TODAS las cosas que le conmovieron caían, como lluvia de arena, dejándole seco, intacto. Se sentía granítico, pesando vanamente sobre la tierra. Al otro lado de la ventana acechaba el otoño, y el verano yacía, incoloro, húmedo. Algún fuego invisible prendía las paredes de las casas, lejos de allí.
—Hijo mío, responde —repitió el abad.
Por primera vez, Manuel le miró.
—No tengo nada que decir.
Su propia voz le sorprendió. Comprendía que estaba libre, que en todo lo que le rodeaba había una belleza remota: algo olvidado, podrido, como las caídas hojas de los árboles. Era el monasterio de siempre, el de su infancia, el abad era el de entonces, y, allí fuera, palidecía el mismo cielo.
—Manuel —volvió a nombrarle el abad—. Manuel, hijo mío.
Le puso una mano en un hombro. Volviendo ligeramente la cabeza a un lado la miró, y en aquel momento, bajo aquel levísimo contacto, se le encendió una ira menuda, feroz, como una última llamarada. Aún flotaban las palabras del abad, delante de sus ojos, como fuegos fatuos, huidizos y zigzagueantes.
(Jorge de Son Major ha muerto. Jorge de Son Major hizo testamento. Te reconoce como hijo suyo, legítimo heredero de su casa y de todos sus bienes, y exige tu presencia: en sus funerales. Por fin, Jorge de Son Major ha reparado su equivocación).
—A mi padre —dijo Manuel—, hace tiempo que lo mataron. No entiendo otra cosa, por ahora.
Dos pájaros chillones cruzaron por la abierta ventana, y el abad pareció sobresaltarse.
—Pero, hijo mío, hijo mío…
(Yo encontré el cuerpo roto y desmembrado de un hombre, como un grande y trágico polichinela, acribillado a balazos contra la arena. El gran muñeco, el trágico payaso, de pronto así, patente y claro, a mis pies, en toda su crudeza, pobre José Taronjí que me dio su apellido, gritando en el suelo mudos reproches doloridos. Su humillado cadáver. Ni siquiera el odio le podía salvar, en medio de su muerte. También tuvo miedo, en el último momento. Pobre José Taronjí, cortaron súbita, brutalmente, todos sus hilos, y ni el odio le pudo dar fuerzas para morir, huyendo por el terraplén abajo, atrapado, como un conejo). Ahora, la ira que parecía inflamarse sobre la tierra, allí fuera, en un sol ya inexistente, le iba dominando. A él, a Manuel (a mí, al pobre muchacho que fui siempre, el pobre diablo atrapado, también, que fui siempre. Atrapado, ésa es la palabra. La imagen, me persigue, el recuerdo de José Taronjí, con la boca y los ojos vidriosamente abiertos y su seca sangre sobre la camisa, de bruces, en la arena, como buscando amparo contra la panza de la barca. No lo he olvidado).
—Hace tiempo que le mataron —insistió. Pero esta vez su voz le sonó blanda, incolora—. No sé a quién he de ir a honrar en sus funerales.
La mano del abad pesó más en su hombro. Estaban sentados, como tantas veces antes, frente a frente, entre las paredes encaladas, bajo la negra cruz de cedro. (Manuel, el señor de Son Major te distingue con su aprecio. Hoy te ha enviado un nuevo paquete de libros. Da gracias a Dios, de que este noble señor te distinga tanto). Una burla indómita y pueril, como una pequeña pelota de niño, saltaba de rincón a rincón.
—Siempre fuiste bueno, Manuel. Yo nunca perdí mi confianza en ti, tú lo sabes.
Manuel buscó sus ojos, con fría curiosidad. (Yo no conozco a este hombre). Los ojos pardos e irisados, en el rostro menudo, y manojos de arrugas, nidos de tiempo, en torno a la boca. Desde la barbilla, descendían dos surcos hondos, cortados en el escote del hábito.
—¿También cuando me llevaron al reformatorio?
—Todos expiamos culpas ajenas —dijo el abad—. Todos los elegidos. ¿Ya no te acuerdas, Manuel? ¿No era hermoso, acaso, Manuel? Recuérdate a ti mismo, aquí, en este lugar, hijo. Cuando yo te decía: «Quizá te eligió el Señor, para purgar las culpas de la tierra». Sí, Manuel, tú siempre fuiste bueno.
(Un desconocido. La celda blanca, el Cristo, los nidos vacíos colgando en el alero, sobre la ventana abierta, son más familiares que él). Un largo estupor, invadido de gritos de pájaros, de voces de muchacho y olor de hojas quemadas ascendía. (Pero mi padre ha muerto. Yo lo recogí del suelo. Pobre José Taronjí, la muerte te dio tu verdadera medida).
El invisible fuego de septiembre prendía el claustro, las aterciopeladas hojas que no mueren, como un sordo canto de la tierra.
—Hablo de tu verdadero padre, Manuel. Gracias a Dios, hijo mío, se hizo justicia. Yo te he sacado de allí, y te aseguro que no volverás. Prepárate a ser digno de tu nombre…
La sonrisa de Manuel detuvo sus palabras.
—Mi padre fue asesinado por los hermanos Taronjí, sus parientes —repitió, con maligna tozudez—. Ése me dieron como padre. Yo lo recogí en la barca de doña Práxedes, y lo llevé a casa. Mi madre lavó el cuerpo, la sangre… También lo peinó. Me acuerdo muy bien. Fue al armario, sacó una camisa limpia, y le quitó los zapatos. Al día siguiente, nosotros mismos lo enterramos. Lejos, donde no pudiera ofender a nadie.
El abad cerró los ojos y cruzó las dos manos sobre su vientre. Un temblor leve había aparecido en las aletas de su nariz.
—Baja, Manuel —dijo—. Fuera de estos muros, donde ninguna mujer puede entrar, alguien te está esperando. Ve y sé piadoso con ella.
(Ella). Desde hacía tiempo, no sabía desde cuándo, si desde aquel mismo vientre donde empezó a latir, o desde ahora mismo, en que acababa de hablar el abad diciendo: «sé piadoso con ella», un oscuro rencor le invadía, antiguo y secreto (tal como debe sentirlo la tierra contra las mil formas que la hieren y la mortifican, y a las que alienta a un tiempo). Un rencor pasivo y sin furia, no exento de amor, le transformaba. Él vio a los árboles mudar las hojas, y desprenderse de su corteza; también él estaba despojándose lenta e inexorablemente de su crédula infancia, del último sopor del sueño. (Este rencor pasivo y sin odio, sin consecuencias siquiera, que antecede tal vez al amor humano, o al odio, que brota con la mágica regularidad de las estrellas o la hierba). Ella, a quien nada podía reprochar desde su conciencia humana, pero que era él mismo, su carne, sus huesos, su conciencia, un vivo y alentante reproche. (No soy un buen muchacho. Soy un erróneo e indisciplinado muchacho que no sigue las leyes, ni las honras, ni los lutos, ni la alegría, ni la lógica y decente cobertura de los intachables que viven aquí. No soy un buen muchacho, soy un rebelde a la violencia y a la mentira que bondadosamente cubren las culpas, la vergüenza y el malestar de la tierra. No soy un buen muchacho, soy un indecente adepto de la verdad, soy un inmoral destripador). Hacía mucho tiempo que no lloraba. Aunque casi nunca lloró (una vez sí, me acuerdo bien, cuando inopinadamente llegaron los vencejos a la puerta abierta, y gritaban que la vida estaba despertando, y yo no lo sabía, y tenía sólo diez años y leía historias que pretendían definir la verdadera vida, muros afuera, y llevaba un pardo sayal, y los otros muchachitos se