Capítulo IV
Jueves

NO ACABÉ EN LA COMISARÍA, pero permítanme que no me dé con un canto en los dientes. Tengo una resaca del copón y sería lo único que me faltaba. Me he duchado y me he bebido un litro de café, pero aún sigo en la higuera. No, no me siento nada bien. Encima, este hotel, que se las da de estrellas, es mucho peor que el otro. ¿Que por qué me he cambiado? Coño, parecen tontos. Esta mañana, cuando me he despertado, tenía muchas lagunas sobre lo que pasó anoche en mis andanzas con Ricardo —así se llamaba el camarero— y lo mejor era cubrirse las espaldas ahuecando el ala. Quién sabe si, en medio del copeteo, me dio por contarle mis hazañas bélicas con los bancos y la caja postal de ahorros. Por si las moscas, hice las maletas y me vine aquí.

El colchón es todo menos mullido. Me duelen los riñones de estar tumbado. Te cobran un huevo, y después te dejan el cuerpo baldado. Desde luego… Lo mejor va a ser sentarse en ese sillón. Me levanto temblequeando a base de bien, y con pasitos inseguros me acerco a él. Cuando estoy a un metro me abalanzo sobre el sillón como sobre un amigo al que no he visto desde hace muchos años. Enciendo un cigarro, pero me da una tos de lo más chunga. A ver quién puede más, si ella o yo. Puede más ella y tengo que tirar el pito. Lo lanzo al suelo y se quema un poco la moqueta. Anda y que se joda. Lo que es yo no pienso levantarme para apagarla. A ver si el hotel sale ardiendo y tienen que venir los bomberos a salvarnos.

No cae esa breva. La colilla se apaga y no va a haber una exhibición de salvamento. Eso sí, la moqueta queda algo chamuscada. Es mi marca del Zorro, mi pequeña venganza por el dolor de riñones que estos cabrones del hotel me han metido en el cuerpo. Con todo el dinero que nos sacan a los clientes, ya podrían comprar unos colchones mejores. Vamos, digo yo.

Esto de las resacas es la leche. Y lo jodido jodido del asunto es que no se acostumbra uno a ellas. Porque mira que habré conocido yo resacas… Pues ni aun así me he hecho a ellas. Me siento tan mal como la primera vez. Mejor dicho, peor. La primera vez no sabía lo que me esperaba, y ahora sí. Me da por hacer inventario y recordar pasadas resacas, y eso contribuye a que me sienta todavía peor.

Esto de la condición humana —déjenme que navegue un ratito por las procelosas aguas de la filosofía barata— es algo que no hay dios que entienda. Para no apartarnos del tema, tomemos el ejemplo de las resacas. Sabemos positivamente que al día siguiente nos vamos a sentir fatal, pero, sin embargo, continuamos dándole al copetín más contentos que unas castañuelas. No parece sino que empinando el codo se nos fuesen a abrir las puertas del paraíso. Y la verdad sea dicha, la única puerta que se nos abre es la de los dolores de cabeza. Hablando de dolores de cabeza, voy a pedir unas aspirinas.

Ahora que pensándolo bien, quién es el guapo que llega hasta el teléfono. Yo, creo que no. Bueno, vamos a ver… Cuento hasta tres y, quemando calorías sin tino, logro ponerme en pie. Me quedo clavado en el suelo mirando la mesita donde está el teléfono como si fuese un extraterrestre, y luego, tras unos cuantos minutos, comienzo a andar en plan viejales arrastrando los pies.

A las dos horas —tras mi maratón particular— llego exhausto a la meta. Levanto con alegría la copa del vencedor —vale decir, el teléfono— y pido las aspirinas.

El viaje de vuelta al sillón resulta aún más penoso que el de ida. No obstante, les ahorraré los detalles. Cuando me suben las aspirinas, agarro el tubo, cojo dos pastillas, me las meto en la boca y me trinco un vaso de agua sin respirar. Exhalo un “Ah”, que, contradicciones de la vida, me parece de felicidad, y despido al camarero sin darle propina ni nada. Para propinas estoy yo.

Y es que el hombre no escarmienta. Eso que dicen de que es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra es una verdad como una casa (de citas, sin ir más lejos). Sabe uno que no abrirá la puerta del paraíso ni de coña, pero al día siguiente lo intentará de nuevo como un principiante imberbe. Si esto no es una muestra de que la Humanidad —así con mayúscula y todo— está mal de la chaveta, que venga Alá y lo vea. No tenemos remedio. Es triste reconocerlo, pero no tenemos remedio.

Encima, como ven, las resacas le ponen a uno alegre. Coge uno unas depres que no vean. Cómo la euforia de la bebida se convierte, por arte de magia, en la postración, desánimo y aplatanamiento resaqueros es algo que tampoco me explico. Si alguno de ustedes es alquimista y tiene noción de por qué ocurre esto, de por qué el oro se transmuta en mierda, que por favor me lo diga. Me quitaría un peso de encima, me resolverían un problema que desde hace años me trae por la calle de la amargura.

De los recursos caseros para combatir la resaca, no hablemos. Cada maestrillo tiene su librillo. Pero yo tengo para mí que todos son igual de inútiles. Una vez, un tipo que se las daba de listo —especie esta que no parece que esté en vías de extinción— me aseguró todo serio que él, cuando se levantaba después de una noche de juerga, se comía un puñado de pipas de girasol. Como lo oyen: pipas de girasol. Decía que eran mano de santo. El tío lo decía tan convencido, en plan tan de misionero, que le hice caso. Un día que me había levantado tarumba empecé a buscar como un majareta un puesto donde conseguir las dichosas pipas. Di con él y me las comí como si fuesen el maná que me sacaría de encima el virus de la resaca. No quieran saber lo malo que me puse. En plena calle me entraron unas arcadas de órdago. Eché unos cuantos hectolitros de bilis por la boca y un alma caritativa —todavía queda gente buena en este mundo— me llevó en su coche a un dispensario. Fue peor el remedio que la enfermedad. Los cabrones me hicieron un lavado de estómago que me dejó seco, lo que se dice seco. Con decirles que no pude moverme de casa en una semana les digo todo.

Pensándolo bien, la única táctica correcta a seguir contra la resaca es continuar bebiendo. Sí, sin cachondeo; continuar bebiendo. Así, al menos, si hay suerte, se consigue una cosa: olvidar momentáneamente la depresión y pasárselo en grande. Claro que siempre puede pasar que la depre no desaparezca sino que, encima, se incremente. Es el riesgo que se corre.

Además, desde un punto de vista estrictamente fisiológico —yo de esto no tengo ni puta idea, pero de todas formas me marcaré el folio—, se mantiene el ritmo que el cuerpo ha llevado en las últimas horas. Si uno ha estado bebiendo y deja de hacerlo de golpe, el cuerpo nota el impacto. Por eso, lo mejor quizá sea continuar bebiendo —en menores dosis, claro— para que así no se produzcan choques bruscos, siempre tan perniciosos para la salud. El inconveniente de esta política continuista es que los nuevos tragos te sienten como un tiro y no lo cuentes. Pero si logras salir adelante, poco a poco recobras la normalidad. Yo, hasta ahora —toco madera—, lo he contado, y por eso voy a pedir unas latas de cerveza para irme entonando.

Sí, señor, la cerveza fresca se agradece. No hace ni pizca de frío —al contrario, la calefacción está a todo gas—, pero la cerveza fresca se agradece de cojones.

