alemán. Había intentado escaparme de la boca del lobo y el resultado era que me encontraba más cogido que antes. A pesar de mi voluntad no pude hacerme amigo de los belgas y de los holandeses, que me miraban siempre de reojo. ¿Acaso no era un «republicano español»? Esto, que para nosotros era un título de honor, en el criterio de los demás correspondía a una infamia, o poco menos. En muchas ocasiones no era al hombre político al que insultaban unos y otros, me consta que era pura y simplemente al español; y en esto todos parecían coincidir: los alemanes, los belgas, los franceses, los holandeses, sin olvidar a los súbditos de su Graciosa Majestad Británica; recuérdese Dunkerque. ¡No desperdiciaban ocasión para insultar en nosotros a España!

Pedí a los alemanes que me dejaran visitar a mis amigos y me lo negaron. Solo y aburrido, me dediqué a leer y a estudiar el alemán; era vital para mí ejercer una actividad si no quería volverme loco, pues la nostalgia de mis padres y de mi tierra se apoderó otra vez de mí. Acostado en la cama, durante horas y horas con la mirada fija en el techo, recordaba mi infancia feliz y libre, mi tierra de Aragón, nuestro folklore: la jota, el flamenco, que tanto me gustaba cantar; la guerra, con sus sufrimientos y sus sacrificios, pero también la amistad y fraternidad en el combate. Y mis padres. ¿Dónde estarían en aquellos momentos? A ratos, el desánimo me ganaba y me paralizaba. En algunos momentos, no obstante, me parecía oír la voz de mis padres: «Ánimo, tienes que ser uno de los que no se doblegan». Nunca se me había aparecido tan pura la imagen de mi España: su tierra, su sol, sus montañas, sus flores. ¡Era todo tan diferente en ese país triste y frío! Observaba la energía, la resignación y la tristeza de mis compatriotas, frente a la oprimente existencia que llevábamos. Pero, por encima de todo, despuntaba siempre el orgullo de ser español.

Me animé y decidí pedir al médico alemán que me diese de alta para volver a la barraca de los españoles. Por segunda vez, en varios meses, me disponía a seguir voluntariamente la suerte de mis camaradas. Quizá si hubiera seguido en la enfermería me hubiera librado de las «aventuras» que me esperaban. ¿Quién podía saberlo? Cuando volví al lado de mis amigos desapareció la pesadumbre y la nostalgia. Sentí que resucitaba de nuevo.

Al poco tiempo, un importante grupo de tenientes y lugartenientes llegó al campo. Todos venían de un «Oflag» (Campo para oficiales) del norte de Francia. Cuando supieron quiénes éramos, la hostilidad hacia nosotros recomenzó otra vez, dando lugar a enfrentamientos bastante duros, con gran satisfacción por parte de los alemanes. Nuestro contacto con ellos fue muy difícil, ya que los «oficiales colaboradores» al servicio de Vichy dificultaban nuestros intentos de establecer buenas relaciones. Estos «oficiales colaboradores» del régimen de Pétain, y de los alemanes, no podían admitir nuestras actividades clandestinas. Conocían nuestra lucha contra la propaganda nazi, y todo lo que hacíamos para destruir y contrarrestar sus octavillas y periódicos. También los legionarios de nuestra barraca nos dieron en aquella ocasión una prueba de lo que valían: se pusieron a la cabeza de un grupito de los nuestros —los que eran indóciles— para «dar una lección a los franceses, especialmente a los lugartenientes», les trataron de puercos y cobardes que no habían sabido defender a su país, y les echaron en cara su condición de hijos de familias nobles francesas. Para mí, aquello fue la prueba indiscutible de que eran agentes nazis. Con paciencia conseguimos hacer comprender a nuestros «matamoros» lo absurdo que era enfrentarnos con oficiales prisioneros. Se decidió no ir más por las barracas de los lugartenientes, y así impedir las riñas. La prueba de que nuestro cálculo era justo nos la dieron los propios lugartenientes. Efectivamente, unos cuantos de sus dirigentes —pues ellos también tenían su organización clandestina— vinieron a vernos y allí empezó una buena amistad cesando las querellas. Tan sólo un grupito de ellos, de la alta nobleza francesa, se negó siempre a «mezclarse con los rojos españoles…».