burlaban de mi pelo rojo de judío, y el abad dijo Jesucristo tenía también el pelo rojo, y los niños enmudecieron y yo me sentí enfatuadamente elevado, como un globo a punto de estallar entre las nubes, y me tragué el cebo de la bondad, como un estúpido y gordo pez se traga el gusano de su propia muerte). Miró al abad, el hombre que, quizás hasta aquel momento, respetó más en su vida. El abad hablaba ahora de la muerte de su padre. De la muerte. (Pero ningún hombre es respetable, ni aun los santos, ni aun los locos, ni aun los niños que juegan con piedras junto a los pozos, gritándose unos a otros la guerra, con inocente crueldad, sedientos de un heroísmo que no conocen. Nadie es respetable hasta ese punto, aunque se anuncie la paz, el amor y la verdadera vida). (¿El amor? ¿Qué amor?). Todo se había despedazado, todo era seca, crujiente lluvia de arena sobre y en torno a uno mismo, sin hollar, ni quemar, ni humedecer, ni dejar huella alguna. Arena que regresaba a la arena y se quedaba así, tendida y asombrada, dejándose devorar y devolver a la playa, con regularidad exasperante. (El abad decía: la muerte es la resurrección. Y yo no sabía nada de la vida, ni de la muerte; sólo de un oscuro y tímido respeto hacia los hombres de mi casa: a José Taronjí, que no me quería; mi madre; los niños Tomeu y María. Muerte y resurrección, ¿qué podían ser, entonces? Cálidos y dorados fantasmas sobre la parda corteza de la tierra, sembrada de raíces y luciérnagas. En el centro del claustro hay una fuente con anchas hojas húmedas, y el abad decía: Manuel, la muerte es resurrección. Y llegaba el día de la Resurrección del Señor, y las campanas volteando, y los frailes con sus largos hábitos suavemente empujados por el viento de abril, y el abad llevaba sus oscuras hojas de laurel, aún con temblorosas gotas, en la mano derecha; y me besaba a mí, y a todos los muchachos, uno a uno, en la frente, y decía: Cristo ha resucitado; y al lado brotaba el olor de la primavera empapado de podredumbre, y el hermano jardinero barría las hojas que un vendaval inopinado arrancó de las ramas; y todo estaba empapado aún de la recientísima tempestad, parecía que aún estaban ocultos debajo de la tierra los relámpagos, los enormes y blancos estallidos del cielo, que nuestros oídos de niño aún podían presentir; el trueno que rodaba y se precipitaba hasta el fondo del mar y las montañas, alentando bajo nuestros pies descalzos, en el huerto. Reverberaba la primavera, hermosa y excesiva como la cal al sol, la tierra que podía cavarse y descubrir hediondas y gelatinosas materias, gérmenes de una vida que aún aterraba. El claustro, en cambio, olía a canela, como el pastel del Sábado de Gloria, hacia el que se tendían las manos y las escudillas de barro de los niños —hijos de pescadores y campesinos que deseaban instrucción, a costa de sus rapadas cabecitas y sus ojos bajos—; y algo antiguo y místico brotaba de la fuente en el centro del claustro: un punto más, y todo, dulzón y turbio como incienso, olía también a podredumbre, como el corazón de la tierra. Era primavera, y podía leer a las horas punta y él me había enviado sus libros de viajes, siempre, sus libros de viajes, sus cartas marinas, sus locos sueños de islas —un trato especial y de mucho agradecer— ah, sí, aquellos libros turbadores que hablaban de la ruta de las especias, y cabalgaban nocturnas caravanas de barcos a toda vela sobre un mar de arena, sedienta y fosforescente. Y la vida mugía como una vieja vaca, más allá de los claustros y de los pobres niños que querían ser buenos, y yo, envuelto en mi sayal pardo, me decía, con la rama de olivo entre los dedos: resucitar es la gloria, la muerte es la vida).
Manuel se puso en pie. (¿Por qué ni siquiera me conmueve la evocación de la infancia, que, de algún modo, es feliz siempre? Un seco desierto delante de los ojos. Huellas de pisadas en la arena, espectros de pasos que fueron, fáciles a huir con el primer viento).
—Cuando te llevaron al correccional —dijo el abad—, yo me dije: algo horrible está ocurriendo, algo que, ni siquiera yo, puedo alcanzar. Pero, Manuel, hijo mío, los caminos de Dios avanzan entrecruzados, senderos de sombras y de luz que nosotros, los pobres mortales, nunca comprenderemos.
Era otra vez la misma voz, los mismos conceptos, los mismos gestos. (Todo viejo, perdido, desvirtuado).
Arena. Nada.
—Baja —dijo el abad—. Cruza la puerta, sal. En la explanada está tu madre, esperándote. Sé piadoso, Manuel, con una pobre mujer.
UNA pobre mujer, entrada en años ya (marchita belleza ásperamente pagada), con la cabeza envuelta en un pañuelo negro. Dos años no bastan, quizá, para que un cabello de mujer vuelva a su primitiva belleza, después de ser rapado. Una pobre mujer.
(Las mujeres la arrastraron hacia la plaza. Porque se ha insolentado. No puedo imaginar, ahora, su insolencia, sólo el brillo de los ojos, de un azul–verde encendido, en su rostro asustado y blanco, inexpresivo bajo el miedo, en el sol impío de la plaza. El sol que devastaba a la hierba y a los hombres, que secaba los insectos y volvía ceniza las hojas caídas de los árboles).
Estaba fuera, en la explanada, bajo el último sol del verano, sentada en uno de los bancos de madera que instalaron los campesinos para cuando subían de romería con sus carros, y llenaban la hierba de cascotes verdes de botellas, de cirios y cintas, rosas de colores y grasientos papeles, pisoteados. Estaba sentada, mirando hacia el suelo, con las manos cruzadas sobre las rodillas.
Cuando iba a casa, por Navidad, ella me esperaba a la puerta del huerto, en nuestra casa, en el declive cubierto de almendros y olivos, sobre el mar. Tenía un vocabulario extraño, de mujer de pueblo, mi cordero perdido, mi tesoro, sonriendo apenas, con vaga sonrisa que más lucía en los ojos que en los labios; allí estaba, con toda la luz del invierno alrededor, entre los árboles negros, sin pájaros, sin lluvia siquiera. Abría los brazos, me abrazaba, apretándome contra ella; y el olor de la lana de su vestido, su áspero contacto en mi piel, y el vago malestar que me invadía; y mi timidez ante las expresiones de cariño, ante cualquier manifestación violenta; mi arisco estupor por todas las cosas de los hombres. Porque aquí, en el monasterio, yo vivía aparte, en una gran serenidad. Y ella, entonces, guardaba frutas para mí, también distintas, y las cortaba y les quitaba la piel, para mi frailecito, solía decir con su extraño lenguaje, que me desconcertaba, lavará las culpas del mundo, con su bondad. Pero yo no podía entenderla; y la miraba, me asombraba de ella, de su voz, de la irritante belleza de su pelo rojo, vivo como una hoguera, en torno a su frente blanca y abombada; las pestañas largas aleteando como mariposas de oro. Qué extraña me parecía, tan distinta a las otras mujeres que veía. Pestañas rubias, ojos claros, extraña criatura de manos hábiles y uñas tornasoladas, raras uñas en una mujer de pueblo.
