HE HECHO QUE ME SUBAN los periódicos de la mañana y me pongo a hojearlos en la cama. Son la rehostia estos tíos que escriben las páginas de sucesos. Inventan sobre la marcha que da gusto. ¡Pues no va uno que se marca, así por la jeta, una historia de celos y pasiones con un triángulo formado por Paquito, la Raquel y el tercer hombre, es decir, yo! Para colgarle de los huevos y encerrarlo luego con una manada de ninfómanas.
La foto de Paquito que publican todos los periódicos es casposa de cojones. Si no tiene veinte años no tiene ninguno. Se le ve sonriendo a la cámara con toda la pachorra del mundo y diciendo: “Aquí estoy yo”. Lleva un trajecito mal cortado, y en la diestra porta un cigarro con más señorío que la puñeta. La biografía que te cuentan de él es de novela de Dickens. El campesino pobrecito que logra salir adelante a base de tesón y esfuerzo —vamos, a base de hacer el gilipollas trabajando más que un tonto— y que encuentra en la Benemérita su tabla de salvación. La retahíla de destinos que tuvo el gachó es para echarse a temblar: Almodóvar del Río (Córdoba), Valderrobles (Teruel), Chantada (Lugo), Calatañazor (Soria), Villacastín (Segovia), Mijas (Málaga) y Navalcarnero (Madrid). El muy hijoputa hizo carrera de la buena.
La que sí se ve tal cual era en la realidad es la Raquel. Es una foto en plan madraza, para que le demos a la lágrima con descaro. La rodean tres chavales. Bueno, dos chavales que deben ser medio mellizos y una chavala. La chavalita tendrá sus buenos trece o catorce años. Lo que les decía: desvirgarla debe de ser un primor. Créanme, yo para estas cosas tengo un sexo sentido. ¡Hay que joderse con el lapsus freudiano! Un sexto sentido, quería decir.
El arquitecto —un guaperas cantamañanas— le da al rollo cosa mala. El muy cabrón se remonta a las fuentes y nos cuenta la vida y milagros de su matrimonio. Como si eso nos importara un carajo a los que hemos soltado la pasta por estos papeluchos impresos. Dice que la conoció en la Universidad, en una fiesta. Él era tuno —aquí el que no se descojona es porque no quiere— y hasta le echó una serenata y toda la hostia. Para que después digan que hay psiquiatras en paro.
Lo que no cuenta el muy bocazas es los polvos que le echaba a la Raquel, cómo se la mamaba ella, qué posturitas sabía hacer, qué tal estaba en pelota viva… En fin, las cosas que pueden interesarle a todo hijo de vecino bien nacido. Pues no, de eso nada. Que si nos casamos en los Jerónimos, que si nos echó las bendiciones un primo suyo jesuita… Vaya mamarracho.
Y la culpa de todo la tienen los periodistas. Por mi madre, que con las tripas del mejor ahorcaba al peor. ¿Se han fijado alguna vez en la cantidad de paridas que se escriben en los periódicos? Pues si no se han fijado, fíjense. Cosas que le interesen a uno, lo que se dice cosas que le interesen a uno, hay que buscarlas con lupa. Sin embargo, chorradas, todas las que quieran. Pero eso sí, le dan un barniz los tíos que parece que nos va a ir la vida en que tal menda de nombre impronunciable gane las elecciones en Dinamarca o en que los Estados Unidos no vendan trigo a los rojazos de los rusos. La monda en bicicleta, vamos.
En fin, más vale no cabrearse. Lo mejor es no comprar un puto periódico, a ver si así se van todos a la ruina y nos dejan en paz. Y lo malo del asunto es que después no sirven ni para limpiarse el culo con ellos. Los imprimen tan mal, sueltan tanta tinta, que si te descuidas te lo pones como una cebra.
Si hoy los he comprado ha sido para ver qué decían los muy mamones de lo mío. A los atracos les dedican cuatro líneas mal contadas. ¡Hay que joderse! Se esfuerza uno para que luego un danés del carajo le chupe plano. He dicho que más vale no cabrearse, pero la verdad es que no me gusta que me toquen la moral de esa manera. Del primer Banco dicen que me he llevado dos millones, y del segundo, tres y medio. Para un día de trabajo, no está mal. Después de todo —vaya trampa que es la vida— no me puedo quejar.
Esta sí que es buena. Uno de los periódicos destapa su tarro de las esencias y se descuelga con un retrato robot del “asesino” —así me llaman; yo ni entro ni salgo, me limito a transcribir— que es la repera. Que santa Rita conserve la vista de los testigos y la mano firme del artista. Ni ése se parece a mí ni Cristo que lo fundó. No se me parece nada, lo que se dice nada. Ni la boca, ni la nariz, ni las orejas… Coño, ya les he dicho: nada.
A ver qué dice aquí… Ah, ya me lo explico. El dibujante se ha basado en la descripción de la mujer de Paquito —una tontaina a la que si hicieran un test de inteligencia rompería el aparato, y que, para más inri, ve menos que Pepeleche; la tía se gasta unos cristales en las gafas que parecen culos de botellas— y así le ha salido la obra maestra.
El Paquito —con su experiencia de civilón a cuestas— sí me hubiese retratado tal cual. Por eso me lo llevé por delante. Además, claro, de que me caía gordo de cojones.
Total, un guardia civil retirado más o menos, qué más da. Nadie lo va a notar. La viuda ligará una buena pensioncita y a lo mejor hasta se busca un maromo en plan capricho. No le arriendo las ganancias al pobre chaval. Si la tía no está para algo es para hacerle un favor. Pero a mí que me registren; allá cada cual con su conciencia.
Dicen los periódicos que la poli tiene la picha hecha un lío. Pero ellos hacen el paripé y le dan a la húmeda sin tino. El comisario —un tal Menéndez— afirma categórico que las pesquisas van por buen camino y que no nos preocupemos. Nada, yo tranquilo. Mientras nos protejan los Menéndez de turno los ciudadanos podemos estar tranquilitos.
Acabo de prensa hasta los mismos güitos. Pongo los periódicos sobre la mesilla de noche y me levanto a mear. El litro de café que me he tomado en el desayuno reclama sus derechos constitucionales. Una buena meada, sí señor. Me la guardo tras sacudírmela bien sacudida y vuelvo a la cama rica. Enciendo un cigarro, me llevo las manos a la nuca y miro el techo con un interés tal que no parece sino que fuese la mismísima Capilla Sixtina.
Y ahora llaman a la puerta. A lo mejor es el Menéndez en plan comisario Maigret. Por si las moscas, saco la pistola de la mesilla de noche y me la guardo en el bolsillo de la camisa del pijama.
El que sea es impaciente. Vuelve a llamar.
—Adelante —digo.
Siguen llamando.
—Adelante, coño —grito desgañitándome.
La puerta se abre y, mira por dónde, no es el cabroncete de Maigret sino una camarera del hotel, que asoma su cabezota con una sonrisita de currante que no tiene más remedio que sonreír aunque le estén pisoteando los ovarios. Un gaje del oficio como otro cualquiera.
La tía se queda en la puerta y yo, caballero andante aunque esté tumbado en la cama, le digo no se quede ahí, que entre. Ella me obedece con sonrisita profesional en los labios. Lleva puesta una bata azul claro que no le hace justicia ni de coña. Eso sí, los dos botones de arriba están desabrochados y las dos tetitas le asoman un poquito. Lo suficiente para que me entre un picorcillo en la punta del nabo de lo más sospechoso.
La miro preguntándole qué desea y ella me responde un tanto cortada:
—Venía a hacer la habitación.
En seguida añade servil:
—Pero si usted…
—Es que estoy enfermo —le miento, poniendo cara achacosa.
—Entonces me retiro —dice acercándose a la puerta—. Buenos días.
—No, no se vaya —le pido incorporándome en la cama.
Ella me mira sin comprender. Desde luego, hay algunas que son duras de mollera. Hay que explicárselo todo. Así que le digo:
—Me encuentro muy solo.
Con sus ojos me da a entender que el que yo esté solo o acompañado se la trae floja.
—Perdone, pero tengo que hacer todas las habitaciones de este piso.
—¿Todas? —le pregunto, escandalizado.
—Sí, todas.
