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Prisionero de los alemanes

En el Campo de Rambervillers

Al atardecer de aquel 21 de junio fuimos conducidos, bajo buena escolta, al pueblo de Rambervillers, llevándonos los heridos y los enfermos, y, por todo equipaje, el macuto con algunos harapos dentro. Llegamos a ese pueblo al cabo de media hora y fuimos concentrados en el campo de fútbol, a la salida del pueblo, en la carretera de Baccarat. Allí estábamos, entre 15.000 o 20.000 prisioneros hacinados, sin otro refugio que nuestras mantas, lo cual me recordaba nuestra llegada a Francia, meses antes. Pero en esta ocasión los franceses estaban «dentro» de los campos, junto con nosotros. En aquellas condiciones y circunstancias era imposible descansar o dormir. Los españoles estábamos paralizados por el miedo y nos sentíamos como los condenados a muerte. Aquella primera noche estuvo llena de pesadillas y de terror, la primera de las muchas que iba a vivir más tarde, mucho más horrorosas todavía. Y al lado nuestro teníamos a los franceses, desmoralizados, agotados y atontados, deambulando de un lado para otro como fantasmas.

Con el nuevo día, un poco de esperanza renació entre nosotros. Teníamos cierta tranquilidad, quizá porque recordábamos que ya habíamos visto la muerte cara a cara, muchas veces, sin pestañear. Marcelino, comisario en España, fue el primero en dirigirse a nuestro grupo, animándonos:

—¡Ánimo muchachos! No hay que desmoralizarse ni dejarse abatir, hemos perdido otra batalla, pero los hombres no deben lamentarse. Los alemanes nos reservan probablemente un mal fin, pero si quieren hacerlo hay que procurar que encuentren frente a ellos a hombres y no a cobardes.

Debido a su rápido avance hacia el sur, los alemanes disponían de pocas fuerzas para vigilarnos, lo que nos permitió salir fácilmente del campo de deportes, donde nos habían concentrado. Estas salidas se hacían para visitar los campos vecinos al nuestro, donde había material del ejército francés. No se trataba de salidas para evadirse, ya que en las condiciones en que se encontraba Francia, hubiera sido un suicidio. Además, ¿para ir a dónde? Los alemanes nos hubieran cogido de nuevo un poco más lejos, y corríamos el riesgo de dejar el «pellejo» en la huida. Encerrado, la «inactividad» siempre me pareció una de las peores actitudes, por ello pensaba que era nuestro deber arriesgarlo todo en la lucha para sobrevivir. Fue así como, con mi amigo Marcelino y tres compatriotas más, nos arrastramos entre los centinelas alemanes hasta un gran prado vecino, donde habíamos visto varias tiendas de campaña que servían de almacén a la intendencia francesa. La presencia de numerosos carros y camiones alrededor de aquellos almacenes nos hacía presumir que se trataba de un botín de guerra fuera de serie, ya que muchos de ellos estaban cargados hasta los topes. Al llegar junto al primer almacén entoldado tuvimos la sorpresa de descubrir, por debajo del toldo, a nuestro compatriota Juan «El Malagueño», con la camisa repleta de latas de sardinas. Nos había tomado la delantera aventurándose solo. Una carcajada general celebró aquel hecho, que mostraba que a los «Quijotes españoles», pasado el primer momento difícil, nada nos frenaba. Hicimos una importante recuperación de víveres y, aunque los alemanes nos descubrieron y tiraron con sus fusiles en nuestra dirección, logramos volver al campo sin bajas. ¡Aquello fue un verdadero festín! Pero la realidad de nuestra situación nos hacía caer, de vez en cuando, en una profunda tristeza y desmoralización, que teníamos que combatir resueltamente para mantenernos «a flote». Y esto no era nada comparado con los franceses, que actuaban como hormigas espantadas. Parecían autómatas, y habían perdido la noción del tiempo, de la lucha por la vida, de la dignidad; eran verdaderas piltrafas humanas, en una palabra.

