EL DE LA PERILLA se cree que va de cachondeo. Incluso suelta una risita estúpida para que vea que le ha hecho gracia mi chiste. ¡Para chistes estoy yo! Después de recorrer más de veinte kilómetros en medio de un frío siberiano todavía el muy hijoputa quiere que le cuente un chiste. El pobrecito debe ser memo. Habrá que espabilarle por la vía de apremio.
Le atizo un mandoble con la pistola en toda la cara y el tío se pega una costalada contra una mesa que no vean. Se lleva la mano a la cara y, al verla manchada de sangre, me mira sin comprender, como si su mejor amigo le hubiese traicionado. Vamos, como si le hubiera dejado en la estacada. Un estacazo es lo que le voy a dar como no se dé prisa.
Como ya he dicho que el menda es medio lelo se lo tengo que explicar con todas las letras. Así, pues, le suelto el abecedario.
—La pasta. Pronto.
—Sí… sí… —dice el perilla con un hilo de voz.
Además de perder el buen humor como por encanto, también está perdiendo sangre en cantidad. Saca un pañuelito —por cierto, más sucio que la puñeta— y se lo pone en el mentón, que es donde está el manantial del líquido elemento.
—¿A qué esperas? —tengo que decir—, mientras vigilo con tres ojos —incluido el del culo— la puerta de la calle y otra interior que no sé adónde coño dará.
—El dinero está dentro —dice el mingurri señalando la segunda puerta.
—Pues andando…
De un brinco —atleta que es uno— salto el mostrador y hago que se aligere amagándole otro golpe con la fusca.
Entramos en la habitacioncilla a la que conduce la puerta —un sitio más mal ventilado que la hostia— y cogemos a dos tipos lo que se dice cagando. Quiero decir que están repantigados dándole al bocata y a la botella de tinto y, encima, para redondear el guateque, echándole un vistazo a un periódico deportivo.
—¿Qué pasa, Mi… —le pregunta uno de ellos al de la perilla en cuanto que éste asoma el hocico.
Al ver que yo voy detrás con el hierro, baja el tono y concluye por inercia, ya que está más claro que el agua lo que pasa:
—… guel?
Los del bocata —de chorizo, por más señas— se levantan de sus sillas y se ponen firmes. No parece sino que yo fuese un generalote que hubiese pescado a dos reclus montándose una de escaqueo.
—Venga, el dinero —digo al de la perilla.
—En seguida, en seguida…
Va hacia la caja fuerte y se pone a abrirla. Los otros dos le miran con ojos críticos, como si estuviese haciendo una mala acción. ¡Serán cabrones!
Con un gesto, el de la perilla me dice que el dinero está a mi disposición. Saco las bolsas y se las tiro. Digo a los dos mirones:
—Ayudadle.
Al ver que no tienen más huevos que ser cómplices de la “mala acción” —y que no podrán echarle luego las culpas al otro— ponen cara de asco. Pero como el hombre propone y Dios —en este caso, mi pistola— dispone, van como borregos hasta donde está el de la perilla y los tres se ponen a meter el dinero en las bolsas.
Mientras lo hacen, me acerco a la puerta y echo una ojeada para ver si ha venido algún pueblerino en plan cliente de la Caja Postal de Ahorros, la cual, como se sabe, tiene la garantía del Estado. Nada. Tranquilidad.
Cojo la botella de tinto y me meto un trago en el cuerpo. Demasiado dulzón para mi gusto.
—¿Ya? —les pregunto al ver que han dejado de introducir sus pezuñas en la caja.
Los tres asienten moviendo sus cabezotas de arriba para abajo. Parecen esos perritos que los horteras ponen detrás de los coches. Por lo menos durante cinco minutos —ya saben que si tengo una virtud ésa es la de no ser exagerado— están moviendo sus cabecitas dándole al sí, sí, sí.
Cuando me canso del espectáculo alargo las manos y ordeno:
—Venga, las bolsas.
Me las dan y salgo echando virutas, dejándoles con la boca abierta y el cuello bien entrenado para las respuestas afirmativas.
Monto en el coche y, antes de que se asomen y me vean la marca, la matrícula y toda la pesca, estoy en la carretera.
Me cruzo con cantidad de cochazos del cuerpo diplomático. Llevan la banderita y todo, y van los tíos más emperifollados que la leche. No sé adónde coño irán.
También pasan coches militares con generales, almirantes y gente así de gorda. Y conste que no pasa ni uno ni dos, sino un montón, lo que se dice un montón. Para que después digan que no hay militares en España. Joder, yo creo que han dejado los cuarteles sin mando ni nada. Repito: ¿adónde irán?
Bien mirado, a mí qué coño me importa. Por mí como si se van a la guerra de los cien años. Más tranquilos nos quedaríamos.
Ahora que hablo de tranquilidad… Si por aquí pasan tantos peces gordos, seguro que han montado una vigilancia de la hostia. ¡Me cago en la leche! Yo vengo tan campante de pegar un atraco y por aquí debe haber polis a manta.
Los cojones, del susto mental, no se me ponen de corbata, pero cerca anda la cosa. Veo las bolsas llenas de dinero a mi lado y pienso que lo mejor va a ser ocultarlas en el portaequipajes. Paro el coche y bajo. Miro a un lado y a otro, y en menos que canta un gallo guardo las bolsas en el portaequipajes.
Cuando me dispongo a introducirme de nuevo en el bólido noto el peso de la pistola en el bolsillo de la chaqueta y me quedo con los pies clavados en el suelo. Me digo: “Si por manos del demonio me ligan con la herramienta, no lo cuento”. A deshacerse de ella, pues, tocan.
Aquí lo único que hay es campo, así que me adentro por entre los matorrales. Como el que no quiere la cosa, saco el hierro y lo tiro lejos. Siento un alivio repentino y me da, además, por echar una meada campestre. La exhumo y abro la espita.
Mientras hago aguas silbo una tonadilla y miro instintivamente al coche aparcado al borde de la carretera. Se me corta la respiración —y la meada, todo sea dicho— cuando veo que un auto con matrícula de Zamora se para junto al mío. De él bajan dos tipos, que huelen a poli a diez millas a la redonda, y comienzan a husmearlo. Luego otean el horizonte hasta que dan con mi figura.
Yo, con una sonrisita de franchute en mis labios, camino hacia ellos subiéndome la cremallera de la bragueta.
—Buenos días —me dice uno de los guripas, un tipito más chulo que un ocho por ocho, que seguro que en los buenos tiempos fue de la social—. ¿Es suyo el coche?
Me hago el gilipollas y le digo que no comprendo. Le señalo la matrícula —después de todo no soy tan tonto y he venido de excursión con unas placas francesas— y le explico en un español chapurreado que soy gabacho. Mi sonrisa se hace todavía más esplendorosa.
—¿Es suyo el coche? —insiste.
Le respondo que sí, que claro que es mío. ¿Pasa algo?
Él, al parecer, está para hacer las preguntas y yo para contestarlas. Creo que a eso los letrados lo llaman la división del trabajo. Así que el hijoputa no me responde, sino que dice:
—¿Por qué ha aparcado aquí?
Le contesto que me estaba meando. Lo digo en francés y el tío no caza la cosa. Me llevo las dos manos a la altura de mi polla y empiezo a hacer el regador con mi imaginario canuto. Al mismo tiempo, para que la fiesta no decaiga, me río con grandes carcajadas.
Ellos siguen todo serios. Cuando andamos con este contraste de pareceres —yo, con mis risas; ellos, con sus lágrimas de cocodrilo— circula por enfrente un Mercedes con la bandera de Francia. Les señalo el coche a los policías Y grito feliz:
—¡Es mi embajador! ¡Mi embajador! ¡Es mi embajador!
