1

EL autobús llevaba un rato parado, trepidando. Desde la ventanilla veía al chófer, con su jersey verde oscuro, de cuello alto, hablando agitadamente con el dueño del café. La plazuela aún resplandecía, con aquel sol absolutamente salvaje, en contraste con los letreros de la fonda, con los veladores de mármol redondo y frío, con el polvo que el viento levantaba, por sobre el puente. Aquel sol, una bola roja y densa, parecía agarrarse al cielo como un molusco. Llevaban más de diez minutos, lo menos un cuarto de hora, así: parados en la plazuela, el chófer hablando con el del café, el sol luchando con el fin de la tarde. Dentro del autobús, la gente se impacientaba. Eran todos, o casi todos, campesinos, con trajes negros y el cuello de la camisa abotonado, sin corbata. Mujeres, hombres, de rostros espesos y ojos quietos, de brillo charolado y duro, como el caparazón de ciertos insectos. Gentes que bajaron a encargos, a recados; a sacarse una muela, a vender, a comprar. Había un tufillo animal, dentro del autobús, empañando ligeramente los cristales de las ventanillas.

El motor, cerrado en su larga caja, se quejaba opacamente, hacía temblar una muñeca que pendía del parabrisas. Los árboles, castaño y plata, se difuminaban en el cielo. El frío había llegado.

Desvió los ojos del chófer, del hombre del café. En el muro rojo de la iglesia brillaba con pintura blanca un flecha indicadora.

Entrecerró los ojos. Un sopor lento, resbalaba por sus párpados. Y, de pronto, las vio. Dos mujeres, allí delante, como brotadas espesamente de la tierra. La una parada frente a la otra, las dos de negro. Estaban así, mirándose. Quizás una de ellas movía los labios, débilmente. El brazo de la una, extendido, y la mano apoyada en el hombro de la otra. Eran dos mujeres quietas, hablando, mirándose. Las había visto, días atrás, aguardando, en el patio de la cárcel. En aquella mano, sobre el hombro de la compañera, había algo pesado, confuso y zozobrante. Quieta y oscura, con dedos anchos, pesada como una pala, en el hombro, de la otra.

(Me acuerdo de las manos de Jeza, que eran largas, de nudillos un tanto salientes, de color moreno dorado, como la corteza del pan. Unas manos duras, útiles. Casi siempre yo miraba sus manos, cuando le hablaba. Sus manos, mucho más reveladoras que su rostro. Y las manos de Jeza han surgido, ahora, como esas mujeres, de la tierra grasa y aglutinada, de la tierra pavorosa, desde sus muertos, para gritarme. Las manos de Jeza se han levantado entre el sopor, en medio de las dos mujeres enlutadas. Están ahí, abiertas, como un monstruoso abanico).

Saltó del asiento, tropezante, y fue hacia la portezuela. Temblaba, como un cobarde. Dijo una mujer:

—Anda, mira qué… Todo el rato parado, y cuando vuelve el chófer, se le ocurre bajar.

El chófer acababa de tirar bruscamente la colilla al suelo. La aplastó bajo el talón, y volvía al coche, frotándose las manos. Chocaron en la portezuela:

—¡Qué nos vamos…!

No hizo caso. Salió del autobús, como un perro encerrado, que ve, de pronto, la libertad.

El chófer se asomó a la ventanilla, gritándole. El viento levantaba su pelo, negro y sucio. Las mujeres hacían gestos, mudos, estúpidos, levantando las manos, allí dentro, al otro lado de los vidrios empañados. Alguna risa. El chófer gritaba:

—¿O sube, o qué?

Él seguía quieto, con las manos en los bolsillos, súbitamente envuelto, azotado por el frío. El chófer dijo:

—¡Qué me voy…!

Arrancó el autobús, y, tras el humo negruzco, y el olor a gasolina, aparecieron de nuevo, como tras un telón: las dos mujeres, una frente a la otra, enlutadas, hablándose. La mano de la una sobre el hombro de la otra.

(Me acuerdo de que Jeza hablaba poco. Solía quedarse así, parado, escuchando; y, de repente, levantaba una mano: extendida, la palma hacia afuera; y aquella mano lo borraba, lo absorbía todo. O las dos manos, súbitamente cruzadas, con los nudillos tirantes. Jeza decía pocas cosas, pero cosas que se escuchaban. Jeza hacía mucho más de lo que decía. Pero Jeza ya no puede hacer nada. Jeza ya no es nada, apenas eso: un sobresalto, unas manos alzadas de entre los muertos. Y los muertos, ¿qué cosa de particular tienen los muertos ahora?).

Una de las mujeres dijo:

—Ha perdido el auto.

Le estaban mirando. Seguían con el brazo entre ellas dos, como una rara alianza. Él dijo:

—Sí.

La mujer que tenía la mano sobre el hombro de la otra, le miró de arriba abajo. Tenía el pelo oculto bajo un pañuelo negro, anudado en el cogote. La otra aparecía sumisa, como dulcemente amodorrada por el peso de la amistad, de aquella mano amiga en su hombro. Así, al menos, se lo parecía. Como si la una estuviera consolando a la otra de algo grande y terriblemente sencillo, como la muerte.

—¿Se le escapó, o lo dejó ir?

Quiso contestar, pero no podía decir nada. Y la mujer se encogió levemente de hombros, para añadir:

—Lo pregunto, porque ese chófer es tan animal, el pobre… Por eso le pregunto, no por más.

—Lo dejé ir.

La mujer hizo un gesto vago, con la cabeza. Luego miró a la otra, que seguía sumisa, espesamente dormida en aquella mano. Se despidieron, se apartaron la una de la otra. Se fue primero la que no había hablado, con pasitos de cabritillo perdido, arrebujada, los brazos cruzados sobre el estómago. La otra, se volvió una vez más a mirarle, antes de ir hacia el puente.

El sol había caído, todo aparecía envuelto en un frío azul, fosforescente. La flecha blanca indicaba un desconocido camino.

(Cuando vi a Jeza tendido, terroso, los ojos abiertos pensé: Nunca más sonreiré, nunca más me podrá parecer alegre ninguna cosa, nunca más tendré gusto por cosa alguna, en esta tierra. Y, sin embargo, ha seguido todo, como antes. Como antes de conocerle, incluso. Jeza ha muerto. Muerto, y nada más. Casi nunca hablaremos de él. Como si no hubiera nacido. Está muerto, eso es todo, muerto, y rebasado por los que vivimos, por los que seguimos respirando todos los días. Riéndonos, llorando, rabiando, alegrándonos, callándonos. Vivos y pisando la tierra, amasada de rostros y ojos y manos como Jeza, y huesos, como Jeza, y derretidos jugos negruzcos, como Jeza, y agujeros oscuros y macabros, como Jeza. Así es, y no hay que darle más vueltas. Jeza ha muerto, la cara pegada a los huesos como una corteza de barro que fuera a cuartearse de un momento a otro. Y los ojos, así, como dos pedazos de vidrio, no son ojos, no son nada: ni siquiera las doradas y viscosas hojas de la última primavera, sobre la tierra quemada. Ni eso, siquiera. Ni terror daban, siquiera. Muerto, y sólo muerto).

Irrumpió por la esquina un tropel de muchachos, gritando. El primero, de unos diez años, de piernas cortas, con calcetines negros.

(Un cobarde, sólo soy un cobarde, dejando escapar el autobús, bajando tres, cuatro, cinco —no lo sé exactamente—, pueblos antes, para no tener que enfrentarme con ella, con sus ojos redondos y febriles, sus ojos de muchacho —nunca podré pensar que tiene ojos de mujer—, y decirle lo que me está royendo. La miraré, me acercaré, y ella me estrechará la mano. Y me preguntará, sin palabras, simplemente con los ojos, con el gesto: con el movimiento rápido de echarse hacia atrás los cabellos, ¿y Jeza?).

El tropel de niños se detuvo. El muchacho de los calcetines negros le miraba, con la boca un poco abierta. Era un niño, sólo un niño, y, sin embargo, ya se le transparentaba en las facciones el hombre que sería (el hombre sensato, fuerte, impío, irreprochable, que será, le empuja de dentro afuera el abombamiento de la frente, los globos de los ojos, la ensalivada boca entreabierta). Sintió una ira rápida y estéril.

—¿Qué miras? ¡Lárgate!

El niño miró a sus compañeros y alzó un hombro. Llevaba en su mano derecha un aro de alambre, sujeto por un gancho de hierro. Le trajo, un tiempo, unos días, una voz que le mandaba callar: el hijo del carnicero tenía un aro como aquél. (Esos aros, ya no los utilizan más que los niños de los pueblos perdidos. Ya no los usan en las ciudades, los niños…). El muchacho habló algo en voz baja, con sus compañeros. Una risa tímida les zarandeó, cruzó sus pequeñas bocas movibles, rauda y un poco asustada, como una lagartija. Se perdieron otra vez, gritando, con un ruido como de cables golpeados: todos llevaban aros de alambre grueso, sujetos con ganchos de hierro. Hacían carreras. Se lanzaron, carretera abajo, entre las hileras de los castaños, más allá del puente. Un resplandor, parecía acompañarlos ahora, en su destemplada huida. (Cobarde, cobarde, cobarde. Eso soy yo, un cobarde). Volvió la esquina de la plaza.

Vio un café de grandes puertas, en la calle que subía hacia los aserraderos. Toda la calle se había puesto, de un golpe, a oler a madera.

Había veladores de mármol, con un agujero en el centro. (Seguramente, en el verano, incrustan aquí, sombrillas y parasoles desteñidos, recalentados, y el sol será como puñados de polvo, rojo y feroz, contra las fachadas). No había nadie en los veladores. Una mosca aterida trepaba ciegamente por el cristal de la ventana, por la parte de dentro. El mozo le dio con la servilleta que llevaba desmadejadamente sobre el hombro, retumbó el cristal, y cayó la mosca. El mozo le sonrió a través del cristal, sin ningún calor. Luego, dio vuelta, se acercó:

—¿No tiene frío? —le dijo—. Nadie se Sienta ahí, en este tiempo. Dentro tenemos encendida una buena estufa.

Nadie se sienta aquí, ahora. (Todos hacen lo mismo. Un grupo dice lo que se debe, o se puede hacer. Los otros imitan, obedecen). Entró.

Por la boca abierta de la estufa, rojeaban las llamas. El mozo parecía ahora satisfecho, hurgando en el fuego con un ganchito, abriendo y cerrando la pequeña ventana. Era como un grande y hermoso juguete, del que estuviera muy orgulloso. Le miraba, de tanto en tanto, y le sonreía:

—Calienta, ¿eh?

—Sí. ¿Hasta cuándo no sube otro coche?

El mozo hizo un gesto vago.

—Ya vi, se le fue en las narices… pero ese chófer… ¿Lo dejó ir a propósito, o se le fue?

Se limitó a desenvolver despacio los terrones de azúcar. Sobresalía uno de ellos de la diminuta taza marrón, y se iba tiñendo menuda y rápidamente de café, derritiéndose.

—Bueno —dijo el mozo—. Sale otro, mañana por la mañana, a eso de las once. Pero sólo llega hasta el empalme…

Dijo un nombre que no le inspiró ningún sentimiento, que no le traía nada a la memoria.

—Luego, sólo hay uno, a la tarde… Vamos, el suyo: ya sabe.

El café, aguado y demasiado azucarado, tibio, se enfriaba, definitivamente, en el fondo de la taza.

—Es bueno —dijo el mozo, con un débil parpadeo. En aquel parpadeo había sumisión, modesto contento, perplejidad, admiración—. Es bueno, el dueño ha traído una máquina muy buena. Creo que es la mejor que hay aquí.

Manuel le sonrió débilmente, y pagó. Se inclinó sobre el dinero, y, de pronto, su sonrisa desapareció, sus ojos se secaron. No había propina.

—¿Sabe dónde puedo pasar la noche?

—Aquí tenemos habitaciones —de nuevo la sonrisa afloró, esperanzada.

Le despertó un fuerte olor a lejía, y la canción desaforada de la criadita. El sol entraba por las persianas, no había cerrado los postigos. Tenía sed. Miró en seguida el reloj, con temor de que hubiera pasado la hora. Pero en seguida recordó: no, el de las once no llega más que hasta el empalme. Como si sus pensamientos se hubieran puesto a gritar, como la voz de la muchacha que fregaba el rellano, allí, justamente detrás de la puerta, el mozo aporreó su puerta y dijo:

—¡Oiga usté, que si quiere, hay un coche que va allí!

—¿Cuándo? —su corazón se puso a barbotear sordamente, como un viejo y destemplado motor.

—Ahora… dentro de veinte minutos, dicen.

—Bien, voy en seguida.

Había un lavabo desportillado, de porcelana, con una jarra. Se la echó por encima de la cabeza y la nuca, con un estremecimiento.

Salió al rellano, sus orejas ardían. El mozo le preguntaba: ¿Café? Con la esperanza de volver a usar la máquina. En el rellano, un antiguo reloj de comedor, señalaba las diez y media. Miró otra vez el suyo con estupor: en la pequeña luna las agujas marcaban las siete y dieciséis.

—No haga caso, está parado —rio el mozo, disparado escalera abajo, hacia la cafetera, lleno de inefable placer. Sus manos manejaban con febril voluptuosidad la máquina. Un vapor ruidoso y cálido empañó el metal. Le sirvió la tacita con una sonrisa de ensueño, sosteniendo el platillo con las dos manos.

—Bueno, bueno —dijo el mozo, mirándole, frotándose las manos—. Y ve, me dijeron: sale uno para allí, y me dije: voy a avisar al joven de ayer, el que perdió el autobús

Bebió un sorbo de café. En la calle fría, dos hombres cruzaban envueltos en sus abrigos, y una nubecilla de vapor salía de sus bocas. En la esquina de la plaza, sobre dos toscas puertecillas pintadas de amarillo había escrito con letra roja. MUJERES Y HOMBRES. Por debajo de las puertas desbordaba la humedad y un fuerte olor a amoníaco.

—Es un taxi —dijo el mozo, precediéndole. A la luz pálida de la mañana su chaqueta tenía el amarillo de los viejos manteles guardados en el arca—. Mire: le salieron dos clientes y le sobraba un asiento.

Sintió un repentino malestar, y como si la débil sonrisa que flotaba en torno al mozo cayera al suelo, en torno a ellos dos, como una lluvia de arena. Se sintió miserable. (Ir a decirle: no pienses más en él, no esperes nunca noticias de él. Tienes que saberlo de una vez, está muerto).

2

MARCELA decía:

—No abras la ventana.

Pero ella la abría, porque si no, le parecía que se ahogaba. Marcela acababa de encender los leños, en la pequeña chimenea del rincón.

—Te digo, ¿para qué encender, si te plantas tú ahí, delante de la ventana? Nunca te curarás así.

Lo que más le gustaba a ella de Marcela, era eso, precisamente, que no andaba nunca con paños calientes, que decía siempre la verdad, o lo que ella creía la verdad. La piedad era otra cosa. En un principio (hacía ya meses largos, parecía mentira), le dijo: Muchacha, qué mala cara te veo. Qué mala cara. Lo dijo así, de pie, delante de ella, con las macizas piernas bien asentadas contra la tierra que pisaban. Y no sintió miedo, al oírla. Más bien, una rara sensación de seguridad. Ahí había, por lo menos, alguien que no adulaba, que no mentía. Sí, la piedad era otra cosa, y Marcela estaba en su verdadero sentido.

—Estas casitas de m… —decía ahora Marcela, con cierto jadeo en la voz, a causa de su postura inclinada—, es lo único bueno que tienen: que se calientan en un momento. Están todavía húmedas las paredes, pero así y todo, no es como la otra, que ya en los últimos tiempos entraba el viento por todas las rendijas. No era casa, era un colador…

Se oyó llorar al niño.

—Ahí está —dijo Marcela. Y se le llenó la cara de resplandor. No era únicamente el reflejo de las llamas, era su resplandor, el que le subía a veces a los ojos (llenos, parece, de todos los recelos y el dolor del mundo), y, sin embargo, como bañados de pronto por una luz, igual que una ola (insospechadamente, nunca se sabe por qué, ni cuándo). La miró, con la admiración sin límites que sentía por Marcela en esos instantes. Una admiración y un candor que cortaban todas las palabras, incluso los pensamientos. Marcela podía ser, de improviso, la tierra entera, con sus árboles, ríos, costas, montañas y caminos. Huían, entonces, todas las cosas leídas o aprendidas, las letras, como vanos pájaros del pensamiento de los hombres.

—Pero bueno, ¿no oyes a tu hijo? —chilló Marcela.

Fruncía las cejas, y ella corrió al cuarto de al lado, como sonámbula, abrió los postigos y lo vio, al niño, sentado entre las mantas arrugadas, congestionado de tanto gritar y los ojos achinados por el llanto. Lo cogió en brazos. El cuerpo era tibio, apoyó la cabeza cubierta de brillante pelo rubio contra su hombro, y empezó a hipar suavemente. Ella le puso una mano en la nuca, quieta, que deseaba aplacar, amansar, como la mano de Marcela. Pero su mano era demasiado rápida, demasiado dura. No sabía. Sólo Marcela podía hacer estas cosas. El niño cambió el hipo por un ronroneo especial, casi era una cancioncilla. Apartó la cabeza, y le miró. (Casi dos años. Dos años de alentar, de mirar con ese par de ciruelas húmedas, de color avellana. De oler la tierra, los leños, el humo, los árboles, las ortigas enardecidas por el sol. Casi dos años de llorar y pedir alimento, de buscar ciegamente, ingorantemente, la razón de ser. Las paredes blancas bajo el sol. La razón de todas las cosas…).