—A usted la explotan.
—Es mi trabajo —me replica.
—¿Está sindicada? —le pregunto.
De nuevo sus ojos hablan por ella: “A usted qué coño le importa”.
—Seguro que su sindicato tendría mucho que decir sobre eso de que tenga usted que hacer sola todas las habitaciones de este piso. Por cierto, ¿cuántas son?
—Veinte —responde ella.
—Quéjese a su sindicato —le aconsejo en plan abogado laboralista, encendiendo un pito.
Hago como que me atraganto con el humo y ella —qué encanto de muchacha— me dice:
—Si está enfermo, no debería fumar.
—Sí, tiene razón.
Apago el cigarro recién encendido y me arrebujo en la cama.
—Creo que tengo fiebre —le suelto con un hilillo de voz.
Ella lo duda unos instantes y se me acerca. Pone su mano derecha sobre mi frente y me entra un gustirrinín de no te menees. De refilón le echo un vistazo a las tetas.
—Yo le noto normal —afirma ella, retirando su manita.
Hago un gesto de dolor con la cara y, erre que erre, insisto:
—Pues no me encuentro nada bien.
—¿Quiere que llame al médico del hotel? —dice acercándose al teléfono.
—No, no, no se moleste.
—Pero si no es molestia…
—No, déjelo.
Tras una pausa, en la que ella no sabe verdaderamente qué hacer, le digo:
—Con una inyección creo que me recuperaría.
—Llamaré, entonces, al practicante.
¡Joder con la tía! Se ha empeñado en llamar a todo Dios y no hay quien la baje del burro.
—¿Para qué? —digo.
—¿No dice que con una inyección se recuperaría? —me pregunta extrañada.
—Sí.
—¿Entonces…?
—¿Por qué no me la pone usted?
—¿Yo? —exclama sorprendida.
—Sí, usted.
—Pero yo…
Si tengo una virtud, ésa es la de resultar convincente cuando me hago el ingenuo. Voy, pues, y le pregunto:
—¿No sabe?
No responde. Se queda más callada que un muerto. Sin ir más lejos, más callada que el Paquito y la Raquel. Y conste que no es por señalar.
—¿No hizo usted el servicio social?
Dice que sí con su cabezota, pero farfulla con la mosca detrás de la oreja:
—Pero eso que usted me pide…
—¿Acaso es pecado ponerle una inyección a un enfermo?
La dejo más desarmada que al ejército ese cautivo y desarmado del que hablaba Franco en el último parte de guerra.
Me mira con sus ojitos miedosos y continúa sin saber qué hacer.
—El practicante se la pondrá mejor —argumenta, defendiéndose como gato panza arriba.
—¿Por qué se subvalora? —le replico. Y añado—: Le pagaré por ello.
Agarro la cartera que está sobre la mesilla de noche y saco un billete de mil.
—Tenga —le digo, ofreciéndoselo.
—No tiene por qué pagarme —dice, ofendida—. ¿Dónde está la inyección?
Le señalo el armario y le respondo:
—En la maleta más clara hay un botiquín de mano.
Va hasta el armario. La maleta está en la parte de arriba y no llega. Se sube a una silla y le veo los muslazos. Localiza el botiquín y baja de la silla.
—Ahí encontrará todo lo necesario.
—¿Es ésta? —dice mostrándome una cajita verde.
Le respondo que sí con la cabeza y me doy vuelta en la cama mientras ella prepara la inyección. Me bajo el pantalón del pijama y me quedo con el culo al aire. Giro la cara y la veo acercarse a mí con la aguja en la izquierda y un algodoncito en la derecha. Me empalmo a base de bien. Me toquetea la nalga con el algodón y yo me agarro furtivamente la polla con la mano buena. Comienzo a meneármela. Ella, ocupada como está en hacer las cosas lo mejor posible, ni se entera de qué va la cosa. Cuando estoy en lo mejor de la meneanza noto el pinchazo.
—¡Ay, perdone! —exclama—. Le he cogido vena.
Yo ni me inmuto, sigo con lo mío.
—Ahora —dice con voz trémula.
Y me la clava otra vez. Yo estoy ya a punto de la corrida —las cinco de la tarde, como quien dice— pero me contengo mal que me pese. Cuando ella suelta el líquido —unas vitaminas que me da por ponerme de tanto en tanto— me dejo ir y me corro a marchas forzadas. Tengo un orgasmo de tal calibre que hasta me pego un pedo sonoro de verdad.
Ella desclava la aguja y pasa de nuevo el algodón con un rictus de asco en su cara. No es para menos. El pedo, además de sonoro, venía con su olorcillo y todo. Un pedo, en fin, del que no se puede decir aquella cantinela de “incoloro, inodoro e insípido”.
Cuando me repongo del trance le digo con voz que me sale del alma:
—Gracias.
Ella guarda las cosas en su sitio y se va sin decirme adiós. ¿Se habrá dado cuenta del pajote? Salto de la cama y voy al cuarto de baño. Me quito el pantalón del pijama y, antes de ponerme otro nuevo, me limpio el litro de semen que he soltado con la broma.
Mientras lo hago me da por pensar —ahora viene una de recuerdos infantiles; por falta de explicaciones que no quede— en doña Carlota. ¿Que quién era doña Carlota? Coño, ustedes lo quieren saber todo. Ni que fueran intelectuales.
Bueno, vale. Se lo contaré.
Doña Carlota era la practicante de mi pueblo. Una machota del copón, como su propio nombre indica. Eso, al menos, decían todas las mujeres, mi madre incluida. Yo no sé si sería machota o no, pero en cuanto que veía un capullito en flor los ojos se le salían de las órbitas y las manos iban hacia él como el hierro al imán, si me permiten un símil tan de mastuerzo.
En cuanto que la Carlotita —una cincuentona con más tiros pegados que Prim— se quedaba a solas con el enfermito —la tía hasta que no se quedaba a solas con el portador del capullo no paraba— le empezaba a tocar la barriga. Luego bajaba la pezuña y te hacía una manola de las de ver la Osa Mayor y toda la hostia. ¡Cómo te la meneaba! Era de llevar un notario en el bolsillo para que certificase lo bien que la Carlota le daba al manubrio y te desfloraba poquito a poquito.
Después de haberte hecho la paja te ponía la jeringa. Era la puntilla. Y nunca mejor dicho. Yo no sé —nunca lo he sabido— si lo que te curaba las enfermedades era la penicilina del Fleming o las pajas de la Carlota. Seamos equitativos: cuarto y mitad de cada uno.
Termino de lavarme bien lavado y me pongo un pijama nuevo. Vuelvo a la cama filosofando en plan gilipollas. Que si en la infancia está todo, que si esto, que si lo de más allá… Chorradas de esas que se leen en los periódicos. Para qué decirles más.
El caso es que de higos a brevas me gusta que alguna tía me ponga una inyección. Es un homenaje que le hago a doña Carlota, a la que tenga Dios en su santa gloria descapullando angelitos de sexo problemático.
¿Que qué hago en un hotel? En algún lado me tenía que meter, ¿no? Vamos, digo yo.
Recordarán que cuando alcancé la calle después de haberme cepillado al Paquito y a la Raquel pregunté —si tengo una virtud, ésa es la de hacerme preguntas hasta en los momentos más sombríos—: “¿Y ahora qué, don Antonio?”. Era una pregunta que se las traía. Y no era para menos. Allí estaba yo, plantado en medio de la acera, sudando como un cerdo tras la agitación de los últimos minutos, con dos fiambres a mis espaldas, cargado de bultos y sin saber adónde ir.
La aparición de la Raquel lo había jodido todo. La culpa la tenía el mariconazo del gordo. Entonces me arrepentí de no haberle metido una ráfaga bien metida. Por hijoputa y por cabrón. Sí, la aparición en escena de Raquel y todo lo que le siguió iba a joder mis planes. El apartamento era un sitio ideal para ocultarse y seguir haciendo vida normal durante una temporada. Pero lo malo que tienen los planes es eso, que se joden con cualquier imprevisto. Un gordo maricón, una tía que te gusta, cualquier cosa, y los planes que uno perfiló hasta en sus menores detalles se van a tomar por culo.