Una de las cosas malas que tenían las resacas en la cárcel era que no se podía conseguir cerveza fresca. La única que se podía comprar de extranjis estaba más caliente que el coño de la Bernarda. Aquel líquido calentorro parecía el meado del director y de los cabrones de los guardianes. Cualquier parecido con una bebida hecha con granos germinados de cebada u otros cereales fermentados en agua, y aromatizada con lúpulo, boj, casia, etcétera, era mera coincidencia.

¡Ay, si yo les contara!, que diría el taxista ligón. La de borracheras que habré cogido en los siete meses que estuve en la trena. Si no salí a una media de trompa por día, no cogí ninguna. Y es que habiendo pasta, en la cárcel tiene uno de todo, lo que se dice de todo (menos cerveza fresca, claro). En ese sentido, sí que no me puedo quejar. Legrand se portó conmigo como un hombre, y nunca me faltó de nada. Teniendo pasta para dar y tomar te haces el amo de aquello sin tú quererlo. Los guardianes, por unos francos, ponían el culo —algunos no solo en sentido figurado— que daba gusto. Un tal Clement, que era el encargado del taller donde yo trabajaba por las mañanas, era de los peores. O de los mejores, según se mire. Con él lo podías conseguir todo. Incluso no dar ni golpe.

Porque el trabajo que se hacía allí era de pelotas. No quiero decir que se currara mucho, qué va. Lo que quiero decir es que allí se hacían balones. Balones de fútbol, de baloncesto, de balonmano… Hasta pepinos de rugby se hacían allí. Nos explotaban bien explotados. Como no están permitidos los sindicatos dentro de la cárcel, pues nos daban lo que querían. Unos pocos francos por un balón, con el que a lo mejor te tirabas una mañana entera.

Al principio, aquello de los balones me entretenía, pero a las pocas semanas ya estaba de pelotas hasta las ídem de ídem. Así que untando a Clement conseguí no dar ni golpe. Me sentaba en un rincón con mi cubata o mi botella de vino y me ponía a leer novelitas de esas de tiros. Para que vean que allí se podía conseguir de todo les diré que me inflé a leer novelas de Marcial Lafuente Estefanía. ¡Imagínense! Novelas de Marcial Lafuente Estefanía en una cárcel francesa. A eso le llamo yo ser un autor de éxito.

Con el tío con el que hice mejores migas fue con Bertrand, un hombre ya hecho y derecho —tendría sus buenos cuarenta y cinco años— que estaba cumpliendo condena porque un buen día cogió a su mujer y a sus tres hijos mientras dormían y les metió fuego. Los roció de gasolina y tiró de mechero. Tuvieron que recogerlos con una escoba. Cuando tú le preguntabas por qué lo había hecho, él decía simplemente: “No lo sé. Quería verlos arder”. Ni una palabra más ni una palabra menos. Y lo bueno del caso es que él juraba por lo más sagrado que los quería muchísimo. No sé dónde he oído que uno destruye lo que ama. Sí, señor, muy cierto. Ahí está Bertrand para demostrarlo.

Bertrand jugaba al dominó como él solo. Haciendo pareja con él no había quien perdiera. Y eso lo dice un tío como yo que siempre ha sido una perfecta inutilidad para la cosa esta de los deportes intelectuales. ¡Hasta una copa ganamos! El cabrón del director, que siempre estaba buscando la forma de joder al personal inventando chorraditas con las que tenernos entretenidos —eso, al menos, creía él; el muy mamón parece que no se daba cuenta de que lo que los reclusos queríamos era que nos dejara paz—, montó un campeonato de juegos. Cartas, dardos y cosas así. Pues bien, Bertrand y yo ganamos el primer puesto en el campeonato de dominó. En casa de mi madre debe estar todavía la copita de plata —para encontrar allí la plata había que utilizar un microscopio— que me dieron. Nos hicieron una foto y todo, que luego publicaron en una revistucha que editan los criminalistas franceses, y que ahora no me acuerdo cómo se llama. Un tío que se las daba de psicólogo se marcaba un articulazo —un huevo de páginas ilustradas con fotos como ésa en la que Bertrand y yo, más contentos que la hostia, posábamos con nuestras copas— que se titulaba poco más o menos: “Redención y ocio. Crónica de una experiencia ejemplar”. Quintaesencia de gilipollez, si es que quieren que les dé mi opinión.

Hombre, siempre es un muermo pasarse diecisiete meses a la sombra, pero yo, ya digo, que no me puedo quejar. Parecía el rey de aquello. A lo mejor, cuando me muera, me dicen misas y todo.

Hasta tías me zumbé allí dentro. Los hijoputas de los guardianes se forraban con esto. A los casados les cobraban un huevo por dejarles que se cepillaran a su mujer; y a los otros, nos sacaban ese huevo y la yema del otro por una fulana con la que desahogarse un poco.

Habían acondicionado una especie de trastero, y allí era donde los días uno y quince de cada mes funcionaba el circo de la jodienda. Porque aquello parecía un circo. Para darle una rapidez al asunto, había cinco camas y cada pareja no podía estar más de diez minutos. Imagínense, cinco parejas, una al lado de la otra, metiéndose caña y armando un ruido de la hostia. Ese era nuestro picadero. El que tiraba de la trampilla pronto —allí, con las prisas, la eyaculación precoz se extendía como una epidemia— se entretenía viendo cómo los otros le sacaban punta a su polla. Ese espectáculo sí que hubiese sido digno de fotografiarse para ilustrar el artículo del que les hablaba antes.

No se puede decir que las tías que nos llevaban eran virgueras, pero a los privilegiados que podíamos permitimos ese lujo nos parecían odaliscas. El hambre arreciaba y aquellos agujeritos calientes olían a manjar de dioses. Con la Ursula Andress o la Raquel Welch no nos lo hubiésemos pasado mejor.

Lo que son las cosas. Ahora recuerdo esos momentos con nostalgia. Es lo jodido que tiene el pasado. Te descuidas, y se te aparece engañosamente. A lo mejor las pasaste putas, y ahora, con el paso del tiempo, te crees que te diste la gran vida. ¡Jodido pasado! Debían de inventar una goma que se la pasase uno por la frente y lo borrase como si de una errata se tratase.

He dicho que me tiré diecisiete mesecitos, uno detrás de otro, allí dentro, pero la condena fue de dos años. Los otros siete me los quitaron por buena conducta. A estar pedo todo el día, leyendo novelas y follándome de vez en cuando a una pelandusca, le llaman buena conducta. Por cinismo que no falte. Como nunca me metí en líos —peleas y esas cosas— me etiquetaron con eso de la buena conducta y, a los diecisiete meses, me pusieron en la calle. O en la frontera, mejor dicho.

¿Que por qué me entoligaron? Bueno, en realidad no iban a por mí, iban a por Legrand. Yo pagué el pato. Un comisario de esos que quieren hacer méritos para llegar a subsecretario o a ministro del Interior andaba detrás de Legrand buscando cogerle en falta. En Le Patin se puteaba de lo lindo. Una noche se presentó de improvisto —al poli que nos solía dar el chivatazo le habían operado de apendicitis el día anterior y nos cogieron en bragas— y ligó in fraganti a más de uno. El juez de instrucción comenzó con el papeleo y Legrand empezó a estar en la cuerda floja. Sus abogados se devanaban los sesos buscando una solución. Al fin dieron con una que parecía la más adecuada a las circunstancias. Con ella Legrand quedaría fuera de juego, quiero decir que no podrían hacerle nada. La solución no era otra que entregar a la ley una cabeza de turco. Ese otomano fui yo. Legrand me lo pidió como un favor, y yo, después de lo que él había hecho por mí, quitándome de currar, poniéndome al frente de Le Patin, y, lo que es más importante todavía, obsequiándome con su amistad, acepté. Hubo que falsificar más de un documento —con dinero no hay notario ni registrador de la propiedad que se resista—, pero al final resultó que yo era el propietario, el responsable legal del club. El fiscal me quería empapelar a base de bien, pero los abogados de Legrand consiguieron que la sentencia quedara en dos añitos.

