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Francia: 9 febrero 1939 - 21 agosto 1940

Bourg-Madame, Septfonds

A las nueve y media de la noche, el 9 de febrero de 1939, nos presentamos en el puesto frontera de Bourg-Madame. Tenía a mi cargo un camión GMC con todo el material de la Pagaduría. Segundo, mi capitán, había pasado antes, a fin de organizar con los franceses nuestro lugar de destino y emplazamiento, ya que, éramos los servicios administrativos de la división. Los gardes mobiles me indicaron que me dirigiera a un punto entre Bourg-Madame y La Tour de Carol, por donde debíamos entrar nosotros. Un oficial de Gendarmerie se acercó a nuestro camión y me dijo:

—Teniente, aparque su camión en este prado, en espera de recibir órdenes para trasladarse al lugar destinado.

Allí esperamos varias horas. Hacía un frío muy intenso. En la oscuridad, invadido por la tristeza, me preguntaba cuántas de aquellas familias que había visto por la mañana habían alcanzado la frontera. No podía borrar la visión de aquella pobre gente con el paquete de ropa a la espalda, helados y hambrientos. Triste era la imagen que guardaba de mi última jornada en España, de mi querida España, que no sabía cuándo volvería a ver…

Además del material de oficinas, en el camión llevaba varias cajas con fusiles ametralladores, «recuperados» en el sector de Campdevánol. Entre los hombres de nuestros servicios se encontraba un sargento amigo: Mora, oriundo de Zaragoza. Sus padres, tratantes de mulas, vivían en Toulouse, y él había venido voluntario a España. Hablaba muy bien el francés y por su mediación pedí a los gendarmes que nos dijeran a dónde debíamos dirigirnos. Uno de ellos nos sirvió de guía: atravesamos Bourg-Madame y nos indicó un terreno cerca de la carretera de Font-Romeu. Los franceses hicieron una selección, enviando los soldados a un campo vecino, donde ya había varios millares de combatientes republicanos. A los oficiales y suboficiales se nos confió nuestro material allí concentrado.

Instalamos una tienda de campaña y en ella empezamos a preparar nuestra liquidación, por si el gobierno francés nos devolvía a la zona republicana del Centro (pese a que, a decir verdad, no teníamos la impresión de que esto fuera a suceder). Nuestra esperanza se esfumó totalmente al cabo de tres días, cuando un capitán de la garde mobile vino a decirnos que íbamos a ser internados en un campo de Francia. Cuando terminó de hablar a nuestro grupo se dirigió a mí, diciéndome:

—¿Es usted el responsable de este camión? Tengo orden de confiscar las armas que hay en él…

Le contesté que sólo entregaría las armas al representante del gobierno republicano, y a nadie más. Me intrigó mucho aquel hecho. (Eso significaba que alguien nos había denunciado). Se marchó el capitán, pero volvió al día siguiente con unos cincuenta guardias, para llevarse los fusiles ametralladores que me había negado a entregar la víspera. Dos días después, otro grupo de guardias, con un inspector de policía, se incautaron de todo nuestro material «para entregarlo al gobierno español». Tuve la impresión de que aquella «incautación», como otras muchas cosas, no tenía nada de oficial, ni era para entregarlo a gobierno alguno. Sólo nos dejaron las maletas de cuero, en las cuales transportábamos cerca de dos millones de pesetas en billetes. No intentaron quitarnos ese dinero, pero, de haberlo intentado, nosotros no estábamos dispuestos a entregarlo, eso desde luego.

A mi capitán le habían confiado el abastecimiento del fuerte de Mont-Louis, donde estaban encerrados los hombres de la 26 División, compuesta, en su mayoría, de confederales. (La 26 División era la antigua «Columna Durruti», y ésa fue una de las razones por las que los franceses le reservaron un trato durísimo). Cuando digo abastecimiento, debería decir: distribución de un mendrugo de pan seco para cada hombre, y nada más. A mí me confiaron la misma tarea en nuestro campo. Un hambre increíble reinaba ya entre nosotros, máxime cuando los escasos víveres que traíamos de España se habían terminado. Íbamos a buscar el pan con un camión a la estación de La Tour de Carol, en la cual habían concentrado a los inválidos y mutilados de la guerra, hacinados en los andenes de la estación, sin medicamentos ni cuidado alguno. Era un espectáculo vergonzoso y desolador ver a nuestros heridos y mutilados arrastrarse por el suelo para venir a solicitar un pedazo de pan cuando cargábamos los camiones. Era testigo de la primera escena de horror, de las muchas que tendría ocasión de presenciar, tantas veces, más tarde. Aquello me indignó a tal punto que fui a ver al responsable de la Cruz Roja francesa de aquel lugar, ante el cual protesté enérgicamente:

—¿Acaso han olvidado ustedes las leyes internacionales? ¿Es que no ven ustedes que estos hombres, desangrados, amputados, enfermos, están encerrados en condiciones que ni las bestias podrían soportar? ¿Acaso la palabra humanidad no tiene ningún sentido para ustedes? —les grité.

El orondo delegado francés me echó una mirada de impotencia y me dijo:

—Esto es ignominioso, lo reconozco, pero yo solo nada puedo hacer. He pedido ayuda y la estoy esperando.

Poco podía hacer, era cierto, pero era sobre todo «arriba», en las altas instancias, donde no se quería hacer nada. Decidimos distribuirles medio vagón de panes y algunas onzas de chocolate robado en uno de los vagones de suministro destinado a los gardes mobiles. Por fin, tras las repetidas y enérgicas protestas que hicimos ante las autoridades, la Cruz Roja francesa decidió aportarnos algo de ayuda. Muy poca, por cierto, en comparación a lo que se necesitaba.