No había tiempo para lamentaciones —la puta rué no era precisamente el muro de las lamentaciones ese adonde van los gilipollas de los judíos a pegarse cabezazos; ya lo sé, cuestión de gustos, otros van a hacer el indio a la Meca o a besarle las manos al meapilas del Papa— y había que tomar una decisión.
Lo primero que hice fue ligar un taxi. Convenía alejarse de allí cuanto antes. Pedí al taxista que diera una vuelta por donde a él le pareciera y me dispuse a tirar de chota.
“¡Coño, el pasaporte!”, exclamé en voz alta al cabo de una hora de estrujarme las meninges. El taxista se volvió hacia mí y me preguntó si me pasaba algo. Le respondí que no y le dije que parase.
Cuando se perdió de vista tomé otro taxi y le di la dirección de este hotel.
¡Mira que haberme olvidado del pasaporte! Soy la repera. Con el pasaporte falso que me regaló Legrand cuando salí de Francia lo tenía todo arreglado. Podía meterme en un hotel con toda tranquilidad. Así que me registré como Louis Denner, ciudadano francés, de profesión peletero. ¡Olé mis pelotas! Quién me iba a decir a mí que me iba a convertir en peletero.
¿Saben por qué Legrand quiso que pusieran peletero? Muy sencillo. Es una broma que me gastó. Todo empezó una tarde en que estábamos los dos sentados en la terraza de un café y pasó una chica con un abrigo que a mí, analfabeto como soy, me pareció de visón. No me callé y lo dije en voz alta. Legrand, después de descojonarse, me cogió de la oreja —es una forma de hablar; no se vayan a tomar la expresión al pie de la letra— y me llevó a la peletería de un amigo suyo. Hizo que me mostraran toda clase de pieles y, al final, me dijo: “A ver si aprendes, Antoine”. Yo le repliqué que la única piel que me interesaba era la piel suave de las tías. Esto, como tantas otras paridas que yo decía, le hizo gracia. Recuerdo que llamó a dos pupilas suyas y nos las intercambiamos hasta que nos hartamos. Fin del inciso.
La mudanza me había quitado el apetito y solo cené una ensalada y un lenguado. Luego me metí en la piltra y me hice una paja, ya que el sueño se hacía de rogar. Le cogí gusto a la cama, y en ésas estamos.
SI HE DE SERLES SINCERO —si tengo una virtud, etcétera, etcétera—, todavía no me lo creo. No me creo que pueda haber atracado dos Bancos y que tenga en el bolso cinco millones y medio. Tan poco me lo creo que me levanto como un idiota de baba, voy hasta el armario y abro el maletón con la pasta. Una vez leí en una novelita que el dinero usado y la sangre fresca tienen un olor parecido. El cabrón que lo escribió sabía lo que se decía. Es un olor que me gusta con delirio. Casi tanto como el olor de los coñetes, que ya es decir.
Una vez que me he cerciorado de que no es un sueño, de que es verdad que tengo el dinero, vuelvo a la cama y enciendo un cigarro.
Ahora sé que estoy en el buen camino y que a poco que las cosas se den bien conseguiré lo que me he propuesto. ¿Que qué me he propuesto? Es una pregunta que no tiene fácil respuesta. O que la tiene sencillita, según se mire. Por comodidad optaré por la segunda alternativa.
¿Han tenido alguna vez veinticinco años y se han dado cuenta de que están hasta las mismas pelotas? Si la respuesta es afirmativa sabrán de lo que voy a hablarles.
Se pasa uno la vida trabajando más que un tonto, sin disfrutar de nada, y llega el momento fatídico en que te encuentras en la camita —coño, toco madera— dispuesto a emprender el último viaje, que diría un letrado. Pasas por aquí sin comerlo ni beberlo, descornándote para que otros se coman y se beban su parte y la tuya.
Así las cosas, un buen día lo ves claro, se te inflan los cojones y dices: “Hasta aquí llegué”. Se acabó, tarifo. En una palabra: borrón y cuenta nueva. No hay más huevos que cambiar de vida, arrojar por la borda —hoy, como ven, me ha dado por la buena literatura— los años pasados, mandándolos a tomar por el culo. Algo así como si no hubiesen existido. Cuidado, que he dicho “algo así”. Atentos al matiz. Porque por mucho que uno quiera borrar el pasado, el pasado es un hijoputa de mucho cuidado y aparece y reaparece más que el Guadiana ese de la mierda. Pero aunque no se pueda eliminar del todo, si se consigue cambiar de vida, al menos el presente y el futuro no serán una mera prolongación de esa pesadilla que es el pasado.
He dicho que un buen día lo ves claro y se te inflan las pelotas. Como en tantas otras ocasiones me he expresado mal. Uno no va en su caballito como san Pablo y tiene una revelación llovida del cielo. No. Qué más quisiera uno. Hay un período de dudas, de vacilaciones, de hacer el canelo diciéndose a uno mismo que hay que achantarse, que la vida es así, que si hay que trabajar doce horas diarias se trabajan, que los pobrecitos ricos no son felices, que el dinero no da la felicidad… En fin, toda esa sarta de memeces que te han ido metiendo en el cocotero desde que eras un mocoso que le daba al palote y a la tabla de multiplicar.
Pero una vez que has superado la crisis, lo ves todo tan claro, lo ves todo tan claro, digo, que es cuando rompes la baraja y dices: “Ahora veréis”. No quisiera pasarme de listo y empezar a adoctrinarles como si esto fuera un púlpito —si hay algo que repatea en esta vida son los púlpitos; habría que convertir todas las iglesias, pero todas, ¿eh?, las católicas, las budistas y la madre que las parió a todas en sitios útiles de verdad; no sé, guarderías burdeles, zonas verdes…, qué sé yo, todo menos “recintos sagrados”, me cago en la leche—, pero les diré una cosa, la única cosa en la que creo: uno va a estar aquí cincuenta, sesenta, setenta años o los que sean y hay que procurar pasarlos lo mejor posible. Y no hay más realidades, machos, que el sexo y el dinero. Hay que darle gusto al cuerpecito. Y para darle al cuerpecito solo hace falta una cosa: tela marinera. Pasta en cantidad.
Currando en una oficina, en un andamio o detrás de un mostrador, como hacía yo, llegará uno a viejo y no se habrá jalado una rosca. Pero ni una, ¿eh? Algún rosquito engañoso por Reyes y pare usted de contar. Mientras, los listos dándose la gran vida a costa nuestra. ¡Hay que joderse y apretar el culo para no peerse! Y no me vengan con monsergas. No me hablen de la revolución ni de otras zarandajas, porque es que me descojono cantidad. Los que sueñan la revolución son unos mamonazos que tienen más moral que el Alcoyano. A mí que no me hablen de un futuro mejor para la Humanidad. A mí la Humanidad me la trae más floja que una gallina en pelota. Aquí no hay más Humanidad que mis dos cojones y mi palito.
A lo que iba. Un buen día “tomas conciencia” —el cachondeo que no falte— y dices: “Basta”. El rollo está en pasar de la teoría a la práctica. Es muy bonito soñar con millones, playas cojonudas, tías de bandera y toda la pesca. Pero de ahí a tenerlos hay un pasito. Un pasito como de aquí a Pekín, si me permiten la cita chinesca. Ahí, en el pasito ese, es donde se ve a los tíos que los tienen bien puestos, a los que no se les va toda la fuerza por la bocaza.
Yo quiero ser uno de éstos.
Para celebrarlo he hecho que me suban una botella de whisky y una tortilla de patatas para picar. Para redondear la faena he puesto la tele. Todavía andan con la carta de ajuste. La musiquilla que la acompaña es, si no me equivoco, de Raffaella Carrà. Qué coño me voy a equivocar. A esta tía me la tengo yo más enfilada que la hostia. No está buena, está buenísima. ¿Cuánto cobrará una tía de éstas por un polvo? La pena es que no se la vea a ella moviendo las cachas mientras canta eso de “Para hacer bien el amor hay que venir al Sur”. No se puede tener todo en la vida, que diría el conformista de turno. La madre que lo parió.