—No llores —dijo.

—Sí, ha muerto —dijo Manuel, por segunda vez, como un obseso.

Ella había oído, y, sin embargo, seguía allí, delante de él, con el hijo colgando del cuello. Una estampa de mujer, tal como la representaron durante siglos y siglos en cuadros, murales, vidrieras, láminas, esculturas, fotografías y grabados. La estampa de la mujer, y, sin embargo, no lo parecía. Por culpa, quizá, de aquellos ojos con los que no hubiera querido enfrentarse jamás. Los ojos asombrados, incrédulos, de un chicuelo.

—Siéntate —dijo.

Él mismo le tendió la silla, pero ella seguía quieta. Marcela apareció en la puerta, mirándole salvajemente.

—¡Bruto!

Manuel se sentó, temblando, en la misma silla que ofrecía. Temblando, no porque él lo supiera, sino porque lo veía: sus dos torpes, estúpidas manos, temblando delante de sus ojos.

—Eres un bruto —añadió lentamente Marcela, a su lado—. Sólo los brutos dicen las cosas así.

Una espumilla blanca apareció en los labios de la mujer de campo (de la labriega enfurecida ante las alimañas. Recuerdo como una vez vi a una mujer de campo segar en dos, con la hoz, las crías de la raposa).

El niño empezó a reírse, señalando con su mano gordita a Marcela. Quizá le hacía gracia verla enfurecida. (Enfurecida por la muerte de Jeza. Jeza es el padre de este niño, y este niño no conocerá, no vivirá como estamos viviendo, agónicamente, desde hace meses, esta muerte. Nunca. Crecerá, le dirán: tu padre murió. Y él sabrá aquella muerte, oirá aquella muerte, pero nunca conocerá esta muerte, como la estoy conociendo yo. Como la está conociendo ahora, en este momento, ella).

—Calla —dijo la mujer, entonces.

Su voz sonó rara. Era muy extraño oír su voz, en aquel momento en que los leños estallaban en la chimenea, con pequeños chasquidos, esparciendo un tenue silbido de gas en combustión, y un olor tibio y cosquilleante. Marcela se desplomó en una silla, apoyó la frente en un brazo —un brazo robusto y oscuro, con la manga arrollada hasta el codo—, y lloró silenciosamente. Fue la voz fría, despersonalizada de ella, lo que la hizo llorar, como bajo un resorte.

El chófer apareció en el marco de la puerta. Venía frotándose las manos con un trapo, tiznadas de grasa negra.

—¿Va a volver, o a quedarse? —preguntó.

Era un hombre rechoncho, peludo. En aquel momento se dio cuenta de que no le habló en todo el camino.

—Espéreme —dijo—. Vaya a tomar un vaso… espere, aún no he decidido.

El chófer echó una rápida mirada a las dos mujeres, y sus ojos se abrieron un poco. Hizo un gesto vago, diciendo:

—No se apure, no hay prisa…

Salió, y vio el brillo húmedo de sus ojillos. (Mercaderes por todas partes. Siento cansancio. Lógicos, sólidos, naturales mercaderes. El mozo con el platillo de la taza entre las manos, sonriéndome. El chófer, dando facilidades. Todos, sentados pacientemente a la puerta de su tienda, esperando. Esperándome. Abanicándose el sudor, y esperándome. Gordos, sabios, útiles mercaderes. A la puerta de las guerras, a la puerta del hambre, del deseo, abanicándose, sonriendo, esperando. La vida es eso: un rechoncho y paciente mercader, sentado a la puerta de su tienda, de su puesto, de su cuchitril: esperando, con un brillo contenido y ácido en los ojillos. Conozco muy bien esta imagen. La vida es esta imagen. Sólo la muerte, como Jeza, tiene la gran serenidad, la suntuosa mudez. La muerte, la muerte, la muerte. Estoy, ahora, totalmente desamparado, como no me había sentido jamás en mi solitaria vida. Un desamparo raro, que no desea afectos ni solidaridad humana, que no desea vecindad de hombres, que no pide nada a la tierra. Es desamparo de la muerte. Estoy asombrado, asustado de este pensamiento. La muerte me ha dejado solo. Sólo la muerte es mi aliada, podría ser mía, y me ha dejado solo. Cuando Jeza vivía ya sentí vagamente esto. Y ahora Jeza me lo ha arrebatado todo, me ha dejado sin muerte, sólo con vida: con esta clase de vida sin razón ni convencimientos, encadenando minutos y segundo. Sólo Jeza sabía, sólo Jeza estaba seguro, y se llevó con su inamovible seguridad, la seguridad total de la muerte, mi gran razón).

Un sol inaudito salió tras la neblina, iluminó las paredes, la mesa de madera, los cacharros de cerámica tan amorosamente buscados y clasificados por ella (por sus ojos de muchacho que está, aún, descubriendo los inmensos tesoros de la tierra). Casi sin transición, todo se llenaba de luz (pero es una luz de negrura, como un relámpago que todo lo vuelve de día en un segundo: pero un día incrustado en la noche, y, apenas desaparece el relámpago, la noche existe aún, y se desborda sobre nosotros, nos pesa, nos invade como un mar. Es como repetir un trozo de vida). Se sentó a horcajadas, en la misma silla que le ofreció a ella. Se sentía espectador de sí mismo, con los brazos colgando como péndulos, y temblando. Otra vez, otra vez la misma historia.

(En el declive, la casita como un cubo de cal, el huerto húmedo y luminoso, el zumbido de las abejas y el mortificante aroma de las flores, enturbiando la razón; y mi madre estaba frente a mí, callada, temblando, mirándome con sus ojos azules, donde el mar espejeaba siempre. Y también entre ella y yo había un hilo sutil, que nos unía más que todas las palabras. En la barca estaba el cuerpo muerto de José Taronjí. De mi padre, me esforzaba, aún entonces, por decirme, golpeándome la palabra sienes adentro, como un salvaje golpea rabiosa y tozudamente un pedazo de cuero tensado. Pero el nombre de otro, de otro, estaba entre el hilo que nos unía a la madre y a mí, asesino por omisión, por indiferencia, por desprecio, por egoísmo. Del peor de los asesinos, a quien yo amaba, entonces, todavía).

—Perdóname —dijo.

Ella se apoyó en la pared. El sol despedía ahora llamas de su pelo. En la raíz, en aquella raya limpia y recta que dividía en dos sus cabellos, el rubio era casi blanco, brillante. Luego se doraba lentamente, como si muriera (como toda ella, una llama que nace rebelde y se apaga, se abate).

—¿Cuándo fue? —preguntó ella, al fin.

(Igual que mi madre: ¿Cuándo, hijo? Y yo le dije: hace poco. Se quiso escapar, por lo visto… Le encontré en la playita de Santa Catalina, junto a una barca abandonada… Y, en aquel momento, como ahora, soy inútil, soy un estorbo, como todas las cosas y los seres, para ella. Y, ni siquiera, sé dónde está la razón de las cosas, ni de la muerte, como lo sabía Jeza. Por eso está muerto él, y yo, en cambio, que nada soy y nada hice, sigo viviendo).

Dijo:

—Ayer fui a verle* no me habían dicho nada… Me hicieron esperar, y luego me dieron un paquete, con sus cosas. No sé tú… No sé si lo querrás guardar.

—¿Lo viste?

—Sí.

Lo repitió dos veces, tontamente. Ella le devolvió su misma mirada asombrada. Nada más.

Luego, dio media vuelta y se fue hacia la puerta. Miró, por encima del hombro, la cabeza del niño (tienen los mismos ojos esos dos). Marcela levantó la cabeza. Las lágrimas brillaban en las comisuras de su boca, detenidas. Dijo:

—Te voy a decir una cosa, Manuelito.

(Cómo me extraña, ahora, ese diminutivo. Cuando las mujeres como Marcela llaman a los hombres con nombre de niño, algo está ocurriendo, algo que conmueve o exaspera).

—Te voy a decir una cosa —repitió, solemne. Había cogido un cuchillo de sobre la mesa, y empezó a raspar el borde, sin llegar a cortarlo; sólo con un amago de algo cruel y contenido, algo más que un grito.

—Maldito sea el culpable de la muerte de Jeza, y que Dios no tenga piedad de él.

En aquel momento no había odio en los ojos de Marcela. Sólo un lamento quieto, pasivo. (Como brotado de lo profundo del agua: como cuando yo me asomaba al pozo y oía el eco del silencio).

—Era como tu hermano —dijo, Manuel, casi sin darse cuenta. Ella le atajó, con un movimiento brusco de su cabeza.

—Era mi hermano. Mi hermano, ¿lo oyes? Más que lo fueron Simeón y Zacarías. Jeza era mi hermano.

(Hermanos, hermanos míos, dónde estáis. Os he buscado tanto tiempo, he aprendido vuestros nombres, hermanos míos, ¿dónde estáis? Os buscaba y erais cifras, hermosos nombres, voces que llamaban y no entendía. Hermanos míos, ¿no os acordáis de cómo quise bajar a vuestro huerto? Hermanos míos, todo me es culpable. Todo me acusa de culpable, porque la traición va conmigo, como mi peso. De niño yo quise amar. Después supe que no era amor, porque el amor me lo enseñaron allí, donde el amor es otra cifra más, y me dije: no es amor lo que debe repartirse, como se reparte la simiente de los campos. Ni razones, ni palabras, Jeza era un hecho viviente, un hecho, no una cifra, no una palabra, no un bosque de palabras, donde los hombres buscan, inútilmente, hermanos. Y esa mujer que dice: Él era mi hermano, sin que en sus venas corra la sangre perdida de Jeza, sabe más que yo de todas las cosas de los hombres. Ahora, sólo me llega el odio. El odio sin pasión, por todo aquel que deformó mi vida. Por todo aquel que me dijo: Ven conmigo tú eres el rey de mi casa, y me obligó a decir: No, yo soy de mis hermanos. Y mis hermanos no me recibieron).

3

ES raro que esté aquí, delante de nuestro hijo.

Es raro que sea nuestro hijo, y se llame Alejandro. Es muy raro todo esto: esta casa, esa mujer que se llama Marcela y se cree hermana de Jeza, ese muchacho que se llama Manuel y que me habla como si fuésemos algo el uno del otro. Quiero decir: es raro que alguien crea tener que ver algo conmigo, amistad, simpatía, simple conocimiento. Yo no conozco a nadie, no sé nada de nadie. Yo sólo conocía a Jeza. Quisiera saber dónde está Jeza, porqué Jeza no muere, Jeza no muere, porque estoy aquí, de pie, y miro los ojos de Alejandro, que me miran también. Es raro que el niño no llore. Veo brillar sus ojos y su nariz es una mancha aplastada, con dos agujerillos rosados. Alejandro es el hijo de Jeza, pero no me parece que tenga nada que ver con él. Es muy raro, muy raro todo, pero yo soy mucho más de Jeza que este niño. Yo, mi cuerpo, mis cabellos, mis dientes, mis ojos, mi piel, han recibido más de Jeza que este niño, que es su hijo. Jeza está mucho más en mí, que en este niño. Debo, pues, cuidarme, alimentar a Jeza en mí. Pero no, todo esto es inútil, todo esto es vano y estúpido.

Aún no ha llegado el dolor, estoy asombrada, sí, estoy muy asombrada, con mis veintidós años encima, y la muerte de Jeza encima de mis veintidós años. Así, pues, he ido creciendo y renovándome en veintidós años, para la muerte de Jeza. Este niño no tiene mucho que ver con nosotros. Es algo que pesa más que el cuerpo, que la sangre. No sé cómo se llama, ni qué es. Yo elegí a Jeza. Yo le elegí y él me aceptó. Eso es todo. Nadie ha elegido a este niño. Pero no quiero vivir acechada por recuerdos. Siempre a cuestas con los recuerdos, no, no puede ser. Deseo desembarazarme de eso. Como hacía Jeza. En caso contrario, él lo habría hecho así. En definitiva, no existe otro deber que éste, en la tierra, para mí: olvidar lo que debo olvidar, y avanzar. A alguna parte llegaremos. Nosotros, nuestros hijos o nuestros nietos. Me costará mucho olvidar a Jeza, teniendo en cuenta que no debo olvidar lo que él decía, lo que él hacía. Porque Jeza está presente, ya para siempre, en todo lo que yo haga. También en Manuel. Era necesario que muriese, tal vez, para que empezáramos a comprenderle. Incluso Marcela. Marcela que decía de él, cuando temía por él; ése es terco como una mula. Incluso ella ahora empezará a entender algo de él. Él estaba, en realidad, rodeado de ciegos, de dubitativos, o de una fidelidad ignorante que no le podía satisfacer. Mi fidelidad, no le podía satisfacer. Jeza me decía: Quiero que entiendas el por qué de todo esto, no quiero que lo hagas por mí, o porque lo creas bueno. Quiero que sepas por qué te parece bueno. Yo no le entendía. Sólo ahora, en esta oscuridad, en este silencio atroz que empieza a rodear y a negar todas las cosas, creo que empiezo a explicarme sus palabras y sus acciones. Jeza, Jeza, ¿dónde estás ahora? ¿Qué vas a hacer ahora? Eres tú un hecho total y cerrado, un hecho que pesa sobre nosotros. Decías pocas cosas, Jeza, tú hablabas pocas cosas. Nadie más concreto que tú, ahora. Has sido algo, algo que ha ocurrido, ciertamente, que ha ocurrido. Nosotros no, nosotros pasaremos como algo que fue dicho. Algo que fue deseado, explicado, escrito. Tú eres algo que ha sucedido, Jeza. Que está sucediendo aún Jeza, en mí, en Manuel, en todos los otros, en la tierra. Jeza, Jeza, no he aprendido nada de ti, aún. Ahora que estás muerto, empezaremos a entenderte nosotros. Qué fácil puede ser, quizá. Pienso si te alegraría. Pero a ti te alegraban pocas cosas, y siempre inexplicables: la lluvia, el pan. Marcela decía: Éste es fácil de contentar, pobrecillo. Se conoce que siempre está bullendo por dentro con otras cosas. Y, sin embargo, nada parecía más simple que tú. Nosotros éramos a tu alrededor como revoltijos de púas, de podridos deseos, de podridas esperanzas. Tú eras como un árbol, debías ser, eras. Nosotros deseábamos ser. Jeza. Deseamos, deseamos ser, Jeza. Un árbol no muere. Eso eres tú. Eres un algo, como un árbol. ¿Qué quiere decir Manuel, cuando dice: Jeza ha muerto? Nunca he oído nada más estúpido. Es como si dijera: Sabes, aquel árbol ha muerto. Es lo mismo. Tengo que entender bien esto: ni palabras, ni falsos conceptos, ni convencionales razones. Lo único que es cierto es lo que ocurre. Jeza es algo que sucede, algo que está).

En aquel momento el niño lloraba, forcejeaba por bajarse de sus brazos. Se dio cuenta, porque Marcela se lo quitaba de los brazos, y le ponía una mano en el hombro. Decía, Marcela:

—Ven, muchacha, ven.

Pero ella movió negativamente la cabeza. Miraba la puerta, el cuadro de luz por donde salía Marcela con el niño de la mano. Sus piernas robustas, que no hacían ruido. Oía unas pisadas, lentas, crujientes. Eran las pisadas de alguien que duda, indeciso y desamparado. Era muy raro Manuel. Parecía mucho más desamparado que ella, mucho más solitario, más despojado que ella, por la ausencia de Jeza. Y de pronto, como un golpe, algo quebró el frío. (Algo dobla las altas ramas que se mecen dentro de mí, como se mecían las ramas del manzano. Algo como una lluvia, atroz, devastadora, brutal, porque no está. Ausencia. Manuel está más despojado por la ausencia de Jeza. Ausencia es esto. No veré más a Jeza. Yo, no veré más a Jeza. No veré sus ojos. No veré más sus manos. Yo no veré nunca a Jeza, Alejando no verá nunca a Jeza, nadie verá jamás a Jeza. ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que nadie vea a Jeza? ¿Cómo es posible que contra todo mi valor, contra toda mi razón y empeño, sea esto tan profundo y demoledor? ¿De qué especie maldita es esta carne nuestra para que sea tan monstruoso, tan insoportable no ver a alguien? ¿De qué miserable raíz brotaron mis ojos, para que sea tan cruel, tan asolador, no ver a Jeza? Me digo, me digo, ay, que no debo recordar, porque recordar es arena seca y vana, arena que no fructifica, entre los dedos. Pero yo sé. Yo no recuerdo, pero yo vivo el no ver, yo vivo cada minuto, viviré cada minuto, ausencia, ausencia; no ver. Jeza se acercaba a mí, y yo, de pronto, en medio de la luz, lo formaba: lo iban formando mis ojos, ante mí, grano a grano de luz. Nunca más veré a Jeza, nunca más veré a Jeza).

