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España 1936-1939

Sublevación militar, julio 1936

18 de julio de 1936: un día que podía haber sido como cualquier otro; y, sin embargo, no lo fue. Desde la mañana la radio difundía los boletines de información dando cuenta de un levantamiento militar contra el gobierno de la República. La víspera ya habían empezado a circular rumores sobre la sublevación militar que bastante gente preveía. El gobierno nada había hecho para ·evitarla, impedirla o hacerla abortar.

Mi hermana de 14 años y yo, que acababa de cumplir 16, vivíamos en el pueblo de Ayerbe, provincia de Huesca, alejados de nuestros padres por la necesidad de tener que trabajar para sustentarnos, puesto que su situación era muy modesta. Yo me había visto obligado a interrumpir mis estudios y a colocarme como dependiente en un comercio, en espera de poder ingresar a los 18 años en una escuela de ferrocarriles. Mis padres vivían en el pueblo de Riglos, a unos 15 o 16 kilómetros, donde mi padre ejercía como ·maestro nacional. Dos hermanos: uno de once y el otro de ocho, componían el resto de la familia.

Al conocer las noticias difundidas por la radio me dirigí al Centro Republicano, lugar de reunión de los republicanos de la ciudad. Los dirigentes locales de las organizaciones de izquierdas se encontraban allí sin saber las decisiones a tomar. Como yo era muy joven, no tenía carnet de ningún partido, pero mis simpatías —aun entendiendo muy poco de política— iban hacia los jóvenes libertarios. Tras largas discusiones se decidió ir a Huesca, capital de la provincia, para pedir instrucciones y armas. El gobernador confirmó su lealtad a la República, rogándonos que regresáramos a nuestros pueblos y lugares. Nuestros dirigentes confiaron en su lealtad, máxime cuando junto a él estaba el teniente de la Guardia de Asalto, que era republicano; ese teniente desapareció poco tiempo después. En Ayerbe se prosiguieron las discusiones sobre la táctica que debíamos seguir. Finalmente, una delegación fue enviada a entrevistarse con el oficial de la Guardia Civil y el Jefe de los Carabineros. Uno y otro se negaron a entregar las armas de sus hombres a los republicanos. Así pues, armados con algunas escopetas decidimos montar guardia en la carretera de la entrada a la villa. Se esperaban las tropas de Jaca por el norte, pero fueron las de Huesca, por el sur, las que se presentaron al atardecer. Alrededor de las 9 de la tarde estalló un nutrido tiroteo, pero cesó pronto toda resistencia (si puede llamarse «resistencia» a sólo cuatro disparos hechos por los republicanos). Los hombres de las organizaciones de izquierdas se dispersaron rápidamente, unos hacia el monte, mientras otros regresaron a sus casas. Como otros muchos, yo me reintegré a la mía.

Al día siguiente, alrededor de las ocho de la mañana, se presentó mi padre en casa, estaba preocupado porque nos encontrábamos solos, lejos de ellos. Había recorrido unos 20 kilómetros a campo traviesa, desviándose de la carretera para evitar un tropiezo con alguna columna de militares. Sabiendo que mi padre tenía ideas socialistas y era conocido en la región, temía que fuese detenido de un momento a otro. ¿Cómo había logrado entrar en la ciudad sin ser reconocido y detenido? Todavía me lo pregunto hoy. Preparamos nuestros hatos sin perder un instante y, pocas horas después, salimos por la puerta de un corral que daba al campo y nos dirigimos por senderos y montes hacia el pueblo donde nos esperaba mi madre.

Los insurgentes no habían llegado todavía a Riglos, por lo que nuestra marcha se desarrolló sin novedad. En el pueblo, los amigos de mi padre esperaban su llegada para saber las últimas noticias y decidir lo que debían hacer. Como la víspera en Ayerbe, algunos republicanos, armados de escopetas, creían poder impedir el paso de los sublevados…

Por la tarde, una columna de camiones cargados de militares, procedentes seguramente de Pamplona, se detuvieron en el llano de Murillo, al otro lado del río Gállego. Puesto que el río nos separaba de ellos y no pudieron atravesarlo, abrieron fuego con sus fusiles durante varios minutos. Luego, subiéndose de nuevo a los camiones, se alejaron en dirección a Huesca.

Durante dos o tres días el pueblo no fue hostigado por nadie. Allí estábamos horas enteras pegados al aparato de radio, esperando las noticias. Eran noticias contradictorias y diferentes, según la emisora que las difundía. Madrid y Barcelona seguían en manos de la República, tras duros combates en algunos cuarteles y en las calles. Sus emisoras daban los partes de guerra del gobierno republicano. Zaragoza, que había caído en manos de los sublevados, relataba los hechos y daba órdenes del movimiento «nacionalista». Nosotros creíamos que la situación volvería a ser normal muy pronto, con la llegada de las fuerzas del gobierno. Sin embargo, la situación en nuestra región no cambió y los nacionalistas se implantaron sólidamente en ella. Mi padre y sus amigos, viendo el cariz que tomaban las cosas, dejaron las escopetas en un rincón. La gente prosiguió sus labores de trilla, y todo siguió con el mismo orden.

Eran las últimas horas que pasábamos unidos en familia. Nunca más volveríamos a reunirnos los seis…

Alrededor del 25 de julio, mi padre se marchó a la montaña y nos quedamos sin noticias de él. Entonces comenzaron los momentos difíciles para nosotros, faltos de medios para subsistir. Menos mal que los vecinos del pueblo, en su casi totalidad, nos mostraron su simpatía y solidaridad ayudándonos en lo que podían. ¡Cuántas veces la gente de aquel pueblo nos demostró su estima y amistad!

Intento de cruzar la sierra

La vida en los pueblos del Alto Aragón

Al ver que la guerra se prolongaba, sin saber cuándo se normalizarían las cosas, decidimos con mi madre marcharnos por la montaña hacia Poleñino, que era el pueblo donde vivían mis abuelos y la familia de mi madre. Intento insensato, pues ese pueblo se encontraba a 80 o 90 kilómetros de Riglos y, además, para poder alcanzarlo era necesario atravesar las líneas de fuego nacionalistas y republicanas, lo cual nosotros ignorábamos. Después de dos días de marcha por la sierra de Guara, bajo un sol abrasador que convertía en ascuas los peñascos, hambrientos, cansados, enfermos y desanimados, tuvimos que volver hacia nuestro punto de partida.

Algunos días más tarde, mi madre fue detenida y conducida al fuerte de Rapitán, en Jaca.

Al quedarnos solos, los cuatro hermanos pedimos ayuda a nuestra familia de Loarre, pueblo distante unos 15 kilómetros, y fuimos allí para refugiarnos. Al marcharnos del pueblo, nuestra gran amiga Joaquina —que se había encargado de nosotros, haciéndonos de madre— me dijo emocionada:

—Si un día necesitáis mi ayuda, aquí estoy a vuestra disposición.

Mientras las cosas transcurrían así, la guerra continuaba. Las fuerzas republicanas avanzaban hacia Huesca, que estaba casi cercada. Una única carretera la unía a Ayerbe, por la cual los nacionalistas suministraban a la ciudad y transitaban sus tropas y el material. Al igual que la guerra, los problemas familiares fueron agravándose día a día, ya que éramos cuatro bocas más y las dificultades de nuestra familia eran grandes. Yo comprendí que no era posible continuar más tiempo en aquella situación y un día le dije a mi abuelo:

—Abuelo, me marcho a Riglos, a trabajar en el campo.

—Pobre… —contestó mi abuelo.

Y, me fui a Riglos, en busca de Joaquina.

—Un día me dijiste que viniera a verte si me encontraba apurado; aquí me tienes. Quiero trabajar en el campo y ganar algún dinero.

Yo anhelaba ganarme la vida y no ser una carga para nadie, pero los vecinos de Riglos no querían que yo trabajase en las labores del campo. ¿El hijo del maestro trabajar en el campo? —decían—. ¡Ni hablar! Fueron momentos de extraordinaria emoción al comprobar tantas pruebas de simpatía, pero mi decisión era irrevocable: quería ganar mi pan trabajando. Y fue así como conseguí que me tomaran como «corderero», es decir: pastor cuya misión consistía en guardar un rebaño de corderitos pequeños.

Por fin podía ganar algo de dinero y comer. Salía todos los días al monte hacia las cinco de la mañana, para conducir a mi rebaño al pasto. Por las noches regresaba al pueblo y Joaquina me contaba las noticias de la guerra, que desgraciadamente se había extendido a toda España. Los rumores y bulos eran increíbles, dando victorias de unos u otros, cuando no prediciendo el final próximo de la contienda. De mi madre recibía noticias por mediación de mi prima de Jaca, que la visitaba a menudo. A mis hermanos iba a verles una vez por semana, de noche, cuando había encerrado el rebaño.

A menudo juntábamos los rebaños con el pastor Botaya y los conducíamos a la montaña. En aquellos tiempos la sierra de Guara servía de refugio, y paso a la otra zona, a muchos republicanos. Más de una vez fuimos sorprendidos por grupos que nos pedían que les enseñáramos los caminos y senderos. Mi amigo, el pastor Botaya, era sumamente bueno conmigo, esforzándose para que mi vida fuera soportable, y me enseñaba el arte de guardar y cuidar un rebaño de ovejas.