La tortillita está de puta aldaba. Y el cabrón del Chivas no digamos. Ahora que ando con la tortilla de patatas me acuerdo que tengo que escribirle a mi madre. Llevo la tira de tiempo —en realidad, desde que volví a España— diciéndome que voy a escribirle, pero como soy un manirroto y un mal nacido pues todavía no lo he hecho. Ella sí que hace bien las tortillas de patatas. Las hace de infarto. Con su poquito de ajo y su pizquita de perejil. Recuerdo cómo la partía en cachitos y cómo mi hermana y yo nos poníamos como el Quico. No, si como siga así me da la llantina…
Voy a tener que pedir más hielo. Este se ha derretido todo. Es curioso esto del hielo. Lo ves tan macizo, tan machote, al principio, y luego se queda en nada, en puta mierda. Si supiera escribir escribiría un libro sobre esto. Sí, escribiría un tomete sobre lo efímero de la existencia. Razón de más para que se espabile uno y aproveche su paso por aquí para convertir el valle de lágrimas ése con el que te torturan el caletre cada dos por tres en un valle de risas, de despelote y de cachondeo.
Si fuera Ministro de Educación —joder con el Chivas; me descuido y me da por ser gilipolleces: escritor, ministro; como cuando de pequeño veía el coche de bomberos y quería ir tocando la sirenita vestido de romano— pondría la asignatura del hielo. Por mi madre que ponía la asignatura del hielo. Le iba a dar más importancia que a las Matemáticas y a la Geografía juntas. ¿Que en qué consistiría? Muy sencillo. Todos los días el profesor llevaría a clase una bolsa de cubitos de hielo y los pondría sobre un recipiente. La chavalería se colocaría alrededor y vería cómo el hielo se iba derritiendo. Al final, el profe explicaría la moraleja. Les diría con esa elocuencia que Dios ha dado a los de su gremio: “Lo mismo os pasará a vosotros. Parecéis muy macizotes, pero dentro de unos años, zas, puta agua. Así que, ojo, a espabilarse y a pasarlo bien”. Y esto un día sí y otro también. Todos los días. Hay algunos críos que son duros de mollera y hay que repetirles las cosas hasta dárselas mascadas. “La letra con hielo entra”, sería el lema de la asignatura.
Si tuviera ganas de levantarme —que no las tengo— saldría corriendo y me iría al registro de la propiedad intelectual —¿nunca se han parado a pensar que en esto de la “propiedad intelectual” hay una especie de contradicción?; no veo muy bien cuál es, pero me huelo que hay una contradicción— para que ninguno de ustedes, si llega a ministro de Educación, me plagie la idea.
Para que vean que soy generoso, ni la registro ni nada. Dono esta genialidad de visionario a la Humanidad. Desde luego, aquí el que no se divierte es porque no quiere.
Esperen un momento que esto es bueno. En la pantalla hay ahora un soplapollas que se está explayando a sus anchas. Si no he entendido mal se trata de la inauguración de una exposición de libros de botánica. El tipo, un carajote con pinta de becerro y maneras de meapilas que se la saca con papel fumar, le da a la húmeda en plan fetén. Su mujer seguro que se corre nada más oírle decir estas paridas.
El muy cabrón se ha enrollado bien enrollado. El meollo de su plática es que cada uno de nosotros —encima, el mariconazo pluraliza y nos mete a todos en el mismo saco; con él no iba yo ni a descubrir Eldorado— es un libro. Así, tal cual, un libro. “El primer libro”, precisa, por si alguno tenía dudas al respecto. Luego va y dice que el segundo libro son los otros. ¡Toma ya! Y cuando aún no te has repuesto del golpe, te suelta que el tercer libro son los libros que han escrito el primer y el segundo libro… Me hago la picha un lío con tanto libro y agarro el teléfono y pido más hielo. Vuelvo a prestar atención a las paridas del meningítico y respiro tranquilo. Ha acabado ya con la enumeración de todos los libros habidos y por haber y cede la palabra al gobernador de la provincia.
El gobernador huele a trepa a cien kilómetros a la redonda. No debe tener más de treinta y cinco años. Va peinadito de cojones y lleva un terno italiano de los que valen un cojón. Abre la boca y el menda tiene un acento extremeño más cerrado que el coño de una virgen del santoral. “Huy, huy, huy”, me digo. Este ha estado guardando cerdos hasta hace dos días que se afilió a UCD.
Dice que a él la cultura le interesa mucho —comer bellotas es lo que te gusta a ti, hijoputa— y que por eso está allí inaugurando la exposición. Sin venir a cuento se pone a hablar del humanismo cristiano y no sé qué chorradas más, que seguro que le ha escrito algún intelectual del barrio. Joder con el gobernador. ¡Qué pena de goma-2 que se desperdicia!
Hombre, el que faltaba. El cabroncete del obispo entra en campo y se pone a dar hisopazos a base de bien después de haber chapurreado por lo bajini algún latinajo que no hay dios que entienda. La barragana de turno —me juego un huevo— seguro que pone las bragas a media asta en cuanto que le ve con el hisopo en la mano.
Menos mal que llaman a la puerta. Es el camarero con el hielo. Le invito a tomar una copa, pero él, muy formalito, se niega. Cuando le digo con mi mejor acento francés que yo también he sido camarero, pero que ahora estoy dando la vuelta al mundo porque he heredado una fortuna de un tío mío que estaba en Canadá —vaya trola más macarena— me la acepta.
Más o menos es de mi misma edad y tiene —en eso sí que no se parece nada a mí— cara de buena persona. Tímidamente coge el vaso que le tiendo y dice antes de beber:
—A su salud.
Me da la risa tonta y me atraganto con el whisky. Él me mira perplejo y le explico:
—Perdona. Me ha hecho gracia eso de a su salud. Es que estoy enfermo, ¿sabes?
—¿Qué le pasa?
—De tú, hombre —le corrijo—. Entre compañeros…
Mintiéndole como un bellaco añado:
—Estoy mal de las piernas.
—Mal asunto —asegura él.
—Y que lo digas.
Hago una pausa y agrego:
—¿Qué tal se trabaja en este hotel?
Se encoge de hombros y me responde:
—Bien. Como en todos los sitios.
—Yo trabajaba en París en el café Le Pelican. ¿Has estado alguna vez en París?
—No —me contesta. Y continúa el muy cándido—: Pero una vez estuve en Holanda.
—¿Trabajaste allí?
Se sonríe y dice:
—No, qué va. Fui con el Real Madrid.
—¿Eres del Real Madrid? —le pregunto.
Deja el vaso sobre la mesilla de noche y saca su cartera. Orgulloso me muestra su carnet de socio.
—En Francia no hay buen fútbol, ¿no? —quiere saber.
Tiene cara de buena persona, pero es más tonto que Pichote. A éste le han ligado con el fútbol y seguro que no piensa en otra cosa.
—No sé —le respondo—. No entiendo mucho de fútbol.
La verdad es que yo siempre he sido del Bilbao. Mi padre decía cuando yo era chaval que era su equipo favorito porque solo jugaban tíos españoles. A todos los que pensaban igual les ha salido, con la movida abertzale, el tiro por la culata. Se han quedado compuestos y sin equipo. Que se jodan.
—¿No te gusta el fútbol? —dice.
—Poco. A mí lo que me van son las carreras de caballos.
—Por las apuestas, ¿no?
—¿Tú no apuestas?
—Una quinielita de vez en cuando.
“No saldrás de pobre en tu puta vida”, le digo talmente.
—La temporada pasada ligué una de catorce —me informa.
—¿Cuánto cobraste?
—Fue de las fáciles. Sesenta mil.
Con una sonrisita de alcornoque agrega:
—Un pellizco que me sirvió para celebrar por todo lo alto el bautizo de mi hijo.
Tira de cartera otra vez y me enseña la foto de su mujer —una chica anodina con carita de buena persona; Dios los cría y ellos se juntan— y otra de un niño de pocos meses más feo que Picio. Solo de pensar que tendría que estar toda la vida acostándome y jodiendo con esa sosita se me va el alma a los pies.
—Muy majo, sí señor —le digo en plan cómplice—. ¿Es el primero?
Sin abandonar ni por un momento su sonrisa made in Gilipollandia me responde:
—Me casé hace dos años. Mi mujer quiere parejita, pero yo le digo que las cosas están jodidas y que con uno ya está bien.
