Capítulo V
Viernes

SON LAS DOS MENOS CUARTO y estoy en un bar situado justo enfrente de Ichaso Joyeros. Un tanto nervioso fumo un cigarro tras otro mientras vigilo la puerta de la joyería. No es la primera vez que lo hago. Durante días he comprobado cómo a las dos en punto los dos empleados echan el cierre y se van a almorzar a un restaurante que hay en una bocacalle próxima. El encargado, por su parte, realiza algunas operaciones —¿de seguridad?— en el interior y sale por el portal unos diez minutos más tarde. Toma su coche, aparcado en la puerta, y se las pira.

Las dos menos diez. Pido otra cerveza y me dedico, a falta de otra cosa mejor que hacer, a escuchar las sandeces que dos tipos que hay a mi lado están largando por sus bocazas. Para que se hagan una idea, escuchen ustedes también, escuchen…

—Pues si no pueden, o no quieren, mantener en el Parlamento una postura clara de oposición, que lo digan, coño, que lo digan. Pero, joder, que no engañen a la gente.

—Pero si nadie la engaña, Paco. Se hace lo que se puede.

—¿Que no la engañan?

—No. La política tiene sus exigencias.

—Eso son coartadas. Unos vendidos, eso es lo que son.

—El izquierdismo siempre ha sido una enfermedad infantil. Recuerda lo que escribió Lenin.

—¡Qué enfermedad infantil ni qué ocho cuartos!

—Lo primero es consolidar la democracia.

—¡Bueno!

—Sí, hombre, sí. Luego, cuando esté consolidada, hablaremos.

—¿Y eso cuándo va a ser? ¿Cuándo las ranas críen pelo?

—Será cuando nosotros queramos. Lo mismo que la hemos traído, la consolidaremos.

—¿Que nosotros hemos traído la democracia? Perdona, José, pero tienes el coco comido. Aquí, la democracia esa de los cojones la han traído ellos. Para que te enteres, ellos.

—No digas barbaridades, Paco, no digas barbaridades.

—Pero si no son barbaridades. Es la pura verdad.

—Si por ellos fuese estaríamos todavía con el franquismo a cuestas.

—¿Y con qué estamos? Échale un vistazo a los militares, a los jueces, a la Policía… ¿En qué han cambiado? Di, ¿en qué han cambiado?

—Hombre…

—En nada. Te lo digo yo, en nada.

—Las cosas no son tan sencillas, Paco. Simplificas mucho.

—Coge a la Policía. Los mismos de la social que te inflaban a hostias en la DGS son los que ahora defienden la democracia. ¡Si es que es para descojonarse!

—También hay policías demócratas…

—No me hagas reír. ¿Dónde? ¿Debajo de las piedras?

—Los hay. Y más de los que la gente piensa.

—¿Y también hay muchos generalitos demócratas, no?

—Hombre, tanto como generales.

—Desengáñate, José. De los militares no hay que fiarse ni un pelo. Ayer estaban con Franco, hoy están con el Rey, y mañana… A saber con quién estarán mañana.

—¿Quieres otra caña?

—No. Y de los jueces, para qué hablar.

—Está Justicia Democrática.

—Cuatro santos varones. El resto, picadura de facha de la mejor cepa.

—¡Qué exagerado eres, Paco!

—Lo que yo te diga… No, no, deja que pague yo.

—No, déjame a mí, que tengo que cambiar… A ver, jefe, qué se debe.

Los dos politiqueros hacen mutis y miro por enésima vez el reloj. Las dos menos cuatro. Saco el paquete de tabaco y enciendo el último cigarrillo. Voy hasta la máquina y consigo un nuevo paquete.

Se nota que la gente está saliendo del curre. El bar se va llenando por momentos de un público chillón y vocinglero. Parecen niños que salen al recreo dando voces para desahogarse. Además, se ve que es viernes. La carroña huele el fin de semana y su euforia está a tope.

Como estoy colocado junto a la puerta sufro todos los empellones de los grupitos que entran. Para competir con Robledo me he lustrado los zapatos, pero más de un mariconazo me ha pisado al entrar. Tienen suerte de que no esté ahora para líos. Si no, más de uno les iba a sacar brillo con la lengua. Cojo unas servilletas de papel y me pongo a limpiarlos.

Las dos en punto. Como unos pepitos, los dos empleados de la joyería salen a la calle y echan el cierre metálico. Veo cómo se alejan. Apuro la cerveza y pago la consumición. Ligo el bolso de viaje que he traído conmigo y salgo. Camino hasta el semáforo y espero a que se ponga verde. Cruzo, y dirijo mis pasos hasta mi cuarto y último objetivo. Si fuese un hombre religioso, rezaría para que todo saliese bien. Como no lo soy, me digo: “Que sea lo que Dios quiera”.

Por entre el espacio libre que deja el cierre golpeo el cristal de la puerta. A Robledo no se le ve por ningún lado; debe estar en la trastienda. Golpeo cada vez con más fuerza. Robledo, al fin, asoma la jeta. Al verme hace un gesto de contrariedad. Lo piensa unos instantes y decide, como esperaba, que entre por el portal. Me lo señala con sus manazas y yo, sonriendo, le digo que sí con la cabeza.

Así que entro en el portal y me dispongo a buscar dónde coño está la puerta que conduce a la joyería. No hay nadie a quien preguntar y me voy hacia los buzones. La voz de Robledo detiene mis movimientos.

—Por aquí, señor López de Madariaga, por aquí.

—Ah, buenos días —digo mientras me acerco a él.

Cuando llego a su lado me tiende su iceberg derecho y yo se lo estrecho con las precauciones de un Titanic redivivo.

—Buenas tardes, señor López de Madariaga. Pase usted, pase…

Se hace a un lado y entro en un pasillo con las paredes todo desconchadas. Él cierra la puerta tras de sí y yo miro con ojos críticos las paredes. Mucho lujo en la fachada, y después, dentro, pura farfolla. Así es la vida: representación y nada más que representación.

—Estamos esperando a los pintores —dice el tío, como si yo le hubiese hecho algún reproche. Luego agrega—: Venga por aquí, venga…

Atravesamos el pasillo —largo de cojones— y un pequeño despacho —donde seguro que Robledo se pasa las horas muertas dándole al crucigrama; sobre la mesa he visto unas cuantas revistas de pasatiempos— y llegamos a lo que es la joyería propiamente dicha.

—Espere que dé las luces —me previene antes de que me dé una leche.

Da al interruptor y todos los estantes se iluminan. Aquello parece una feria. La feria de las vanidades, si saben de lo que les estoy hablando.

Una vez que se ha hecho la luz voy y le digo contrito:

—Disculpe que me haya presentado un poco tarde, pero he estado toda la mañana haciendo gestiones y…

—No se preocupe. Estamos para servirle.

“Y tanto que estáis para servirme”, digo para mis adentros.

—Ya sabe usted lo que son los preparativos de una boda…

Con su sonrisa de maestro de ceremonias me da a entender que sí, que sabe lo que son los preparativos de una boda.

—Y además, el viaje —agrego, como si eso fuese el no va más.

Asiente comprensivo y dice:

—Nada, nada. No se preocupe.

—Después de todo, he tenido suerte de que usted estuviera aquí.

—Me ha cogido de milagro —dice—. Estaba a punto de marcharme.

Respiro hondo y exclamo como si estuviese rendido:

—¡Uh! He venido corriendo y…

—¿Quiere sentarse? —me ofrece.

—No, no. Gracias. A las tres tengo que comer con mis suegros.

No sé qué coño tiene que ver que a las tres tenga que comer con mis suegros con que me siente o no. Pero eso es lo que le digo.