La mayoría de los internados en Mont-Louis fueron enviados al campo de Vernet (Ariege) y los demás fueron encerrados en los de Barcarés y Argelés. Un grupo importante de oficiales del X Cuerpo de Ejército fuimos enviados a Septfonds. Éramos unos 400 o 500 oficiales y comisarios, algunos de ellos miembros de nuestra división. A mi amigo Segundo, y todos los oficiales y suboficiales de nuestras pagadurías, se nos «embarcó» en el mismo vagón rumbo al departamento del Tarn y Garonne, donde estaba el campo de Septfonds. Toda mi fortuna era una tienda individual, una manta y, en la maleta, junto al dinero, un uniforme nuevo que me había hecho en Barcelona dos meses antes. Las autoridades francesas, excepcionalmente, nos transportaban en coches de tercera clase, en lugar de vagones para bestias.

Destrozado por nuestra derrota, abatido por el frío, las privaciones, y desmoralizado por el espectáculo de La Tour de Carol, viendo a nuestros hermanos de combate abandonados, caí enfermo al salir de aquella estación y empeoré durante el viaje. Cerca del pueblo de Caussade el tren se detuvo y allí bajamos todos para llegar al campo a pie. Una nueva sorpresa nos esperaba al bajar del tren: un batallón de senegaleses, mandados por un oficial francés, rodeaba nuestro tren para escoltamos hasta Septfonds. Iban armados con fusiles y llevaban, colgados en la espalda, unos machetes impresionantes. A empujones, y sin miramientos de ninguna especie, nos alinearon. Abatido por la fiebre, apenas podía tenerme de pie y andar, mis compañeros llevaban mis paquetes. Al no poder avanzar tan rápidamente, un senegalés me empujaba con la culata de su fusil. Como un relámpago, el capitán Juan, dejando caer al suelo sus trastos, se abalanzó contra el africano y le asestó tal puñetazo que lo hizo caer del caballo. Los otros soldados negros al ver a uno de los suyos rodando por los suelos empezaron a gritar y a gesticular, lo cual llamó la atención del oficial, que se acercó a nosotros, pálido como un lienzo. Preguntó qué sucedía y Juan, que hablaba bastante bien el francés, le respondió:

—Procure que nos traten como seres humanos, porque nosotros no estamos dispuestos a ser maltratados y sabremos defendernos.

El oficial francés dio nuevas órdenes y nuestra columna llegó, sin mayores incidentes, a las inmediaciones de lo que sería más tarde el campo de Septfonds (digo más tarde, porque a nuestra llegada allí no había ni una sola barraca). Fuimos colocados en un reducido perímetro, cercado de alambradas. Era un campo inculto, junto a una ermita, sin ninguna construcción, sin árboles ni arbustos; es decir, un terreno completamente desnudo, con un nombre predestinado: «Campo de Judas». No disponíamos más que de nuestras tiendas individuales y las mantas; muchos no tenían ni lo uno ni lo otro. Para hacer nuestras necesidades: una zanja al final del campo. ¿Cuántos éramos? ¿10.000, 15.000 o 20.000? Lo ignoro, lo cierto es que no se podía dar un paso sin tropezar con otro compañero de cautiverio. Mis amigos montaron una tienda de campaña, me cubrieron con mi manta y me acostaron sobre la dura tierra del campo. Un médico de los nuestros vino a verme y diagnosticó una bronconeumonía. A pesar de los esfuerzos hechos por Segundo y por Juan, no lograron que me visitara un médico francés; naturalmente, nos era imposible obtener algún medicamento. Para colmo de mi infortunio, se puso a llover al día siguiente y el agua se filtró por debajo de la lona de mi tienda, con la evidente humedad. Devorado por la fiebre, perdí el conocimiento. Estuve entre la vida y la muerte durante una semana, y en todo ese tiempo no dejó de llover. Mis amigos consiguieron, por fin, que un enfermero francés viniera a verme y me diera unas aspirinas y un bote de leche condensada. Ésas fueron todas las medicinas que me administraron.

En el campo de Septfonds

Unos días después de nuestra llegada, y a causa de mi estado de salud, pudimos trasladarnos al campo de Septfonds, donde habían empezado a construir algunas barracas. Segundo y Juan me acompañaban, pues yo no podía tenerme de pie. Allí nos «prensaron» en las primeras barracas construidas; barracas que sólo tenían el techo y un lado cerrados. El otro lado seguía completamente abierto, a merced del viento del norte y de la lluvia. A medida que estábamos en el campo se iban construyendo nuevas barracas. Poco a poco, y gracias a la solicitud y cuidados de mis amigos, pude reponerme y recuperar mis fuerzas, sin médicos ni medicamentos. Mi juventud y la naturaleza lo hicieron todo. ¡Había adelgazado diez o doce kilos! El campo estuvo terminado a fines de marzo, cuando ya habían pasado los fríos.

La mayoría de nosotros pensábamos, al pasar la frontera, que si Francia no autorizaba nuestro traslado a la Zona Central, se nos concentraría en centros de acogida (refuges), tal como había sucedido con los evacuados del norte y de Aragón, donde se nos permitiría reorganizar nuestras vidas. Pero había que rendirse a la evidencia: éramos los inquilinos de un campo de concentración, y no había esperanzas de cambio alguno. Campo de concentración que, durante bastante tiempo, fue una auténtica charca. Estábamos rodeados de barro, de suciedad, de miseria. No teníamos ni agua para beber (los grifos se abrían una hora al día), ni agua para lavarnos, ya que la acequia que pasaba por un extremo del campo estaba sucia, llena de porquerías. El hambre nos acuciaba constantemente (nos daban un solo pedazo de pan al día, con un plato de arroz hervido, sin sal). Había que estar realmente acostumbrados a las privaciones y las miserias de la guerra para soportar aquella existencia…