La sierra de Guara, con su cadena de montañas, era la frontera que separaba los dos bandos. El pico de Gratal era el punto culminante, donde los republicanos encendían hogueras enormes, sin duda para manifestar su presencia allí. Aquellos fuegos, debo reconocerlo, eran una obsesión para mí, al mismo tiempo que un punto de interrogación. No comprendía por qué los republicanos no avanzaban hacia el norte, ya que Huesca se encontraba casi sitiada por ellos. Su inactividad permitió a los nacionalistas concentrar tropas y reforzar sus líneas en todo aquel sector. Sin embargo, bajando de la sierra era fácil —a mi parecer— apoderarse de Ayerbe y desbordar así el frente nacionalista por la espalda. (Algunos meses más tarde tuve ocasión de conocer los motivos de esta pasividad). Una de las noches en que fui a ver a mis hermanos, José María —que tenía 11 años—, me dijo: —Quiero ir contigo a guardar el ganado o los bueyes. No voy a la escuela y aquí soy una carga para la familia.

Cuando regresé a Riglos pedí a unos familiares lejanos que le aceptaran como «bueyero», para conducir al pasto los animales y guardarlos. Por humanidad, más que por necesidad, dieron su consentimiento, y se vino al pueblo conmigo. Con mis tíos de Loarre sólo quedó el hermano más pequeño, Jesús, puesto que mi hermana Paquita también había buscado trabajo como sirvienta en Jaca, lo cual le permitía estar más cerca de nuestra madre.

Un día de febrero de 1937, nuestra amiga Joaquina vino a verme, aconsejándome que me alistara en Acción Ciudadana. Ello me facilitaría —según ella— una situación más legal con relación a las nuevas autoridades, y me evitaría posibles disgustos. (No hay que olvidar que yo iba a cumplir los 17 años y allí no tenía ni cédula personal; además, ya había sido detenido una vez en Ayerbe, por los soldados del Tercio, falto de documentación). El padre de Joaquina, que era el jefe de Acción Ciudadana en el pueblo, aceptó enrolarme, pese a que temía que un día pudiera ser tiroteado por alguna patrulla republicana de las que circulaban, más o menos controladas, por la sierra. La verdad es que para mí aquello era un drama, y reflexioné mucho en lo que me había dicho el padre de Joaquina. Yo no sabía dónde estaba mi padre, pero presumía que se encontraba en zona republicana. ¿Y si un día, montando guardia, éramos atacados por un grupo republicano en el cual estaba mi padre…? Para mí era un golpe rudo, pero no había otro camino: era necesario continuar en el monte, como un «fuera de la ley», hasta ver en qué quedaba todo aquello. Pero, desgraciadamente, lo único que se vislumbraba, o mejor dicho, se incrementaba, era la guerra, con todos sus horrores y todas sus tragedias.

Unos días más tarde, en plena noche, fui sorprendido por un hombre armado. Iba de paisano y llevaba una gorra de cuero.

—¿Estás solo? —me preguntó.

—Sí señor —le contesté, temblando de miedo, pues no sabía lo que me esperaba.

—Yo soy un miliciano republicano que voy de patrulla por la sierra —agregó.

Llamó a cuatro compañeros que se habían escondido detrás de unos matorrales. Todos iban vestidos Con ropa de paisano, lo cual me extrañó mucho, ya que yo creía que los militares de un bando y de otro llevaban el uniforme de ejército español. Querían saber el número de fuerzas y material de que disponían los guardias de los puentes, de las centrales eléctricas, etc. Les dije lo que sabía y se perdieron en la noche de la sierra. Antes, venciendo mi miedo, les había preguntado si por casualidad conocían a mi padre, y me alegré enormemente cuando me contestaron que estaba bien de salud.

Joaquina me envió, unos días después, una carta de mi madre. Me pedía que fuese a verla al fuerte de Rapitán tan pronto pudiera. Mi madre se había enterado de la voladura del puente de Riglos y temía por nosotros. Con un miedo indescriptible —pues debo decir que en aquella época, a la menor contrariedad el miedo me atenazaba hasta dejarme paralizado— y la tristeza de pensar que iba a ver a mi madre detenida, tomé el tren y fui a Jaca. Un par de horas después llegaba a dicha ciudad, donde me esperaban mi hermana y mis primas. Solicité una autorización de la Comandancia militar para visitar a mi madre, y, tras muchas dificultades, pude obtenerla valiéndome de un oficial amigo de mi padre, que había sido su compañero de estudios. Al día siguiente, a las tres de la tarde, subí la larga cuesta que va de Jaca al fuerte de Rapitán. A medida que avanzaba, el corazón me latía con fuerza y las lágrimas se me venían a los ojos, pese a que me había jurado no llorar, para no dar una impresión de desánimo y tristeza a mi madre. Entré en el fuerte y un soldado me condujo a una oficina en la cual había un teniente de artillería. Calcúlese mi sorpresa cuando vi que el oficial no era otro que el teniente Latas, viejo amigo de mi padre, y de la familia, desde hacía muchos años. El teniente estaba emocionado. Más tarde, recordando este hecho, he pensado en el caso de conciencia que debió de ser para él aquella entrevista: por un lado la amistad, y por el otro su deber militar. No me habló de nada ni me preguntó por nadie; me trató como si fuésemos desconocidos. Solamente me dijo:

—Abre esa puerta y entra en la sala. Te pido que tengas cuidado con lo que vas a hablar con tu madre, habrá otros oficiales presentes. No olvides que tu madre es una prisionera.

Me acompañó al lugar designado e hizo venir a mi madre. Al verla no pude impedir que las lágrimas saltaran de mis ojos. Sin embargo, mi madre estaba serena y tranquila; por lo menos, aparentemente. Había adelgazado y la encontré muy pálida, pero, mantenía su aspecto digno, que en cualquier trance difícil sabía mantener. Fue su actitud la que hizo que yo me calmara e intentase comportarme como un hombre.

Me preguntó por todos, interesándose en los detalles de nuestra vida, que la tenía muy preocupada. De pronto, mirándome fijamente en los ojos, me dijo:

—Hijo mío, vete con tu padre. El teniente Latas vino entonces hacia mi madre y, levantando los brazos al cielo, exclamó: —Por Dios, doña Baltasara, ¿se da usted cuenta del compromiso en que nos pone? Dirigiéndose a él, y a los demás oficiales allí presentes, mi madre contestó:

—Señores, yo sólo deseo salvar a mis hijos. Ustedes seguramente tienen hijos, ¿no harían lo mismo con ellos?

Los oficiales se quedaron sin habla. Es posible que en el fondo le diesen la razón. Ordenaron a mi madre que siguiera al guardia. Antes de salir de la sala se volvió hacia mí y con fuerza me dijo:

—No lo olvides: ¡con tu padre! Y, sobre todo, rogar a san Antonio para que la suerte nos acompañe; él es nuestro protector. ¡Adiós!

Salí del fuerte de Rapitán como un autómata, sin darme cuenta de lo que hacía. ¿Debía seguir los consejos de mi madre? ¿Y ella? ¿Y mis hermanos? No sé cuánto tiempo deambulé por las calles de Jaca. Llegué a casa de mí prima y conté a mi hermana lo sucedido; luego nos fuimos con ella a la cárcel, a visitar a nuestra tía.

Sin pensarlo mucho —como se hace cuando se tiene diez y siete años— tomé la resolución de marcharme inmediatamente a Riglos. Me dirigí a la estación, y como no quería ser detenido por ninguna patrulla militar, lo hice atravesando huertos y jardines. Una vez en la estación fui a ver a un conocido que era mozo de tren y que hacía el recorrido de Canfranc a Zaragoza. Lo llamaban el «Choni» y pertenecía al Partido Socialista. Le pedí ayuda para trasladarme a Riglos lo antes posible y me prometió que aquella misma noche podría salir, en un tren de mercancías que llevaba como jefe de tren a un amigo suyo. Hacia las once de la noche me presentó a su amigo, el cual me hizo montar en el furgón. (Dato curioso: aquel convoy transportaba tropas y municiones para el frente de Huesca). El ferroviario me indicó que, para evitar líos, antes de llegar a la parada de Riglos, yo debía saltar del convoy en marcha. Hice el viaje acurrucado en un rincón del vagón, esperando a que me avisara cuándo tenía que saltar. Al llegar a Carcavilla, el amigo de una noche me llamó, me dio una palmada en la espalda y me dijo que ya podía saltar, pues estábamos llegando al lugar escogido: la entrada del túnel. Allí hay una cuesta muy fuerte y no era difícil apearse, ya que el tren iba muy despacio.

A las dos de la madrugada entraba en casa de la tía Pascuala, donde nadie me esperaba a aquellas horas. Así se terminaba mi viaje a Jaca, sin célula personal, sin salvoconducto, ni documento alguno de identidad. Mi hermano tuvo una gran alegría al verme y saber que nuestra madre estaba bien.

El monte, las ovejas, la soledad…, me parecía la felicidad completa, casi. Ciertamente, si no hubiera sido por la guerra, aquel lugar era un auténtico cuadro idílico. Pero la maldita guerra existía y, como una avalancha, lo arrollaba y lo arrastraba todo, cambiando situaciones, creando dramas, y haciendo, de la noche a la mañana, de personas tranquilas verdaderos aventureros. ¡La aventura! Lo que yo tanto soñaba —como todo joven de esa edad, seguramente— había empezado para mí, pero yo estaba muy lejos de pensar hasta dónde me conduciría.

Evasión hacia la zona republicana

Pasé varios días en el monte, reflexionando sobre mi situación, y al fin tomé la decisión de pasarme a la zona republicana, atravesando la Sierra de Guara. Lo haría solo o acompañado, pero mi decisión estaba tomada: me marcharía lo antes posible.