—Veamos… —dice él buscando algo con sus ojos. Encuentra lo que buscaba y añade—: Ah, sí, aquí la tengo.

Va hasta el mostradorcito que se gastan y abre uno de los cajones. El manojo de llaves que se ha sacado del pantalón es de aúpa.

—Aquí está su sortija —dice alargándome el estuche.

Lo tomo en mis manos y lo abro. Repito lo de ayer:

—Espléndida.

—Sí que lo es —afirma él frotándose las manos.

Por un momento temo que, con el calor de la frotación, se le derritan. Pero no, no pasa nada.

—¿Quiere que le prepare un paquete especial?

Coño, esta pregunta no estaba en mi libreto. Estoy por encogerme de hombros, pero reacciono a tiempo y le respondo:

—Sí, por favor. Ya sabe que es para un regalo muy especial.

Al ver que utilizo el mismo adjetivo que él, se sonríe de sus conocimientos en materia de palabritas.

Joder con el Robledo. El tío se da una maña para esto de los paquetes especiales que no vean. Hasta un lacito le está haciendo. No sé por qué me acuerdo de los zapatos de la Raquel. Me digo que quizá debí conservarlos para meterle los tacones por el culo a alguna bailaora. Me enseñoreo con estos pensamientos, pero el muy cabrito me saca de ellos para decir:

—Listo.

Me enseña su obra maestra y yo le aplaudo verbalmente.

—Muy artístico, sí señor.

Con un ademán de sus manos me da a entender que es solo una chapuza. Modesto que es el chaval. Me da el paquetito y yo me lo guardo en el bolsillo de la chaqueta.

Antes de acabar con la función me da por hacerle una pregunta de capricho.

—¿Me permite una pregunta personal? —le digo.

—¿Una pregunta personal? —inquiere sorprendido.

—Sí.

Se repone de la sorpresa, y dice haciendo méritos para llegar a ser el pelota oficial del reino:

—Dígame, señor López de Madariaga, dígame.

—¿Le importaría decirme quién le limpia los zapatos?

Se los mira, y luego, levantando sus ojos hacia mí, me responde orgulloso:

—Mi señora.

Ahora soy yo el que se muestra sorprendido:

—¿Su señora? —y agrego—: Creí que era un limpiabotas e iba a pedirle su dirección.

—No, no, me los limpia mi señora. Se da mucha maña para estas cosas.

Todos los gilipollas tienen suerte en el matrimonio. Antes de que le dé por enseñarme la foto de la futura viuda le digo:

—Habíamos quedado en que eran…

—Ochenta —se apresura a decir. Luego añade—: Me dio veinte ayer, de modo que tiene que darme hoy sesenta.

“Sé restar”, estoy a punto de soltarle, pero lo que hago es llevarme la diestra al bolsillo interior de la chaqueta. Él observa expectante mis movimientos, deseando coger cuanto antes el manojo de billetes que le mostré ayer. Seguro que ya se ve con la comisión, comprándose otros zapatitos para que su santa esposa les saque brillo. Su sonrisa se congela —es decir, hace juego con sus manos— cuando lo que saco del bolsillo no es el dinero, sino una pistola de esas que echan fuego por su boquita de piñón.

—Las cortinas —le digo—. Corra las cortinas.

Robledo se ha quedado quieto y mudo. No parece sino que fuese una figura del Museo de Cera.

—Las cortinas, coño —repito.

Como sigue en la inopia le pego un pisotón que le hace exclamar un “¡Ay!”, la mar de altisonante. Mira la huella que le he dejado en el zapato y pone cara de abatimiento. Me juego un huevo a que está pensando: “Todo el trabajo que se ha dado Dolorcitas esta mañana para esto…”. Hasta de la pistola y todo se ha olvidado el tío.

“Zapatero a tus zapatos”, me digo para estar a tono, y le pongo la fusca en los riñones. Aprieto en ellos al tiempo que insisto en lo mío:

—Joder, las cortinas.

Robledo, al sentir el duro contacto de la realidad pistolera, corre que se las pela hasta el escaparate y echa —¡alabado sea el cielo!— las cortinas. Nadie, pues, puede ya vernos desde la calle. Corrido el telón, se vuelve hacia mí y balbucea un “Pero…” que ni objeta ni nada. El tío lo dice por decir algo.

Le enseño la pistola y le pregunto con su poco de cachondeo y todo:

—¿Tengo que explicarle de qué va esto?

Mira la pistola y luego me mira a mí. Al olerse que se va a quedar sin comisión se ha puesto más descontento que un niño sin zapatos nuevos, si es que saben apreciarme el chistecito.

Le tiro el bolso de viaje y, después que le ha golpeado con violencia, él lo atrapa de mala manera. El bolsazo tiene la virtud de bajarle de su torre de betún y hacerle caer al jodido mundo en el que nos movemos los mortales.

—Venga, vaya metiéndolo todo ahí —le ordeno.

—Pero señor López de Madariaga…

—Déjese de monsergas. Todo ahí dentro, y rápido.

Le apunto y, mitad por desplazarse del punto de mira, mitad por obedecerme, va hasta los estantes. Se queda contemplándolos como si no supiese cómo desvirgarlos. Tengo que auxiliarle.

—Ábralos, coño.

—¿Cómo? —dice el muy alelado, volviéndose hacia mí.

—Las llaves. Las tiene en el bolsillo.

Al fin cae en la cuenta y saca el montón de llaves. Con el tembleque que le ha entrado no da con la que corresponde al estante que tiene delante de sus narices. Por lo menos tarda media hora en encontrar la llave buena. Abre, pues, el primero de los estantes, pero el muy hijoputa se queda mirando el material sin echarlo en el bolso. Me acerco a él y le atizo un derechazo al estómago que hace que se doble sobre sí. Deja caer el bolso al suelo y se lleva las manos al lugar donde recibió el viaje. Es lo malo que tienen estos que parecen muy cachas; viene un canijo como yo y les pone KO. Solo le he acariciado una vez, pero Robledo se retuerce cosa mala. Como siga en este plan no me va a servir de nada.

—¿Dónde está la alarma? —le pregunto al tiempo que le pateo a conciencia.

Señala a vuela dedo y, claro, así no hay forma de enterarse.

—¿Dónde está, coño?

De nuevo señala a un lugar indeterminado del establecimiento.

Le agarro por un brazo y trato de levantarle. Pesa un huevo. Como un muerto pesa el tío. No parece sino que ya me lo hubiese merendado. Cuando consigo ponerle en pie, el muy macho me amaga un izquierdazo. Yo, que para estas cosas del pugilismo soy más listo que el hambre, me aparto y Robledo se da una hostia contra el mostrador. Me abro de piernas y, apuntándole con las dos manos como hacen los chuletas de los polis en los telefilmes americanos, le grito:

—¡Mírame, cabrón!

Más temeroso que la leche, se gira y, al verme de esta guisa, se le va el alma a los pies. Al lado de sus zapatos brillantes, vamos. No es mal sitio después de todo.

—No, no, no… —me pide llevándose las manos a la cara para no verme.

Cuando lo tengo bien acojonado, lo que se dice bien acojonado, le repito deletreándole las palabras:

—¿Dón-de-es-tá-la-a-lar-ma?

Una vez que ha visto que no me ando con chiquitas, se pone en pie y va a paso ligero hasta un cuadro que hay en un rincón de la pared.

—Aquí, aquí está —me contesta.

—¿En el cuadro? —le pregunto, extrañado.

—Detrás —me responde él.