Un hecho inesperado nos permitiría darles una lección de dignidad. Un grupo de soldados franceses estaba encargado de ir al campo número 1, donde se encontraba la central de Correos, a buscar las cartas para los prisioneros. Los campos número 1 y número 2 estaban separados por varias líneas de alambradas, y la distancia entre ellos era de un kilómetro y medio aproximadamente. Para ir del uno al otro era necesario salir a la carretera paralela al campo, siempre escoltados por varios alemanes, naturalmente. El «equipo de correos», como lo llamábamos, consiguió, entre los dos campos, abrir los sacos sin que se dieran cuenta los guardias, y a veces con su complicidad, robando los paquetes de comida que las familias de los franceses les enviaban, sobre todo los destinados a los oficiales. El hecho fue denunciado y los culpables castigados. Fue entonces, y seguramente con segunda intención, cuando el comandante del campo, por mediación del granuja «Málaga», nombró a un grupo de españoles para transportar los sacos de correos. Calcúlese nuestra sorpresa: se pedía a los españoles, a los que estaba terminantemente prohibido salir del campo, que fueran a buscar el correo al campo número 1, y era al «Málaga» a quien los alemanes encargaban para escoger los «voluntarios». Como es lógico, éste escogió a sus amigos, que eran los mismos que habíamos tenido que corregir nosotros en el asunto de las mesas de juego. Al día siguiente los alemanes distribuyeron conservas y chocolate de los paquetes a aquellos desaprensivos compatriotas nuestros, que los aceptaron sin sospechar la doble intención de los alemanes. Inmediatamente les advertimos de que intentaban enemistarnos con los oficiales franceses y en seguida se hicieron cargo de la situación. Teníamos por lo menos eso bueno; el que, pese a nuestras diferencias de opiniones políticas, en los momentos críticos siempre prevalecía el pundonor español. No sólo no aceptaron nada más de los alemanes, sino que pidieron a varios responsables de la organización clandestina que se sumaran a ellos. Yo fui uno de los designados pero, al salir por la puerta al día siguiente, me sacaron de las filas y me devolvieron al campo, sin ninguna explicación (la explicación la obtendría más tarde). Ni una conserva, ni una onza de chocolate fueron aceptadas cuando los guardianes se las ofrecieron. Como el control de los sacos se efectuaba delante de los prisioneros a quienes iban destinados los paquetes, con nuestra actitud dimos una lección a los oficiales franceses, que supieron calibrar aquel gesto de los «rojos españoles». Habíamos hecho fracasar los intentos de los alemanes de enfrentarnos, una vez más, con los franceses.

Nuestro espíritu de lucha contra los hitlerianos, nuestra moral, seguían intactos; sin embargo, de vez en cuando reflexionábamos sobre nuestra situación. ¿Qué podíamos hacer más? ¿Qué perspectivas existían en el exterior? Sabíamos por nuestro amigo, el fotógrafo vienés, que Inglaterra continuaba en guerra, así como la organización de la lucha por los franceses replegados en las islas británicas (pero también sabíamos la traición de otros franceses, que se habían puesto al servicio de los nazis). A nuestro encierro se añadía la incertidumbre de nuestro destino. ¿Nos encerrarían para siempre en Alemania? ¿Nos enviarían a España? Nosotros nos aferrábamos a una esperanza: ser considerados como prisioneros de guerra, que era nuestra real condición, y poder ser repatriados a Francia. Personalmente, esta esperanza no había arraigado mucho en mí, la verdad. Nos quedaba el recurso de la evasión: ¿Cómo evadimos? ¿Hacerlo solos o en grupo? ¿Para ir adónde? La mayoría de los que intentaban evadirse eran apresados en seguida y enviados a los campos de castigo para prisioneros de guerra. Un día fui invitado por cinco amigos libertarios a sumarme a ellos para evadimos. Aunque era un poco escéptico, quise ver las posibilidades de realización de aquel proyecto, antes de notificarlo a mis compañeros responsables del grupo español. Mi escepticismo se confirmó; fue un fracaso en toda la línea. Primeramente, mis compañeros no sabían dónde dirigirse y, además, no tenían ni una brújula. Me procuré una y les propuse que fuéramos en dirección a Hungría. Durante varios días hicimos repetidos intentos para comprobar si era posible pasar por debajo de las alambradas, una vez cortadas, por una zanja que creíamos invisible para el centinela de la torreta de vigilancia. Una noche se hizo un ensayo y fue nuestro amigo Ángel el encargado de intentarlo, pero fracasó. El pobre Ángel no fue acribillado por puro milagro, ya que el centinela le vio, pese a las precauciones tomadas, y las ametralladoras tiraron sobre él. Al día siguiente los alemanes pusieron un centinela en aquel lugar y nuestro plan, totalmente insensato, quedó en puro proyecto.