Quizá se piense que yo actuaba como si se tratara de un paseo; como si el pasar de una zona a la otra, entre los dos ejércitos que se enfrentaban, no fuera peligroso. Creo que es necesaria una explicación. Los nacionalistas no controlaban las alturas de la sierra de Guara: sus fuerzas se encontraban en el Castillo de Loarre y en la vertiente opuesta, en Rasal. Varios kilómetros separaban esos puestos de guardia, que durante la noche estaban libres y permitían poder atravesar aquella porción de montaña a toda persona decidida. Un sólo peligro: caer en manos de una patrulla nacionalista y ser fusilado, o correr el riesgo de ser acribillado a balazos por los republicanos al acercarse a sus líneas. Las fuerzas nacionalistas, además, eran insuficientes para vigilar todos los pueblos de la sierra; fue así como se dio el caso de Ambrosio «El Manco», que ayudaba a pasar gente a la zona republicana, se escondía de día en la sierra y algunas noches iba a su casa tranquilamente, a pesar de que todo el mundo creía que se encontraba «en el otro lado». Eso puede dar una idea, también, de la pésima organización de las milicias republicanas, que fueron incapaces de aprovechar una situación tan favorable.

Tuve la suerte de ponerme en seguida en contacto con varios amigos, antiguos discípulos de mi padre, que me habían manifestado su intención de pasarse al campo republicano. Eran cinco, de los cuales yo era el más joven.

Aún estuve unos días por la montaña guardando mi rebaño, y sin decir una palabra a mi hermano sobre mi decisión. Dos días antes de marcharme, Joaquina —que estoy seguro adivinó lo que yo tramaba— me llamó para aconsejarme y ponerme en guardia, ya que no podía ser eternamente un «incontrolado». Como ya dije, yo no tenía documento alguno. En el pueblo esto no era grave, ya que todo el mundo me conocía, pero, si deseaba trasladarme a cualquier lugar, entonces podía ser detenido, al encontrarme en situación irregular. Discutimos durante un rato y al final me dijo:

—Ya ves la situación, a ti te toca decidir ahora.

No añadió nada más y, sin embargo, me pareció comprender que me aconsejaba igual que mi madre. (Pobre Joaquina. Fue una amiga, una hermana. Sabía que no volvería a verla antes de marcharme, pero no pensé que me despedía de ella para siempre, ya que murió pocos años más tarde). Le di un fuerte abrazo y salí de su casa embargado por la emoción, sin decir una palabra.

Llegó la fecha escogida para la evasión; era un domingo. Teníamos cita a las nueve de la noche en el único café del pueblo. Debo reconocer que éramos bastante inconscientes: nos queríamos ir secretamente y nos citábamos en un lugar público. Compramos cigarrillos en cantidad y bebimos hasta gastar todo el dinero que les quedaba a José e Isidoro. Antes de marchar fui a decir adiós a mi hermano y le entregué veinticinco pesetas que tenía ahorradas. Nada le dije, pero comprendió que algo grave estaba a punto de ocurrir.

A las nueve y media, después de haber pedido la última copa de coñac para darnos ánimo, salimos del café, uno tras otro, para reunimos en la fuente, a la salida del pueblo. Isidoro, Vicente, José, Mariano, Joaquín y yo. Los seis estábamos dispuestos a empezar «la gran aventura». Sentimental, influido sin duda por mis lecturas de aventuras y de historia, tuve un gesto infantil: me agaché y besé la tierra del camino. Para mí, aquel gesto representaba el amor a los míos y a la tierra donde me había criado.

En seguida nos pusimos en marcha en silencio. La noche era tan oscura que no se distinguía nada a tres pasos. Yo había hecho mis cálculos, teniendo en cuenta la tentativa que habíamos hecho meses antes. Antes de las siete de la mañana teníamos que haber rebasado los picos de la sierra, frente al castillo de Loarre, que era la zona más peligrosa para pasar entre las líneas. De no conseguir este objetivo era necesario esperar todo el día en la sierra. Al llegar a la cima de Santo Román, nuestra senda pasaba junto a una caseta que servía de refugio a los pastores. Quedamos sorprendidos al oír salir de ella algunas voces. De pronto creímos que se trataba de una patrulla militar. Isidoro se adelantó y nos dijo:

—Esperad un momento, voy a ver qué pasa ahí dentro.

¡Ya podía hacerse el valiente aquel bribón! Él sabía muy bien lo que había en la caseta. Unos segundos después salía con dos mujeres y un niño. Encendimos una cerilla y, con la sorpresa que se puede imaginar, reconocimos a la novia de Isidoro, acompañada de su madre y el hermano. Aunque al principio nos juró no saber nada de aquella evasión. Isidoro terminó confesando que era él quien les había dicho que nos esperaran en la caseta. La discusión duró varios minutos, pues se planteaba una situación nueva, pero de ninguna manera pensábamos dar media vuelta. Abandonar a las mujeres y al chico tampoco nos parecía justo. Al final, decidimos llevárnoslos con nosotros hasta el sector peligroso. Una vez allí, las dejaríamos escondidas en un bosque y, si conseguíamos llegar a las líneas republicanas, pediríamos que una patrulla fuera en su búsqueda. Hacia las cuatro de la madrugada divisamos las hogueras republicanas, todavía algo lejanas, que nos servían de guía. Andábamos algo retrasados de tiempo, por lo que hubo que acelerar la marcha. Sobre las seis de la mañana nos encontrábamos frente al castillo de Loarre, en lo alto de la sierra. Nos quedaba todavía el tramo más difícil por recorrer. Dejamos las mujeres y el chico en un pinar, y nosotros, agachándonos, salimos corriendo en dirección a los fuegos que habíamos visto por la noche. En vez de subir a la cúspide de la montaña, donde veíamos moverse unos hombres, nos dirigimos, ladeando la montaña, hada el pico de Gratal. No estábamos seguros de encontramos ya en zona republicana; de ahí nuestro deseo de infiltramos lo más lejos posible. Unos kilómetros más allá vimos acercarse cinco hombres, que nos detuvieron. ¿Se trataba de republicanos o de nacionalistas? No los podíamos distinguir. Al ver que no llevábamos armas nos preguntaron:

—¿Sois evadidos? Nosotros somos republicanos.

En seguida me di cuenta de que llevaban una gorra de cuero, como la que había visto sobre la cabeza del miliciano encontrado en la sierra poco tiempo antes. Vestían de civil y llevaban un pañuelo rojo y negro —que eran los colores anarquistas— atado al cuello y dos de cuyas puntas caían sobre las espaldas. No cabía duda; estábamos en la zona republicana. Por una parte me parecía que era el final de una pesadilla, y por otra me atenazaba la angustia de pensar que había dejado atrás a mi madre y a mis hermanos. Era como si hubiera corrido un espeso telón entre ellos y yo.

Combatiente a los diez y siete años

Los milicianos se hicieron cargo de nosotros, llevándonos a una tienda de campaña que servía de puesto de mando. En el interior había una docena de milicianos que, por lo visto, componían la guarnición de aquella zona. El responsable era un catalán. Un poco más adelante había una trinchera con un parapeto de sacos de tierra, en la cual hacían guardia tres hombres con un fusil ametrallador. Celebraron nuestra llegada brindando con unos vasos de vino. Puestos al corriente del problema de las dos mujeres y el niño, enviaron una patrulla que los recuperó, evacuándolos seguidamente hacia la retaguardia. Así se terminó nuestra «expedición».

Por la tarde fuimos conducimos a Arguis, primer pueblo en poder de los republicanos, al pie de la sierra, en donde se encontraba el Estado Mayor de la Columna. Mi primera sorpresa fue ver allí un gran número de milicianos tomando el sol.

¿Era aquello el ejército republicano? La idea que yo me había hecho de él era completamente distinta. Lo imaginaba disciplinado, vestido con el uniforme militar, y en vez de ello me encontraba ante gente mal vestida, barbudos, con los pantalones replegados hasta la rodilla. Parecían salidos de una película de corsarios. No les faltaban ni las patillas largas, ni la camisa desbotonada, ni el pañuelo atado en la cabeza.

Me chocó tanto aquella visión, comparada con la disciplina escrita de los nacionalistas, que inmediatamente pregunté:

—¿Pero, qué hacen aquí estos hombres, a tantos kilómetros de la línea de fuego?

—Estamos descansando —me contestó alguien.

Para mí aquello era inconcebible. ¡Descanso cuando podían estar en el frente! Un frente, en aquellos tiempos, donde solamente había pequeños combates de tarde en tarde. La verdad es que mis concepciones eran muy diferentes a las de aquella realidad. Pregunté qué unidad era la que ocupaba el sector, y un amigo me dijo:

—Aquí no estás en la zona nacionalista; aquí sólo hay columnas. Esta es la Roja y Negra de la CNT-FAI, o columna Ascaso. Nosotros no tenemos oficiales, solamente responsables. Aquí no hay galones, somos todos iguales. Por algo nos llamamos comunistas libertarios.

Como yo era incapaz de asimilar todo aquello, me callé.

Pedí que me dejaran marchar para ir con mi padre y mi familia a Poleñino. Cuando expliqué quién era mi padre, varios milicianos se echaron a reír y uno de ellos me dijo:

—Tu padre es un granuja; estuvo una temporada de ayudante con «El Negus», y un buen día se largó a juntarse con esos puercos socialistas.

