1

A mí no me comprometáis, dijo Es Mariné.

Dejadme en paz.

Manuel se acercó a la balaustrada. Correteando como un perrillo, Sanamo le siguió:

—Ahí debajo está. Últimamente salía con ella; aunque las barcas están controladas y nadie puede tenerla sin conocimiento de la autoridad… él era él. Ya lo sabes.

Sanamo sacó algo del bolsillo, y lo acercó a su oreja. Inmediatamente lo reconoció. Era el reloj de Jorge de Son Major. También su abrigo, el raído y anhelado abrigo con cuello de terciopelo, que casi arrastraba ahora el viejo, enredándose en los rollos de cuerdas, sacudiéndolo con amoroso cuidado, como veía hacer a las señoras.

—El mar, Manuelito —dijo Sanamo—. ¿Te acuerdas? Cuando salíamos juntos al mar, con él… ¿te acuerdas? El mar de los griegos y de los fenicios…

(Por el mar de los héroes y de los mercaderes, la vela desplegada del sol huye rosada y cruelmente, hacia su muerte. El viejo reloj de Jorge de Son Major, con sus esmaltes azules, es un gran incentivo, también. Todo empuja, todo rueda, como el sol y el trueno, sobre el mar. El viejo y atrancado reloj que Sanamo sacude en su oreja, como si pretendiera despertar algún animalillo perezoso, repitiendo la voz de un tiempo muerto. Sanamo y Es Mariné tienen miedo, y nadie quiere dejarse apresar por lo que no desea, pero el relojillo de oro grita, en su silencio, y Sanamo lo sacude en su oreja, con la esperanza de no morir demasiado pronto).

—¿Vienes a verla? —musitó Sanamo. Sus labios temblaban.

—¡Espantapájaros! —dijo Es Mariné—. ¡Quítate esas ropas si quieres venir a esta casa! Cuervo maldito, no respetas nada.

El ojo encendido de Es Mariné se clavó en la mano derecha de Sanamo, donde brillaba el reloj. Sanamo lo ocultó en lo profundo de su bolsillo.

—Siempre me ha envidiado, ya lo sé —dijo—. Te juro que no hubiera puesto los pies en tu casa, sino es por este ángel. ¡Un ángel bajado del cielo!

—No quiero saber nada —repitió Es Mariné—. Nada. Dejadme en paz.

Les volvió la espalda y entró en la casa.

—Vamos.

A la derecha de la terraza nacía la escalerilla del embarcadero. Sanamo le precedió. Su pequeña mano nudosa iba agarrándose al borde del pasamanos. Pisaba con cuidado, para no tropezar.

La Antínea era una típica barca mallorquina, con motor. Bajo las bóvedas de la terraza de Es Mariné, el agua emanaba un eco oscuro, como un frenado grito. Escuchó el golpe de las olas contra las columnas de piedra rosada. La Antínea apareció, amarrada, como un noble animal.

—Tú, ahora, ¿cuántos años tienes?

Manuel dudó un momento.

—Voy a cumplir diecinueve.

—Pero si eres un niño —y pensó: (no es así, deberías decir: no voy a cumplir nunca diecinueve años). Lo dijo en voz muy baja, para que él no la oyera.

Se levantaba un viento bajo y gris, que barría la niebla.

—Si tuviéramos suerte —dijo Manuel— tendríamos a la niebla con nosotros. (Si tenemos suerte podremos ir a morir a tiempo). Un dolor, un gran remordimiento, una desazonada visión de la juventud, se levantó entre ellos dos.

—No quiero arrastrarte a esto, Manuel. Déjame sola. Bastante hiciste por Jeza, y por mí.

Él no parecía oírla. Informó:

—La vigilancia de la costa es prácticamente nula. (Es Mariné dijo: la guerra está ganada, pero, de todos modos, tened cuidado. La mejor hora las cinco y media, las seis… A mí, dejadme en paz, yo no sé nada, no me comprometáis).

Había una palabra entre ellos, que no querían decir, a toda costa. Una ciega palabra de silencio, flotando en torno. (Todo parece indicar que se cumplirá una misión, o, tal vez, una esperanza). Algo que pudiera reportar algo a alguien, algún beneficio.

—Es Mariné ha dicho: tened suerte. Os la deseo, a los dos.

(Los animales no hacen nunca gestos inútiles, solamente los hombres. Pero sólo haremos aquello que podemos hacer, nadie es héroe de nada, aprendemos unas cifras, equivocadas o no, y morimos).

—El motor está en buen estado.

Sanamo apareció —hacia rato que estaba con ellos, y, sin embargo, hasta aquel momento, no se le veía, ni oía—, y chilló:

—¡En perfecta estado! El señor salía a menudo conmigo. Dábamos sólo una vueltecita. Sólo por recordar.

Marta se estremeció. (Sólo por recordar. Así hacen los viejos. Como yo. Voy a recorrer la muerte de mi vida, mi propia muerte. Jeza, Jeza, qué hiciste conmigo. Pero, tanto hablar de ti, y a ti, no te dejamos decir nada. Al contrario de nosotros, pobres piezas propicias a la gran trampa. Tu vida, tu muerte, es más elocuente que todas las palabras que se puedan decir. Ahora, así, tengo la extraña sensación de que Jeza no ha existido nunca. De que es una pura invención nuestra. José Taronjí, yo, Manuel, Raúl desde su ángulo… Sí, nos lo hemos inventado. Nadie sabrá, realmente, quién fue, qué pensó, qué contradicciones tuvo que sobrellevar dentro de su pesado caparazón de hombre. Yo sé lo que Jeza hizo, no sé lo que sintió, ni lo que pensó. Contra qué íntimos sentimientos hubo de luchar, contra qué dudas, contra qué miedo. Nunca lo sabré. Le pertenece, como la muerte). Tuvo frío y se arropó en la chaqueta. A través de la ventana veía huir la niebla. Diminutos espejillos se formaban en el suelo, y brillaban. Se volvió a Sanamo:

—¿Te puedo pedir algo?

—Di —el viejo la miraba con ojillos turbios. (Al contrario de Es Mariné, fiel a una idea, a un sentimiento, Sanamo ha nacido, quizá, para traicionar sus propias razones. Disfruta con lo escondido, con la clandestinidad. Las cosas claras no van con él. Su guitarra, tal vez, penderá siempre del clavo, nostálgica. No lleva rosas en la oreja).

—Vete a donde mi hijito, alguna vez, y dile a Marcela que me perdone.

—¿Tienes un hijito, paloma? —murmuró Sanamo—. No lo sabía. Créeme, no lo sabía.

—Está allí arriba, con la hermana de Simeón. Sí, la conoces. Yo sé que la conoces.

—No soy de esta tierra, cordera. No conozco a nadie, nací muy lejos de aquí.

Manuel le puso una mano en el hombro:

—Vamos —dijo. (Un filo corta, de improviso, todas las ataduras, las turbias amarras que teje el ser humano con la tierra, barcos que no desean partir). Ella insistió:

—Entonces, ¿no puedo encomendarle a nadie?

—A nadie, es cierto —dijo Sanamo—. Es bien cierto. Pero ¿un vaso de vino?

Manuel parpadeó. (Una voz, aquí, dijo: recordaréis en el último momento, unas oscuras rosas, esas gotas de lluvia. Todo se desprende y cae, como el polvo. No era verdad).

—Venga ese vino, Sanamo. Por ti. Por tus largos años de vida.

—¡Sí! —gritó el viejo.

De pronto se había sublevado, se alzaba sobre las puntas de los pies, esgrimía su dedo oscuro y retorcido:

—¡Viviré, viviré largamente, jovencito, mal hijo! ¡Viviré largamente, para que mi lengua se canse de maldecirte!

Y empezó a llorar. Su llanto, como una lluvia seca, más hacía sonreír que otra cosa. Manuel le puso la mano en la cabeza:

—Estoy seguro de lo que dices. Cálmate.

Casi daban ganas de secarle las lágrimas y sonarle, como a un chiquillo. Sanamo se restregó las mejillas súbitamente mojadas:

—Así es, Manuelito, mal muchacho. Viviré largamente, y cantaré tu cancioncilla y diré: escuchad, es la historia de un pobrecillo que se fue a perder su guerra. A mucha gente le parecerá algo raro. Tú siempre lo fuiste. A veces, pensaba que era la encarnación viva de Aquel Otro. Ay, pelirrojillo, qué triste es todo contigo.

Le puso la mano en el cabello y añadió:

—Estos rizos parece que van a arder de un momento a otro. Eres como una llama, puedes prender todo un bosque.

—¡Basta! —dijo Manuel—. ¡Has leído demasiadas historias!

—¡Tu padre lo sabía! ¡Tu padre que me envenenó la vida, lo sabía! Él me enseñó a leer, a los veintisiete años, pero, maldita sea mi suerte, para cuánto mal.

(Vivirá largamente, y su vida será el peor castigo. Desea morir, y no sabe cómo. Somos afortunados, después de todo).

Afuera, a medida que la niebla huía, el frío se adueñaba de todo.

2

UN pulido y ordenado desván, donde alguien limpió, uno a uno, todos los objetos de deshecho. Fanales, veleros diminutos, barcas griegas y fenicias. El gabinete de Jorge de Son Major: amordazado y ciego, reteniendo el lamento de los objetos.

—Dame el saco, Sanamo —dijo Manuel.

El saco marinero se arrastró y avanzó sobre el suelo, con un roce aterciopelado, como el vientre de un animal.

—La brújula, los catalejos, las cartas marinas —rezó Sanamo, alineando los objetos sobre la mesa de Jorge de Son Major. La había encerado y pulido, y olía como un panal.

—Sanamo…, ¿es aquí, donde lo encontraste muerto?

—Ciertamente, aquí.

—¿Cómo fue, Sanamo? ¿Te diste cuenta en seguida?

—¡Ah, no! No en seguida. Yo andaba en la cocina^ había preparado un cordero con menta, como a él le gustaba: iba a decírselo, subí y llamé dos veces a la puerta y él no contestó. Pero él solía hacer eso, a veces, y yo comprendía que quería estar callado y solo. Bajé otra vez, y anduve trajinando en mis cosas. Ya sabes, soy muy cuidadoso, esta casa fue siempre el espejo de mi corazón… Entonces, sonó la hora en el reloj, y así, sin más, me dio un vuelco el corazón, una vuelta de campana, tal como te lo cuento, y me dije: ay, Sanamo, Sanamo, el Señor te está dejando de su mano.

—¿Cuál de ellos? ¿A cuántos señores sirves tú?

—¡No seas malo, dulcecito mío! No eres el de antes. No eres aquel niño que tanto quise… que él quería tanto, cuando me decía: ¿Cómo engendré una paloma, yo, un cuervo?

—Calla, Sanamo. Nunca pudo él hablar como tú. No se puede saber nada cierto contigo.

—No te enfades. Escucha, sigo el hilo: entré, y estaba él ahí, sobre la mesa, doblado. Parecía dormido, pero cuando le di un empujoncito en el hombro se derrumbó hacia la derecha, y cayó, como un saco. Pobre señor, tenía el corazón gastado. Porque, sabes, hijito, las vísceras, como las máquinas, se gastan, se estropean, se atrancan. Vaya, así es: se muere, todos los días por cualquier tontería. El médico dijo que era una angina de pecho. Lloré mucho, te lo juro. Había rosas por todas partes, encarnadas, como a él le gustaban, y fui y traje todas las que pude, se las eché encima y me dije: es lo último que puedo hacer por ti, porque mi pobre guitarra no la oirás jamás… ¿Crees tú, Manuelito, que no la va a oír más? Y tú, Manuel, ¿la oirás alguna vez? Será muy triste pensar que ya, si quiero recordar algo, tendré que ir a buscar los graznidos de ese viejo buitre de Es Mariné… Sólo él, a pesar de todo, oirá la guitarra con los mismos oídos que mi señor, o que tú, niño mío. ¿Te acuerdas, te acuerdas, te acuerdas…?

De pronto desfallecía, sus manos caían, abandonaba el trajín con que intentaba ayudarle a recoger y guardar objetos. Calló, como si pensara que ya nadie iba a oír sus palabrerías, sus canciones (cómo, toda la vida, se desconcha y cae a su alrededor, también).

—Te aterra la muerte, viejo endiablado —dijo Manuel, con su afecto que venía, aún, de la orilla cada vez más lejana de su infancia.

—Viviré, Manuel, viviré: enterraré a Es Mariné, lo juro —hizo una cruz con el índice y el pulgar y la besó.