Se rompía todo, se abría en dos, y recordó a Marcela, que con sus potentes manos de labriega cogía el fruto sospechoso entre sus dos manos, y sin ayuda de cuchillo lo partía, y veía la desgarradura crujiente de la pulpa, dentada en dos, y la voz de Marcela que decía: Está vana, ¿ves?, tan lozana por fuera y agusanada por dentro. Ahora, todo se rompía, se agrietaba, entre dos manos bestiales contra las que la razón, el juicio, no podían nada: estaba agusanada la razón, estaba lozana por fuera; tersa, pura y sencilla razón, sólo en la piel. (De alguna materia innoble crece el hombre, que al rajarse en dos aparece la pulpa mordida, quemada, roída por un oscuro gusano). No tenía lágrimas, ni una sola le brotaba, y, sin embargo, por aquel fuego interno, por aquel sacudimiento que no podía controlar. Lloraba despacio, mudamente, con los ojos secos.

4

Q vas a hacer, ahora?, preguntó Manuel. Estaban sentados uno frente al otro. Entre los dos, separándoles, aquella mesa que Marcela holló con el cuchillo, como si quisiera en su gesto raspar toda la maldad del mundo. Ella seguía mirándole, pausada, casi inhumana.

—Pero yo no sé… No sé qué puedo hacer por ti. Dímelo y lo haré. En realidad, sé tan poco de ti… Casi nunca te había visto antes.

Inesperadamente, ella habló:

—¿Cómo empezaste a escribirme?

—Verás: fui al Port, tenía una gran necesidad de volver a aquellos días. Es Mariné me dio la dirección de Jacobo, y él me lo dijo: Jeza está en la cárcel, y ella en un pueblo del interior, con la hermana de Zacarías y Simeón. Entonces empecé a ir a la cárcel, a verle. Temía que me pusieran reparos, pero… Ya sabes, mi situación ha cambiado, últimamente. Antes todo se me negaba, y, ahora, soy un privilegiado. Ahora, todo, o casi todo, me está permitido. Entonces empecé a enviar cartas a Marcela; sabía que te las darían a ti.

—Nunca te di las gracias, pero tus cartas fueron lo único bueno de estos últimos tiempos. Yo no podía verle, ni escribirle. Gracias, Manuel.

—No digas eso —su voz sonó brusca, y (ah, viejo Sanamo: Te has vuelto muy brusco, Manuelito), sintió un dolor físico, inaguantable, allí, justamente en la yugular (tan vulnerable a la muerte).

—Habrás oído cosas de mí —dijo ella.

Como algo que estaba largamente oprimido, su voz se levantó, con la sorpresa del agua, del fuego, aflorando repentinamente a la tierra indiferente de los hombres.

—Supongo —añadió—. No estaba bien vista por estos lugares. Ni siquiera por los amigos de Jeza. Nadie me quería, y tenían sus razones. Yo no era de fiar. Tenían razón.

—No me importa —dijo él, apasionadamente—. No me importa nada de lo que puedan decir. Yo sabía que tú eras su mujer. Eso era bastante. Sabes, Jeza se ha convertido para mí en lo único asible. Sobre todo, ahora, que está muerto. Lo demás no puede conmoverme demasiado, el mundo sigue siendo una cosa extraña, para mí. Sólo Jeza podía dejarme adivinar algo. Te pido a ti que…

Se calló, intimidado. Ella le mirada de forma nueva, sorprendida y, casi, monstruosamente feliz.

—Dime —dijo, casi sin voz.

De improviso los dos se habían puesto a hablar bajo (como si cien mil orejas, como si monstruosas y malignas caracolas, se abrieran, apostadas en la tierra, a nuestro alrededor).

—¿Qué es para ti, él? ¿Por qué ha cambiado tanto, a los demás…? Sabes, Manuel, hay algo que yo no puedo comprender. Jeza era algo inalcanzable, era algo que todos deseábamos, pero, a veces, pienso… parece, como si nos lo hubiéramos inventado. Tú me dices, ahora, que lo veías; y yo me pregunto si alguien le ha visto alguna vez, o sólo somos nosotros, que lo llevamos dentro, como un deseo.

—Lo he visto —dijo él, con firmeza—. Hablé con él hasta once veces. Había dos rejas, y un hombre entre los dos, escuchando todo lo que decíamos. Pero yo le veía allí, detrás de los hierros, y eso me bastaba. Luego te escribía.

(El hombre pálido dijo: bueno, ya no hace falta, me devolvió el tabaco, el chocolate, esas cosas pueriles que, a veces, pueden dar tanto, y luego, me dijo: siéntate ahí fuera, tu amigo te va a mandar recuerdos; y me trajo el viento dulzón que bien conozco. Pero ¿para qué le voy a contar eso a ella, con esos ojos redondos y sedientos? Y: ya me lo imagino, ¿cuándo? Llegas a punto esta madrugada, dije: ¿puedo verlo? Y le puse en la mano que ya esperaba, como una blanda y húmeda quijada, el dinero, y dijo: Puedes preguntar al director. El hijo de Jorge de Son Major —no el pobre y apestado Manuel Taronjí, al que se arrojó un perro muerto en el pozo—, pudo verlo. Estaba allí, tendido, terroso, él con su noble calavera tensando la piel fina, y los ojos azules abiertos al vacío).

—Manuel —dijo ella. Y le dio la mano, y se la apretó.

(Siento un deseo de palabras, las palabras que siempre me parecieron insuficientes. Puedes hablarme todo lo que quieras. Lo que no desees, no lo oiré. Pero, dime algo, eso puede hacernos mucho bien).

Ella añadió:

—Te hablaron mal de mí, ¿verdad? Incluso Jacobo te habló mal, ¿no?

—Sí —contestó, con un contradictorio alivio.

—Me gusta que digas la verdad. Estoy cansada de callar, estoy exasperada, por tanto silencio…

Miró alrededor; a las suaves colinas, a la tierra, a la bruma de las cosas (nuestros minutos ruedan opacamente al fondo del tiempo).

—Ven conmigo —dijo Manuel—. Ven, hablaremos. Deja esto, me oprime verlo. Mi casa está cerca del mar, puedes ir allí, si quieres; y hablaremos. No sé por qué, me parece que podemos estar hablando mucho, de todo lo nuestro. Presiento que algo no está perdido.

De pronto le pareció mucho más joven que él, a pesar de que era tres años mayor. Parecía perdida y asustada.

—Ven, deja esto.

—Sí —dijo en voz baja—. Vámonos de aquí. Necesito pensar, hablar. He callado tanto tiempo, que casi no reconozco mi voz. Manuel, déjame decirte cosas, quizás estúpidas o inútiles, pero si te hablo, poco a poco irá brotando la razón, ¿no sé decirlo, Manuel?

—Sí. Sí sabes.

Ella le acarició la mejilla con el revés de la mano. Era un gesto casi maquinal, pero confortador; más que todas las palabras de amistad que pudiera decir.

El chófer volvió a asomarse, impaciente.

—¿Ha decidido algo?

Él la miró, y ella apenas dudó un minuto:

—Sí, volvemos en seguida. Sólo el tiempo de hacer mi maleta, y nos vamos.

Marcela entró, despacio.

—Es lo mejor que puedes hacer —dijo—. Intenta recuperarle, si puedes. Vete con Manuel. No te preocupes por el niño, yo cuidaré mientras tanto de él. Pero baja allí, pide su cuerpo, pídeles que te lo dejen enterrar.

Todo el mundo se paraba ante aquella verja, como ahora ella; con una especie de estupor, de extraña expectación. El silencio y el rumor del mar, el largo grito del viento en el acantilado, detenían, antes de atravesar el umbral.

—¿Ésta es tu casa?

—Ahora sí. Tú puedes quedarte aquí todo el tiempo qué quieras, nadie te molestará. Yo vivo allá abajo, en el declive.

—No me molesta nadie —dijo ella, con su casi desbordante apatía.

La empujó suavemente por el hombro, y entraron.

Sanamo llegó, arrebujándose en su chaqueta. (Larga logia sombría, el blanco siniestro de los arcos cobija un silencio espeso). Los postigos, pintados de azul, aparecían herméticamente cerrados. Murieron ya las cabezas malvas de las flores, y la tupida enredadera se deshojaba lentamente, descubriendo su fino esqueleto negro. Con mil brazos tendidos hacia las paredes, como una muda y desesperada súplica. (Ahí están los magnolios. En este mes, desnudos. El tejado rojizo, las tejas tan pulidamente hermanadas unas con otras, sobre la blancura de la cal; y todo tan viejo, tan derrumbadamente amado).

Con las hojas muertas, Sanamo prendía pequeñas hogueras. Un humo rojizo flotaba entre los árboles del jardín, y el olor de hojas encendidas le entró por la nariz, como una droga (no quedan flores, sólo las odiadas rosas de octubre, rojo sangriento, negras casi; como malvados rostros acechantes, apasionadamente tersos y antiguos, desde lo más hondo del jardín). En la mesa de madera, bajo los árboles, donde él acostumbraba a comer, latía una oscura ausencia (y bajan los pájaros, ateridos, en busca de migajas; de una presencia que ya no es, ni será jamás. Nadie heredará sus tardes encendidas, viejo sol, nadie heredará sus recuerdos, ni la turbia tristeza de sus noches muertas, todo terminó en sordos lamentos de funeral, y el opaco silencio de la tierra, a paletadas sobre su cerrada cabeza de hombre). Sanamo se quedó con la boca abierta. (Pensará: esto es demasiado, horrible, traer a casa a esa mujerzuela).

—Abre la puerta, Sanamo. No tengo las llaves.

El humo, se venía hacia ellos, en una ráfaga de aire. Tras los muros, el mar, se lanzaba contra el acantilado. (Él mar de siempre, golpeando los muros de siempre).

—Aquí había una parra, con uvas —dijo Manuel, y la condujo. De lo alto de la pérgola colgaban los racimos, verdes y rosados.

—Es su mes —dijo Sanamo, con un encendido rencor en la voz—. El mes de las uvas, del vino, y de las rosas. Todo lo que él amaba tanto.

Ella no parecía oírle. Se quedó mirando hacia arriba, el cabello brillante y dorado sobre la espalda, la boca entreabierta. Él se apercibió entonces de la pobreza de su ropa. Llevaba un jersey de marinero, de cuello alto, palidecido por las muchas lavadas. Sanamo se apartó otra vez. Acercaba las hojas con el rastrillo, raspaba el suelo con furia contenida, como si quisiera arrancar la piel del mundo. En el rincón del jardín las llamas crepitaban, levantando lenguas doradas, azules. Una nube de partículas negras, como diminutos diablos, cayó sobre ellas, y pareció despertar a la muchacha. Sacudió su cabello, sus hombros.

—¿Nunca saliste de la isla? —dijo de pronto.

—Nunca.

El rastrillo continuaba amontonando hojas caídas. Sanamo dejó un puñado de llaves sobre la mesa. Luego se alejó.

5

SE detuvo ante la fiel reproducción del Delfín, encerrado en una botella verde.

—Lo hizo Es Mariné —explicó Manuel. Pero sabía que ella miraba sin ver, que sus pensamientos estaban perdidos en algún lugar, lejos de allí.

—No quiero su cuerpo —dijo, súbitamente—. Los hombres no tienen nada que ver con su cadáver.

Él le puso una mano en un hombro, y a su vez ella levantó la suya, pequeña, delgada y fría, y se la oprimió.

—¿No pudiste verle nunca?

—Nunca desde que se lo llevaron.

No pude despedirle, siquiera. Hacía cuarenta y ocho horas que no le veía. Estábamos citados aquella misma tarde, se había reunido con Jacobo y el marinero italiano. Ni siquiera le pude decir: Adiós, Jeza, que tengas suerte. Ni mirarle por última vez.

Tenía los párpados secimerrados:

—No, ni mirarle por última vez, porque el último día que le vi, te aseguro que no presentí nada. Mentiría si te dijera que lo presentí. Fue luego, en aquellas cuarenta y ocho horas, cuando me vino como un viento malo. Hasta que me telefoneó Jacobo.

(De repente dejó de llover. Hacía apenas unos minutos —parecía— que oía el golpeteo del agua contra la claraboya, y, sin más, levantó la cabeza, y notó un silencio pegajoso, como un vaho. Le dolía la cabeza. Se la cogió entre las dos manos: era una sensación rara, como si aquella cabeza suya flotase en el gran silencio que inopinadamente despertó alrededor. Se acercó a la cristalera y la abrió. Entró una bocanada de aire fresco. Vio como las gotas temblaban y caían, desde el alero, brillando. Allá arriba el cielo estaba gris, hinchado y azotado como una lona. Bajó de la escalerilla y empezó a buscar algo que comer. Encontró una pastilla de chocolate. Lo mordió. Estaba terroso, con un raro gusto a miles de cosas, no sabía ciertamente a qué. En aquel momento sonó el timbre del teléfono, y el corazón le dio un golpe. Sintió el terroso chocolate entre los dientes, como si fuera arena, y avanzó la mano hacia el auricular.

—¿Sí…? —dijo tímidamente.

Del otro lado llegó la voz ahogada de Jacobo.

—Ven en seguida. Hace falta que vengas. Ten cuidado.

Tragó despacio, notó la boca seca, pastosa, y sintió unas horribles ganas de escupir; y el estómago como volviéndosele al revés. Estuvo a punto de gritar, de chillar como una rata y decir: Han venido, ¿verdad que han venido? ¿Ya ha terminado todo, por fin? En algún momento durante las últimas 48 horas se dijo: saber que todo ha fracasado, se ha fundido, ha terminado, será, quizás, un descanso. Pero ahora no veía ninguna paz, ningún alivio. Colgó el teléfono y se quedó quieta, encogida, con la espalda pegada a la pared. Le cruzó un pensamiento: No me voy a mover de aquí. No me voy a mover, si quieren que vengan ellos a buscarme, pero yo no me voy a mover de aquí… Sabía que no podían venir en seguida, que por lo menos tardarían ocho o diez horas… ¿Podría aguantar aquel estado, siquiera durante una hora más? Tuvo deseos de golpearse la dolorida cabeza contra la pared, porque, de pronto, todo le parecía torpe, todo le parecía que fue llevado a cabo sin habilidad, sin precaución, ni cuidado. Ni Jeza, ni ella, ni Jacobo. Unos idiotas confiados en su buena estrella. Y no había estrella alguna, allí).

Fue hacia el diván tapizado con aves y flores de una tierra lejana, que él tanto admiraba de niño. Se sentó, con aire ausente, y él fue a buscar las copas.

—¿Te gusta beber?

—Bueno —dijo.

Qué sola se la veía allí, de pronto, y qué joven. Casi una niña, a pesar de sus veintidós años, y de todo lo que sabía o había oído decir de ella. Ni siquiera Es Mariné, ni Zacarías la querían: (Qué lástima, Jeza, cargar con una mujerzuela como esa, dijo José Taronjí). Y, sin embargo, allí estaba, con sus inocentes ojos, como un pececillo atrapado, también, en la gran red del mundo. Había algo distante, casi intemporal en ella. (Es cierto que es bonita). El rubio cabello, liso y suave, brillaba en la penumbra. (Pero no es su belleza lo que atrae. Es algo que flota con ella, allí donde va. Cuando habla, cuando calla, algo vive a su alrededor; bandadas inapresibles, frenando el vuelo). Llenó la copa y se la tendió. Ella bebió, con fruición casi infantil.

—Tengo miedo —dijo súbitamente.

Cuánto oía, él, aquella palabra.

—¿De qué?

—De mí, ahora que él no está. No tengo confianza en mí misma. Tengo miedo de rodar y rodar y rodar, y traicionarle.

Se miraron en silencio.

—Entonces, qué poca cosa somos —dijo Manuel en voz baja.

Ella apoyó la cabeza en el respaldo. Grandes pájaros amarillos y azules, batían alas, inmóviles, detenidos en un extraño vuelo, sobre la tapicería, alrededor de su cabeza.

—Qué vida corta y fea —dijo—. Se puede contar en pocas palabras, y no muy edificantes…

Él aproximó el almohadón turco (como cuando Sanamo decía: ¿Conoces la historia del príncipe amenazado de muerte, el del turbante de plata? Su padre le quería salvar de la muerte y lo encerró, y lo cuidó: hizo cavar una gruta bajo la roca, y sólo él iba a verle, y a traerle fruta. Y un día, cortando un trozo de melón, dulce como la miel, dejó su puñal en un alto resquicio de la gruta, y el puñal cayó sobre él, mientras dormía, y le partió el corazón. Y yo, encerrado, para que la vida no me contaminase. Pero la vida, y la muerte, se abren paso por rendijas y junturas, la vida y la muerte estallan, y caen, y parten el corazón). Tuvo que hacer un esfuerzo para seguir lo que ella decía.

—Mi madre tenía un hotel, en San Juan. Eso era por los años treinta y tres, o treinta y cuatro. Pero antes tuvo una casa de compra–venta y empeño.