¡Ah, se me olvidaba! La acusación fue por proxeneta. Yo, al principio, no sabía de qué iba eso de proxeneta. Después me enteré de que me habían condenado por chulo de putas. Justo justo lo que yo no he sido en mi puta vida. Y no es que me molestara la cosa, qué va —¡qué más hubiera querido yo que ser chulo de putas!—, pero es que los jueces —otra panda de aúpa— no dan una. Es cabreante la cosa, no se crean.

Lo más jodido de toda la aventura —con eso no contaba— fue que después de salir de la trena, cuando yo me las prometía muy felices, me pusieron de patitas fuera del país. Vamos, que me devolvieron a España.

La moral se me vino a los pies. Yo, que soñaba con ascender dentro de la organización de Legrand, me veía ya solito y desamparado. Y para más inri, en España. Pero Legrand no se olvida fácilmente de los favores que se le hacen —igual que no se olvida tampoco de las putaditas; y si no, que se lo pregunten al bretón, que seguro que todavía tiene cagaleras— y me dio dinero, bastante dinero, para que saliera adelante. Además, me suministro algunos contactos en Madrid para que no me encontrase solo y desamparado como temía.

Nada más llegar a España, durante una buena temporada, me limité a tocarme las pelotas, tomar el sol y observar los cambios que se habían producido desde que me marché a la emigración con mis padres en busca de las judías. Todo me resultaba extraño, nuevo; no me reconocía en los lugares que visitaba. Los lugares eran los mismos que había frecuentado en los sesenta; el que había cambiado era yo. Antes era un chaval, y ya era un hombre. Antes era un muerto de hambre, y ahora llevaba siempre mil duros en el bolsillo. Dos diferencias de peso, si es que saben de lo que estoy hablando.

Las cartas de recomendación de Legrand eran como cheques en blanco. En todos lados me recibían con los brazos abiertos. Más de uno se mostró dispuesto a que trabajara con él. Pero como el dinero no me faltaba, me tomé las cosas con filosofía y, ya lo he dicho, me dediqué a haraganear y a interrogarme sobre mi futuro.

Poco a poco fue entrando en mí la idea de que lo que tenía que hacer era pensar, en vez de en cómo enfocar mi futuro, en asegurarme ese futuro. Pero asegurármelo de una vez por todas. No convertirme en el funcionario de una organización —en la que sí ganaría dinero, pero en la que nunca pasaría de ser un miembro más—, sino instalarme por mi cuenta.

No. Me he explicado mal. Yo no quería montar mi propia organización —si tengo una virtud, ésa es la de reconocer mis propias limitaciones—, qué va. Sería incapaz de hacerlo. Me las vería y me las desearía para sacar adelante un rollo de drogas o un tinglado de clubes. Dios no me ha llamado por los caminos del organizador nato. Lo que quiero decir con eso de instalarme por mi cuenta es dejarme de organizaciones y de leches, y vivir mi propia vida. Darme la gran ídem, pasándomelo bien y dándole gusto al cuerpecito.

Para asegurarme esto necesitaba pasta. El dinero que Legrand me dio no me iba a durar siempre. Con el tren de vida que llevaba, a lo sumo un año. Había que pensar algo y pronto.

Fue entonces cuando se me ocurrió lo de dar los atracos. Que yo sepa, en esta vida solo hay tres formas de hacerse rico. A saber: i) Que le toque a uno la lotería o cualquier otro juego; 2) Teniendo una empresa y explotando a la gente a base de bien, y 3) Atracando bancos u otros sitios donde hay pasta. A lo mejor se me escapaban otras alternativas —por ejemplo, casarse con una millonaria americana—, pero pienso que no andaba mal encaminado con la clasificación. De las tres opciones, dos se caían por su propio peso. Yo no tenía ninguna empresa, y tampoco era plan ponerse a rellenar quinielas como un descosido. Así, pues, no había más cera que darle al atraco.

Como todo, era fácil de pensar, pero no tanto de llevar a cabo. Además, yo no quería complicarme la vida enredándome en la aventura con otros fulanos; quería hacerlo yo solo. Siempre he sido un individualista del carajo. Eso, naturalmente, limitaba muchísimo el campo de acción. Yo solo no podía plantearme atracar el Banco de España. Tenían que ser trabajos cómodos de hacer, pero que, al mismo tiempo, fueran rentables. La cuadratura del círculo, vamos. La pega estaba en dar con el chollo que me solucionase el problema.

Pronto me di cuenta de que con un solo atraco, dadas las restricciones que ponía, no hacía nada. Tenían que ser varios. Y para evitar que la tensión que este negocio trae acarreada —si no se lo creen, échenme un vistazo y véanme aquí todo jodido con la resaca— se me hiciese insoportable, lo mejor sería acumularlos en poco tiempo. Por ejemplo, en una semana.

Faltaba precisar los objetivos a atracar. A eso me dediqué durante dos meses. Me pateé la provincia, estudiando uno por uno los bancos, joyerías, cajas de ahorro y otros sitios por el estilo. Quizá se sorprendan si les digo que después de tan pormenorizada investigación me sobraban objetivos. Si quieren —para que vean que soy un tío legal— puedo darles direcciones. Escríbanme a lista de correos; prometo una respuesta rápida.

Como no podía abarcarlos a todos tuve que hacer una selección. No fue tarea fácil. Cada lugar tenía su corazoncito y me gustaba por algo. Me ocurría, mal comparado, lo que me pasa con las mujeres; siempre me es difícil decidirme entre varias. En algún sentido son intercambiables, pero en otro, algo las singulariza y las hace individualizarse entre mil.

Al final me decidí por los cuatro que me parecieron más tirados: dos bancos, una caja postal de ahorros en un pueblo de la provincia y una joyería céntrica. Y no me equivoqué con la selección. Hasta ahora las cosas —con sus más y sus menos; no hay dicha perfecta— están saliendo a pedir de boca. Después de todo pienso que sí, que quizá debiera darme con un canto en los dientes.

DE PRONTO me ha entrado miedo. ¿Qué digo miedo? Pánico es lo que me ha entrado por todo el cuerpo. Pánico de que mañana se dé mal lo de la joyería y el tinglado se vaya a tomar por el culo. Me ha entrado un miedo tan grande que hasta me da por pensar en abandonar el cuarto acto y conformarme con lo que ya tengo.

Lo sé. Es la jodida depresión, que ni con las cervezas se ha querido marchar. Pero con depresión o sin ella, ahí está el dilema: seguir adelante con mi plan o darle el carpetazo definitivo.

El primer impulso es el de hacer las maletas y pirarme al Sur a olvidarlo todo. Pero sería una cobardía, ¿no les parece? Y no es que yo me las dé de valiente, qué va. Pero aunque no sea un valiente, tengo mi amor propio. He trabajado en esto durante meses y sé que no puede fallar. Sé que no puede fallar, pero estoy acojonado. Ahora sí que me vendría bien una inyección de vitaminas. ¿Cómo se combate el miedo? ¿Ustedes lo saben? Yo no.