Después de habernos tomado declaración nos pusieron en manos de un responsable que debía acompañarnos a otro puesto de mando. Nuestra primera etapa era Sariñena, a donde nos trasladaron en un camión. Al pasar por Monte Aragón, el viejo castillo que domina Huesca, hicimos una breve parada y pude contemplar la capital casi cercada. Desde allí distinguía fácilmente la Catedral, el Instituto, la Plaza de Toros, etc. Veía también la línea del frente a la entrada de la ciudad, que, sin embargo, jamás caería en manos de los republicanos. Y esto por culpa —a mi juicio— de la indisciplina y la mala organización de las columnas instaladas en aquella región desde agosto de 1936. Me dolía marcharme de allí y, a la vez, me pesaba no quedarme en la «Roja y Negra», porque dejaba a compañeros que se habían jugado la vida cientos de veces y que, buenas o malas, estaban dispuestos a defender sus ideas. Estaba convencido, no obstante, que si no lograban escapar de aquel caos se condenarían a la impotencia.

Mis cinco compañeros estaban contentos de haber encontrado amigos y familiares en la «Roja y Negra». Su deseo era poder incorporarse rápidamente al frente junto a ellos. Para mí la cosa era diferente: ciertamente yo era joven pero, cuando se ha vivido durante largos meses en medio de tantas dificultades, se tiene tiempo para pensar en los problemas y reflexionar en los medios de cambiar una situación. Y las dudas que se apoderaron de mí en los primeros momentos de estancia en las líneas republicanas me parecieron cada vez más fundadas. ¡Increíble! Aquella situación no la entendía.

En Sariñena, se nos interrogó otra vez durante dos días y al final nos fue notificada la noticia de salida para Lérida y Barcelona, donde seríamos interrogados de nuevo. Mientras tanto estábamos alojados en la prisión de la ciudad, lo cual motivaba la consiguiente sorpresa, pero nos explicaron que era para protegernos. Nos custodiaba la Guardia Civil. Confieso que en aquellos tiempos me imponía temor sólo ver sus uniformes. El hecho de metemos en la cárcel nos sentó muy mal. Protestamos ante el sargento responsable, pero hizo todo lo posible para convencernos de que aquella medida era necesaria, ya que, al fin y al cabo, nadie podía decir quiénes éramos, ni por qué habíamos pasado de una zona a la otra. Nos encerraron en una gran sala de la cárcel donde encontramos a 18 compañeros que también esperaban ser trasladados a Barcelona. Eran soldados de caballería que habían desertado del ejército enemigo, con su sargento, pasando las líneas por el sector de Tardienta. El sargento Álvarez había sido el instigador de dicha deserción.

Dos días después, de madrugada, fuimos conducidos a la estación de Sariñena, acompañados y vigilados por seis guardias civiles. Me daba la impresión, a ratos, de sentirme vigilado como un criminal. En Lérida hicimos otra parada y nos sometieron a otro interrogatorio. Al mediodía nos llevaron a comer al castillo, que servía de cuartel, y al ver al responsable que nos recibió me quedé de piedra: se trataba de un primo lejano, de Ayerbe, que había sido ejecutado en septiembre de 1936, y al que su familia creía muerto y enterrado. Al verme, vino hacia mí y me abrazó:

—Sí, Marianito, soy yo y no un fantasma. Me dejaron por muerto, pero sólo estaba herido. Logré llegar hasta una casa de campo donde me dieron cobijo y me curaron. Tiempo después crucé las líneas, ayudado por unos amigos, y aquí me tienes. Le expliqué que en Ayerbe todos lo daban por muerto.

Por fin salimos hacia Barcelona. Una vez llegados a la capital nos condujeron al cuartel Espartaco, del que sólo salíamos, acompañados de un guardia, para ir a Capitanía General a prestar declaración. Álvarez y yo fuimos más veces que nuestros compañeros, para completar las declaraciones ya hechas en el frente, en Sariñena y en Lérida. Por ver primera veía oficiales del ejército republicano con uniforme. Un teniente coronel se encargó de mi expediente, pidiéndome detalles del sector de Huesca; me sorprendió el comprobar que ignoraban, en gran parte, la situación exacta de aquel frente y, especialmente, la de la sierra de Guara, el pasaje que había por dicha sierra, las posiciones nacionalistas, etc. (Todo aquello confirmaba mi impresión de que el mando republicano no tenía informaciones exactas y concretas de cómo andaban las cosas por Huesca).

Mis compañeros de evasión salieron con destino a un centro de instrucción y, más tarde, fueron destinados, según su voluntad, a la Roja y Negra, que seguía en el frente de Huesca. Álvarez terminó sus declaraciones y también marchó a un centro de aquellos con la intención de ingresar luego en una escuela popular de guerra, para ser oficial Yo recibí la orden de trasladarme a Barbastro, donde mi padre me esperaba. Varias horas más tarde caíamos en los brazos uno del otro. Fue un encuentro emocionante; sobre todo cuando le conté nuestra vida desde julio de 1936. Me puso a su vez al corriente de la suya: el paso por la sierra, su llegada a Siétamo, el enrolamiento en una columna, con «El Negus»; los desacuerdos con los métodos empleados por aquel «Jefe»; su traslado a Barbastro con el fin de incorporarse a un nuevo «Batallón de la FETE» (Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza), del cual era oficial. Su batallón, con otros tres, habían formado una de las primeras brigadas mixtas creadas en el frente de Aragón.

Mi hermano José María se reúne con nosotros

Decidí marchar con mi padre al frente del Pirineo, donde se encontraba su Brigada, a pesar de que él prefería que fuera a Poleñino, con la familia, considerándome demasiado joven para ir al frente. Pero ésa no era mi opinión, yo me sentía libre y consideraba que mi puesto estaba en primera línea, como los demás.

Aclarada mi situación, decidimos salir para Boltaña al día siguiente. Aquella tarde estábamos invitados a un espectáculo de folklore mexicano en el teatro de la ciudad, al que asistimos en compañía de varios amigos. Apenas había comenzado el espectáculo cuando un enlace de la FETE apareció en el teatro buscando a mi padre. Traía una noticia urgente: un grupo de 24 personas se habían pasado por la sierra de Guara, y entre ellos había dos chavales de 12 años y varias mujeres: venían todos de Riglos. Al oír la noticia me quedé como atontado, porque estaba casi seguro de que aquella evasión tenía cierta relación con la nuestra. Salimos rápidamente hacia el local de la CNT, desde donde mi padre telefoneó al mando de la Roja y Negra. Fue un amigo de Ayerbe quien le contestó, diciendo que entre los llegados se encontraba mi hermano José María. Inmediatamente nos dirigimos hacia Albero Bajo, con un camión de los Guardias de Asalto, y allí nos informaron de que los evadidos estaban ya en Sariñena, a donde nos trasladamos con un coche del EM. Una vez allí fuimos directamente a la cárcel (yo conocía muy bien el camino). Con emoción abrazamos a mi hermano y a sus compañeros. Eran las familias de los seis que nos habíamos fugado unos días antes. Al evadirnos nosotros habían sido arrestados, pero luego tuvieron la suerte de poder escapar por la sierra, como tantos otros.

Mi hermano trajo noticias de mi madre, de mi hermana y del hermano pequeño: todos seguían bien. Le sacamos de la cárcel y lo llevamos a casa de mis abuelos, a Poleñino. Las familias de mis compañeros de aventura fueron enviadas a un pueblo de la retaguardia, a trabajar en la agricultura.

Me incorporo a la 130 Brigada Mixta

Mi padre y yo regresamos a Barbastro. Allí tomamos un camión de los que salían hacia el frente del Alto Aragón, con intención, por mi parte, de incorporarme también al batallón FETE, que se encontraba entonces en el puerto de Santa Orosia. Teníamos que pasar por Boltaña, donde se encontraba el mando de la Brigada. Allí me presentaron a todos los oficiales del EM, en su mayoría amigos de mi padre. Desde el jefe hasta el último oficial, nadie quería que yo fuese al frente con mi padre. Siempre por lo mismo: porque era muy joven. Decidieron que me quedara en el EM como escribiente, y mi padre prosiguió su ruta hacia el frente. Mi decepción fue inmensa.

Y, allí me quedé «enchufado». A partir de aquel momento pertenecía a la l30 Brigada Mixta, unidad militar que se había creado con las mismas características que las existentes en el Ejército del Centro. La componían cuatro batallones: el 517 (Alto Aragón), integrado en su mayoría por evadidos de la región pirenaica; el 518 (Cinco Villas), compuesto también, casi todo, por hombres de la región de Cinco Villas, en la provincia de Zaragoza; el 519 (FETE), formado, casi exclusivamente, por maestros nacionales —de ahí su nombre— venidos de todos los rincones de Aragón y otras provincias vecinas; y el 520 (Izquierda Republicana), cuya plantilla la componían militantes del partido de Izquierda Republicana. Teníamos bajo nuestro mando la 9.ª Batería de Artillería, y el «Batallón Pirenaico», compuesto de esquiadores venidos de Cataluña. El jefe de la brigada era el comandante Bueno, militar de carrera, de Jaca, y el comisario político era Berdala, maestro de la región de Jaca. El jefe de la Batería era el capitán Bueno (hermano del jefe de la brigada). El jefe de los «Pirenaicos» era el capitán Benet, de Barcelona, perteneciente a Esquerra Catalana.