(La mano tendida, las uñas largas. Ella soñaba por las noches con los ojos duros y coléricos de su madre, los globos encendidos de sus enormes ojos dorados, su marchita belleza. Sabía huronear la pobreza, y ganar en ella. Recordaba la tienda de compra–venta, en Madrid, en una callejuela de la Corredera Baja. Las sábanas palpadas, los abrigos de niño cuidadosamente examinados del forro a las solapas, los cuellos en los que la uña raspaba, en busca de una mancha:

—Un duro por esto.

Los cubiertos de plata, los paquetes alineados en las estanterías, y aquella pastora de porcelana, en manos de la vieja de cabello empolvado, cuya voz temblaba y decía: Es lo último que me queda, y la madre lo cogió, y ella notó el dolor en los ojos de la vieja, de cuyo cuello pendía una cadena de oro, con un retrato muerto —también mueren las fotografías—, tan muerto como su marchito esplendor; y su madre dijo:

—Aquí no puede haber sentimentalismos, señora, el negocio se hundiría.

Y, cuando la anciana se fue, y sonó la campanilla sobre su empolvada cabeza, los dientes de su madre brillaron y dijo:

—Es muy bonito andar mendigando un poco de compasión y romanticismo cuando se ha dilapidado una fortuna, una verdadera fortuna en lujos, y coches, criados y chulos.

Entonces ella preguntó:

—¿Qué es un chulo?

Y su madre le dio una bofetada:

—A tus deberes, niña.

La fiel y turbia Dionisia, que, entonces, aún no había encanecido, y llevaba una negra trenza sobre la cabeza, tan azuleante como su bigote, dijo: A ésta, Elena, debes meterla a toda pensión. Va siendo mayor, no conviene que oiga y vea tantas cosas.

Su madre la miró con una curiosidad desasosegada.

—¿Mayor? —dijo. Y fue la primera vez que notó la alarma en sus grandes ojos. Dijo:

—Bueno, ya lo pensaré.

Ella aún iba, entonces, a un colegio modesto, de barrio, cerca de la tienda. Hacía los deberes allí, en el mostrador mismo, cerca del enorme reloj de hierro que nunca venderían, lleno de polvo. Entraba el invierno, con el pálido sol levantando un picante olor de la madera y del polvo, en los paquetes alineados en los estantes, con sus nombres, y su fecha, donde dormían abrigos de niños y de hombres, anillos de boda, relojes de la abuela, abanicos, cajitas de laca, brazaletes, sábanas del ajuar de la novia. La pastora de porcelana estaba allí, sobre el mostrador, terriblemente asustada. Ella avanzó su mano tímida hacia la pastora, y, Dionisia —socia–amiga de mamá—, le dio un manotazo:

—Quita, estúpida, lo puedes romper.

La pastora fue envuelta en papel de seda, cuidadosamente guardada en una cajita de cartón, y clasificada con el nombre de la anciana, y la fecha de su empeño).

—El hotel era su orgullo, su pasión, todo lo que ella había levantado con esfuerzo. Me pudo andar escondiendo sólo hasta los dieciocho años.

—¿Por qué? (El apresado Delfín quiere estallar, romper su prisión de vidrio, lanzarse como un meteoro hacia alguna parte, donde no pueda oír las viejas, olvidadas, perdidas confesiones de los niños).

—Me tenía prácticamente encerrada. No quería que nadie supiera que tenía una hija tan mayor. Me retuvo en el internado todo lo posible. Otras chicas salían a los dieciséis años, pero yo no. Estuve el máximo de tiempo. Me hubiera amordazado, enterrado, si hubiera podido, para que nadie me viera nunca. Quizá me odiaba.

—¿Por qué?

—Porque deseaba retener a un hombre, mucho más joven que ella. Estaba loca por él, tenía miedo de que él la dejara. Se llamaba Raúl. Para ella fue una enfermedad, una verdadera enfermedad. Yo tuve que pagar aquel desesperado amor suyo.

(No era un mar como el de la isla, sumido en un silencio extraño, como si llevara una tempestad guardada dentro. Era un mar gris y exasperado, y ella corría por la playa, recogiendo conchas rosadas, para hacerse un collar. El hotel se alzaba, bello y ruinoso, como su propia dueña, sobre la roca, cerca de la muralla. Su madre había dicho: No te acerques por el hotel hasta las cuatro. Y ella vagaba. Tenía quince años, y su madre acababa de conocer a Raúl. Eran las vacaciones. En lo alto del hotel había unas dependencias estrechas, para los criados. Allí la alojó, con las muñecas y la bicicleta.

—Vas a vivir muy bien aquí, ¿verdad adoradita mía?

Dionisia, ahora gobernanta, con su bigote azulado sobre el labio —ella vio cómo por las noches se lo cubría de una pasta blanca; la dejaba un rato y se sentaba junto a la ventana abierta, abanicándose con su pay–pay con un anuncio de galletas—. Y ella le preguntaba: ¿Por qué haces eso, Dionisia? Calla la boca, idiota. La empujaba a su camita:

—Duerme ya de una vez, no se te ocurra bajar).

—Mi madre trabajó mucho, toda su vida, y por fin tenía aquel hotel. Venían muchos extranjeros, y españoles, durante las épocas de verano. Pero la ruleta estaba abierta siempre.

Por primera vez, Manuel la vio sonreír.

—Incluso para comer, yo tenía que hacerlo a escondidas. Tenía que ser a espaldas de todo el mundo, de los clientes, y, sobre todo, de Raúl. Le hablaba de mí, le decía: La niña, mi hijita…, pero procuraba que no me viera nunca. Me humillaba mucho que me obligara a vestir infantilmente, a peinarme con trenzas, como una niña. Pero, te confieso, mi madre era una mujer muy desgraciada. Ahora, después, comprendí todo lo desgraciada que debía sentirse, para hacer eso. Ella temía, temblaba, cada minuto que pasaba, como si se dijese: un minuto de menos, un instante más de vejez, un minuto de crecimiento, en Marta.

—¿Te llamas Marta?

—Sí, ¿no lo sabías?

—No. José Taronjí, Jacobo, y los otros decían: la mujer de Jeza. Ahora me doy cuenta, no sabía cómo te llamabas. Yo enviaba las cartas a Marcela, recuérdalo.

6

TU has pagado una culpa que no cometiste. Marcela me lo dijo: a ése le van a hacer un santo entre todos. Pero yo creo en un orden, que algún día tiene que llegar.

Había dolor y una contenida desesperación en sus palabras.

Bebió un sorbo y apareció un tenue resplandor rosado en sus pómulos.

—No tuve infancia, Manuel, y tú sí. Mi infancia es algo seco y muerto. Recuerdo, tan sólo, que deseaba, como todo premio, ser una mujer como mi madre. La odiaba y la admiraba. Estaba tan sola, con ella y una horrible mujer, llamada Dionisia, que sólo sabía decir: ella, refiriéndose a mi madre. Estaba harta, ya, cuando hice aquello. Harta y cansada de estar sola. Tenía que vengarme.

—¿Qué hiciste?

Súbitamente una gran ternura le invadió, por su sequedad, por su voz perdida, como un pájaro, dándose golpes en las paredes. (Recoger los trozos partidos de eso que llaman no infancia, reconstruirlos y dejarlos en algún lugar para que pueda tocarlo un día, como un objeto raro). Manuel volvió a llenar las copas. Sanamo seguía prendiendo hogueras en el jardín, olía a humo. Repitió, con voz, a su pesar, imperiosa:

—¿Qué hiciste?

Miraba ahora hacia los ventanales, con sus descorridos terciopelos, por donde entraba el fulgor de la tarde. Ya no había allí palomas, sólo un jardín invernal, frío, tan vacío de presencias como un páramo. En un tiempo pudo parecerle rosado y familiar, pero, ahora, más se le antojaba una cárcel, entre los altos muros de piedra.

El vino brillaba en los labios de Marta, y había algo purpúreo en aquel brillo, a pesar de su palidez. La encontró distante, como alguien de quien hubiera oído hablar en algún tiempo, algo que le hubieran contado y en lo que, a su pesar —ni aún revisando fotografías o documentos— pudiera creer.

—No era una niña —dijo ella, como un grito.

En aquel momento se dio cuenta de la primitiva belleza de sus ojos, de la fuerza desatada que cabía en aquellos ojos dorados, que le parecieron los de un muchacho inocente.

(Elena, su madre, era una mujer hermosa, o, al menos, a ella se lo parecía. Alta, con largas piernas y manos grandes, de una belleza particular, con uñas que se curvaban hacia adentro, como las de los pájaros. Recién maquillada, obligaba a contemplarla durante unos segundos, con cierto asombro, y decidir: es hermosa. Pero cuando bajaba a darle los buenos días, y la encontraba sentada en el tocador, frente al espejo, recién levantada de la cama medio desnuda, con la taza de café enfriándose, como perpleja frente a la cantidad de tarros, tubos y frascos; con miles y miles de diminutas cuchilladas en torno a los ojos y la boca, en las comisuras y el entrecejo; bolsas amoratadas bajo los ojos, un estupor casi animal en sus pupilas, las niñas dilatadas y fosforescentes, entonces, pensaba: es peor que fea, jamás la fealdad fue tan horrible como ella, ahora, bajo la cruda luz del día.

Allí arriba, bajo el tejado, en su habitación estrecha y larga, Elena alineó una docena de muñecas. Nunca le gustaron a ella las muñecas, y éstas le producían horror, durante las noches, bajo los relámpagos verde y rojo que recibían del anuncio luminoso de la Casa de los Negros, y el anuncio intermitente, amarillo y verde, que anunciaba los cigarrillos, en la azotea, frente a su ventana. Las horribles y mofletudas muñecas vestidas de sedas vaporosas, empolvadas, con sus pelucas amarillas y rojizas, como áspera y brillante estopa, y su perfume —Elena venía con el pulverizador, cuando le entraba la euforia loca, subía riéndose y la llenaba a ella y a las muñecas de perfume, mientras Dionisia la miraba con ojos opacos e hinchados en su cara macilenta—; y siempre olían de aquella forma penetrante y horrible —quizá por ello odiaba ella a los perfumes—, y la miraban con sus redondos y saltones ojos azules, a intervalos encendidos por la luz roja, verde y amarilla. Ella se levantaba y pretendía echar la persiana, pero el calor la sofocaba y acababa tendida de bruces sobre la cama, sudorosa, hasta que el sol la despertaba cruelmente, otra vez. Todas las noches subía la música, la misma música, la del hotel, allá abajo, las risas de los clientes que bebieron demasiado, o las riñas, y siempre, siempre, sincopada, incompleta, cortada a pedazos, como la luz, como un viento ardoroso, la música de la Casa de los Negros. Cada vez que el portero —casi doblada sobre el antepecho de la ventana miraba allá abajo—, abría la puerta, y descorría la cortina de bambús, la música trepaba pared arriba, hasta su ventana, donde ella se dejaba medio cuerpo fuera, las trenzas cayendo pesadamente: Un día me cortaré las trenzas. Todas las semanas, una vez o dos, por la noche, Elena la dejaba bajar a su habitación. Dionisia le teñía el cabello mientras ella hacía solitarios.

—Aprende a teñirme las raíces, Marta. Dionisia tiene otras cosas en que ocuparse; mejor será que tú lo aprendas.

Dionisia explicó duramente, el cigarrillo en la comisura:

—Mira cómo se hace, espabílate.

Elena permanecía sentada, con el camisón de gasa arrugado, oliendo penetrantemente a perfume marchito, dormido. Dionisia cogía la cabellera entre sus duras manos, la iba partiendo en mechones: y había una alegría salvaje y mezquina en aquello, como si una pequeña venganza le empujase las manos. Zarandeaba la cabeza de Elena, que, de tarde en tarde, gemía. Dividía en varios mechones el cabello y luego, con un pincel, lo embadurnaba de una sustancia que se volvía blanca y espumosa; en la raíz, el cabello ya no era rubio, sino de un turbio color pardo, mezclado de gris. Y decía, Dionisia:

—¿Ves?, fíjate bien, Marta. Debes ir cubriendo las raíces, así…

Ella observaba; la persiana estaba echada y un vago rumor se oía allí fuera. Es la vida —pensaba—, la vida que pasa y no vuelve; y estas dos ratas me quieren cortar la vida, pero yo no lo toleraré. Miraba su vestido infantilizado, sus impropias trenzas, la curva que Elena y Dionisia pretendían oprimir, apretar, sujetar con prendas, que tenían algo de tortura medieval. No seas indecente, no marques ahí, decía Elena, exasperada. Tenía la mano ligera, sobre todo últimamente. Siempre la mano, grande, de huesos duros, presta a caer sobre la mejilla. Mientras le teñía el cabello, pensaba: Ahí está ella, con sus bofetadas, la sigue una estela de bofetadas, como a los barcos la espuma, pero un día me cortaré las trenzas y de algún modo la humillaré. A la menor causa, sentía el golpe seco, el chasquido, la risa hiriente de Dionisia:

—¿Lo ves, idiota? Ya te la has ganado.

La ira crecía; un rencor inaguantable y desatado, un odio fermentante, como levadura, en la soledad del cuarto.

—Lee y practica tu inglés, bostezaba Elena, junto a los ojos de vidrio verdoso de las muñecas vestidas de Mme. Dubarry, Mme. Pompadour, María Antonieta, Luis XV, La Cenicienta, Margarita Gautier —así las llamaba— y sobre todo, el más amado: el Húsar de la guardia —qué imbécil y raro Húsar, con sus tirabuzones—; y las otras, monstruosas parodias de mofletudas niñas, con sus duros carrillos hinchados, pintados de rouge, perfumadas, con la mustia languidez de las gasas caídas. En cuanto se quedaba sola, las tiraba por el suelo. Tenía ataques de ira sorda, solitaria. Sobre todo, si Elena la abofeteó).

—No era una niña —repitió, con un dolor lejano—. Pero ellas querían prolongarme la infancia. Yo les estorbaba, a las dos. Hubieran querido guardarme en el estante, como a una de sus horribles muñecas.

—¿Ellas?

—Sí, mi madre y Dionisia. Dionisia era su socia, amiga, gobernanta, todo de una pieza. Estaba medio enamorada de mi padre. Y a mí me odiaba. Era su brazo derecho, su ayuda. Yo me daba cuenta de que, si le faltase Dionisia, mi madre estaba perdida. Ella le proporcionaba las drogas, por ella conoció al mismo Raúl. En tiempos, Dionisia fue camarera de barco, y hacía la ruta de Shangai a Marsella. Trataba en todo. Drogas, contrabando… Eso era aquel pequeño hotel, y todo lo demás, una máscara. La ruleta y el póquer, incluso, eran sólo la máscara de lo otro.

Bebió de nuevo, y le tendió la copa, para que se la llenase. De pronto la veía, ensoñadamente aliviada de algo.

—Háblame —dijo—. Te hará bien.

Ella se frotó lentamente la oreja, con el dedo. Se dio cuenta, entonces, de que era un gesto habitual en ella, algo que la volvía infantil y perpleja, en un segundo.

—Y Raúl, era un mediquillo sin escrúpulos, un animalito voraz y torpe, al que continuamente estaba ella llamando al orden. Elena se enamoró de él. Perdidamente. Estaba loca, completamente loca. Ella tenía cerca de cincuenta años, y él no había cumplido treinta, aún, cuando yo le conocí. Llevaban los tres el mismo rumbo. Le necesitaban, y él sabía tarifarse. Mi madre le adoraba. Raúl hacía todo lo que convenía: incluso extender certificados de defunción, por causas naturales, cuando alguien importante lo pedía. Los tres juntos, parecían poderosos. Raúl proporcionaba muchachitas, casi niñas, a viejos clientes del hotel.

—¿Dónde era?

—En San Juan, cerca de la frontera. Pero tenían otro hotel, más pequeño, en Irún. Allí mandaba Raúl; casi todos los días pasaba en su coche. Todo lo fui sabiendo, poco a poco, a fuerza de oír y escuchar, de vagar como un alma en pena por los altos del pequeño hotel, de poner la oreja en las cerraduras o fingirme dormida. Iba enterándome de todo, iba llenándome de todo, gota a gota, como un veneno.