Empiezo a dar paseos por la habitación, sopesando los pros y los contras de cada una de las alternativas. Pienso en los millones que me esperan en la joyería y eso me anima. Pero al minuto siguiente me veo entre barrotes en Herrera de la Mancha y me tengo que apoyar en la pared para no caerme redondo al suelo. Intento convencerme de que es el atraco más fácil de los cuatro, pero mi otro yo —un hijoputa a buen seguro— sigue emperrado en hacer que por mi mente desfilen imágenes poco edificantes.

Y por encima de todo está eso del amor propio que les decía antes. Si abandono ahora, cuando ya estoy cerca de la meta, me sentiré abochornado toda mi vida. Sé que es ridículo, pero me conozco. Para decirlo sin rodeos: no podría mirarme más en un espejo. También sé que, tarde o temprano, para borrar el acto de cobardía que estoy a punto de cometer, haré una bobada y me dará por atracar una joyería. Esa vez, probablemente, sin tenerlo todo tan a huevo ni tan bien preparado como ahora. Y entonces sí, entonces sí que me cogerán y se me acabará el cuento.

Bonito panorama como ven. Y la culpa de todo la tiene la mierda de la bebida. Si ayer me hubiera recogido a una hora decente, ahora estaría como una rosa, dispuesto a darme una vuelta por la joyería para dar el último toque al plan y tenerlo todo previsto para mañana. Pero no, me dio por hacer el ganso con ese camarero de los cojones y aquí me tienen, como un Hamlet de pacotilla, entre el ser y el no ser.

Por mucho que lo intento no consigo recordar dónde coño estuvimos después que cenamos en Alkalde. El tío debía ser un especialista en tugurios. Lo único que se me viene a la memoria son tipos mal encarados y ambientes sórdidos. De lo que sí me acuerdo es de que estuvimos en un tablao flamenco. ¿Cómo me voy a olvidar del culo de esas bailaoras? Desde pequeño —desde que veía por las ventanas de los bares las juergas de los señoritos— he tenido fijación con los culos de las bailaoras y con esos vestidos que se gastan, alegres y llenos de lunares. Siempre ha sido uno de mis sueños eróticos preferidos bajarles la cremallera —larga, interminable—que tienen en la espalda, dejar el culo al aire, arrodillarlas y darles por el culo después. Sí, mi padre decía que era cosa de maricones eso de dar por el culo; pero en mis sueños me gusta. Algún día tendré que perderle el respeto a mi padre y estrenarme por ahí. Y si es con una bailaora, mejor. Allí en el Sur seguro que sigue habiéndolas a montones. Morenazas, con labios carnosos de verdad —vegetarianos, abstenerse—, y un pelo sedoso y brillante que siempre parece recién lavado con champú del bueno… Y qué decir de las caderas. Que se lo pregunten a mi hermano pequeño, que ya está levantando cabeza con solo pensar en ellas.

Y lo jodido del asunto es que anoche a lo mejor me fumé por el culo a una de las bailaoras del tablao. No lo sé a ciencia cierta; ya he dicho que no me acuerdo prácticamente de nada. Pero me barrunto que si estuve en un tablao —y creo que sí que estuve—, con lo burro que yo me pongo en cuanto bebo, no dejaría escapar la oportunidad. Sería de cachondeo —ingratitudes de la puta vida— que me hubiese estrenado por detrás y yo sin enterarme. Si no tuviera otras cosas más importantes en qué pensar, iría en busca de Ricardo y le preguntaría si efectivamente estuvimos en un tablao y si le di por el culo a una bailaora. A lo mejor, hasta me da una alegría.

Bueno, pues ya se han terminado las cervezas que pedí. Otra vez llega la hora de las decisiones. ¿Pido más? ¿Bajo al bar? ¿Voy a la joyería? ¿Cojo el tren para Cádiz?… ¿Qué hago, coño, qué hago?

De momento voy al baño. Mientras meo me tengo que apoyar en los azulejos de la pared. ¡Joder qué debilidad! Debería intentar comer algo. Si no, con tanta bebida, tantos problemas y tanta hostia, voy a enfermar. Sería lo único que me faltaba.

Me paso la mano por el rostro intentando borrar tan malos presagios y luego me lavo la cara y me la froto violentamente buscando vanamente que el agua y la propia violencia que ejerzo sobre mí me den la solución a mis problemas. Pronto comprendo que nadie —ni el agua ni la violencia— tomará las decisiones por mí. Tendré que ser yo quien diga esta boca es mía, quien trace el camino a recorrer.

Al peinarme veo mi jeta en el espejo y casi me asusto. El tipo ojeroso y mal afeitado que me mira no parece que ande para muchos trotes. Saco los útiles de afeitar y, mecánicamente, con mi voluntad vagando a su aire, me rasuro a conciencia, apurando al máximo.

El agua de colonia que me pongo en la cara me tonifica un poco. Vuelvo al salón y reinicio los paseos. Como siga así pronto me habré hecho mis buenos cinco kilómetros. ¡Y yo que me cachondeaba de los corredores de cinco kilómetros! A ellos, por lo menos, les aplauden cuando llegan a la meta. Pero a mí, quién me aplaude. Además —otra vez con lo mismo— yo todavía no he alcanzado la meta. Soy un acojonado que solo oirá sus propios silbidos y sus propias palmas de tango.

En la habitación hace un calorazo que no hay dios que lo aguante. Voy hasta la ventana y la abro. Me apoyo en el alféizar y contemplo, desde el sexto piso en el que me encuentro, los coches y las hormiguitas que se afanan allá abajo. Debo de ser gilipollas. ¿No saben lo que me da por pensar? Pues nada menos que me gustaría ser una de ellas. Como continúe así acabo en el manicomio.

Si dentro hace un calor insoportable, el frío del exterior no le va a la zaga. Acabo estremeciéndome y cerrando la ventana. Estornudo una, dos, hasta tres veces, y tengo que hacer uso del pañuelo. En un manicomio no sé si terminaré, pero con una pulmonía, seguro.

¡Me cago en la leche! Sí, ¡me cago en la leche! Golpeo la palma de mi mano izquierda con el puño derecho e intento, de nuevo, darme ánimos. Recuerdo cuando hace meses llegué a España y empecé a tirar de chota, montando mi plan. Me decía que todo iba a salir bien, “porque yo estaba convencido de que iba a salir bien”. El ganar o el perder no dependen de circunstancias externas a uno mismo; uno gana o pierde si está convencido de que va a ganar o perder. No quisiera aparecer como un fatalista del carajo, pero, para mí, lo mismo que hay perdedores natos hay también ganadores natos. Solo hace falta mentalizarse para ello, estar firmemente persuadido de que se ha nacido para ganar, y que todos los obstáculos, por invencibles que parezcan, se sortearán.

Sí, esto es lo que pensaba hace meses. Y tenía razón. La prueba es que ahí, en el armario, tengo cinco millones y medio más lo de la caja, que cualquiera es el panoli que se pone ahora a contarlo. Conseguirlos no me ha costado nada. Quitando el accidente de las muertes del Paquito y la Raquel —dos manganis, que seguro que no valía la pena que siguieran viviendo; en el fondo, les he hecho un favor—, todo, lo que se dice todo, está saliendo como yo quería.

“Tenía razón”, he dicho. El uso del pasado me traiciona. Si hubiera dicho “Tengo razón” tomaría el ascensor e iría echando virutas a la joyería. Sin embargo, me quedo aquí como un atontado, esperando no sé qué —a lo mejor, la venida del Espíritu Santo— y viendo cómo el tiempo se consume y me consume.