Al caer la noche, decidimos «escurrirnos» de nuevo entre los centinelas para ir a recuperar más víveres. Acordamos llevar al campo varios sacos de galletas «militares» y conservas, y luego, según nos sugirió Marcelino, prenderíamos fuego a los vehículos y a los almacenes. Éramos diez o doce: los más jóvenes, como de costumbre, pero sobre todo los más inconscientes y los más imprudentes. Llegamos hasta los almacenes con suma facilidad y, pese a la vigilancia que ya habían organizado los alemanes, pasamos bajo los toldos, cargamos con varios sacos de conservas y las galletas saladas para los ranchos en frío, y lo pusimos todo a buen recaudo. Luego volvimos a las tiendas de campaña y vertimos unos bidones de gasolina cerca de los carros y camiones, haciendo un reguero hasta las cercanías de la carretera, para pegarle fuego desde allí. Las cosas se desarrollaron según nuestras previsiones: los del grupo nos retiramos hacia las cercanías del campo de fútbol y sólo quedó Marcelino para encender la gasolina. Pegados al suelo, pronto vimos arder el primer carro, seguido de un camión, y después una hoguera inmensa se declaró en los toldos. Los alemanes gritaban como locos, disparando hacia los camiones, y nosotros mientras tanto, aprovechábamos aquellos momentos de pánico para regresar tranquilamente al campo. Sin saberlo, acabábamos de dar el primer golpe de mano, lo que más tarde se llamaría «una acción de Resistencia».

El campo entero vio con regocijo incontenible como los depósitos de intendencia de aquel sector eran pasto de las llamas. Distribuimos las conservas entre los españoles y algunos franceses que se habían agregado a nuestro grupo. Los alemanes estaban convencidos de que el fuego lo habían provocado los prisioneros, pero, ¿quién de entre los quince o veinte mil? Los primeros castigos serían para los franceses. Nosotros nos manteníamos prudentemente en nuestro «rincón», para recibir nuestra parte de la «distribución», mientras que los franceses, con curiosidad, se acercaban a las cercanías del lugar del incendio, haciendo así que sus traseros sirvieran de blanco a las patadas y a los culatazos de los alemanes, (Les quedaba mucho que aprender a los franceses. En cuanto a los alemanes, en aquella ocasión tampoco fueron muy despabilados. Hubiera bastado que registraran los macutos de los españoles para encontrar el cuerpo del delito, ya que el que de nosotros llevaba menos, tenía un saco de cuatro o cinco kilos de comida).

Encerrados en la cristalería de Baccarat

Aquella misma tarde, los alemanes nos hicieron formar y nos llevaron a Baccarat.

Al formar me entretuve un poco y un soberbio patadón en el trasero me devolvió a la realidad, por si lo había olvidado, recordándome que estábamos en manos de los nazis. Fue el primero, pero no sería el último. Quince kilómetros, que hicimos a pie, separaban las dos ciudades. Baccarat es una pequeña ciudad de Meurthe-et-Moselle donde hay una cristalería famosa, en la cual se fabricaban objetos de un valor inestimable. Fuimos encerrados precisamente dentro del recinto de esta fábrica, que en aquellos tiempos ya no funcionaba. Las instalaciones cubrían una superficie importante, con almacenes, oficinas, talleres, graneros, cuadras y otras dependencias. Los alemanes, que estaban al tanto de nuestra presencia, hicieron formar a todos los españoles y nos encerraron en el recinto donde estaban los establos y los graneros. No fue difícil reunirnos, puesto que íbamos siempre en grupo compacto. Creíamos, cándidamente, que lo hacían para separarnos de los combatientes franceses, pensando interiormente que iban a dar una solución a nuestro caso. (Respecto a soluciones, ya tenían un buen proyecto preparado, ¡desde luego!).

Habíamos conseguido guardar bastantes conservas de la «requisa»; felizmente, porque aquello nos salvó de morir de hambre. Estábamos encerrados, sin poder salir a reunirnos con los franceses. Durante una semana los alemanes no nos dieron ni una miga de pan. Agotamos nuestras reservas, y el hambre nos atenazó al punto que no podíamos levantarnos del suelo, donde estábamos acostados. En otras condiciones hubiéramos podido resistir más fácilmente, pero hay que tener en cuenta que llevábamos más de dos meses privados casi de todo. Por fin empezaron a distribuirnos un poco de café por las mañanas —hecho con bellotas—, y un cazo de sopa —hecha con coles y zanahorias— al mediodía, sin pan. A mediados de julio teníamos aspecto de fantasmas a causa de nuestro adelgazamiento. Una mañana, un compañero apodado «El Ruso» consiguió romper la cerraja de una de las ventanas del granero y vio con sorpresa que allí estaban varios sacos de avena, destinados seguramente a los caballos que, tiempo atrás, había en la cristalería.