La guerra había terminado en España y ahora, desde nuestro internamiento, era necesario hacer frente a cualquier situación. Sólo dos países, la URSS y México, aceptaban a los «refugiados españoles». El SERE, organismo encargado de nuestra evacuación, lo hacía tan lentamente que pronto nos dimos cuenta de que pasarían años antes de poder abandonar aquel «hospitalario lugar», sobre todo comprobando que las autoridades y la policía francesas entorpecían cuanto podían el funcionamiento de este organismo, al tiempo que ejercían presiones increíbles para que la gente regresara a España. La policía francesa, además de estos entorpecimientos, intentó infiltrar en el interior del campo a miembros de su organización, para que, aprovechándose de las detestables condiciones en que vivíamos allí, influyeran en el ánimo de los hombres y consiguieran que éstos tomaran el camino de la frontera. Algunas veces incluso se empleó toda suerte de amenazas. Decidido a luchar por el respeto y la libertad, tenía la convicción, como tantos otros, de que debíamos hacer frente común contra la actitud inicua de las autoridades francesas. Para hacerlo era necesario que nos organizásemos. En España nunca había tenido cargos políticos, pese a que di mi adhesión al partido comunista. No los tuve porque no tenía ninguna noción de lo que era la política. Había dado aquel paso porque buscaba un ideal que correspondiera a mis aspiraciones de libertad y de justicia. En Septfonds comprendí que era necesaria una organización. No para discutir cuestiones políticas solamente, sino, y sobre todo, para guiar, aconsejar, prevenir y animar a la gente. Es decir: «algo» que fuera el reflejo de nuestros ideales, para no caer en el desánimo ni en la provocación, para mantener nuestra dignidad y dejar bien patente nuestra voluntad de no dejarnos avasallar por nadie.

Las barracas de madera fueron montadas rápidamente, sobre todo teniendo en cuenta que sólo tenían un techo y una pared lateral. El campo fue rodeado de una doble alambrada. Poco a poco, el campo de Septfonds se fue llenando con los miles de españoles venidos de las regiones fronterizas y los «inquilinos» del campo de Judas. De la barraca 34 a la 39, se reservó un «islote» para los oficiales y comisarios. Sin embargo, nada distinguía a estas barracas de las otras. Yo fui a la 37, junto con mis amigos y compañeros, y allí, una vez estructurada la organización a que pertenecía, fui nombrado responsable de la barraca. Por vez primera tenía una responsabilidad política. No faltaban problemas en el campo, puesto que a las dificultades interiores se añadían los choques con las autoridades francesas. Distribuíamos octavillas, escritas a mano, dando instrucciones y consejos a nuestros compatriotas, denunciando tanto la actitud del comandante del campo como la de ciertos individuos que trataban de sembrar la discordia y la cizaña entre nosotros, y la consiguiente desmoralización. Consagrándome a aquellas actividades olvidaba, a veces, la triste realidad de nuestra situación.

Los días y las semanas pasaban sin que ninguna solución se vislumbrara en el horizonte. La esperanza de la evacuación hacia otro país, se esfumaba un poco más cada día. Para la mayoría de nosotros aquella existencia era más dura que la del frente. La escasez de agua extendía la miseria y pronto nos vimos invadidos por los piojos, hasta tal punto que los gardes mobiles se mantenían a cierta distancia de nosotros cuando patrullaban por el campo. Se declararon varias epidemias, sin que los tratamientos surtieran el menor efecto. Sólo una pequeña barraca había sido habilitada como enfermería, donde nuestros compañeros médicos intentaban atender a los más graves, con una abnegación admirable, totalmente faltos de medios y de medicamentos.

En varias ocasiones, la garde mobile a caballo entró en el campo en plena noche, y, con el pretexto de registrar tal o cual barraca, nos sacaban a todos a la intemperie durante horas y horas. El comandante francés exigió que, dos veces al día, el personal de una barraca, por turno, fuera a «presentar armas» en el momento de izar o bajar la bandera francesa, que flotaba en lo alto de un mástil a la entrada del campo. Nosotros no despreciábamos la bandera francesa, sino que sentíamos el máximo respeto hacia el estandarte de la Revolución Francesa, símbolo de la libertad, pero lo que no podíamos tolerar es que dicho homenaje se hiciera de una forma humillante, provocadora, teniendo en cuenta las condiciones en que se nos mantenía. Respetábamos los colores nacionales de Francia, pero no estábamos dispuestos a ponernos firmes ante sus oficiales. Aquella actitud nos costó muchos castigos colectivos e individuales: nos castigaban privándonos de la poca comida que recibíamos y encerrándonos en un rectángulo de unos cinco metros cuadrados, rodeado de alambradas, frente al mando francés, sin mantas y sin la menor protección contra el frío y la lluvia. Aquel recinto infame lo apodábamos «el hipódromo».

Nos negamos a ser tratados como esclavos

Hacia el 15 mayo las autoridades del campo pidieron voluntarios para formar una compañía de trabajo, que saldría todos los días a trabajar a Montauban, la capital del departamento, cercana a Septfonds. Así nació, en Septfonds, la primera «Compañía de Trabajadores Españoles». Estas compañías estaban compuestas por excombatientes republicanos, dirigidos por oficiales españoles, sobre los cuales ejercían el mando efectivo algunos cabos y suboficiales del ejército francés.

Las tareas que debía realizar aquella unidad eran las propias del ramo de la construcción; y un pequeño grupo se dedicaba a la carga y descarga de camiones en una fábrica. Nuestra organización clandestina se opuso inmediatamente al enrolamiento de los compañeros, que, sin ningún género de dudas, iban a efectuar trabajos mal pagados, al mismo tiempo que se robaban jornales a los obreros franceses. Es decir, que nos querían considerar como mano de obra barata. Se hizo una intensa campaña contra aquella tentativa, pero, muchas veces, el hambre reinante pudo más que la voluntad, y un pequeño número salió del campo con destino a dichos trabajos. Lo que nosotros habíamos previsto no tardó en producirse: los obreros de Montauban insultaron y amenazaron a los hombres de la compañía. A raíz de aquellos acontecimientos, el mando francés, dándose cuenta de la hostilidad de la mayoría de los españoles hacia sus métodos, emprendió una campaña de represalias contra los que consideraba dirigentes de las organizaciones políticas españolas. Varios amigos míos fueron encerrados en el «hipódromo», en 1as condiciones que ya se ha señalado, o sea: al raso, a pan y agua.