Son ya las doce y media. Busco una moneda en mi bolsillo y saco una de duro. Miro el perfil de la carita del Paquiro y leo lo que allí pone: “Francisco Franco, Caudillo de España por la G. de Dios. 1957”. Le doy la vuelta y me encuentro con un escudito y un águila un poco escorada hacia la izquierda. Para que no haya dudas sobre su valor dice bien claro: “5 ptas”.

Juego con la moneda y la tiro al aire. Cuando cae la atrapo con las pezuñas. Antes de ver qué ha salido me digo: “Cara, voy a la joyería; cruz, abandono”. Temeroso, dejo ver lo que me ha deparado la suerte: la carita de Franco, impasible, pensando en Dios y en la Historia. Beso la moneda y pronuncio en voz alta:

—Dile a Franco que le amo.

EN LA CALLE hace fresco, y el solecito se agradece. Aunque no estoy muy bien de las piernas prefiero ir a la joyería echando un paseo. Camino con pasos lentos y comedidos, como si no tuviese prisa por llegar. Y no la tengo. Cierran a las dos y hay tiempo de sobra. Al pasar por un kiosco compro un diario de la mañana. Tengo más suerte que ayer. Dicen que me llevé dos millones de la caja. No sé por qué siempre tienen la tendencia a redondear y no te dicen la cuantía exacta del atraco. Son ganas de joder y de no hacer las cosas bien.

La noticia viene en un rinconcito. La mayor parte de la página la ocupa otra de mayor envergadura. Unos tipos han asaltado en Torremolinos una furgoneta de Correos y se han embolsado —dicen— más de ochenta millones. Chapeau. Sí, señor, yo, ante estas cosas, me descubro. No me importa que me quiten espacio en la prensa. Se merecen, no una página, sino un cuadernillo entero. ¡Anda, Menéndez, échales un galgo!

Los ojos se me cansan y no tengo más remedio que ponerme las gafas de sol. La verdad es que nunca me acostumbraré a ellas. El verlo todo de color verdoso no me gusta ni un pelo. Me da la sensación de que estoy en un lago sucio y lleno de algas y de cosas pegajosas. ¡Ag, qué asco! No comprendo cómo hay gente que las usa todo el tiempo.

En parte porque estoy cansado y en parte porque me siento con apetito, me paro delante de una cafetería y me decido a entrar. Al tiempo que doy descanso a mis posaderas pido una cerveza y un sándwich mixto. Me cuesta un poco comerlo, pero, con la ayuda de la cerveza, consigo deglutirlo y hacerlo pasar para adentro.

Cuando salgo a la calle me encuentro un poco mejor. Miro el reloj y veo que marca la una y media. Reanudo la caminata y, por sus pasitos contados, me acerco a la joyería.

“Ichaso, joyeros. Madrid-Barcelona-San Sebastián” puede leerse en la vidriera. Me quito las gafas y estudio atentamente el material que se ofrece en el escaparate. Uno de los dos empleados levanta la vista del periódico que está leyendo y me mira un segundo. Luego vuelve a la lectura. Entro en la joyería y la campanita hortera que tienen puesta en la puerta empieza a hacer tilín-tilín, rompiendo el silencio de claustro monacal que reinaba en el interior.

Las tres personas que hay dentro interrumpen sus ocupaciones. El del periódico lo cierra. El otro empleado deja de quitar el polvo con un plumero a los estantes, y el encargado asoma su cara por entre las cortinas que hay al fondo. Doy un genérico “Buenos días” y los dos empleados me responden serviles. Los dos hacen intención de atenderme, pero yo me dirijo hasta el encargado. Es el que me interesa. Al ver que me acerco a él no tiene más huevos que sacar la mejor de sus sonrisas y salir a mi encuentro, abandonando el cubículo en el que se hallaba.

Es un hombre de unos cuarenta años, alto y fuerte, con ojos de miope, que viste un terno azul y luce unos zapatos que brillan más que la hostia. Aunque durante semanas he vigilado sus movimientos, nunca le había visto tan de cerca. Me saca dos cuartas y, desde luego, está mucho más macizo que yo. Este tío, de una leche, puede hacerme ver la Osa Mayor, la Osa Menor y todas las osas del zoo de la Casa de Campo. Me lo tomo a cachondeo, pero mañana habrá que tener cuidado con él.

—¿Qué desea? —me pregunta todo obsequioso.

Pongo cara de comprador acaudalado —me he puesto mis mejores galas y puede que hasta dé el pego; eso sí, mis zapatos están más sucios que los suyos— y le respondo:

—Mire. He visto una sortija ahí en el escaparate y desearía informarme sobre ella.

—¿Cómo no? —dice él, yendo hacia el escaparate.

Yo le sigo. Los dos currantes se han desentendido de mí y continúan con lo suyo.

—¿Me la señala, por favor? —me pide.

—Sí, sí, claro —le digo yo, emulándole en afabilidad.

Le indico cuál es y el tío la saca. Le quita una mota de polvo con su manga y me la tiende.

Hago como que la analizo detenidamente y acabo por decir con entusiasmo:

—¡Espléndida!

Él me sonríe abiertamente, complacido por mi comentario. La toma de nuevo en sus manos y da muestras de asentimiento con su torrado.

—¿Qué costaría? —le pregunto, displicente.

—Ochenta —me contesta él sin abandonar su sonrisa.

No me inmuto con la información Y ello le sorprende un tantito así. No sé por qué se ve en la obligación de añadir:

—Tenga en cuenta que es de importación… y con el impuesto de lujo…

—Ya —digo por no hacerle un feo.

Antes de que continúe con su palabrería de vendedor, agrego poniendo cara de multimillonario caprichoso:

—Sí, me interesa.

Al tipo se le iluminan los ojitos cosa mala. Se ve ya con la comisión en el bolsillo. No se puede contener y exclama:

—Estupendo… estupendo…

—En principio a mí me interesa, pero…

Mi “pero” tiene la virtud de apagar las lucecitas en que se habían convertido sus ojos.

—¿Pero…? —inquiere aprensivo.

—Pero no sé si a la persona a la que se la voy a regalar le gustará tanto como a mí.

—Ah, eso no es ningún problema —dice, aliviado—. ¿Por qué no viene usted con ella?

—Sí, eso va a ser lo mejor.

Hago una pausa y prosigo:

—En cualquier caso, ¿no tendría usted una foto o algo así, por si ella no pudiera venir? Es que estamos muy ocupados, ¿sabe? Mañana partimos de viaje…

—Ya —dice él comprensivo.

—Nos casamos el domingo —dejo caer, procurando que asome algo de baba por mi boca.

—¡Mi enhorabuena, señor! —grita el tío, dándome un susto que no vean.

Me da la mano y yo se la tomo. La tiene fría como un témpano.

—Mi enhorabuena —repite.

—Gracias.

Durante unos segundos, despistado, piensa en dónde estábamos; luego dice:

—Ah, sí, la foto. Espere un segundo. En seguida se la traigo.

Se pierde tras las cortinas y yo, silbando por lo bajini, contemplo, como al descuido, el material que se ofrece en los estantes. El del plumero farfulla un “Perdón” la mar de sumiso y se aparta para que vea mejor. Él también se pone a mirar las joyas con ojos circunspectos. “Míralas bien —le digo mentalmente—. Mañana por la tarde ya no estarán ahí”.

—Aquí tiene, señor —me dice el encargado.