—¡Muchachos, aquí hay trigo! ¡Al fin vamos a comer algo! —proclamó «El Ruso», alborotando de lo lindo.

Nos lanzamos al asalto de los sacos de avena —pues no era trigo— y con dos piedras empezamos a molerla. Hicimos fuego con unas maderas, que había por allí, y en las cazoletas de aluminio que nos servían de plato hicimos una sémola. Sólo que, atosigados por el hambre, no nos dimos cuenta de que la paja aún estaba mezclada con la harina y esto nos produjo fuertes dolores de estómago. Aquella avena había servido para alimentar a los caballos, y posiblemente a los cerdos, y sirvió también para que comiéramos los españoles. Seguramente algunos compañeros le deberían la vida. Empezamos a levantarnos y afeitarnos, ya que algunos no lo habían hecho desde hacía tiempo. (Para mí el afeitado no era problema, pues casi no tenía barba). Fue preciso organizar a fondo el aseo, ya que estábamos, como en los «buenos» tiempos de Septfonds, invadidos por los piojos.

Tan pronto recuperé un poco las fuerzas me propuse efectuar un «reconocimiento» fuera de nuestro ghetto. Salté por encima de una pared, de unos tres metros de altura, que rodeaba las cuadras, y pasé a donde estaban los franceses. (La puerta que daba a nuestro recinto estaba vigilada por un alemán y la habían reforzado con alambradas). Por primera vez, allí veía a los excombatientes franceses con su miseria a cuestas: sucios, barbudos, los uniformes hechos harapos, arrastrando sus polainas por el suelo, con el gorro hundido hasta las orejas, y aún más flacos que nosotros. Al lado de ellos, los españoles parecíamos unos príncipes. Sentí una pena inmensa al verles humillados, pese a saberlos culpables de muchas desgracias nuestras. Mi pena era aún mayor al ver como se burlaban de ellos los alemanes, llamándoles «cobardes y degenerados franceses». A partir de aquellos momentos olvidé que había sido maltratado por ellos y consideré a Francia como algo mío, y a los franceses como compañeros, como hermanos. No era suya la culpa si unos políticos cobardes habían arrastrado a Francia a la situación en que se encontraba. Andaba en estas reflexiones cuando llegué a una cocina de campaña de las que teníamos en el ejército, y que ahora servía para hacer la sopa de los prisioneros. Habían hecho café, y el poso, todavía humeante, estaba depositado en una lata para tirarlo a la basura. Cogí un puñado y lo probé. No lo encontré malo, y estaba azucarado.

—¡Madre mía! ¿Qué haces con el poso? ¡Estás loco si comes eso!

El que me decía aquello era el cocinero, con el acento inconfundible de los marselleses.

—Oye, pero tú no eres militar. ¿Qué haces aquí? —me preguntó el francés.

—Sí, hombre, sí; soy militar. Soy español —le contesté— y me como el poso porque tengo hambre.