Y las mujeres del pueblo, aquella tarde, la arrastraron al centro de la plaza. Se ha insolentado. Y ella, que escogía las uvas negras y azules, y las oscuras manzanas de septiembre, para mí, se había insolentado ¿acaso su extraño lenguaje era para las mujeres insolencia?, y la arrastraron, como una cabra remisa al matadero. Había perdido un zapato en el forcejeo, y, de la media rota, asomaba el dedo blanco, casi obsceno, ridículo, en la luz áspera de la tarde, sobre el polvo de la plaza; y un hilo de sangre le caía por la comisura, porque la mujer del herrero la había abofeteado. La mujer del herrero decía: un escarmiento, eso había que hacer, un escarmiento con gentes así, como ella, y ella se defendía, sin esperanza, se defendía sin coraje, pero tenaz, pasiva, como un animal dulcemente terco, impávido, inocente de su misma solemnidad. Y los niños vinieron a gritarme a mi casa, y algún muchacho también: ¡la van a pegar a Sa Malene, las mujeres quieren dar una paliza a Sa Malene!; y yo salí corriendo hacia la plaza, casi sin darme cuenta yo estaba corriendo, y vi el grupo furioso, allí en el centro de la plaza, el desordenado y violento grupo de mujeres vestidas de negro; y el herrero me cortó el paso, el olor de su mandil de cuero contra mi cara, y la dureza de su brazo, cruzándose sobre mi estómago y apretándome contra la pared, para detener mi carrera: estate quieto, chico, son cosas de mujeres, estate ahí, mírame a mí, soy un hombre, ¿no? ¿No soy un hombre, acaso?, pues no me meto en esas cosas de mujeres, quieto, quieto, y me apretaba más contra la pared, mirándome, con sus ojillos pequeños en los que, de pronto, descubrí una salvaje tristeza, una desesperada tristeza que venía de muy lejos, como el odio; algo pasivo y tan hondo que el cuerpo de un hombre no puede soportar sin un infinito cansancio. Y a ella le quitaron el pañuelo de la cabeza y deshicieron su trenza, que llevaba arrollada en un moño, que yo vi tantas veces hacer y deshacer, siendo muy niño, cuando aún la contemplaba sentado en la cama, y ella se peinaba en un despacioso y pueril rito; algo tan bello y todos los días nuevo, parecido al quehacer de los pájaros en el alero del tejado. Ten piedad con esa pobre mujer, acaba de decir el abad. Pero es posible que la piedad la sorprenda, porque, a mi entender, nadie tuvo nunca piedad de ella. Y de un brutal empujón la doblaron de rodillas en el suelo. Risas y gritos, y una ácida alegría, implacablemente femenina; trajeron unas tijeras grandes, de esquilar ovejas, y había un par de niñas, también; una de ellas se llamaba Margelida, con una negra, gruesa y brillante trenza sobre la espalda, ojos redondos y escrutadores, llenos de sedienta curiosidad; tendría doce o catorce años, y agresivos pechos empujando su blusa azul, demasiado estrecha, y piernas macizas e impacientes; y la otra, más pequeña, como un perro menudo, detrás de ella, y las dos chillando, con chillidos de filo contra la piedra de la rueda, se llevaban entre los puños cerrados, como serpentinas de oro, la trenza de la pobre mujer por la que ahora yo debo sentir piedad. Como cintas brillantes al sol, aquellas dos niñas se llevaban el amoroso trenzar y destrenzar que yo contemplé en un tiempo —quizá tenía tres años, o cuatro, a lo sumo—, sentado en la cama, cuando ella se reflejaba en el espejo negro de la cómoda. Y mientras las niñas se llevaban los encendidos mechones en los puños, veía yo los brazos de ella, en otro tiempo, en alto sobre la nuca; y al sol, como polvo de oro, y su boca erizada de horquillas negras, que me atemorizaba, mientras que ella se reía, entre dientes, y yo no entendía lo que me decía, pero las púas negras entre sus labios eran el anuncio de algo feroz y gratuito, bajo aquel mismo sol que, de pronto, se había vuelto hembra, voraz como un ídolo, carnicero y ultrajado como las mujeres de la plaza. Nadie es bueno, decía el abad, el santo más santo peca siete veces al día; mientras yo, niño en sayal, iba recogiendo la fruta del huerto, junto al hermano hortelano, y me decía: nadie es malo. Muchacho torpe, pelirrojo como el diablo, como Jesucristo, tal como me quisieran mirar, bajo que sol o que noche, pobre muchacho que recogía legumbres y espiaba ilusionadamente el florecer de las blanquísimas gardenias en el jardincillo del abad, y corría, como un cachorro que persigue abejas, o mariposas, o un papel de plata —de esos que quedan olvidados, como necias estrellas, en la hierba, tras las romerías—, hacia el abad, y gritaba: ¡Padre, ya han asomado, ya han nacido las gardenias!, mientras me agarraba con las dos manos a la verja pintada de verde, y notaba mi corazón, allí, en los hierros, como una campana muda. Nadie es malo, me decía, tras los pies descalzos y callosos del hermano hortelano, con mi capazo de rafia repleto de lechugas verdes, rojos tomates, anaranjadas zanahorias, y el color de la tierra era misterioso y atrayente como una historia. Era hermoso el mundo, con todo su dolor; porque el dolor era entonces incienso turbador; y yo creía que mis hermanos me aguardaban en alguna parte. Y el abad decía: debéis entender que el dolor es bueno, que sólo de egoísmo está hecha la corteza del mundo. Y allí, en la plaza, la mujer quedó al fin sola, arrodillada, golpeada, con su cráneo semidesnudo. Mechones mal tijereteados nacían de él, como hierba mal segada; allí estaba, salpicada de mechones rojos y de risas, que eran también mechones de algún fuego invisible, ininteligible aún para mí. Entonces, el herrero aflojó el brazo sobre mi estómago, y me dijo: Anda, vete a casa. Créeme es por tu bien, vete a casa, hijo mío. Me llamó aquel día hijo mío, como me llamó José Taronjí, muerto a balazos, como me llamó el abad, como me llamaba aquella pobre mujer, que se incorporaba lentamente de la tierra, primero una rodilla, luego otra, que se llevaba una mano temblorosa hacia la nuca rapada; y aquella mano se quedó un rato, perpleja, en el tibio hueco, igual que un pájaro a quien la tormenta destruyó su nido. Pero Jorge de Son Major, nunca me llamó hijo mío. Y ahora, ¿por qué?, ¿qué puede unirnos?, ¿qué lazo invisible llega hasta mí, a través de la muerte, ahogándome?).
Bajo la higuera, Sa Malene seguía inmóvil, sentada en el banco, encendida por el último resplandor de la tarde.
—Madre —dijo.
Ella se volvió a mirarle, tímidamente, y se puso de pie. Llevaba un pañuelo apretado en el puño derecho. Era algo tan suyo, aquella punta blanca y larga, colgando, como un ala mojada, que de un golpe le devolvió la infancia, en el declive. La abrazó en silencio, y ella levantó la mano, le tocó la cabeza, le echó hacia atrás el pelo.
—¿Estás bien?
—Sí. Estoy muy bien.
—No te he escrito nunca, porque, ¿qué iba a decirte? Además, allí no sé si te llegarían las cartas, ni si te las darían. Ya sabes… yo soy una ignorante. No hubiera podido callar algunas cosas. Ya me conoces, no sé callar a veces. Por eso…
Vio que sus ojos aún resplandecían, casi como los de una niña, en la cara marchita. Le irritaron aquellos ojos, aquella, a su pesar, inocencia casi patológica.
Era como una enfermedad, su pureza en el mal, su pasividad en el azote. Dijo:
—Déjalo, madre. Mejor así. No quería saber nada de nadie.
Ella retorció el pañuelo, y dijo, precipitadamente:
—Manuel, nunca hemos hablado tú y yo claramente, pero tú lo sabías, ¿verdad?
Levantó la cabeza y miró el cielo rojizo, sobre los árboles y la cúpula verde del monasterio:
—¿Qué madre? ¿Qué José Taronjí no era mi padre? ¿Qué mi padre era Jorge de Son Major?
Ella parecía asustada. Quizá porque nunca le oyó hablar así.
—Pero ahora lo reconoce —balbuceó.
—Madre, ¿ya no te acuerdas? ¿Ya lo has olvidado? Yo te traje el cuerpo de José Taronjí, y juntos, lo fuimos a enterrar.
Sa Malene levantó una mano, como para taparle la boca. Unas rayitas tenues se dibujaban en las comisuras de sus labios:
—Calla, hijo… Atiende. Atiende esto otro. Olvida tu historia.
De pronto sintió que no la amaba. (Ni a ella, ni a mis recuerdos, ni a las gardenias que florecían inopinadamente, cuando ya casi desesperaba de que apuntaran). No amaba a nada ni a nadie. Y dijo.
—Yo no tengo historia.
(Yo no tengo historia. A un niño le dicen: este hombre es tu padre. Y lo matan. Y otro hombre lo manda llamar por su criado, y le dice: ven a acompañar a un viejo que te quiere bien, y olvida la familia, los padres y los hermanos que te di.
Déjalo todo, para divertir y acompañar a este pobre viejo. Olvida a tus hermanos por este pobre viejo. ¿Esto es una historia? Era un buen muchacho. Eso decían todos: eres demasiado bueno. Y me culparon de lo que no había hecho, y me enviaron a un correccional, porque no estaba bien visto, no era de ellos. Sin embargo, ahora me llaman, porque mi padre no era el apestado, porque mis hermanos no eran los apestados, porque mi familia no es la que el señor bondadoso me había señalado. Mi familia, ahora, es sólo el cadáver de aquel que me enviaba a su criado, como al diablo entre los olivos, para decirme: deja a los tuyos y ven a hacer compañía a mi señor, que te quiere bien. Libros, regalos, sueños de viajes. Me quería distinguir y enemistar. No tengo historia. Esto no es una historia, es algo feo, largo y oscuro, con cien patas, como una oruga).
—Madre, no quiero nada. No soy nadie.