Aparta el cuadro —un barco de esos del Mississippi, que navega tan ricamente por el agua azulita con los caballeros blancos disfrutando con sus señoras en la cubierta, mientras los negrazos descamisados les miran desde la orilla con ojos que se les salen de las órbitas, no sé si de envidia o de mera subnormalidad crónica— y deja ver un hueco en el que hay un aparato con su palanquea y toda la pesca.

—¿Cómo funciona? —le digo.

—Hay que bajar la palanca.

Va a hacerlo, pero yo le detengo gritándole:

—¡Quieto!

Se lleva las manos a la espalda —la verdad es que exagera un pelín— y repite en voz baja:

—Hay que bajar la palanca.

—¿Estás seguro de que bajándola se desconecta la alarma? —le pregunto mirándole torvamente.

Da unas cuantas cabezadas de asentimiento y añado:

—Está bien, bájala. Si te pasas de listo, te frío.

Da otras cuantas cabezadas, ahora de disentimiento, y con un gesto le digo que baje la dichosa palanca.

Lo hace.

—¿Ya no funciona? —le pregunto para asegurarme.

Vuelve a las cabezadas de asentimiento y, ordenadito como es, pone el cuadro en su sitio. Lo contempla con ojos descoloridos y luego se vuelve hacia mí.

Es lo último que ve: yo y el río Mississippi. Aprieto el gatillo un par de veces, y no sabe adónde acudir con sus manos para evitar que la sangre se le escape.

Como nunca he podido soportar la sangre, le doy la espalda. Oigo sus estertores y me vienen unas arcadas que logro dominar. Enciendo un pito y acudo al estante que ya está abierto. Cojo el bolso y voy echando en él todo lo que contiene.

Los otros estantes están cerrados y no tengo más huevos que preguntarme: “¿Dónde están las llaves, matarile, rile, rile?”. No, no lo he olvidado, están en su bolsillo.

Haciendo de tripas corazón —¡joder, qué asco!— me acerco a Robledo, que no se da por vencido y agoniza en sonido estereofónico. Los ojos se le han quedado en blanco, y aunque me mira no me ve. Yo, aunque le veo, procuro no mirar la sangre. Con muchas precauciones, como si fuese a morderme poco más o menos, me agacho y hurgo en su bolsillo.

Moviendo mis dátiles por esos parajes descubro una cosa dura. Me pregunto qué puede ser. Pronto doy con la respuesta. Es su polla que, con el susto y las emociones, se ha puesto en candelero. Misterios de la vida y de la muerte, que diría un tío ilustrado.

Lo que son las cosas. Estoy en un tris de hacerle una paja para que el pobrecito se vaya al patio de los callados con un buen recuerdo. Pero pajillero a mis años, eso sí que no. El jodido Robledo se va a ir compuesto y sin novia. A lo mejor, si hay cielo encuentra allí una buena hembra que le limpie el fusil y los zapatos. Amén.

Saco las llaves y abro todos los estantes. Ahora solo tengo que ir vaciándolos y llenar el bolso. La teoría de los vasos comunicantes, si no recuerdo mal lo poco que aprendí de Física y Química. Cuando dejo los estantes más pelados que una bola de billar voy hasta el escaparate y lo pulo también.

El bolso, ya lleno, pesa de cojones. Pero a mí no me importa; lo llevo como si fuese un almohadón de plumas. Forzudo que es uno. Ustedes, en mi caso, seguro que también sacaban fuerzas de flaqueza. En estos casos no hay canijos que valgan. El más enclenque se convierte, como por arte de magia, en un tío más sano y más robusto que la puñeta.

Tomás Robledo. RIP. ¿Quién se lo iba a decir esta mañana, cuando se despidió de su mujer y sus hijos? ¿Eh, quién se lo iba a decir? Y es que para morirse, machos, solo hace falta una cosa: estar vivos.

Apago las luces y me dispongo a salir. Pero me acuerdo de algo y las vuelvo a encender. Me olvidaba del dinero. ¡Joder, no se puede estar en todo! Si se creían que iba a dejar en la caja las veinte mil pesetas que le entregué ayer a cuenta, es que no me conocen. Si tengo una virtud, ésa es la de mirar por mi dinero. Así que voy a la caja, la abro y cojo mis veinte mil pesetas y los intereses, es decir, todo lo que hay allí. Menos la calderilla, claro. Yo chatarra no quiero.

Asomo la gaita por la puerta y no, no se ve a nadie. El portero, si lo hay, debe estar dándole a la berza. Como no hay moros —ni cristianos; por estas costas son los más peligrosos— salgo al portal y, en dos zancadas, me encuentro en la calle.

Miro la hora. Las dos y media, minuto más, minuto menos.

Antes de poder irme a zampar tranquilo, solo me resta una formalidad: deshacerme del arma. Me estorba en el bolsillo cantidad.

A lo mejor les parece una excentricidad, pero he pensado quitármela de encima devolviéndosela a Sempere. Para qué coño la quiero ya. Teniéndola en mi poder lo único que puede es traerme problemas. Él la venderá otra vez y obtendrá unas pelas con las que sacar a su copiosa familia adelante. Y, de camino —no se crean que en mi gesto solo hay el deseo de ayudar a un cabeza de familia numerosa—, a lo mejor se la vende a algún panoli, al que después ligará el Menéndez de turno y le endosará el muerto y el atraco. Mato, como quien dice, dos pájaros de un tiro. Ustedes mírenlo como les plazca, pero para mí es una buena acción. Sempere es un tío que me cae bien.

Cojo, pues, un taxi, y voy por tercera vez —y espero que última— al barrio tercermundista donde se hacinan Sempere y los suyos.

Cuando su parienta me abre la puerta, el tufo a coles que sale del interior casi me deja turulato.

—¿Usted? —dice, sorprendida.

—Sí, yo —le respondo, remarcando lo obvio.

Tras unos instantes de vacilación me pregunta:

—¿No quiere pasar?

Las coles no son precisamente un incentivo, así que le contesto:

—No. Solo he venido a devolverle algo a su marido.

Saco la pistola y la tía, como si no supiese la muy cabrona a qué se dedica su amante esposo, da un respingo. Se la entrego y ella se la guarda en la bata. Mira, temerosa, a derecha e izquierda para comprobar si alguien nos ha visto, y me dice sin comprender:

—¿No se la vendió ayer?

—Sí, pero ya no la necesito. Dígale esto, que ya no la necesito.

Ella sigue sin aclararse, pero yo no tengo ganas de darle más explicaciones. Estoy de coles hasta los mismísimos cataplines.

—Adiós, señora —digo enfilando las escaleras.

Ella me devuelve el saludo y sigue allí hasta que me pierdo de vista. Oigo un portazo, pero no por ello desaparece el olor pestilente. ¡Qué coño va a desaparecer! En solo unos segundos ha llegado hasta el portal.

En la calle, el aire contaminado me sabe a gloria.

Enciendo un cigarro y exhalo el humo con satisfacción mal contenida. Para que no decaiga la fiesta, un taxi libre aparece a lo lejos y comienzo a llamarle con aspavientos y gritos histriónicos.

Una vez dentro coloco el bolso a mi lado y lo palmeo cariñosamente como si fuese mi hermano.

PENSÁNDOLO BIEN —o mal, qué más da—, la muerte es una gilipollez como una catedral. No comprendo cómo hay tanto rollo montado alrededor de ella. Debe ser culpa de los curas. No sé.