Se me destinó a la compañía de Intendencia de la brigada, mandada por el capitán Francisco. El papeleo de la oficina me aburría, y como creía tener madera de héroe, decidí pedir el ingreso en la escuela de aviación, para ser piloto. Pero mi petición fue rechazada por el jefe de la brigada, porque, según él, «mi deber estaba allí y allí debía seguir». Yo era «un soldado del ejército popular y mi obligación era la de acatar la disciplina…». Tenía razón, pero yo no estaba dispuesto a aceptar mi destino como definitivo. La aventura me obsesionaba, y, varios días después, hice una nueva petición para otra escuela. A las veinticuatro horas me encontraba ya en Cataluña, en la Escuela de Tanques, de Granollers. En los ejercicios de tiro logré ser uno de los primeros (yo, que no había empuñado nunca un fusil), y eso me valió ser nombrado tirador de carro de combate. Los ejercicios eran durísimos y se hacían en viejos tanques ligeros «Renault», la mayoría de los cuales databan de la guerra 1914-18. Estar encerrado en ellos era peor que ser «prensado» en una lata de sardinas. Mi estancia allí fue muy corta ya que la dirección de la escuela me declaró «inepto total para ser tanquista». La razón de aquella «ineptitud» venía del mando de la 130 Brigada, que me había reclamado.

Nuestra brigada ocupaba un sector demasiado ancho para poder ser defendido con los hombres que la componían. Fue así como el mando republicano envió refuerzos que se componían de una nueva brigada de reclutas movilizados recientemente. La nueva brigada era la 72, que venía de Guadalajara, donde había combatido contra los italianos, y era de tendencia marxista, socialistas en su mayoría. Con cuadros sacados de la 130 y de la 72 se formó una nueva brigada: la 102. De la agrupación de todas estas fuerzas nació más tarde la 43 División.

Se creó, pues, la 43 División, a la que se confiaría la defensa del frente pirenaico: desde las alturas de la sierra de Guara, encima de Anzánigo, hasta la frontera francesa. A la 43 se le agregó una nueva batería de artillería y el Batallón Pirenaico. Como jefe de la 43 División fue nombrado el teniente coronel Beltrán, «El Esquinazado», dirigente comunista de Canfranc y de Jaca, muy conocido en toda la provincia de Huesca. El comisario de la división era el diputado socialista por Jaca, Borderas, llamado «el sastre de Jaca». El mando de la división se instaló en Boltaña, y por esto tuvimos que trasladarnos nosotros a Broto, cerca del valle de Ordesa. En Broto, nuestro nuevo acantonamiento fue instalado en el hotel «Tres Orores». Al adquirir más sensatez y seriedad —por lo menos en apariencia— me fueron otorgadas nuevas responsabilidades, y una de ellas fue la de colaborar en el desarme de una columna del POUM, ordenado por el Alto Mando republicano. Dicho desarme se realizó en Fiscal, y en él participó también mi padre. Gracias al plan que «El Esquinazado» había preparado, la operación se realizó fácilmente y sin enfrentamientos serios. Me dolía y sentía remordimiento por tener que desarmar a compañeros nuestros, pero la situación había llegado a tal extremo en el frente de Aragón que se imponían medidas como aquélla. A los desarmados se les dio a escoger entre el alistamiento en nuestra división o volver a sus casas. La mayoría se quedaron con nosotros.

Poco tiempo después perdíamos el puerto de Santa Orosia. El «Pirenaico», que no había tenido otra actividad que la de esquiar, pues en los altos picos no había frente establecido, fue enviado al lado del Batallón 519. ¡Error monumental! Sobre todo si se tiene en cuenta que aquellos hombres no tenían la menor experiencia de los combates. Al despuntar el alba de un día de junio de 1937, los nacionalistas atacaron por los montes de Yebra. En pocas horas desalojaron a los «pirenaicos» de sus posiciones y atacaron al 519 por la espalda; este último tuvo que batirse en retirada, bajo el fuego de los obuses y bombas, abandonando el puerto de Santa Orosia, que era una posición importantísima, dada su situación geográfica que dominaba Sabiñánigo. Fue un rudo golpe para nosotros ya que, por vez primera, perdíamos terreno. Y para mí lo sería aún más, puesto que estuve varios días sin noticias de mi padre.

Me trasladan a Servicios Especiales

Una compañía, llamada de Servicios Especiales, llegó a nuestra Brigada poco tiempo después. Estaba bajo las órdenes directas del jefe de la brigada para cumplir misiones especiales. Me gustaba la vida arriesgada que llevaban los componentes de aquel destacamento. Pero estaba lejos de pensar que iba a compartirla con ellos en varias ocasiones. Un día el comandante Bueno me llamó para confiarme una misión: se trataba de trazar algunos croquis en territorio enemigo. Saldría con la compañía de Servicios Especiales y tomaría notas y croquis de los lugares donde había depósitos de municiones, material de ingenieros, etc. ¡Yo que me creía un valiente, tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos para poder dominar el miedo! Me puse a las órdenes del capitán Anguita y salimos de noche en dirección a Jaca y a la carretera de Navarra. Por montes y barrancos, evitando los lugares donde podíamos ser sorprendidos, llegamos hasta las cercanías de Jaca. Dejamos la ciudad atrás no sin que yo le echara una mirada al fuerte de Rapitán, donde seguía encerrada mi madre. Hechos los croquis, y tomados los informes más interesantes, regresamos hacia nuestras líneas, llevando con nosotros 16 prisioneros. Sólo respiré tranquilo cuando me encontré en las oficinas de la brigada.

El 20 de agosto de 1937, un batallón de nuestra brigada, el 517 (Alto Aragón), fue enviado a Farlete, en el frente de Zaragoza. Ya tenía galones. Había sido nombrado cabo de intendencia y me confiaron la responsabilidad del abastecimiento de los hombres del 517. En Farlete instalamos nuestro depósito, pero el frente estaba a varios kilómetros. El 24 de agosto atacamos frente a Villamayor, sin resultado. Nosotros teníamos que abastecer a nuestros soldados y era sumamente difícil bajo aquel sol de plomo. Allí pasé momentos terribles: el calor, la sed, el polvo, los obuses y bombas, y las dificultades de todo orden, hacían la resistencia y los ataques casi insoportables. El día 27 de agosto los contraataques nacionalistas redoblaron su intensidad con medios bélicos importantes, y tuvimos que replegarnos. Allí fui herido, aunque no de gravedad. Nuestro batallón, que contaba más de 200 heridos y más de 100 muertos, fue relevado y enviado, lo que quedaba, de nuevo al Pirineo. Ciertamente, habíamos pagado cara la batalla de Villamayor.

De regreso al Alto Aragón, me encontraba de «oficial de guardia» en el EM, en Broto, cuando de madrugada llamó «El Esquinazado» desde Boltaña, anunciando que mi madre estaba sana y salva en el EM de la división. Durante la noche, 11 mujeres de la prisión de Jaca habían sido enviadas por los nacionalistas, atravesando las líneas en el sector de Orna de Gállego, previo aviso con los altavoces para que los republicanos no tiraran sobre ellas. ¡Quedé paralizado, sin poder llegar a creer aquella noticia! Me repetía una y otra vez: «no es posible, no es cierto…» Pero era verdad, mi madre estaba con vida y en nuestras líneas. Con mi padre, salimos a su encuentro, que fue emocionante y triste a la vez pues en el otro campo quedaban mi hermana y mi otro hermano, el más pequeño. Mi padre fue retirado del ejército, siendo nombrado maestro en una escuela de Graus, a donde se trasladó con mi madre y mi hermano. Con la llegada de mi madre cesaba para nosotros la mayor preocupación.

Días más tarde, nuestra brigada atacó al norte de Sabiñánigo, tomando Biescas, Gavín y otros pueblos de aquella región. En aquella operación cayó, entre otros, nuestro amigo Telmo, comandante del 519 (FETE).

Poco después fui enviado otra vez con la compañía de Servicios Especiales a la retaguardia nacionalista, pero en aquella ocasión los acontecimientos se desarrollaron de distinta manera a la de otras veces. Al ser descubiertos en la sierra de Santa Bárbara, tuvimos que replegarnos haciendo frente al enemigo. Fuimos copados en un monte y, tras duros combates, pudimos salir todos ilesos gracias al sacrificio de uno de los nuestros, un sargento de aviación, llamado Vizcarra, que cubrió nuestra retirada. Cuando los nacionalistas iban a cogerle prisionero se mató con una bomba de mano. (Este hecho lo supimos más tarde por un prisionero nacionalista que había participado en el combate).

En octubre hubo una orden del gobierno para que fueran desmovilizados los menores de 18 años. Al enterarme de ello pedí al jefe de la división que me dejara seguir con ellos. Yo pertenecía a la 43 y quería continuar en ella; no deseaba ser enviado a la retaguardia. Me reintegré a mi oficina, con prohibición de salir de nuevo al frente.

Invierno de 1937-38 y ofensiva nacionalista de Aragón

Después de un invierno muy duro, con más de dos metros de nieve en algunos sectores, llegó la primavera de 1938 y con ella la ofensiva nacionalista en Aragón. Todo el sector de la 43 resistió a los ataques adversos sin perder un sólo palmo de terreno. Sin embargo, no fue así en el frente de Huesca, que se rompió en varios sitios. La 31 División, que ocupaba nuestro flanco izquierdo, tuvo pérdidas enormes y los nacionalistas lograron avanzar hacia Barbastro y el valle de Graus-Benasque.