Luego intentaron crear nuevas compañías, pero, como no se apuntaba casi nadie, la garde mobile, para encontrar «voluntarios», iba de barraca en barraca, con la bayoneta calada, y al que acorralaban aisladamente lo enrolaban manu militari. Sin embargo, allí estábamos nosotros para tratar de desbaratar sus planes, cambiando de barraca a los «enrolados» o escondiéndolos. Desplegábamos una intensa actividad para impedir el enrolamiento en aquellas unidades, que nos parecía una forma moderna de esclavitud. Los partidos de izquierda franceses, y la COT en particular, nos hicieron saber que apoyaban nuestra actitud y la oposición que habíamos desencadenado contra los actos arbitrarios de las autoridades. Teníamos contactos regulares con estas organizaciones francesas, por mediación de un gendarme que trabajaba en las oficinas del mando francés. A nosotros nos parecía mentira que un gendarme, con la reputación que tenían en Francia, pudiera ser el «enlace» entre nosotros y las organizaciones de izquierda. Lo bueno del caso fue que dicho gendarme resultó ser miembro del Partido Comunista francés, facilitándonos, entre otras cosas, el periódico «L’Humanité», cuya venta estaba prohibida en todos los lugares cercanos al campo.

Desde hacía algún tiempo había conseguido restablecer relación con mis padres. Al separarme en Barcelona me habían dado una dirección de Toulouse, a la que podría dirigirme si quedábamos otra vez incomunicados (era ya casi una moda aquello, entre mis padres y yo). Sin saber si el amigo de mis padres residía todavía en aquella ciudad, le escribí desde Septfonds y tuve la alegría, pocos días después, de recibir una respuesta y en ella la dirección de los míos. Se encontraban de nuevo en el pueblo de Thouars, en el departamento de Deux-Sevres, en las mismas condiciones que en su primera estancia allí. Mi padre ejercía de maestro en un refugio de niños españoles y por ello se relacionaba con algunos hombres políticos franceses y personalidades de aquel departamento, entre ellos con monsieur Barthélemy, diputado comunista, que sería fusilado por los nazis en 1941. Mis padres, apoyados por este diputado, pidieron al prefecto de aquel departamento que me permitiera reunirme con ellos, teniendo en cuenta que yo era muy joven y que los jóvenes de mi edad estaban en refugios y no en campos de concentración.

Cuál no sería mi sorpresa un día al oír por el altavoz del campo que debía presentarme urgentemente a la entrada del mismo. Fui conducido a las oficinas de la comandancia, y el jefe del campo, me dijo, por medio de un intérprete, poco más o menos lo siguiente:

—Tengo una petición «prefectoral» para enviarte al refugio de Thouars, pues al parecer eres «menor de edad». Pero, como conozco vuestras actividades clandestinas en el campo y las tuyas en particular, y el gobierno francés no quiere, ni puede, tolerar actividades revolucionarias, y menos aún el que sus propagandistas puedan ir y venir libremente por Francia, te propongo un pacto: nos firmas una promesa de renunciar a cualquier actividad propia de «rojo español» y te dejaremos ir con tus padres. Pese a mi carácter impetuoso, en aquella ocasión logré dominarme y, sin pensármelo dos veces, le contesté:

—Señor comandante, he luchado por una idea que, a mi juicio, era sinónimo de justicia y libertad, y nunca me vino a la mente renegar de ella. No será hoy cuando lo haga. Soy un republicano español y tengo mi dignidad, como la puede tener un francés; además, soy oficial y usted, como tal, creo que comprenderá que no esté dispuesto a someterme a sus exigencias.

Sin decir nada más, salí de las oficinas pegando un portazo y regresé a mi barraca. Sabía muy bien que aquello significaba mi sentencia a permanecer encerrado allí, pero no podía, no quería ceder a tal chantaje. No tenía la pretensión de ser un auténtico revolucionario, ni tenía ganas de meterme en ningún jaleo político en Francia, pero no estaba dispuesto a firmar aquel papel. ¡Qué mal conocían a los españoles!

Nuestras actividades en el interior del campo eran cada día más importantes. Organizábamos plantes y manifestaciones contra las autoridades, por una mejora de nuestras condiciones de vida, contra sus métodos de reclusión y de castigo, en una palabra: por el respeto del ser humano. No pretendíamos hacer cambiar de actitud a los oficiales franceses, pero aquello servía para que vieran que no éramos ni esclavos ni borregos. Conseguimos que fracasaran sus intentos de enrolar en la Legión Extranjera a muchos de nuestros compatriotas, amenazados con ser expulsados de Francia si no se alistaban. Ellos disponían de sus policías armados, pero nosotros teníamos la voluntad y una gran fuerza moral que nos permitían sabotear sus intentos. Naturalmente, el jefe del campo conocía la existencia de nuestras organizaciones, pese a que actuábamos clandestinamente. Así que se propuso asestar un golpe duro para «liquidarlas». Un día, al amanecer, los gardes mobiles a caballo, y otros a pie, invadieron el campo y nos hicieron formar delante de nuestras barracas, empezando un registro severo y un cacheo en regla. Tenían una lista de sospechosos, que fueron detenidos, aunque muchos de nuestros hombres más comprometidos ya habían cambiado de barraca. Esposados unos con otros, fueron conducidos al castillo de Colliure, en los Pirineos orientales, que utilizaban como mazmorra para encerrar a los republicanos españoles considerados como «cabecillas». Los detenidos vivían allí en condiciones infrahumanas, privados de todo, e incluso sin poder dar noticias de su paradero a sus familiares. ¡La cuna de la «democracia» nos demostraba así su fraternidad! Casi todos mis amigos fueron detenidos: Pastó, Latorre, Sampietro…, y fueron a dar con sus huesos al fatídico castillo. Sólo recibimos noticias suyas semanas más tarde por un conducto clandestino. Sin embargo, saber que cualquier actividad política en el campo podía conducirnos a Colliure no mermó nuestra voluntad. Al día siguiente de haberse llevado los cabecillas, fueron elegidos otros para sustituirles. Yo me encontraba entre ellos. Más tarde supe que fue el estallido de la segunda guerra mundial lo que nos salvó de «saborear» los fríos calabozos de aquella fortaleza a los que formábamos parte de la segunda redada prevista.