Ella dijo:
—Hijo mío: nunca te entendí bien cuando hablabas, bien sabe Dios que a veces me parecía que usabas una lengua extranjera: tal vez tienes demasiada instrucción, para una pobre mujer como yo. Pero ahora menos que nunca te puedo comprender, Manuel. Menos que nunca… Somos pobres, Manuel. Tus hermanos tienen hambre.
En aquel momento la llama se apagó, y se sintió de nuevo solo, con su indiferencia.
—Da lo mismo madre —dijo, apagadamente—. Haré lo que tú quieras.
Ella le rodeó el cuello con el brazo, lo atrajo hacia sí. Estaba llorando, con un suspiro de alivio (me extraña ella, de la misma manera que las hojas de la higuera, o el color del cielo), y le dijo:
—Éste es mi hijo. Éste es mi Manuel.
EN el centro se alzaba aquello negro, largo, suntuosamente macabro, levantado en alto, para que todos lo vieran. Estrecho e irreparable, a su alrededor el oro palidecía, y los artificiales soles que salpicaban la oscuridad de un lado a otro, como titubeantes arañas, eran sólo espectros de algún otro resplandor. Un almohadón de terciopelo negro, esperaba inútilmente su cabeza. Como servida para un festín, allí estaba la muerte, de la que todos debían participar.
Frente al altar, en el centro, estaba su reclinatorio, tentador y voluptuoso como un trono. Doce enormes candelabros de madera tallada, mantenían velones que ardían, callada y apasionadamente, como arrancadas lenguas. (El diablo en persona acudía a sus fiestas, envuelto en una capa de terciopelo negro, los ojos detrás de unos lentes ahumados, decía Es Mariné. Es Mariné, Sanamo, ¿dónde estáis ahora?, ¿adónde fuisteis relegados en este festín, vosotros que no le habéis dejado de amar? Pero el amor, como la aventada ceniza de los cementerios, ¿adónde va? ¿Dónde va a parar el humo del amor, las partículas invisibles y negras del amor quemado? Es Mariné, Sanamo, sólo vosotros le amasteis, y ahora nadie os ha hecho un lugar en este último banquete nupcial. Éstas son las bodas de vuestro señor, por fin el eterno solterón ha celebrado esponsales dignos de él. Historias, leyendas que me contabais los dos, viejos malvados, al amparo de un silencio que era peor que una argolla de hierro en mi cuello de niño. Malditos seáis todos, él y vosotros, por vuestras historias, por vuestros espectros de barcos, por vuestras malditas islas). Y de allá arriba bajó el viento, lamentándose, profiriendo algo. (He oído decir que tiene fama el órgano de Santa María), un viento abrasador, algo tórrido que ardía y helaba casi sin transición (¡cuándo podré desprenderme, cuándo, del claustro, del monasterio, de las islas, del amor!), algo que era el viento empujando un enorme cañaveral metálico, por el que la tempestad de algún oscuro y devastador mundo se hubiera puesto a soplar impíamente, haciendo temblar todas las islas, haciendo vibrar la tierra y el agua. También las vidrieras, con San Jorge y los Mártires, parecían zarandeadas en aquel sonido no humano, no brotado de los hombres, sino de algún otro lugar (al que navegamos todos, aquí metidos en la nave de piedra y cristales emplomados, rubí, verde esmeralda y exasperado amarillo; en un barco espectral, un velero que no deja huella, ni surco alguno, a pesar de navegar en la arena reseca; porque sólo navega hacia eso otro alto, oscuro y terrible, que esgrimimos como una enseña, negra y cerrada. Pero ahí no está él, el que enviaba regalos al monasterio, el que enviaba historias de viajes imposibles, aquí no está él, el disciplente, evasivo, orgulloso, distante, indiferente como las palmeras que se mecían al sol junto a la tapia de su casa, aquí no está su cuerpo abrasadoramente triste, gratuitamente triste, aborreciblemente triste, el que sembraba el desorden en las conciencias de los niños, cómo yo, como aquel pobre y vil Borja, como aquella niña que se llamaba Matía, que han desaparecido, como desaparecí yo, y vagan quién sabe con qué rumbo, hacia qué isla de arena, como yo, crecidos, distintos, otros. Jorge de Son Major ha muerto, pero no ahora, sino hace tiempo, en las cenizas del Delfín. Ahora sólo ha regresado a la tierra, como regresan las mariposas y las nutrias muertas, las amapolas muertas y las golondrinas muertas, como toda la muerte física y bienhechora que alimenta la tierra y la vida que hoyan nuestros pasos. Toda la tierra está herida por pisadas que fueron, huellas de pies que ya pasaron, piedras de algún esplendor que aún queda, como esta iglesia —¿qué manos, bajo qué orden o deseo fueron levantadas estas paredes, esas vidrieras?— y esos hombres y mujeres ahí, detrás de mí, rezando, con sus hermanos muertos, humillados y ultrajados, ahora aquí, arrodillados, pensando sólo en sus negocios, en sus obligaciones, tal vez en su muerte: la que fue, o la que será). El viento seguía sobre sus cabezas, batiéndoles (zarandeándoles en su apatía o su miedo, su tristeza, su glotonería).
Manuel se arrodilló (como se arrodilló toda su vida el pobre José Taronjí). Sintió la blandura del terciopelo en las rodillas, y aparecieron entonces las tres figuras negro y oro, relucientes, duras, tres grandes ídolos que avanzaban suaves, casi sin pisadas. Algunos niños vestidos de terciopelo negro, como suntuosos diablos, con largas capuchas sobre la espalda, de las que pendían borlas de oro, zarandeaban lenta y rítmicamente, como a impulsos del viento que bajaba de lo alto, sus incensarios de muerte. Un olor viejo y dulcemente marchito vino hasta él (han nacido las gardenias, me contemplo a mí mismo ahogado y flotante como un náufrago, y este aroma lo aspira mi piel, mis ojos, mis oídos. Es como un vino tactado con mi olfato, evaporado y diseminado como niebla por entre las columnas. El incienso es rojo). Las voces se levantaron entonces, en el coro, sobre y detrás de sus cabezas (es mi voz de niño, las voces de mi niñez en el claustro, rebotando como insectos luminosos en las piedras de esta nave. Los cristales emplomados, el viento en el inmenso y feroz cañaveral, los niños cantores, y esa muerte ahí, larga y negra, con su almohadón de terciopelo negro y oro, entre candelabros como árboles de oro, avanza. Avanza, avanzamos todos nosotros en el gran viento de este barco, o de este monstruo marino cuyas costillas puedo contar sobre mí, como una jaula, avanza peligrosamente, lenta y resbaladizamente, allí a donde yo no deseo ir, a donde no quise ir nunca. Por este gran mar oscuro, por el mar de bocas oscuras que se abren y cierran a mi espalda, a mis costados, por el mar de párpados hipócritamente velados, entre siseos de dientes carnívoros, pidiendo algo con destino a sus mismas fauces y colmillos. Puede ser rojo el incienso, como puede serlo el cielo, las noches que amenaza tormenta, como la luna las vísperas del temporal, siempre sobre un indescifrable mar. Un mar que me envuelve y me empuja hacia donde nunca he deseado…, y lo sé, lo sé, porque aún late en mí aquel muchacho que bajaba corriendo al huerto del declive, donde me esperaban los que me dieron por hermanos, con mis brazos llenos de paquetes y regalos de Navidad, declive abajo, gritando los nombres de mis hermanos: yo quiero estar con vosotros, madre, yo quiero estar contigo, con él, con mis hermanos, esta es mi familia. Y ella decía: hijo eres demasiado bueno. ¿Por qué razón era demasiado bueno? Si no lo sabía, si no me lo parecía. Si nunca lo pensé. Nadie es bueno. Nadie es malo, decía mi corazón de nueve años golpeando contra la verja del abad, asomado a una atónita primavera, donde el nacer de las flores blancas era síntoma de la indudable bondad del mundo. No lo sabía. Pero ahora, arrodillado aquí, lo sé. Hijo eres demasiado bueno. Ni siquiera eso: nadie es bueno, nadie es malo, palabras sin sentido). Miró a su alrededor y de súbito entendió la llamada insolencia de Sa Malene. (¿Qué importancia puede tener ser bueno o malo? El mundo está planeado de otra forma, construido martillazo a martillazo, clavo a clavo, ajuste con ajuste, de acuerdo a otro plan. Muy pronto me lo han demostrado, el mundo lleva otros rumbos, tiene una contextura diferente). Sin pavor, sin bondad, miró a su alrededor y les vio, tal como allí estaban, arrodillados, ni mejores ni peores, arrodillados y como acechando o esperando algo que iba a suceder de un momento a otro, o