El caso es que yo me he cepillado a tres personas y no siento ningún remordimiento ni nada. Es algo así como si la muerte de los otros diese, por contraste, sentido a mi vida. Para decirlo con palabras más claras: sus muertes eran la condición necesaria y suficiente para que yo no me detuviera, para que siguiera adelante. Si me permiten la nefasta comparación, no parece sino que soy un vampiro que necesita de su sangre para continuar viviendo. O viéndolo de otra manera más prosaica: se pusieron en mi camino enhoramala y así les fue. No se puede jugar con fuego. Sobre todo, claro, si uno no es bombero. Y que yo sepa, ni Paquito, ni Raquel —ésta era donante de sangre, ¡no les decía!, pero no es lo mismo— ni Robledo lo eran. Eran simples mortales. Con esto está dicho todo. Ya se sabe que el destino de los mortales es morir más tarde o más temprano.

Sí, he matado a tres personas, y la cosa es fácil de cojones. Cuando uno no ha matado a nadie se cree que esto de disparar o de apretar el cuello a una tía maciza es algo para lo que se necesita una preparación, un tiempo de larga espera. Y qué va. Es una cuestión de segundos. Te da la vena y zas, uno menos. Si no me creen, compruébenlo por sí mismos. Pero eso sí, eh, luego no me echen las culpas a mí. Que cada perrito se lama su cipotito. Quiero decir que cada cual asuma sus responsabilidades. En cualquier caso, ya verán cómo es tirado. Se dispara o se aprieta el cuello e ipso facto aumenta la tasa de mortalidad y se da trabajo a los estadísticos. Eso es todo.

Quizá, por la falta de práctica, se les descomponga algo el estómago. Pero eso tiene fácil remedio. Se van a una farmacia, piden alguna medicina, y arreglado. Para eso se investiga tanto en la industria farmacéutica, ¿no?, para que uno trabaje seguro y no lo ponga todo perdido con una inoportuna vomitona. Aunque mirándolo desde otro punto de vista —las cosas, por si no lo saben, se pueden mirar desde múltiples puntos de vista; ahí está su gracia—, debe ser una gozada eso de soltar una buena ración de vómitos sobre el cuerpo yacente de algún moribundo, a ser posible, claro, una gachí. ¿Se imaginan a la Raquel medio fiambre, o fiambre entera, y ustedes metiéndose los dedos en la boca para forzar la basca? ¿Eh, se lo imaginan? Debe ser la repera eso de ver caer la vomitona sobre su vestidito azul… ¿Y qué me dicen del postre? ¿De limpiarse luego la boca con el rinconcito del vestido que no se ha manchado? ¿Eh, mariconazos, qué me dicen?

Si no fuera en un taxi, hasta me haría una paja. Hablando de pajas en el ojo ajeno, ¿habrá llegado ya al cielo el bueno de Robledo? Si ha llegado, seguro que le han hecho ya la primera macoca celestial. ¿Quién se la habrá hecho? A lo mejor, por aquello de la solidaridad, ha sido la mismísima Raquel en persona. ¡Vaya chollo! Porque la Carlota no ha sido. Esa se estará dedicando a pajillear a los infantes. No a los de marina, no, sino a los niños. Porque infante quiere decir lo mismo que niño, pero suena más machote. Y para las cosas de minga, cuanto más machote, mejor. Hay que ser precisos con el lenguaje, joder.

Mucho hablar de la muerte, pero la verdad es que estoy contento de pelotas. He realizado lo que me había propuesto, y eso tiene un mérito, ¿no? Y es que no hay vuelta de hoja, cuando un tío con lo que hay que tener se propone una cosa, al final, por hache o por be, con sus más y con sus menos, lo consigue. Solo hace falta una cosa: proponérselo. Y echarle cojones, claro. Porque en esta puta vida si no se le echan cojones a los asuntos, se van a tomar por el culo antes de que uno se dé cuenta.

Sí, estoy contento. A partir de ahora, fuera preocupaciones. La única preocupación que voy a tener a partir de ahora —¡ay, qué preocupación más bonita!— será en qué gastar el dinero. Una cosa sí que tengo clara. Nada de negocios ni de pollas; a pulirlo bien pulido. Los negocios, quieras que no, necesitan de una dedicación, de un cuidado, y yo no deseo más dedicación que tocarme los balones de reglamento que son mis pelotas y darme la gran vida. Digan conmigo en voz alta: “La gran vida”. ¿A que suena a música de la buena, de esa con muchos violines? ¡Casi nadie al aparato: la gran vida!

Si no me corro del puro gustazo es porque estoy en un taxi y no quiero mancharle a este probo currante la asquerosa manta —¿dónde la habrá comprado?— que ha colocado sobre el asiento. Pues sí, la única preocupación que voy a tener será en qué gastar el dinero. Procuraré administrarlo bien, pero sin esa tacañería que tenemos los pobres metida en el cuerpo de andar siempre midiendo la pela. Si uno tiene un capricho, hale, a darle gusto al cuerpecito. Cueste lo que cueste. Total, para dos míseros días que vamos a estar aquí dando el coñazo.

Pero, eso sí, lo primero que voy a hacer es irme a la provincia de Cádiz, a Chiclana, mi pueblo. ¿Que por qué quiero volver allí? Y yo qué sé. Quiero ir allí y punto. Cuando me canse de vagar por mi pueblo, que aseguro que será pronto —la realidad siempre echa por tierra los recuerdos—, Dios —o mejor, mi santa voluntad— dirá.

¡Coño, ya sabía que se me olvidaba algo! El billete, no he comprado el billete para mañana.

—Oiga —le digo al taxista—, antes de ir adonde le dije, vamos primero a los Nuevos Ministerios.

—¿A los Nuevos Ministerios?

—Sí, a Renfe.

—Lo que usted mande.

Así me gusta a mí: ordeno y mando. Como decía un cartelito que había en la cárcel: “Aquí sólo hay dos obligaciones: obedecer y mandar”. A mí —una cruz como otra cualquiera— me ha tocado la segunda. La llevaré con cristiana resignación.

En fin, cachondeo que no falte.

ESA TÍA NO ME QUITA ojo de encima. Desde luego, hay algunas que son la hostia. Resumiendo: las hay putas. Y la muy jodida está de bandera, tengo que reconocerlo. ¡Joder, cómo me tira los tejos!

Sí que es raro, sí, que una tía como ésta esté comiendo sola. Será porque ella quiere. Más de uno y más de dos estarían dispuestos a pagarle la merluza que se está metiendo entre pecho —pechuga de santo, por mi madre— y espalda —no puedo opinar sobre ella porque no se la veo, pero pondría la mano en el fuego que no le va a la zaga—. Pero si a ella le gusta comer sola…

Ahora cruza las piernorras y enciende un pito —pito el que le iba a meter yo, pero ésa también es otra historia— con más salero que las salinas de San Fernando, allá en mi Cádiz natal. Me mira fijamente y yo, mameluco de mí, no le sostengo la mirada. Agacho la chota y me dedico a los espárragos. Están ricos, lo que se dice ricos, pero al lado de esa tía no tienen nada que hacer. Cada cosa en su sitio. De tanto en tanto la miro de reojo y ella sigue, erre que erre, tratando en vano de que le haga caso y le diga algo.

El cabrón del maître observa la jugada y se lo está pasando teta. A lo mejor el muy hijoputa, al ver mi pasividad, me toma por un mariposón. ¡Me cago en su puta madre! ¿Acaso sabe él que tengo cita con Rivera a las cuatro y que no puedo —¡qué más quisiera yo!— perder el tiempo en otros asuntos?

Ella ha terminado de jalar, pero no se marcha, qué va. Pide su cafecito y su copita de Marie Brizard y continúa en su sitio, mirándome con esos ojazos que se van a comer los gusanitos. Dejo caer la servilleta al suelo, me agacho para recogerla y le fotografío la entrepierna. No las he podido ver bien, pero me parece que las bragas son azulitas.