Cuando expliqué nuestra tentativa al amigo fotógrafo, me hizo comprender que nuestro proyecto era irrealizable, ya que Hungría tenía un régimen aliado de los nazis, y nos hubieran encerrado inmediatamente, en el caso de que hubiéramos podido alcanzar dicho país. Según él, cualquier evasión era prácticamente imposible, especialmente para los españoles. Sólo si se podía llegar a la URSS o a Inglaterra, pues toda Europa estaba sometida, directa o indirectamente, a los alemanes. Debíamos esperar, pero ¿esperar qué? Ya que no podíamos intentar evasiones, ayudamos a algunos oficiales franceses, suministrándoles brújulas y ropas de paisano, que el fotógrafo nos traía. Otras veces se compraba a los militares alemanes, mediante el estraperlo. Para los oficiales también era muy difícil la evasión, dado que no salían jamás del campo para realizar trabajos. La evasión sólo era posible cuando se salía en pequeños grupos de trabajo y con escasa vigilancia. Aconsejábamos a los oficiales que se arrancasen los galones y que se pusieran en las filas de los soldados para salir al trabajo. Una vez fuera podía intentar evadirse. Otras veces nosotros organizábamos la diversión, simulando riñas junto a las alambradas para distraer a los centinelas, mientras algunos prisioneros intentaban arrastrarse por debajo de ellas. Pero ya he mencionado lo difícil que era salir de Alemania incluso siendo francés y teniendo una cierta posibilidad de pasar a Suiza, cosa que a nosotros nos estaba vedada. La mayoría de los evadidos eran capturados de nuevo y enviados a un campo disciplinario.

Esperaba noticias de mis padres y sólo recibí tres cartas de mis abuelos, en las que me decían que ellos estaban bien, y nada más. Decidí escribir al alcalde de Thouars, en Francia, para preguntarle cuál era el paradero de mis padres. Tuve que hacer un gran derroche de imaginación hasta que encontré la forma de poder escribir (no hay que olvidar que cada prisionero sólo disponía de una tarjeta, cuyo texto era censurado). Me había fijado en que un argelino, alistado voluntario del ejército francés, y que estaba en nuestra barraca, no escribía a nadie. Le pedí que me prestase su tarjeta y así pude enviar una carta a dicho alcalde. Ignoro si la censura la interceptó o no, pero no obtuve ninguna respuesta.

Encerrados, pero sin perder el buen humor

Mi amigo Julio pidió al teniente «Chulo» que me autorizase a formar parte del grupo de correos. Y el alemán dio su visto bueno. Para mí era un pasatiempo agradable ir todos los días a retirar los sacos de correo. Un día sucedió un hecho curioso: al hacer el trayecto de un campo a otro observamos que una chica joven, muy guapa, se aproximaba a nuestro grupo andando al mismo paso y a la distancia reglamentaria impuesta por los guardias. Ni que decir que, como buenos españoles, todavía teníamos el humor de lanzarle piropos, en español claro. Los piropos y las bromas eran cada vez más atrevidos, ya que estábamos convencidos de que nadie comprendía nuestra lengua. Una mañana, al acercarse a nosotros le dije:

—Por ti, guapa, y por esos ojazos, sería capaz de ir hasta el fin del mundo.

—¿Sí? Pues ya puede empezar a andar y cuando llegue me espera —replicó ella.

Esa respuesta, hecha en un español casi perfecto, fue seguida de una sonora carcajada. Todos nos miramos asombrados. Entonces yo le pregunté:

—Usted habla nuestra lengua. ¿Ha estado escuchando todos estos días sin decir nada?

—Sí, señor. Y me divertía mucho, ya que si ustedes hubieran sabido que les comprendía no hubiesen hablado tanto.

—¿Es usted española?

—No, soy alemana, pero he estudiado en España…

Se alejó y no la volvimos a ver nunca más. ¿Era la mujer de algún oficial? ¿Una empleada de la Gestapo? ¿O quizás un familiar del «Chulo»? Preguntas que quedaron sin respuesta.

La Gestapo se interesa por los españoles

A finales de febrero de 1941 las visitas de nuestro amigo, el fotógrafo austríaco, cesaron bruscamente, pese a que estábamos esperando que nos trajera unas pruebas. ¿Habían descubierto los alemanes sus actividades? ¿Había sido detenido?