Súbitamente, una idea vagó en sus ojillos:

—Oye, Manuelito, hijo, ¿has hecho testamento?, ¿te has acordado de mí?

El doce de enero, sobre las siete de la mañana, empezó a llover. A las dos y media cesó la lluvia, y un sol débil palidecía sobre los objetos. Luego, una oscura franja avanzó sobre el mar, bajas nubes se alejaron hacia el este, y el cielo se convirtió en una amplia lona hinchada. El viento golpeaba velas invisibles, y legiones de gaviotas bajaron al borde de la playa, gritando. En la terraza de Es Mariné, Marta contemplaba la huida de las nubes, y el viento.

—Toma —dijo Es Mariné.

Le tendía algo, pero sólo le veía a él, extraño, como un fantasma, entre las jaulas vacías. Mambrú revolvía sus ojos encendidos. En poco tiempo el cabello de Es Mariné se volvió blanco del todo. Había envejecido totalmente.

—Es lo único que puedo darte, mi regalo de despedida.

Ella tomó la botella, en silencio.

—Ahí vienen —dijo Es Mariné.

Corrió a la balaustrada, apoyó su cintura y se asomó al agua. La noche se vertía, se interponía entre la luz y el mundo. La barquichuela de Sanamo se acercaba.

—Vamos —dijo Es Mariné.

Eran las cinco y cuarto, aproximadamente. Bajaron la escalerilla, hasta el pequeño embarcadero. Manuel descargaba el saco. Sanamo estaba quieto, contra la columna. El abrigo de Jorge de Son Major casi le rozaba los zapatos, y acariciaba deleitosamente las vueltas del ajado terciopelo.

—Nadie teme nada ya —dijo Es Mariné.

Manuel desamarró la Antínea, Es Mariné fue hacia él, le agarró el brazo, lo volvió hacia sí, y buscó, con un mudo desespero, su rostro, sus ojos. Dijo, en voz muy baja:

—Yo ayudé, una vez, a traicionarte, sin saberlo. Quiero decirte una cosa: ¿has podido perdonarme?

—No hay nada que perdonar —dijo Manuel; y aquello pareció exasperar a Es Mariné:

—¡Estás loco!

Marta notó que algo, alguna cosa recóndita, perdida ya en un tiempo irregresable, temblaba en su voz. (Un tiempo en que, quizá, deseó, vivió o pudo morir por algo).

—¡Estáis locos, los dos! —repitió. (Una mano que aferra algo, durante años, y, de pronto, debe desasirse, y abandonar su objeto; desgarradoramente crispada, en el aire, reteniendo el vacío, el silencio).

—¡Déjalos en paz, ahora! —Sanamo avanzó—. ¿Acaso crees que te van a hacer caso? Déjales, son de otra raza. Quizá tengan suerte.

—No la suerte que tú y yo podemos conocer —dijo torvamente Es Mariné.

Los dos viejos estaban ahora muy juntos, sus siluetas se recortaban sobre el oscuro mar. La noche ya había llegado. La mano de Sanamo, un pequeño manojo de sarmientos, continuaba acariciando el terciopelo negro, una mano (una parda araña donde la vida se revuelve agónicamente, apegada al mundo, a la tersura de un desvaído terciopelo, la vida, como la muerte, se abre paso a coletazos, ahí al lado, en su desdentada boca, en sus ojuelos de diablo doméstico), cada vez más floja y desvaída. (Yo no amo esta vida, no la puedo amar si no me muestran algo mejor, más allá de donde yo fui, no comprendo la vida, porque mi vida aguardaba algo diferente. A nuestra espalda, quedan los amos de la tierra, mujeres pasivas, niños curiosos e indefensos como animales, todos, perdiendo uno a uno los minutos de la vida, como gotas de un líquido resplandeciente y venenoso. La muerte puede ser algo pleno, sensual). Manuel miró a la muchacha. El cabello, lacio y dorado, caía por detrás de sus orejas. Parecía un muchacho. (Nunca me pareció una mujer, porque, a pesar de su belleza, hay algo en ella aparte, distinto).

La ayudó a saltar a la Antínea. Oscurecía. Apenas hacía unos minutos aún distinguía los rostros. Ahora no. Es Mariné llevaba un farol en la mano, pero no lo había encendido. Por sobre el mar, la niebla se espesaba, otra vez. Las olas golpeaban suavemente los flancos de la Antínea. La franja de plata que poco antes aún centelleaba sobre la Ensenada de Santa Catalina, donde mataron a José Taronjí, se borraba también en la niebla y la noche. Sanamo arrojó el saco por la borda y retrocedió (como quien echa víveres a una cueva de apestados).

—He puesto comida. Mucha comida, Manuelito, perfumada con menta… Que Dios os guarde —cortó súbitamente.

Su voz tenía el quedo y apasionado chisporroteo de los leños, de las hojas amontonadas en hogueras, en el jardín de Son Major. Acababa de nacer un silencio (pero el más espeso silencio está ahí, en ese ángulo, en el aglutinado macizo de su sombra; el silencio de Es Mariné dimana voces, lejanas, perdidas, ecos de algún coro que explica lo que hay que hacer para vivir, para respirar, para beber y andar sobre la tierra, con pesados fardos sobre la espalda y la conciencia; cenizas que arroja el viento sobre alguna arena implacable; toda la isla, de pronto, parece ahí centrada, en su negrura y su silencio de hombre).

—Mariné —llamó, en voz apenas audible.

Pero Es Mariné no contestó, y pareció fundirse aún más en la oscuridad. Fue Sanamo quien dijo, con un amordazado grito (es a sí mismo a quien despide, es a sí mismo a quien llora, es a sí mismo a quien entierra y cubre el cuerpo de rosas y de lágrimas).

—Adiós, adiós, vida mía, adiós, que te guarde el cielo y todos los dioses que existen, o puedan existir, o hayan existido, que te acompañen a donde vayas… (adiós, príncipe de mi casa, niño mío).

Su voz, más que oírse, se adivinaba (porque yo he oído tantas veces esas palabras y esa voz, que tal vez, sólo lo estoy pensando, soy yo quien oye su pensamiento: él me preguntó si oiré alguna vez la música de su guitarra), y el silencio era algo vencido (infinitamente irremediable; una hilera de árboles desnudos y negros en la noche; el eco del yunque que se pierde; las azotadas cenizas de los cuerpos quemados y aventados. Puedo oír en toda esta negrura, en la sombra del cuerpo quieto de Es Mariné, la gran queja; un lento requiem, como la oculta voz del mundo, aproximándose a un intemporal crepúsculo: no hay ayer ni hoy, tan sólo una larga, blanca, inerme región, sin tierra, ni mar, donde laten los gritos de los hombres que piden lluvia, de las mujeres que piden amor, de los niños que levantan inútiles balanzas, donde la justicia, el mal y el bien no mantienen su fiel: el mundo, aquí, ahora, pierde sus dimensiones, y, algo, una enorme lengua, quizá, recorre la tierra húmedamente. La ancha lengua del hambre y la sed).

La Antínea aguardaba. Manuel se inclinó en la oscuridad y el motor empezó a barbotear. Algo removió a Sanamo, quizá deseó decir algo. Se acercó al borde del mar, levantó las dos manos; pero su voz se perdió, su siseo era ya sólo un recuerdo, y la tierra se fue desprendiendo, lentamente, de ellos dos (la isla entera, con sus gardenias blancas, y la Resurrección de entre los muertos, se desprende, como una mano que afloja su presión). Sin apenas sensación de movimiento la Antínea avanzó, a través de una ruta que se borraba recién iniciada (como la huella de un paso, de alguien que ya no es, que tal vez ya no existe).

3

EL primero que subió la escalerilla fue Es Mariné. Sanamo le siguió.

Ya dentro de la casa, encendió la luz. Una bombilla sucia, pendía de un cordón cubierto de moscas. A la amarillenta claridad tomaron cuerpo los objetos: las cajas de lata con marcas de caldo, los rimeros de jabón, las conservas, las cajitas de canela, azafrán y clavo, las botellas. El espeso olor de las especies llenaba el ambiente. Se volvió:

—¿Estás ahí?

—Aquí —respondió Sanamo.

Hacía frío. Oyeron los correteos apresurados de las ratas. Algo tintineó.

—¿Qué es eso?

—No sé.

—Bueno, ¿vamos a echar un trago?

—Sí. Hace tiempo, mucho tiempo, Mariné, que hubiera venido a decirte algo. Sabes, siempre te he maldecido, pero en el fondo de mi corazón…

—¡Calla! ¡A mí no me vengas con tus monsergas!

Un brazo tanteaba en la oscuridad, una mano chata, con dedos cortos y peludos, buscaba la panza negra de la botella, en el estante. Los ratones iban y venían otra vez, entre las cajas, habituados a la pequeña luz. La niebla se pegaba a los cristales, como un aliento.

—No sé si recordarás este licor —dijo Es Mariné—. Lo conservé un tiempo y dije para entre mí: algún día vendrá alguien, que lo beberá y dirá: Mitylena. Andros

Sanamo levantó las dos manos y se tapó la cara.

—¡No lloriquees! Mírame a mí. Yo no sé lo que es eso.

Vertió el líquido en dos copas azules (tan azules, de pronto), en el recinto oscuro, con su vaho de mercancías, de dulces rancios, negros polvos del ensueño.

—Sanamo, Sanamo —dijo lentamente Es Mariné, chasqueando la lengua contra el paladar—. Nunca nos hemos querido, y, ahora…

—¡Esto es el infierno! —gimió el otro, tras limpiarse los labios con el revés de la mano—. Yo lo leí una vez: esto es. Sabes, viejo pulpo, nunca nos quisimos, y ahora, si deseamos tener algo de lo que amábamos (algo sólo, he dicho, ¿eh?), tendremos que huronear el uno en el otro, para encontrarlo.

—Mira, déjate de palabrerías conmigo. Yo no tengo su paciencia.

Su paciencia, como un pájaro degollado, cayó, de golpe, entre los dos. Dijo Sanamo:

—Ni siquiera sirves para llorar. Anda, échame otro traguito. En Mitylena lloraba yo, y tú te burlabas de mí. ¡Yo sí tenía corazón, viejo asqueroso, yo sí tenía corazón!

—Tus muchachitos lo sabían —rio Es Mariné—. Ay, Sanamo, Sanamo, pensar que me alegra tenerte aquí, ahora. Verdaderamente, somos viejos, ¡la muerte está tan cerca!

—La tuya, cretino —dijo Sanamo. Tragó de un golpe, y añadió:

—Si yo tuviese poder, como por ejemplo, los Taronjí —los ojos de Sanamo relucían, empapados del dulce y triste licor—, hubiera arrojado su cadáver al centro de la plaza, y todos los caballeros (los verdaderos caballeros de San Jorge), habrían galopado en círculo, sobre caballos negros, alrededor de su cuerpo, dando gritos, antes de darle sepultura. Ésos hubieran sido sus verdaderos funerales, mientras que así… ay, Mariné, Mariné, qué triste época nos ha tocado resistir.

—¡Imbécil! —dijo Es Mariné, volviendo a llenar las copas.

—Pero, sólo soy un criado.

—Yo, un marinero. Ahí tienes la diferencia. Nunca me he rebajado, ni me rebajaré.

—Y un poeta soy —continuó Sanamo—. Él lo dijo: sólo tú y las putas quedáis, poetas.

—Maldito seas, ¿quieres dejar de hablar así? ¿No te das cuenta de lo que está ocurriendo? ¿No tienes entrañas, viejo maricón, no tienes cerebro debajo de esa mata de pelambre?

De repente se enfureció, fue hacia un rincón, y entre las dos manos traía algo largo, verde, brillante.

—¡Mira lo que hago yo con todo! ¡Mira lo que hago con todo lo que nos une aún!

Levantó las dos manos, que sostenían la botella, con la reproducción del Delfín.

—¡No, Mariné, no! —Sanamo quiso detenerle, pero era tarde; Es Mariné lo estrelló en el suelo, y lo pisoteó. Crujían las delgadas virutas, las velas de papel, las conchas apiladas en el fondo de la botella, bajo sus botas.

Sanamo se quedó encogido, con la boca hacia abajo, como un payaso.

—¿Por qué haces eso?

—¿Y acaso él no le prendió fuego, un día?

—Es distinto. Nosotros no tenemos otra cosa.

—¡No tenemos otra cosa! ¡No la tenemos porque no la merecemos! Mercaderes somos, Sanamo, mercaderes moriremos.