Simulando que está ofendida, descruza las piernas y mira para otro lado. Para cosas de táctica no hay nadie como las mujeres. No sé cómo no las hacen generales. ¡Como si no supiese yo cuál es su estrategia! Ligarme bien ligado y sacarme hasta la última gota de mi central lechera. El biberón le iba a dar yo si no tuviera que ir a ver a Rivera a las cuatro.

Esta tía es de las que te cogen la polla con papel de fumar —de solo pensarlo me da un gustirrinín que no vean—; hay que ver con qué delicadeza trinca la taza con sus deditos y se la lleva a los labios. De la boca no hablemos, para qué. Sería hablar por hablar; cosa de charlatanes. Las mordidas que le iba a meter iban a dejar chicas a las que le estoy dando a este solomillo, que, por cierto, está más duro que la hostia. Pero por imaginación que no quede. Me hago a la idea de que estoy mordiendo su bocaza, y los trozos de solomo entran que da gusto verlo.

Con un gesto displicente de cojones llama al maître y le pide la cuenta. De buena gana pagaría yo y quedaría luego con ella. Pero cualquiera sabe cuánto puede durar mi encuentro con Rivera. Lo mismo cinco minutos que cinco horas.

Coge el cambio y se pone en pie. Es más alta de lo que parecía sentada. Lleva un traje sastre que le sienta de puta madre. Los zapatos, de tacón alto, como a mí me gustan. De la silla de al lado toma un sombrerito, cuya presencia yo no había advertido. Es un casquete anaranjado que lleva un velo negro que le cubre los ojos y la nariz y le llega hasta la boca. Es el verduguillo; rebaso todos los límites de velocidad.

Cuando pasa por mi lado en dirección a la salida soy yo el que me la quedo mirando fijamente. Ella hace que me ignora. Caminando como una señora, pisando fuerte, va al guardarropa y liga una capa que hace juego con el sombrerito. Se la planta, y adiós muy buenas.

El calentón que me ha metido en la entrepierna no tiene nombre. Calientapollas se llama esa figura femenina, por si no lo saben.

Con el espejismo de que me estaba trabajando su boca he dejado el plato más limpio que las patenas del Vaticano. El maître le echa un vistazo y me mira estupefacto, asombrado de mi apetito.

—¿Va a tomar postre el señor? —me pregunta.

—No, no —le contesto—. Tráigame un café solo y una copa de Torres diez.

Él toma nota del pedido y, cuando va a largarse para cumplimentarlo, le hablo a fin de deshacer algún que otro equívoco y obtener una información que me interesa.

—Oiga, por favor —le digo.

Él gira sobre sus talones y vuelve de nuevo a mi lado.

—Diga, señor.

—Querría preguntarle algo…

—Usted dirá.

—Verá, se trata de la señorita que estaba comiendo en esa mesa.

Él dirige sus ojos hasta donde yo le señalo y luego me mira a mí con una mirada que quiere ser neutra pero que rezuma intención —no sé si buena o mala— por todos lados.

—¿Sí? —dice animándome a proseguir.

—¿La conoce? —le pregunto sin ambages.

Duda. Nadando y guardando la ropa acaba por decir:

—Viene a comer aquí con frecuencia.

Los hábitos culinarios de la interfecta me la traen floja, lo que me la pone dura es la tía.

—Pero ¿la conoce? —insisto.

De nuevo le da por la duda metodológica.

Para sacarle del vacile —vacile de vacilación, se entiende— en que se ha metido, echo mano al bolsillo de la chaqueta y saco un billete de mil. Lo pongo a su alcance y le repito por tercera vez:

—¿La conoce?

A la tercera va la vencida.

—Sí. Tiene una boutique aquí cerca —responde al fin, cogiendo el retrato de Echegaray.

—¿Sabe dónde exactamente?

Se guarda el billete y me da la dirección. Chinita’s es el nombre de la boutique. Un nombre un poco pijo, si es que quieren conocer mi opinión.

—Gracias —le digo al maître.

Inclina la cabezota, él también agradecido, y se va a por el café y la copa.

Cuando llego a las oficinas de Rivera —“Importación y Exportación”, reza en la placa de bronce de la puerta; la originalidad que no falte— me recibe una menda lerenda con unos labios que son todo un poema erótico. Me quedo mirando cómo se abren, pero no oigo lo que dicen. Aleladito perdido me ha dejado. La putilla barata que me ha tocado en suerte es de las echadas pa’lante. Chasquea los dedos delante de mi jeta y me saca del atontamiento.

—Eh, que estoy aquí —dice sonriendo.

—Perdone. Pero es que me estaba fijando en sus labios.

—¿Les pasa algo? —me pregunta coqueta, sin abandonar la sonrisa.

—No, no, qué va —me apresuro a responder. Y agrego—: Son unos labios cojonudos para una mamadita.

Deja de sonreír y me mira con cara de mala leche. Es un comportamiento de lo más normal. Si tengo una virtud, ésa es la de ser de lo más equitativo en la apreciación de los comportamientos del prójimo.

—¿Qué desea? —dice agriamente.

—Estoy citado con el señor Rivera.

—¿Es usted Domínguez?

—El mismo. Domínguez en persona —digo en plan fardón.

—¡No me diga! —me replica ella, haciéndose la graciosa.

—¿Puedo pasar?

Se hace a un lado y yo penetro. Al corredor, no a su coñete; no me sean malpensados.

Mientras me conduce al antedespacho en el que la mamona tiene su escritorio, me informa:

—El señor Rivera acaba de llamar y me ha pedido que le diga que hasta las cuatro y media no puede venir. Tiene un compromiso y…

Deja su frase a medio completar y yo echo un vistazo a mi reloj. Son las cuatro en punto.

—Si quiere esperar aquí… —me dice de mala gana señalándome un sillón.

A ver qué remedio. Me apalanco allí y pongo el bolso con la mercancía al lado. Ella se coloca tras su mesa y se pone a repasar algo en un bloc. Al tiempo que lo hace mordisquea el bolígrafo.

¡Hay que joderse con las tías! Una me la calienta y la otra sigue poniéndomela a caldo. Desde luego, son más putas que las gallinas. Y es que van provocando. Les gusta más provocar que comer con los dedos.

Para entretener la espera le doy a la conversación.

—¿Mucho trabajo? —dejo caer.

Me responde con silencio administrativo. Saco el paquete de tabaco y le pregunto:

—¿Quiere?…

Levanta la vista del bloc, pero manda mi recurso de alzada a la papelera y sigue —la Administración es así de cabrona— con su mutismo. Vuelve al bloc y a los mordisquitos al bolígrafo. Me toco la picha a ver cómo la tengo y, joder, a ciento cincuenta anda ya. Ni que estuviera en una autopista…

Enciendo un cigarrillo y pienso en qué coño puedo añadir para que admita a trámite mi conversación. Silbo un pasodoble, pero ni aun así consigo nada.

Como por la vía administrativa no me como una rosca, actuaré como un hombre duro. A estas putorras de secretarias, en el fondo les gusta.

—¿No te van las mamadas? —le espeto. Como no dice nada, agrego señalándome el miembro—: Pues aquí tengo un polo de fresa, limón y menta que no veas.

¿Quieres echarle un vistazo? Espera, espera un momento…

Dicho y hecho. Desenvaino y oreo mis castañas pilongas.

—Mira, coño —le suplico.

Ahora sí. Ahora sí que mira. Aturdida y perpleja, eso sí. Pero mirar, mira.

—¿Qué, te gusta? —le pregunto.