Al ver mi fervor patriótico se miran diciéndose: “Este tío es idiota”. El de la voz cantante me pide:
—Circule.
Simulando estar ofendido, les pregunto haciéndome el cándido:
—Oiga, ¿y ustedes quiénes son para interrogarme y darme órdenes?
—Policías —responde el tío con una mezcla de orgullo y chulería.
—¿Policías? —pregunto extrañado señalando su coche, que no lleva ninguna señal de identificación.
—Sí, policías —dice dándose la vuelta.
Poniendo cara de turista mastuerzo que lo quiere saber todo, le llamo:
—Oiga…
Gira sobre sus talones Y me mira con sus ojos de vicioso perdonavidas. El otro no me hace ni caso y se mete en el coche.
—¿Adónde van tantos embajadores? —le pregunto.
Calibra mi condición de gilipollas made in France y me responde:
—Al Escorial a una misa por los Reyes españoles muertos.
—Ya —digo todo serio, valorando el evento.
Los de la comuna zamorana se pierden de vista y yo monto en mi coche. Respiro hondo y, mientras conduzco hacia Madrid, me distraigo recordando nombres de reyes españoles. Aunque nunca fui un buen estudiante de Historia me salen un huevo. Por lo menos veinte.
Que en paz descansen.
CONTAR DINERO es un trabajo bonito, pero, como todos los curres, pesado de cojones. Me he puesto a contar la pasta que he sacado esta mañana y la verdad es que ya estoy harto. Llevo contadas ocho mil pesetas y ya estoy hasta las pelotas. Y es que muchas virtudes se ven empañadas por algún otro defectillo. Por ejemplo, soy un poco inconstante en las cosas que hago.
Así que guardo este dinero con sus hermanos del lunes y me digo que otro día me pondré a contarlo. Un día que me levante con ganas, y no como hoy que ando cansado después del viaje de ida y vuelta a ese pueblo del carajo. Además, con un poco de suerte, viene algo en el periódico y me dicen lo que he birlado. No estaría mal; me ahorraría el trabajo.
Aunque bien mirado lo que sería chachi, lo que se dice chachi, es tener una secretaria que te contase las pelas. ¿Se imaginan a una rubia tipo Marilyn Monroe de secretaria? ¿Se la imaginan? Yo tampoco. Hay que tener mucha imaginación. Hay que ser un Cervantes o un Shakespeare por lo menos.
¡Joder con la Monroe! América para los americanos, creo que dijo una vez. Y a los demás, que nos parta un rayo. Los americanos —los listos— se la zumbaban a base de bien, y los demás, a paja limpia. ¡Las pajas que me habré hecho yo con esa tía! Si la lechada de las pajas fuera una fuente de energía, otro gallo nos cantaría a los españoles. Íbamos a ser todos jeques árabes. Por mi madre que íbamos a ser jeques árabes.
Una vez vi una foto de ella con su último marido. ¡Hay que joderse! Era un gafitas, poca cosa, y la tía se había casado con él. Me parece que le daba a la pluma. Vamos, que era escritor. Ese sí que no necesitaba imaginación. ¡Vaya musa que le tocó en suerte!
Bueno, a lo que iba, que me enrollo y me da por desvariar. Lo cojonudo sería tener una secretaria que te hiciese el trabajo pesado; como, por ejemplo, contar el dinero y limpiarte el fusil de vez en cuando. ¡Me cago en Dios! Siempre anda uno a vueltas con lo mismo. Joder no joderemos, pero, joder, qué ganas tenemos.
El que sí tenía secretaria era Legrand. Bueno, no tenía secretaria —así, en singular—, sino secretarias. Porque, coño, el plural está para eso, para decir que tenía más de una. Aunque la verdad es que no sé para qué las tenía, porque la cosa del dinero se la llevaban unos mendas —los contables— que sabían de números más que el que los inventó. Cogían un libro de esos del Debe y el Haber y te hacían virguerías.
En el tiempo —poco desgraciadamente— en que yo me encargué de dirigir uno de sus clubes pude verles actuar. Eran dos. Uno era viejales, y si no me equivoco, que creo que no, había sido, antes de que Legrand le fichara, inspector del Fisco. Con eso les digo todo. Se las daba de gran señor y ni siquiera Legrand le tosía. El otro era un pobre hombre que le metía a la droga sin tino, pero que de cuentas también sabía un rato. Los cabrones se sabían las cuatro reglas que se sabe todo el mundo y un montón más. A mí, por mi madre que me volvían loco. No cazaba ni media. Al final siempre resultaba que habíamos perdido dinero. Legrand —y de camino, yo— se forraba con el club, y al final resultaba que se había perdido dinero. Si eso no es un arte que venga Dios y lo vea. Lo que yo les diga: unos artistazos. Ni Picasso ni hostias. Los artistas de nuestra época son los contables.
¿Que no se creen que yo estuve al frente de uno de los clubes de Legrand? Pues no se lo crean. A mí lo que crean ustedes o dejen de creer me la trae flojísima. Si alguna vez han estado en París —cosa que dudo— y se han dado un garbeo por Montmartre, a lo mejor han pasado por un local que se llama Le Patín. En la puerta suele haber —o solía, ya no lo sé— un tío uniformado —éste sí que parecía embajador; se podía haber colado en la misa de esta mañana— que te da un sombrerazo en cuanto que te descuidas. El gachó saluda a la clientela en plan ayudante de campo. Y a mí, no les quiero contar las reverencias que me hacía.
El caso es que yo fui gerente de Le Patín durante una temporada. Casi un año estuve allí de encargado. Después —¡me cago en la leche!— vino lo del follón judicial y la cárcel, y, claro, se acabó lo que se daba. Pero ésa es otra historia, que hoy —caprichoso que es uno— no tengo ganas de contarles.
¿Que cómo Legrand puso al frente de Le Patín a un muerto de hambre como yo? Me alegro de que me hagan esta pregunta, como dicen los cabrones a los que entrevistan en la televisión. No sé por qué digo que me alegra que me hagan esa pregunta. En realidad, solo fue un chiste malo. Y no es que me desagrade la pregunta, qué va, lo que pasa lisa y llanamente es que no tengo una respuesta que dar. Vamos, que no puedo decir: “Legrand me puso allí porque yo era un tío que sabía de clubes la hostia, lo que se dice la hostia”. Yo de clubes no tenía —ni tengo: si tengo una virtud, ésa es la de no ser farolero— ni puta idea.
Esa pregunta se la tendrían que hacer a Legrand. Yo estuve alguna vez tentado de hacérsela, pero siempre, en el último momento, me decía: “Y para qué le vas a molestar con gilipolleces. Ha tenido ese detalle contigo y punto en boca”.
Creo que ya lo he dicho antes. Yo le caía bien. A lo mejor ésa es la respuesta. No hay que darle más vueltas. Después de nuestro primer encuentro —gatillazo con la morena americana por medio— nos vimos a menudo. Cuando Legrand iba por el café yo procuraba atenderle e intercambiábamos algunas palabras. A veces me preguntaba que a qué hora terminaba el trabajo y me esperaba o me citaba en algún lado. Y entonces, hablábamos, paseábamos, nos emborrachábamos, jugábamos a la petanca, nos trajinábamos a sus pupilas… En fin, pasábamos el rato como dos compadres. Él me había elegido como amigo —ignoro sus razones; la amistad, como el amor, es una cosa que no tiene fácil explicación— y yo, fascinado por la perspectiva de estar al lado de un tío como Legrand, le seguía la corriente.
Lo que sí les puedo contar es cómo Legrand me comunicó la noticia.
Un día estaba yo en Le Pelican dándole al cúrrelo cuando Jackie, la cajera, me dijo:
—Te llaman por teléfono.
—¿A mí? —le pregunté extrañado.
—Sí, a ti —me contestó ella con esa antipatía frígida que irradiaba por todos lados.