—¡Pobre chaval! ¿Y tú has hecho la guerra de España? Pero, si eres muy joven…

Emocionado, el marsellés me hizo entrar al «cuchitril» donde tenía sus reservas. Me dio de comer, sin parar de hacerme preguntas. En pocos minutos me hice amigo suyo. Supe que era el cocinero de los oficiales franceses detenidos allí y que ocupaban las oficinas de la cristalería. Regresé a nuestro doble encierro, no solamente con una lata de poso de café, sino con unas zanahorias, unos trozos de pan y un pedazo de tocino. ¡Organizamos un verdadero festín! Hervimos aquel poso, que si no era café de calidad excelente, por lo menos era más dulce que el nuestro. Al día siguiente salté de nuevo la alta pared, y mi amigo Blazy —el cocinero— me dio un cubo de patatas guisadas con un poco de carne, cuyo gusto habíamos casi olvidado por completo. Al darme aquella comida me dijo que expondría nuestro caso —estar encerrados y aislados entre alambradas— a la oficialidad francesa. Me presentó a un capitán que hablaba perfectamente el español (luego supe que era un antiguo agregado militar de la embajada francesa en Madrid). Con una amabilidad extrema, nos prometió que tratarían de obtener de los alemanes que pudiésemos circular por el campo, como los franceses. Y así fue: aquel mismo día por la tarde nos abrieron la puerta y retiraron las alambradas. El capitán vino a vernos, demostrándonos su gran simpatía, y charló con nosotros, pero no como un oficial, sino como un compañero más. Este hombre era uno de aquellos raros oficiales cargados de humanidad con que tropezamos y que nos sorprendieron, teniendo en cuenta los pésimos precedentes conocidos. Nos parecía mentira que los hubiera tan diferentes a los esbirros que habíamos soportado. Lo cierto es que aquello borraba algo de las vejaciones sufridas. Con un tono de franca amistad, nos dijo:

—Muchachos, no hay que perder la esperanza. Como en otros lugares, hemos perdido una batalla, pero la guerra continúa y continuará mientras exista el fascismo hitleriano. Ahí están Inglaterra, América, la URSS y muchos otros países, que pronto o tarde, entrarán en guerra contra los nazis. La humanidad no puede dejar perpetrar este crimen monstruoso contra los pueblos libres. Yo estoy convencido de que vosotros, los primeros, no os doblegaréis nunca. No tenemos las mismas ideas políticas, pero eso no importa, porque nuestra lucha es común. Un jefe francés, el general De Gaulle, se ha puesto a la cabeza de los franceses que no quieren capitular, y desde Londres ha hecho un llamamiento a todos para continuar la lucha. Esto lo he oído yo mismo en la radio que tenemos escondida en nuestro dormitorio.

Nos quedarnos perplejos. ¡De Gaulle! Este nombre yo lo oía por primera vez. Y, como todos, no sabía quién era. Seguramente hubiera tenido la misma opinión sobre él y semejante desdén hacia los otros jefes, pero el capitán nos hablaba de un hombre que había lanzado un llamamiento al pueblo francés para seguir luchando. Casi me parecía imposible que hubiera hombres de tal temple, conociendo la actuación de muchos de ellos. Aquello nos dio un ánimo formidable. Entonces, era cierto que había jefes del ejército que no renunciaban a la lucha. Yo no era francés y, sin embargo, sentí una gran alegría al saber que Francia no claudicaba. Nuestra situación mejoró mucho gracias a la intervención de nuestro amigo. Teníamos algo más de comida y la vida en el interior de la cristalería, donde estábamos varios miles de hombres, se iba organizando poco a poco.

Los alemanes sacaban grupos de prisioneros, soldados y oficiales, para trabajos de recuperación de material del ejército francés; los nazis se incautaban de todo lo que podía servirles, enviándolo a su país, en especial los alimentos y artículos de primera necesidad, fuera cual fuese su procedencia.

Gracias a nuestra organización política, los hombres de nuestra compañía se mantenían unidos. A la nueva situación correspondían nuevos métodos y la unidad nos era ahora más necesaria que nunca. Ante todo teníamos que conservar la esperanza y levantar la moral, recordando a los pusilánimes nuestro deber de combatientes. Hacía falta mantener nuestra unidad nacional para hacer fracasar todas las maniobras de los alemanes, tratando de que nos fuera reconocida la calidad de prisioneros de guerra y que cesara el «trato especial» que se nos dispensaba. Debíamos organizarnos para sabotear a los nazis tantas veces como fuera posible. Toda manifestación de hostilidad tenía su significación. Esto puede tomarse con incredulidad y hacer sonreír ahora, pero nosotros estábamos convencidos de que el más pequeño acto contra los invasores era un punto positivo de nuestra lucha. Cuando hablé de ello con el capitán francés, éste se alegró muchísimo al ver que había prevalecido, por encima de todo, nuestro espíritu de lucha. Al igual que antes de ser apresados, mis compañeros me habían elegido para formar parte de la dirección de nuestra organización clandestina.