Mis padres me enviaban de vez en cuando algún dinero, que me permitía comprar un poco de pan, que compartía con mis compañeros, para matar un poco el hambre que nos atenazaba. Ellos estaban bastante bien, dentro de lo que cabía. Y mi madre, como siempre, dándome consejos y tan convencida, como en el pasado, de que San Antonio me protegía. En una de sus cartas, a fines de julio, me anunciaron que mi padre había sido detenido por la policía francesa y que lo habían llevado al campo de Agde, en el departamento de Hérault. Aquel «traslado» fue a consecuencia de algunos plantes y protestas en el refugio, a fin de obtener un mejor trato para las familias y los niños. Gracias a las actividades desplegadas por algunas organizaciones de izquierdas francesas pudo conseguir ser integrado de nuevo a su puesto de maestro. Entre otras razones porque no le podían acusar de nada, como no fuera de su afán de cuidar bien a los niños y a las familias allí concentradas.

El verano de 1939 transcurrió así, sin que nuestra evacuación se concretara. Ya habíamos tomado este asunto con la filosofía que nos caracterizaba a los españoles, es decir: como una farsa de la cual nosotros éramos protagonistas y víctimas a la vez. Pero estábamos ya tan acostumbrados a los reveses, que el tema de la evacuación no era entre nosotros más que un motivo de bromas y chascarrillos. Menos mal que el humor lo perdíamos raramente. Esto nos ayudó muchísimo a mantener la moral y la confianza.

La «drôle de guerre»

1 de septiembre de 1939…

No éramos profetas y, sin embargo, lo que habíamos escrito y predicho desde hacía tanto tiempo, estallaba como un latigazo en la cara de las «democracias»: Hitler lanzaba su potente ejército a la conquista de Polonia. La segunda guerra mundial acababa de desencadenarse. Francia e Inglaterra, respetando por una vez su palabra y sus tratados con Polonia, entraban en guerra. Decir que esto nos sorprendió a los españoles sería mentir. Sin ser estrategas, ni políticos profesionales, hacía tiempo que habíamos previsto que la política de agresión de la Alemania hitleriana se desenvolvía de tal forma que, un día u otro, se lanzaría contra las naciones que se llamaban «defensoras de la libertad». Entre nosotros no hubo nadie que se alegrara de comprobar cómo Hitler desafiaba de nuevo a los países democráticos. Y, sin embargo, teníamos motivos sobrados, ya que los dirigentes de estos países habían tenido un comportamiento ignominioso para con nosotros. Pero también teníamos una triste experiencia de lo que era la guerra y de los sufrimientos que engendraba. Nos sentíamos desarmados y apesadumbrados, como si intuyéramos lo que le sucedería a Francia en tiempos venideros. Los únicos que parecían sorprendidos eran los oficiales franceses del campo, que no tenían idea de la que se les venía encima, pese a que muchos de nuestros responsables, conversando con ellos, les habían anunciado que lo que Hitler hacia con Polonia más tarde lo haría con Francia. El jefe del campo nos dio varias arengas de sargento reclutador. Días más tarde tuvimos la visita del general Gamelin, que vino a vernos, sobre todo con el propósito de solicitar voluntarios para la Legión Extranjera. Invocó nuestro pasado de combatientes por la libertad, nuestra dignidad de soldados, y nos hizo otros halagos por el estilo. Sin embargo, no por eso cambió la situación interior del campo, ni el ritmo de nuestra vida. Muy bonitas eran sus palabras, pero, como la única salida que nos ofrecía era la de la Legión Extranjera, nosotros la rechazamos resueltamente. Queríamos ser soldados dignos, pero en modo alguno mercenarios. No nos oponíamos a la lucha antihitleriana, sino todo lo contrario, pero sí a los métodos empleados por la oficialidad francesa. Desde el primer día pedimos ser incorporados al ejército francés, con los mismos deberes, pero también con los mismos derechos que los nativos. Las autoridades creían que cederíamos ante la amenaza de ser devueltos a España, pero perdían el tiempo; no conocían todavía, o conocían mal, adónde podía llegar nuestra resolución. Y lo comprobarían el día que abrieron los enganches para la Legión: de los miles que allí estábamos solamente se enrolaron medio centenar de voluntarios. Al ver que no conseguían nada con lo de la Legión, crearon otras unidades: los Batallones de Marcha, compuestos solamente de españoles, y las Compañías de Trabajo, organizadas a imagen de destacamentos regulares incorporados en los regimientos de ingenieros. El tipo de «enrolamiento» era ya distinto, y las promesas fueron tales que, a fines de setiembre 1939, la mayoría habíamos firmado nuestro enganche en compañías de trabajo. Tampoco habíamos aceptado, en la mayoría de los casos, los batallones de marcha, que nos parecían una «copia» de la Legión. Sólo los que estaban en los campos de castigo, como los de Colliure, al ser puestos entre la espada y la pared se vieron obligados a optar por estas unidades. El enganche se firmaba para la duración de la guerra y el estatuto era similar al de los soldados franceses. Este estatuto duró tan sólo el tiempo que tardaron en llevarnos a la famosa Línea Maginot, donde el mando nunca tuvo en cuenta lo prometido.

Redada de los oficiales y comisarios de Septfonds, y destino a la 32 Compañía de TE

La mayoría del personal de las barracas 34 a la 39, quinientos o seiscientos oficiales y comisarios, fueron puestos en «disponibilidad», es decir: a punto de salir para el frente. El día 1 de noviembre de 1939 fuimos «embarcados» como cerdos en vagones de mercancías y paseados por diferentes sectores de Francia, para dar con nuestros huesos en la estación de Sarre-Union, en el departamento de la Mosela. Las autoridades militares lo habían previsto todo, incluso nuestra llegada a las dos de la madrugada, para que, con la oscuridad de la noche, no pudiéramos protestar contra eventuales disposiciones tomadas por ellos. Y así fue como, sin darnos cuenta, subimos en los camiones que nos esperaban y que tomaron direcciones diferentes con sus cargamentos de hombres, separando familiares que habían salido juntos del campo y llevándolos a unidades y sectores distintos. (Padres e hijos, como mi amigo el maestro Serrano, que fue separado de su hijo; hermanos, como los Pozas, de Caspe, que fueron separados y no se volvieron a ver nunca más).