(En la oscuridad de la noche las puertas crujían. Dionisia tenía dos gatas blancas, hermosas y exasperadas. Aprendió a andar descalza, en puntillas, rápida y escurridiza. Una estrecha escalera de caracol, unía su habitación abuhardillada hasta el rellano del segundo piso. Su madre vivía en la planta baja. Ella odiaba los gatos, y, a menudo, cuando salía prohibidamente de la habitación tropezaba con una de las gatas —Minou y Laka, se llamaban—, sentía el roce tibio y blando, electrizante, en sus desnudas piernas y retenía un grito de asco. Escuchaba, oía, aprendía. Las puertas que, al salir, dejaba intencionadamente mal cerradas, los resquicios de luz, el polvo filtrándose, con las palabras, en una danza menuda y maligna frente a sus ojos. En cuclillas, a la hora en que se reunían ellas dos, y él, en el saloncito privado de Elena, apretada contra el ángulo oscuro, junto al descascarillado de la pared que lentamente raspaba con la uña, escuchaba, y, a veces, entendía, y, a veces, forjaba otras historias que más tarde turbaban su sueño. Luego, las intencionadas frases, las burlonas medias palabras de camareros y criadas. Ella sólo podía bañarse a primera hora de la mañana, cuando iban a la playa los empleados del hotel. Les veía tenderse al sol, echarse agua unos a otros, temblar y reír. Ella permanecía mirándoles, apartada, triste. Uno de ellos, un camarero llamado René, se le acercó dos o tres veces, furtivo. Le tendía la mano, la invitaba a entrar con él en el agua. Pero ella corría, escapaba y, de improviso, descubría que tenía miedo de la gente. Miedo de hablar, de contestar a las preguntas. Los ojos verdosos de René, sus pestañas cubiertas de gotas centelleantes. La invadía una sensación de desaliento infinito: Tengo dieciocho años, se decía, llena de estupor, frente al espejo, contemplando su rostro fino y suavemente dorado por el aire del mar, las trenzas rubias, los grandes ojos pensativos. Su cuerpo también era hermoso; su cintura, sus piernas, sus brazos. El sol entraba, marcaba un ángulo sobre sus costillas, oscuramente, y se notaba en la piel la zona más blanca del traje de baño.

—¿Por qué no puedo ser como todo el mundo, ir a donde todo el mundo? —le gritó a su madre, aquella noche, mientras empezaba a teñirle la raíz del áspero cabello.

—Calla, eres una niña.

Dionisia se volvió a mirarla. Un oscuro cigarro ardía en su boca, y apilaba facturas, ensartándolas en un punzón de metal, agudo y dañino como su mirada.

—No soy ninguna niña, ya tengo dieciocho años. Ninguna chica de mi edad tiene que esconderse como yo.

Dionisia lanzó una risita a través de su cigarro y, Elena volvió la cabeza, poblada de mechones a medio teñir, la miró duramente, y dijo:

—Bueno, me estoy cansando, Marta. Obedece.

Y añadió, más suave:

—Algún día me lo agradecerás. Aunque, tal vez, sí puedas entender esto: sólo quiero preservarte del mal. Mira, hija, adoradita mía, piensa que tu madre te quiere limpia y pura como una paloma. La vida es dura, cada uno se defiende como puede, y yo sólo deseo tu bien. Obedece y no me molestes.

Era cierto, sabía ya muchas cosas. Dejaba la puerta entreabierta, se arrebujaba y escuchaba. A veces, alguna extraña cliente llegaba, y, para ella, se abría la habitación alta, en el ala derecha, gemela a la suya. Permanecía muy poco tiempo; llegaba Raúl, oía un sordo gemir que se parecía mucho al maullido de Laka. Al día siguiente, u horas después, volvía a salir la cliente, pálida, los labios blancos. Se encerraban en el saloncito, se iba, y no la volvían a ver. Un día vino un hombre maduro, con una muchacha, casi una niña. La muchacha se quejaba de algo, mientras subían la estrecha escalera de caracol. Él la abofeteó. Le dijo a Dionisia, cuando entró a rebuscar en su baúl:

—A ésa le van a dar un pinchazo, ¿no?

Dionisia, en lugar de enfurecerse, echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse:

—Ten cuidado —le dijo—. Ya sabes lo que te puede ocurrir. Pero, en fin, una pequeña operación, y no ha pasado nada. Hija mía, menos la muerte, todo tiene remedio en este mundo.

Aquella noche, cuando ya estaba tendida en la cama, con la ventana abierta, y subía la música de la Casa de los Negros, se abrió la puerta de su habitación y entró Dionisia. Encendió la lámpara de la mesilla: un ojo verde y redondo, muy cerca de su cara. Dionisia se sentó a su lado, y empezó a acariciarle las piernas:

—Es verdad, no eres ninguna niña, tienes mucha razón. No debe hacer esto contigo, Martita, pobrecita mía.

Ella no se atrevió a moverse. Dionisia seguía acariciándole las piernas:

—Eres preciosa, Marta, si pudieras vestirte y arreglarte como las demás.

Fue y le soltó las trenzas. La llevó al espejo y le peinó el cabello, largo y rubio, que le caía más abajo de los hombros. Un cabello liso y casi metálico en su brillo. Dijo Dionisia:

—Mira, niña mía, si me prometes tener cuidado, y cuidarte de los hombres, yo te dejaré salir un poco por ahí.

Su corazón golpeaba furiosamente, no sabía si de ira o de salvaje alegría.

—Sí, te lo prometo, quiero vivir, Dionisia, quiero vivir.

Dionisia se echó a reír y acercó su cara a la de ella. A pesar de su dulzura no podía haber ternura en sus gestos, todo era anguloso en ella, se notaban sus huesos cerca, pinchando, empujando la carne. Olía a algo raro, casi medicinal, y dijo:

—Pero ten piedad y respeto de tu pobre madre. Sabes, niña, cuando yo la conocí ya había luchado mucho. ¿Te acuerdas de la tienda en Madrid?

—Sí, me acuerdo.

—Pues ella, sólo ella la levantó con sólo su esfuerzo; había salido, la pobre, de la nada. Pero tenía una debilidad: los hombres. Tenía, y tiene, la perdición de enamorarse. Cuando yo la encontré estaba desesperada, te llevaba a ti en el vientre, y tu padre, un milanés rubio y guapo como tú, la había abandonado, el muy canalla, llevándosele casi todo, medio arruinándola.

Dionisia se quedó pensativa, en alto la mano derecha, que sostenía el peine. Se arregló el propio cabello y añadió:

—Así empezamos, juntas. Yo tenía algún dinero ahorrado, y estaba cansada. Tú sabes, yo hacía entonces la ruta de Shangai a Marsella, había vivido un tiempo en Saigón y en Macao, tenía mucha experiencia, algún dinero y muchas amistades. Le dije: No seas tonta, Elena hazme caso, y continuamos con la tienda, porque era una buena pantalla para nuestro verdadero negocio.

—¿Qué era? —preguntó ella fingiendo inocencia. Pero Dionisia mostró sus dientes amarillos:

—Bien lo sabes, ladrona.

—¿Me lo dejarás probar?

—Nunca, a ti nunca. Has de crecer mucho aún. Y, sólo si me prometes no estropearte con los hombres.

—¿Por qué los odias?

—Porque son sucios, y groseros.

—¿Y Raúl?

—El peor de ellos. Tu madre pagará muy caro el amor a ese perro. Pero es listo, útil, no tiene conciencia, y ella le adora. Ahora, vete a dormir, niña. Échate y descansa.

—¿Y luego? Cuéntamelo todo, ahora que has empezado.

—Luego dejamos la tienda, y montamos los Hoteles. Yo tenía buenas relaciones aquí, en San Juan, y en Irún. Fui yo quien le presentó a Raúl. A veces no sé si alegrarme o lamentarlo. Raúl es una pieza difícil, en este juego: la que gane la batalla, o la pierda.

Esto último quedaba un tanto confuso, pero se le despertó un mayor deseo de conocer a Raúl. Sólo vio de lejos, desde la ventana, su Panhard verde claro, descapotable, frente a la Casa de los Negros; y, a veces, su voz, a través del tabique.

Cuando Dionisia se fue, aún quedó allí su presencia; y había una gran burla en las caras mofletudas de Madame Pompadour, del horroroso Húsar, con tirabuzones y lunar en la mejilla, todos llenos de colorete pringoso que les aplicaba Elena, cuando la euforia. Se levantó, les escupió en la cara una a una, hasta que le pareció que se quedaba sin saliva, y que el paladar y la lengua se le secaban.

Alguna noche más, volvió Dionisia, con sus historias y sus caricias, y, una vez, le trajo un vestido bonito; un traje de mujer.

—¿De dónde lo sacaste?

—Mañana te llevaré conmigo.

Pero de improviso una sorda ira le llenó; y dijo:

—No quiero ir contigo a ninguna parte, no es así, esto es otra cárcel.

Dionisia se encolerizó:

—Obedece o será peor.

No se dejó acariciar, ni peinar, ni pintar, como otras veces. Dionisia dijo:

—Ya te calmarás.

La abofeteó, se llevó el vestido, el rouge y el perfume. Minou y Laka empujaban la puerta, querían entrar. Oía sus uñitas contra la madera de la puerta, arañando y quejándose; como aquella niña a la que hicieron una sencilla operación).

Sanamo entró, encendió lámparas, levantó sombra. Manuel y ella se miraron, como desconocidos. Algo parecía roto.

7

ENTERÁNDOTE de todo, gota a gota, como un veneno —repitió Manuel, intentando reanudar la voz de ella—. Yo también sé de eso.

Marta asintió, débilmente. El vino, ligero y rosado, empezaba a sumirla en un sopor suave, quizá bienhechor.

(La escalera de caracol, oscura y retorcida, en cuyo ángulo brillaban los dos botones fosforescentes de Laka. Descalza, envuelta en el batín, bajaba hasta el rellano del segundo piso, con sus macetas de palmeras enanas. Luego, el otro piso, y la planta. Cruzaba la puerta de las dependencias privadas, el pasillo oscuro, y, allí estaba, la puertecita trasera del gabinete de su madre. El montante de cristal, tan conocido últimamente. Era una puerta que nunca abrían, estaba muy oscuro, y ella trepaba por la escalerilla de mano. Levantaba el cristal esmerilado, ponía el palito en la cadena, acercaba los ojos a al franja abierta, los veía, y oía. A él, con más atención y curiosidad. Sobre la espalda, la nuca cubierta de pelo crespo y brillante, tenía algo poderoso y sobrecogedor, atemorizante casi, y recordaba: son groseros y brutales. A veces discutían. Ella sólo distinguía franjas de personas y muebles, en un revoloteo que, de tanto en tanto, le obligaba a entrecerrar los ojos. Otras veces llegaban las voces, lejanas, como perdiéndose en un remoto país, los muelles sacudidos, y, una vez, los pies de Raúl, acercándose a su zona de visibilidad, desnudos, morenos, casi negros, como la alfombra. Eran los pies de un animal misterioso y desconocido. Nunca vi a un hombre de cerca. Cuando entraba Dionisia en el gabinete, hacían sus cuentas, bebían y discutían. El humo de sus cigarrillos subía a la franja por donde se adormecían sus ojos. Mantenía el cuerpo contraído, como lleno de agujas, pero la curiosidad y la desesperación podían más que su fatiga, y seguía allí, centinela, y oía como Dionisia le decía a Raúl: Ya estás echando barriga, ya estás calveando, amigo. Cuando yo te conocí parecías un dios griego, y ahora, ¿qué?, un orondo señor, sudoroso y panzudo. Estas bromas no gustaban a Raúl, y contestaba con groserías, o con un olímpico desprecio. De todos modos, se notaba que, de alguna forma, temía a Dionisia. Éste era un niño bonito —decía Dionisia— lo que se dice un dulce hijito de mamá. Y, además, soñando con ideales puros y nobles, la medicina al servicio de la humanidad, ¿no?, ¿no decías eso? La vez que le habló así, algo había entre ellos, del negocio, de dinero, que era lo que verdaderamente les exaltaba. Sobre todo a Raúl. Ese día, tiró la silla, y empezó a oír sus pisadas, sofocadas contra la alfombra, como mazazos, y las lejanas súplicas de Elena: no os excitéis así el uno al otro, Dios mío, os lo suplico, que haya paz. Y la risa dura e hiriente de Dionisia.

En aquel momento, algo falló. La odiosa Laica se deslizó sutilmente entre sus piernas, empujándola. Perdió el equilibrio e intentó agarrarse a las manijas: pero no podía, era como un sueño envuelto en humo, cayó, y un gran ruido dejó en suspenso la discusión del otro lado de la puerta. Quedó en el suelo, con un gran miedo. Sin saber por qué, imaginó los pies oscuros de Raúl contra el suelo; oyó las pisadas, y cómo descorría la mesita que había delante de la puerta. Luego, toda la luz, espesa y cuadrada, cayó sobre ella, como si la luz de la habitación se hubiera convertido en un bloque amarillento, desgajándose desde el marco recién descubierto de la puerta. Cerró los ojos y se sintió levantada y zarandeada por un brazo, y oyó una voz áspera y sofocada, como eran sofocados los pasos en la alfombra de aquella habitación, y el grito amordazado, de una voz que salía por entre dientes apretados. La arrastraron hasta el centro de la habitación, mientras se obstinaba en mantener los ojos cerrados, y oyó la repentina y dura risa de Dionisia, y la voz de Raúl que preguntaba, sin dejar de zarandearla.

—¿Quién es? ¿Una criada?

Pero su madre se la arrebató de las manos, y, de pronto, se sintió apretada contra el pecho flácido y cubierto de arrugada gasa, se le incrustó en la mejilla la cruz de oro que llevaba siempre al cuello; las manos la apretaban como si quisieran taladrarle los brazos, y el temblor de su voz:

—Déjala, Raúl, es una criatura, es una niña.

—¿Pero, quién es?

—¡Es su hija! —vociferó Dionisia.

En aquel momento se atrevió a abrir los ojos, y vio los dientes amarillos de Dionisia, riéndose malvada y salvajemente, chirriando como metal sobre un mármol. Elena estaba pálida, todas sus arrugas gritando, de pronto, en las comisuras de su boca, pintada falsamente en forma de corazón, y los ojos enormes y cargados de Rimmel y de Kool, sus dilatadas niñas como negras estrellas errando extrañamente, como astros apagados; y dijo:

—Es una niña —aún por dos veces más. La apretaba, contra ella. Pero no era amor, era un deseo bestial de esconderla, fundirla, de, quizá, regresarla al vientre donde nunca debió haber alentado, se dijo en aquel momento, y le extrañaba a ella misma tener aquel pensamiento, justamente en aquel momento— pues, ¿por qué no se hizo una sencilla operación? Y, al mismo tiempo había un terrible, oscuro grito que se levantaba, como el agua de la tierra, como agua apresada y violenta, un grito que decía: quiero vivir, quiero vivir; y se desprendió de aquel brazo que, de ningún modo, era de amor, y dijo:

—Yo no soy una niña, y te odio. Escupió en el suelo, y una ira terrible la llenaba. Se volvió hacia Raúl y, entonces, lo vio de cerca por primera vez. Era algo tan sorprendente; allí estaba la vida, extraña y desconocida, casi pavorosa, delante de ella; la vida estaba mirándola. Era mucho más alto de lo que le pareció desde la ventana —siempre lo vi a vista de pájaro— y casi le entraron ganas de reírse, porque él estaba mirándola con un asombro inmenso, un mechón cayéndole sobre la frente y aquellos ojos oscuros, como no vio nunca, tan llenos de negrura, apenas se veía córnea en ellos, y la piel bronceada; la camisa desabrochada sobre un poderoso cuello, que ya le sorprendió en sus atisbos por el montante; y, entonces, un escondido relámpago la sacudió de arriba abajo; y empezó a reírse.

—¿De qué te ríes, estúpida? —dijo Dionisia Pero ella también se reía, y Raúl la imitó. Aquella boca de labios abultados y los enormes dientes, los colmillos afilados. Se acordó de una historia que leyó de niña, con grabados, donde había un caníbal con aquella misma boca, y pensó: Es un caníbal, con sus blancos colmillos de perro. Su risa oscura y pesada, se arrastraba por el suelo, como sus pies descalzos. En la muñeca llevaba una cadena, con algo colgando, donde había grabada una cifra. Raúl se llevó la mano a la frente y se dejó caer en la butaca, riendo. La única que no se reía era su madre, que, de pronto, avanzó hacia ella, con sus gasas flotando bajo algún invisible viento, el viento de sus propios pasos empujados por la ira, el miedo y la desesperación de sus sueños marchitos, empujándola. Se acercó a ella y la abofeteó, una vez, dos, tres, hasta que Raúl la cogió, la apartó, y a su vez la estrechó contra él, mientras decía:

—¿Por qué, Elena, por qué? ¿Qué importancia tiene? ¡Es una travesura de niña!

Y, de súbito, en aquel cuerpo pegado al suyo, había también, el mismo detenido, amordazado relámpago. Sólo duró un segundo, pero cayó un apretado silencio, encendido y brutal, Así, de pronto, se encontraron sus dos cuerpos, uno contra el otro, y todo su ser se amoldaba y adaptaba contra aquella otra cálida forma, algo nuevo y distinto, el cuerpo humano nunca entendido hasta aquel momento; y contempló con estupor infinito sus propios brazos rodeando la cintura de Raúl, y su pecho densamente apretado contra la espalda de él, protegiéndose de Elena. Y Elena era allí sólo un pálido y perfumado espantapájaros batido por un viento ineficaz, con sus lágrimas brillantes que no mojaban, y su boca abierta en un grito sin voz, mientras Raúl decía: Déjala, ya está bien, déjala, no la toques.

Y ella se decía: éste es el tan temido animal desconocido.

Entonces Dionisia con gran suavidad, la desprendió de él. Era doloroso apartarse de aquel cuerpo, de su tibio contacto; y dijo Dionisia:

—Pero si vas medio desnuda.