Unos días más tarde, un primer grupo de españoles fue requerido para trabajar en la carga de vagones con destino a Alemania. Habíamos decidido el sabotaje y destrucción de todo cuanto cayese en nuestras manos, y debía ser hecho. Teniendo mucho cuidado para no ser descubiertos por los centinelas de la Wehrmacht. Reventábamos los sacos de legumbres al cargarlos en los vagones, echábamos gas-oil en las cajas de mantequilla, mojábamos con agua los sacos de harina, a fin de que se pudrieran antes de ser descargados en Alemania (y cuando no teníamos agua, orinábamos en los sacos ante las narices de los centinelas. Éstos, embebidos por sus victorias, no podían pensar en que hubiera prisioneros capaces de hacer tales cosas. ¡Era conocer mal a los españoles!) Cuando se trataba de material de guerra o maquinarias diversas, procurábamos hacerlas caer al suelo. Dentro de la cristalería había objetos de mucho valor que los oficiales y soldados hitlerianos sustraían, día tras día. Eran verdaderos actos de rapiña. De acuerdo con los amigos franceses, y entre ellos el capitán, decidimos destruir todos los objetos de valor para que no se apoderaran de ellos. No dejamos títere con cabeza; se destruyó casi todo. Los alemanes se vengaron conduciendo a un grupo de oficiales franceses a un destino desconocido.

Se puede pensar que esos actos eran de poca envergadura comparados con la potente máquina de guerra alemana, y que el daño que los 300 o 400 españoles podían hacer era intrascendente. Pero, ¿qué fue la resistencia más tarde? Una, diez, cien acciones pequeñas formaban un todo, que iba dificultando la buena marcha de la guerra de los hitlerianos. Los ejemplos no escasearían luego, en torno a la eficacia de las pequeñas acciones. Yo mismo llegué a pensar, alguna vez, si realmente eran «positivos» aquellos actos, y entonces encontraba la respuesta recordando una lectura de mi niñez: «… Por un clavo se perdió una herradura, por una herradura se perdió un caballo, por un caballo se perdió un general, por un general se perdió una batalla y por una batalla se perdió un reino.». Sí, eran pequeñas acciones, pero perdiendo un tornillo, descarrilló un tren…

Otros españoles, a cientos de kilómetros, y en la misma época, cometían sabotajes aún más importantes que los nuestros. Yo salía todos los días con uno de los grupos, ya que al ser uno de los «cabecillas» tenía que dar ejemplo; además, hacerles «perrerías» a los alemanes me apasionaba, de verdad. Un día, al regresar a la cristalería y pasar ante la guardia de la puerta, un oficial alemán se adelantó hacia mí y cogiéndome por la manga me gritó:

—Sal de ahí, ¿qué haces entre los presos? Tú no eres militar, lárgate de aquí o te meteré en la cárcel.

Le respondí que era español y que los otros eran mis camaradas y compatriotas, pero no me hizo caso y, de un empujón, me separó de los demás. Durante dos horas deambulé por las calles de Baccarat. Nadie podía ayudarme. La gente tenía demasiado miedo para acogerme en su casa. Al final, cansado, me senté en el parapeto que había junto al portal principal de la cristalería y me puse a reflexionar sobre mi situación. Podía marcharme, puesto que estaba libre, pero, ¿adónde ir? Caminar hasta el departamento de Deux-Sevres, donde estaban mis padres, era impensable; además, no tenía ropa civil, ni documentación, y corría el peligro de ser detenido por los alemanes y «liquidado». A esto se añadía lo que yo consideraba como un deber ineludible, es decir: al ser un responsable elegido por mis compañeros, no podía abandonarlos. Decidí entrar a toda costa en la cristalería aquella misma noche o al día siguiente. Con mis compañeros había compartido nuestra odisea, y con ellos debía continuar sin desfallecer. Me dije que si un oficial alemán me había tomado fácilmente por un civil, a causa de mi juventud, otros quizá me reconocerían. Y así fue, ya que, al poco rato, acertó a pasar por allí un sargento alemán que nos había conducido al trabajo varias veces y me conocía por haberme visto entre los españoles. Por gestos, una palabra en francés y otra en español, le expliqué lo que me ocurría y se puso a reír. Fue al puesto de guardia y habló con el oficial, el cual me hizo entrar en la cristalería, no sin antes burlarse y reírse de mí, diciéndome que con mi cara imberbe parecía un mocoso de dieciséis años. (No sabía que yo llevaba ya cuatro años guerreando). Cuando me presenté en nuestro recinto la consternación fue general. Mis compañeros creían que había sido detenido al intentar marcharme. Pero, cuando les dije que era yo el que había solicitado que me reintegraran al campo, oí la bronca más gorda que jamás escuché.