dentro de mucho tiempo, o quizá sólo era un gran deseo o temor de que sucediese. A su lado, vacío, estaba el reclinatorio de doña Práxedes, prima de Jorge de Son Major. (Al menos ella, que le odiaba, ha sido consecuente, y la muerte no ha doblegado su forma de sentir y ser). Se había excusado con su enfermedad, quizá real. En el contiguo reclinatorio, la prima de Jorge, Emilia. Apenas veía su perfil, vago y sonrosado, emergiendo del velo negro. Una masa informe, impersonal y ausente siempre, allí donde fuera. Volvió la cabeza a su derecha y algo le sacudió. Desde entonces, desde aquellos días, no los había vuelto a ver. Pero allí estaban, junto al alcalde, ellos dos. El perfil de halcón del hermano mayor, sobrepuesto, como en una medalla gemela, al perfil mal imitado, más blando, redondeado, del hermano pequeño. (Los Taronjí, el ruido de sus pisadas en las piedras, la negrura de sus guerreras bajo el sol. Los Taronjí, con el olor de las viejas hogueras en la piel, con olor de una antigua carne quemada, abrasándose sobre las piedras de la plazuela, trepándoles a los ojos y a los dientes y colmillos sedientos en la pálida cara, con el borde de los ojos oscuro, como el humo de la fulgurante y diabólicamente luminosa carne quemada, un humo graso, pegado a las ropas y a la sonrisa fría y fija y el miedo, como el terrible olor de una antiquísima carne quemada, de unos antiquísimos huesos desenterrados y quemados, de unos antiquísimos cadáveres desenterrados y quemados, con mechones de un viejo cabello podrido, emergiendo de los cráneos desnudos. Los Taronjí, con un redoble remoto tras de sus pasos, que olía a cirio entre unas manos atadas con soga; y algo que era su propio redoble, el de su grandísima venganza y la larga cadena negra de su servil sonrisa hacia el señor de Son Major, y la señora Doña Práxedes, y los Príncipes de la Iglesia. Los Taronjí, como aquella tarde de verano, con el pequeño Tomeu, que vino corriendo terraplén abajo, los labios blancos, no podía hablar, las manos levantadas hacia mí, y yo le miré, pobre Tomeu, apenas tenía once años, me decía: Manuel, Manuel, se lo han llevado… a él y otros que traían del Port. No podía hablar, tenía que sacudirle los hombros para que dijera algo, él quería ser un hombre en aquel momento, y me miraba a mí como al único hombre que conocía y que le pudiera amparar, a mí, que tenía recién cumplidos dieciséis años, iba diciendo a golpes: Los Taronjí, ¿quiénes, Tomeu, quiénes? Los Taronjí. Un nombre que segaba el calor y la sombra, el sol y el blando fluir de la respiración; cuando fui a ella, y la vi echada sobre la cama, un brazo sobre los ojos, le dije: No tengáis miedo, nada malo le va a pasar, sólo querrán interrogarle. Pero ella levantó la cabeza, y en sus ojos había una desesperación antigua y fija, que me subió pecho arriba, y me exasperaba. Ah, los Taronjí, pasando por las callecitas silenciosas, a la hora muerta del sol, cuando el pavor de sus pisadas penetraba por las ventanas, y los hombres y las mujeres detenían el quehacer, las manos en alto, y enfriaba la sonrisa y levantaba el miedo y sólo los perros se atrevían a ladrarles de lejos, como el perrillo de José Taronjí, que salió a la carretera, y su aullido era largo y ululante y retador como el presagio de una cruenta venganza, que algún día estallaría). La alcaldesa, el alcalde, los concejales, a su izquierda y derecha, de pronto el hermano con todos ellos, bajando la cabeza frente al incienso del mundo, como si ya no se oyera en alguna parte el crepitar de los calcinados huesos y el ululante grito del perro que profería su protesta, con los globos de los ojos encendidos. Como si nada de todo aquello ardiera todavía, en algún lugar, en alguna conciencia, permanecía arrodillado en el reclinatorio que esperara domingo tras domingo, vanamente, en la iglesia, la presencia de su dueño, Jorge de Son Major. Estaba allí, en el heredado reclinatorio dorado, que le pertenecía ya con toda su magnificencia pasada; y presidía la gran farsa, él (¿qué estoy yo haciendo aquí, cómo puedo yo estar aquí, así, arrodillado, a quién honro yo? Yo iba ya en el vientre de Sa Malene cuando él la despidió de su casa y la casó con José. Yo iba en el vientre de Sa Malene, cuando José la llevó a su casa; y cuando yo nací él se inclinaba a mirar mi sueño, tal como Malene me decía: te miraba dormir muchas veces, cuando se quedaba tanto tiempo trabajando, de noche, y cuando tuvo esas ideas que le habían entrado últimamente, con Zacarías, Simeón y todos ellos; una vez tú dormías, él te miraba, y dijo: sería curioso que fuera éste quien me vengara un día, y, ahora, él está debajo de la tierra, mezclándose a las cenizas de tantos como él, clamando desde el suelo, y yo estoy arrodillado aquí, ante una muerte que nada trae a la gran confusión, a la gran sed que me consume. El pueblo entero está aquí, ese mismo pueblo pisoteado por ellos, mezclado al pisoteador, todos están aquí, de pronto, como yo mismo, detrás de mí, acechante y expectante pueblo, manso y turbio dragón que aguarda algo, ahíto en parte, en parte hambriento. Algo que tal vez no sabe todavía lo que es, porque la sangre corre aún por sus colmillos, pero hay curiosidad en sus ojos, y la fácil emoción, la turbia excitación de la música del órgano y las angélicas voces de los niños. Sí, ahí están todos, corruptores, corrompidos, avasalladores y avasallados, destructores y destruidos, opresores y oprimidos, juntos y arrodillados como yo, especulando con algo, con alguien. ¿Cuándo acabará esto? ¿Quién se levantará contra esto? Muerte, nada más, aquí, en unos y en otros, sofocante hedor de cirios, incienso y humanidad apretada bajo el vendaval del órgano, ante la muerte del gran indiferente. Especulando, sentándose a la puerta de sus tiendas, para comerciar con algo: hasta con el propio dolor y la propia humillación, ¿dónde están los hombres?, ¿dónde los gritos de los hombres?, sentados, esperando la hora de su botín, fácil y oportunamente. Especulando con las voces de los niños, con la música, con el oro prohibido de la iglesia. Conmigo también).
Manuel se levantó. Sin prisa, a pesar de que sentía todos los ojos fijos en él, excepto la lejana ceremonia de las tres arrogantes figuras de oro y terciopelo negro, que se movían suavemente en el altar, con sus cortesanas y delicadas reverencias de uno a otro, y levantaban suavemente sus vestiduras para colocarlas con gran tacto sobre el respaldo de sus bancos. Impávidos, proseguían su rito mortuorio, sus voces que traducían los gritos angustiados de los muertos, mientras él se volvía lentamente hacia el pueblo y avanzaba entre ellos, partiendo la marea; y fue derechamente hacia la puerta cerrada, tapada con terciopelo negro y oro, entre las llamas de los doce grandes candelabros. Sólo las llamas parecían lenguas cercenadas que desearan gritar alguna cosa, como empujadas por la sacudida tormenta del gran cañaveral. Avanzó sin decir nada, ni volver una sola vez la cabeza hacia el terrible festín, hacia aquello negro, cerrado, cruento, que se alzaba en el centro de la nave. (Afuera está el sol. Tras esa cortina y de las rosas de hierro de la puerta, está el polvo donde tuve tanto que sufrir. Ahora, ya, el sufrimiento de un niño, de un pobre muchacho abrumado, no tiene remedio; el vagar de un niño que pedía trabajo de puerta en puerta no tiene remedio; no tienen remedio las puertas que se cerraban a mi paso, los brazos que se negaban a ayudarme; nada de todo eso, tiene ya sentido, ni emoción alguna para nadie). Se paró un instante frente a la cortina. En aquel momento la música cesó. Una voz grave, se alzaba como una espada sobre el mar. Alguien se incorporó en los bancos, se volvió a mirarle. (Es como el rumor del mar, cerrándose detrás del barco, como el correteo de las ratas en el interior del barco). Algún siseo bailoteaba en sus oídos. Corrió la cortina con firmeza, abrió la puerta, pesada y crujiente, y el sol, como un animal que hubiera esperado demasiado tiempo, entró de un salto. El oro pareció apagarse, y la espada de voz negra y alta, se quebró. Una rata grande, gris, arrastraba blandamente su vientre hacia la pila bautismal, cegada por la luz del sol. Luego, la puerta se cerró, de nuevo, a su espalda.