¡Que si le gusta! Los labios se le hacen agua de Carabaña. Nerviosa, continúa mordisqueando el bolígrafo.

—Las he visto mejores —acaba por decir con una voz que quiere ser tranquila, pero que suena un poco trémula.

—No lo dudo —le concedo—. ¿La de Rivera, por ejemplo?

—Por ejemplo.

—Mira cómo crece… mira cómo crece —le digo todo fascinado por la exhibición de mi hermano pequeño.

—Ya lo veo, ya —dice queriendo mostrarse imperturbable, pero comiéndose con los ojos la punta de mi nabo.

—¿No te gustaría que te la metiera? ¿Eh, no te gustaría?

—No necesito tu juguete. Ya estoy bien servida.

—Con ese cuerpazo que tienes, no me extraña que estés bien servida. ¿Tienes plan esta noche?

—No. Mira lo que son las cosas —agrega displicente—, esta noche no. No me apetece.

—¿Y eso?

—Los empachos cansan.

Me pongo en pie y ella da un respingo en su silla. Me acerco a ella con mi minga bien a la vista. Tiene tendencia al bamboleo y la tengo que agarrar con la siniestra.

—¡No te acerques! —dice ella blandiendo un cenicero de Cinzano, de esos que pesan un huevo.

Me pongo manos arriba y, emulando a Jean Paul Belmondo, le dirijo una mirada castigadora. Con el cigarro en la comisura de los labios soy clavadito a él. Con unos centímetros menos, pero clavadito a él.

—¡No te acerques! —repite.

Vuelvo al sillón y ella, aparentemente tranquilizada, suelta el cenicero. Me siento de nuevo y, como el que no quiere la cosa, me pongo a hacerme una paja.

—No seas asqueroso —me amonesta ella—. Lo vas a poner todo perdido.

—A falta de pan… —digo.

Considerándome un caso perdido exclama:

—¡Desde luego…!

Yo, con la mano buena, es decir, con la izquierda, me la meneo a base de bien. Cuando la corrida está a punto, oigo cómo una llave se introduce en la puerta. Alguien entra. Para que no me coja in fraganti me guardo el cimborrio todo lo aprisa que puedo. Del susto casi me trago la colilla. Me levanto y me limpio la mano en los pantalones. Ella se descojona de lo lindo.

Un sesentón fuerte como un toro, que por muchos trajes buenos que se ponga nunca se quitará el pelo de la dehesa, hace acto de presencia. Viene hacia mí con la mano tendida y me dice:

—¿Domínguez?

—Sí. Soy yo —le respondo, todavía no repuesto.

—Rivera —añade él.

Le estrecho la mano al tiempo que farfullo:

—¿Cómo está usted?

—Bien… bien… Perdone el retraso, Domínguez. Tenía un compromiso y…

Ve cómo la secretaria continúa su juerga particular y se interrumpe. Sonriéndole, le pregunta:

—¿De qué se ríe, Conchita?

Ella sigue dándole a las risas y, por mucho que lo intenta, no logra articular palabra.

—Es que le he contado un chiste muy bueno —miento.

La tal Conchita renueva sus risas y Rivera dice inopinadamente, golpeándome la espalda:

—¡Ay, quién tuviera veinte años otra vez! —Luego agrega—: Pase, Domínguez, pase.

Me señala la puerta de su despacho y yo cojo el bolso del suelo. Con hartas dificultades, debido al empalmamiento, le sigo los pasos. Ella, al ver mis andares de patoso, continúa riéndose. Al entrar en el despacho me digo: “Sí, hombre, ríete, ríete. Hoy te paso yo a ti por la piedra como me llamo Antonio”.

—Siéntese, siéntese —me invita Rivera.

Le obedezco y él se atrinchera tras la mesa escritorio, un mastodonte de roble que impresiona por su magnificencia; seguro que ni los ministros tienen mesas así. Saca una caja de puros y me ofrece uno.

—Gracias —le digo.

Encendemos nuestros puros —él con manos hábiles; yo con dificultades— y durante un rato los saboreamos en silencio.

—¿Y bien? —dice Rivera.

—Aquí tengo la mercancía.

Pongo el bolso sobre la mesa y abro la cremallera. Él entonces coge un cacharrito de esos que se ponen los joyeros en un ojo para calibrar la calidad de las alhajas y comienza a estudiar parsimoniosamente una por una las joyas. Mientras él las examina yo le doy al purito.

Concluido el análisis, Rivera se quita el cacharrito del ojo. Como la operación ha durado lo suyo, lo tiene cansado de cojones. Se pasa el pañuelo por el ojo y luego guarda el monóculo —o como se llame— en un cajón. Me mira y me pregunta:

—¿Y lo ha hecho usted solo?

Ufano como un niño le contesto:

—Sí, yo solo.

—Sabía por Legrand que era usted un buen elemento, pero si he de serle sincero, no esperaba tanto de usted.

Me sonríe y yo, haciendo caso omiso de estas palabras un tanto ofensivas sobre mi capacidad para hacer bien las cosas, le devuelvo la sonrisa.

—¿Entonces…? —le pregunto.

—Como ya le dije el otro día por teléfono, habrá que esperar hasta mañana.

Con un ademán le doy a entender que me parece muy bien.

—Tiene que verlas un perito —añade.

Coge una de las joyas y la observa al trasluz.

—Hay piezas realmente excelentes —comenta.

Vuelve a dejarla sobre la mesa y agrega:

—Venga mañana a las doce. Le entregaré el dinero.

Se pone en pie y yo le imito. Me pasa el brazo por el hombro amigablemente y me acompaña a la puerta de su despacho.

—Espero que no haya problemas con la valoración y lleguemos a un acuerdo —dice.

—Eso espero yo también —le respondo.

—Basta que sea usted amigo de Legrand para que la valoración sea lo más generosa posible —asegura con la seriedad de un juramento. Luego continúa diciendo—: Legrand es para mí como un hermano.

Yo hago un gesto de asentimiento, pero para mis adentros pienso que me la trae floja el tipo de relaciones que mantenga con Legrand. Lo único que quiero es que llegue mañana y me atice la tela. Engañarme me va a engañar seguro. Es un coste fijo que tienen estos tinglados.

—Encantado de saludarle, Domínguez —me dice dándome la mano.

—Hasta mañana, señor Rivera.

Salgo del despacho y él cierra la puerta tras de sí. Conchita, al verme, deja de juguetear con el bloc y el bolígrafo y me mira con una sonrisa de complicidad en sus labios de mamona.

—Joder —le digo rompiendo el hielo, señalando la puerta del despacho de Rivera—, casi me coge con las manos en la masa.

Ella se ríe echando la cabeza hacia atrás y haciendo que su pelo se mueva de un lado para otro en un vaivén que da vértigo. Su risa me insta a pasar a mayores. Así que le pregunto:

—¿A qué hora sales?

—A las siete y media.

—Una hora cojonuda para dar una vuelta. Decías que no tenías plan para esta noche, ¿no?

—No —me responde más coqueta que la leche.

—Quedamos entonces, ¿no?

Ella se encoge de hombros. Por si no lo saben, cuando una mujer no te dice que no es que sí.

—A las siete y media te espero en la puerta —le digo. Con un gesto de la mano le digo adiós, y Conchita mueve el bolígrafo en mi dirección en señal de despedida.

BAJO DEL TAXI en la puerta de la boutique y, antes de entrar, contemplo los vestidos y cachivaches que hay en el escaparate. Pijaditas para las mujeres, con eso les digo todo.