—¡Estás loco de remate! Eres un cobarde de marca mayor. Tú, el especialista de la evasión a los dieciséis años, chaqueteas a los veinte.

Solamente Julio y don Enrique, los compañeros que dirigían nuestras actividades, no se metieron conmigo. Ellos me habían comprendido bien, aunque también me dijeron que, en semejante situación, tratar de salvarse uno no significaba forzosamente traicionar a los demás camaradas.

Dos días más tarde, gracias a mi amigo Blazy, conseguí que me tomaran como cocinero de los oficiales prisioneros. Durante algún tiempo pude llevar mejor vida, sin el hambre y la miseria de los primeros tiempos de nuestro cautiverio. Allí no sólo comía bastante bien, sino que podía ayudar a mis compatriotas.

A principios de agosto, nuestro amigo el capitán francés se escapó junto con varios oficiales más. Los alemanes la tomaron entonces con nosotros, redoblaron los castigos, y la guardia fue reforzada para evitar nuevas evasiones. Desgraciadamente, varios de los evadidos fueron capturados de nuevo y enviados inmediatamente a un campo de castigo alemán. En el campo empezaron a correr rumores de una próxima evacuación de los prisioneros hacia Alemania. Nosotros volvimos a preguntarnos qué harían, en tal caso, con nosotros. ¿Nos enviarían a España? Pregunta sin respuesta. Confieso que fueron días muy penosos y tristes. Entonces que teníamos comida perdíamos el apetito y el sueño. Ni las reuniones, ni las consignas, ni los ánimos prodigados a unos y otros lograban atenuar el malestar. En otras circunstancias hubiéramos podido intentar la evasión, pero en nuestra situación: ¿adónde podíamos ir? ¿A dar con los huesos en un campo peor aún? Era impensable, además, el intentar la evasión de 350 a 400 hombres. En Francia no teníamos ni hogar, ni pueblo, ni familia —por lo menos la mayoría—. Por otra parte, el país estaba invadido, desmembrado, por los alemanes, y éstos lo controlaban todo; ¿quién podía venir en ayuda nuestra? Un día ingresaron en la cristalería varios españoles que venían como «recuperados»; ellos nos hicieron comprender que la evasión era cosa insensata, ya que todos habían sido descubiertos después de varios días de marcha y, enviados, bajo buena escolta, a Baccarat. A mí, en cambio, aquél fue el momento en que me dieron ganas de escapar, sobre todo sabiendo que mis compañeros no criticarían mi actitud. Sabía que Blazy y tres amigos suyos estaban proyectando fugarse. Le hablé de evadirme con ellos, y, de ser posible, hacerlo con mi amigo Marcelino.

Blazy consiguió ropa civil, que un soldado alemán le cambió por unas alhajas. Me quedé asombrado al ver que nuestros carceleros eran capaces de vender prendas civiles conociendo su destino. Aquel comercio, aquel «estraperlo», lo encontraría luego en los otros campos.

Confiábamos evadirnos a fines de agosto, preparando muy bien la huida. Yo ya me veía con mi amigo Blazy en Marsella, o con mis padres en el departamento de Deux-Sevres. Pero, una vez más, el destino no se armonizó con mis deseos.