Hace una pausa para tomar un trago de su vaso y añade:
—Al final seguro que se sale con la suya.
“Pobre chaval. Tan joven y tan pringao”, me digo. ¿Qué se le va a hacer? Para que haya listos como yo tiene que haber tontos como éste a porrillo.
—Que sea para bien —le digo.
—Gracias por la copa —dice él, yéndose hacia la puerta.
Antes de salir, se vuelve, me enchufa su sonrisita y abre la boca para concluir:
—Que te mejores.
Me quedo a solas con la tortilla, el Chivas y la televisión y me pongo a mirar el Telediario. Lo que les decía hace un rato sobre los periódicos aplíquenlo —ampliado— a los telediarios. En vez de buenas tías para que se nos anime un poco el cipotito nos aplican el tercer grado de la política carroñera y nos martirizan cosa mala. ¿Qué les habremos hecho para que nos traten así? Es una pregunta que me hago.
Va a ser menester ir pensando en la zampa. Siempre me ha resultado problemático de cojones esto de tener que elegir la comida. Me gustaría tener una cocinera que me plantara el papeo sin que yo tuviera que decidir nada. Es que es verdad, coño; acaba uno de tomar decisiones hasta la misma punta del carajo.
Un asado de ternera me iría bien, ¿no? Nada, pues un asado de ternera. ¿Y de primero? ¿Qué tomo de primero? ¿Una sopita? Vale, una sopa. ¿De qué? Eso digo yo: ¿de qué? ¿De mariscos? Bueno, que sea de mariscos.
¡Uf! Con tanta pregunta y tanta respuesta se le quita a uno hasta el apetito.
DESPUÉS DE COMER me he quedado más traspuesto que un lirón. Me despierto con la boca pastosa y unas ganas de mear de aquí te espero. Me calzo las zapatillas y voy al meódromo. Me refresco la cara y me trinco un par de vasos de agua. Desde luego, no hay nada como el agua. Ni Chivas ni hostias. Cuando la sed aprieta, mi reino y mi caballo —vaya ganga— por un vasuco de agua.
La cama está deshecha de cojones. Pero tampoco es plan llamar ahora —por cierto, ¿qué hora es?; las cinco y media— para que me la hagan. No se me van a caer los anillos por arreglarla yo mismo un poco. Me pongo a ello y sudo como un cebón en una sauna. Cuando termino vuelvo al cuarto de baño y me doy una ducha.
Me miro al espejo y me digo: “¿Me afeito o no me afeito?”. Me lo juego a los chinos con el menda del espejo y gano. No me afeito.
En la televisión no hay nada. Bueno, hay una nievecilla guapa de cojones, que es maja de ver durante cinco minutos o así, pero que si estás un poco más te puede dar un telele —¿se percatan del juego de palabras?— de mucho respeto.
Veo que queda un culín en la botella de whisky y, sin hielo ni nada, a puro pelo, me lo bebo a gollete. Era más de lo que yo creía y, por bebérmelo de un trago, casi me ahogo. Después del agua, el Chivas. Decidido. No se hable más.
A Legrand sí que le iba el Chivas. ¡Las que me habré bebido con él! ¿Les he hablado de Legrand? Con unas cosas y otras tengo un lío en la azotea que no me aclaro. Por si no lo he hecho lo haré ahora.
Si dijera que Legrand ha sido para mí como un padre mentiría como un ministro plenipotenciario. Y mentiría porque ha sido eso y mucho más. Él —si me permiten la expresión— me abrió los ojos. Él me hizo un hombre, un hombre de verdad, un tío que sabe lo que quiere en esta vida y va derecho a ello sin importarle los obstáculos que se presenten. Un tío que va duro y a las tetas, vamos.
No es que Legrand me cogiera y me sermoneara con lecciones particulares. No, qué va. Él no es tan basto como para eso. Legrand me enseñó a su aire, como un señor, sin darle importancia a lo que estaba haciendo. Con su actitud ante la vida y con alguna frase suelta que otra fue como ejerció de preceptor. El que era listo —mejorando lo presente— como yo cogía onda, y el que no, que se fuese a freír espárragos o, ya que estamos con lo de la onda, a escuchar óperas palizas.
Legrand me cogió cariño. Nunca me lo he explicado, pero yo sé —por mi madre que lo sé— que me cogió cariño. Él, que tenía siempre tanta gente a su lado, prefería muchas veces irse conmigo a dar una vuelta y charlar de esto y de lo de más allá a estar rodeado de los compadres y guardaespaldas que pululaban a su alrededor.
¿Saben cómo le conocí? ¡Qué coño van a saber ni van a saber! Ustedes —con perdón— no saben nada.
Me han cogido de buen humor —denle las gracias a los hermanos Chivas— y se lo voy a contar.
Yo curraba —eso sí que lo saben— en el café Le Pelican de la calle La Fayette. Un día entró Legrand acompañado de un guayabo con más clase que un purasangre. Se sentaron en una mesa que no me correspondía y lo lamenté de cojones. Legrand solía dejar unas propinas de las que quitan el hipo. Todos le conocíamos por eso, y por su fama de gánster, claro. ¿Quién no conocía a Legrand? Hasta la televisión hablaba de él. Era —y es— un mito viviente. Sí, un mito viviente. No me lo discutan. Si no es el rey de los clubes nocturnos, de las apuestas clandestinas, del tráfico de divisas, de todo, de todo, no es nadie. Y decir que Legrand no es nadie es como decir, mal comparado, que los burros vuelan. Una gilipollez de cuidado.
Bueno, el caso fue que sirvió a Legrand y a su partenaire un andoba que era nuevo. Un bretón que se las daba de chulo. Yo, que no quitaba ojo a la chiquita —estaba buena de verdad; semanas después me la fumé y era más clitoriana que la madre que la parió; nadie es perfecto—, vi cómo Legrand pedía para él lo que pedía siempre a esa hora: un zumo de limón natural —él remarcaba esto de natural— con mucho hielo.
Cuando el bretón le sirvió el limón, Legrand, como hacía siempre, tomó un sorbito. “Esto no es limón natural”, dijo con esa flema —parecía inglés el tío— con que su santa madre le había echado al mundo. El bretón le discutió y Legrand, poniéndose en pie y dejando un billete sobre la mesa, le espetó que esa noche a las diez le esperaba en un sitio —para qué entrar en detalles— del Bois de Boulogne. “Allí estaré”, le respondió el bravucón del otro. Legrand cogió a su pimpollo y adiós muy buenas.
El encargado, que como yo había oído las palabritas entre él y Legrand, le llamó de todo. Cuando le explicó quién era Legrand el bretón se arrugó bien arrugado. Se puso malísimo. Con decirles que se pasó toda la tarde en los servicios cagándose patas abajo y vomitando…
A las siete y media acababa mi turno. Era jueves, y yo los jueves solía irme de putas a Pigalle. Eché un calimocho con una negrales —del Camerún decía que era— que me tenía comida la moral. Cuatro jueves estuve con ella y no conseguí hacer nada. La tía me imponía un respeto imponente, que dijo el poeta. Aquí va una confesión íntima: nunca he podido hacer nada con las negras. Sin embargo, las mulatitas del Caribe —lo que son las cosas— se me dan de puta madre. “Eché un calimocho” —ahora que les he dicho la verdad lo he entrecomillado— con la negrales y me fui despacito al lugar del Bois de Boulogne que Legrand le había indicado al bretón.
Legrand fue puntual como los cabales. Vino solo en su Porsche. Bajó de él y encendió un cigarro. Notó mi presencia, pero me ignoró. De tanto en tanto miraba su reloj y se impacientaba. Estaba claro que el bretón, después de lo que le había contado el encargado, no iba a aparecer por allí ni de coña. Después me enteré que hizo las maletas y tomó las de Villadiego. O las de Bretaña, para ser más exactos.
Legrand tiró al suelo su enésimo cigarro y se me acercó.
—¿Sabe si su compañero va a venir? —me preguntó.
—No creo —le respondí. Y agregué para darle coba—: Solo es un bocazas.
—Ya.
Luego me escrutó con una mirada que te hacía temblar y dijo:
—Y usted, ¿por qué ha venido?
Hombre, ir lo que se dice ir había ido para ver cómo Legrand se pasaba por la piedra al bretón, quien, por cierto, me caía gordo de cojones.