Mi extrañeza estaba justificada. En todo el tiempo que llevaba trabajando allí —por lo menos, cuatro años— nunca nadie me había llamado por teléfono. Cogí, pues, el auricular con cierta expectación, al tiempo que jugaba al acertijo conmigo mismo, intentando adivinar quién coño podía ser.
—¿Sí? —dije.
—¿Es usted Antoine Domínguez?
Era una voz de tía; lo que me dejó aún más patidifuso.
—Sí, yo soy.
—Espere un momento. El señor Legrand quiere hablar con usted.
Encima, la gachí era secretaria. Ahí es nada, Legrand quería hablar conmigo. Estaba pensando de qué querría hablarme, cuando su voz interrumpió mis cavilaciones diciendo:
—¿Antoine?
—Diga, señor Legrand.
—¿Cómo estás, Antoine?
—Muy bien, señor Legrand, muy bien. ¿Y usted?
—Bien, bien… ¿Puedes venir a verme esta tarde?
—¿Esta tarde? Sí, claro que sí —me apresuré a responder—. ¿A qué hora quiere que vaya a verle?
—¿A qué hora sales hoy?
—Hoy termino a las seis.
—Te espero entonces a las siete. Quiero hablar contigo.
—¿De qué quiere hablar conmigo, señor Legrand? —me atreví a preguntarle. Compréndanlo, estaba que la curiosidad me reconcomía.
—Ya lo verás esta tarde —dijo él en plan evasivo.
—Como usted diga, señor Legrand.
Me dio la dirección adonde tenía que ir y colgó.
En todo el día no di pie con bola. El cabrón del encargado me echó más de una bronca, pero yo seguía con lo mío, es decir, pensando de qué coño quería hablarme Legrand. El hecho de haberme llamado al café y de citarme en su oficina no dejaban lugar a dudas sobre un hecho: deseaba verme para algo serio y no para dar una vuelta como otras veces. Tiraba de cabeza, tiraba de cabeza, pero no se me ocurría ningún motivo plausible. Ya he dicho que soy corto de imaginación.
A las seis salí del café echando leches. Estaba tan podrido de ansiedad que hasta me permití el lujo de coger un taxi. El resultado fue que llegué a la dirección que Legrand me había dado a las seis y veinte. Me metí en un bar para hacer tiempo, pero en minutos, nervioso como estaba, ya me había bebido dos coñacs dobles. Salí del bar y me puse a pasear calle arriba, calle abajo, como un gilipollas de los buenos.
Al principio, quizá por efecto del coñac, no lo noté, pero pronto el frío se me hizo insoportable —si tengo una virtud, ésa es la de ser friolero— y me decidí a subir a la oficina. En una especie de recepción había una secretaria. Le di las buenas tardes al tiempo que la examinaba con más atención que un estudiante de anatomía, y le dije lo que pintaba allí. Ella me pidió que me sentase y yo la obedecí a la voz de “Ar”. Después de los paseítos que me había metido en la puta calle —eso sin contar las ocho horas de trabajo, que tampoco son mancas, o cojas, si me permiten el juego de palabras— estaba rendido. Daba gusto; el sillón era mullido de cojones. La secre salió de detrás de su mesa y enfiló su cuerpo serrano hacia una puerta que se veía al fondo. La tía movía el culo cosa mala, pero yo, con los nervios, la expectación y su puta madre, ni me empalmé ni nada.
Volvió en seguida. En el viaje de vuelta lo que movía bien meneado eran las tetas. La popa y la proa, que diría un marinerito.
—Pase, por favor. El señor Legrand le espera —me dijo con una sonrisa de esas que te derriten a poco que seas un tío con sensibilidad y con lo que hay que tener.
Me puse en pie y le respondí como un señor:
—Gracias.
Las piernas se me habían quedado dormidas y casi me doy una leche con una mesita que estaba plantada allí en medio, jodiendo la marrana a base de bien.
Legrand salió a mi encuentro en cuanto que asomé la cara en su despacho y farfullé un “¿Se puede?”, más tímido que la puñeta.
—Hombre, Antoine —dijo, dándome la mano.
Luego miró su reloj y comentó en broma:
—Las siete menos diez. A esto se le llama puntualidad española.
—Es que he llegado pronto y… —empecé a disculparme.
—Nada, nada. Siéntate.
Los dos nos sentamos, y él me miró sonriendo.
—¿Quieres tomar algo?
Negué con la cabeza.
—¿De veras?
Asentí con todo mi cuerpo, deseando que entrara en materia. Legrand no se ando por las ramas. Me preguntó:
—¿Te gustaría cambiar de trabajo?
—¿Cambiar de trabajo?
—Sí. ¿Te gustaría cambiar de trabajo? —repitió.
—No sé… —logré articular.
—¿Cuánto ganas ahora?
Se lo dije.
—Te pagaré cinco veces más y una participación en los beneficios.
Menos mal que estaba sentado. Si no, el hostiazo que me pego hubiese sido de los que hacen época. Tragué saliva y dije con vocecita de capado:
—¿De qué se trata?
—Acabo de comprar un club en Montmartre y quiero que alguien se encargue de llevarlo.
—Pero yo…
Iba a decirle que yo de clubes estaba in albis pero callé y él agregó:
—La persona que tenía pensada ha tenido que marcharse de París y ahora me encuentro con el culo al aire. Quiero abrir la semana que viene y necesito a alguien de confianza.
Hizo una pausa y agregó:
—Tú eres del gremio, y creo que podrías hacerlo muy bien.
Me sonrió y me preguntó:
—¿Te interesa?
¡Joder que si me interesaba! Quería decírselo, pero las palabras —las muy cabronas— se resistían a salir. No parecía sino que se habían declarado en huelga.
—¿Qué dices, Antoine?
—Que sí, claro que me interesa —terminé por decir después de hacer ímprobos esfuerzos.
—Estupendo —dijo golpeándome amistosamente la rodilla.
Luego se puso en pie y añadió:
—Si quieres podemos ir a echarle un vistazo.
—Lo que usted diga, señor Legrand —dije levantándome yo también.
El follón que tenían montado los pintores, carpinteros, decoradores y demás ralea era de órdago. Allí había un guirigay que no había dios que se aclarase. Y, claro, todo estaba patas arriba. Con todo y con eso el sitio me gustó. Nos ha jodido que me gustó. Yo iba a ser el encargado, y aunque hubiese sido una tasca de mierda me habría gustado. Así que cuando Legrand me lo preguntó tras la visita le dije que sí, que me gustaba muchísimo. A ver qué le iba a decir. La verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.
Y así fue como me convertí en el encargado de Le Patín. De la noche a la mañana, como quien dice. Mandé a tomar por culo el trabajo en el café y pasé a formar parte de la élite que gana pasta sin currar. Iba por el buen camino. La pena es que después las cosas se jodieron. Pero ésa ya he dicho que es otra historia.
Por mis hijos —que yo sepa, no los tengo, pero lo juro por ellos para que vean que va en serio— que pasó así. Yo no quito ni pongo rey. Sobre todo esto. Les juro por mi madre —como ven, el día está de juramentos— que yo no he quitado de en medio a ningún rey. No vaya a ser que me echen a mí la culpa de haber mandado a mejor vida a algún monarca que otro para que luego le digan misas en El Escorial. Y eso sí que no. Yo soy un tío muy serio. Un poco republicanote —seamos sinceros—, pero serio. Lo cortés no quita lo valiente.