Se sentó y dijo:

—Anda, Sanamo, alcanza la botella y las copas. Vamos a beber un poco. ¿Quieres fumar?

—Lo que a mí me gusta fumar, no lo tienes.

—Ya no, Sanamo.

Los ratones roían las velas y las pastillas de jabón.

—El otro Delfín lo tengo en casa. Igual al que acabas de romper. Pienso que no todo muere —Sanamo ahogó un hipo.

No hubo luna, sólo niebla, un tanto huidiza. La misma niebla que rodeaba el barboteo de la Antínea, aún crepitándoles en los oídos.

Ya avanzada la noche, Es Mariné se quedó dormido, contra la mesa. Sanamo resistió algo más, y, al fin, se tumbó entre los rollos de cuerdas, cruzando sobre su pecho el cuello de terciopelo.

Cuando el sol apuntada, un grito de Mambrú levantó de un salto a Es Mariné. Se restregó los ojos. La niebla aún lo cubría todo. La bombilla encendida era un ojo, redondo y amarillo, lleno de polvo; y todos los anuncios de cerveza, caldos, cafés, especies, vinos, jabones y chocolates, reverberaban bajo una luz esmerilada.

—Sanamo —dijo quedamente Es Mariné—. Sanamo, despierta y vete, está amaneciendo.

Un resplandor, como una vigilante mirada, invadía su sector visual: el pálido cielo cortado por la oscura rigidez del agua. Luego, algo se abría, como un ancho sendero plateado, y la franja de agua revivió, incesante. Estaba amaneciendo.

Las olas venían, en interminables batallones, enrollándose, diluyéndose y muriendo, chocando contra el casco de un modo blando y pastoso. La Antínea subía y caía, tironeando sus cables. Pareció despertar, estremecerse, volver a alguna vida, y, deteniéndose un momento, como un nadador entre las olas, se lanzó hacia delante. Se bandeó, se echó a un costado y, ganando velocidad, cayó en el seno de las olas. Entonces se dio cuenta de lo que sucedía.

Todo, hasta aquel instante, fue como un sueño letárgico, como niebla, o una cortina de humo. Pero ahora, estaban allí, acercándose inexorablemente a la costa. De entre la bruma, empezaba a perfilarse el macizo de las rocas.

Una patrullera se acercaba, iba perfilándose, poco a poco entre la bruma. Oyeron las voces de alto. La costa se alzaba ahora, más cercana, entre el humo transparente y azul. De pronto, al oír las voces de los hombres, Marta reconoció el silencio que les mantuvo durante toda la noche. (No hemos dicho una sola palabra, desde que partimos). Cada uno de ellos encerrado en su propio silencio. (Acaso ha tenido miedo, el pobre muchacho). Ella dormitó algo. Él no. Habían trabajado juntos, vivido juntos la anhelante emoción su miedo acaso. No sabía si tuvo miedo. No podía distinguirlo, en aquella gran expectación que se abría en ella, desde la muerte de Jeza.

Ocho hombres tripulaban la lancha. Las metralletas brillaban en la naciente claridad. Marta miró los hombres: tres demasiado viejos, cinco demasiado jóvenes, casi niños. (Esto me da la medida de las cosas). Pero no sentía desfallecimiento.

El puerto fue dibujándose, como un antiguo y casi olvidado fantasma. Era un extraño cementerio, donde flotaban el primer sol y la bruma. Del agua emergían los cascos de varios buques hundidos; enormes cuerpos bandeados, desfilaban lentamente ante sus ojos, acostados en el agua negra, con muerte humana, densa.

Los marineros registraron la Antínea. Uno de los muchachos abrió el saco de los víveres, tan cuidadosamente preparado por Sanamo. Las manos ávidas, rebuscaron, repartieron. El muchacho, de pie, mordía ansioso, sus dientes buscaban y se hundían, casi con ferocidad, salpicado por la espuma, la bruma, la luz débil del amanecer. Con un brazo sujetaba el arma, y el otro, levantado hacia la boca sostenía un trozo de carne mordido. Las metralletas tenían una negrura casi dolorosa. Diezmaban los víveres y los repartían. Sus palabras, el brillo de sus ojos y de lías armas, tenían un chasquido distante, extraño, en el alba. Solamente los barcos hundidos, daban la dimensión de una sorda tragedia.

Desembarcaron, conducidos por los marinos. Dos de ellos quedaron en la amarrada Antínea. La niebla andaba allí dispersa, como un polvo huidizo, dorado.

—¡Todo ruinoso! —murmuró Marta. Manuel volvió la cabeza y le sonrió. Él no conocía aquello, no lo había visto nunca, no podía sentir lo que ella sentía. Los edificios negruzcos, los depósitos de petróleo quemados, los hangares medio derrumbados, con las techumbres agujereadas. Todas las fachadas aparecían desconchadas por la metralla. Él no puede sentir lo que yo siento.

4

ALLÍ estaba el pequeño chalet, junto a la curva de la carretera, entre las húmedas hierbas de los solares. La casa pequeña y rosada, con sus ventanas bajas, y la verja mohosa. La casa, resurgida. Real, terriblemente cierta, vacía.

—Pero ¿qué vas a hacer? ¿No ves que todo está perdido?… Aquí todo ha terminado. Venid con nosotros. Os haremos un sitio en el coche, te lo prometo. Venid, aún se puede hacer mucho, fuera de aquí. Aquí, no.

Esteban Martín, era un hombre bajo y ancho, con espeso cabello gris. Sus ojos, azul porcelana, la miraban con una mezcla de compasión y asombro.

—¿Ya no queda nadie? —dijo ella.

Esteban Martín señaló la casa con un gesto:

—Míralo. Nadie. Creedme, venir, estamos a tiempo. Nos vamos a Francia. Los coches escasean, pero vendréis conmigo. Venid.

La mano impaciente de Esteban se posó en su hombro. Una nube de partículas negras venía hacia ellos, en el aire. En el jardincillo de la casa, ardían papeles, ficheros, cartas. Fueguecillos pequeños invadían la tierra aún húmeda, y, en aquel momento, sintió un intenso dolor en la garganta, como si le clavaran menudos y punzantes cristales.

—Manuel —dijo.

El muchacho seguía a su lado, callado y pensativo. Qué niño le veía ahora, con la cabeza ladeada, los ojos velados, mirando hacia la tierra.

—Manuel, tú vete con ellos.

Manuel no dijo nada.

Entraron. Dos hombres, aún, amontonaban papeles. Esteban se apartó y fue a hablarles. Un cartel desgajado, arrastrado por el viento, corrió hacia sus pies. Marta se inclinó, lo cogió. Era un jirón de papel, con un soldado; descolorido por el sol y la lluvia, temblando entre sus dedos. El humo, el hollín, se venían otra vez hacia ellos.

—Aquí viví con Jeza —dijo Marta.

El veinte de enero, a las siete de la tarde, ni un solo ruido despertaba en los rincones, ni un chasquido, ni siquiera se oía el viento. No hacía frío, sólo una humedad creciente empapaba las paredes y la tierra. Del jardín nacían sombras, bajo los desnudos árboles. A través del cristal de la ventana, el cielo de la noche se plateaba.

—¿Por qué no te has ido con ellos? —dijo Marta.

Estaba allí, en el marco de la puerta. No decía nada, sólo la miraba, quieto, con una tranquilidad, y un silencio que, súbitamente le devolvieron algo. Un eco perdido u olvidado, un tiempo interno, que nada tenía que ver con el reloj.

(Raúl tenía dientes grandes y blancos, relucientes, entre los labios abultados. Cuando se reía, sus ojos, empequeñecían extrañamente, se cerraban casi, en el rostro atezado, y de todo él nacía algo feroz y bello. Se reía, y dijo:

—Bueno, hijita mía, está comedia acabó. ¿Te ves capaz de seguirme?

Estuvo día y medio aguardándole. Se fue con Elena, el día en que madre les descubrió. Ahora volvía, estaba allí; sonriendo no, riéndose. Ella dijo:

—Bueno, por probar, nada pierdo.

Raúl le pasó el brazo por los hombros. Notó su mano en el cuello.

—¿Se ha muerto?

Raúl apretó más la mano contra su garganta.

—Lo que más me gusta de ti —dijo— es que no tienes conciencia. Vámonos de aquí, esto apesta, me ahogo. Nos vamos a Barcelona, allí tengo buenos amigos. Todo irá bien, verás.

—Lo creo.

Pero ni lo creía, ni lo dejaba de creer. Le daba lo mismo. El caso era, como él decía, esto apesta, me ahogo).

—Me quedo contigo —dijo Manuel.

—Debías irte con ellos. No debiste quedarte.

Manuel fue hacia la apagada chimenea. Se agachó, arrugó un manojo de papeles, cogió un puñado de astillas, y lo prendió.

—Queda un poco de leña, abajo. Esteban dejó latas de conserva y algo de comida.

Por primera vez, desde hacía tiempo, él sonrió. Así, agachado, tenía un aire juvenil, casi alegre. Marta contempló las manos morenas, que ya le llamaron la atención, por su fuerza. Manos que, como todo él, daban la impresión de una fuerza arrolladora, salvaje, contenida como un grito. Era un muchacho, alto, poderoso, y por eso extrañaba más la suave tensión que se adivinaba en sus gestos. Algo como un retenido alarido, que no quisiera, por ningún medio, dejar escapar de su garganta, de todo su ser.

La casa estaba despojada de visillos, cortinas, postigos. Las ventanas aparecían desnudas, horriblemente abiertas, como ojos sin párpados. Fue al sótano en busca de leña, y la subió. Manuel seguía arrodillado, frente a la chimenea. El fuego prendía, se levantaba en la negra y fría boca. Espejeaban los cristales, y los pocos muebles que quedaban, se nimbaron de un calor rojizo. Ella se sentó a su lado, mirando el fuego.

(El primero de octubre llegaron a la ciudad, al anochecer, en el Panhard de Raúl. Se instalaron en una pensión de la calle Mayor de Gracia, cerca de la Rambla del Prat. La habitación tenía un balcón que daba a la calle Mayor. Raúl lo abrió de par en par, y las persianas golpearon violentamente contra el muro. Con la mano abierta señaló la fachada de enfrente. La atrajo hacia él, notó el brazo apretado alrededor de sus hombros. Algo extraño, desconocido, agitaba a Raúl.

—Mira, ahí la tienes —dijo.

—¿El qué?

—Ahí enfrente, esa tienda. La droguería.

Vio una puerta amplia, con un escaparate a cada lado. Un letrero rojo, donde se leía: Viuda de Pablo Zarco, Droguería.

—Ahí está, mi infancia —dijo riéndose. Pero algo sordo encerraba aquella risa. Quizá odie su infancia, como yo.

—¿Ahí?

—Sí, te parece mentira, ¿verdad? Pues mira, ¿ves esa ventana, en lo alto de la casa? ¿Ésa, hacia la izquierda, estrecha y larga? Ahí pasé muchas noches, en vela, consumido, podrido.

Ella no supo qué decir. Todo le resultaba ajeno y extraño, y le molestaba la pasión en la voz de Raúl. Yo no quiero que me hagan confidencias, se dijo. No me gusta que la gente me cuente sus cosas feas. Tampoco voy yo con mis historias a nadie. Eso se queda para Dionisia, Elena y gente así. A mí, que me dejen en paz. Sacudió el brazo de sus hombros, y empezó a deshacer la maleta. Con el rabillo del ojo le observaba. Él seguía de espaldas a ella, los brazos cruzados sobre el pecho, mirando a la calle. Empezaban a encenderse los faroles, y una claridad verdosa se extendía por el cielo, entraba en la habitación. Irritada, encendió la luz:

—Cierra las persianas, hace frío.

Raúl obedeció, en silencio. Inesperadamente, dijo:

—Nunca te hablé de mi hermano, ¿verdad?

—No.

—Ahí, trabajábamos juntos. Hace tanto tiempo, y, sin embargo, ahora me parece que apenas hace unos días de todo aquello. Que fue ayer.

—Bueno.

—No te importa, ¿verdad?

Ella se encogió de hombros.

Pocos días después, ocurrió aquello. Era en las primeras horas de la mañana, ella dormía, cuando oyó los pasos precipitados, el rumor de la calle, los gritos. Abrió los ojos, sobresaltada. Raúl estaba en el balcón, asomado, con los dos brazos apoyados en la barandilla de hierro.

—¿Qué pasa? —dijo, saltando de la cama. Aún tenía los párpados medio cerrados. Se acercó por detrás de él, miró, por encima de su hombro. Allá abajo, en la calle, varios hombres, vestidos con extraños uniformes de color beige y correaje, levantaban los adoquines de la calle, y formaban con ellos una especie de muro.