Su mano se apretaba dentro de la mano de él, que también se resistía a soltarla. Y mientras Dionisia la apartaba, con turbia dulzura, de aquel cuerpo que era una llamada, una persistente voz, parecía que la desgajasen de un tronco al que pertenecía. La mano de Raúl, grande, morena y suave, la retenía, y a medida que sus cuerpos se apartaban, sus manos seguían sujetas una a la otra; y al apartarse, quedaron así, los dos brazos tendidos uno hacia el otro como un puente, y las manos asidas, donde seguía la llamada y la voz, encadenándose irreductiblemente, a pesar de la otra dulzura, y de las lágrimas, y de la confusión del pobre fantasma perfumado que, de pronto, se parecía al Húsar de la guardia con sus marchitos tirabuzones. Y ella pensó: el pobre Húsar ha envejecido.

Elena dio un golpe, con el canto de la mano —como ella vio hacer una vez a una cocinera en la nuca de un conejo, y matarlo—, sobre sus dos manos enlazadas, y partió de un tajo aquel puente, aquello que era una frase sin palabras, tendida entre Raúl y ella. Las dos viejas mujeres flotaban en torno, como dos sombras, agitándose alrededor de ellos dos, de improviso jóvenes, súbitamente jóvenes, despertando entre paredes empapeladas con violetas y jacintos; y dijo Raúl:

—Bueno, ya está bien. No sé como le puedes hacer esto a una pobre niña. Déjala tranquilizarse. Anda, muñeca, siéntate.

Elena se derrumbó en el diván y empezó a llorar. Y Dionisia acudió a acariciarle la nuca, y vio en los ojos de Dionisia una antigua y enorme decepción. Pero era una decepción lejana y suave; como la sonrisa de ciertas viejísimas estatuas, perdidas en las frondas abandonadas. Y decía Dionisia:

—Bueno, Elena, después de todo, ¿qué importancia tiene?

Raúl se sentó, ajeno y hasta feo, y encendió un cigarro. De improviso, todo se transformó y ella sintió deseos de decir: Os odio a los tres, me parecéis horribles y malignos como pulpos, sois feos, os deprecio y sois viejos. Pero Dionisia decía:

—Es que no quiere que esta pobre hija se mezcle a la gente que pulula por ahí.

Raúl dijo:

—No es necesario que se mezcle, pero no hay por qué esconderla como si fuera un aborto del diablo. —Y al decir esto se volvió a ella, y en sus ojos había algo negro y encendido que, otra vez, la repelía. Olvidó la dulzura de su piel, su cuerpo contra el suyo, y dijo:

—Déjame marchar.

—Vete —gimió Elena—, y no bajes hasta que te llame. ¡No bajes, que en varios días no te quiero ver!

Esperó en vano la protesta de Raúl o de Dionisia. Pero Dionisia seguía acariciando, con manos odiosamente dulces la nuca de Elena; y Raúl, con los párpados velados, continuó fumando su cigarro. La luz brillaba y tinteaba en la cadena de su muñeca, con una extraña cifra grabada dentro de la medalla.

Subió a su habitación, despacio, ensoñadamente, y al llegar a la escalera de caracol, empezó a llorar. Notaba sus lágrimas, cayéndole por las mejillas y tuvo conciencia de una enorme humillación, que no acertaba a definirse: no era humillación por haber sido abofeteada delante de un extraño, ni de haber sido sorprendida en algo vergonzoso, como espiar a unos amantes, y oír conversaciones ajenas, o haber sido tratada como una niña. Era una humillación más profunda, que no sabía definir, y la quemaba como un hierro ardiente. Estuvo a oscuras, contemplando el rojo, el verde intermitente del anuncio de cigarrillos, el de la Casa de los Negros, sobre los carrillos mofletudos del Húsar de la Guardia. Se sentó en un rincón de la habitación, y estuvo mirando el techo mucho rato; un instante verde, un instante rojo, un instante negro, hasta que se acostó.

Al día siguiente, Dionisia la llamó por medio de una camarera:

—Que dicen que baje, señorita, a tomar café con los señores, al jardín.

Y allí estaban, esperándola, los tres, Raúl, su madre y Dionisia. Desde entonces, todos los días la llamaron, y empezó, con ellos, una hora de intimidad que no sabía si la satisfacía o no.

Declinaba el verano, llegaba de nuevo septiembre. En el jardín, las sillas de hierro, mojadas por la lluvia, goteaban bajo los últimos destellos del sol. Allí estaba ella, su madre, y él, raramente gastado y triste, con su recuperado gusto por los periódicos, por las noticias, por la política. Elena, se quejaba de algo, decía:

—No sé qué me pasa…

Ella les observaba, silenciosa, acechante, como un animal. En el césped, dos pájaros se perseguían. Raúl la estaba mirando a ella, no a la madre, y dijo:

—¿Cuántos años tienes ya?

Sonrió. Se había mirado al espejo, fría y minuciosamente. Sabía que era guapa. Su madre les dedicó una desazonada ojeada:

—Es una criatura… ¿Oyes, Raúl, lo que te digo? Todos los años por esta época me pongo así…

Desea que él le pregunte algo, que escuche sus tonterías, pensó. Pero en lugar de hacerlo, él se puso a mirar obstinadamente los parterres de hierba cuidada y húmeda. Un botones de uniforme rojo llegaba, con los periódicos de la tarde, bajo el brazo.

—Además —continuó Elena, irreductible— siempre sé antes lo que me va a pasar. Lo presiento y no puedo evitarlo…

Ella volvió la cabeza y la miró: Está marchita, y como si de pronto le hubiera crecido la nariz, olfateadora de cosas necias.

—Eso nos pasa a todos —dijo Raúl, ni siquiera desabridamente. Hablaba así, por hablar, por seguir el surco de ella, fatigadamente. Algo le rondaba, le mantenía lejos de allí; y ella se daba cuenta.

Elena le miró, con un parpadeo nervioso:

—Somos viejos —dijo—. Unos horribles viejos de cuarenta, treinta años… No como esos ancianitos que andan por ahí, dando migas a los gorriones. No: somos unos horribles viejos de cuarenta y treinta años.

Falso —pensó ella, aún no desprovista de su recién abandonada lógica infantil— cuarenta y nueve ella, veintiocho él. Miró con más atención a su madre, dando un sorbo a su taza. Lo peor era que, ciertamente, su madre estaba triste. Él seguía quieto, con las manos cruzadas sobre el estómago. Entre los labios ardía el cigarro, medio tapándole la cara con el humo.

—Y además nos gusta serlo.

Raúl se frotó violentamente un ojo. Está temiendo la conjuntivitis de un momento a otro, pensó. Mamá la acaba de pasar y, posiblemente, él teme el contagio. Es cierto, son viejos y mezquinos, ratones viejos de treinta y cuarenta años. Miró a su madre con más atención. Estaba medio echada en la tumbona, con sus cabellos teñidos, partidos en dos, cayendo como un agua dorada y dulcemente persistente a cada lado de la cara. Tenía párpados anchos y bien dibujados, de tono ambarino, y ojos de color indefinido. En aquel momento no era fea, ni hermosa: era ella, su madre. Pero hacía tiempo sabía que no la amaba, que no la amó nunca, que nada tenía que hacer allí, frente a ella, en su mecedora, con sus largas manos siempre en primer término, para hacer patente su belleza. Me gustaría odiarla —pensó apáticamente—. Es tonta. Dice cosas ciertas, pero tontas. Cosas que lee por ahí, o peor aún, que supone se pueden leer en alguna parte. Siempre hay quien ha escrito o va a escribir lo que ella dice. Y, además, no es simpática, a no ser que se tome una copa de más o se prorrogue la euforia. A su lado, todo resulta inútil: ni siquiera necio. Me gustaría odiarla, darle una patada donde yo me sé, y decirle: vete por ahí. Pero es mi madre, y algo que ni siquiera entiendo me detiene.

Raúl dijo, sonriendo:

—Querida.

Ella se levantó y les besó, rápidamente, en la mejilla. Primero a ella, luego a él. Él la retuvo un momento por el brazo, con suavidad. Sintió cerca su olor, el áspero cabello, negro y brillante.

—¿Dónde vas?

—Por ahí.

—Acuéstate pronto —dijo Elena—. No andes por ahí, vagando. Estás muy delgada.

En el hotel casi no quedaba nadie. Por aquella parte se veía la plaza pública. Familias de menestrales, obreros, empleados, avanzaban lentamente hacia el mar. Es verdad, es fiesta —recordó—. Algún santo es hoy. Carne blanca y floja, o mal endurecida, inadecuadamente esforzada. Carnes con huellas pálidas de camisetas, de sostenes amplios y baratos, avanzaban lentamente hacia el mar, como otro mar. Las golondrinas volaban bajas, con raros gritos, propagando un misterioso gozo por la vida.

La Casa de los Negros se abría justamente allí, frente y bajo su ventana, en la callecita lateral del hotel. La fachada, pintada de un blanco rabioso, y la doble hilera de palmeras enanas a la puerta. Por sobre los pisos y ventanas, la terraza, los cables entrecruzados y las letras luminosas, de todos los rincones, parecía nacer la noche. Asomaba medio cuerpo fuera de la ventana, para contemplar allá abajo la Casa de los Negros. A menudo, vio a los negros de la orquesta, con sus chaquetas rojo y oro, con los instrumentos enfundados, como misteriosos y mudos animales, entrando y saliendo. Algo está ocurriendo en alguna parte, algo que no sé lo que es, y me grita a mí también. El húmedo calor septembrino, se pegaba a la piel, lo empapaba todo como un vaho persistente. Dentro de los globos de cristal perlado, casi opaco, vibraba la luz, como la del cielo en tormenta. Bajaré y me marcharé esta noche, de una vez. Las inmensas perlas luminosas, como ojos gigantes en la noche, invitaban. Creía oír el eco de un largo y metálico lamento. Me gustan las trompetas. Distinguía allá abajo las palmeras, negras, casi azules. No soplaba la menor brisa, todo estaba quieto y atravesado por el eco de aquella música que, más que oírse, se presentía. Buscó sus sandalias. Se miró en el espejo, aborreció sus ropas ridículas, su trenza arrollada alrededor de la cabeza. Súbitamente buscó las tijeras, y la cortó. El pelo cayó, lacio, desigual, en torno a su cuello. Bajo el flequillo rubio, casi plateado, sus ojos aparecían enormes, sorprendidos. El milanés era muy rubio, el cerdo milanés que me hizo. Pasó el dedo por el reborde de su boca, de pronto se acordó del rouge que le trajo Dionisia; lo buscó, y lo pasó por sus labios. Ojos y cejas, brillaron con más fuerza. Se cepilló el pelo, que caía estúpidamente, mal cortado. En su rostro había algo necio y salvaje. Allí, en el espejo, la mitad de su cara se encendía, de pronto roja, de pronto verde. Las sandalias entraban torpemente en sus pies, las manos le temblaban: es que no quiere que te contamines —dijo Dionisia—. Pero lo cierto es que no quiere que vean esta hija tan mayor, tan guapa. El cielo aparecía rojizo, más bien anaranjado, sobre la negrura de los tejados. Las palmeras semejaban una inmóvil procesión de venerables seres, guardianes de algo, altivos por algo. Me voy, estoy harta de todo esto, me marcho a dar una vuelta por ahí. En alguna parte, por encima del presentido rumor del mar, se encendía un grito, llamándola.

Bajó la escalera de caracol, atravesó los dos pisos con aire falsamente indiferente. Imaginó miradas, oscuros y menudos túneles, atravesando el aire, hacia ella. Era una hora semimuerta. En el saloncito, alguien estaba jugando al póker. Dionisia me enseñó a jugar al póker. Últimamente mamá no domina el temblor de sus labios. Me horroriza su boca seca, debajo del color del rouge, se cuentan los surcos alrededor de sus ojos, y, sin embargo, es hermosa, finge tener la boca más pequeña, casi en forma de corazón. Me parece feo. Prefiero su boca sin pintar en la playa. Cuando está en la playa, parece otra mujer. Cuando queda olvidada en la arena, quizás sin pensar en nada, con los ojos cerrados, debajo del sol. No es que entonces parezca más joven, pero en su cuerpo tendido, cansado, hay una dulzura que la abandona en cuanto se levanta, se viste, se pinta. A veces, la alegría la envejece. Últimamente bebía bastante. A veces, Raúl tardaba más de una semana en venir. No he podido te lo aseguro. Ella les oía. Sabía sus discusiones, su odiosa intimidad, que la turbaba. No quiero ser así. Yo nunca seré vieja. Salió, cruzó la acera. La noche crecía, entre las palmeras. Al otro lado se alzaba la Casa de los Negros. Quizá no me dejen entrar.

Entonces lo vio, junto a su Panhard verde claro. Subió toda su rebeldía en el calor de las mejillas. Se acercó, decidida. Él la miraba, sólo la miraba, ni se movía, siquiera. Cruzó la calle, se acercó. Él parecía un muñeco.

—Sí, soy yo —dijo.

Se ahogaba en algún odio que ni siquiera podía sospechar. Un sentimiento tan lejano y antiguo como el rumor que, a veces, acercándose y alejándose, creyó escuchar, en lentas noches de allá arriba, en la buhardilla del hotel. Raúl la miraba, serio, casi apaciblemente. Se acercó a él y dijo:

—Sí, soy yo, no estás soñando, soy yo, y líbrate de decirle a ella nada.

Inesperadamente, Raúl se echó a reír.

—Una noche me escapé. Estaba harta de que mi madre me tratara como una niña, me escondiera como una vergüenza. Tenía ganas de salir de aquel encierro inhumano. Lo encontré a él, a Raúl, y me dijo: Es natural, pobrecilla, ven conmigo. No tengas miedo. Así empezó todo.

La cortinilla interior de la Casa de los Negros estaba hecha de bambús. Dio casi un salto, que a ella misma la sorprendió, y, por fin, por fin, apartó la cortina de bambús. Oyó un ruidillo especial sobre su cabeza, alrededor de sus hombros: como un levísimo entrechocar de huesos. La sacudió un miedo placentero, apartó con los dos brazos los largos flecos, y entró. Raúl la seguía muy de cerca. Sin verle, notaba su sonrisa de cómplice, de labios cerrados, vagándole hacia las comisuras de la boca. Buscó su mano, la atrapó y la condujo a través de la sonora oscuridad, donde entre humo dorado, erraban lucecillas rosa y verde. Raúl dijo:

—Ven por aquí, vamos a tomar una copa.

Algo se enredaba entre sus pies. Pero era algo sin cuerpo, más bien como un viento que arrastrase hojas crujientes. Raúl dijo a su oído, para que su voz le llegara, tan baja, a través del agudo metálico de la trompeta:

—Dime qué quieres beber.

Aunque notó que sus ojos preguntaban otra cosa.

—Me da lo mismo, no conozco nada.

—No es verdad —dijo él. La oprimió suavemente el hombro. Estaban junto a una mesita blanca y redonda, donde ardía una llamita rosa. Ella tenía de pronto los ojos llenos de lágrimas, todo lo veía como a través de un cristal esmerilado.

—¿Por qué lloras? ¡No tengas miedo!

8

HABÍA dos hileras de macetas a ambos lados de la puerta de la Casa de los Negros.

—¿A dónde vas? —preguntó Raúl.

—Ahí dentro.

—Entonces, mejor será que entres conmigo.

La cogió del brazo y se dio cuenta de que le llegaba al hombro. Miró de cerca su perfil. Tenía la nariz corta, de aletas dilatadas. Algo salvajemente animal, gritaba en toda su persona, llenaba de una turbia y agradable sensación. La arrancaba de su estrecho aislamiento, desconozco totalmente estos seres, de los que Dionisia augura brutalidad sin fin, y mal sabor de boca. Sin preámbulos, como si esperara la primera ocasión para preguntarlo, él dijo:

—¿Qué hay entre Dionisia y tú?

Ella le miró, en silencio. Entonces, él cambió de tema, rápidamente:

—Pero ¿quién te ha cortado el pelo?, ¿qué es lo que veo? ¡Algo raro pasa contigo!

—Lo corté yo. Ya sé que está mal, pero no me importa.

Raúl le pasó la mano por la cabeza, alisándole el cabello a los dos lados de la cara, metiéndoselo por detrás de las orejas.

—Veremos qué dice tu madre, mañana.

—Tampoco me importa lo que ella diga.

Deseó que él no notase el raro ensueño que le nacía bajo aquella mano.

—No tengo ningún miedo —dijo—. Lloro porque al fin entré en la Casa de los Negros.

—Esto no se llama la Casa de los Negros. Pero me gusta ese nombre. Bueno, ya ves, no tiene nada de particular.

—No, pero he entrado, estoy aquí, y, de ahora en adelante, iré siempre donde quiera.

Pidió algo y trajeron unas copas. Raúl dijo:

—Me vas a contar lo de Dionisia ahora mismo.

—No me da la gana.