El mes de marzo vio la llegada de un importante grupo de «paisanos con abrigo de cuero». Pronto supimos que éste era el «uniforme» de los agentes de la Gestapo. Una febril actividad empezó a notarse en la Kommandantur, bajo las órdenes del teniente Hedrich, nuestro «amigo», el «Chulo». El 18 de marzo, a las cuatro de la mañana, fuimos despertados y se nos ordenó que nos presentásemos con nuestros bártulos. Un numeroso destacamento de soldados y algunos de los «paisanos» nos escoltaron hasta el campo número 1. Salimos de aquel lugar en medio de un gran silencio. Los españoles éramos unos 350. En el campo número 1, nos concentraron en un recinto rodeado de alambradas y de centinelas con el casco de acero. Era la primera vez que veíamos a los guardianes con aquel casco hundido hasta los ojos (cuando la Wehrmacht llevaba el casco era señal de que se preparaba algo grave). Se nos dijo que íbamos a ser censados, pero nos llamó la atención el hecho de que todos los «controladores» eran oficiales de la Wehrmacht y agentes de la Gestapo. A partir de aquel momento todo fue diferente: el tono de las órdenes, los insultos, los golpes, las vociferaciones, la comida…, el trato, en suma.

Empezaron a ficharnos. A la llegada al «Stalag» nos habían dado un número (recuerdo que yo tenía el 79863), tomándonos la filiación. Ahora era distinto, cada español era introducido individualmente en las oficinas de la Gestapo y se le inspeccionaba de pies a cabeza. Yo fui metido en la ducha y me cortaron el pelo al rape. Cuando digo cortado debería decir arrancado, pues aquello fue un verdadero «escalpe». Hicieron un inventario completo de mi cuerpo. Hasta las partes genitales nos fueron «controladas». Aquella operación duraba varias horas. De vez en cuando, al no comprender con rapidez las órdenes, los guardias nos daban un puntapié o una bofetada. Las brutalidades llovían sobre nosotros, ya que dichas órdenes nos eran dadas en alemán. Nos hicieron fotos de frente, de perfil, de todo el cuerpo, de la mitad del cuerpo, de los pies, de las manos… La foto de identidad estaba tomada de tal manera que parecíamos «gángsteres» o asesinos. (En 1945 conseguí hacerme con dicha foto y nadie me reconoció en ella, la verdad es que me la hicieron tras haberme dado una soberana paliza). En la sala de interrogatorios había cuatro oficiales, tres policías, y dos secretarias de la Gestapo que escribían a máquina nuestras declaraciones. Todos hablaban el español más o menos bien, y dos de los oficiales lo pronunciaban perfectamente, mejor que muchos de nosotros. Fui colocado frente a uno de ellos, que tenía un cierto acento andaluz:

—Tu nombre, dirección en España, edad, y grado en el ejército.

—Me llamo Ramón Constante, de Huesca, diez y nueve años, y era cabo del ejército republicano.

Iba a continuar, cuando «El Andaluz» (así lo había apodado ya para mis adentros) saltó por encima de la mesa, me pegó un puñetazo y me agarró por la garganta con las dos manos, cortándome la palabra.

—¡Bandido! ¡Canalla rojo! Tú no te llamas Ramón, sino Mariano. Tienes veinte años, y has nacido en Capdesaso.

Un policía de la Gestapo vino hacia mí y me hizo una llave en el brazo, mientras el oficial me daba puñetazos en el vientre y en la cara. No sé cómo logré contenerme; aquel día hubiera dado la mitad de mi vida para poder enfrentarme con ellos mano a mano, de hombre a hombre. Bajo la avalancha de golpes me contuve, mirándoles con desprecio, sin exhalar una sola queja. Sabía que aquella actitud sólo me acarrearía disgustos, pero, como aragonés, no pensaba dar el brazo a torcer, desde luego. «El Andaluz» agregó:

—¿Dices que eras cabo? ¡Embustero! y cayó sobre mí una nueva ración de golpes.

—Eras teniente de la 43 División, mandada por «El Esquinazado».

Al entrar en el «Stalag», al igual que muchos de los nuestros, me había cambiado el nombre y otras señas con las que pudieran identificarme. Rápidamente me di cuenta de que tenían toda clase de datos sobre nosotros. Siguieron preguntándome:

—En julio de 1936: ¿dónde estabas?

—En Barcelona.