—¿Qué hacen ésos?

—Están levantando una barricada —dijo Raúl. Su voz le sonó extraña, y le miró, curiosa. Él se mordía el labio, y tenía los ojos medio cerrados. Parece como cuando tiene envidia o un gran deseo de algo.

Durante todo el día, la calle fue un hervidero.

—No salgas de casa —dijo Raúl.

La dueña de la pensión, una mujer gorda, de pelo muy negro y párpados pintados de azul, hablaba precipitadamente tras el tabique. Se oía un altavoz, que clamaba, que llenaba la calle. También atronaba la casa la radio, puesta a todo volumen por la dueña. Los huéspedes estaban reunidos en el saloncito. Todo el mundo parecía nervioso. Dos de los huéspedes se pelearon. Oía sus gritos, sus insultos. Raúl asomó la cabeza por la puerta, y dijo:

—No te asustes, no salgas de la habitación.

—No me asusto, a mí qué me importa esa gente —dijo—. No entiendo lo que pasa, ni lo que dicen.

—Hablan en catalán. Pero, de todos modos, hablaran en la lengua que fuera, tampoco entenderías nada. Tienes suerte.

Una bandera amarilla, con barras rojas y una estrella solitaria, bandeaba en la barricada. ¡Catalunya Lliure!, se oía por el altavoz.

Al atardecer, salió al saloncito. Estaba aburrida, quería fumar un cigarrillo. Raúl, la dueña y dos huéspedes tomaban café y oían la radio. Raúl dijo:

—Asturias se ha sublevado.

—Bueno, dame un cigarrillo.

Raúl le tendió la pitillera, con ojos ausentes. Con un gesto de la mano, le indicó que volviera a la habitación. Se tendió en la cama, oyendo los gritos de la calle, las carreras, los cánticos. Qué cosas ocurren, al margen de mí, pensó. Un vientecillo frío entraba por el balcón. Se levantó y fue a cerrarlo. Así he de cerrar, todo lo que molesta. Pero aquella noche, no pudo dormir, hasta muy entrada la madrugada.

Sobre las siete de la mañana, aproximadamente, se despertó. Vio luz por debajo de la puerta, de nuevo se oían voces. Se echó encima la bata y salió al saloncito. Todos parecían muy agitados.

—¿Pero es que no se puede dormir? —gimió. Raúl la rodeó con el brazo.

—Anda, acuéstate —dijo—. Sabes, se ha declarado estado de guerra. Ha fracasado la sublevación.

—¿Qué sublevación?

Los ojos de Raúl la contemplaron, atónitos. La cogió por la barbilla, tan duramente, que tuvo que sofocar un grito.

—¿Es posible? —dijo—. ¿Eres de carne y hueso, o te he inventado?

Se oían algunas detonaciones, lejanas, espaciadas. Raúl la soltó, y ella volvió a la cama.

Ya entrada la mañana, la Guardia Civil apareció por el extremo de la calle, junto al Paseo de Gracia. Se asomó al balcón, la barricada aparecía abandonada. Entró, de nuevo, Algo la sacudía, mil preguntas querían empujar su conciencia. Se sentó al borde de la cama. De pronto, Raúl entró y dijo:

—¡Esos locos!

—¿Qué locos?

—¡Están locos!

Cerró el balcón. Se sentó a su lado. Sus manos temblaban.

—¿Qué te pasa?

—No me gustan los gestos inútiles —dijo—. Odio los gestos inútiles.

Encendió un cigarrillo, y sus dedos no podían dominar el temblor:

—Un grupo de locos, con una chica. Han ocupado la barricada.

—¡Quiero verlos!

No podía dominarse más. Antes de que él pudiera sujetarla, corrió al balcón, lo abrió. Allá abajo, se movían una veintena de hombres. Parecían obreros. Y una mujer. Es una mujer joven, casi como yo. Cerró los ojos. La visión de aquella muchacha, la sacudía, la zarandeaba, la llenaba de un vértigo que no podía dominar. De un tirón brutal Raúl la entró, la echó sobre la cama y cerró el balcón de nuevo.

Estuvo así, echada, oyendo el tiroteo. Una hora, dos, tres quizá. No podría saberlo nunca. Temblaba, se agarraba al borde de la colcha y se decía: me hundiré, quiero hundirme, deseo hundirme en la oscuridad, no sé nada, no oigo nada, no veo nada.

Después, el silencio de la calle. Un silencio pasmoso, excesivo, cruel. No lo podía resistir, Raúl no estaba, parecía que estaba sola en la casa, que ya nunca más tendría compañía, en la tierra. Fue una sensación de soledad horrible, desesperante. No se atrevía a cruzar la puerta, por no hallar aquel silencio y acuella soledad. Fue al balcón, como una sonámbula, y lo abrió. Un sol pálido, iluminaba la calle. Había ropas esparcidas, armas, papeles empujados por el viento. Y allá abajo, entre los adoquines apilados, los cuerpos. El cuerpo de aquella muchacha, tendido, oscuro. Un camino de sangre avanzaba, de alguna parte, de algún lugar invisible, viscoso.

Se apartó temblando, se echó de bruces sobre la cama. Sintió el frío de sus propias manos, en las mejillas. ¿Por qué? ¿Por qué?, chillaba una voz en su interior.

Raúl la sacó de allí, dos días después.

—Has estado enferma —dijo—, delirando, como un niño. Anda, no te preocupes más. Nos vamos a otro sitios. No volveremos por estos barrios.

—¿Por qué? —dijo, tímidamente—. ¿Por qué han hecho eso? ¿Por qué han luchado?

Raúl señaló con un dedo su cabeza, su pecho:

—Por esto y por esto —dijo—. Dos cosas de que tú careces.

Más tarde, cuando ya estaban instalados en la pensión de las Ramblas, ella vio periódicos y fotografías, de aquel suceso. Generalmente, no quería leer periódicos. Le producían un desasosiego molesto, o un gran hastío. A aquella chica la llamaban la Rosa Libertaria de Gracia. Raúl le quitó los periódicos de la mano.

—Deja esto —dijo—. Estas cosas no son para ti.

Luego señaló las Ramblas, a través del cristal.

—Esto es lo mío —dijo—. Ésta es mi zona. ¡Ya verás! Todo empieza, ahora, para nosotros dos).

—No llegué a decirte cómo conocí a Jeza.

—No.

—Podría decir ahora que mi vida con Raúl fue un infierno… Pero no es verdad. Es decir, no sé si el infierno era aquello. Pero yo no sufrí. No podía sufrir, no sabía discernir ciertas cosas: la idea del bien, del mal, de lo justo o injusto… Qué sé yo. Sí, creo que casi era feliz, cuando conocí a Jeza. Pero eso es aún más extraño.

En los ojos de Manuel parpadeaba el resplandor de las llamas:

—¿Sabes una cosa, Marta? Todo el mundo habla de Jeza. Todos nosotros, quiero decir… José Taronjí, Es Mariné, Jacobo, tú… yo mismo. Pero ¿cuándo habló él de sí mismo? ¿Qué sabemos de él, en realidad?

—Nadie existe más que él.

Su voz parecía salir de un letargo. Se tapó la cara con las manos, palpó sus párpados cerrados, como buscando los huecos de los ojos.

—Esto es lo que me atrevería a llamar misterioso… Al principio tuvimos algunas dificultades, pero Raúl en seguida se abrió camino, otra vez, y empezó una vida, absurda, si tú quieres, pero que a mí me gustaba. Me bastaba, al menos. Aunque hubiera de adormecerme, para seguir.

(Vivieron un tiempo en una pensión sucia, inhóspita y grande, de las Ramblas. Le gustaba abrir el postigo y ver el sol entre los pájaros y las ramas de los árboles.

Sobre las dos de la tarde solía despertar, con la cabeza pesada. Le dolían los ojos, iba a beber agua. Una gran sed la llenaba casi siempre, al salir del sueño. Raúl ya no estaba. Aunque se acostaba tarde sabía despertar temprano, sí convenía. Tenía raras cualidades; esa, y saber morderse la lengua, el amor propio, el orgullo, la dignidad, cualquier cosa que fuera en su provecho.

—Hijita, el mundo es así: el pez grande se come al chico. Todo es válido, para no dejarse devorar. ¿Estás de acuerdo?

—De acuerdo —bostezaba.

—¿No querías vivir?

No sabía si la vida era aquello, pero le gustaba.

—Dionisia me quemó algo el terreno. Pero no te preocupes, saldremos adelante. Así empecé, antes de encontrarla. Ya verás, tú y yo solos, ahora.

Comían en un restaurante barato, el periódico desplegado delante de él. Le gustaba mucho hablar con el periódico extendido delante de la cara: Por eso compra siempre periódicos grandes, para esconderse detrás cuando habla, pensó ella.

Durante el primer mes, anduvieron de acá para allá. De la pensión de las Ramblas, pasaron a otra más modesta, de la calle Conde del Asalto. Raúl empezó a entrar en contacto con sus antiguos amigos. Por las noches, a partir de las siete, o las ocho, empezaban a beber. Ella iba encontrando gusto a la bebida.

—Tú puedes ayudarme —decía Raúl—. Eres guapa, aunque no seas lista. Una mujer guapa puede ser muy eficaz.

—Bueno.

—Pero no tomes iniciativas, porque no eres inteligente. Tú hazme caso, siempre. Si te dejas guiar por mí, todo irá bien.

—Como quieras.

Beber era bonito, porque todo adquiría una dimensión distinta. El mundo, los seres, las cosas, la ciudad. La ciudad era muy diferente, con algunas copas encima. La gente más divertida, más hermosa y sorprendente. Por la noche frecuentaba los lugares de acción de Raúl. Pequeños y oscuros cabarets del barrio, donde floristas, porteros, maitres, antiguos amigos de Raúl, extendían su red. Cuando hizo partes con Elena y Dionisia, Raúl levantó algún dinero.

—Con esto y mi ciencia, el principio.

Poco después montó el Consultorio, en la misma Plaza del Teatro. Un piso grande y polvoriento, de altísimas puertas pintadas de blanco, con cristales esmerilados. Las dos habitaciones que daban a la calle, servían de consultorio, y las de la parte trasera, de vivienda. Raúl compró muebles nuevos, tapizó el suelo de rojo, colgó cortinas en puertas y ventanas. Habitaciones opacas, agobiantes, contrastaban con el frío y desapacible Consultorio. A Raúl le gustaban los estilos recargados, que recordaban sus Cuarteles Generales [como él llamaba al Excelsior, al Edén Concert]. El Consultorio estaba cerca de una casa de prostitución. Las chicas solían venir sobre las once de la mañana, de tres a cinco de la tarde. Por la noche permanecía abierto, con un gran desfile de clientes, hasta muy de madrugada. Como antes el Hotel, el Consultorio fue el escudo para reanudar, nuevamente, el tráfico de cocaína y morfina.

—Ves, Martita, todo se arregla —dijo Raúl, el día en que se instalaron en su nueva vivienda. El enfermero, Antoñito, era un hombre de mediana edad, espesos rizos de un negro sospechoso y profundos ojos tristes. Conocía a Raúl desde hacía tiempo.

—Desde los primeros tiempos. Don Raúl es muy bueno, siempre tuvo un corazón de oro para mí.

A veces alguna chica acudía a hacer un angelito, como decía Antoñito. Raúl pintó el Panhard de azul claro.

—Pero lo voy a cambiar por un Voisin —dijo—. Es más veloz).

—Casi desde el primer día en que le vi, algo me llevó a él de una forma irremediable. Era como una fuerza irresistible, y yo me decía: la vida, que yo tanto deseo y amo, que tan desesperadamente he buscado, está aquí ahora.

(Del mismo modo como estoy ahora ante mi muerte. Pocas personas pueden contemplar fríamente, con serenidad, su propia muerte, como nosotros dos. Pero alguien lo sabrá, algún día: quizá mi propio hijo se preguntará la razón, y, tal vez, no sea inútil).

—Todo en Jeza era así. Sabes una cosa, Manuel —rio levemente—: No había forma de escapar de él. Nadie podía entenderlo. Raúl menos que nadie, claro está. ¡Fueron tanto el uno para el otro! Los mismos proyectos, las mismas ilusiones… Raúl dijo, aquel día: Ten en cuenta una cosa, Marta, Jeza te llevará a la muerte. Yo era intrascendente, inculta, casi insensible. Pero sucedía con él algo especial: como si me hiciera distinguir por primera vez el sol y la sombra. Como si me pusiera de relieve, todas las cosas que aparecían opacas, hasta entonces. La verdad es que no hizo nada por atraerme, fui yo la que le seguí, por mi propia voluntad. Casi, contra la suya. La verdad, lo cierto, es que nunca sabré si me quiso, o simplemente me aceptó.