Barbastro cayó en manos de los nacionalistas y éstos continuaron el avance hacia Cataluña… al este, y hacia el norte por el valle de Graus-Benasque. «El Esquinazado» vio el peligro que corríamos de ser cercados y decidió el repliegue del frente de Biescas hacia el valle de Aínsa-Bielsa. Para impedir que el adversario fuera más rápido que nosotros dirigió algunas compañías a El Grado, con el fin de contener el avance mientras se operaba nuestro repliegue hacia nuevas posiciones que pudieran ser defendidas. En el sector de Naval tuvimos combates muy duros, pero mantuvimos nuestras posiciones a pesar de que la 31 División, ya muy diezmada, continuó su retirada hacia Graus y fuimos quedando poco a poco «encerrados» en el valle de Bielsa.

La resistencia de la 43 División en el Pirineo

Al caer Graus en manos de los nacionalistas volví a quedar sin noticias de mis padres y sin saber si habían podido ser evacuados hacia Cataluña o hacia Francia. A mis preocupaciones militares vinieron a añadirse las de orden familiar. Pero la guerra continuaba y raros eran los momentos que nos permitían pensar en otra cosa que hacer frente a nuestra crítica situación.

«El Esquinazado» y su EM decidieron que nuestra división se defendería sin abandonar el terreno, mientras tuviéramos municiones. Fue llevado a cabo un repliegue rápido por parte de nuestra brigada, que era la más avanzada en el sector de Biescas, Yésero, Broto y Sarvisé fueron evacuados; de este pueblo la compañía de intendencia salió la última. Marchamos arrastrando, a lomo de mulos y por senderos y caminos malos, todas las reservas de comida hacia el pueblo de Fanlo, situado no lejos de Monte Perdido. ¡Cuántas horas de marcha por pinares y despeñaderos de acceso dificilísimo! En Fanlo instalamos los almacenes de intendencia y de municiones. Sólo 60 hombres quedamos allí para guardarlos, el grueso de nuestras fuerzas estaba ya cerca del valle de Bielsa preparando una línea de frente. Aquel pueblo parecía un lugar tranquilo y seguro, al cual el enemigo tardaría una semana en llegar, por lo menos eso calculábamos. Con gran sorpresa nuestra fuimos atacados al día siguiente por una compañía de «pirenaicos». La sorpresa fue tal que el miedo se apoderó de mí y solamente bajo la amenaza del comisario recobré mi serenidad. Durante la noche fuimos copados dentro del pueblo y, al amanecer, no nos quedaba más solución que resistir hasta morir. Tuvimos bastantes bajas. Para mí aquel día fue uno de los que marcaron mi vida, pues tenía plena consciencia de que no había salida posible. Pero el dios de la guerra estaba aquel día con nosotros. Una compañía del Batallón 517 vino a liberarnos del cerco nacionalista, atacándoles por detrás y causándoles numerosas bajas; la compañía del 517 la mandaba aquel día el comandante Jaques. La unidad nacionalista se llamaba «Las Panteras del valle de Tena», y estaba compuesta por aragoneses y navarros. Aquel día tuve ocasión de presenciar el colmo de los horrores de una guerra civil: dos hermanos habían combatido frente a frente, y a uno de ellos, al del bando nacionalista, le encontramos entre los muertos recogidos.

En el valle de Bielsa se reorganizó la defensa de nuestro sector. La Brigada 102 ocupó las montañas que dominan el valle de Benasque; la 72 el centro, con la entrada del valle de Bielsa; y la 130 el sector de Aínsa hasta Monte Perdido. Detrás teníamos la frontera francesa, con sus picos de más de 2.500 metros de altura. Toda la población civil había sido evacuada a Francia, pasando por los senderos y pistas de montaña. A medida que nuestro sector se organizaba para la resistencia los ataques nacionalistas eran más fuertes. Con la reorganización, muchos servicios fueron suprimidos y enviados los hombres al frente. Yo, que continuaba en las oficinas de intendencia, hacía de enlace en el EM, y toda clase de servicios especiales que se presentaban. Lo más duro era hacer de enlace, sobre todo cuando la única carretera de Escalona a Bielsa era bombardeada continuamente por los cañones y los aviones. Pasábamos horas y horas, durante el día, agazapados o gateando para no ser vistos por el enemigo. Raro era el día en que no hacía trizas los pantalones al arrastrarme por el suelo.

Mi aprendizaje de combatiente iba haciéndolo a través de las dificultades y los horrores de la guerra. Un día recibimos la noticia de que Álvarez había organizado su deserción para pasar a Francia. (Álvarez era el sargento amigo mío que había encontrado en la cárcel de Sariñena, el evadido con sus soldados del sector de Tardienta). Después de haber estado en la escuela militar fue nombrado teniente y pidió ser destinado a la 43 División. Era mi compañero y uno de mis mejores amigos desde nuestro encuentro en Sariñena. Cuando tomamos Biescas conoció una chica de la cual se enamoró ciegamente; más tarde, ella fue evacuada a Francia con la población civil, y a partir de entonces Álvarez no tenía más que una obsesión: reunirse con ella. Y para conseguir esto había tramado su deserción y evasión a Francia. Fue muy duro para mí, pero no tuve más remedio que formar parte del grupo encargado de desarmar a los presuntos desertores, y también fui designado para el pelotón de ejecución que debía fusilar a Álvarez, tras un juicio sumarísimo. Me negué y fui castigado a primera línea por desobediencia. Permanecí varios días en la línea de fuego —aunque la primera línea estaba en realidad en todas partes— compartiendo la dura vida de los combatientes. Me enviaron a uno de los sectores más duros: Escalona.

Cuando Negrín y Rojo vinieron a la «bolsa de Bielsa», me tocó, con otros soldados, rendir los honores. Fui presentado al presidente Negrín como uno de los más jóvenes combatientes. Por aquel entonces me nombraron sargento.

También tuve las primeras noticias de mis padres desde antes de la retirada de Aragón. Estaban en Francia, en un «Refugio», y a mi padre, al ser maestro, le habían confiado la escuela para los niños de aquella «colonia». Una vez más supe noticias de toda la familia, puesto que ellos podían escribirse con mi hermana, que seguía en zona enemiga.

A medida que las semanas pasaban la lucha era más dura y la situación más difícil para nosotros. Nuestras fuerzas resistían los ataques adversos sin perder terreno, pero no teníamos artillería —los últimos obuses fueron tirados a fines de abril—, el suministro era más difícil cada día, y las reservas de carne y harina estaban agotadas. De Francia pasaban muy pocos alimentos, puesto que el gobierno francés vigilaba la frontera para impedir que nos trajeran armas y comestibles. (Una «satisfacción» que debe anotarse en la larga lista de las que nos deparó la «no intervención» del gobierno francés… Pese a la voluntad de los combatientes y a la capacidad de «El Esquinazado» para dirigirlos, la resistencia no podía prolongarse mucho tiempo.

En los primeros días de junio de 1938, los nacionalistas comenzaron la ofensiva final, empleando importantes medios bélicos. Hacia el día 10 nuestras reservas de municiones se agotaron, y con ellas las energías de nuestros hombres. El día 16, la mayoría de los destacamentos de la 43 pasaban a Francia. Desde Parzán, último lugar de España, se veía la interminable fila de hombres que escalaba la montaña para alcanzar el territorio galo. Una última misión de enlace me fue confiada por el EM, pero en Salinas ya no quedaba ninguna unidad republicana. Replegado con la Compañía de Servicios Especiales, que cerraba la marcha, emprendimos el paso a Francia hacia las ocho de la tarde.

Así terminaba la «epopeya» de nuestra 43 División, que había durado tres meses.

Paso a Francia y regreso a Cataluña

Al despuntar el día nos encontrábamos en la vertiente francesa del Pirineo, donde nos esperaban los gardes mobiles, para desarmarnos y conducirnos ante la comisión internacional que debía preguntarnos a qué zona deseábamos ser evacuados. Sólo unos centenares de hombres solicitaron ser conducidos a Irún. La inmensa mayoría optó por Barcelona. En trenes especiales fuimos conducidos desde Arreau, primer pueblo francés, a Port-Bou, integrándonos así al ejército de Cataluña. En Figueras nos dijeron que tendríamos un mes de licencia. Aproveché este permiso para trasladarme a Barcelona, donde tenía familia de mi madre, evacuada de Aragón. No tenía la dirección de nadie, pero mi tía, que sabía que yo pertenecía a la 43, logró encontrarme dirigiéndose a nuestro cuartel. De nuevo conseguí establecer contacto con mis padres, que seguían en Francia. La familia de mi madre había quedado separada, unos habían permanecido en Aragón y otros habían abandonado el pueblo, pasando a Cataluña. ¡Otro de los dramas de nuestra guerra civil! No solamente me impresionó el problema familiar, sino también ver a Barcelona tan bombardeada, y cómo la gente carecía de lo primordial para vivir.

Santa Coloma de Farnés y creación de la División 55

Antes de finalizar mi permiso recibí orden de incorporarme al mando de la División, como todos los de la 43. Debía presentarme en Santa Coloma de Farnés. Allí supe que, con los mandos de la 43, y una nueva promoción que se creaba, iba a constituirse una nueva división, a la cual era yo destinado. La nueva unidad tomaba el nombre de 55 División del ejército del Este, la cual fue puesta bajo el mando del teniente coronel Ramírez, militar de carrera que hasta entonces había sido jefe del EM de «El Esquinazado», en Boltaña y en Bielsa.