De nuevo la emprendieron conmigo tirándome al suelo y dándome patadas y pisotones. Estaba tan molido por los palos recibidos, que no me podía tener en pie. Viéndome en aquel estado aplazaron el interrogatorio hasta el día siguiente.

De regreso a la barraca, junto a Julio, que también había sido «acariciado», así como los demás españoles, nos dijimos que era inútil negar los hechos de nuestra guerra. A la mañana siguiente me contaron mi vida con más detalles de los que yo era capaz de recordar. ¡Y pensar que había destruido toda mi documentación al final de la guerra civil!

Prosiguieron las «revelaciones»:

—Tú te evadiste del territorio nacional, pasando al bando republicano en la primavera de 1937, y fuiste voluntario en el ejército de los rojos.

De vez en cuando intentaba negar alguna cosa incierta, lo que me valía nuevos golpes. Después me interrogaron sobre mis actividades en Francia, pero nada pudieron achacarme puesto que de ese período lo ignoraban todo. Sin embargo, cuando empezaron a interrogarme sobre el tiempo que estuvimos prisioneros en Baccarat y en los otros campos comprendí muchas cosas.

—Tú eres uno de los responsables de la organización clandestina del campo —afirmó «El Andaluz».

—Yo no me ocupo de política, no pertenezco a ningún partido y no conozco nada de estos asuntos —le contesté. Después de haber recibido otra paliza, prosiguió el interrogatorio:

—¿Quién ha organizado el grupo clandestino del campo? ¡Hernández, García, Leiva, Donato y tú!

—¿Quién da las órdenes a los españoles para oponerse al mando alemán? ¡Hernández, García, Leiva, Donato y tú!

—¿Quién ha dirigido los sabotajes, como el de la estación? ¡Hernández, García, Leiva, Donato y tú!

Negué con todas mis fuerzas, pues no quería confesar nada. Me derribaron al suelo de nuevo y me golpearon encarnizadamente. Mis compañeros de cautiverio no acababan de creer lo que veían: era terrible el estado en que me habían dejado (más tarde ellos también conocerían semejante interrogatorio). Decidí no contestar nada más. ¿Para qué, si conocían mi vida mejor que yo? Y siguieron las acusaciones:

—Tú y tus amigos habéis tenido relaciones con un agente del Komintern[1], que entraba en el campo como fotógrafo. Tú y tus amigos habéis facilitado la evasión de oficiales franceses aunque ninguno de ellos ha ido muy lejos.

Pese a mi decisión de no responder, continué negándolo todo:

—Eso es falso, y si alguien se lo ha dicho ha mentido —les dije, esperando el consabido palizón.

—¿Ah sí? Pues bien: el teniente Hedrich, los «legionarios» de la barraca 29, el delegado de Vichy en el campo, y algunos más, podrían confirmar todo lo dicho. ¿Creéis que la policía nacionalsocialista es una policía de opereta?

Por última vez, en aquel campo, me apalearon. Hasta tal punto que perdí la noción de lo que ocurría a mí alrededor. Me habían pegado tanto que les pedí que me enviaran a mi país, pues prefería ir a morir a mi tierra. Ser «liquidado» y no sufrir más torturas era ya casi una obsesión en mí (y, al igual que para mí, para todos los compatriotas). Los nazis se burlaron cuando les dije que me dejaran regresar a España. Me contestaron que no me preocupara, que pronto estaría en un lugar tranquilo. Don Enrique, Julio, Donato, Leiva…, y la mayoría de nuestros compañeros, recibieron el mismo trato, unos por sus actividades en España, y otros por las del «Stalag». Mi amigo Marcelino —que era comisario en España— fue torturado salvajemente y durante varios días no pudo tenerse en pie. Los interrogatorios terminaron a finales de marzo, pero continuamos encerrados en el recinto especial.