El 17 de agosto de 1940, a las dos de la madrugada, un destacamento impresionante de alemanes hizo irrupción en el campo, armados de fusiles con bayoneta calada. Se nos hizo formar y, bajo las amenazas, las patadas y los gritos, nos condujeron a la estación del ferrocarril. Los españoles fuimos llamados en último lugar, separados —una vez más— de los franceses, y metidos en los vagones, «40 hombres, 8 caballos» que cerraban la marcha del convoy. Este rótulo lo conocíamos bien, pues estábamos acostumbrados a viajar de aquella forma. Pero esta vez no éramos 40 o 50 hombres por vagón, sino muchos más: 70 u 80, y a veces hasta un centenar. (Más tarde, cuando enviaban los detenidos a los campos de exterminio, llegaron a embarcar hasta 120 personas en cada vagón). A duras penas logramos instalarnos en el interior y los centinelas atrancaron las puertas por fuera. Las puertas fueron cerradas con unos candados especialmente adaptados al cierre de los vagones. Era un invento de los nazis, sin duda en previsión de los millones de seres humanos que transportarían a lo largo de cinco años de guerra.

Las operaciones de formación y embarque habían sido tan inesperadas que nadie tuvo tiempo para nada, ni siquiera para pensar en lo que nos estaba sucediendo. Emplearon muy poco tiempo para meternos en los vagones, como ganado destinado al matadero. Nadie hablaba, nos habíamos quedado mudos, una vez más estábamos paralizados por el miedo. Cuando el tren se puso en marcha tuve que hacer esfuerzos para contener mis lágrimas; tenía la impresión que nos llevaban a otro mundo. Pensé en los míos, y sobre todo en mis padres, de los que seguía sin tener la menor noticia.

Mis padres, perseguidos por los nazis

Pensaba en mis padres, como he dicho, pero estaba lejos de suponer que, casi a la misma hora, ellos también eran objeto de monstruosas medidas represivas por parte de los nazis y de los esbirros de Pétain, que ya se habían puesto al servicio del invasor.

Después del armisticio de junio de 1940, Francia fue partida en dos: la zona norte, ocupada por los alemanes; y la zona sur, donde ejercía su influencia el régimen capitulador de Pétain. Mis padres, que se hallaban todavía en el departamento de Deux-Sevres y que no habían podido ser evacuados hacia el sur, se encontraban en la zona alemana. Denunciados a los nazis por ciertos elementos franceses prohitlerianos, serían detenidos en compañía de otras familias españolas allí refugiadas. Fueron interrogados por los alemanes y permanecieron en sus manos hasta que, un día de agosto, decidieron conducirlos a la frontera española y entregarlos, prisioneros, a las autoridades españolas.

Aquel acto, y otros muchos contra los republicanos españoles, era, ni más ni menos, un rapto y una acción propia de bandoleros. Las leyes, las convenciones y los derechos humanos fueron pisoteados. Siendo civil, ¿qué derecho tenían los nazis para detenerlos? ¿Por qué las autoridades «colaboradoras» francesas permitieron su detención? Sabemos que más tarde el crimen, el terror y la injusticia serían los «argumentos» esenciales de los hitlerianos, pero no cabe duda de que los republicanos españoles fuimos los primeros en sufrirlos, y en gran parte por la irresponsabilidad de Francia.

El crimen hacia nuestros familiares era incalificable, puesto que eran civiles y disfrutaban de un estatuto de refugiados políticos, habiendo obtenido el derecho de asilo en Francia, y todo esto con arreglo a los tratados internacionales y los acuerdos de Ginebra de 1933. Para completar la ignominia, allí estaban los «colaboradores» franceses prestándose a que fueran cometidos tales actos sin alzar la menor protesta. Al contrario, ayudando a los invasores. Así empezó la «caza» de los españoles en Francia. Por una parte los militarizados, hechos prisioneros; por otra los civiles, detenidos en las cárceles francesas y enviados a España. O, como se verá más adelante, deportados a los campos de concentración nazis.

Ningún organismo internacional, ni siquiera la Cruz Roja, nadie en absoluto, levantó la voz para impedir aquellos desafueros.

Casi al mismo tiempo, mis padres y mi hermano por un lado, y yo por el otro, tomábamos rumbos muy diferentes. Ellos para ir a parar con sus huesos a la cárcel de Huesca y yo para dar con los míos en los campos de exterminio del III Reich.