Entro y busco con la mirada a la tía del restaurante. No se la ve por ningún lado. Robar ropa aquí debe ser tirado tirado. Si quisiera, ahora mismo me llevaba tres o cuatro vestidos y se los regalaba esta noche a Conchita. Pero no he venido aquí a hacer de raterillo sino a darle adecuada réplica —¿les gustó el eufemismo?— a la maciza del traje sastre.

Nada; sigue sin aparecer. A lo mejor ha salido y todo. Impaciente —si tengo una virtud, ésa es la de enrabietarme con las esperas inútiles—, toco las palmas como si estuviese llamando al camarero que atiende una terraza.

La estratagema surte efecto. De una puertecita que hay al fondo, donde pone “Dirección”, sale la gachí. Ya no lleva puesto el traje sastre, sino una falda escocesa y un jersey abierto. Unos calcetines rojos y una corbata contribuyen a darle el toque juvenil que seguro que la muy puta va buscando. Hasta una coleta se ha dejado.

Ver a una treintañera haciendo el papel de Lolita es algo que puede desintegrarme como a un átomo. No es extraño, pues, que me entre un picorcillo en el cipote de mucho respeto.

Ella me sonríe —empezamos bien— y me dice:

—Buenas tardes. ¿Qué desea?

—Buenas tardes —le respondo yo.

Joder, o la tía es una desmemoriada del carajo o, para estar a tono con su papel de colegiala, se hace la ingenua. El caso es que no da muestras de reconocerme. Hace un par de horas a lo sumo me lanzaba los tejos cosa mala, y ahora como si nada. Si esto no es ser una veleta, que venga Dios y lo vea. Y es que por mucho que uno lo intente, a las mujeres no hay quien las entienda. Creo que ya lo he dicho: tienen el cerebro más chico.

Con su mirada sigue haciéndome la misma pregunta: “¿Qué desea?”. ¡Hay que joderse! ¿Qué voy a desear? Darle una ración de pirulí. Para eso me ha hecho venir, ¿no?

—¿No se acuerda de mí? —le pregunto con mi mejor sonrisa profidén.

Durante unos segundos me contempla como a un bicho raro y dice:

—La verdad, no.

Esta sí que es buena. Ahora va la tía y dice que no se acuerda de mí. ¡La madre que me parió!

—Pero si nos hemos visto hace apenas dos horas; en el restaurante…

Me examina de nuevo y dice, mandando a tomar por el culo su sonrisa y poniéndose más seria que la hostia.

—Ah, sí. Es, usted.

Vaya, menos mal. Pero por qué se ha puesto tan cariacontecida. No parece sino que no se alegrara de verme.

—Sí, yo —digo—. Pensé que quizá quería que nos viéramos —aventuro.

—¿Yo? ¿Para qué?

Lo dice con tanta aspereza que me desarma.

—Me pareció que en el restaurante…

Ella no me deja continuar.

—En el restaurante, qué.

—Me pareció que en el restaurante usted se me insinuaba.

Se lo suelto así, con todas las letras, a ver si de una puta vez se aclara.

—¿Que yo me insinuaba a usted? —exclama, escandalizada. Luego añade, despectiva—: Usted está loco. ¡Pero si era usted el que no me quitaba ojo de encima!

¡Anda, mi madre! Lo dicho: no hay quien las entienda. Está uno tan tranquilo comiendo y va una tía y le lanza los tejos. Uno, que es un caballero, piensa que lo que quiere es que le haga un favor. Se molesta en obtener su dirección, olvida otras ocupaciones más importantes, acude hasta donde está la tía, ¡y luego resulta que nasti colasti! Demasiado para mi cuerpo.

—Dígame, ¿qué desea? —me pregunta hecha un basilisco.

Y dale con qué deseo. Cabreado por la jugarreta que me ha hecho me acerco a ella con las del beri. Ve mis intenciones y da marcha atrás. Intenta llegar a la puerta donde pone “Dirección”, pero yo soy tan rápido como ella y logro impedir que me dé con la puerta en las narices. De un empujón la meto en la habitacioncilla que hace las veces de despacho. La tía respira aguadamente y las tetas cogen un ritmo bonito de pelotas.

—No… no… no… —dice una y otra vez.

Yo pongo cara de inocente y le pregunto con un gesto que por qué dice que “no”. Si no le he hecho nada…

Todavía, claro.

El cuartito da poco de sí, y por mucho que intenta escabullirse no lo consigue. La atrapo, y de dos zarpazos y medio la despojo del jersey, la camisa y la corbata. Sorpresa: no lleva sostén. Toqueteo sus huellas dactilares, y el sobe me confirma lo que ya sabía: no hay dos tías que tengan las tetas iguales.

A todo esto, ella forcejea, patalea y hace de las suyas por soltarse. Como la película no es muda repite aquello de “No… no… no…” con más monotonía que un rosario. El de la aurora, sin ir más lejos.

Para que vaya entrando en razón y no dé más la lata le aplaudo el belfo un par de veces. El remedio, como suele pasar a menudo, es peor que la enfermedad. Las bofetadas hacen que pase a una llantina histérica que no tiene visos de acabar nunca.

Me bajo los pantalones y los calzoncillos —recién estrenados esta mañana, sin palominos ni nada— y, al contemplar el calabacín que me gasto, se lleva las manos a la cara y da un gritito de lo más chungo y desangelado.

Del medio zarpazo que me faltaba para completar el triunvirato le quito la falda made in Scotland Yard y las bragas. Por cierto, son las mismas de antes, o, al menos, son del mismo color: azulitas. Pero ¡ay!, me encuentro con otra sorpresa.

Coño, esta tía está llena de sorpresas. Primero, no lleva sostén. Una sorpresa agradable. No se puede decir lo mismo de esta de ahora. El tampax que lleva colocado en su chumino me sienta como una patada en salva sea la parte. Todo enojado, se lo arranco. Pero la vista de la sangre me desanima —ya les he contado que soy fatal para esto de los glóbulos rojos— y le doy vuelta, dispuesto a darle por el ojete. Un estreno mundial, como quien dice.

Ella, entonces, además de seguir con sus noes, invoca a Dios y a su santa madre la Virgen María. Pero yo, ni caso, estoy entusiasmadísimo con esto de entrar por el agujerito contra natura, y procuro esmerarme para que mi primer polvo caquita salga como Dios —yo, contagiado, también me acuerdo de su nombre en vano— manda.

Pero no hay tu tía. Empiezo a flojear y no hay manera de rematar la faena. Me acuerdo de lo que me decía mi padre —ya saben, eso de que dar por el culo es cosa de maricones— y la polla se me desinfla como si fuese un globo que un gracioso ha pinchado con un alfilerito. Por mucho que me aplico y que intento olvidarme de los gilipollescos consejos paternos ya digo que no hay tu tía.

Cansado de hacer gimnasia a sus espaldas, bañado en sudor, desenvaino definitivamente y hago que ella pague el pato dándole alguna patadita que otra. Se tira al suelo y continúa con su lloriqueo indecente.

No sé por qué coño llora tanto. Después de todo, ha tenido suerte.

El que no ha tenido suerte he sido yo. Me he quedado con las ganas, solo con las ganas. Mientras abandono el cuartucho me consuelo pensando que todavía tengo la chance de Conchita. El que no se consuela es porque no quiere.

Antes de salir, cuando ya estoy prácticamente en la calle, vuelvo sobre mis pasos. Cojo un vestido, que a ojo de buen cubero le irá bien a Conchita, y lo meto en una de las muchas bolsas de plástico que hay sobre el mostrador.

Echo un último y lapidario vistazo al lugar de mi poco ejemplar aventura y me las piro antes de que la colegiala ensangrentada se espabile y le dé por montar un escándalo callejero.