Me da la foto en colorines de la sortija y yo la examino. Él, astuto, agrega como si se disculpase:

—Ya sabe, estas cosas en las fotos siempre pierden mucho.

—Como una mujer hermosa —acoto.

—Eso, como una mujer hermosa —repite, gratamente sorprendido por mi comparación—. Las fotos, por muy perfectas que sean, nunca le hacen justicia.

Me sonríe bobaliconamente y yo le digo:

—No se preocupe, servirá.

Le echo un último vistazo a la foto y me la guardo en un bolsillo de la chaqueta. Él se frota las manos, expectante, y yo continúo diciendo:

—Si mi prometida se decide por ella, que creo que se decidirá… Es hermosísima… —mi inciso hace que sus dientes reluzcan más que sus zapatos—. Si mi prometida se decide por ella, mañana sin falta vendré a buscarla. Ya le he dicho que partimos de viaje.

—Cuando usted guste —dice, derritiéndose de puro atento.

Saco mi cartera y de ella obtengo un fajo de billetes. El tipo, de la impresión, casi se cae de espaldas.

—Le daré algo a cuenta —le digo.

—No, por Dios, no hace falta —objeta él.

—Una especie de señal…

—Por favor, señor —dice él abriendo los brazos.

—No quiero que nadie se la lleve.

—Yo se la aparto con mucho gusto —afirma.

Cojo cuatro billetes de cinco mil y se los doy.

—Insisto. Tenga este dinero como señal. A mí me gusta hacer las cosas bien —aseguro.

—Si usted insiste… —cede él.

Trinca el dinero y me dice:

—Le haré un recibo.

Con un ademán de la mano le doy a entender que entre caballeros esas cosas no se hacen. Por si es duro de mollera y no se entera, se lo digo con todas las letras:

—No hace falta. Entre caballeros…

Él se muestra encantado de tratar con un señor tan hidalgo como yo y se deshace en aspavientos y en sonrisas.

—Como guste —dice.

Miro el reloj y digo, dándole la mano:

—Perdone, pero tengo que pasarme por la agencia de viajes antes de que cierren.

Me la estrecha entre sus dos barras de hielo y se despide de mí.

—Buenos días, señor…

—López de Madariaga —le informo.

—Buenos días, señor López de Madariaga. Tomás Robledo, para servirle.

—Encantado de haberle conocido, señor Robledo. Cuando salgo oigo que el tío me dice:

—Saludos a su prometida.

“Mañana hablaremos de mi prometida, so mamón”. Saco la foto de la sortija y la rompo en pedacitos. Después los tiro en la primera papelera que veo.

HE PEDIDO UNOS CARACOLES, pero la verdad es que no sé si voy a ser capaz de comérmelos. El sándwich me ha quitado todas las ganas de comer que tenía. Pero tengo que hacer tiempo hasta las cinco, en que iré a buscar una nueva pistola, y un restaurante es un sitio tan bueno como cualquier otro para entretener la espera. También me podía haber metido en un cine de esos que funcionan desde por la mañana, pero no me encuentro hoy como para ver batallitas en la pantalla.

Cuando el camarero me sirve los caracoles pongo cara de asco. Él ni siquiera se inmuta. Al parecer, le importan un carajo mis resacas. Se va y empiezo mi mano a mano con los gasterópodos. Con la ayuda del vino consigo comerme unos cuantos. Aparto el plato de un manotazo y me doy al vino en plan de dedicación exclusiva. El camarero se acerca a mi mesa y ve el plato casi lleno. No sabe qué hacer, pero yo le saco de dudas.

—Sí. Puede retirarlos.

—¿No los ha encontrado a su gusto el señor?

¡Hay que joderse! Toda la puta vida teniendo que dar explicaciones. Pero él no tiene la culpa de que yo ande sin ganas, así que le digo todo lo amable de que soy capaz (que no es mucho, matizo):

—No. Estaban bien. Es que apenas si tengo apetito. He desayunado tarde y…

—Entonces, ¿no tomará nada de segundo?

—No. Tráigame un café bien cargado y una copa de Torres.

—¿Diez? —pregunta.

Asiento y agrego:

—Y un puro, por favor.

El muy cabrón se va a llevar también la botella de vino —todavía mediada—, por lo que le pido con más aspereza de la necesaria:

—¡Deje la botella!

Masculla una disculpa entre dientes, pero yo no le hago ni puto caso. Mientras doy cuenta del vino me dedico a observar a una panda de gilipollas que festejan algo. Son una docena de tíos solos, que arman más escándalo que la puñeta. A saber qué celebran. A lo mejor, a uno de ellos le han hecho diputado. Peores cosas se han visto.

Doy una última chupada al puro y miro la hora. Son ya las cuatro y media y estoy hasta los huevos de los brindis de los doce apóstoles. Así que pago, me levanto y me voy con la música a otra parte.

Cuanto más contemplo a la gente en la calle, más extranjero me siento. No me refiero a ser de otro país, no, sino a que me siento extraño. Vamos, que no tengo nada que ver con ellos, si es que saben de lo que les estoy hablando. Les ve uno del brazo de una tía petardo, rodeado de enanos chillones —niños les llaman—, con los hombros encorvados y la mirada perdida, con cara de becerro que llevan al matadero, y dan ganas de abofetearles hasta dejarles sin sentido. Se arrastran por la vida como ratas domesticadas. Ahora haz esto, ahora haz aquello… Siempre al son de la flauta del flautista de Hamelin. Los hombres no tienen remedio. Han nacido lechones y morirán gorrinos. Y lo más jodido es que hay momentos en que hasta parece que son felices. ¡Lo que hay que ver! ¿Qué sabrán ellos lo que es la felicidad? La felicidad de desearlo todo y tenerlo todo. No un trocito de esto y un pedacito de lo otro, no, sino TODO. Así, con mayúsculas, TODO.

En fin, allá se las arreglen ellos con sus vidas tristes y sus ilusiones vacuas. Yo, a lo mío. Viéndolos me siento contento de que me saliera cara y de no haber tirado la toalla. Yo soy de los que lo quieren TODO, y tengo que procurarme los medios con que conseguirlo.

Hastiado de ver cómo se arrastran por las calles, cojo un taxi y le doy al chófer la dirección de Sempere.

SEMPERE VENDE ARMAS. Él fue quien me suministró la otra pistola y espero que ahora me proporcione una nueva herramienta. Cuando me bajo del taxi en el barrio de las afueras donde vive —un conjunto de bloques horrendos, que seguro que no tienen más de diez años, pero que cualquier día de éstos se caerán a pedazos— miro la hora. Faltan algunos minutos para las cinco y Sempere debe estar al caer. Según tengo entendido trabaja en una fábrica de muebles, y sale a las cuatro del curre. Como ven, un extraño pluriempleo: muebles y pistolas. Pero es que, señores, mantener una familia es una cosa muy seria.

Porque Sempere tiene familia; una familia numerosa. La otra vez que estuve en su casa conté siete críos. A lo mejor me equivoco en uno más o en uno menos. Los mamoncetes tienen todos la misma pinta y puede uno confundirse fácilmente. Otras virtudes no tendrá Sempere, pero hay que reconocer que es un buen raceador.

Su mujer —una treintañera sucia y desgreñada, que viste una bata rosa con florecitas estampadas— me abre la puerta. La abre solo un poquito, desconfiadamente. A su alrededor pululan los infantes que ha ido echando al mundo con perseverancia conejil. Me escruta unos segundos y, tras apreciar lo bien maqueado que voy, me pregunta:

—¿Qué desea?

—Busco a Sempere. ¿Ha venido del trabajo ya?