Las llamas morían, apenas se distinguía la silueta del muchacho, arrodillado aún, frente a la chimenea.

—Me acuerdo, fue como una absurda repetición. Primero mi madre, aquel día, cuando nos sorprendió a Raúl y a mí, diciendo: Te matará, es como el fuego, quema todo lo que toca. Y, luego, Raúl diciéndome: Estás perdida si le sigues. Es como la muerte. Todo se lo lleva a la ruina, como la muerte, no puedes hacer eso, hay algo en vosotros dos que no liga, es como pretender unir el agua y el fuego. Créeme, eres tozuda y loca, te conozco bien, tendrás que arrepentirte… Yo no podía decirle: No voy a arrepentirme de nada, porque es ahora, esto que hago ahora, un arrepentimiento, una expiación de algo que sin saberlo traicioné, yo, o alguien antes que yo. No se daba cuenta de que yo no elegía, es que no podía hacer otra cosa que lo que estaba haciendo.

—(Te molestaba mucho ir tan mal vestida, en San Juan, ¿verdad?

—Sí.

—Pues si eres buena y obediente, tendrás todo lo que quieras.

—Dicen que tengo muy mal gusto.

—Puede ser. Ya aprenderás. De momento no conseguí verte jamás bien peinada.

Se compró muchos vestidos, baratijas y bisutería. Raúl era generoso, y se envanecía de su belleza. Ella pareció crecer.

—Sabes qué te digo, me parece que estás más alta. Pero debieras beber menos. Creo que empieza a hacerte daño.

Era imposible dejar de beber. Sobre las siete empezaban los aperitivos, luego salían a cenar. Sobre todo, cuando venían los extranjeros. Raúl estaba asociado con Claude Rimole, un caballero muy educado y bien vestido. Tenía reservado un palquito en el Edén. Cuando Raúl y él pasaban cuentas, ella se aburría y bebía. Raúl era muy aficionado al champaña, pero a ella le gustaba más cualquier otra cosa. El champaña, el terciopelo rancio, los habanos, eran del gusto de Raúl. Casi siempre se acostaban al amanecer. Se despertaba al mediodía, la cabeza turbia, los ojos doloridos. Su ropa aparecía esparcida por el suelo, buscaba el timbre de la mesilla con los ojos aún cerrados. Martina, una mujer gorda, antigua actriz, sin cejas, que les hacía la limpieza del piso, le traía el desayuno a la cama. Algunas veces vomitaba. Estaba algo pálida, pero bonita.

—No hay nada que pueda contigo —decía Raúl—. Eres la mujer más guapa del mundo.

Pero, pronto, lo que temía, fue una certeza. Se lo dijo:

—Raúl, voy a tener un hijo.

—Estás bromeando.

Al principio, no la creyó. Luego, tuvo que convencerse.

—Está bien, no te preocupes, no es nada, no tengas miedo. Ten confianza en mí.

No tenía tiempo de recapacitar, ni de pensar. Un terror que nacía del vacío, crecía en ella.

—Pronto, Raúl, que sea muy pronto —dijo—. No lo puedo aguantar.

Como en un sueño, se sucedió todo. Las altas puertas blancas, el cristal esmerilado. Este blanco sucio, este blanco de entierro de niño, he visto carrozas blancas con este blanco sucio y siniestro odio el color blanco, fue lo último que pensó, cuando Antoñito le acercó la mascarilla de éter. Luego, el girar de globos, la sucesión rápida del silencio, del gran vacío, el estruendo de un silencio espantoso en ella y fuera de ella.

Cuando abrió los ojos, el dolor ardía, era un gemido vivo. Volvió la cabeza y allí estaba, la cubeta horrible, con los sanguinolentos despojos. Mordió un grito, que no nacía en su garganta, sino que venía de muy remota zona, anterior a ella, a ellos, a todo lo que podía recordar o presentir, un grito como un salto hacia atrás, en el inmenso vacío.

—No llores —dijo Raúl—. Todo ha ido muy bien.

—No estoy llorando. —Y sintió una ira sorda y violenta, contra él: pensar que estoy llorando, el muy idiota, pensar que estoy llorando).

—Yo conocí a Jeza en junio del año 35. Recuerdo que estuve enferma algunos días. Estaba agotada, bebía mucho, casi no comía, me había quedado muy delgada y Raúl dijo: Deberíamos ir unos días a la playa, o a cualquier sitio por ahí. La verdad es que nunca vemos el sol. Era verdad, de pronto me di cuenta de que, cuando el sol alumbraba, nunca estábamos despiertos. Éramos como las nutrias y las ratas, siempre en la oscuridad, y pensé que ni siquiera conocía el verdadero color de mi piel bajo el sol. Parecía que el sol fuera como un león, o como algún ídolo: había leído en alguna parte que en la antigüedad el sol era un ídolo feroz, al que habían de arrojar muchachas vivas, para alimentarle. O me lo había contado Dionisia. El caso es que, el sol, parecía un verdadero enemigo nuestro. Y como empezaba la primavera, nos fuimos a pasar unos días a un pueblecito de la costa. Cuando volvimos a casa, Jeza había llamado por teléfono a Raúl. Nunca le había visto. Acababa de llegar a la ciudad.

(Jeza dejó su teléfono. Martina lo apuntó, con cifras semejantes a insectos, trepando sobre el papel. Raúl se quedó muy serio.

—¿Cuándo llamó?

—Ayer, anteayer… Hoy, también.

Raúl estuvo paseando un rato, como cuando algo le preocupaba. En su mano temblaba el papel, con el número de teléfono. Lo arrolló, lo desenrolló.

—¿Algo malo? —dijo ella.

—No.

Al fin telefoneó, habló brevemente. Luego dijo:

—Esta noche no sé cuándo volveré, no me esperes.

Salió. Ella se sintió cansada, una vaga melancolía la llenaba. Acababa de pasar ocho días al sol, sólo al sol. Tendida en la arena, los ojos cerrados. No había bebido, dormía por las noches. Su piel tenía un tinte bronceado. Algo como una rara mezcla de tristeza y dulzura nacía en ella. Qué cosa me ocurre, como si terminara algo, como si estuviera al borde de otra cosa, que aún no conozco.

Cuando volvió Raúl, estaba acostada. No salió, ni siquiera para ir a cenar. Un cansancio débil, pero persistente la impedía dormir. Respiraba blandamente, mirada la oscuridad. Oyó la llave y la ranura de la puerta se encendió. Sonaban pasos, de Raúl y de alguien más. Dos voces unidas. En la habitación de al lado se encendió la luz. Oyó hablar quedamente. Las pisadas de Raúl se aproximaron. Entró en la alcoba, y le oyó preguntar, suavemente:

—¿Duermes…?

—No, estoy despierta.

Raúl se aproximó, y encendió la lámpara de la mesilla. La pantalla rosada esparció una claridad pastosa. Raúl se sentó al borde de la cama. Algo había en su mirada, un fuego que nunca le viera antes. Dijo, sin más:

—¡Está loco!

Tenía los ojos hinchados. Le escuchó con una curiosidad nueva, como una rara sed de aprender algo, de conocer algo de él, o de quien fuera.

—¿Por qué ha venido?

—¡Ah, sus ideales! —rio—. Se necesita ser estúpido. No se da cuenta de que aquí el Partido tiene poco que hacer. Ha quedado totalmente rebasado por los del Bloque Obrero Campesino, la CNT y la FAI. Los trostkistas, los anarquistas, tienen líderes, han hecho una verdadera campaña revolucionaria, apoyan todos los movimientos de la clase obrera. El año pasado, cuando los sucesos de octubre, ¿recuerdas? Sé negaron a participar: decían que la clase proletaria no tenía ningún interés en esa sublevación.

Asombrada, contempló el temblor de los labios de Raúl. No estaba segura de entenderle, pero se notaba, volcaba sobre sus palabras —como cuando asomaba medio cuerpo, con ansia, las trenzas colgando, hacia la Casa de los Negros—. Quiero vivir. Ahora también brotaba una oscura voz que decía: Quiero saber por qué estos dos hombres se conmueven uno a otro, por algo más que por vivir, por algo más que vivir así. Se sentía débil, algo fallaba en ella; una sensación parecida al miedo se abría paso a través de la bruma, donde tan grato era envolverse. Dijo:

—¿Cómo sabes tú todas esas cosas? Nunca me habías hablado así.

De pronto había algo violento, casi salvaje, en la mirada de Raúl.

—¿Qué crees? ¿Qué siempre he sido un canalla?

—No sé si lo eres. —Intentó sonreír, como a él le gustaba, cuando respondía diciéndole: Me gustas porque no tienes cerebro, o corazón, o conciencia—. En todo caso, no me parece grave.

—¿Crees que siempre fui así? No. Antes fui como él. Un día te enseñé donde nacimos y crecimos juntos, donde tuvimos tantos proyectos, tanta esperanza…

La palabra cayó pesadamente. Tanta esperanza pensó. Y yo, esperanza de qué, por qué, hacia qué. Se envejecía, se enfermaba, se moría. Se podía sentir una aguda y feroz tristeza, un vacío inmenso, partiéndole a uno en dos. Así le estaba ocurriendo. Una tristeza dolorosa, que nada tenía que ver con la que le amaneció una vez, en una sórdida habitación del hotel de Fuenterrabía.

—No tiene nada que hacer. —Raúl se levantó, se sirvió una copa, y, con ella en la mano, volvió al borde de la cama—. Nada, ya se lo he dicho: mira, deja todo esto. Aquí no hay sitio para ti.

—¿Qué quiere hacer?

Se encogió de hombros, impaciente:

—Lo suyo. Atraer, observar, buscar elementos que puedan ser interesantes en caso de sublevación. ¡Qué no cuente conmigo! Todo aquello acabó, hace tiempo. He recibido demasiados palos, la vida es corta para malgastarla en utopías. Que no cuente conmigo, ya se lo he dicho.

—¿Te ha pedido algo?

—¡No! —y había algo dolorido en su voz—. No, concretamente. ¡Nunca pide nada! Habla. Simplemente habla. Así me envenenó, en otro tiempo. ¡Ahora no!

—¿Pero, ahora creía contar contigo?

—Quizá…

Se quedó quieto, la boca abierta, los ojos súbitamente duros. La luz arrancaba un brillo cruel, casi dañino, al borde de su copa. Apagó la luz, y se echó, vestido, a su lado. Sintió su mano, acariciándole el brazo. Oía su respiración, y, de, pronto, le pareció un extraño. Más que eso. Supo que era un extraño, que nada le unía a él, que todo lo de ellos dos había terminado. El gran vacío se hacía cada vez más ancho.

—¿Para qué desvelar cosas pasadas, para qué? Maldito sea, ¿a qué viene aquí, destripando recuerdos? Que se vaya, que se marche. Esto es impuro —rio, en voz bronca—. Impuro, para un hombre como él. ¿Por qué olfatear en la porquería? Que se marche. Yo ya no me acuerdo de nada, yo no soy ya el pequeño y dócil Raúl, envenenado por su integridad. ¡Fuera!… —renacía en él un dolor antiguo—. Todo queda ya muy viejo, muy lejano para mí —su voz casi tembló al añadir—: El mundo va a cambiar. ¡A cambiar! Sí, iba a cambiar porque dos pobres muchachos lo creían. A cambiar el hambre, la injusticia…

—¿Qué hambre? —preguntó, tímidamente.

Pero él no debió oírla, porque continuó:

—Porque dos niños soñaban. Dos pobres muchachos ridículos, estudiando tozudamente por las noches, trabajando como burros en la droguería del magnánimo tío Pablo, que se compadecía de los huérfanos de su pobre y estúpido hermano: dejándoles trabajar como bestias de carga durante el día, en una maloliente y fría tienda, dejándoles dormir en un cuchitril bajo el tejado, a cambio de un plato inmundo de patatas, de unos zapatos con suelas agujereadas… Ah, Marta, qué puedes saber tú de mí, de él… Qué puedes saber del hambre y de la pobreza. Estudiábamos por las noches, porque él lo decidió. Siempre él lo planeaba todo, lo marcaba, con sus malditas y venenosas palabras: Va a cambiar el mundo, Raúl. Raúl, no hay que cambiar la vida, hay que cambiar el mundo… ¡Sueños! La vida pasa pronto, los niños crecen. Pobre Jeza. Loco. Está loco.