Me acuerdo de que tengo un coche, y decido ir al garaje del hotel a recogerlo. Todavía tiene las placas francesas que usé el otro día, pero no me molesto en cambiarlas. Para qué. Esta va a ser la última vez que lo voy a usar.

Dando vueltas sin ton ni son hago tiempo hasta las siete y media. Conchita aparece veinte minutos más tarde. La llamo con el claxon y ella, sonriente, se acerca hasta donde estoy aparcado. Le abro la puerta y entra. Se ha perfumado a conciencia, y el pestazo colonial que mete en el coche es de aúpa.

—Hola —dice.

—¿Dónde quieres que vayamos? —le pregunto.

Se encoge de hombros.

—¿Te parece que tomemos una copa antes de cenar? —le digo.

—Bueno —me contesta.

Arranco y le digo señalando el asiento trasero:

—Te he comprado un regalo.

—¿En serio?

La muy incrédula se da la vuelta y coge la bolsa de la boutique. Saca el vestido y se le iluminan los ojillos. Se lo coloca sobre sus ropas para ver cómo le queda y dice, contenta, al tiempo que me da un rápido beso en la mejilla:

—Gracias.

Para que después digan que no sé tratar a las mujeres.

Nos tomamos unos martinis en un pub del barrio de Salamanca y la llevo a cenar a Mayte. La tía seguro que no ha estado en un sitio como éste en su puta vida. Se le nota a la legua. Solo hay que ver cómo lo mira todo para descubrir que es una pardilla. Pero, en fin, nadie es perfecto. Yo, con su chochete y con la guarnición que le acompaña —sus labios, sus tetas y demás— me conformo.

La conversación con una tía del calibre intelectual de Conchita —se lo pueden imaginar— es de lo más granada. Una parida tras otra, y tiro porque me toca. Lo jodido del asunto es que en un sitio como éste estaría feo que empezara a meterle mano, y ni siquiera puedo entretenerme así. No tengo más huevos que poner cara de gilito y seguirle la corriente. Algo saco en claro. Si he de creer a Conchita, la vida de las secretarias es un calvario. Al Gólgota es adonde estoy deseando enviarla de un momento a otro.

—¿Vamos a tu casa? —le pregunto cuando salimos de Mayte,

—Vivo con mis padres —me responde, al tiempo que hace una mueca, que yo interpreto como de disculpa.

¿Sabrá esta tía lo que es la emancipación femenina? Me juego mil duros a que no.

—¿Vamos entonces a mi hotel? —le propongo ahora.

Ella me contesta con otra pregunta.

—¿Por qué no damos una vuelta?

Encima es de las que se hacen de rogar. Lo que me faltaba.

—Está bien. ¿Dónde quieres que vayamos?

De nuevo se encoge de hombros. Lo piensa unos segundos y dice alborozada:

—¿Por qué no vamos a una discoteca?

—¿A una discoteca? —digo poniendo cara de enemigo personal de John Travolta.

—¿No te gustan las discotecas? —me pregunta extrañada, como si eso fuese el no va más de lo ramplón y chabacano.

—Ni un pelo —le respondo. Si tengo una virtud, ésa es la de ser un tío sincero.

—Vamos entonces a otro sitio —dice haciendo un mohín.

—No, no, si quieres ir a una discoteca vamos a una discoteca…

Total, que después de hacer el oso durante un par de horas, de beber whisky de garrafa y de ligar un dolor de cabeza de mucho cuidado, nos encontramos otra vez en la puta rué.

Cuando subimos al coche, mira su reloj y dice bostezando:

—Se me está haciendo tarde. Mañana tengo que madrugar y…

Estrecha habemus.

—Pero si es temprano todavía, mujer.

—La una y media —me informa ella con voz de locutora de radio especializada en dar la hora.

—Tempranísimo —digo jovial.

—Es muy tarde —repone ella.

Cuestión de puntos de vista, como ven.

—¿Damos una vuelta por mi hotel? —y añado con intenciones más que aviesas—: Al lado hay un bingo. Cierran a las tres y media.

—¡Huy, eso es tardísimo! —exclama ella, quien agrega—: ¿Por qué no me llevas a casa?

Esto me huele a cuerno quemado. ¿A ustedes no?

—Pero si la noche es joven… —digo todo juguetón y festivo. La procesión va por dentro.

No hay nada que hacer. Argumento y argumento, pero que si quieres arroz Catalina. Quiere irse a su casita, y de ahí no hay quien la apee. ¿Han leído ustedes algo en la prensa de que se haya producido una invasión de calientapollas? Como yo solo leo las páginas de sucesos, la verdad es que no me entero de la misa la media.

La tía, para acabar de arreglarla, vive en el quinto coño. Eso es lo que quisiera yo: un coño, aunque fuese el quinto. No hay quinto malo, dicen.

Como tenemos que pasar por la Casa de Campo, aprovecho la oscuridad y el aislamiento para hacer una parada estratégica y tratar de sacar algo en limpio.

—¿Por qué paras? —me pregunta ella con la mosca detrás de la oreja.

Yo, buscando esa mosca, me abrazo a ella y le muerdo la oreja. No hay ninguna mosca por esos lares, pero el lóbulo está rico de cojones.

Conchita contraataca e intenta deshacerse de mis achuchones. De la parte de arriba voy bajando poco a poco hasta que llego a la cámara baja. Meto mis dátiles por entre las bragas y, ¡zas!, me corto con el as de espadas.

Contemplo mis dedos ensangrentados y ya pueden imaginar el furor que me invade.

—Es que estoy con… —dice ella ruborizándose.

Además de lo que les pregunté antes sobre las calientapollas, ¿saben si esa invasión viene acompañada de efectos secundarios, tales como menstruaciones y otras gracias por el estilo? Es como cuando uno sale de su casa y ve un cojo. Luego, todo el puto día irá tropezándose con mal fusilados. Pues igual me está pasando a mí con las periodistas —quiero decir, con las que andan con el período; dejemos al gremio de hijoputas mentirosos, por esta vez, en paz—; me he topado con una y sobre mí ha caído la maldición.

Saco el pañuelo y me limpio los dedos. Miro sus labios y vuelvo al principio.

—Bueno, está bien —digo fuera de mí—. Chúpamela por lo menos, ¿no?

Me abro la cremallera de la bragueta y tiro de polla.

—Me da asco —farfulla la tía.

Agarro su cabezota y la bajo hasta mi miembro. Se da una leche con el volante y le acerco la boca a la punta de mi carajo. No sé si es que es tonta del culo o que no lo ha hecho nunca, pero el resultado es, en cualquier caso, que ni me la mama ni nada. Con sus dientes me está dando unos mordiscos nerviosos e incontrolados, que si me descuido me van a dejar inutilizado por los siglos de los siglos.

Literalmente hastiado, la aparto de mí y le grito:

—¡Anda, vete a tomar por el culo!

Por cierto que no seré yo el que lo intente. Después pasa lo que pasa. Aparece el fantasma de mi padre y para qué contar…

Pese a sus protestas la pongo de patitas en la carretera. Antes de bajar, la muy hijaputa se quiere llevar la bolsa con el vestido. Se la quito de las manos y arranco, dejándola allí plantada en medio de la noche. Es lo menos que se merece. Ojalá aparezca un Landrú y se las haga pasar canutas.

Cuando me he alejado de ella, cojo la bolsa y la tiro con violencia mal contenida a la cuneta.

¿Que qué voy a hacer ahora? ¿Es que se les ocurre algo más sensato que huir de los maleficios e irse al hotel a piltrear?

No, no, no intenten liarme. He dicho que me voy al hotel y me voy al hotel.