Volvía un miedo raro. A que él se marchara, a que todo se apagara. Miró alrededor: Es verdad, no tiene nada de particular, habrá dicho sin ver lo que era, y, ahora, se daba cuenta. Una sala pequeña, un piano blanco, largo, y el estrado con los negros, donde brillaban los desenfundados instrumentos. Reinaba ahora un espeso silencio, sólo el piano se oía, un negro gordo estaba trazando una rota melodía, y brillaban las gotas de sudor en su frente. Bajo el foco rosado de la luz, la mano larga y peluda del camarero cogió la botella, y vertió el líquido en las copas. Había un cartoncito con un número sobre la mesa: 23. Lo cogió y empezó a darle vueltas entre los dedos.

—Dice que eres una buena niña —apuntó Raúl.

—Lo soy. Soy buena.

Raúl seguía sonriendo, sin apenas mover sus labios gruesos y prominentes de caníbal.

—Te voy a explicar —dijo, de súbito. Como un torrente, su propia voz le embriagaba y exaltaba—. Dionisia prometió ayudarme, a condición de que no me estropeara con ningún hombre.

Raúl lanzó una risa pequeña y silbante.

—Me dijo Dionisia que la ayudas a fumar.

—Sí. Me enseñó a cargar su pipa. Así es más cómodo. Si tiene que hacerlo ella, entre pipa y pipa se desvirtúa el efecto.

—¿Lo haces bien?

Parecían los dos muy divertidos. Le recordó su primera infancia, en la playa, con un niño. Tendidos uno a cada lado de un castillo de are na, donde excavaban una galería, sus manos se buscaban: y, de pronto, se encontraron, y con las manos enlazadas, empezaron a contarse cosas misteriosas de las personas mayores, que les hacían reír hasta saltar lágrimas. Así era con Raúl en aquel momento.

—Ella sube a veces y dice: calla niña, no grites. Prepárame la pipa. Abre su cajita de laca, prende la lamparilla de cristal, con su llamita, muy mona. Resulta divertido, cojo el frasquito con el jarabe y hago una bolita, muy pequeña, en la punta de la varilla. Luego, lo meto en la cazoleta… Ella dice que es del mejor bronce, y que se la regaló un mandarín. Tiene esas manías, dice que no todos los bronces dan el mismo aroma, que la suya es de lo mejor que hay. ¡Bueno! Divierte oír sus cosas. Es muy refinada. Se tiende, con sus ojos hinchados, me da risa verla y le pregunté una vez: «¿Pero qué haces, qué sientes?». Y me dijo: «Dirijo mis sueños, niña». Entonces da la vuelta a la cazoleta, la acerca a la llama y se pone a chupar… Casi en seguida, tengo que limpiarla con un alfiler negro, y vuelta a llenarla. Unas tres veces. Gracias amor, me dice. Cuando vivía allí, tenía un sirviente para eso. Ahora, me tiene a mí.

Lanzó una carcajada pequeña, y le miró.

—Me parece bien —dijo Raúl.

Sus ojos fijos y vidriosos brillaban junto a la pantalla. Las niñas se habían reducido, en el color ambarino. Ella pensó: Creí que tenía los ojos negros. Eran de un tono entre amarillo y verdoso.

—¿Te dejó probarlo?

—No, por ahora.

El sonido del piano cesó, y un gran silencio se abatía, erraba de acá para allá, fragmentado y flotante entre el rumor de las conversaciones.

Pero, súbitamente, la trompeta atravesó de un lado a otro la Casa de los Negros, y Raúl dijo:

—Vamos a bailar.

—Yo no sé bailar.

—Es lo mismo. Déjate conducir.

Volvió a seguirle y se apretó contra su cuerpo, ahora sabiendo y recordando la primera vez, en el gabinetito de su madre. Conscientemente se oprimió contra él, y supo que había esperado largamente aquella búsqueda y aquel encuentro. La mano de Raúl acarició su espalda, suave:

—Tú déjate llevar.

La música potente, despaciosa, hacía vibrar la oscuridad; quizás un grito, como una inmensa araña de metal bruñido, recorría las invisibles paredes de la Casa de los Negros. No era hábil, sus pies tropezaban y se enredaban en los de Raúl. Estaban riéndose otra vez, no sabía por qué. Él decía algo que no podía comprender. Pero se reía. Era fácil.

—¿Cuántos años tienes, de verdad? —dijo Raúl a través del gran estrépito, conduciéndola de nuevo hacia la mesa.

—Dieciocho.

—Una vez vi una fotografía tuya —dijo, encendiendo un cigarrillo—, de unos diez años, muy linda, con tus trencitas.

Alargó la mano y volvió a acariciarle el cabello. Luego sus dedos rozaron suavemente su oreja, y ella se quedó rígida, conteniendo la respiración. Pensó: He oído hablar del amor, no sé si será esto. Pero no creía que el amor fuese una cosa así, densa, clavada como una antigua raíz, sin ninguna ternura. A fin de cuentas, tampoco me importa demasiado, el amor será algo oscuro y gelatinoso, como jarabe. El pensamiento la hizo sonreír.

—¿Sabes de lo que me acuerdo ahora? De lo que ha dicho mi madre esta tarde, cuando me despidió. Dijo: acuéstate pronto.

Su propia risa era algo tangible y vivo, allí, ante sus propios ojos, sobre el blanco mantel. La mano de Raúl acariciaba su nuca. He perdido el mundo si dejo escapar esta mano, he de retenerla. Raúl acercó su rostro al de ella, y le besó suavemente en la mejilla. Tenía una piel fina y tersa, casi como la de una muchacha, cerca de la sien, donde nacía el cabello.

—Querido papá —dijo, repitiendo su propia risa. Raúl le tapó la boca, y su risa parecía también la de ella, fundida en la suya. De nuevo le recordaba el remoto muchachito de la playa, las manos enlazadas a través del túnel en la arena.

—Vámonos de aquí —dijo Raúl.

—No quiero irme aún.

No tenía miedo, lo que no quería era acabar tan pronto la noche. Imaginaba la súbita impaciencia de Raúl, y se dijo: No tengo ganas de que se me estropee la noche, así, sin más. Tiene que durar.

—Pero esto ya está visto —insistió Raúl—. No hay mucho más que ver.

—Pues vamos a otro sitio.

—¿A dónde, criatura? —dijo él—. Vamos a casa, a tu habitación.

—No. Vamos a otro sitio cualquiera.

Bebieron un par de copas más, pero, de improviso, Raúl se volvió sombrío y poco hablador. Sentía el peso de sus ojos claros y densos, como bañados de miel. El alcohol la llenaba de una apacible exaltación.

—Eres bonita —dijo Raúl—. Más aún de lo que puede parecer a primera vista. Tienes una belleza escondida, que sólo puede conocerse al cabo de un gran rato de verte, de hablarte.

La música estaba alborotando otra vez.

—Me gustaría mucho saber bailar. De veras que me gustaría.

—Bueno —dijo él—, eso se aprende en seguida, casi sin transición, añadió:

—Vámonos.

No tuvo más remedio que seguirle, a través de la oscuridad, del bambú, de la sonrisa del portero.

—Adiós, Bola de Nieve —dijo Raúl. La rodeó los hombros con el brazo, como si hiciera frío.

—¡Qué feo vestido llevas! Verdaderamente no hay derecho. Tú podrías ser la mujer más bonita del mundo.

La miraba con una atención nueva, casi con curiosidad.

—Ahora tu pelo parece blanco —dijo—. Bajo estas luces, es como de plata.

Caminaron hacia el Paseo del Mar, parecía que no hubiera suelo bajo sus plantas. El brazo de Raúl era como una argolla, y pensó: esto es lo que quería yo, exactamente esto, y ella se va a quedar sin él, porque yo se lo voy a quitar. Tal vez el amor no sea esto, pero el odio sí.

Llegaban al mar. Entraron en la playa e inmediatamente sintió las sandalias llenas de arena, clavándosele en las plantas, entre los dedos. Se descalzó. Y, apenas lo había hecho Raúl la abrazó, sintió sus dientes agudos sobre su boca y su cuello.

—Bueno, vamos a casa —dijo, quedamente.

Iban como dos ladrones, de puntillas, quedamente. Primero subió ella, y, al entrar en la escalera de caracol, pensando en el odio nuevo que la llenaba, volvió a sentir una brutal alegría. Las escaleras crujían, como si algún misterioso muertecito estuviera encerrado dentro de los peldaños, quejándose; como diminutos ataúdes, donde mayan gatos perdidos o ahogados en el río, rio quedamente.

Entró despacio, abrió suavemente la puerta, y, sólo entonces, se dio cuenta de que olvidó las sandalias en la playa, e iba descalza. Dejó la puerta entornada, sin encender la luz. Se sentó sobre la cama, sentía aún las plantas de los pies cubiertas de una sutil capa de arena. El letrero luminoso de la Casa de los Negros, parecía un enorme guiño de complicidad. Pasó las manos por las plantas de los pies, oyó la menuda lluvia de arena contra la madera del suelo. Raúl empujó la puerta, entró y la cerró con cuidado a su espalda. Ella cerró los ojos, y se tendió, blandamente.

—Aquella noche Raúl subió a mi habitación, y, luego, esto se repitió durante muchas noches. Todo lo que duró el verano. Mi madre no sospechaba nada. Al menos, de mí, no sospechaba. Y supongo que Dionisia tampoco. Aprendí a fingir muy bien. Desde aquel momento todo fue un fingimiento continuo, pero te confieso que no me costaba hacerlo. En realidad, toda mi vida estuve mintiendo, unas veces voluntaria y otras involuntariamente.

(En los últimos tiempos, Elena decía con frecuencia:

—En cuanto llegue el invierno, podrás hacer una vida diferente. Te mandaré fuera, ya verás, conocerás gente; te casarás, quizá…

Le había entrado una prisa extraña. Ya no la escondía, más bien, quería apartarla de su lado. Raúl iba a Irún con frecuencia, donde tenían el otro hotel.

Un día dijo con naturalidad:

—Elena, voy a llevarme a Irún a la niña. Para que se distraiga un poco.

—¿A Irún, contigo? No sé qué distracción puede ser eso para ella.

—Que vaya al cine… o cualquier cosa. Voy y vuelvo en el día, ya lo sabes. Que se compre algún vestido, alguna cosa un poco decente.

Dionisia hacía solitarios en la mesita contigua. Un cigarro ardía en su boca, y lanzó sobre ellos una mirada rápida y vaga.

—Claro —dijo, inesperadamente—. Que vaya la niña, ¿por qué no, Elena? Fíjate qué clase de ropa tiene. Parece una mendiga.

El otoño estaba ya en puertas, y el hotel permanecía vacío. El día aparecía gris y desapacible.

Elena estuvo pensativa un momento:

—Bueno, si quiere, que vaya. Pero no la lleves al hotel. Déjala en alguna otra parte.

—Naturalmente. —Raúl abrió un diario, enorme, un biombo de papel, que le ocultaba casi enteramente—. ¿Cómo crees que no se me había ocurrido? Que vaya al cine, y de compras, o lo que quiera, y luego pasaré a recogerla. Si tiene que irse fuera este invierno, ha de ir aprendiendo a espabilarse. Y tú no quieres acompañarla, según veo.

—No puedo —a Elena le temblaba el cigarrillo en los labios. En sus enormes ojos dorados, en su voz, se ensanchaba un extraño vacío.

Ella permaneció quieta, casi sin respiración. Por debajo de la mesa, sintió la pierna de Raúl contra la suya. El papel del periódico crujió en un ruido extraño, que hizo parpadear de prisa a Elena. Raúl levantó la cabeza.

—Y vete a la peluquería —dijo Dionisia—. Desde el último desastre que hiciste, pareces un mamarracho.

Se pasó la mano sobre el cabello. Lo sintió sedoso y suave. Y el corazón contra el pecho, como un aldabón.

Después de comer empezó a llover, con más fuerza. No era el xiri–miri habitual, era casi un diluvio.

—Con este tiempo, no vayas —dijo Elena, a través del humo del café.

Estaban las tres, otra vez, en el gabinetito. En la pared, el papel de violetas y jacintos le hacía muecas. La luz perlada de la lluvia atravesaba los cristales, los visillos de tul rosa. Nacía en ella algo lúcido y terrible, descubría el temblor de los labios de Elena, el principio de la derrota, del triunfo. Los ojos de Dionisia, dos espesos grumos de almíbar, su sonrisa llena de una tristeza infinita, indescifrable, iban de una a otra. Ella dijo:

—Sí, voy.

—Pero… —en la voz de Elena latía una angustiosa debilidad—. Pero, hija, está diluviando.

Ni siquiera le contestó. Apenas terminó el café, subió a arreglarse a su habitación. Cuando bajó, dijo.

—Dame dinero.

Elena buscaba algo en los cajones. Miró sus manos blancas, hermosas, pero enormes. Sus uñas barnizadas, también grandes. Era alta, blanca y pesada. Le habló sin mirarla, despacio, y había algo oculto en su voz, que no podía definir si era miedo o un cautísimo recelo, lleno de toda la experiencia que a ella le faltaba, y dijo:

—Estoy pensando en qué vas a trabajar. Te voy a enviar a Madrid, este invierno. Trabajarás, aprenderás lo que es ganarse la vida, luchar… Sabes, Marta, pensé equivocadamente en hacer de ti una señorita. Es inútil. Primero quise darte estudios, pero no has salido inteligente. Eres perezosa y torpe, pero te juro que aprenderás a trabajar…

—Muy bien. ¿Me das dinero, o no?

Su madre se volvió, rápida. Estaban las dos solas en la habitación, y, de pronto, la miraba como miraría a otra mujer cualquiera, que no fuera la sumisa y pequeña Mar tita, con sus trenzas rubias, la pequeña Martita, no más importante ni temible que Laka. Los ojos que descubrió a veces, en ella, cuando miraba alguna determinada mujer.

—Sí, toma. Cómprate lo que quieras, vístete como una puta, si te gusta. Veo que es inútil todo lo que hice por preservarte del mal. Sabes, Marta, a pesar de todo me das lástima, porque aún eres muy inocente. Píntate, vete a la peluquería. No tienes buen gusto. Eres basta, egoísta y cerril, como tu padre.

Era la primera vez que hablaba de él, y pensó: el cerdo milanés.

Tendió la mano, sin saber qué decir. Su madre le entregó un pequeño sobre blanco. Tuvo tentaciones de rasgarlo allí mismo, pero se contuvo. Hay tiempo.

Un sol tenue empezó a juguetear sobre el papel de la pared. Gritó, con voz de triunfo:

—¿Lo ves? ¡Ya no llueve!

Dio media vuelta y, sin despedirse, empujó la puerta —quedó abierta a su espalda, como un gran bostezo—, y corrió, escaleras abajo, apretando en el puño el sobrecito blanco. Todo el jardín resplandecía, mojado, bajo aquel sol metálico. Oyó ladrar un perro, y, luego, el silbido largo del tren, y el olor de la tierra mojada traído hasta su nariz ansiosa, como ululante brisa. Miró hacia la ventana de Raúl. Un pájaro voló hacia el alero.

Raúl bajó poco después, con el cabello húmedo, brillante y demasiado pegado. Aún tenía la piel quemada por el sol del recién desaparecido verano, pero iba tomando un tinte oliváceo, casi sucio. Sobre la nariz resaltaba una mancha más clara. Está feo, pensó.

—Se te pela la cara —le dijo.

Él se frotó la nariz, mientras echaba la cartera sobre el asiento trasero del coche.

—Sube.

La portezuela dio un seco golpe, como quien cierra definitivamente algo. Una etapa, una edad, un mundo, lo que sea. Y cuando arrancaban, y viraban el Paseo del Mar, y entraban en la carretera, entre la doble hilera de árboles: Es verdad, no salí inteligente, no me gustó nunca estudiar. Y cuando leo, no me entero de lo que el libro dice, me canso, y me aburro. Me gusta la música, la vida, los árboles, el cielo. Algo existe por ahí, que me espera.

Al dar la vuelta al hotel, tras la reja, vio a Dionisia. Vestida de negro, su largo rostro de vasco–francesa, los brazos caídos a lo largo del cuerpo: parece un digno espantapájaros. Supuso que aún recorrería mucho, antes de eludir lo que dejaba atrás. Pero se despedía de todo).

—Una tarde fuimos a Irún, con un pretexto. Estuvimos tres días juntos, sin ver a nadie.

(No conocía la tristeza. Aburrida o desesperada, llena de alegría o de ira impotente, no sabía lo que era la tristeza, hasta aquella mañana. Exactamente, cuando al alborear del segundo día, se despertó, y entraba por la abierta ventana el grito de las gaviotas. Estaban en un hotel pequeño y sórdido, cerca del barrio de pescadores de Fuenterrabía. La habitación, en uno de los pisos bajos del estrecho edificio gris–sucio, era mucho mayor que la del hotel de San Juan. A través de las rendijas de madera carcomida y despintada, las persianas sólo unidas por el picaporte sin ajustar, empujadas por el viento, entraba la luz en franjas. El quejido, monótono y desazonador, de la vieja madera, parecía, como las gaviotas, gritar, por alguna razón no entendida. Elena dijo: No la lleves al hotel. Por descontado, contestó él. Pero estaban allí, en la habitación de Raúl, grande y destartalada, con sus viejos sillones de pelouche rojo, desgastados y sucios donde se apoyaba la cabeza. Comprendía la verdadera misión de aquel hotel, regentado por Raúl, como comprendió la de San Juan. Vamos al hotel. No importa, ¿qué más nos da? Procura no hacer ruido. Ahora nadie podrá encontrarnos, Elena no vendrá. ¿Por qué? ¿Cómo lo sabes? No vendrá, lo sé, nunca viene, Dionisia quizá, pero Dionisia no me da miedo. La espesa y torpe lengua se negaba a hablar.