CON TANTO ROLLO, estoy aquí a palo seco, sin darle al trinque ni nada. Es casi la una y aún queda para la hora de comer. ¿Qué hago? ¿Me piro ya a la calle o me quedo un ratito más? En cualquier caso, lo que no pienso hacer es comer en el hotel. Se come de puta madre. De mal, quiero decir. La sopa de mariscos de ayer ni era sopa de mariscos ni cristo que lo fundó. Si tuviera cojones —y no andara metido en el fregado en el que ando metido hasta el cazo— hubiera citado al cocinero en un lugar apartado, como hizo Legrand con el bretón, y me lo hubiese pasado por la piedra. Pero ya se sabe, es vox populi que en los hoteles se come fatal. No seré yo quien lo discuta.
Yo creo que lo mejor va a ser bajarse al bar y darle un poco al alcohol hasta la hora de comer. Así que cojo un fajo de billetes y me endilgo una de ascensor. ¡Hombre, qué decepción! El tipo que lo maneja no es el enano de anoche sino un menda con más cara de muerto que de vivo, que si no tiene cincuenta años no tiene ninguno. Va vestido como un botones y eso le da un toque de niño viejo que no vean. Desde luego, no hay derecho a que hagan esto con la gente obrera. Encima de que le hacen currar como a un negro en Sudáfrica, le visten de payaso. Para que los demás nos descojonemos, vamos. Hay que joderse.
Voy solo con el tío y me dan ganas de enhebrar algunas palabritas con él. Pero no veo forma. Me ha dado la espalda y mira los botoncitos de los pisos como si ahí estuviera la clave de su vida. Tampoco es plan interrumpirle en sus reflexiones. A lo mejor descubre la clave del enigma y se hace de una puta vez un hombre.
Cuando llegamos al final del trayecto no me puedo contener y le digo al ascensorista con la mejor de las intenciones:
—Ese uniforme le sienta fatal.
Él me mira sin comprender y abre la puerta. Le digo adiós con la mano y le dejo intentando encontrar un recóndito sentido a mis palabras. El cabroncete ya tiene tema de meditación por lo menos para una semana.
No sé qué coño pasa en este hotel, pero quitando el bingo por las noches no se ve a nadie por ningún lado. Ahora mismito en el bar solo hay cuatro o cinco personas dándole a la priva. ¡Y eso que es la hora del aperitivo!
Con el follón ese de los turnos de día y de noche el camarero que me atiende en la barra no es el de la aceitunita y el martini.
—Buenos días. ¿Qué va a tomar el señor?
Eso digo yo. ¿Qué voy a tomar? Me pongo a pensarlo, y el colega, un tío dandy de pelotas, comienza a impacientarse. Él se impacienta y, como no deja de mirarme, yo empiezo a ponerme nervioso. Y con los nervios, no acierto a concentrarme. Total, que él se impacienta más y yo me pongo todavía más nervioso. Un toma y daca de lo más espectacular. “¿Qué pido? ¿Qué pido?”, me digo. Es como si la mente se me hubiese quedado en blanco. No recuerdo una puta bebida. A los diez minutos me acuerdo de que existe algo que se llama agua de Vichy. Se lo suelto con un alivio que ya ya.
—Póngame un poco de agua de Vichy.
El tío, después de lo que me ha costado dar en el clavo, me dice con una risita calcada a la de Jack el Destripador:
—Lo siento, señor, no tenemos agua de Vichy.
Pongo cara de fastidio —¡a ver!— y vuelvo a la meditación trascendental. El hijoputa del ascensor seguro que me ha pegado el virus. Me acuerdo de todos sus muertos.
—Si quiere otra agua… —propone.
—No, no —le respondo firme—. Si no es de Vichy…
Una vez que se ha tomado una decisión hay que mantenerla. ¿No les parece? ¿O también ustedes son de los chaqueteros que lo mismo hacen a pelo que a pluma? Ya me barruntaba yo que olían a chamusquina…
Como no entra más gente en el bar el varón dandy me dedica todo su tiempo. No deja de ser un detalle.
—Entonces, señor, ¿se decide por algo? —dice a punto ya de quitarle el puesto al santo Job.
—No sé… no sé…
Suspira y advierto cómo sus manos juguetean con un cuchillo de lo más guapo. Veo en la pantalla que es su mente cómo me descuartiza. Lo que les dije: Jack el Destapador en persona. Cuando me ha descuartizado pongo fin al vacile diciéndole.
—Está bien. Póngame un jerez que esté bien frío.
—¿Seco? —me pregunta él más seco todavía.
—No. Húmedo.
Me río en su cara, y ahora sí, ahora sí que me lo clava. Pero no, qué va. Se da media vuelta y va en busca del jerez. Desde luego, los hay calzonazos.
Mientras me zampo unas copitas de Tío Pepe y unas patatas —incomestibles por la salud de mi madre— que me ha puesto en plan vengativo mi dilecto colega, me da por acordarme de Henri. Henri era un cliente asiduo de Le Pelican y solíamos jugar al juego del camarero y el cliente indeciso con destreza de maestros. Solo que entonces tenía yo el papel del cuchillero y él el de la víctima propiciatoria. Nos lo pasábamos teta.
El tal Henri era un poco julandrón y lo que iba buscando era que yo le atizara por el ojete. Se quedó con las ganas. Yo por el culo no le doy ni a las mujeres. Mi padre decía que era cosa de maricones. Pese a ser medio mariposón Henri era buen chaval. Trabajaba de profesor en un Liceo y le metía a la cosa histórica. Hasta publicó un libro sobre los templarios y toda la hostia. Por cierto que me dedicó un ejemplar y todo. Lo leí y sabía más que Lepe el tío. Era bonito aquello de las cruzadas. Parecía una película. La pena es que lo perdí. A lo mejor los berzotas de los editores españoles ni siquiera lo han traducido. Si es que no tienen ni puta idea, joder.
Pero no es de los templarios de lo que les quiero hablar, sino de lo que hacía Henri en los confesionarios. No, qué va, Henri no era cura. ¡Qué coño iba a ser cura! Él creo que era anarquista. Pero no lo sé seguro. El caso es que el tío se iba a una de esas iglesias grandes donde hay muchos confesionarios y se metía en uno de ellos como Pedro por su casa para oír las paridas y los pecados de la chusma. Como se lo cuento.
¿Que por qué hacía eso? Porque se empalmaba más que un burro celoso. ¿Por qué iba a ser si no? Mientras que la gente le contaba sus asuntos —sobre todo, claro, todo lo relacionado con el sexto mandamiento; ya saben, ese que dice que no hay que joder, ¡no te jode!— él se la meneaba de lo lindo.
Yo, al principio, cuando él me lo dijo una noche, que estaba pedo, no me lo creí. Ni que fuera bobo, ¿no? Pero él seguía erre que erre y me informó que al día siguiente —domingo sin ir más lejos— iba a estar en una iglesia del Barrio Latino. Como yo aquel día libraba, en vez de irme a jugar a la petanca como hacía los festivos que no curraba, me largué a la iglesia de marras. Y, coño, allí estaba Henri como un Pepe, dándole al pirulí y confesando a base de bien.
“Ya que estoy aquí —me dije—, voy a confesarme yo también”. Dicho y hecho. En cuanto que terminó de marcarse el rollo una beata fea como ella sola —claro que, a lo mejor, sus pecados eran la leche, y servía a Henri para sus propósitos; quién sabe— me coloqué tras la mirilla enrejada dispuesto a cachondearme un poco de él.
Con la voz un tanto engolada para que no me reconociera empecé con eso de “Ave María Purísima” y “Hace tanto tiempo que no me confieso, padre”. Él en seguida me llevó al huerto y comenzó a interesarse por las cosas de pilila. Decirle que había cometido “actos impuros” y ponerse en tensión fue uno.
—¿Solo? —me preguntó.
—Solo y acompañado —le respondí yo en plan salomónico.
—Ve por partes, hijo —me pidió él—. ¿Cuántas veces solo?
—Creo que trece —le contesté.
—¿Estás seguro? —me preguntó como si fuese supersticioso.