Había un llanto en alguna parte, que nadie veía.

—Él compraba los libros, con el mezquino sueldo. Éramos inteligentes, Marta, el mismo tío Pablo lo decía: Demasiado inteligentes para mí. No os prohíbo que estudiéis, si trabajáis durante el día, como buenos. Pero la bombilla no debe estar encendida después de las diez de la noche. Comprábamos velas, nos turnábamos. En vísperas de exámenes, ¡qué insomnio, qué tozudez, qué voluntad! Cuando me dieron la beca, creímos que el mundo empezaba. El tío dijo: Bueno, habrá que empezar a creer en vosotros… Pero, al día siguiente, a trabajar otra vez. Bajar la escalera, la negra tienda. El sueño, como una pesadilla, como un fantasma. A veces yo no podía resistirlo: me caía. Él me daba con el codo, con el puño, él, él siempre, el duro, el inconmovible, como si no tuviera nervios, ni sangre, ni alma. Un día me llevó al patio, me metió la cabeza debajo de la pila: Ya llegará nuestro tiempo —dijo—. Resiste. ¡Nuestro tiempo! El mío, sí, llegó. Él era ya abogado. Acabé la carrera, ¿y qué? El tío había muerto, y la viuda no nos quería ver —imitó una voz chillona de mujer—: Bastante hizo por vosotros. Os permitió estudiar una carrera, y os ayudó. Bien. Una carrera. Raúl Zarco, médico. ¿Y qué? ¿Enterrarse en un pueblo mísero, dejar pasar la vida, el mundo que iba a cambiar…? Él era de otra pasta. Yo no. Yo soy un hombre, yo quería vivir. Vivir. La vida pasa pronto, Marta. Ya no estaba él a mi lado, envenenándome, envenenándome… No es un hombre, es una fiebre. Una fiebre devoradora, como la peste.

Escuchó su respiración agitada, junto al tictac del reloj. Súbitamente se enfureció:

—¿Y todo, para qué? ¿Para qué? Ahora mismo, tiene el terreno quemado. Se lo he dicho: Moscú no hace caso, a Moscú no le interesamos, ellos están atravesando sus propios problemas. Aquí, la escisión ha hecho mella, el Partido está en una situación durmiente, no «muerde». La escisión no le favorece.

—¿Qué va a hacer? —preguntó.

Todo era confuso, no entendía bien; pero algo se abría paso, entre la niebla.

—Oficialmente, estudiar el Derecho Foral Catalán. Sólo entre universitarios hallará eco. Las clases trabajadoras lo consideran anti–revolucionario. Con lo ocurrido el pasado octubre, y la represión que siguió, la clase obrera se vio vejada. Por culpa de un golpe mal preparado.

Recordó la barricada de la calle Mayor de Gracia, la Rosa Libertaria. Sintió frío, levantó la sábana hasta la barbilla y cerró los ojos.

—Calla —dijo—. Mañana ya me lo contarás.

Raúl empezó a desnudarse.

—Olvida esto. A ti no te deben preocupar estas cosas. De momento tendrás que aguantarlo unos días, con nosotros. Pero supongo que encontrará la casa que le conviene, lejos de aquí.

—¿Va a vivir con nosotros?

—Se lo he pedido —casi había miedo en sus palabras. De él mismo, quizá—. Se lo he pedido, le he dicho: quédate aquí unos días, hasta que encuentres otra cosa mejor. Quédate un poco con nosotros, te lo ruego.

Se volvió, con gesto rápido. Y dijo una cosa extraña:

—Yo le quiero, Marta. Aunque no me guste, no tengo más remedio que quererle.

—¿Quién es?

—¿No te lo he dicho? Es mi hermano).

—Pero yo no lo vi hasta dos días después. Casi por casualidad.

(Jeza apareció, sorprendiéndola. Estaba allí, a su lado, y Raúl decía:

—No puedo estar contigo, lo siento. Compréndeme, la vida cambia, la vida marca de otra manera. Ahora ya es tarde, para retroceder. Lo siento, Jeza, sabes que te aprecio, sabes que te quiero bien. Pero las cosas son así.

Jeza apareció, entonces, a la luz, y, por primera vez, vio su cara. Los ojos, azules y brillantes, tenían algo frío y colérico a un tiempo.

La miró, de arriba abajo, y sintió un malestar vago, frágil, como la pequeña llama que surgió entre Jeza y ella, mientras Raúl le encendía el cigarrillo:

—¿No la conoces? —dijo Raúl, burlón—. Es mi hijita.

Jeza seguía mirándola, sin decir nada. Raúl le puso la mano sobre la cabeza:

—Crecidita, ¿no?

Sintió un golpe, dentro, y empezó a reírse con los párpados medio cerrados, para que no pudiera verle nadie los ojos. La extraña sensación de un creciente eco en el vacío, iba abriéndose, como las ondas cuando alguien arroja una piedra en el agua quieta. Parecía que estaban en un lugar alto y abovedado, donde resonaba la voz, donde se esparcía el eco de algo, que no era una voz, sino, tal vez, una rara conciencia de las cosas: no de las personas, sino de los objetos. Abrió los ojos de nuevo, y Jeza seguía mirándola. Un mechón de su pelo, casi blanco, le caía sobre la ceja derecha. Un cabello lacio, suave, y sin embargo, rebelde.

—Bueno, di la verdad —dijo Raúl con los grandes dientes cerca—. Dile que me quieres mucho.

—No tengo ganas de reírme.

—¿Qué te pasa? —le cogió la barbilla, y entonces se dio cuenta; tantas y tantas veces la cogía así, duramente, levantándola hacia él, y diciendo: esto es bueno, esto es malo. Cuántas cosas le enseñó. No hace falta que aprendas nada. Estás bien tal como eres. Me gustas así. Lo único importante en el mundo era gustarle, parecerle bien a él. Cuando sea vieja me hará leña, como Strómboli haría pedazos al infeliz Pinocho.

Sin despedirse, Jeza se fue.

—Es grosero —Raúl apuró la copa—. No se lo tengas en cuenta. No tiene la culpa. Nadie le enseñó a ser de otra forma.

—Pero tú eres su hermano —dijo tímidamente.

—Sí, ésa es la diferencia. Tampoco a mí me enseñaron nada. Todo lo aprendí yo solo, ¿sabes? Igual que tú.

Quedaba un residuo rojizo en el fondo de la copa, un rubí perdido, extraño.

—Los mismos planes, los mismos deseos… ¡Bah!, ¿para qué? La vida es corta y triste. Hay que apurarla. No se dará cuenta y la vida se le habrá echado encima, como un lobo.

—¿Y a ti no?

—También —rio—. Pero antes me habré llevado muy buena tajada. No creas, yo también tuve mis dudas. Él sigue igual. Siempre fue igual. Nunca vi a nadie más consecuente. Mientras que a mí la vida me enseñó a cambiar, a doblarme, a él no le ha servido de nada. Y no creas, lleva sus cicatrices. Pero no entiende, no aprende…

En aquel momento, Raúl pareció sobrecogido. Había un temblor nervioso en sus dedos.

—¿Vámonos?

La cogió por el brazo y salieron. La noche nacía suavemente.

—¿No tienes remordimientos? —dijo riéndose.

Un polvo blancuzco, raro, cubrió la acera, como una patina.

—No me gusta este sitio —dijo ella, súbitamente angustiada—. No me gusta nada. Vámonos de aquí, por favor. A cualquier parte.

—¿Por qué? No seas tonta. Ahora subes a casa, te emperifollas y nos vamos por ahí. Ya verás como cambias de opinión. No hay sitio en el mundo mejor que éste.

—No tengo ganas.

Estaba de mal humor. Y lo peor es que no tenía ganas de quedarse, ni de irse. Por primera vez empezó a entender los cambios de humor de su madre. Esto es el hastío, pensó. Bueno, o quizá el principio de la sabiduría. Bostezó, y otra vez tuvo ganas de reír.

—No tienes corazón —dijo Raúl—. Lo que más me gusta de ti es que no tienes corazón.

Nunca entendía lo que le decía. Le besó, y se dejó conducir blandamente.

Al día siguiente, Martina le trajo el desayuno, haciendo gestos extraños con los ojos y la boca.

—¿Qué te pasa?

—Ah, ¿no lo sabe usted? Es horrible. La hija del carnicero, esa chica con cara de ángel… ¿la recuerda?

—Yo qué sé. No conozco a nadie de por aquí.

—Bueno, tiene diecisiete años… Pues ya ve, tuvo un niño, hace tres o cuatro días, sin que nadie lo supiera. Nadie, ni su padre, ni sus hermanos, lo habían descubierto. Pues, ha aparecido, esta mañana, descuartizado, metido en la cubeta de los desperdicios. Un hombre pasa todas las mañanas, con un carrito, y se lleva las grasas, los huesos, esas cosas: allí estaba el crío, a trozos, como un pollo…

—¡Cállate, cállate! —gritó. Un gran temblor la llenaba. Se tapó los oídos, pero el grito, aquel grito antiguo rodaba hacia ella, otra vez, desde algún oscuro lugar—. [Llévate esto, no tengo hambre].

—Ah, claro —la risa de Martina era amarga, cruel. Recogió la bandeja. Pero volvió la cabeza y escupió:

—¡No quiere saberlo!… No quiere usted saber nada, ¿verdad? Pues, hijita, en la vida hay de todo. De todo. No sólo hay juergas y borracheras, en la vida. ¡Hay de todo!

Se tapó la cabeza con la sábana, cerró los ojos con fuerza.

No se levantó hasta cerca de las siete de la tarde. Estaba silenciosa.

—Estás muy rara —dijo Raúl—. ¿Te encuentras mal?

—No. Es que quiero estar sola).

5

LA primavera hervía bajo el cemento que cubría la tierra, las piedras, el césped organizado y comprimido de los parterres, los troncos entristecidos de los árboles. Un amordazado relámpago rodaba, amenazaba estallar y temblar. Algo empujaba la tierra de dentro afuera y los árboles, en el primer soplo del amanecer, se inundaban de una algarabía resplandeciente.

No tenía más noticia de él que la ranura de luz bajo su puerta, por la noche. El ligero roce de sus pisadas, bajando o subiendo las escaleras, la mudez oculta, que la mantenía en tensión, empujándola cada vez más a él. Las palabras torpes, la inquietud de Raúl, su propio vacío. Fue aquella noche en que vino de nuevo Claude Rimole, cuando ella dijo:

—No voy contigo, quiero quedarme sola. Tengo ganas de estar sola. Ya te lo dije —repitió.

Raúl la miró, inexpresivo.

—Quizá te convenga volver unos días a la playa.

El Consultorio olía espantosamente, la luz tililaba en los cristales esmerilados.

—Vámonos de aquí, Raúl, quiero ir a vivir a otra parte.

Raúl no contestó. De espaldas a ella, se miraba en el espejo. El pelo negro brillaba en su nuca. Se miraba atento, como escudriñándose.

—Volveré tarde —dijo.

La habitación de Jeza se abría frente a su alcoba.

Primero llamó con los nudillos, pero nadie contestó. Abrió la puerta, y le vio; como le vería después, tantas veces, a lo largo de su vida. Estaba sentado frente a sus papeles, en mangas de camisa y en la mano tenía un lápiz negro. La pequeña tulipa de vidrio esparcía una luz suave sobre su cabeza. El mechón sobre la frente, suave y rebelde, brillante, prematuramente blanco. Sólo era dos años mayor que Raúl. Sus ojos de un azul transparente, frío y fijo, la contemplaron.

—¿Es que te vas? —le preguntó.

Acababa de ver la maleta, con sus correas abrochadas, hinchada y panzuda, esperando, como un perro, contra la pared.

—Sí.

Apenas movió los labios, lo dijo más con el movimiento de la cabeza. Ella no conocía la timidez, pero en aquel momento se sentía casi muda, sus manos temblaban, y un frío extraño iba adueñándose de todo.

—¿Adónde? ¿No estás bien aquí?

Él dijo algo, pero no podía escucharle. Vagamente entendía una explicación breve. La mirada fija y quieta, desapasionada, sobre ella. Se sentó en el taburete, junto a él, a pesar de notar su impaciencia. Las cejas que se levantaban levemente, la mirada interrogadora).

—La noche en que se iba de nuestra casa, fui a verle. Le dije: ¿Por qué te vas, no estás bien con nosotros? No sé lo que me contestó, apenas lo recuerdo. Pero yo me quedé allí, no me podía apartar de él. Alguna cosa me sujetaba, algo que todavía no me ha abandonado —dijo Marta.