—Para ver —le respondí, evasivo.
—Para ver qué —insistió él.
Me encogí de hombros.
—No sé.
Continuó mirándome fijamente y opté por decirle la verdad.
—He venido para ver cómo usted, señor Legrand, mataba a Philippe.
—Ya —dijo de nuevo.
Se dio la vuelta y se dirigió al coche. Entró en él. Después de ponerlo en marcha me gritó por encima del ruido del motor:
—¿Quiere que le lleve a algún sitio?
¡Cómo cambia el mundo cuando se va en un cochazo al lado de un tío como Legrand! Es la hostia. La gente te mira con ojos envidiosos y tú te crees que eres todo un señor. El coche tiraba que no vean, y él conducía como el que no quiere la cosa. Eso sí, habló poco. Más que poco, no habló nada. Había puesto una cinta de Aznavour y yo, claro, no osé decir ni mu.
Cuando llegamos a la boca de metro que le había dicho paró el coche y me preguntó:
—¿Tiene prisa?
—No. ¿Por qué?
—¿Quiere tomar una copa conmigo?
¡Va y me dice que si quiero tomar una copa con él! ¡Nada menos que Legrand va y me dice que si quiero tomar una copa con él!
—Lo que usted mande, señor Legrand.
Como ven, para pelota y lameculos, yo.
Me llevó a uno de sus clubes y nos sentamos en una mesa al lado de la pista. No quieran ver cómo los camareros tiraban de bisagra. Pidió una botella de Chivas y me preguntó:
—¿Había estado aquí antes?
Le dirigí una mirada de pordiosero. “Cómo voy a haber estado aquí, señor Legrand. Este sitio vale un huevo”.
Bebimos un rato en silencio y me hizo una nueva pregunta:
—¿Por qué quería que matara a ese tal Philippe?
Me encogí de hombros.
—¿No sabe el porqué? —dijo.
—No me caía bien —le respondí más nervioso que la puñeta.
—¿Le había hecho algo?
—¿A mí? ¿Philippe? No.
—¿Entonces?
—No sé.
Tomé un largo trago y añadí:
—No me caía simpático. Eso es todo.
Él se rió y me dijo:
—¿Cree que ésa es una razón para matar a una persona?
Los hermanitos Chivas me dieron el valor que no tenía y le contesté con una pizca de agresividad:
—Es lo que usted pensaba hacer, ¿no?
—Él me había ofendido en público —dijo repentinamente serio.
—Y a mí me había ofendido en privado. No te jode.
Mi réplica le hizo gracia y rió de nuevo. Yo le acompañé en las risas. Llenó los vasos y me preguntó:
—Tú no eres francés, ¿no?
De repente había pasado al tuteo.
—No, no, señor. Soy español.
—Tengo buenos amigos en Barcelona —dijo sin venir a cuento—. ¿Conoces Barcelona?
—No, nunca he estado en Barcelona. Bueno —rectifiqué—, solo de paso.
—Es una gran ciudad —afirmó con ponderación—. Siempre que voy allí me siento muy a gusto.
Echó una ojeada al malabarista que se descornaba en la pista ganándose los garbanzos y me preguntó:
—¿De qué parte de España eres?
—Del Sur. Soy andaluz.
—Hace años estuve en Marbella.
—Tampoco conozco Marbella —le dije riéndome.
—Entonces, qué coño conoces de tu país —me reprendió en broma.
—No sé… La provincia de Cádiz, Madrid…
Paré mi enumeración. En realidad solo conocía eso.
—En Madrid vivimos tres años —agregué, como si eso fuera una cosa de mérito.
—¿Madrid? Madrid no me gusta nada.
—Ni a mí tampoco —confirmé.
—¿Y eso?
—Pasamos mucha hambre allí —mascullé con odio. Ahora era yo el que se había puesto serio.
—Ya —dijo él con voz neutra.
—En el sesenta y seis mi padre cogió los bártulos y nos vinimos aquí —le informé.
—¿Y te gusta Francia?
—Todos los sitios son iguales —filosofé.
—Pero aquí, al menos, no pasas hambre, ¿no? —dijo con cierto tufillo chovinista.
—No, eso no —concedí.
El malabarista se fue a hacer puñetas y apareció en la pista un conjunto de chicas ligeras de ropa que le daban al baile cosa mala. Él vio cómo prendían mi atención y me preguntó divertido:
—¿Qué, te gusta?
—¡Hombre! —exclamé yo más expresivo que la leche.
—¿Y qué tal se te dan las chicas? —quiso saber.
Tenía aún clavada la espinita de la negrales a la que no me pude cepillar esa tarde, y no me controlé al decir:
—Las negras, fatal.
—¿Las negras? —me preguntó Legrand, extrañado.
En medio de la semiborrachera que estaba cogiendo a costa de los Chivitas le conté la historia de mis relaciones con el mundo negro. Él se descojonaba de lo lindo. Esta vida es así. Lo que a unos les jode bien jodido, a otros les parece el summum de lo chistoso.
—¿Y eso, por qué? —me preguntó cuando acabé, secándose algunas lágrimas.
—¡Y yo qué sé! —le contesté.
—Pero ¿solo te pasa con ésa o con todas las negras?
—No, no, con todas.
—¿Y por qué vuelves, entonces, con ellas?
Una buena pregunta, que yo me había hecho más de una vez.
—Vete con blancas —continuó— y en paz.
—Es por el amor propio —le respondí en machote.
Como si hubiese contado un chiste de los buenos, Legrand se tronchaba. Montó una escandalera que si no llega a ser porque era el dueño le ponen de patitas en la calle. Las chicas seguían con su meneo y miraban de reojo cómo el jefe se carcajeaba a base de bien en compañía de un mingurri. A mí, no sé por qué, me miraban con compasión. ¡Hay que joderse cómo son las tías! Y para acabar de arreglarla, la que más miraba era una negraza que meneaba su cuerpo en la primera fila.
Legrand la señaló y me preguntó de cachondeo:
—¿Quieres irte esta noche con ella?
—No, no —respondí yo raudo—. Pegar un gatillazo una vez al día, pase, pero dos… A ver si me aficiono y después no doy una… No, no, de verdad, no.
—Esta no es del Camerún —se burló él—. Es americana.
—Es igual. Siendo negra…
Me puse en pie y le pregunté:
—¿Dónde están los…?
Me indicó con la mano un pasillo y me encaminé a los servicios tambaleándome un poco. Descargué la vejiga y me refresqué. Cuando volví a la sala, ¿a que no saben quién estaba en la mesa con Legrand?
¡Premio para el caballero! Sí, señor, la negraza del conjunto de baile.
Tengo que reconocer —no se vayan a creer que soy racista o algo parecido— que la tía estaba más buena que el pan. Pan negro, pero pan al fin y al cabo. No le había dado tiempo de cambiarse, y estaba tan ligera de ropa como cuando se desenvolvía en la pista. Me armé… de valor —no sean mal pensados— y me acerqué a la mesa. Legrand hizo las presentaciones —por cierto, a mí me presentó como “un amigo”— y me senté a la diestra del padre, quiero decir de Legrand, y a la siniestra de la negra. En efecto, siniestra se presentaba la cosa.
De refilón, como el que no quiere la cosa, le eché un vistazo a las tetorras. Las llevaba al aire, y uno las podía contemplar en todo su esplendor. Parecían bolas del mundo. Por mi madre que parecían bolas del mundo. Allí había territorios por explorar para dar y tomar. En los pezones tenía unas estrellitas brillantes más fardonas que la leche. Ahora sí, ahora me empalmé cosa mala.
La tía chapurreaba un francés macarrónico, que no había dios que entendiera. Legrand, que me había tomado por el pito del sereno, no hacía más que llenar los vasos y vacilar conmigo y con la negrales. Le decía a la menda que yo era un latín lover español, que era un follador nato y no sé cuántas cosas más… La negra, que seguro que era más puta que las gallinas de Kentucky, se reía con una risita de salida y agitaba los dos continentes que usaba por tetas. Para más cachondeo me palmeaba —con una fuerza del carajo, si quieren conocer mi opinión— las piernas mientras se reía.