—Creo que sí, padre.
—¿Y cuándo lo haces? —quiso saber el muy cuco.
—No sé… Unas veces cuando veo una revista de chicas. Otras, cuando sale la Carrà en televisión…
—¿Quién, hijo?
—La Carrà. Raffaella Carrà.
—¿Y te las haces en tu casa, delante de todo el mundo?
—Me las hago con cuidadito —dije— para que no me vean.
Del puro cachondeo estaba que me meaba de risa.
—Bien, bien… ¿y cuántas acompañado?
—Tres. Tres veces, padre —dije todo contrito.
—¿Con hombres o con mujeres? —me preguntó el muy mariconazo.
—Con hombres —le respondí bajando la voz.
Ya que estaba allí había que darle gusto al pobre. ¿No creen? Caridad cristiana me parece que se llama la figura.
Oí un ruidito que no admitía dudas. Se estaba bajando la cremallera de la bragueta.
—Pero ¿no decías que te masturbabas con fotos de mujeres? —me preguntó Henri cogiéndome en falta.
—Sí. Pero luego me gusta hacerlo con hombres —le contesté, saliendo más airoso de la encerrona que la hostia.
—¿Y tú eras el sujeto activo o el pasivo?
—¿Cómo, padre?
—Que si tú eras el que daba o el que recibía —me aclaró perdiendo la paciencia.
—Unas veces daba y otras recibía.
—Ya.
Calló durante unos instantes, probablemente concentrado en la meneanza. Luego me preguntó:
—¿Eran hombres adultos o menores?
—De los dos —respondí.
Aquel día iba de Salomón y no estaba dispuesto a apearme del papel.
—¿Con un menor también? —inquirió con una mezcla de escándalo y deseo.
—Sí, una vez fue con un niño.
—¿De qué edad?
—No se lo pregunté.
—Más o menos —dijo él, no dándose por vencido.
—No sé… De diez o doce años.
—¿Y se la metiste?
—Sí, padre. Hasta el fondo. No quiera ver la sangre que salió.
—¿Y él a ti…? —preguntó ansioso.
—Él no me hizo nada. La tenía muy pequeña el pobrecito. Y después de todo lo que había sangrado…
—Ya… ya…
Eran unos “yas” de lo más entrecortados. No sé si es que asentía a lo que yo le contaba o si decía que ya le venía o si pedía —para hacer juego con el lugar— que le comprara un periódico español de esos catolicotes.
—¿Sigo? —le pregunté.
—Sí, hijo, sigue —masculló.
—El otro era un negro.
—¿Un negro?
Con esto de “¿Un negro?”, lo que quería decir era: “No te privas de nada, cabrón”. Sin ningún recato me pidió:
—Cuenta… cuenta…
—Pues verá…
Me callé para darle suspense a la cosa, pero él me apremió:
—Cuenta… cuenta…
Seguro que la paja estaba ya a punto de caramelo y necesitaba el último achuchoncito. Se lo di.
—Pues verá, padre. Él era boxeador. Yo le había visto pelear en el Palacio de los Deportes y le escribí una carta. Le decía que me gustaba mucho cómo peleaba y que podía ayudarle en su carrera. Como era un muerto de hambre acudió a una cita y me lo trabajé. Ese mismo día, por dinero, me dio por el culo en una pensión.
—¿Y gozaste, hijo? ¿Y gozaste? —me preguntó con la voz ya toda despendolada.
—Mucho, padre, mucho. Gocé como nunca antes había gozado. Él la tenía negra como un tizón. No le faltaba ni la punta roja y ardiente. Me la metió y yo grité y grité y…
El que gritó entonces fue él. Un gritito comedido, pero grito al fin y al cabo. Se había ido, el muy cabrón, como un bendito.
—¿Qué, Henri? —le pregunté recuperando mi voz—. ¿Te has corrido ya?
—¿Cómo? —dijo todo asustado.
—Soy yo. Antoine. El camarero de Le Pelican —le tranquilicé.
Exhaló un “¡Uf!”, y le pregunté:
—¿No me habías reconocido?
—No, qué va.
—¿Vas a estar mucho rato aquí?
—No. Si quieres nos vamos por ahí a dar una vuelta.
—Sí, anda —le dije—. Vamos a tomar algo.
Los dos salimos del confesionario. Él tenía una sotana puesta y toda la hostia. Preparado sí que estaba el muy mamón. Nos metimos en un bar, pedimos unas cervezas y allí estuvimos, hablando de lo divino y de lo humano —incluidos los templarios— hasta que nos hartamos. A la hora de pagar —precisamente a la hora de pagar— Henri se fue a los servicios. Cuando volvió venía de paisano. En sus manos llevaba una bolsa de plástico con el uniforme curero. Un artista en lo suyo, de eso no hay duda. La cosa valió la pena. No todos los días se encuentra uno con un numerito como el de Henri. Eso sí, la broma me costó un montón de francos. El muy hijoputa tiraba de cerveza cosa mala.
Y es que esto del sexo, cuanto más se piensa más complicado se convierte. ¡Con lo bonito que es el polvo albañil! Uno se pone encima de la tía y ñaca-ñaca. Tira de la trampilla y en paz. Se queda uno más descansado que la puñeta. Pero no, empezamos a darle a la chota y lo que es tan sencillito se complica de cojones. Nos volvemos majaras y después pasa lo que pasa.
¿Que qué pasa? Coño, ¿están ciegos o qué? Lo que pasa es que ni hay paz en las calles ni hay nada. Que las personas decentes, ustedes o yo sin ir más lejos, ni podemos pasear con nuestras santas esposas, ni podemos estar tranquilos cuando nuestras hijas en edad de merecer salen del colegio ni nada de nada. Ni nuestras madres están seguras. Con eso les digo todo.
PASEAR DESPREOCUPADO por las calles a las dos de la tarde después de haberse metido en el cuerpo unas copitas de jerez es un placer que les recomiendo desde ya. De solo mirar a los tarados mentales que van echando leches de un sitio para otro, en busca de la zampa o de sabe Dios qué, le entra a uno un gustazo que estremece. Uno tan tranquilo, y ellos, dale que te pego, sufriendo en los embotellamientos porque no les va a dar tiempo de comer ni nada. A las cuatro, de nuevo a fichar. Y así un día detrás de otro. No sé cómo lo aguantan. ¡Pues anda que meterse ahora en el metro a sufrir durante un rato con el calor, el olor y la bulla, tampoco tiene mérito! De solo pensarlo me entran escalofríos.
Lo mejor de esto de tirar de calcetín es que no se le escapa a uno —a uno que no sea un mariconazo como Henri— ninguna tía. Las hay de todos los colores. Altas, bajitas; tetudas, de Castellón de la Plana; culonas, sin culo; rubias, morenas… Qué sé yo. Hasta tullidas hay. Pero todas tienen un mínimo —o un máximo, que yo para esto de las Matemáticas siempre fui un negado— común denominador: un coñito bien plantado, dispuesto a engullírtela en cuanto que se tercie.
Y lo jodido es que con las ganas de joder que tenemos todos jodemos menos que un eunuco en el harén de un mojamé con pasta. Es un problema arduo de pelotas —sobre todo de pelotas; ahí di en el clavo—; el tío que lo resuelva me merecerá un respeto. En realidad, tenía que haber maquinitas —en los estancos, en los bares, en sitios así— en las que uno metiera unos datos —por ejemplo: quiero una tía de treinta años, pecosa, embarazada de dos meses a ser posible de la provincia de Ciudad Real— e ipso facto, a paso ligero, vamos, te suministraran la dirección donde encontrar a esa tía dispuesta a que tú le des riego.
Y para las tías igual, claro. Una, por ejemplo, podría pedir a un excamarero que haya trabajado en Francia, que esta semana haya atracado dos bancos y una caja postal de ahorros y que esté más salido que un rucho. Entonces la maquinita le atizaba mi dirección y los dos le dábamos al metisaca durante toda la tarde.