Nuestro grupo de cuatro camiones tomó una carretera de segundo orden y, al cabo de dos horas, nos encontramos delante de una casa de campo aislada. Nos hicieron bajar de los vehículos, ordenando que no se fumara ni se encendiera fuego alguno, ya que estábamos en la zona de guerra. Unos oficiales franceses, utilizando lámparas de bolsillo, nos indicaron el camino hasta un establo, donde nos acostamos sobre la paja que habían extendido por el suelo. Al día siguiente tuvimos la desagradable sorpresa de comprobar que allí sólo nos encontrábamos unos cien de los salidos de Septfonds. Delante de la puerta del establo, que daba a un inmenso patio, rodeado de un gran caserón con sus pajares y cuadras habían colocado varios rollos de alambradas que nos impedían salir al exterior. En el patio, un grupo de compatriotas vestidos con uniforme gris oscuro hablaban en voz alta esperando las órdenes de los oficiales para salir a construir trincheras. Un oficial intérprete vino a vernos Y nos explicó dónde estábamos. Habíamos sido incorporados a la 32 CTE, que formaba parte de una agrupación de seis compañías, agregada al 125, Regimiento de Ingenieros del ejército francés. Estábamos en la línea Maginot y en el sector militar número 396. El mando francés había logrado aislar y separar a los rebeldes de Septfonds, dispersándolos en seis compañías…

Los compatriotas que encontramos allí habían salido de Barcarés y Argelés en mayo. Fueron llevados primero al Mame y después, en el otoño, al frente.

Nuestra primera reacción fue la de obtener que nos sacaran las alambradas de la puerta y poder circular libremente por el acantonamiento. ¿Éramos o no soldados del ejército francés? En una carta que recibí de mis padres, me decían que habían recibido el sueldo que el gobierno francés pagaba a las familias que tenían un hijo en el frente, que era de diez francos por día. Aquello bastaba para probar que éramos combatientes del ejército francés. Cobrábamos igual que los franceses, pero los derechos no pasaron de ahí. Por una parte teníamos las vejaciones de la oficialidad hacia nosotros, y por otra, nuestro aislamiento de todo campamento o pueblo donde pudiéramos tener contacto con los soldados franceses. Esto sin hablar de la comida, que era pésima, por lo que nos veíamos obligados a desenterrar patatas y zanahorias de los campos vecinos. Así ocurrió en la misma línea Maginot, en la que tuvimos que hacer huelgas y plantes para obtener mejor trato, alimentos, y autorización para poder circular libremente por nuestro sector y para poder visitar los acantonamientos vecinos.

El invierno 1939-40 fue muy crudo en las tierras de Alsacia, bajando a veces el termómetro a 35º bajo cero. Todo se helaba, hasta nuestras botas, y los árboles se cuarteaban bajo el peso del hielo. Gracias a nuestras protestas nos cambiaron los mandos y, en vez de gendarmes, el mando puso oficiales y suboficiales del ejército en todas las secciones; pero todos ellos eran escogidos —desde el capitán al cocinero— entre lo peor de que disponía el mando francés. Una muestra más de la falta de humanidad nos la dieron enviándonos a romper y a limpiar el hielo de las calles de Oermingen, pueblecito donde se encontraba el EM de la división. Por allí no podían circular ni coches, ni carros, ni caballos, y nosotros, «los voluntarios para defender a Francia», éramos destinados a realizar tareas que ningún militar francés hubiera aceptado. Además del frío, teníamos tanta hambre que robábamos el pan seco que daban a los caballos, y a los soldados les quitábamos las latas de sardinas. (Cuando algún francés se olvidaba su macuto, sólo recuperaba el forro). El coronel del EM se enteró de que robábamos todo lo que nos caía a mano y vino un día a vernos para saber por qué cometíamos aquellas «fechorías», como la de robar la comida a los caballos, por ejemplo. Cuando supo que pasábamos hambre y en qué condiciones estábamos, se quedó estupefacto, proclamando que aquello era indigno de Francia y de su ejército. Y nos prometió, a «los valientes españoles», poner coto a tanta injusticia. Por vez primera encontrábamos un jefe con algo de humanidad. A partir de aquel día, todo cambió en nuestra compañía. Fuimos solicitados, incluso, para jugar al fútbol y pronto nuestro equipo fue el campeón entre todas las unidades de aquel sector. ¡Así se hacía la guerra! Salvo el trabajo de fortificaciones, y algún cañonazo de vez en cuando, nada daba fe de que estábamos en el «frente de guerra»; aquello era una vida de vacaciones o poco menos.

Los primeros combates y la ofensiva alemana

La situación en aquellos apacibles bosques iba a empeorar rápidamente. A medida que el buen tiempo se acercaba, los alemanes intensificaban su actividad guerrera. La artillería y la aviación entraban en acción frecuentemente, bombardeando nuestras posiciones. Sobre nuestras cabezas pasaban todos los días los, «Junkers» (los «Ramones», como los llamábamos en España) con el ronroneo característico que los españoles reconocíamos mucho antes de que nos sobrevolaran. Nuestra compañía fue enviada a realizar trabajos de fortificación delante de la línea Maginot, es decir, a unas docenas de metros de las avanzadillas alemanas. (Eso sucedió en Sarreguemines, y fue allí donde recibimos el «bautismo del fuego»).

Ya que la presión alemana se hacía cada día más intensa en el norte, fuimos trasladados a los alrededores de Forbach y, más tarde, a las cercanías de Longwy. Hicimos el camino a pie.