Pese a estar medio destrozados por las palizas y las torturas, aún teníamos ánimos para continuar nuestras actividades clandestinas. Los alemanes, y la Gestapo, con sus barbaridades, habían conseguido unir y soldar aún más nuestro grupo de españoles. Poco podíamos hacer materialmente, pero era necesario infundir moral a nuestros compatriotas. Esa ayuda era de una importancia capital en tales circunstancias. La mejor prueba era que dos días después de haber sido torturados ya bromeábamos parodiando incluso los interrogatorios y las palizas recibidas. ¿Inconsciencia? No lo sé. Lo que sí es cierto es que ese talante tan ibérico nos permitiría salvar situaciones aún más difíciles. Analizamos nuestra situación y reconocimos que, inconscientemente, habíamos caído en la trampa de la Gestapo diversas veces, al no saber calibrar, en su justo valor, a la policía y a sus chivatos. Así era como el teniente Hedrich, que resultó ser el jefe de la Gestapo del campo, había conseguido «encandilarnos», y algo más grave: había logrado introducir sus agentes entre nosotros, haciéndolos pasar por legionarios franceses. Él conocía todas nuestras actividades, nuestras consignas y nuestros responsables. Pero de otra cosa estábamos también seguros y orgullosos: de la lealtad de todos los españoles, que no habían caído ni en la delación ni en la traición, con la excepción del «Málaga». Teníamos desacuerdos, desde luego, pero, frente al enemigo común, nuestra unidad era mucho más fuerte que en España.

Estábamos seguros de que íbamos a salir muy pronto de aquel campo. Algunos guardias nos decían que nos enviarían a España, según otros a Francia, y según otros seríamos encerrados en cárceles alemanas. Posiblemente la alternativa que más nos seducía era la idea de ser entregados a Pétain. Yo estaba convencido de que, tras los interrogatorios, seríamos entregados a las autoridades españolas.

El 2 de abril de 1941, al anochecer, bajo una escolta impresionante, de cerca de 200 soldados y policías, fuimos conducidos a la estación del ferrocarril en Kaisersteinbruch, la misma donde habíamos desembarcado ocho meses antes. Nos metieron en un tren especial y, después de varias horas de espera, salimos en dirección a Viena, capital de Austria y en poder de los nazis.

Así abandonábamos el campo «Stalag» XVII A.

Nos llamó la atención el hecho de que nos transportaran en coches de tercera clase y no en vagones de carga. Esto hizo pensar a unos que íbamos a España y a otros que volvíamos a Francia. La Gestapo hizo correr el rumor de que nos llevaban a Francia. Como escolta llevábamos a un «hombre con abrigo de cuero» en cada departamento, y en la cabeza y en la cola del tren, vagones cargados de soldados armados. El 3 de abril por la tarde llegábamos a Viena. Nos subieron en varios camiones, bien vigilados por la policía motorizada, y nos condujeron a la prisión central de la ciudad, donde nos colocaron en dos grandes naves. Allí empezó un nuevo interrogatorio, sin ser tratados o torturados tan brutalmente como en el «Stalag», desde luego. Estábamos estrechamente vigilados y no podíamos comunicar con los otros presos. Nunca pude saber por qué paramos en Viena. Pedí permiso para ir al retrete y, al pasar junto a la puerta, vi a un preso de rodillas, limpiando el suelo. Al pasar me hizo seña para que me acercara. Sin inclinarme hacia él me puse a su lado, como si esperara mi turno para ir a orinar. Cual no fue mi sorpresa al oír en español:

—Camarada, soy un combatiente de las Brigadas Internacionales y sé que vosotros sois republicanos españoles. Di a tus camaradas que os llevan a un campo especial. ¡Ánimo! Procuraré venir más tarde para hablar con vosotros.

Un policía se acercó y gritó:

Was machst du hier? Heraus! (¿Qué haces aquí? ¡Lárgate!) y de un patadón tremendo hizo alejar al amigo austríaco, o alemán, que me había hablado. Ya no volví a verle.

El 6 de abril fuimos embarcados de nuevo en el mismo tren que nos había traído, y que esperaba en el andén de una estación de mercancías, sin duda en la periferia de la capital austríaca. Antes de salir de Viena, aprovechando que estábamos todos juntos, decidimos intentar evadirnos colectivamente al atravesar Francia, pues no teníamos la menor duda de que nos llevaban a España.

Antes de subir al tren miré todas aquellas caras tan conocidas. En aquel momento no podía imaginar que de aquellos hombres llenos de salud, de juventud y de entusiasmo, pese a las vicisitudes sufridas, pocos meses después se contarían los supervivientes, casi con los dedos de una mano.

En la madrugada del día 7 de abril de 1941, el tren se inmovilizó en una pequeña estación muy cerca del Danubio. Nuestro viaje había durado sólo unas horas desde la salida de Viena. Luego supe que nuestra expedición era la única que había llegado a aquel lugar en coches de viajeros.

Se ordenó que nos apeáramos. Al descender del vagón por la portezuela, pude leer el nombre de la estación: MAUTHAUSEN.