Siendo sargento, y propuesto para teniente, fui destinado al servicio de cartografía de la 176 Brigada Mixta, bajo las órdenes de mi amigo y camarada Castejón, quien, junto con Miguel, había sido para mí el mejor ejemplo de disciplina y voluntad de los oficiales junto a los cuales había tenido que actuar en la 43. El jefe de la brigada era «Juanito», otro gran amigo oriundo de Jaca, como los otros dos. En cuanto a «El Esquinazado», siguió mandando la 43 y fue destinado más tarde al ejército del Ebro. Fue una separación dura para nosotros, que habíamos compartido victorias y derrotas, alegrías y tristezas.

Durante el período de reorganización fuimos enviados a Vich y su región. La 55 División se componía de tres Brigadas: la 176, la 177 y la 178. De todos los puestos a los cuales podía ser destinado, me tocó en suerte el que menos me interesaba. Pero, como soldado disciplinado, debía aceptarlo. Duró poco aquel servicio ya que, ocho días después, recibí una orden del ejército del Este de presentarme en la 177 Brigada Mixta, de la cual era nombrado pagador adjunto, bajo las órdenes de mi amigo y compañero Arcas. La responsabilidad era importante, pero las tareas de pagador me permitían una gran movilidad. Iba de una unidad a otra, y también a Barcelona, a recoger la paga de los oficiales y soldados. Formaba parte de la nueva promoción de tenientes y, aunque con la vanidad propia de todo joven de 18 años, en algunas ocasiones, me sentía algo acomplejado. A esto se añadían las burlas e intrigas con que otros oficiales más viejos me gratificaban, hasta el punto de que varias veces pedí ser trasladado a infantería.

Frente de Balaguer y Pirineo catalán

En agosto de 1938 fuimos enviados al frente de Balaguer, donde nuestra brigada actuó en varios combates. Unas semanas más tarde, y tras una nueva reorganización, debida a las bajas que habíamos tenido, se nos destinó al sector de Pobla de Segur-Tremp. Nuestras oficinas de Pagaduría estaban instaladas en Seo de Urgel. El frente se había «paralizado» por nuestro sector, y, debido seguramente a los imperativos geográficos, allí no se desarrollaron operaciones importantes. Pero esta situación duró hasta que el mando ordenó el envío de tres compañías de nuestra división al frente del Ebro, donde ya combatía nuestra «vieja» 43. Se nos destinó precisamente a su lado, en la zona de Sierra Pándols, donde tendría la oportunidad de visitar a mis antiguos compañeros. Tuve, en efecto, el «privilegio» de ser enviado para efectuar el pago de los hombres y saldar los gastos ocasionados por nuestras compañías. Solamente tres días permanecí en aquel sector, pero tres días de los que cuentan en una vida, pues ni un solo momento cesaron los combates, terribles e inhumanos como no había tenido nunca ocasión de presenciar. Era desolador. Un infierno de fuego y metralla, algo espantoso de verdad. Ni un palmo de terreno donde no hubiera un cráter de obús o de bomba. Regresé a Seo de Urgel, prosiguiendo mis tareas burocráticas. (Muchas veces me pregunté por qué razón nosotros permanecíamos inactivos mientras nuestros compañeros del Ebro se batían hasta la muerte). ¡Misterios de la estrategia militar!

A comienzos del invierno de 1938 fui castigado, una vez más, por indisciplina, y enviado al frente: a una de las posiciones más castigadas de nuestro sector. Aquella posición dominaba uno de los pasos más importantes del sector nacionalista, de ahí el ahínco de unos en defenderla y de los otros en intentar conquistarla. El resto del sector permanecía tranquilo mientras que allí, día y noche, había combates, duelos de artillería y de morteros. Los combatientes de aquella posición eran relevados cada dos días, pero los «castigados» teníamos que permanecer durante el período de nuestro castigo. El terreno parecía como el del Ebro, de tan labrado que estaba por los obuses y bombas. Por la tronera del parapeto se veía el cuerpo de un combatiente, de uno u otro bando, que permanecía inerte, sin poder ser evacuado. Cuando cesaban los tiroteos —raramente, por cierto— un silencio de muerte nos envolvía a todos. ¡Ni un pájaro se aventuraba por aquellas lomas! Allí tuve una tremenda crisis de desmoralización. Ni la juventud, ni el «idealismo», ni la voluntad, impidieron aquel estado de ánimo ante los horrores de la guerra. Menos mal que, estando rodeado de amigos y compañeros excelentes, pude dominar mi crisis, al mismo tiempo que analizaba también el exceso de vanidad y presunción que sobre mí llevaba y que me había causado más de un disgusto.

Una vez terminado el castigo, reemprendí mi vida de «pagador». Me avergonzaba confesar ante los demás soldados cuál era mi «enchufe», pues, aunque arriesgaba la vida, como cualquier combatiente, ello no tenía ninguna comparación con la vida dura y penosa de los que estaban en primera línea.

Mi familia regresa a España

Del EM de la división me comunicaron, el 22 de diciembre de 1938, que mis padres y hermano habían regresado a España. Pedí autorización para ir a verlos y aquella misma tarde me trasladé a Barcelona. ¡Triste encuentro! Tuvimos que pasar la mitad de la noche en el refugio a causa de los bombardeos.

¡Y pensar que mis padres habían solicitado volver a España cuando estaban tan tranquilos en Francia! Pero en ningún momento hice el menor comentario sobre este asunto, ya que consideraba que el discutir hechos consumados no servía para nada, y menos aún entablar polémicas. Ya que teníamos que hacer la liquidación en la Pagaduría General de Barcelona, permanecí con mis padres hasta el 27, lo cual me permitió pasar las Navidades en su compañía. ¡Tristes Navidades! Para nosotros, que teníamos costumbre de celebrarlas con la solemnidad característica de nuestra tierra, aquella situación acrecentó nuestra melancolía; sobre todo al estar separados de mi hermana y hermano. Conmovedores y tristes fueron para mí aquellos días, resquebrajando aún más mi moral. Mientras me encontraba en mi vida militar, en el frente o en las oficinas, sólo pensaba en cumplir con mi obligación. Pero, junto a mis padres y familiares, todo era diferente, me daba cuenta de la gravedad de la situación en que se encontraba el ejército de la República y el peligro que podían correr ellos en esta situación.

La ofensiva general nacionalista se desencadenó en todo el frente catalán la víspera de Navidad. Mi padre se puso a las órdenes del Ministerio de Instrucción Pública y pidió ser enviado al frente. Le dijeron que debía trasladarse a La Garriga, donde había una colonia de niños evacuados de Madrid, de la que tenía que hacerse cargo como maestro. Mi madre también fue destinada a dicho establecimiento infantil,

El 27 de diciembre recibí la orden de incorporarme con toda urgencia a mi destino, separándome, una vez más, de mi familia. Menos mal que frente a mi fragilidad estaba la voluntad y la serenidad de mis padres. Se abría una nueva separación, que, desgraciadamente, se prolongaría años y años…

Salí de Barcelona al anochecer, para llegar antes del alba a Seo de Urgel. En este sector, las unidades republicanas habían resistido hasta entonces los ataques del enemigo, si bien es cierto que el terreno montañoso se prestaba a la defensa de nuestras posiciones. Para nosotros se trataba de poner en práctica otra vez la táctica experimentada en el Pirineo aragonés, particularmente protegiéndonos de la aviación y de la artillería en refugios construidos en los roquedales de las montañas. Pero la situación no era la misma…, esta vez la guerra había tomado un rumbo diferente y definitivo. En el frente de Balaguer-Artesa de Segre, fueron duramente sacrificadas muchas compañías. Nuestra brigada fue dirigida hacia aquel sector, que ya había cedido ante el empuje enemigo. Sólo quedamos en las oficinas cuatro hombres, pues el personal había sido enviado a primera línea. Nos fue dada la orden de seguir en La Seo, puesto que nuestro EM de brigada no tenía acantonamiento fijo.

En aquellos días me enteré de que mi amigo Carlos se hallaba encerrado en la cárcel de Seo de Urgel, por haber «chaqueteado». Lo que había ocurrido era lo siguiente: su batallón, del cual era comisario, se había quedado casi sin oficiales, caídos en combate. Los hombres restantes, sin mandos, habían retrocedido desordenadamente, abandonando la línea que les habían ordenado defender hasta el último hombre. A causa de este «repliegue», otras unidades se encontraron en mala posición, casi copadas. Más tarde, cuando el frente se estabilizó, toda la responsabilidad cayó sobre mi amigo, ya que era el único mando que había quedado con vida. Aquello me pareció el colmo de la injusticia y, pese a que me daba perfecta cuenta de la insubordinación e indisciplina que suponía por mi parte, me dispuse a sacarlo de la cárcel. Conocía un maestro aragonés, amigo de mi padre, que era responsable del SIM de aquella comarca. Fui a verle en seguida para pedirle que dejara en libertad, como fuera, a mi compañero. Gracias a Paco Ponzán Vidal le sacamos ilegalmente, enviándole a una compañía de ingenieros que se dirigía hacia la frontera. Aquello era un acto fuera de la ley, pero en aquella ocasión me guiaba el pensar que un joven, que podía haber sido yo, por una falta que sólo podía imputarse a la maldita guerra, corría el riesgo de ser fusilado. No sé si fue una acción ejemplar, pero jamás me pesó el haberla hecho.