Me mira temerosa. A lo mejor la muy puerca me ha tomado por un poli.

—¿Ha venido ya? —le repito.

—No —dice una vocecita aguda y chillona como ella sola.

Bajo la vista y un mocoso —pero mocoso de verdad, ¿eh?— me sonríe, orgulloso de haber sido él quien me ha dado la información. Consulto mi reloj y digo a la mujer, que continúa parapetada tras la puerta defendiendo quién sabe qué:

—¿No vuelve a las cinco?

Ella asiente y le pido:

—¿Podría esperarle dentro?

Durante una eternidad se muestra dubitativa. Además de cavilar pasa su mano por las cabezas de sus cachorros. Parece un gesto cariñoso y de protección, pero de tanto en tanto logra extraer de sus pelambreras algún que otro piojo. El amor materno no está, pues, reñido con la higiene. Es lo que aprendo durante la espera. Enciendo un cigarro y me distraigo haciendo aros con el humo. Eso a los niños les entusiasma.

La mujer, por fin, se hace a un lado y me invita a pasar. Entro y cierra la puerta tras de sí. Ahora que ya no la protege la puerta veo que tiene una barriga de cuidado. La tía no se debe haber enterado de que en las farmacias venden unas pastillas que ponen coto a los desmanes de pilila.

Flanqueada por la jauría enanil —Blancanieves y los siete enanitos, si me permiten la estulta comparación— me conduce hasta una sala de estar en la que se amontonan los más variados muebles en extraña mescolanza. A buen seguro, restos que Sempere ha obtenido a bajo precio en la fábrica en la que trabaja.

De los posibles lugares que hay para sentarse el único que parece en buen estado y que no dará en el suelo con el mortal que lo utilice es un sillón rojo de skay. Sin que ella me invite ni nada me abalanzo sobre él antes de que cualquier imberbe semperiano me lo arrebate.

—Ese es el de mi marido —me dice ella en tono de reproche.

No hago caso de sus palabras y me repantigo en el sillón, que después de todo es incómodo de cojones. Debe tener un muelle suelto, y se me clava en el culo a base de bien.

—Discúlpeme —agrega la mujer—, tengo que preparar la merienda de los niños.

Me deja a solas con su prole y enciendo otro cigarrillo. Ellos me miran expectantes. No sé qué coño esperan. Con un silencio reconcentrado no apartan los ojos de mi cara. Lo que son las cosas, logran ponerme nervioso.

—¿Por qué no hace figuritas? —me pregunta una de las féminas del grupo.

—¿Figuritas?

—Sí —dice otro—. Con el humo.

Y aquí me tienen, haciendo el chorra delante del público selecto que me ha tocado en suerte. Eso sí, es un público agradecido; cuando termino de hacerlos aros con el humo logro levantar algunos aplausos.

Poco a poco se han ido acercando más y más a mí, y ahora me tienen literalmente rodeado; tanto, que hasta me falta el aire. Han empezado a hablar todos al mismo tiempo y el dolor de cabeza que estoy ligando es guapo de verdad. Cierro los ojos para abstraerme de esa barahúnda, pero nada, el jaleo sigue igual. Abro los ojos y suelto un cachete a la buena de Dios. Le toca el premio a un gordito relleno con cara de Buda. Mi actitud beligerante hace que mis sitiadores se alejen de mí como de la peste bubónica.

—¡Mamá, mamá, este hombre ha pegado a Pablito! —sale gritando la chivata oficial del grupo.

El tal Pablito berrea como un profesional. Los más pequeños le hacen coro. Aunque no entiendo mucho de música, prefiero el canto gregoriano.

La mujer, ante el guirigay que se ha formado en cuestión de segundos, acude presurosa arrastrando zapatillas de paño.

—¿Qué ha pasado? —pregunta en plan madre, mitad protectora mitad histérica.

La chivata logra hacerse oír por entre el aria que está entonando Pablito.

—Ese señor le ha pegado a Pablito —dice al tiempo que me señala.

—¿Yo? —digo todo escandalizado.

El coro se olvida momentáneamente de acompañar a Pablito y comienza a soltar una retahíla de síes que no vean.

—Os he repetido más de mil veces que no hay que decir mentiras —dice la mujer, preparando su ofensiva.

—No es mentira —se defiende la chivata.

La mujer le suelta un mandoble, que hace que la pobre criaturita se tambalee como en un terremoto. El epicentro se desplaza con agilidad simiesca y empieza a repartir sopapos de forma equitativa y ecuánime. Se produce la natural desbandada cuando ya llevaba contadas tres bofetadas per cápita.

Con una desvaída sonrisa me dice:

—Perdóneles. Ya sabe cómo son los niños.

Con un ademán le doy a entender que no se preocupe, que ya sé cómo son los niños. Por cierto, cómo son.

—¿Sabe si su marido va a tardar? —le pregunto removiéndome en el sillón, buscando inútilmente una posición en la que el dichoso muelle no me dé por el culo.

Por toda respuesta, se encoge de hombros. De la cocina llega un ruido de voces, unas más altas que otras, que no presagia nada bueno. La mujer suspira y dice:

—Ya están peleándose otra vez.

Pero no se mueve, se queda allí, cruzada de brazos, esperando quizá que sus vástagos se destrocen entre ellos darwinianamente para que solo queden los mejor dotados. A propósito del Darwin ese, una vez vi en televisión una película entretenida y bonita de pelotas en la que salían unas tortugas grandes, lo que se dice grandes. Nunca he visto yo tortugas como ésas. ¿Cuánto puede costar una? Tener en el jardín un bicho de ésos tiene que molar cantidad. Y encima puedes comer sopa de tortuga un día sí y otro también.

Abandono las Galápagos para pedirle:

—¿Podría darme una aspirina?

—¿Se siente mal?

—Me duele un poco la cabeza.

—Creo que tengo. Voy a ver.

La buena señora abandona la sala de estar y yo me pongo en pie para dar un respiro a mi trasero y probar otros asientos. Después de muchas pruebas y errores me acomodo en un sillón de esos modernos de plástico que más parece una cama que un sillón. Cuando la mujer vuelve con el tubo de aspirinas yo estoy pugnando por levantarme de allí.

Ruborizándome, le informo:

—Me he sentado aquí y ahora no…

Se acerca a mí y dice comprensiva:

—Sí, y ahora no puede levantarse. Nos pasa a todos. Deje que le ayude.

Con no pocos esfuerzos logra izarme y librarme de las garras del plástico modernista.

—Gracias —le digo.

—¿Cuántas quiere? ¿Una o dos? —me pregunta mostrándome el tubo de aspirinas.

—Sí, mejor será que me dé dos.

Me entrega las pastillas y dice:

—¿Quiere un vaso de agua?

—No. No se moleste. Entran solas.

Me las trago y ella me pregunta:

—¿No quiere que le prepare algo? Un vaso de leche, un café…

—No, no, déjelo —digo interrumpiéndole su muestrario de ofertas.

—Las aspirinas, si se toman así solas, después duele el estómago —me asegura con sus conocimientos de señorita Pepis.

No le hago caso y vuelvo a mis orígenes, es decir, al sillón que te atiza por el ojete. Uno de los siete enanitos aparece como por encanto y dice a su madre, dándole las novedades:

—Mami, ya hemos merendado.

—¿Os lo habéis comido todo?

El niño asiente muy formalito y ella le pasa la mano por la cara en plan maternal. Esta costumbre que tienen las madres de saltar de las hostias a las caricias nunca la he entendido. Y rebelde como soy, menos entiendo cómo los niños aceptan tamaños procederes. Deben ser misterios de la naturaleza que mi razón no entiende.