Y Legrand, dale que dale, queriendo divertirse a costa nuestra y deseando más que un tonto que la negraza y yo llegásemos a un acuerdo y nos fuésemos por ahí a darle al metisaca.
—Que no, señor Legrand —le decía yo más serio que un guardia civil en el entierro de un compañero muerto a manos de la ETA—, que yo con las negras las paso negras.
Encima me había salido un jueguito de palabras y él se desternillaba. La negraza miraba sin comprender, y también se reía. Y yo, presintiendo el gatillazo. Si no lloraba es porque los hombres dicen que no lloran, porque si no…
Legrand, de pronto, miró su reloj y se puso en pie. Le dijo algo al oído a la morena y la muy hijaputa redobló sus risas. Me barrunté que se reía a costa de mi inminente gatillazo. Legrand me puso la mano en el hombro y me dijo guiñándome un ojo:
—A pasarlo bien… ¿Cómo decías que te llamabas?
—Antonio —le contesté como el que entona un responso.
—A pasarlo bien, Antoine.
Nos saludó con la mano y se fue.
Ahí hubiera querido yo ver al Gary Cooper ese de los cojones, con su carita de beato y todo, marcándose una de solo ante el peligro. Y encima, yo andaba ya con una trompa trompetera de pelotas. Fue la borrachera —pobrecito de mí, no sabía lo que hacía— la que me impulsó a acercar mi silla a la suya. Me pegué a ella y le sobé los globos sonda que constituían su tetamen. Mientras la magreaba llegué a una conclusión que no tiene vuelta, de hoja: las tetas de las tías son como las huellas dactilares; no hay dos mujeres que las tengan igual.
Sí, coño, la verdad es que me había obsesionado con su delantera. Parecía el hombre de las dos caras. Por un lado, mi conciencia —o quien fuese— me decía: “Macho, acuérdate del gatillazo”. Pero por otro, yo mismo en persona me buscaba coartadas: “Joder, está buenísima. A ver si hay suerte y ésta me quita el complejo de la negritud”.
Total, que andaba yo liado con esta lucha interior —al mismo tiempo, claro, me daba el filete con la tía; no iba a estar allí como un pasmarote— cuando la negraza se levantó, me cogió de la manita y me dijo en una mezcla de inglés, francés y un montón de lenguas muertas:
—Vamos.
Iba a preguntarle que adonde, pero en vez de la preguntita de marras me salió un eructo con mucha percusión. La tonta del bote tenía una colección de risas de lo más completita y me obsequió con unas cuantas.
En el pasillo que conducía a los camerinos había un follón de la hostia. Estaba más abarrotado que la plaza mayor de un pueblo en el día de su patrona. Yo solo tenía ojos para las tías —¡blancas como Blancanieves!— que se movían de un lado para otro en paños menores. Me lamentaba de mi mala suerte y me decía: “¡También Legrand me podía haber suministrado una rubiales!”.
Pero qué va, la negra me arrastraba pasillo arriba y no me dejaba ni mirar ni nada. De pronto me vi en un cuartucho enmierdado. La morena cerró la puerta con pestillo y todo para que no nos molestara nadie, y se quitó las minibragas que usaba. Las únicas prendas con que se quedó fueron las estrellitas de los pezones. Con eso les digo todo.
Eché un vistazo al catre como si fuese María Antonieta ante la guillotina y hasta recé —¡yo rezando!— para que esta vez salieran bien las cosas. Iba por el segundo Padrenuestro —“el pan nuestro de cada día dánosle hoy”, rezongaba para mayor cachondeo en esos momentos— cuando la negraza se echó encima como un huracán y comenzó a desvestirme con unas manazas como manoplas.
—Tranquila, tranquila —le pedía yo.
Pero ni puto caso. Me desnudó en un santiamén, y allí estaba yo, en pelotita viva, con mi cacharrín más estirado que un chicle, esperando un nuevo fracaso.
La tía me embistió y caímos al catre con un estrépito como de terremoto o algo así. Los muelles crujieron a base de bien, pero yo no estaba para distraerme con sinfonías cameras. Se me había puesto encima y me daba con todas las tetas en la cara. Llevado por un impulso irreprimible le mordí la estrellita que adornaba el pezón derecho y me quedé con la tela, o lo que fuera aquello, en la boca.
Vi que ella me acercaba su bocaza y, previsoramente, escupí al suelo la estrellita. ¡Cómo mordía la tía! Me dejó la lengua hecha un cristo. Aquello tomaba un cariz que, si no imponía mi autoridad, esa antropófaga me comía vivo.
Como buenamente pude me la quité de encima —todavía hoy sudo al recordar el trabajito que me costó— y le arreé dos galletas. Ella me miró con ojos agilipollados, y yo, por dar conversación, le dije que lo que quería era hacerme un pajote con sus tetas.
La tía o no comprendía mi franchute o no quería comprender. Vaya usted a saber. Yo, en plan indio, le decía con las manos lo que quería. Pero ella, nasti colasti. Ni que sus tetas fueran de oro. ¡No te jode!
Al final, “tras arduas negociaciones”, como dicen los hijoputas de los periodistas, llegamos a un acuerdo. Yo me haría primero una manola con sus tetas —¡ésas sí que eran una unidad de destino en lo universal!—, y luego le echaría un feliciano. La tía se tragó el anzuelo y consintió.
Manejar aquel negocio no era fácil, no se crean. Por muchas posturitas que la tía adoptaba no le cogía yo el truco a la cosa y no veía forma humana de hacerme el pajote con sus tetas. Después de mucho probar, la negraza, con esa sabiduría natural que Dios les ha dado a las tías para estos asuntos, me dijo que me sentara en la cama. Luego se arrodilló frente a mí, y eso sí que era ya otra cosa. Las tetas quedaron a la altura misma de mi polla. Me ofreció el tetamen con sus manazas, yo lo agarré y puse mi nabo entre las bolas del mundo, comenzando a masajeármelo. De vez en cuando se me escapaba, pero ella, que si algo era era buena mamporrera, lo volvía a poner en su sitio.
La negraza contemplaba impaciente mi numerito y yo, dale que te pego, sudando como un cerdo y disfrutando como un enano infiltrado. Cuando me corrí la puse perdida. Me dejé caer de espaldas en plan reposo del guerrero, pero ella no me dio respiro ni cuartel. Me montó y empezó con el meneo…
Resumiendo que es gerundio: por mucho que nos meneamos, nada de nada. Para continuar con mi gloriosa tradición de negrero pegué un gatillazo de los buenos. La tía me llenó de insultos. Primero en su peculiar francés, y luego en la lengua de los mamonazos de sus mayores.
Mientras me vestía, la oía como el que oye llover. Cuando estuve listo para salir le solté cuatro o cinco viajes que dieron con ella en el suelo. Le pateé las cachas hasta que me harté y salí del cuartucho silbando una cancioncilla española. “Asturias, patria querida”, me parece. Aunque la verdad es que no me acuerdo bien.
JODER CON LOS MACABEOS de los cojones. Qué malos son. Cuando empezó el partido parecía que se iban a merendar al Madrid y ahora resulta que pierden ya por 40 a 26. Y eso que los cabrones juegan con dos negros y todo. Por cierto, ¿cuándo se ha visto negros judíos? Es una pregunta que me hago. Pues anda que el árbitro no se las da de chulo ni nada. Metido entre tíos de dos metros, le da por sacar pecho y tirar de pito, marcándose el rollo de la autoridad. Si yo fuera jugador de baloncesto y un enanín cabezón como ése me pitara una personal, lo cogía y lo encestaba. Por mi madre que lo metía en la cesta. A ver si así aprendía y dejaba jugar tranquilos a los hombres. Coño, si es que no hay derecho…
Si quieren que les diga mi verdad, estoy de cama hasta la mismísima punta del carajo. En cuanto que termine el partido y me cepille estas latitas de cerveza me las piro. De momento, voy a levantarme y a sentarme en ese sillón.
¡Uf, cómo se me han quedado las piernas! Más flojas que un vendo. ¡Si es que soy medio gilipollas! (Como ven, me concedo el beneficio de la duda de la otra mitad). A quién se le ocurre tirarse veinticuatro horas en la cama.