En todos los sectores del frente de Cataluña la retirada era general ante el empuje enemigo. En la mayoría de ellos el repliegue parecía hacerse «ordenadamente», pero a costa de pérdidas importantes. Nuestra brigada, como otras unidades, no tenía ya sector fijo, y las dificultades que encontrábamos para localizarla eran enormes. Sin embargo, aún pagamos el mes de enero a lo que quedaba de nuestra unidad. Repito: a lo que quedaba.

Barcelona cayó en manos del enemigo. Los servicios administrativos habían sido evacuados hacia la frontera. No había razón, por tanto, para permanecer en Seo de Urgel. Se nos dio orden de trasladarnos a Puigcerdá. A dos pasos de la frontera francesa. Unos y otros sabíamos, desde hacía algún tiempo, que teníamos pocas posibilidades de resistencia, y que la única alternativa era pasar a Francia, o ir a la zona del Centro, en un lapso de tiempo más o menos corto.

Mi compañero Segundo y yo deseábamos hacer la liquidación de todas las pagas, recoger las nóminas y las cargas hechas por nuestras unidades, antes de evacuar Cataluña, para rendir cuentas en la zona Centro, si se nos enviaba allí. (En realidad tampoco teníamos mucha esperanza de poder ir al Centro, para continuar un combate que nos parecía más difícil cada día, pese a que la esperanza de «un final honorable» nos parecía todavía plausible). No nos quedaba más que un camión, que utilizábamos para ir de un sector al otro. En él habíamos instalado un fusil ametrallador y más de una vez tuvimos que abrir fuego para hacer frente a patrullas enemigas.

Últimos combates y repliegue final

Mientras nuestra brigada se retiraba por tierras de Solsona nosotros llegábamos a Puigcerdá con todo el material «burocrático». Allí empezamos a destruir la documentación y los archivos. El 6 de febrero recibí orden de trasladarme a La Pobla de Lillet, donde se encontraban los restos de nuestra brigada: después de los combates de Berga y Gironella había quedado completamente descoyuntada. Debía recuperar toda la documentación de los pagadores y replegarme con el EM. Retrocedimos hasta las cercanías de Campdevánol. La mayor parte de los documentos del mando de la brigada fueron destruidos allí mismo. Se habían desvanecido las ilusiones de resistencia y, frente al potencial enemigo, de poco servían el coraje y la voluntad de los hombres. No teníamos ni artillería, ni cobertura aérea, y las municiones escaseaban. Nuestro principal objetivo consistía en evacuar a los heridos y enfermos hacia Francia, junto a la población civil, cubriéndoles la retirada. Pedí al jefe de la brigada la autorización para reintegrarme a las oficinas, a fin de evacuarlas a Francia, pero me fue denegada. Se me ordenó que no me moviera de allí y que me hiciera cargo de una sección de infantería, con el fin de defender la carretera que va de Ripoll a Puigcerdá. (Me consta que aquella tardía e inesperada misión fue ordenada por motivos personales y fruto de una venganza por desacuerdos que había tenido con el comisario de la brigada).

Junto a otras secciones, tan maltrechas como la mía, puesto que muchos de nuestros hombres estaban heridos, me instalé con unos treinta compañeros en el margen del río, al norte de Campdevánol. Dos fusiles ametralladores nuevos —llegados de Francia pocas horas antes— y varios fusiles eran todo nuestro armamento. (Este fue un hecho que me llamó la atención: Francia, que no dejaba pasar material bélico a la zona republicana desde hacía tiempo, había enviado a última hora un gran número de camiones con armamento venido de otros países. Armamento… sin municiones. Y esto, 48 horas antes del repliegue final. Otro de los muchos enigmas de nuestra guerra…)

La Brigada 176, de la cual era jefe de EM mi amigo Castejón, combatía en los alrededores de Ripoll. A continuación estaban nuestras fuerzas. Bajo la lluvia de bombas y obuses la situación era infernal. Resistir era una locura y, sin embargo, todo el día mantuvimos el frente marcado, sin que el enemigo pudiera avanzar. Pero, ¡cuánta sangre y cuántos sacrificios derrocharon nuestros combatientes! Y, eso, ¿para qué? Al anochecer del día 8 me quedaban ya muy pocos soldados válidos. El mando y todos sus servicios habían evacuado hacia Camprodón. Nosotros debíamos seguir el mismo camino cubriendo la retirada. Teníamos fusiles ametralladores nuevos, pero sin cartuchos. Éramos los últimos y la decisión final estaba en manos de cada oficial o suboficial. Así pues, decidimos marcharnos de noche hacia la frontera. Entre tanto nos instalamos en una casa que había al borde de la carretera y desde allí controlábamos el sector sur, es decir, el lado de Ripoll. La mayoría de la población civil había huido, hacia Francia, o hacia las montañas vecinas. Las conversaciones entre nosotros brillaban por su ausencia. Teníamos el corazón en un puño, esperando, como los reos, el momento de ser ejecutados. Y, por si fuera poco, hacía un frío increíble, que agravaba nuestra miseria moral y física. Observar a mis compañeros me daba escalofríos: éramos los fantasmas de un ejército…

Con otros oficiales allí presentes, ordenamos a nuestros hombres que se fueran por la montaña rumbo a la frontera francesa. Nosotros nos quedaríamos allí para cubrir la retirada con las pocas municiones que nos quedaban.

En la oscuridad, esperando la marcha definitiva, empecé a recapitular mi aventura de aquellos casi tres años. Se estaba terminando y, tras pasar a Francia, si alcanzaba la frontera, una página de mi vida se acabaría. Me sentía humillado. La causa que había hecho mía encajaba un golpe durísimo. Pasar a Francia derrotado era lo más humillante. Se agolpaban en mi imaginación los relatos de famosos jefes militares españoles que, en otras contiendas, antes que rendirse habían preferido sacrificarse combatiendo hasta el último cartucho.

Mientras estaba sumido en estas meditaciones, un camión apareció por la carretera de Ripoll, viniendo a detenerse delante de la casa donde estábamos. Dentro de la cabina había tres militares y entre ellos, y no sin cierto asombro, reconocí a mi amigo Juan, el capitán pagador de nuestra división.

—¿Qué haces aquí, «zagal»? —me preguntó.

—Ya lo ves. Aquí estoy, de teniente de infantería, me han encargado que defienda este sector con mis compañeros.

En pocas palabras le puse al corriente de lo que me había sucedido.

—Venga, sube al camión, que nos vamos a Puigcerdá, si no nos cogen antes…

Le recalqué las órdenes que tenía del jefe de la brigada, pero él, sin escucharme, me gritó:

—Como pagador de la división yo soy tu jefe, y te ordeno que vayas a Puigcerdá, para pasar a Francia los documentos y el material.

Los otros oficiales decidieron retirarse con los últimos grupos de la 176 Brigada, por Camprodón. No quisieron venir con nosotros, prefiriendo reunirse con sus hombres para cruzar la frontera con ellos. Subí al camión y arrancamos hacia Puigcerdá. Aquello ya era el «final». Sin embargo, aún no acababa de creérmelo. Nuestro camión avanzaba lentamente a causa de las destrucciones en la carretera, los vehículos abandonados, los anímales errando de un lado para otro. Durante toda la ascensión hasta el puerto de Tosas trotaban por mi cabeza los recuerdos y la terrible pesadilla que desde hacía más de dos años y medio vivíamos los españoles. Para no caer en desánimo mayor, pensaba en mi familia y, especialmente, en mi madre, que había sido siempre una mujer ejemplar, con una voluntad indestructible. Al verme todavía con vida, tras tantas peripecias, me acordaba de las palabras que ella nos repetía: «Ánimo hijos, que san Antonio vela sobre nosotros y nos protege».

Cuando llegamos a la vertiente que va hacia Puigcerdá, el avance de nuestro camión era casi imposible, tanta era la muchedumbre de fugitivos que intentaban alcanzar la frontera francesa. Militares y civiles mezclados, avanzaban sobre la nieve y el barro. Más adelante, ancianos, mujeres, niños, soldados heridos perdiendo su sangre, inválidos con miembros amputados, caminaban lentamente, algunos —los más afortunados— montados sobre un mulo o sobre una carreta tirada por un borrico. Era un espectáculo en verdad descorazonador. Hicimos subir a nuestro camión a un grupo de inválidos y nosotros terminamos el trayecto a pie. Para mí, que me sentía vacilar ante la adversidad, aquellas escenas —dignas de un cuadro de Goya— me enseñaron una cosa: la gran abnegación y el espíritu de sacrificio de nuestros hombres. Y, por encima de todo aquel caos: el silencio. Sí, el silencio con que la gente soportaba aquellos trances. Ni un grito, ni una queja contra el destino. Sólo el eco sordo de los cañones se oía a lo lejos.

En Puigcerdá cargamos todo nuestro material de oficinas en un camión y esperamos la orden de entrar en Francia. Durante todo el día ayudamos a evacuar heridos y civiles, y, en ciertos momentos, bajo la metralla de los aviones. Al atardecer recibimos la orden de ponernos en marcha con nuestros camiones, colocándonos en la larga fila de vehículos de todas clases que avanzaba lentamente hacia Francia, con el ronroneo de sus motores cubriéndolo todo…

Los combates habían cesado al caer la noche. ¡Silencio en los hombres! Silencio que nos oprimía a todos. Y un frío terrible, con un cielo oscuro, negro, que hacía aún más pesada nuestra tristeza.

¡La frontera! Un puentecillo, unos metros y ya estaríamos en Francia. Al cruzarlo sentí que todo había terminado, que aquello era el punto final de la gran epopeya de los soldados republicanos.