(Jeza era más bien alto, y, por el color de la piel y de los ojos, se notaba que fue rubio.

—¿Qué te pasa? —dijo.

De improviso, aquella pregunta arrolló todas las palabras, y se dijo a sí misma: Es cierto, ¿qué me pasa?

—No lo sé —murmuró.

—¿Te encuentras enferma?

Decía tan pocas cosas inútiles, hablaba tan poco, a pesar de que Raúl dijera: Sólo hace que hablar, no pide nada, hablar es lo suyo. Y pensó: No es que no hable, es que no malgasta su tiempo, ni sus palabras.

—No, no es enfermedad. Estoy inquieta. Me gustaría salir a alguna parte que no fuera el Edén Concert, o el Excelsior… a alguna parte donde no se beba ese horrible champaña que le gusta a Raúl, ni se hable siempre de las mismas cosas.

Se llevó la mano a la frente, y notó que algo humedecía sus palmas.

—Bueno —intentó sonreír—. Quizá lo único que pasa es que estoy cansada.

—¿No quieres irte a dormir?

Su voz la sorprendió. No había en ella sequedad, ni siquiera interés. Era sólo una pregunta. Al decirlo se frotó levemente el entrecejo con el índice. Un gesto que, luego, sería tan familiar para ella. Dejó el lápiz sobre la mesa. Sólo su mirada era un punto asible.

—No, no puedo dormir. ¿No quieres ir a dar una vuelta, conmigo?

—¿Ahora? ¿No es tarde?

—No. ¿Tarde para qué?

Sólo entonces, él sonrió. Se levantó, fue a por su chaqueta, que colgaba del respaldo de la silla, y se la echó sobre un hombro, como un campesino. La miraba, como esperando algo.

—Bueno, vamos —dijo—. También yo estoy cansado.

Se llevó la mano al cuello, para ajustarse la corbata, que pendía, floja. Y entonces se sintió prendida de aquella mano, atada a aquella mano. Algo le oprimía la garganta, una pregunta, estúpida, se abría paso entre ella y el mundo. ¿Qué estoy haciendo, por qué vivo, qué ocurre a mi alrededor, y en mí? ¿Por qué yo no amo a nadie?

—¿Quieres andar? —dijo él.

—Sí, eso es, andar. Caminar mucho rato.

Iba a su lado, sin mirarla, pero lo sentía muy próximo. Acomodó sus pasos a los de él y se cogió de su brazo. Él dobló ligeramente el codo. No era rígido, pero no había en él ninguna blandura. Bajo la suave presión de sus dedos, notó que podía ser de una dureza aterradora.

Se paró, sin atreverse a volver la cabeza, ni mirarle.

—¿Qué te pasa?

No contestó. Estaba sobrecogida. Por un momento tuvo deseos de retroceder, de regresar y ocultarse, hundirse y aturdirse de nuevo en el espeso mundo de terciopelo rojo de Raúl, con su perfume de violetas y alcohol; la alcoba, la sala brumosa del Excelsior, el palco del Edén Concert, donde el mundo se hundía en una cortina de algas y humo. Olvido, inconsciencia; ya ni siquiera sentía curiosidad. El vacío esperaba, otra vez: Ya sé lo que me aguarda, lo estoy presintiendo, voy a conocer algo que tal vez no deseo saber, gritaba la voz que de un tiempo acá se abría paso en ella, que recorría las paredes de su conciencia, como un niño perdido en una casa oscura y abandonada.

—¿Quieres volver a casa?

Le extrañó no notar siquiera impaciencia en su tono. He ido a importunarle, apenas le conozco, no tengo ningún derecho, sólo por ser la amiga de su hermano, a inmiscuirme en su tiempo. Él la atendía, ni con paciencia, ni con afecto, ni siquiera con piedad. Estoy segura de que no conoce la piedad, nunca diría de él Antoñito que tiene un corazón de oro, acaso ni siquiera tiene corazón, todo él es demasiado real, demasiado cierto en esta niebla, parece como un árbol, puede servir de guía o puede uno estrellarse contra él, es algo así como un muro, o ese mar liso y terrible que a veces aterra, y no se puede ni mirar.

—No, no quiero volver. Sabes, últimamente bebo demasiado —intentó dar un tono de broma a su voz.

Pero él la miraba sin sonreír. Aguardaba sus palabras, simplemente. Ni siquiera siente curiosidad, es como si no tuviera sangre. Y sin embargo allí estaba la curva de sus labios, cálida, humana. El brazo, vivo, bajo sus dedos.

—Si no te molesta —dijo, precipitadamente, como deseando alejar lo que se abría paso, como un viento—, podríamos ir hacia el mar.

—¿Hacia el mar? Muy bien.

Lo dijo suavemente, casi con dulzura. Entonces pasó la mano bajo el brazo de ella, la atrajo hacia él, y notó su costado pegado al suyo, y una rara noción de equilibrio entre sus dos cuerpos Nada anguloso, ni torpe, se dijo, ésta es la palabra: resulta cómodo. La idea le hizo gracia, se volvió a mirarle. Pero él seguía callado, lejano. Andaba a su lado: solamente caminaba junto a ella.

Dejaban atrás las Ramblas. Allí terminaban los árboles, donde los pájaros gritaban en las madrugadas.

—Si te cansas, podemos coger un taxi.

—No, prefiero andar.

Andar, caminar y no parar, es quizá lo único que deseo. Entonces, él hizo una pregunta inesperada:

—¿Cómo te llamas?

Ni siquiera lo recuerda. Raúl se lo dijo, y él ni siquiera lo recuerda. Tuvo que repetirlo dos veces. No hablaron más, no recordó luego haberle oído decir nada más, hasta que llegaron allí. Hasta que estuvo de pronto allí, de un modo tan extraño, casi sonambúlico. Porque avanzamos torpemente por un río con márgenes de rostros, de pensamientos, márgenes de hombres y mujeres y muchachos, sillas tantas veces vistas. A los lados de la calzada, como esos trenes de mentira fabricados por los niños, esperan las sillas de la calle. Eran sillas polvorientas, alguna anunciando un aperitivo, o cualquier otra cosa amable y vana. Cuando brillaba el sol quizás albergaban charloteos de niños, o de viejos, miradas errabundas o placenteras, tal vez alguna vaga tristeza púdicamente recogida. Nada indicaría, a la luz del sol o a la penumbra de la tarde, que pudiera refugiarse allí un oculto latido de miedo, desesperación o simple desamparo. Cruzaban las sombras errantes de los pájaros, caía la sombra de las ramas, el verde balanceo de las hojas empujadas por el viento: el calor y el polvo se levantarían del asfalto, dentro de un mes, dos, apenas, y el ruido de la calle, sofocaría, mataría cualquier dolor escondido, o simplemente, cualquier vacío, como el que ella sentía. Sólo hay cuerpos de hombres y mujeres, intentó razonarse, angustiada, ahogada en el gran vacío, escasos o abarrotados cuerpos, que miran pasar a otros hombres y a otras mujeres, que descansan… Pero estaban en la noche, avanzada; y en la madrugada en que ella se debatía, todo cambiaba, y acaso todo cabía. Viejos y jóvenes, vagabundos seres solitarios. Descanso, melancolía, miedo, hambre, pensó. Tranquilo o doloroso refugio. Iban delimitándose los bordes de la calle, aparecían los cuerpos, como arrojados por la noche, a sus dos orillas. Igual que tras la resaca aparecían en la arena restos de barcos naufragados, algas muertas, estrellas de mar que perdieron su brillo, misteriosas conchas vacías. Nunca se sabe cuando aparece el primero, se dijo. Poco a poco, como las frías estrellas de un cielo invernal. Los cuerpos se volvían raramente transparentes. Ya no son cuerpos que oculten y guarden cosas, como cajas cerradas. En el silencio, cuando todas las palabras y las sonrientes mentiras han huido, igual que pájaros, hacia un sueño poblado de altas ramas donde al fin poder ocultarse, vaga mi vacío, el fracaso, la esperanza, acaso esto que llamamos el corazón; es como un parpadeo de mariposas que tiemblan desnudas en la noche, frente a la indiferencia; un hombre dormido, con medio cuerpo doblado, los omoplatos marcándose bajo la delgada chaqueta, como la cruz de un viejo caballo vencido; el dormir avisado, puesto en guardia de un viejo con camisa de mangas muy cortas, la nuca gris, vencida como un anticipo de la muerte que se acerca; la mujer derrumbada, las manos vacías sobre el regazo; el solitario en vela, sumido en un sueño más lejano, con los ojos abiertos, refugiado como yo misma ahora, en algún remoto país de la memoria, presente y ausente, siempre lejos. Seguía andando, sonambúlica, no sabía si adormecida o despertando. Por el centro de la calzada la vida y la noche fluían, y en las orillas —igual que aquellas plantas de las márgenes del río, que, siendo niña, imaginara venenosas— brotaban tristes y oscuras siluetas, gestos de un mundo cierto y patético, indiferencia, esperanza o claudicación. Como a trasluz de las espaldas, de los pechos inmóviles o de las cabezas, creía ver un retablo abigarrado, cabalístico o diáfano. El cansancio, la soledad, la lucha o el abandono. El manar de la vida, como mía fuente o una arteria aprisionada, rebelde, que deseara saltar, rota, a través de la piel del mundo. Quizá no es silencio lo que hay dentro de mí, sino un grandioso estruendo que ni siquiera percibo, se dijo, con un estremecimiento. Apretó con fuerza aquel brazo, como un náufrago, y su propio miedo la hizo decir:

—No me gusta vivir.

Lo dijo sin darse cuenta. Estaban ya junto a la playa. Otra imagen venía a su recuerdo. Como en aquella noche, en aquella otra ocasión, en San Juan, con Raúl, también fui a la playa. Y qué distinto todo. Entonces, también tenía las sandalias —ahora eran unos zapatos de mujer, con alto e incómodo, absurdo, tacón rojo— llenas de arena. Se inclinó, sentía una torpeza incierta, algo como la oscura e inexplicable vergüenza de alguna culpabilidad no definida. Se quitó los zapatos, vaciló, y él la sujetó con más fuerza por el brazo.

Se dejó caer de rodillas, sintiendo la humedad grasienta, sucia, de la arena. Un viento leve movía su cabello y cerró los ojos. El olor de la playa brotaba del suelo, se sentía en el aire. El viento era pegajoso sobre la piel. Abrió los párpados y vio que desaparecía la noche. No llegaba el día, pero, la noche se doraba pálidamente; llegaba un blanco, diáfano y terrible, más adivinado que real, brillaban infinidad de menudos cristales en la arena. Este blanco me es conocido, me aterra, es el blanco de los muertos. Como una manada de inciertos animales, que avanzaran y retrocedieran, el mar mugía, sin atreverse del todo a embestir, amenazando, amenazando, con alguna terrible profecía. Como el sordo lamento del mundo, al que vivo vuelta de espaldas.

Las siluetas de las barcas se recortaron en la claridad. Él estaba a su lado, también arrodillado sobre la arena, mirándola. Repitió:

—No me gusta vivir.

—Pero —dijo él, sin irritación, ni asombro. Sólo dijo—: ¿cómo va a gustarte o no gustarte, si no sabes lo que es?

Por segunda vez, le vio sonreír. Era sorprendente su sonrisa, casi infantil. Dijo:

—Prueba a pensar un poco en la vida de los demás. Acaso eso te sirva.

—Si quiero —dijo ella, en voz muy baja—. No soy inteligente, todo el mundo me lo ha dicho siempre, no sirvo para gran cosa. Pero nunca me había dolido, hasta ahora.

Él le tendió la mano, por primera vez. Ella, con gesto precipitado, la retuvo entre las suyas.

Los perfiles, las siluetas, se aclaraban a su alrededor. El chiringuito de las bebidas cerrado, con los cristales tapados por maderas. La luz se vertía cielo arriba, como un líquido sobre una superficie lisa.

De la oscuridad, a sus espaldas, nacían las fachadas sucias, la basura, las manchas más claras de la ropa tendida. Enfrente, la masa de la costa, como un monstruo dormido, con sus luces apagadas. Por el cielo huían espesas nubes.

Un hombre encorvado iba de acá para allá, persiguiendo papeles empujados por el viento. Llevaba un gancho en la mano, atrapaba el papel como si fuera un pez, y lo metía en un saco. Se alejó, playa adelante. Desapareció en la neblina. Oyeron el roce de unas pisadas. Un animal nocturno, una criatura, niño o niña, no podía precisarse, con una cesta llena de vasos y una botella negra, les ofrecía bebida).