La fuente seguía manando. La callecita empinada, las escaleras de piedra. Se fue de allí, buscó el sendero que llevaba a las afueras, más allá de la casa del alcalde, hacia el encinar. Y de pronto, al dejar atrás las paredes de las casas, las ventanas y las huertas, al quedarse a solas ron el cielo y los lejanos árboles, echó a correr. Con pavor salvaje, con hormigas rojas recorriendo sus arterias, con un miedo deshumanizado que le hacía temblar y sudar. Algo, como un oscuro mugido, le seguía. Hasta que de nuevo, después de tanto tiempo, se halló entre los árboles. (Viejas amigas, impávidas y consecuentes, aquí están las encinas, como siempre). Allí estaba José Taronjí, muerto, debajo de la tierra. Entre aquellos dos troncos, donde la luz entraba sin herir (sus huesos maltratados, pobre residuo, enorme polichinela olvidado en un estercolero).
No se acercó a la tumba. Miraba desde lejos el trozo de tierra, donde de nuevo crecían los cardos, la maleza, las flores malva y blanco del bosque.
MOSSÉN Mayol dijo:
—Yo me ocuparé de todas tus cosas, Manuel. No tienes que preocuparte. Ven aquí, hijo mío.
Otra vez: hijo mío. De pronto todo el mundo le llamaba así. Mossén Mayol le miró desde lo alto de sus ojos de oro:
—Comprendo tus sentimientos —continuó—. Pero has de hacer un esfuerzo y aprender a llevar esta carga sobre los hombros. Vamos, muchacho, no temas, ven conmigo.
Otra vez, ante la verja cerrada de Son Major. Las anchas hojas de las palmeras se agitaban, bajo el viento. Se oía el mar en el acantilado. (El viento, siempre, azotante, como un persistente fantasma).
—Por favor —dijo Manuel—. Quiero estar solo.
Cogió la llave de manos de Mossén Mayol, y descubrió el ofendido estupor de sus ojos. Empujó la puerta, y entró. La grava crujía bajo sus pies. Allí arriba estaba el balcón cerrado, los cristales (brillando, encerrando una sombra sin cuerpo). Sanamo apareció en la esquina de la casa, vestido de un negro verdoso. En su indescifrable gorra de marino, brillaba una piedra azul. Se acercó corriendo, como solía, con sus pisadas de viejo duende:
—Manuel, cervatillo querido, dulcecito mío, por fin vienes a tu casa. ¿Te acuerdas, cariño? ¿Tienes buena la memoria para el viejo Sanamo, o me echarás a latigazos?
—¿Dónde andabas? —dijo Manuel.
Mossén Mayol, carraspeó:
—Bien…
Le miró (es un viejo y olvidado retrato):
—Adiós.
Mossén Mayol dio media vuelta y salió. Sus ojos tenían un encendido brillo, como el cobre bruñido.
—Ahí va —Sanamo le señaló con el dedo. Corrió sigilosamente y apoyó la cara en la verja, para verle bajar por el camino del acantilado—. ¡Ha comprendido! El señor no quería verle por aquí. Manuel, pajarillo mío, te has vuelto un poco brusco.
Subieron la escalera, uno junto a otro (como dos muchachos amigos, que vuelven de la escuela).
—Antes eras un panal.
—Sanamo —dijo—, ¿quieres dejar de hablarme así?
—¡Ay!, ¡ya no eres un niño!
—Pues no lo olvides.
Sanamo se echó a reír.
La casa olía a madera encerada. Con sus fundas blancas, los muebles viejos eran espesos y concretos fantasmas, pesando sin misterio sobre la alfombra. Los retratos de la familia; uniformes azules y oscuras levitas, condecoraciones rojas. Estatuillas de jade y marfil. Manuel se llevó la mano a los ojos.
—No llores —dijo Sanamo—. La vida es esto.
—¿Quieres callar de una vez? No estoy llorando.
—¿No lloras?
—Estoy horrorizado. Nada más.
—¡Cómo hablas!
(¿Cómo puedes entenderme, Sanamo? Tengo miedo por lo que estuve a punto de ser).
Sanamo se encogió de hombros y abrió los brazos. Luego corrió a descorrer las cortinas. (El espeso rumor del terciopelo, la luz rosada sobre la purpurina de los marcos; el piano de cola, viejo y astuto paquidermo, acechando en la sombra; la lámpara de cien bujías, las telarañas que brillan, casi de oro, otra vez ante mí). Las rápidas pisadas de Sanamo hicieron tintinear los cristalinos venecianos. Sanamo empezó a palmear los almohadones, como una mujer que azota a su hijo. Dijo:
—Aquí he venido todos los días, a rezar. A mi modo, ya sabes. Yo tengo mis oraciones.
—¿No fuiste al funeral?
—No, ¿para qué? Estuve aquí, con la guitarra.
De los almohadones brotó un polvillo picante y evocador. (Aquí llegaba yo, por Navidad. Me vestía el traje azul marino con botones de plata, que él me envió. Dejaba el sayal y las sandalias en el monasterio, y él me invitaba a comer. Entraba el sol, aquí, en esta sala, y yo deseaba saber tantas cosas de él, de sus estatuillas y dioses paganos, de sus fanales con asfixiados veleros, y sus buques apresados, en una maligna botella de cristal. Padre mío, ¿por qué me has abandonado?).
—Y tengo muchas cosas que enseñarte, hijo del halcón —hablaba Sanamo—. ¡Príncipe de mi casa, corazón mío!
—Sanamo, basta, no me hables así. A él podía hacerle mucha gracia, pero a mí no.
Sanamo crujió por los rincones, abriendo postigos, de puntillas, como un gnomo. Su risa se confundía con el chirriar de los goznes. (Viejo maligno, cómo te temía y te amaba yo, también a ti, oscuramente, cuando inventabas canciones. ¿Adónde fue a parar tu gorro bordado de Corfú, con su larga borla? Tú me envenenabas con tus cuentos, como él con su silencio. Atrapados, todos, aquí, fanales turbios, verdes botellas vacías, pobres veleros sin viento, ya está hecho mil añicos el cristal, ya han rodado las velas, ¿cómo se puede hacer todo eso con un niño? El veneno de la mentira es más dulce que el de la verdad. Estoy renaciendo del maléfico conjuro. Viejo pervertidor de corazones inocentes, debes cambiar tu lenguaje). Manuel se sentó en el diván con flores blancas y amarillas de la India (entonces olía a almizcle y mirra), y empezó a reírse. Sanamo corrió hacia él, con los brazos extendidos:
—¿Te acuerdas del príncipe encerrado, el del turbante de plata, destinado a morir? Cortó el melón con su puñal de oro, y el mismo puñal cayó sobre su pecho y le partió el corazón. ¡Cómo te hacía llorar, de niño!
Manuel seguía riendo, las manos en las rodillas, la cabeza baja. Era una risa sin ruido, que sacudía sus hombros como un invisible relámpago.
—¿Te acuerdas de nuestras historias? Mira, tú venías ahí fuera, al jardín, te sentabas con las piernas cruzadas y decías: Cuéntame, Sanamo, ¿qué pasó después con el príncipe? Ay, yo hubiera querido decirte: El príncipe eres tú, pero tenía miedo de que el halcón me oyese. No tenía permiso para revelar secretos. Manuelito, tengo miedo, yo también. Me acuerdo de aquel puñal de oro, el que le partió el corazón al pobre muchacho.
Manuel seguía riéndose. Se llevó la mano a los ojos. Era una mano morena, poderosa.
—Tengo miedo —repitió Sanamo.
Manuel se quitó la mano de los ojos y le miró. Sanamo retrocedió un paso.