Los minutos de baloncesto son más largos que un día sin coño. Te dice el pánfilo del locutor que quedan tres minutos y tú te encandilas pensando que ya aquello está finiquitado. ¡Y una hostia! Te puedes quedar allí media horita más. Que si uno pide tiempo, que si el otro lanza tiros libres… El caso es joder al personal que, como yo, está deseando darse un voltio por ahí y estirar un poco las piernas.
Menos mal, hombre, que ha sonado la chicharra y se acabó el invento. Total, 113 a 92 a favor del Madrid. El camarerillo de esta mañana estará contento. Después de estar currando todo el día, una compensación como ésta nunca viene mal. Es la justicia poética de la vida, que dicen.
Me ducho con agua fría a ver si me espabilo y me pongo a tiritar como un mamoncete. Eso sí, cuando me seco me entra en el cuerpo un calorcito de lo más rico. Luego cojo mi traje más fardón y me lo encasqueto. Me miro al espejo y me digo: “Guapo no seré, pero chuleta lo soy un montón”.
El chaval del ascensor me observa con ojitos brillantes. A lo mejor me ha tomado por un artista de cine y me pide un autógrafo. Pero me quedo con las ganas. No me dice ni miau. Por ser un cabrón con pintas no le doy propina. Por lo bajini me llama hijoputa, pero yo no le hago ni puto caso. Los señores no nos rebajamos a alternar con niñatos sube-y-baja, y no le reprendo. Pero aunque no le dirija la palabra le suelto una maldición a ver si hay suertecilla: “Ojalá te desnuques, pigmeo”.
En el hall hay menos cachondeo que en un entierro de tercera. Paso por allí como sobre ascuas y me voy a descubrir el Mediterráneo. Quiero decir, por si no me han entendido, que me clavo una de bar.
El entierro que hay aquí puede que no sea como el del hall, pero de segunda seguro que es. Media docena de clientes —de los cuales cuatro son putas que se trabajan a los otros dos; dos alemanotes más sonrosados que la punta de mi aparato de mear— y pare usted de contar.
Por no dar marcha atrás me siento en un rincón de la barra y pido un martini como en las películas americanas. El cabrón del colega, como el que no quiere la cosa, me lo sirve sin aceituna ni nada. Y eso sí que no. Un martini sin aceituna es como un cojón sin compañero; hace uno el apache con él. Le pregunto que si se ha metido la aceituna en el culo y se me pone más pálido que la leche. Retira la copa, y cuando vuelve no le falta ni la aceituna ni el palillo que la une al continente. Remuevo el líquido con el palillo y luego me zampo la oliva. Mientras la mastico con estruendo miro al camarero perdonándole la vida.
Esos alemanes me parece a mí que no tragan. Las fulanas se están cansando y se les está poniendo cara avinagrada. De vez en cuando alguna mira hasta donde estoy, pero yo, de momento, me dedico en exclusiva a las aceitunas —he acabado pidiendo un platito— y al martini.
“¡Me cago en Dios! —me digo—. Seguro que está todo el mundo en el bingo”. Pago y dejo una buena propina. El camarero, que empezó en plan gilipollas, ahora está más suave que la puñeta. Y es que conviene tener aliados. Sobre todo en los bares. No vaya a ser que les dé por envenenarte, y la hemos jodido.
Este sí. Este sí que es un entierro de primera. Hay un jolgorio que es demasiado. Así da gusto. Busco una mesita donde poner el huevo y me apalanco allí. Compro unos cuantos cartones y saco un boli, como está mandado, para tirar de numeritos.
Joder, es como llegar y besar el santo. Canto un bingo con un calor y una exaltación tales que no parece sino que estuviese entonando el himno legionario. Son setenta mil las pelas que me embolso. Como dijo no sé quién: “Todos los tontos nacemos con suerte”. No sabía el maricón de él la razón que tenía.
—¡Qué suerte! —dice una voz femenina a mi espalda.
Es una voz que suena como los ángeles. Me vuelvo esperando encontrarme con una tía de bandera, de esas que te la guardan en su coñito con honores de reina, pero lo que veo es una cuarentona con unas gafotas que le sientan como un tiro y una cara de pedorra como para jugar al abejorro con ella.
Está sentada sólita —a ver qué remedio; cualquiera carga con ella— en una mesa próxima y me sonríe con esa risita uterina que se gastan las tías salidas.
—¡Qué suerte! —repite.
Yo le dirijo una mirada de esas desilusionadas, como las que le salen a uno cuando le acaban de expulsar del paraíso, pero no abro la boca. Ella sí. A ver si hay suerte y le entra un batallón de moscas. Pero no, aquí no hay moscas y tiene ocasión de decir:
—Ya quisiera yo coger uno de ésos.
“Lo que es mi nabo —me digo— no lo coges tú ni de coña”.
—Llevo toda la tarde aquí y…
La tía le da sin tino a la lengua, pero yo he desconectado y en lo único que pienso —además de en quitármela de encima, claro— es en que su voz me suena. Como un gilito titulado caigo en la trampa y voy y le digo:
—Esa voz suya me suena…
Radiante, me enseña su dentadura.
—¿De veras? —me pregunta en plan coqueto.
Yo creo que a esta tía habría que exhibirla en el Museo del Ateísmo como prueba irrefutable de que Dios no existe. Si Dios existiera, cómo coño iba a hacer una cosa tan mal hecha como este engendro: una voz que da gusto oírla en un cuerpo que da asco verlo.
—Sí, de veras —le espeto agresivo.
—Es que soy dobladora —me suelta.
Acabáramos. Nos ha jodido mayo con sus flores. Ves a las macizas del cine con esta voz y te lo crees. Nos ha jodido que te lo crees. Te crees todo lo que te echen.
—Ya decía yo que me sonaba su voz.
Y tanto. Como que la tía se chupa todos los telefilmes y todas las películas que ponen en la tele. Debe ganar pasta por un tubo. Y encima —las hay egoístas—, quiere ganar un bingo y que yo me la trajine.
Por aquí. Le hago mentalmente un corte de mangas y me pongo en pie. Ella se lleva el chasco de su vida y dice:
—¿Se va ya?
Miro el reloj y le respondo, mintiendo como corresponde:
—Sí. Se me hace tarde. Tengo que coger un avión.
Leo en su cara un “¡Qué pena!”, muy expresivo y pienso: “Anda y que te zurzan el virgo, so puta. A ver si te quedas mudita y no doblas más a ninguna tía buena de verdad”.
No tengo ganas de salir a la calle y vuelvo al bar. Ese adefesio me ha puesto de mala leche. El camarero que se había hecho medio amigote mío ve mi cara y se cree que he perdido en el bingo. Pasándose de listo me pregunta con una sonrisita torcida e hijoputa:
—¿Ha estado jugando?
Estoy a punto de soltarle una impertinencia, pero me contengo. Señalo a las cuatro fulanas, que sentadas en una mesa le dan al copetín más tristes que la puñeta, y le digo para asegurarme:
—Esas son…
—Sí, putas —me asegura él con una precisión digna de mejor causa—. ¿Quiere que avise a alguna?
Las examino, pero no me decido por ninguna.
—¿Cuál me aconseja? —le pregunto.
Se encoge de hombros, y le digo:
—¿No las ha catado?
—¿Yo? —pregunta escandalizado. Luego agrega—: ¡Qué más quisiera yo! Cobran mucho.
—Está bien —acabo por decir—. Avise a la pelirroja.
En el ascensor le meto mano. El pigmeo me mira envidiándome a base de bien. Lo he hecho aposta. Para que sepa con quién se gasta los cuartos. Cuando mañana me pida el autógrafo, por mi madre que no se lo doy.
Desde luego hay putas que no se recatan. Esta es una de ellas. En cuanto que ha entrado en la habitación se ha quedado en pelotas y pide candela. De momento se va a esperar un poco. Tiene unos labios de mamona que ya ya. Así que le digo bajándome los pantalones:
—¿Por qué no me la chupas?
Dicho y hecho. Mientras ella me la mama recuerdo una canción que cantábamos de chavales. La tarareo mentalmente, pero cuando noto que la venida del Señor… semen se acerca empiezo a cantar a pleno pulmón con entusiasmo juvenil las primeras estrofas: “Chúpame la minga, Dominga, que vengo de Francia…”.