Y todo este invento, gratis. Para que también los pobres disfrutaran un poco. Que con unas cosas y otras se van a ir al limbo sin haberlas olido, lo que se dice sin haberlas olido.
Lo malo —o lo bueno, según se mire— que tiene el tirar de pata es que te entra un hambre canina. De jauría de perros lobos, para ser más precisos. Como hace años —no miento, años— que no me como un cocido encamino mis pinreles hasta el Lhardy. Ya que estoy en la Gran Vía, son solo dos pasos.
Sí, señor, esto es una sopa. Una sopa del cocido que de solo olería alimenta. Hum, cómo huele la cabrona. ¡Zas! Ya engordé dos quilates. Pues verán cuando me la haya zampado. Está más caliente que la leche, pero cualquiera resiste la tentación. Comienzo a darle a la cuchara antes de que a algún gracioso le dé por tirar la bomba de neutrones y me quede sin sopa, sin cocido y sin nada. Y eso sí que no. Si el paladar se jode, que se joda, pero esta sopa entra para adentro como me llamo Antonio.
Sudar sudo como si estuviese en un baño turco. A lo mejor está feo que me quite la chaqueta en un sitio tan chulo como éste, pero es que ya no puedo más. Ahí viene el camarerín con el plato de cocido. Huy, huy, huy, esto es demasiado. Sí, hijo, sí, ponlo ahí delante mío. Verás lo que va a durar.
Lo cronometro, y tardo unos trece minutos. Más o menos lo que algunos gilipollas echan en correr cinco kilómetros. Perdonen que les haga una pregunta capciosa: ¿ustedes qué son, de los que tardan trece minutos en jalarse un cocido o de los que pierden ese tiempo en hacer el indio en paños menores dando vueltas como mulas alrededor de una pista de tartán? Ah, bueno. Porque es que, si no, no sigo contándoles nada.
El café, la copa y el puro se imponen por su propio peso. Los saboreo sin prisas, con parsimonia, sin cronometrar ni nada, recreándome en la suerte. Joder, lo único que me falta es la negra aquella del Camerún —para abanicarme; de lo otro, ni hablar— y la Carrà, oculta debajo de la mesa, haciéndome una perita. Sería el acabóse. Entonces sí. Entonces sí que no me importaría que tiraran la bomba de neutrones. Me iba a quedar tan pancho.
Me traen la vuelta y me pongo en pie. Trinco la chaqueta y, al tiempo que me la pongo, suelto un eructo, que deja a todo dios más petrificado y confuso que la puñeta. Es el estrambote, como quien dice. Con un gesto me disculpo y les digo que sigan dándole al cocido, que se les va a enfriar. Pero no, continúan mirándome —especialmente los tíos de las mesas próximas— como pasmarotes.
Lo que les decía hace un momento. A las personas decentes —como ustedes o como yo— nos señalan con el dedo en cuanto que nos descuidamos.
HE COMPRADO EL PERIÓDICO para nada. De lo mío de esta mañana no dicen ni mu. No sé si es que no le dan importancia o que todavía no les ha dado tiempo de meter la noticia. A saber. Lo que sí sigue ocupando su espacio es el asunto del Paquito y la Raquel. Al parecer el bueno de Menéndez ya no sabe qué hacer con su picha para desbaratar el lío. Me lo imagino pregonando en el Rastro: “¿Quién me compra un lío?”.
Y es que, claro, cuando uno hace las cosas bien, no hay poli listo que se las dé de ídem. No comprendo —es una de las muchas cosas que no comprendo en esta vida— por qué la gente no atraca más bancos o comete, resumiendo, eso que llaman los bienpensantes “acciones criminales”. Sí, no lo comprendo. Si uno hace las cosas bien se saldrá con la suya sin esforzarse ni nada. La pasma solo coge a los mingurris que roban veinte pavos a la vieja de la esquina. Pero a los demás, ni olerlos. Los polis no huelen una mierda a medio metro. Con eso les digo todo. Los tíos estaban acostumbrados a ligar comunistas durante el franquismo —ya se sabe que a estos comunistas les pasa lo que a los primeros cristianos: van a los leones con la sonrisa en los labios, dando facilidades— y no entienden de otra cosa.
Porque el crimen perfecto existe. Sí, hombre, no se rían. Existe. ¿Quién me puede relacionar a mí con la Raquelita? ¿Eh, quién me puede relacionar? ¿Ustedes? Nos ha jodido. Porque yo se lo he contado. Si no, de qué. Y con el Paquito, igual. ¿Quién me puede relacionar con el Paquito? Yo únicamente era uno de los cientos de personas que vivían en el bloque de apartamentos. Después del retrato robot que se han marcado con la cegata de la mujer y de los testimonios de los cagados del segundo banco, hasta el más lerdo puede respirar tranquilo.
Además, qué coño, la prueba de la impericia de la poli es la cantidad de casos que quedan sin resolver. Los cabrones de los periodistas —mamporreros de pro— en cuanto que aclaran algo lanzan las campanas al vuelo y la gente que lee los periódicos piensa: “¡Qué listos son nuestros Sherlock Holmes!”. ¡Una leche! ¿Por qué no publican la lista de casos pendientes? ¿Eh, por qué no la publican? Muy sencillo. Porque ocuparía todas las páginas y aún faltarían más.
Moraleja: si uno hace las cosas bien, no hay poli que valga.
A la policía se entrega uno mismo con sus errores y sus gilipolleces. Y eso se lo dice un menda como yo que los ha cometido a base de bien. Porque yo sí reconozco —si tengo una virtud, ésa es la de reconocer mis errores— que lo de llevarse a la Raquel como rehén fue un error como una catedral. Pero ni aun así darán conmigo. Y si no, al tiempo. ¿Que por qué no me cogerán? Porque he sabido encauzar las cosas a tiempo. No me he acojonado —a los que se acojonan es a los primeros que cogen— y sigo en la brecha sin hacer caso de las bravatas del Menéndez y de la puta madre que lo parió. Lo dicho: no huelen una mierda a medio metro.
¿Y saben qué es lo más jodido de todo esto? Pues que se hincha uno a pagar impuestos para luego mantener vagos y maleantes como el Menéndez, que ni con errores ni nada es capaz de cumplir bien con su trabajo.
“Anda y que te den por el culo”, digo al periódico cuando lo lanzo sin éxito —cae fuera— a una papelera. Oteo el horizonte en busca de un taxi libre, pero no aparece ninguno. Así que camino tranquilamente esperando que asome alguno. Ahí se ha parado uno. A ver si hay suerte y se queda libre. Me acerco a él y se lo pregunto al tipo. Me dice que sí. Da el cambio a la clienta que lo ocupa —una chiquita maja de verdad— y yo me coloco estratégicamente para verle las piernas al bajar. Ella ni se embaraza ni nada —embarazada sí que la dejaba yo; pero ésa sí que es otra historia—, mira cómo yo la miro y, encima, saca pecho. La veo alejarse y entro en el coche.
—¿Ha visto usted cómo iba provocando ésa? —me pregunta el taxista, un canijo con muchas patillas y los dientes con más sarro que la hostia.
—Ya lo creo, ya —le digo por decir algo.
Mal asunto. Coge confianza y pega la hebra conmigo.
—¡Ay, si yo le contara! —exclama. Luego agrega—: ¿Adónde vamos?
Joder, siempre hago las cosas al revés, siempre me da por poner el carro antes que los bueyes. Es una mala costumbre que tengo. A ver si me conciencio de una puta vez de que los taxis se cogen después de que uno ha decidido adónde coño va.
—¿Adónde vamos? —me insiste el tío.