Por vez primera, después de seis meses, íbamos a convivir con la población civil —todo el sector de la Maginot estaba evacuado— y, naturalmente, con mujeres, lo cual daría lugar a gastarles bromas, piropeándolas en español. Sin embargo, en Sarre-Union quedamos sorprendidos de ver que la gente se escondía en cuanto nos veía llegar; hasta los comerciantes desconfiaban de nosotros, aceptando de mala gana el vendernos algo. La mala fama de que se había rodeado a los «rojos españoles» había llegado hasta allí. Nadie nos hablaba, las mujeres menos aún que los hombres, y nos miraban desde sus ventanas como si fuésemos animales raros. Ya que estábamos acostumbrados a toda clase de humillaciones, todo eso no nos extrañó demasiado y terminamos por tomar la cosa en broma, riéndonos del espectáculo.

En pocos días cambiamos varias veces de sector. Frente a Sarrelouis construimos un trecho de carretera entre dos puestos fortificados de la línea Maginot. Más tarde fuimos empleados en el sector de Thionville, donde cumplimos varias tareas: carga y descarga en la estación del ferrocarril, excavación de una zanja antitanques, construcción de una presa en el río Mosela para inundar los terrenos, trabajo de minar puentes junto a los especialistas franceses del cuerpo de ingenieros, etc., etc. Todo había cambiado, nuestra seriedad en el trabajo, nuestra disciplina, nuestra voluntad de luchar junto a ellos, habían demostrado a los franceses que éramos dignos de respeto y de simpatía. Y esto no sólo con los soldados —con los cuales nos entendimos siempre muy bien—, sino con los oficiales. El trabajo se hacía sin problemas de ninguna clase. Habíamos logrado que nos concedieran permisos militares para visitar nuestras familias, sólo a los que la teníamos en Francia, naturalmente. Yo obtuve uno, y cuando me disponía a salir para Thouars, a primeros de mayo de 1940, un sujeto llamado Adolfo Hitler se encargó de cambiar el rumbo de mi viaje y de mi vida. Todos los permisos fueron suprimidos ante la situación militar crítica que existía en las fronteras de Holanda y Bélgica, y, en vez de salir hacia el sur con mi permiso, fuimos «embarcados» hacia el norte, en dirección a Bélgica.

Pronto nos dimos cuenta de la desorganización y de los fallos del ejército francés. Antes ya nos había chocado ver material inmovilizado, sobre todo la artillería: se veían muchos cañones esparcidos por los bosques de Alsacia, pero carecían de servidores. Regimientos enteros iban y venían, de una punta a otra de la línea de fuego, sin rumbo fijo. Aquello «olía» a desorganización a la legua. La falta de combatividad, la incapacidad de los mandos que daban mal las órdenes, evidenciaba que los jefes militares y los políticos franceses estaban desbordados por los acontecimientos. ¿Traición? ¿Incapacidad? Seguramente había de todo un poco. Una prueba más del desorden la tuvimos con nuestra compañía. Durante unos días deambulamos por la frontera belga y luxemburguesa sin tener un acuartelamiento fijo. Los nazis habían roto el frente en Holanda e invadido este país; y en el norte de Bélgica los aliados cedían con una rapidez increíble. Fuimos replegados hacia el departamento del Aisne y las Ardenas, con el fin de construir zanjas antitanques. Teníamos que trabajar por la noche, ya que la aviación alemana era dueña del cielo durante el día y no dejaba pueblo ni caserío sin bombardear o ametrallar. Pero de poco podían servir nuestros esfuerzos ante las unidades que avanzaban dotadas de un material jamás imaginado. El ejército francés empezó a tener sus primeras grandes batallas, y sus primeras grandes derrotas. La inferioridad de los aliados saltaba a la vista en cada paso.

En nuestro sector se desarrollaron durísimos combates entre las fuerzas coloniales francesas y los tanques alemanes. Una mañana nos encontramos detrás de las líneas avanzadas alemanas; las tropas hitlerianas habían atravesado el río Masa por nuestro flanco izquierdo y se encontraban a 30 o 40 kilómetros al sur de nuestro sector. Nuestro capitán —un conde francés— supo organizar con gran habilidad una maniobra de repliegue que nos permitió volver a tomar contacto con las tropas francesas, pero el desorden era ya general. Muchos militares habían perdido sus unidades y andaban a la búsqueda de sus compañías. Aquello ya era lo que los franceses llamaron más tarde la debâcle. Aquella situación nos recordaba la nuestra de hacía año y medio, pero sin aquel increíble desorden.

Retirada hacia el este (Alsacia)

Andábamos unos 50 o 60 kilómetros por día, retirándonos hacia el este y sin parar de construir zanjas, que no servían para nada. Y, lo increíble era que cuando llegábamos por la noche a tal o cual ciudad, o pueblo, en un repliegue previsto por el mando, los alemanes estaban ya en las cercanías.

Fue entonces cuando solicitamos al mando que se nos dieran armas «recuperadas», para poder combatir y defendernos en caso de ser copados por los alemanes. Ante nuestra gran sorpresa, nos las negaron una vez más. Por lo visto no tenían confianza en nosotros (lo que no querían, quizás, era vernos hacer frente al enemigo mientras sus hombres huían). Preferían que los nazis invadieran su país antes que dejarnos participar en la lucha armada. Sin embargo, recuperamos bastante armamento —cosa que no era nada difícil, desde luego— y nuestro capitán nos autorizó a llevárnoslo, pero cuando llegábamos a un batallón o unidad de segunda línea teníamos que esconder nuestras armas. ¡Aquello era el colmo! ¡Una de tantas cosas raras de la drôle de guerre! (Un ejemplo vivido entre nosotros: entre el material recuperado teníamos tres fusiles ametralladores, y en la cola de la compañía íbamos seis o siete de los más jóvenes, protegiendo —cuando era necesario— la retirada de nuestra unidad. Al. llegar junto a Verdún, fuimos interceptados por una compañía francesa de tropas «coloniales», que nos amenazaron si no les entregábamos nuestros fusiles ametralladores, nosotros pusimos los fusiles en posición y les dijimos que vinieran a buscarlos. Así estuvimos, frente a frente, cerca de media hora, hasta que intervino nuestro capitán. Guardamos las armas, pero tuvimos que camuflarlas en uno de nuestros carros durante algunas horas. Tales fueron los hechos que seguramente ningún historiador contará).