—¡Tus ojos son dos fieras…! ¿Qué te han hecho, Manuel? ¿Adónde te llevaron, que te han cambiado de ese modo?
—Trae vino.
Sanamo desapareció y volvió con la botella y dos copas:
—¿Me dejas beber a mí también?
—Tú haz siempre lo que te dé la gana, Sanamo. También lo hacías antes, ¿no?
El vino se levantó, rosado, dentro de las copas. Sanamo chascó la lengua y empezó a runrunear una cancioncilla. Como la estela de un barco, Manuel la siguió, en el recuerdo. Bebió.
—¿Te hacían trabajar mucho?
—Estoy acostumbrado.
—¿Eran duros?
—Como todo el mundo.
—¿Qué era lo peor? ¿Estar encerrado?
(Lo peor, estar pagando un error). Se encogió de hombros, y Sanamo llenó otra vez las copas.
—Tu madre… —dijo con vacilación—. ¿Va a venir a vivir aquí, también?
Un odio sumiso tembló en la voz del viejo. (Siempre la aborreció, a mi madre. Y a mis hermanos. Qué rara y podrida fidelidad, la de éste. Todo es consecuente aquí dentro. Sólo yo, como una flecha disparada fuera del blanco, lanzada con fuerza, desviada. Sólo yo, lanzado lejos, ahora, por fin).
—No. Nadie va a vivir aquí, excepto tú. Estate tranquilo, ninguno de nosotros te molestaremos.
Sanamo cayó de rodillas. (Es rara su agilidad, aún). Le rodeó las piernas con los brazos.
—¡Tú no, tú no! —chilló. Vio sus desesperados ojillos inundados de una mezcla de pánico y salvaje alegría—. ¿Cómo vas a vivir tú lejos de aquí? ¿Dónde vivirás?
—Aquí no.
Sanamo deshizo el abrazo de sus rodillas, mirándole desde el suelo.
—¿Dónde vas a vivir?
—Donde siempre, en el declive, con mi madre y mis hermanos. Pero ahora ellos no tendrán hambre.
Sanamo se encogió de hombros.
—¿Qué quieres? La mayoría del mundo pasa hambre. Siempre fue así. También yo, pasé mucha hambre, de niño. Mira mi cuerpo, ¿crees que he crecido normalmente, crees que me desarrollé y crecí como debe ser? Era una ruina, cuando él me enroló.
Seguía diciendo él, con un significado inconfundible, casi eterno.
—Adiós Sanamo.
—¿Adónde vas?
Le siguió con una prisa extraña, no podía precisar si con impaciencia porque se fuera, o con pena de que le dejara.
—¿Volverás? Tengo que enseñarte una cosa, algo que era del señor, y a ti te gustará. ¿Sabes? Ultimamente había comprado una barca, otra vez. ¡Qué belleza!
—¿Dónde está?
—En el Port. La tiene escondida Es Mariné, en el embarcadero. Ya te acuerdas, bajo la terraza… Ahora está eso muy controlado. Pero a él le estaba todo permitido. Y yo me pregunto, ¿qué vamos a hacer con ella, ahora? No creas, es una bonita barca mallorquina, con motor, muy capaz… Aún dábamos algún paseo, juntos. Unas veces iba conmigo, otras con Es Mariné, o solo. Pero ahora… ¿qué te voy a decir? La guerra termina, casi se puede decir que está acabada, ganada, y esas cosas han perdido gravedad. Yo creo que a ti también te dejarán salir con ella, porque tú, ahora, eres su hijo único, real y verdadero.
Manuel se había quedado inmóvil, y Sanamo se alarmó:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así? ¿He dicho algo que pueda ofenderte?
A las tres y media de la tarde salió en la lanchita de Sanamo, y hacia las cuatro llegaba al Port. A la derecha, quedaba la playita de Santa Catalina, con sus barcas abandonadas. Contempló el brillo del sol sobre las conchas doradas, las pitas y los juncos verdes. No era solamente el cementerio de las barcas, sino de algo, algo que durante mucho tiempo guardó en la memoria y que ahora yacía mudo, muerto, apresado en la sequedad de la arena.
Allí estaba, la costa rocosa y poblada de grutas, las casitas casi superpuestas, sobre el embarcadero, con sus largas escalerillas de madera, negras de tanta humedad. (El Port, tantos recuerdos, José Taronjí, Jeza y los hermanos Simeón y Zacarías).
Más apartada, adentrada en el mar, sobre un saliente de la roca, la que fue en un tiempo una hermosa casa, «El Café» de Es Mariné, apareció de nuevo a sus ojos. Sólo quedaba el lujo de la balaustrada, rosada, larga, en la amplia terraza de belleza destruida. Las paredes manchadas, nombres raspados a punta de navaja. Nombres de muchachos, de hombres, que se reunieron allí a beber, jugar o comer, antes de ir al trabajo, o a planear riesgos en una tarde lenta de domingo, con el polvo levantándose en la lejana senda de los carros. (El café de Es Mariné, donde se reunían los hombres a charlar, beber vino y jugar a las cartas, las mañanas del domingo, las noches del sábado. Nido de contrabandistas, pescadores, muchachitos soñadores que grababan su nombre en la pared, con un vago deseo de perpetuidad). En el pequeño embarcadero de Es Mariné, bajo la gran terraza abovedada, decía Sanamo que guardaban la Antínea.
Amarró la lancha y saltó. Dos mujeres, sentadas en el suelo, manipulaban en sus redes, rojizas bajo el sol. Un perrillo husmeaba entre la basura, por sobre las rocas. Olía a pescado podrido, a estiércol. Alguien colocó una hilera de viejas macetas, de donde brotaban geranios escarlata. Las mujeres estaban descalzas. Contempló los pies tendidos de la más joven, sus plantas cruzadas por innumerables surcos. Eran unos pies oscuros, casi negros sobre la arena. Trepó por las rocas, hacia el café de Es Mariné, y, de pronto, le pareció retroceder en el tiempo (un enorme salto hacia atrás, y alcanzó en el aire el cabo suelto bamboleante e indeciso, de un instante mecido en el tiempo, y me regrese). Pero en todo estaba presente una realidad dura, áspera, que resaltaba las cosas, el paisaje, en contornos casi dolorosos. Empujó la puertecilla de cristales, le invadió el olor a moho y embutidos, a aceitunas. La tienda–café–refugio–cubil de Es Mariné, su vivienda, su pasado, su presente, estaba allí. A la derecha, el largo mostrador de madera, los rollos de cuerdas, las jaulas de hierro con sus loros; y, enfrente, la otra puerta en arco, sorprendente, como un aprisionado firmamento, abierto a la luz verde del mar. Una calma inquietante, dolorosa, yacía en todo. Sólo el loro Mambrú se desazonó, revolviendo sus crueles ojos, casi humanos.
De la sombra, salió el cuerpo. Los hombros altos, la pesada cabeza de Es Mariné. Se quedó plantado delante de él. Estaba de espaldas a la luz, no veía su cara, sólo la punta rojiza de su cigarrillo.
—Manuel —dijo—. Sabía que ibas a venir, muchacho.
Le tendió la mano, tras frotársela contra la pierna. Mambrú se puso a gritar algo, y Es Mariné fue hacia el mostrador.
—¿Qué quieres beber?
—Cualquier cosa.
Notaba el paladar seco, una emoción turbia le ganaba, distante dé Son Major, que nada tenía que ver con su infancia ni su dolor antiguo.
—Mariné, quiero hablar contigo.
La mano de Es Mariné se quedó suspensa en el aire. (Tiene miedo de recordar o sentir algo que no desea).
—Nada de particular —aclaró—. Charlar, nada más. Prefiero hablar contigo que con otro cualquiera.
—Ya comprendo:
Es Mariné tomó una botella panzuda y negra.
Sacó dos copas pequeñas y las llenó de un licor espeso y amarillo. Luego, ensartó las copas entre los dedos, y con la cabeza le indicó que le siguiera.
La terraza seguía igual, desportillada, con sus mesas de madera sobre caballetes, llenas de manchas de grasa. Los rollos de cuerda, los botes de alquitrán, los rimeros de cajas y de latas. El mar se extendía quieto y duro, como una superficie de cinc, bajo el verde pálido de un cielo que parecía alejarse, abombarse en un vértigo infinito. No había nubes. Allí, a la derecha, sobre las grutas, flotaba una niebla muy transparente. Se sentaron, uno frente al otro, y bebieron.