—A Capitán Haya —le respondo a vuela boca.
Pone en marcha el coche y repite por si no me enteré antes:
—¡Ay, si yo le contara!
Si hay algo que me jode en esta vida es un tío que anda con secretitos y suspenses. Coño, si tienes algo que contar, cuéntalo. Como lo pienso se lo digo. Con su poquita de mala leche y todo.
—Coño, si tiene algo que contar, cuéntelo.
Me mira de reojo y no sabe cómo reaccionar. Mingurri habemus. A éste lo pesca el Menéndez con los ojos cerrados, que ya es decir.
—¿No me iba a contar algo? —le pregunto con la misma acritud de hace un segundo.
Está un momento callado, pero un bocazas es un bocazas. Así que, tras rumiarlo, me suelta en plan Ortega y Gasset:
—Las mujeres son la hostia.
Muy original, sí, señor.
—Son la hostia —dice pluriempleándose y haciendo él mismo de eco.
—¿Por qué dice usted eso? —le pregunto, pasándome de gilipollas.
—¿Es que acaso no tiene ojos en la cara? ¿No ha visto a esa que bajó?
—Claro que la vi. ¿Qué le pasaba?
—¿Que qué le pasaba? —me remeda—, Que iba pidiendo guerra, eso le pasaba.
—¿Usted cree? —le pregunto, incrédulo.
—Si hubiera querido, me la hubiera tirado…
“Encima de mingurri, farolero”, pienso.
Ve mi cara de incredulidad y se marca otra de “¡Ay, si yo le contara!”. Luego aclara:
—¡Los polvos que habrá conocido este coche!
—¿De verdad? —le pregunto, interesado.
—¡Hombre! —exclama él.
—¿Y por qué, entonces, no se fue con ella y se la fumó?
—Pues porque tenía que trabajar.
Encima de mingurri y farolero, currante.
—¿Solo se las tira en las horas libres? —inquiero.
—No, qué va. Es que hoy se está dando muy mal el servicio —comienza a disculparse— y después el jefe me echa la bronca. Solo llevo hechas tres carreras y no puedo perder el tiempo así como así.
—¿No es suyo el coche?
Un resoplido sustituye al no. Aleja de su mente los problemas laborales y vuelve a los orígenes.
—Esa tragaba. Se lo digo yo que sé de estas cosas.
—¿Y cómo lo hace?
—¿Cómo hago qué?
—¿Cómo se las liga?
Lanza una risotada y me responde:
—No me las ligo yo, ellas me ligan a mí. Sí, hombre, sí. Para una tía que le pica el coño —me explica— la solución más fácil es tomar un taxi, a ser posible con un tío macizo —“como tú, vamos”, pienso—, darle palique, insinuársele y acabar jodiendo en el asiento de atrás.
—¿Y cobra por ello? —le pregunto.
Escandalizado me contesta:
—No, no, de eso nada.
Mingurri, farolero, currante y caballero. Hasta un pareado me ha salido y todo.
—A veces, hasta me llevan a su casa —añade orgulloso.
—Mira qué bien —me burlo.
—Es muy sacrificado esto del taxi —comenta el jeta guiñándome un ojo.
—¿Es usted casado?
Asiente con el pepino que usa como cabeza y yo, harto de sandeces, le digo provocándole:
—A lo mejor su señora, mientras está usted trabajando, también anda por ahí haciendo favores.
Esto es lo que más me gusta de las conversaciones: soltar una impertinencia en un momento estratégico y ver las reacciones del interlocutor válido que me ha estado dando el coñazo sin prisa pero sin pausa.
Este reacciona metiéndole al freno cosa mala. Una camioneta de reparto que viene detrás casi nos da por el culo. Como el taxista, al parecer, sabe hacer dos cosas al mismo tiempo, exclama:
—¿Cómo?
Con toda la cachaza del mundo se lo repito:
—Le decía que a lo mejor su santa esposa también anda por ahí haciendo favores.
—Pero… pero… —balbucea.
El de la camioneta y los que le siguen comienzan a tocar el claxon y se forma un cipote de cuidado. El patillas se aparta a un lado para dejarles pasar. El chófer de la camioneta se asoma y le grita con más precisión que la puñeta:
—¡Taxista, cornudo!
—¿Lo ve? —le digo—. Todo dios sabe que es usted un cornudo.
Con los ojos saliéndosele de las órbitas me insulta.
—¡Cabrón! ¡Cabrón!
Como ya he dicho que es un tío hábil de cojones que sabe hacer dos cosas al mismo tiempo, me lanza sus manitas a la cara. Se las agarro con la diestra, y con la siniestra le abofeteo. No es que el tío pueda compararse a Rita Hayworth —no le llega ni a la suela de los zapatos—, pero el gustazo que me doy no hay quien me lo quite.
Con el jaleo, claro, aparece un guardia de la porra. Salgo del coche simulando indignación —si tengo una virtud, ésa es la de ser un actor de mucho respeto—, tiro de pasaporte y se lo muestro. Y no me quedo callado, qué va. Suelto una torrentera de palabras en francés. El de la porra en cuanto que le sacan del castellano más castizo no entiende ni papa. El taxista baja del coche también y comienza a dar su versión, que, por cierto, se ajusta a la verdad con precisión de taquígrafo. Disfruto como un niño en el circo.
Como siempre hay algún enteradillo suelto, un chaval que pasa por allí se ofrece a hacer de intérprete. Por medio de él le digo al guardia que el taxista estaba dando vueltas y vueltas sin llevarme a mi destino. El guardia se encara con el taxista y le habla de los beneficios del turismo y de otras chorradas. Después de mucho tira y afloja me avengo a pagar lo que marca el taxímetro. El patillas, mingurri, farolero, currante y caballero se va con el rabito entre las piernas, cagándose en mi puta madre.
Para acabar de rematarla le pregunto al guardia por la calle Capitán Haya. El tío, más atento que la hostia, se deshace en explicaciones. Me despido de él, me saluda militarmente como mandan los cánones y hago mutis. Si los mirones no aplauden es porque no tienen ni puta idea de lo que es un actor en acción, un happening, ni el arte por el arte.
CUANDO ESTOY EMPALMADO, lo que se dice empalmado, le señalo el cimborrio a la fulana y le digo:
—Anda, súbete a la barra fija y a ver cómo te portas, Nadia Comaneci.
Ella me sonríe, pero se ve a la legua que ni ha comprendido el chiste ni sabe quién coño es Nadia Comaneci. Un país de analfabetos, eso es lo que es este país.
Y de las putas, no hablemos. Tienen un coeficiente de inteligencia las tías que no vean. Menos que un conejillo de indias; siempre que sea macho, claro. No crean que me refiero solo a las españolas. No, qué va. Me refiero a todas, lo que se dice a todas. Si de algo entiendo un poco es de putas. El tiempo que estuve al frente de Le Patín me sirvió para enterarme de qué iba el rollo. Son muy listas para unas cosas —por ejemplo, para sacarle las perras a la gente—, pero para otras —la cultura y así— son negadas como ellas solas. Y no es que yo a esto de la cultura le dé mucha importancia, pero, coño, un poquito de clase y de cultura general no le viene mal a nadie. Vamos, digo yo.
—Pero ¿tú sabes quién es Nadia Comaneci? —le pregunto.
Se encoge de hombros. No les decía…
—Anda, súbete a la barra —le repito, dándola por imposible.
La tía se pone a horcajadas sobre mí, se encasqueta mi polla en su chichi, yo la agarro por la cintura y empezamos un meneo de no te menees, si es que ustedes son verdaderamente inteligentes y me cogen el juego de palabras.
Cuando suelto lastre, ella no deja que me duerma y me agita con más violencia que la leche.
—¿Qué pasa, coño? —le pregunto, desabrido.
—Nos tenemos que ir —dice—. Ya ha pasado la hora.