—Anda, iros a hacer los deberes —le dice ella.

El crío me mira de refilón —me apuesto un huevo a que me está echando una maldición— y deja la estancia.

La puerta de la casa se oye abrirse y oigo cómo los niños acuden alborozados al encuentro de Sempere. La mujer también va y consigue librar a su marido de las garras de sus hijos.

Acompañado de su mujer, Sempere entra en la sala de estar. Ella le debe haber dicho algo al oído, porque viene un tanto aprensivo, mirándome con ojos huraños.

Sempere debe tener unos treinta y cinco años. Es un tipo gris y anodino, que físicamente no sobresale en nada. Todo en él es normal, estándar. Por la calle nadie se fijaría en él. Salvo que fuera acompañado, claro, por la gatita de su mujer y su devastadora prole. Nadie es perfecto.

Yo, al verle entrar, me pongo en pie y le tiendo la mano.

—¿Cómo está, Sempere? Soy Domínguez. ¿No se acuerda de mí?

Él me estrecha la mano, pero continúa mirándome como si no me reconociera.

—Estuve aquí hace un mes —le digo—. Me envió un socio de Rivera…

—Ah, sí, ya me acuerdo —dice golpeándose la frente con la palma de su mano derecha—. Usted había venido de Francia, ¿no?

—Exacto.

Con un gesto le dice a su mujer que se las pire. Ella, obediente, se esfuma.

—Pero siéntese… —me invita Sempere.

Con la sabiduría que da la experiencia me lanzo sobre el sillón amariconado antes que él. Sempere se había confiado, y ahora no tiene más huevos que apalancarse en una silla de enea, cuyas patas tienen cada una, una longitud diferente. Me echa la correspondiente mirada de reproche y me pregunta:

—¿Para qué quería verme?

—Necesito una pistola —le contesto.

—Pero ¿no le vendí una la otra vez?

—Sí. Pero la he perdido.

La mirada ahora es conmiserativa. Un fulano pierde una pistola es lo último de lo último. Pero tampoco voy a contarle la verdad, ¿no?

—¿Dónde la perdió? —quiere saber.

—No lo sé —le respondo.

—¡Por Dios, hombre! —exclama—. Una pistola no es un juguete.

Antes de que siga dándome el coñazo le digo:

—¿Puede vendérmela? La necesito hoy mismo.

—Sí, sí, claro. Pero tenga más cuidado. Bastante jodido está el negocio como para que encima andemos dejando pistas sabe Dios dónde.

Hace una pausa y me pregunta:

—¿Tiene alguna preferencia?

Me encojo de hombros y le contesto:

—Con tal de que funcione…

La mirada se torna ofendida. Él no vende bisutería.

—¿Cómo era la otra? —inquiere.

—Una Star —le respondo.

—La querrá cargada, ¿no?

Asiento, y agrega:

—Espere un momento.

Sempere se pone en pie y sale de la habitación. Como en los vodeviles, un personaje sale y otro entra. El que entra es uno de los enanitos. Trae en sus manos un cuaderno y un bolígrafo. Al ver que estoy solo me pregunta:

—¿Dónde está mi papá?

—Espera. Ahora viene.

Se queda mirándome como si me estuviera valorando, y acaba preguntándome:

—¿Usted sabe de cuentas?

—¿Cómo? —le digo, extrañado.

—Que si sabe de cuentas.

Suelto un tibio “Sí” y se me acerca alargándome el cuaderno.

—¿Quiere ver si están bien?

¡Hay que joderse! Lo que hay que hacer para conseguir una pistola. ¡Hasta corregir deberes! Ver para creer.

Le echo un somero vistazo a sus sumas y a sus restas y le digo:

—Sí, están bien.

Me quita el cuaderno de las manos y sale echando hostias, más contento que la leche.

—¡Están bien! ¡Están bien! —grita por el pasillo.

Sempere regresa con la nueva Star y me la da. Yo jugueteo un poco con ella.

—¿Le vale? —me pregunta.

Apunto aquí y allá en plan de experto y él se muestra nervioso de cojones.

—Déjese de jueguecitos —me pide. Y añade sentencioso—: Las carga el diablo.

—Sí, me quedo con ella —le digo.

—Son cuarenta billetes.

—La otra vez fueron treinta —le discuto.

—Todo sube —afirma categórico.

Antes de que le dé por hablarme de la crisis energética y de su repercusión en el mercado negro de armamentos le doy lo que me ha pedido.

Me acompaña hasta la puerta y me dice después de abrirla:

—Y tenga más cuidado con ésta.

—Descuide. Gracias, Sempere.

Nos damos la mano y voy hasta el ascensor.

—Es solo de subida —me informa él.

Después de chuparme a pata limpia los cuatro pisos llego molido a la calle. Ha anochecido y el barrio presenta un aspecto tan tristón y mortecino que hasta dan ganas de darle el pésame. Espero en vano que aparezca un taxi y me llamo gilipollas unas cuantas veces por no haberme traído el coche. Cojo el metro.

ME ACOSTÉ NADA MÁS llegar al hotel, y ahora —las cuatro de la mañana— no puedo volver a dormirme. Por muchas pajas que me hago, no hay manera. He sobado ocho horas y, claro, estoy más despejado que la hostia.

Me levanto de la cama y comienzo a dar vueltecitas como un león enjaulado, pensando en qué coño hacer para perder el tiempo. Me acuerdo de que tengo una novela policíaca que compré el otro día y me pongo a leerla.

Es un rollazo de cuidado. Cuando me canso me voy a las últimas páginas y veo quién es el asesino. O la asesina, porque va y resulta que la que se cepillaba a la gente en esa fiesta tan chula era una vieja algo mochales, que se las daba de duquesa pero que en realidad había sido criada durante la tira de años. Un señorito —el actual dueño de la casa— le había hecho un hijo y la expulsaron del sitio donde trabajaba. Al cabo de los años hizo fortuna —el autor no explica cómo; a lo mejor, es colega mío—, se las dio de duquesa y consiguió que la invitaran a esa fiesta, donde se venga a conciencia. En fin, un bodrio como un piano.

Abro la ventana y la tiro a la calle. ¿Para qué coño la quiero yo ya si sé quién es el asesino?

Tendría que haber puticlubs de guardia, como las farmacias. Así me iría ahora allí —o mejor, llamaría para que me mandaran una tía— y perdería el tiempo echando algún caliqueño que otro. Pero como no me folle al portero de guardia, me parece a mí que esta noche no pincho…

Husmeando por aquí y por allá advierto que encima del televisor hay un folleto, que antes no había visto. Me pongo a hojearlo y, ¡coño, ésta sí que es buena!, compruebo que se trata de un papelín donde te explican las tonterías a las que se puede jugar en la pantalla del televisor.

Siguiendo las instrucciones del folleto consigo, tras media hora de enchufar clavijas y de estar a punto de volverme loco —si tengo una virtud, ésa es la de no tener ni puta idea de mecánica, electricidad y esas chorradas—, que aparezca en la pantalla una pista de tenis más verde y más salada que la puñeta.

Me pongo a jugar contra la máquina y, una vez que le he cogido el tranquillo, organizo un campeonato con ella, apuntando los resultados y toda la pesca. Joder, no parece sino que esto fuera Wimbledon o Roland Garros.

A las ocho y media —tras alcanzar un honroso empate a partidos ganados con el jugador automático— me quedo fritito.