Fue, descalza, sobre la moqueta de terciopelo sucio y rojo, con grandes manchas de alcohol, parecía, o algún líquido corrosivo. Extrañas islas que intentaban no pisar, para que sus plantas desnudas no se contaminasen de algo viscoso y nauseabundo, aunque no sabía exactamente qué. Allí estaba el secreter, de madera encerada y brillante, demasiado nuevo entre el polvo, y la tulipa de vidrio blanco y rojo. Raúl seguía tendido, dormido, casi negro contra la sábana; tan sólo la cadena de oro, en su muñeca, brillaba pálidamente. Echado sobre el costado, la gran cabeza hundida en la almohada, la mejilla doblada, como un bulto deforme, los ojos apretadamente cerrados y el ceño en dos arrugas hondas entre las dos cejas, que casi se juntaban. Se inclinó sobre él. El brazo de Raúl caía a un lado de la cama. Se agachó cuanto pudo para descifrar el signo de la medalla que colgaba de su cadena. Estaba dormido, absolutamente dormido, oía el silbido tenue de su boca entreabierta. Acercó su rostro al de él. Olía a alcohol dormido y ácido, repugnante. Se fue hacia el secreter. La llavecita colgaba de la cerradura, brillando. Las gaviotas chillaban, y pensó: seguramente lloverá. Tenía miedo de que él despertara, y dio suavemente la vuelta a la llave. La tapa, de varillas unidas, se introdujo como una ancha lengua de reptil, en el paladar. Sobre el paño verde encontró el álbum y lo abrió. Las muchachas sonreían desde sus cartulinas. Niñas pintadas, de apenas trece, catorce, quince años. Como las muñecas de su habitación, el Húsar de la Guardia, con sus falsas caritas mofletudas. Alguna llevaba un vestido de marinero, una trenza sobre el hombro, flequillos rizados de muñeca guardada en un rancio armario. Lo cerró despacio y volvió a la cama. El balcón vertía cada vez más luz a la habitación, sentía la boca pastosa, los ojos turbios, y unas repentinas ganas de vomitar. Nunca podré querer a nadie —pensó llena de malestar— a nadie, ni a mí misma, ni a mis recuerdos de niña, siquiera. Alguien dice que la infancia siempre se recuerda con amor, pero yo no sé nada de eso, sólo curiosidad y deseo. He oído hablar de amor a Dionisia y al mismo Raúl. Me dice: te quiero. A veces lo dice. No es verdad, pero ellos lo dicen, es quizás una costumbre. Qué cosa extraña debe ser querer a alguien, como dice Dionisia que quiso mi madre al milanés. Tal vez, eso que siento por Raúl. Lo miró.

—Es guapo —dijo en voz alta.

Se dejó caer a su lado y empezó a gemir suavemente. Entonces los muelles crujieron, Raúl se volvió lentamente hacia ella, y a través de sus lágrimas le vio salir del espesor de su sueño, y tuvo un estremecimiento, [porque se acordó, de pronto, de la Historia Sagrada que leía de niña, en el internado, cuando Lázaro volvió del mundo de las tinieblas]. Sin abrir los ojos, el brazo de Raúl se levantó, creció, como una planta extraña y oscura, la medalla tililaba en su muñeca, un aleteo venía desde la madera podrida y los hierros del balcón, y la tristeza, en oleadas, crecía, arrollaba e inundaba con su marea crecida, aislándola del mundo. Un gran frío llegó; se sintió aterradoramente desnuda, espiada por miles y miles de ojos. Otras muchachitas también desnudas y mofletudas la mayoría de ellas gordinflonas, yacían en el álbum, exacerbando su infancia, tendida, como un triste cadáver de muñeca, vestidas —las que lo estaban— con su misma retardada e indecente infancia, tal como su misma madre, por razones distintas, la obligó a vestir. Marineras sucias sobre pequeños y redondos pechos de mujer. El brazo de Raúl cayó sobre ella, como una argolla.

Eran cerca de las cuatro de la tarde, cuando Raúl se levantó. Siempre se levantaba mudo, como un torpe toro, renaciendo de una oscura espuma. Se fue, y volvió al cabo de un rato, vestido, con las sienes goteando. Le miró por entre los párpados entrecerrados, no me gusta que se moje así el pelo, y se lo planche contra la cabeza. Levantó la sábana hasta la barbilla, y él dijo:

—Has estado curioseando por ahí, ¿eh?

Se acercó a la cama y vio sus piernas largas, y allá arriba, la barbilla maciza, cuadrada.

—Sí.

—¿Y qué piensas?

—Nada. ¿A mí qué se me da de vuestros asquerosos asuntos? Y no tengo la culpa de ser hija de Elena, no escogí nada de esto.

Raúl le cogió la barbilla y la obligó a incorporarse. Le hacía daño, sentía un dolor vivo en el cuello, en todo el cuerpo. Pero no se quejó, procuró sonreír y abrió los ojos mirándole de frente. Raúl dijo:

—Me has elegido a mí.

Ella se dejó caer de espaldas. Por las rendijas de las persianas el sol entraba, ya, abiertamente. Había cesado el viento).

—Hasta que mi madre nos descubrió.

Manuel la escuchaba. Contempló el brillo de su pelo rojo, sus manos enlazadas. Era casi un niño. Le dolía hablarle, como en una tardía confesión. Y, sin embargo, no podía callar.

—Quizá te molesto, o te aburro. No sé por qué te cuento esto.

Los ojos negros de Manuel, contrastaban en su rostro dorado. Algo nacía de él, triste y extraño.

—Habla —dijo—. Di lo que tú quieras.

(El tercer día. Sabía, desde que se despertó, que era el tercer día. Vivieron como una sola jornada, larga. Comían bocadillos, bajo el secreter se alineaban las botellas vacías. Una espesa atmósfera de humo de cigarrillos, papeles arrugados, polvo en la madera, les rodeaba. La cama aparecía eternamente deshecha. Sobre la banqueta, en la bandeja, las tazas sucias se apilaban, junto a la cafetera. Una mosca estupidizada por la llegada del frío, se paseaba por el borde del azucarero. Envuelta en el batín de Raúl, ella se miraba los pies, descalzos, contra la manchada alfombra. A través de la persiana —siempre mal encajada, nunca cerrada, ni abierta— subía un acre olor de pescado podrido, y la voz de una mujer que gritaba algo en vascuence. Le gustaba mirar un grabado que había sobre el secreter. Un hombre y una mujer, con pelucas, se balanceaban en un columpio, mientras dos damas demasiado pequeñas cuchicheaban o leían algo, y todos eran rosados y gordezuelos. Debajo se leía, con pulida letra inglesa: Amor en el columpio. Pasaba la punta del dedo por el marco pintado de purpurina. Amor en el columpio. Eso serían tal vez, Elena y el milanés. Qué cosas necias y raras llevaba el mundo, dentro de su viejo vientre. En aquellos días, Raúl, no atendió ni el teléfono, ni llamada alguna.

—Te quiero —le dijo—. Quiero estar contigo, te quiero. De verdad te lo digo.

—Se va a hundir el negocio —advirtió ella, ingenuamente.

Él se echó a reír:

—Ni aun así.

Las manos de Raúl eran bonitas y morenas. Quizá lo que más le gustaba era sentir sus manos. Le desagradaba verle comer. Cogía el bocadillo, lo acercaba a su boca y aparecían sus colmillos, sus enormes dientes, sanguinarios.

—Pareces un perro, cuando comes.

—Soy un perro —contestó, mascullando distraídamente.

El tercer día. Lo sabía: algo va a ocurrir. Prefería no decir nada. Raúl, echado, miraba al techo, las manos bajo la nuca. El cigarrillo ardía en sus labios, y el humo le salía por la nariz, como un par de delgados y crecientes colmillos. En aquel momento su mirada, hueca, vagaba por el techo desconchado, donde avanzaba el cordón de la luz, como una hilera de insectos muertos.

—Te gusta la seda, como a una mujer —dijo ella, acariciando el batín sobre su cuerpo.

—Como a una mujerzuela —corrigió Raúl.

Y, en aquel momento, la puerta fue violentamente sacudida, y tembló la llave, la chapita con un número —precisamente el 23, como el de aquella mesa primera de la Casa de los Negros— que, de pronto, se parecía a la pulsera de él, con su tembloroso signo cabalístico. Un puño justiciero, exasperado, golpeaba la puerta, una vez, dos, tres. El tres me persigue, se dijo. Retrocedió y chocó con la banqueta. Las tazas vibraron; una cucharilla, con una espesa gota de café, cayó al suelo. La mano de Raúl que sostenía el cigarrillo se quedó fija en el aire.

—Escóndete en el cuarto de baño. —La voz de Raúl, una exasperada lagartilla, avanzaba sobre un vasto mundo de terciopelo.

—No me da la gana —contestó.

La puerta vibró, como un rostro. Raúl avanzó, despacio, y la abrió. Por aquella violencia no parecía sino que la puerta iba a desplomarse sobre él. Pero, en lugar de eso, un pálido y arrugado espectro apareció, apoyándose desfallecidamente en el marco. Pues no se ha teñido la raíz, pensó viéndola avanzar despacio, los mechones desteñidos a los dos lados del rostro, como una peluca. Ni su mismo pelo parece pertenecerle. Es raro, para ser ella de verdad habría que restregarla con un estropajo, arrancarle cabellera, cejas, pestañas, dejarla sin párpados y desnuda. Como aquella maltratada muñeca de celuloide, que le compraron una vez, y a la que ella fue despojando sistemáticamente de todo. Al fin, la abrió en canal con su cuchillito de la merienda, y sólo encontró dentro una especie de fuelle de color rosa que al apretarlo entre los dedos, decía ¡mamá!, como un maullido).

9

QUIZÁ lo que más te sorprenderá es que mi madre era muy religiosa. Nunca dejaba de ir a misa, todos los domingos me preguntaba: ¿Has ido a misa? ¿Sí o no? ¡Dime la verdad! Quería saber si me confesaba, y me aconsejaba que tuviese un padre espiritual. Me decía: sólo eso te salvará. Yo lo sé muy bien. Ella tenía una Virgen en su gabinete, con rosas de terciopelo, y pequeños candelabros de oro. Cuando yo era muy niña, todas las noches me hacía arrodillar, y rezar, antes de acostarme. ¡Y mi primera Comunión! Fue algo fastuoso. Estuve vomitando toda la noche, de tantos pasteles como comí.

—(Tu pecado es el peor del mundo —dijo Elena—, es un pecado de los que ningún sacerdote puede perdonar, desdichada, desdichada.

Lo decía con una voz terrible, como el maullido de un fuelle apretado por las manos inocentes de una niña de cinco años. Entró en la habitación, como la niebla en los bosques, algo difuso, y que, sin embargo, lo tapa todo. Ella permaneció junto a la bandeja, con sus tazas sucias, con restos de azúcar y café, y a la pobre madre le caían las lágrimas a los dos lados de la boca, resiguiendo sus caminillos de arrugada edad, deteniéndose en las comisuras de su boca, de forma que repugnaba, más bien.

—Mira, déjate de pecados. No me vengas con esas cosas, que me dejas fría. Tú eres un pecado viviente. Al menos yo, soy un ser natural, porque este hombre me corresponde en edad.

La cruz de oro brillaba en el pecho de Elena y su dedo largo la señaló:

—Mira. Éste: tuvo piedad, y tú olvidas que la piedad es lo único que puede salvarnos.

De pronto, en medio de la niebla, tuvo deseo de entenderla.

—Quisiera entenderlo, pero tú no has tenido piedad de nadie más que de ti misma. No importa pues.

Sus ojos de oro dulce y terrible, como enormes granos de moscatel donde la lluvia se hubiera detenido, estaban fijos en ella, con un dolor tan remoto, o huido, que sintió malestar. Elena dijo:

—¡Eres más desgraciada que yo!

Hasta aquel momento, Raúl no parecía existir. Pero súbitamente avanzó y dijo:

—Elena, querida mía, amor mío).

—Me fui con él.

(Su voz brota de alguna barrera irregresable). Manuel se inclinó hacia ella y cogió su mano: pequeña y sucia, huidiza. La tuvo entre las suyas, pensativamente.

—¿Sabes una cosa? Algo había en Jeza, como un hilo, que nos ataba e iba acercando hacia sí mismo.

—Siempre pensé eso de él, aunque no con esas palabras —dijo Marta.

De nuevo había una casi reprimida alegría en sus palabras. (Al hablar de Jeza parece despertar de algo, de alguna oscura bruma en la que se debate y de la que desea salir). También para él, Jeza era algo hacia lo que debía avanzar (como un ciego velero, a través del mar oscuro que levanta olas incesantes y poderosas, turbias olas negras frente a mí).

—De una manera u otra, tengo la impresión de que Jeza nos conduce a donde quiere —dijo.

Marta fue hacia la lámpara, extendió una mano, la puso sobre la luz, y quedó roja, transparente. Algo vivo y cierto, entre las brumas que les rodeaban. Se volvió a mirarle y sonrió:

—Y a ti, ¿qué te podía unir a él? Cuando recibí tu primera carta, créeme, Manuel, apenas te recordaba.

—Era casi un niño, cuando le conocí. También tenía de ti un recuerdo muy borroso. Recordaba tus ojos.

(Es la muerte de Jeza quien nos une. La muerte puede ser algo tan vivo, concreto y cierto como la existencia).

—¿Por qué le volviste a ver?

—Es Mariné, me dijo lo de Simeón y Zacarías… y que él estaba aún en la cárcel. Suponía que te gustaría, porque a él no le llegaban tus cartas, ni a ti las suyas.

—Pero… ¿por qué, Manuel? Tu vida ha cambiado, todo es distinto. Ya no eres aquel muchachito que yo conocí.

—Porque lo necesitaba —dijo Manuel.

En su voz había algo dolorido, que la conmovió. Le puso la mano en la cabeza, le acarició el cabello. Él miraba al suelo, como si no se atreviera a levantar los ojos:

—Todo, todo había caído, hecho pedazos: la rectitud, el deseo de bondad, la esperanza… todo. Necesito recuperar algo que perdí. Y siento miedo. Como si estuviera al borde de la pendiente, y algo, alguien, me empujara hacia abajo.

—Yo también tengo miedo —dijo ella. Apenas lo dijo, pero él lo oyó. (Cuando conocí a Jeza, todo cambió. Hasta el mundo parecía adquirir otras dimensiones. Hasta aquel momento todo fue vano y egoísta, mezquino y triste. Yo estaba enamorada de la vida, pero no sabía nada de la vida. Eso fue lo mejor de Jeza: descubrir la vida para mí. No sé si podía estar equivocado. De pronto todo cambió de sentido. Jeza no era un espectro. Hasta entonces, todo parecía ser para mí, como las huellas en la arena: el eco de unas pisadas). Dijo:

—Jeza era él mismo, una afirmación. El que pudiera estar equivocado o no, no entra en mis cálculos.

Manuel callaba. No podía compartir nada con ella: ni recuerdos, ni infancia, ni siquiera una idea del mundo (una tela sutil, como la red de la araña, teje silenciosamente desde la oscuridad para no separarnos, por alguna misteriosa razón que no sé, aún, explicarme).

—Yo viví aquel tiempo. Cuando ellos se reunían en la casa abandonada. José Taronjí, Simeón y Zacarías. Y ahora Es Mariné… no quería decirme nada. Tiene miedo. Todo el mundo tiene miedo, Marta. (El miedo es el silencio de las islas, en el grande y espejeante mar azul, el miedo es el silencio de las calles y el polvo y la arena levantados por el viento. El miedo es el Port, en calma, un turbio y lento espejo, verde y mudo bajo el cielo de la tarde, donde el agua choca y salpica las balaustradas de cerámica. El miedo es un enorme embudo, arremolinado como el mar, que traga las barcas. Tengo miedo, y Es Mariné y Jacobo y José Taronjí y Marta tienen miedo, tenemos miedo, viviremos siempre en el miedo).

—¡No! —gritó, apagadamente.

Ella le miró, asustada.

—Tenemos que salir de esto —dijo—. ¡No quiero! ¡No puedo!

Marta asintió, pero quizá no entendía. Él adivinó de que no le entendía. A pesar de todo, le tendía la mano; y entonces se dio cuenta de la simplicidad, casi inocencia, de aquellos ojos.

(Puesto que tenía miedo, cuando salí de los funerales y me fui al bosque donde estaba enterrado José Taronjí, puesto que tenía miedo y todo era una búsqueda de razones, o hechos, que me justificaran algo, y sentía cobardía ante mi madre y mis hermanos, porque tenían hambre, y sentía cobardía ante esta casa que, a mi pesar, amaba tanto, y a mi infancia que se debatía ya como un agonizante pájaro, puesto que quería huir de Jorge de Son Major, un día fui a ver a Jeza).