A regañadientes comienzo a vestirme. Salimos al pasillo y la tía me comunica que se va al baño. Ahora soy yo el que se encoge de hombros. No sé qué coño me importa a mí que se vaya a cagar o a hacer lo que le venga en gana. Le doy la tela y me besa a modo de despedida. Las putas pegajosas me dan por el culo cantidad.
—Bueno, me voy —le digo.
—Hasta otra —me responde, sonriendo.
Cuando voy a salir del piso, la madame viene a abrirme. Yo me he quedado ensimismado mirando la foto de un niño vestido de primera comunión que hay sobre un radiador y ella me dice toda compungida:
—Es un sobrinito mío. El pobre murió el año pasado.
—¡Y a mí qué coño me importa! —le espeto.
Salgo y doy un portazo. La gente empieza a darte información y te pone la cabeza como un bombo. No puede uno ni echar un polvo tranquilo.
Me voy andando hasta Generalísimo. Tengo que comprarme unos calzoncillos, y para eso no hay nada como unos grandes almacenes.
Esto de los grandes almacenes es la locura del siglo. Aquí sí que acaba uno con la cabeza como un tam-tam. Ligo los calzoncillos en plan guerrilla y salgo echando leches. Hoy no es mi día. De pronto aparece por la calle un mogollón de gente con pancartas dando gritos. Sí, señores, una manifestación. Me quedo allí, en medio del follón, intentando descifrar lo que dicen las pancartas. Los tíos las llevan tan mal, que van todas arrugadas y no hay forma de enterarse de nada. Al fin me aclaro; se trata de una manifestación de parados. Estoy en un tris de unirme a ellos, con mi bolsa de calzoncillos y toda la pesca. A mí las manifestaciones siempre me han chiflado. En París, siempre que podía, me piraba a ellas. Atizarles pedradas a los guripas lo considero uno de mis deportes favoritos. Además, se ligaba en ellas. Tías rojazas y tal, que follaban como monas. La afición me la quitó un CRS que me dio con todo el vergajo en la nuca y casi no lo cuento. Por eso ahora, en cuanto que oigo el ulular de las sirenas de los antidisturbios, me olvido de la solidaridad y del internacionalismo proletario, y pongo pies en polvorosa.
Sin frenar el paso lo más mínimo, giro la cabeza y veo cómo ya está liada. Se reparten hostias por el Norte, por el Sur, por el Este y por el Oeste, es decir, por todos lados, y los parados —y los mirones que se habían quedado también parados— se llevan la peor parte, claro.
Echando el bofe —después del calimocho, la carrerilla me ha dejado para el arrastre— y casi expulsando por la boca los garbanzos que comí en el Lhardy, me meto en una cafetería. Suelto la bolsa con los calzoncillos y me siento en un taburete.
—Una tónica —le pido al colega sin jugar a los cuchilleros ni nada.
Me la pone y me la bebo de un trago. Estaba séquito. Respiro hondo, me calmo, alejo un pensamiento nefasto. —“Anda que si me cogen en la manifestación y me empapelan… Hubiera sido de cachondeo”—, y pido un gin-tonic.
Una vieja que se ha sentado a mi lado quiere un té. El camarero, un chaval amable de pelotas, le pregunta todo sonriente:
—¿Lo prefiere solo o con limón?
—Con leche —le responde la hija de puta con más acritud que el carajo.
Y es que no se puede ser amable y simpático con la gente. Sobre todo si son viejos. Yo los incineraba a todos. No hacen más que estorbar. Y encima, para acabar de joderla, suelen tener perros que ponen las calles perdidas de mierda.
Ya que no he podido, por mor de las circunstancias adversas, mostrar mi solidaridad con los de la manifestación, hago un gesto de complicidad al camarero, que él capta y agradece. Una forma de apoyo a la clase obrera como otra cualquiera.
Le doy al gin-tonic y abro la bolsa para comprobar la calidad de los calzoncillos. De primera, sí señor. Esta es una prenda que, por si no lo saben, hay que saber elegir. Si te descuidas, o vas con los huevos colgando como los cojones de los verracos o más encogidos que en el Polo Norte. Ni tanto ni tan calvo. Elegir bien los calzoncillos, comprar esos que le van a uno como anillo al dedo, es una ciencia; y no precisamente de las infusas, no, sino que se adquiere con la experiencia. La madre de la ciencia, ya saben.
Hombre, lo que faltaba para el duro. La vieja se ha pirado con su leche a cuestas y ha ocupado su sitio un tío calveras con ojos saltones. Todo sofocado, pide un café —bien cortado, matiza el cabrón— y se pone a darle al pico conmigo. Que si no hay derecho, que si cada día hay más manifestaciones, que si esto con Franco no pasaba, que si patatín y si patatán, que si ahora no se trabaja…
Corto su rollo para objetarle —era por abrir la boca, no se crean— que si están parados no pueden trabajar. Para tío lógico, como ven, yo. Pero él ha cogido carrerilla y sigue con lo suyo. Que si el que quiere trabajar trabaja, que si Franco por aquí, que si Franco por allá…
Entre el taxista ligón, la puta cagona, la madame con su sobrino y este desgraciado me están dando la tarde. Empiezo a contar hasta cien para calmarme y no montar una de las mías, pero, qué coño, en cuanto que llego al veintisiete me paro y le digo:
—Oiga, por qué no se mete al Paquiro en el culo. Y cierre la boca ya, hombre, que calladito está más guapo.
No parece sino que el taxista le ha dado lecciones. Él también exclama:
—¿Cómo?
—Que me está dando por el culo con tanta charla.
—Oiga —me dice todo chulín, poniéndose las estrellas de capitán del Tercio—, cuando hable de Franco enjuáguese la boca antes.
“Sí, hombre, lo que haga falta”, me digo. Bebo un sorbo del gin-tonic, me enjuago la boca y le lanzo el chaparrón en su carita roja y gualda. Busca con la mirada entre la concurrencia, pero la gente se inhibe en plan avestruz que da gusto verla.
—¡Le voy a denunciar! ¡Le voy a denunciar! —grita el tío como un poseso.
El camarero amiguete mío sale de detrás de la barra y, con esa amabilidad que Dios le ha dado, le pone de patitas en la calle. Cuando vuelve tras la barricada me dice señalando el vaso vacío:
—¿Quiere otro?
—Sí, gracias.
Me planta la bebida delante de las narices y dice en voz baja, inclinándose sobre mí como un conspirador:
—Ha hecho usted muy bien. Ese tío ya me estaba cargando. Hay gente que no se acostumbra a que hayamos traído la democracia.
No le decepciono explicándole que mi acción no obedece a que haya resuelto la contradicción dictadura-democracia a favor de esta última, sino a que sencillamente estaba hasta los huevos de su cháchara. Pero como me cae bien, me achanto y le dejo que se explaye con eso de que él ha traído la democracia. Y es que yo, ya lo saben, por las buenas soy un santo.
Él no me da cuartel y en cuanto que ve mi vaso vacío me lo llena. Así da gusto. Cuando su trabajo se lo permite se acerca al rincón donde me he apalancado y charlamos de esto y de lo de más allá. Debe ser la querencia, pero a mí los camareros me huelen. En seguida ven un compadre en mí. A lo mejor, los que estamos —o hemos estado— en este gremio tenemos un sexto sentido para estas cosas. Si son investigadores, ahí tienen un bonito tema: “La Hermandad de los camareros. Evolución histórica, situación actual y perspectivas de futuro”.
Como su hora de salida se acerca me decido a esperarle. Haciendo tan buenas migas con la intendencia, estoy cogiendo una mierda de cuidado. No sé cómo coño va a terminar esto. Tal como se está dando la tarde, mientras no acabe en la comisaría me doy con un canto en los dientes.