COMO ME HABÍA PEDIDO RIVERA, llego a sus oficinas a las doce. Me abre la puerta una inhóspita Conchita que ni siquiera se digna mirarme a la cara. Yo sí la miro a ella. Si tengo una virtud, ésa es la de no arrepentirme de mis actos. No parece que haya dormido bien esta noche. Le ha pasado lo contrario que a mí, que he sobado como un rorro. Tiene los ojos hinchados —a lo mejor de llorar— y los labios —esos labios que me encandilaron desde el primer momento que los vi— pochos y macilentos, apenas sin pintar.
Conchita llama con sus nudillos en la puerta del despacho de Rivera y se introduce en él. No tarda en salir acompañada del propio Rivera. Éste, sonriendo, viene hacia mí y me dice:
—Buenos días, Domínguez.
—Buenos días, señor Rivera —le contesto yo.
Nos estrechamos la mano y me hace pasar a su despacho. Sobre el mastodonte de roble está el bolso que yo traje ayer y un maletín, que presumiblemente contiene el dinero. ¿Cuánto? Siento el toc-toc de mi corazón como si un altavoz lo estuviese amplificando, y temo que Rivera note mi nerviosismo.
Pero Rivera se ha olvidado momentáneamente de mí y se ha dirigido hacia el maletín. Lo golpea con fuerza y dice jovial:
—Aquí tiene su dinero, Domínguez.
Abre el maletín y yo casi me abalanzo sobre él. Ver los billetes bien ordenaditos por fajos y olvidarme de mi nerviosismo es todo uno. No hay mejor mano de santo para el mal de los nervios que el dinero. Si no se lo creen, consulten con su farmacéutico.
Rivera coge un fajo de billetes y, mientras juguetea con él, agrega:
—He hecho todo lo posible para obtener un buen precio.
Con mi mirada le hago la pregunta clave: “¿Cuánto?”.
—Ocho millones —me responde él.
No me parece ni poco ni mucho; no entiendo nada de joyas. En cualquier caso, a qué preocuparse. Es el precio que han fijado y no hay que darle más vueltas. O se acepta o se va uno con la mercancía a otra parte.
Naturalmente, acepto. No es cuestión de andar por ahí con las joyas buscando un mejor postor.
—Muy bien —le digo.
Me palmea en el hombro y dice señalando el maletín:
—Entonces, ya es suyo.
Lo cierra y me lo da. Pesa un montón, pero a mí no me importa. Ya he dicho que para este tipo de géneros tengo brazos hercúleos. Me acompaña hasta la puerta de su despacho y de nuevo me alarga la mano. Yo le doy la mía y me despido de él.
—Adiós, señor Rivera.
—Adiós, Domínguez. Si ve a Legrand, salúdelo de mi parte.
No creo que vuelva a ver a Legrand en mi vida.
No obstante, le digo:
—Descuide. Le daré recuerdos de su parte.
Yo mismo me sorprendo de lo bien que ha ido todo con Rivera. Un trato rápido, limpio y sin riesgos, en que las dos partes han cumplido su palabra. No creo que en el mundo de los negocios legales las cosas funcionen mejor. Deberían aprender de nosotros.
Antes de abandonar el portal cierro los ojos y me pregunto: “Con qué pie salir”. Suelto una carcajada y salgo a la calle con los ojos bien abiertos. Mi vida comienza ahora y no quiero que se me escape nada.
NI SIQUIERA HE BAJADO a comer. Me paso las horas en la cama, fumando un cigarrillo tras otro, esperando que llegue el momento de irme a la estación. Cuando ese momento llega, pago la cuenta y cojo un taxi.
Parapetado tras las ventanillas contemplo, como el extranjero que soy, las calles, la gente, el fluir del tráfico. Me voy de la ciudad y éste es mi adiós; el adiós frío e indiferente de un hombre de negocios que no ha tenido tiempo ni ganas de visitar sus sitios típicos. De aquí, pronto, no me quedarán ni los recuerdos. Procuraré olvidarlos cuanto antes. Sólo los souvenirs que me llevo —quiero decir, el dinero que he acumulado estos días como una hormiga para poder ser a partir de ahora una cigarra— me atarán a estas calles, a estas gentes, como si de un recóndito cordón umbilical se tratara.
El tren que voy a tomar ya está formado y un mozo me ayuda con los bártulos.
Me instalo y abro la revista que he comprado.
La leo sin enterarme de nada. Estoy impaciente por que llegue la hora de la partida. Será el fin. O el principio. Según se mire.
Otras personas entran en el departamento, pero yo no levanto los ojos de la revista. No quiero enfrascarme en conversaciones estúpidas hasta que hayamos salido. Ahora sólo deseo que ese momento llegue de una puñetera vez. Cuento los minutos, los segundos, que restan y, por fin —todo llega en esta vida, dicen los fatalistas—, el tren, tras unas violentas sacudidas, comienza su marcha.
Dejo la revista y contemplo a mis compañeros de viaje: un matrimonio mayor, lleno de achaques, que se pasa caramelos; un joven estudiante que lee un libro de arquitectura; y una señora enlutada, que a no dudarlo viene de un entierro.
Ninguno de ellos me importa un carajo, así que me acomodo lo mejor que puedo y, con el traqueteo y el solecito que me da en la cara, me dejo ir y me amodorro.
Y entonces, mientras me invade la felicidad, empiezo a hacer planes.