Todo era como antes, como hacía tres años, cinco años, diez años. No había pasado nada. (Nadie ha muerto. Nadie vive. Sólo el mar respira y lame inexorablemente los bordes de la tierra, las columnas, y, si no ha mentido Sanamo, los flancos de la Antínea).
—Mariné —dijo, al fin—. ¿Qué fue de todos ellos?
Es Mariné quedó muy quieto, con la enorme cabeza ladeada.
—¿Quiénes?
—Jeza, y los dos hermanos, Simeón y Zacarías.
—¿Aún te acuerdas de ellos, Manuel? Déjalo ya, créeme. Todo eso ha pasado ya. Qué le vamos a hacer. Mira, he oído que te viene ahora una vida diferente. Él era así. Quizá no se portó bien contigo… con Sa Malene, quiero decir. Pero, Manuel, al fin ha sido bueno. Ten respeto por su memoria, yo te digo que era un gran señor. Guárdale respeto y todo el cariño que puedas. Créeme, cree a este viejo, que algo sabe de la vida.
—Yo no he venido a hablar de Jorge de Son Major, Mariné. Quiero hablar de José Taronjí, y de Jeza, y de los dos hermanos.
—¡Olvida, Manuel! —gritó Es Mariné, dando un puñetazo sobre la mesa—. ¡Olvídalos de una vez, o márchate de aquí!
De pronto le pareció que había cambiado, que no era el mismo viejo marino, irritable y seguro, fiel y consecuente a sus recuerdos. Era un hombre temeroso. Pero una enorme tristeza había en sus ojos, en su mirada de ladrón, y su voz tembló al decir:
—Manuel, ya sabes que yo era amigos de ellos. Bien lo sabes tú, mejor que nadie: esta casa era su casa. Yo quise mucho a Jeza. Pero más que a nadie quise a Jorge. Sí, ya sé lo que tú piensas: falsa moneda de dos caras, a todos engañabas. No es así, hijo mío. Yo bien entendía a los unos, pero no podía evitar querer al otro. Era mi vida, qué le iba a hacer, años y años de mi vida con él, en el Delfín. No porque no comprendiera sus errores, iba a dejar de quererle. Pero… hice lo que pude, por Jeza, por José Taronjí —de pronto tuvo un acceso de miedo, pero tragó saliva y añadió—: y, aunque no lo creas, aunque todo me acuse, por ti, Manuel.
—Enséñame dónde se reunían. Quiero verlo, otra vez.
—Ahí arriba, en el altillo —la voz de Es Mariné se convirtió en un siseo—. También se reunían a veces ahí. Pero no fue aquí, gracias a Dios, donde les descubrió el carnicero. Fue allá, en la casa abandonada.
—Yo estaba allí. Había ido a llevarles la comida. Me dejaron tranquilo, porque sólo era un niño, entonces, y porque…
—Y porque sabían que eras hijo de Jorge de Son Major.
Aun, a pesar de todo, Manuel se sorprendió del orgullo que latía en aquellas palabras.
(El carnicero. El brazo derecho de los Taronjí. Los domingos solía vestirse la guerrera nueva, el vientre abultado empujaba los botones, siempre había una punta disparada hacia afuera, y el cinturón, ancho, se le trepaba hasta casi debajo de los brazos. Hacía tiempo que acechaba a José Taronjí, pobre José, torpe, apasionado y dolorido, de lengua blanda e imprudente. Jeza no se fiaba de él, siempre decía: José, me preocupas. La casa abandonada, yo fui a llevarles la comida. En aquellos días, los hermanos y José Taronjí estaban escondidos. Tenían miedo de aparecer por el pueblo. El carnicero me preguntó: ¿Y tu padre? con sorna, y yo dije: Está fuera del pueblo, creo que fue a Palma, por algún asunto. El lunes siguiente descubrió la casa abandonada. Aquel día. Su entrada, seguido del hijo mayor, la luz negra de sus pistolas, las gruesas piernas plantadas, coléricas, convencidas y escandalizadas, firmes contra el suelo, y: contra esto es inútil cualquier cosa; inútil la angustiosa lucha de todos los días, la lucha de las palabras dejando una capa de arena en el paladar, un viento seco que arañaba, que asolaba. Era igual. Allí estaba el hombrecillo consciente, seguro de su inamovible razón, pendiente del teléfono, clamando por la espada justiciera contra los perversos corazones, inútiles y sordos de sus semejantes —no semejantes a él, por descontado—; y el viento seguía afuera, llevándose el rumor de las voces. Dos o tres veces golpeó la rama contra el cristal, luego oí el metálico y vibrante son de los cables del alumbrado, sacudidos. Recordé las hileras de pájaros oscuros, con sus pequeñas garras muertas, que solían posarse en ellos: qué se habrá hecho de ellos, ahora. Habían huido, igual que los días, los minutos. Un viento bastaba para alejarlos, un viento negro y súbito, como bastó para que todo acabara allí dentro. Todo huido, como palabras dichas, como pájaros. Y aquel hombrecillo, el carnicero, seguía erguido, con toda su dignidad de ser respetable, solvente, moral, y gritaba: No os mováis, estáis cogidos, al pobre José Taronjí, a los dos hermanos Simeón y Zacarías. Allí, en aquella playa, bajo aquel sol que ya no brillaba, Jeza me había hablado. El tren pasaba todas las mañanas por aquellos mismos raíles, y detrás del tren (me fijaba sólo entonces, en cuanto pasaba el tren, como si hasta aquel momento el horizonte fuera solamente el borde negro de las vías), el trecho de arena salvaje, con sus delgados juncos amarilleando, azotados por el viento: y luego, la otra arena, la desnuda y limpia, dura, compacta arena de la playa. Todo esto ha terminado; aunque aún tardara días, o meses, yo sabía que había terminado. Un agudo silbido cortó el viento, oí el traqueteo en la vía, vibraron los cristales rotos, y el tren, otra vez, con todas las ventanillas encendidas, como una tenia luminosa, rauda y amarilla; como fosforescentes y raudas armónicas, cruzando la arena de la playa; y recuerdo que brillaban los bordes del mar. A través de los trozos de cristal roto, miré, pensando, con toda la fuerza que cabía en mi corazón: que no venga Jeza, que no llegue, que algo le detenga. Que no descubra a Jeza, porque, entonces, está todo perdido. De alguna parte venía y se acercaba una luna fría, a los bordes del mar, a las olas que nunca acababan de alcanzarle a uno —que nunca acababan de tragársele a uno, como las palabras que siempre amenazaban, amenazaban, y sólo quedaban en eso: arena, espuma. Sólo estaban allí la arena y el viento, aliados, humedeciéndose mutuamente, a trechos. Tras el último vagón huían las lucecillas rojas, como un aviso, como una llamada. Vamos, de pie, decía el hombrecillo justiciero—. Se envolvió bien en la chaqueta negra, y la cruzaba sobre su vientre redondo, casi indecente, y se apartó lentamente de la puerta, siempre encañonándoles: Tú eres el frailecito, ¿no? Da gracias a que eres un niño, sólo un niño que has venido a traer la comida. En aquel momento, estridente, se oyó el chirrido de la puertecilla del cercado, y él, con gesto maquinal extendió la mano hacia la puerta cerrada de la casa, y la dejó suspensa en el aire, ante los ojos ansiosos de José Taronjí y de los dos hermanos. La mano rechoncha, pálida, dura, tomó el pomo de la puerta, prudentemente. Me dio un vuelco el corazón y comprendí toda la realidad de lo que estaba ocurriendo. Porque aquel gesto me había traído de golpe toda la catástrofe: Es Jeza. Ya no hay remedio. Es Jeza, en la trampa, también. Pero no era él, sino el perrillo fiel y ululante del pobre José Taronjí).
—Se los llevaron. Al día siguiente, los Taronjí mataron a José, que intentó escaparse. Pero ¿y Jeza? ¿Dónde está?
—Lo metieron en la cárcel este febrero último. Debe estar aún allí. El pobre Taronjí no interesaba. Jeza era más importante. Supongo que querían interrogarle. No he vuelto a saber de él.
—¿Y ella, la mujer? ¿Dónde está?
—No lo sé —dijo Es Mariné—. Anda, Manuel, olvídalo todo. La guerra está a punto de terminar, cualquier día. Olvida esas cosas.