—No pude dejarle nunca.

(—¿Adónde irás?

—Encontré una casita, en la carretera de Pedralbes.

No sé nada de él, ni si tiene mujer, o hijos o algo que le complique la vida, aparte sus extrañas ideas, como dice Raúl. Apenas lo que Raúl me ha contado de cuando eran dos muchachos.

Él seguía siendo un muchacho, el mismo de entonces. No como todos ellos, que al crecer se perdían a sí mismos definitivamente, y se contemplaban, como tristes enanillos, al final de un remoto camino. No, él era el mismo aún. No perdía nada, no recuperaba nada, siempre sería igual. Así va, como una flecha, hasta la muerte, pensó con un estremecido presentimiento. Esto que siento es amor, pero el amor no es lo más importante entre él y yo.

Cuando entraron en el piso, todo estaba en silencio. El Consultorio cerrado, la luz blanquecina, como resplandor de lluvia, reverberaba en el cristal esmerilado. Odiaba aquellas altas puertas, el terrible olor, mal sofocado por el perfume de violetas de Raúl. Odiaba el mundo blanco y sucio, el mundo rojo y macizo, espeso y turbio. Raúl no había llegado.

Entonces salió de la alcoba, cruzó el pequeño pasillo, abrió la habitación de Jeza. Entró, cerró la puerta suavemente tras su espalda, con el convencimiento de estar cerrando odio, vacío, asco tal vez, detrás de sí. Sólo existía un gran interrogante, una gran sed, frente a ella. Jeza la miraba, en silencio. Se acercó a él, se levantó sobre las puntas de los pies, le rodeó con los brazos y le besó.

Cuando despertó, era ya muy entrada la mañana. La cama aparecía vacía, a su lado. Jeza ya no estaba. Raúl, se dijo. Pero no sintió miedo, sólo una débil zozobra. Saltó de la cama y, entonces, al volver los ojos en derredor y contemplar el gran vacío de la habitación, el corazón le dio un vuelco. Un pequeño rectángulo de papel, blanco, como una diminuta vela, resaltaba en la mesa. Lo cogió precipitadamente: había escrito solamente una dirección. Apretó el papel entre los dedos, lo arrugó, lo acercó a su cara. Ya no hay remedio.

Cruzó la puerta. La alcoba permanecía cerrada. Entró. Raúl dormía. La enmarañada cabeza, la cara contra la almohada, como tenía por costumbre. Pasó al baño, abrió los grifos con ansia casi infantil. Se duchó. En todo había una lentitud extraña. Una despaciosa seguridad. Algo, en todo, como un resplandor, nuevo, ineludible. Un pesado y cierto fatalismo, en todas las cosas y objetos, hasta en los menores de sus gestos. En la mano que se tendía, en sus pisadas, en su misma respiración.

Raúl apareció en el marco de la puerta:

—¿Dónde has estado?

No había violencia, ni ira, ni celos, en su voz. Sólo un fatal sonido. Estaba despeinado, aún prendido en la oscura bruma del sueño. Terriblemente humano y triste, pensó.

Fue a cruzar la puerta, pero la mano de Raúl la retuvo con fuerza.

—¿Dónde? —insistió.

—Con Jeza.

La soltó, como si quemara. Raúl dio un paso atrás, y sus ojos parecieron despertar, casi dolorosamente.

—No está mal —dijo, y trató de sonreír. Pero sólo era una mueca cansada, morosa, lo que curvaba sus labios—. No estaría mal pensado, que fueras tú quien le hiciera cambiar. Sí, la verdad, me gustaría. Te daré un premio, si lo consigues. ¡El gran muro, resquebrajándose por una hormiguita como tú! No se me hubiera ocurrido nunca.

Otra vez, intentó retenerla, por el brazo. Ella se desprendió suavemente. Fue al armario, sacó la pequeña maleta, la misma que llevara días pasados a la playa.

Quizás había estupor en los ojos de Raúl, pero ella no le miraba.

—¿Qué haces? ¿Adónde vas?

—Me voy con él.

—¿Con él?

Bruscamente empezó a reírse. Se sentó al borde de la cama, pasándose la mano por la frente. Su piel morena brillaba. Estaba descalzo, y, de nuevo, como un golpe, aquellos pies desnudos eran los del animal desconocido y terrible, pisando sobre el mundo, llenándola de pavor. Sintió el deseo súbito de abrazarse a aquellas piernas, de gritar: Sálvame, Raúl, sálvame de este abismo hacia el que camino, recupérame, déjame enredar en el mundo que tú pisas, que vas hollando tú, rescátame. Pero la voz de Raúl devolvió la calma:

—Estás loca, Marta, ¿con él? ¿Sabes acaso quién es él? ¡No me dirás que te lo ha pedido!

—No.

—Ni te ha dicho que te quiere, o cualquier cosa de ésas. Él no dice nunca cosas así.

—No.

Tal como le oyera en otra ocasión, repitió, como un pálido eco:

—Él nunca pide nada.

Raúl se puso de pie:

—Te destrozará. Eso es lo que hará contigo. Te destrozará, no es humano. Es algo que no se puede explicar, siquiera. Va a aniquilarte, como estuvo a punto de hacer conmigo. Es la muerte, te llevará a la muerte.

Su voz sonó lúgubre, y él mismo pareció asombrado de aquel tono. Parpadeó de prisa, y añadió, casi paternalmente:

—Mira, Marta, no os veo. No os veo. Es como querer juntar el agua y el fuego… ¡No os veo, la verdad!

Pero sabía que era inútil cuanto dijese, y se sentó, cansado, apático, con las manos caídas sobre las rodillas.

Ella acabó de cerrar su maleta. Se volvió. Él no la mirada.

—Adiós, Raúl —dijo.

Oyó el chirriar de la puerta, a sus espaldas).

6

EL crujido de los escalones ascendió del pequeño sótano. La sombra avanzó, también, pared arriba, extrañamente alargada, como estirada por sus dos extremos; duplicada, triplicada. Había grandes desconchados en la pared. (Toda la casa, llena de ruina y desolación). La pared trasera del edificio estaba quemada. A juzgar por las manchas negruzcas de los mosaicos, hicieron fuego en el suelo. Convirtieron en leña los postigos de las ventanas, algunos de los muebles. (La casa desnuda como un muerto, los ojos abiertos y sin párpados, llena aún de todo lo que no sé si debo amar u olvidar).

Marta se asió al respaldo del viejo diván. La tapicería estaba manchada, rota, como llena de cuchilladas. Antes que a Esteban, cobijó avalanchas de refugiados del sur. Luego, sucesivamente, fue almacén, depósito, oficinas. (Y, Jeza, tu sombra, tu extraño resplandor, va de un lado a otro, cruza el marco de las puertas, como un grito. Aún como una voz, clamando por algo, por algo que yo nunca logré entender. Siempre quise comprenderte, pero sólo supe seguirte. Ahora, quizá, podré saber. Yo también clamo, pero por cosas ínfimas, por algo tan simple como el llanto solitario de un niño, carretera adelante).

La sombra ascendía despacio. Era un muchacho, sólo un muchacho que no iba a cumplir nunca diecinueve años, quien subía la escalera, reposado como un anciano. Tantas veces, en los últimos días, le vio subir así, con las latas de conserva, los platos, sonriendo casi alegremente, diciendo: No tengas miedo, aún queda abajo mucho. Tenemos comida de sobra. Comía como un niño, con buen apetito, y reía, y señalaba con su poderosa mano de hombre —sólo sus manos eran de hombre—, la ventana, el sol, los árboles desnudos del jardín. Decía: Hoy tendremos un día bueno, lo noto. O: Quizá llueva, vamos a cerrar la ventana, habrá tormenta. Recuperaba, tal vez, la tierna e intrascendente alegría de los niños; iba por el jardín, y con sus manos de fraile hortelano arrancaba las malas hierbas, enderezaba la puerta mal encajada, o restauraba la silla desencolada, bromeando: ésta sí parece haber ido a la guerra. (Un niño, como recién nacido a la muerte, pobre muchacho, todo parece nacer y morir en él). Preparaba la comida: abría las latas de conserva, minuciosamente, mordiéndose la lengua.

Una gran compasión y un gran miedo unidos la paralizaban ahora, allí, viendo ascender la sombra en la pared. Miró sus propias manos contra el respaldo del diván, y le parecieron dos aterrados y fríos animales. (Para que exista una sombra debe existir también un cuerpo, en este caso, con arterias, sangre, vida. Con miedo, acaso. La vida y el miedo son frágiles como vidrio; frágil y duro, violento y frágil como el agua, como un torrente, con la luz poderosa y blanca del agua cayendo desde muy alto a la tierra, hacia algún mar donde se confunden los ríos y los pozos y toda la amarga sal del mundo; así, asciende, como asciende el mar, también). La sombra se paralizó, y el cuerpo surgió, como un tronco que flota en la oscuridad del agua. (Nunca me di cuenta de lo alto que es). En sus manos, el arma tenía un peso negro y concreto.

—Ven —dijo Manuel.

Ella obedeció. Hasta aquel momento, fue ella quien empujó la huida, la llegada, la espera. Ahora, la muerte la conducía él (son los muchachos, irreductibles y silenciosos, los extraños muchachos, como la fiebre, como una fiebre, los que dicen Resiste, los que dicen: ven, ya no podemos retroceder. No era un hombre, no es un hombre, es una fiebre). Lo miró, como si fuera la primera vez que lo veía. El cabello, de un oro cobrizo, ensortijándose en la nuca, la piel dorada, los grandes ojos.

Le siguió, afuera. La puerta golpeó extrañamente a su espalda. (Nunca más cruzaré ese umbral, ni oiré el gemido de esos goznes, ni veré mi sombra en el suelo). El sol, un oro pálido, huidizo, relucía sobre las dañinas lanzas de la verja. De la bruma de la carretera, en la curva misma, nacían destellos, ecos. Un sonido, repetido, opaco, como un golpeteo (es el eco de la tierra, porque también la tierra clama, en su silencio).

Allí estaba el seto, el muro de piedras, la verja de hierro. Se arrodilló. El naranjero, en sus manos, se mantenía sin temblor. Durante cinco días seguidos, abajo, en el sótano, oyó sus disparos. Todos los días, todas las tardes, vio las huellas de las balas, en la pared (no tiene buena puntería). Se dejó caer a su lado, apoyó la cabeza en los hierros y cerró los ojos.

En la carretera, un perrillo flaco, corría. Su ladrido se perdía hacia la ladera de la montaña. De pronto vaciló, se paró en seco. Luego retrocedió, le vieron pasar raudo, las orejas tirantes y la lengua colgando.

Entre la neblina, en la curva de la carretera, la tanqueta se dibujó. Las figuras laterales tomaron cuerpo, a su vez, aproximadas a los árboles, ligeramente huidizas. Manuel levantó el naranjero y lo apoyó al borde del muro. Las siluetas de los soldados se hicieron más concretas. Cuando el más cercano se perfiló netamente, Manuel apretó el gatillo.

Los primeros disparos alcanzaron al soldado, de lleno. Le vio vacilar, caer. El segundo huyó tras el árbol más próximo. Cojeaba.

La tanqueta estaba ahora cerca, tanto, que su panza era como un animal próximo, casi familiar.

(Un solo instante de silencio y creo oír la hierba, los destemplados gritos de los pájaros, el roce de las lagartijas contra la pared, el manar del agua, debajo de la tierra; creo oír el mudo gemir del mundo bajo mis rodillas, un solo minuto de silencio basta para oír esto).

Saltaron, en el polvo oscuros grumos de tierra, piedras. El muro se derrumbó, con un trozo de verja. En la bruma, el seto humeaba. Un grito, dos, alguna orden no conocida resonaba. Los cristales de las ventanas saltaron, en pedazos, hacia el aire. El último sol recogía su fulgor.

Tres soldados avanzaron, disparando aún. Únicamente el silencio respondía. Sortearon el seto. Pero de allí sólo nacía el humo. Los cristales rotos crujieron, bajo las suelas de las botas.

El primer soldado se acercó al montón de piedras, bajo la verja hundida. Se agachó.

—Un hombre y una mujer —se dijo—. ¡Hay que estar loco!

Retrocedió, levantó la mano y la movió en el aire. Luego, con su antebrazo sucio, cansado, se secó el sudor de la frente.

Barcelona, octubre, 1963.