Nuestro «avance», como el de los cangrejos, se proseguía ahora hacia el sureste. Verdún, Bar-le-Duc, Neufchateau, Toul, Vittel y muchísimas otras ciudades serían abandonadas tras haber sostenido en ellas combates y sufrido bombardeos intensos. Era frecuente ver a hombres de nuestra compañía haciendo de camilleros para evacuar heridos: como en Bar-le-Duc, donde llegamos cuando la aviación alemana estaba descargando sus bombas y ametrallando las columnas de fugitivos civiles y militares. Combatimos los incendios, evacuamos heridos y enterramos cientos de muertos, y todo ello bajo el fuego de repetidas oleadas de bombarderos alemanes. Allí quedaron para siempre tres de los nuestros (tres de los controlados, pues ignoramos si alguno de los «perdidos en ruta» no murió también en Bar-le-Duc). Presenciamos algo paradójico: una unidad de tiradores senegaleses —los mismos que nos habían vigilado en los campos de concentración— fue totalmente diezmada. Nosotros, sus excautivos, tuvimos que enterrarlos o cargarlos en los camiones cuando los encontrábamos heridos. El amigo lector se preguntara por qué los españoles no teníamos tantas bajas como los franceses. Es muy sencillo: la experiencia de la guerra civil. Sí, una vez más, la experiencia trágica de nuestra guerra. A nosotros, los ametralladores y bombarderos de los aviones alemanes nos hicieron pocas bajas porque sabíamos guarecernos y camuflarnos, mientras que los franceses corrían a campo descubierto como locos, sirviendo de blanco a los tiradores enemigos.

Cuando llegamos cerca de Épinal nos dimos cuenta de que el «momento final» se aproximaba. ¿Qué hacer? Yo quería abandonar la compañía e intentar pasar a Suiza, pero mis amigos me hablaron del peligro de aventurarse solo por carreteras y caminos, sin dominar el idioma. Máxime sabiendo que hubo españoles que fueron acribillados por los franceses, al creer que eran paracaidistas alemanes, por culpa de no saber hablar bien el francés.

Nuestra compañía estaba destrozada de cansancio, sobre todo los heridos y enfermos, agotados por las marchas forzadas. En verdad éramos muy pocos los que teníamos ánimos para continuar. El capitán había hecho todo lo posible para evitar que cayésemos en manos de los alemanes y su conducta hacia nosotros fue admirable. Puso tal interés en «replegarnos hacia el sur» —como él decía— que, cuando le dijimos que no podíamos ir más lejos, se le saltaron las lágrimas. Él estaba convencido de que si los nazis nos cogían nos liquidarían a todos por ser republicanos españoles. Y no andaba nada errado, por cierto.

Pero la resistencia humana tiene un límite. Habíamos andado durante más de un mes y recorrido un millar de kilómetros. Era imposible continuar la retirada, y además inútil, pues los alemanes habían invadido Francia como una irresistible marea.

Así llegamos al 20 de junio de 1940. En los alrededores de Rambervillers, en el departamento de los Vosgos, nos acantonamos en una finca, junto a un bosque, esperando cuál sería nuestro destino. Estábamos ya convencidos de que no era posible escapar a los hitlerianos. Por vez primera, después de dos meses terribles, teníamos la posibilidad de poder descansar y dormir. Sin embargo, aquella noche ni uno solo de nosotros pudo cerrar los ojos.

Al igual que en los últimos días de Cataluña, ya me había hecho a la idea de que todo estaba perdido. Tenía miedo de caer en manos de los alemanes, pero aquella noche casi me parecía un alivio la idea de ser hecho prisionero, y poner punto final a nuestro sufrimiento. Una vez más el silencio de la noche me impresionó mucho. Había silencio entre nosotros, aplastados por la terrible realidad de sentirse impotentes; silencio en todo el sector, como si la vida se hubiera parado. Ni canciones, ni bromas, ni tampoco las risas de otros días, las que nunca se apagaban. Y fuera, silencio también, como si la naturaleza estuviera atemorizada ante la inminente llegada de los invasores.

Una noche que pasé recordando a mi familia y nuestras tremendas «aventuras». Pocas esperanzas me quedaban esta vez. Sin embargo, pensando en el refrán: «mientras hay vida hay esperanza», no acababa de darme por vencido.

Al despuntar el día, aquel 21 de junio de 1940, muy pocos éramos los que teníamos ánimo para levantarse, y menos aún para comer. Con todo, nos juntamos una docena entre los más jóvenes —quizá también los más insensatos— para preparar una calderada de patatas sobre una gran fogata que habíamos encendido en la entrada del corral de la finca. Un amigo andaluz, Gandía, de Jaén, y yo, estábamos pelando patatas cuando de improviso, envueltos en una gran nube de polvo, se presentaron dos soldados alemanes montados en su «sidecar». Nos hicieron levantar los brazos, nos pusieron cara a la pared y luego desaparecieron como habían venido. Allí estábamos los tres, petrificados, esperando ver qué iban a hacer con nosotros. Llegó un soldado alemán solo, con un fusil en la mano, y aullando como un perro me apoyó el cañón de su arma en la espalda. Creí llegada mi última hora. Pero, dándome un golpe en el brazo derecho, me hizo soltar el cuchillo que todavía llevaba, y que, preso de miedo, había conservado en la mano. Como si quisiera burlarse de nosotros, empezó a reír, nos hizo bajar los brazos y me devolvió el cuchillo, después de haberlo recogido él mismo del suelo. Era un «mocoso», quizás algo más joven que yo. Al ver como se mofaba de nosotros, me dieron ganas de lanzarme sobre él y, de un puñetazo, tumbarlo sobre el montón de estiércol del patio.

Es obvio señalar que nadie comió patatas.

Todo había terminado para nosotros. Y cuando digo para nosotros, debería decir para el ejército francés, puesto que Pétain, el mariscal colaboracionista, había capitulado y mendigado el armisticio a los alemanes. Pero esto nosotros aún no lo sabíamos.