Capítulo I
Lunes

Y, SIN EMBARGO, SE MUEVE. La muy hijaputa se mueve. No solo se mueve, sino que pone su mano sobre mi pecho y la va bajando hasta dar con mi picha, que, después del castigo que la muy cabrona me infligió durante toda la noche, está más apagada que la puñeta. Juega un poco con ella y yo la dejo hacer. Pero cuando intenta pasar a mayores y dirige su boca a mi herramienta, que se ha ido animando con el toqueteo a que la ha sometido, le arreo una hostia en toda la jeta, que la deja alelada de cojones. Me mira sin comprender y veo cómo la sangre empieza a aparecer en la comisura de sus labios. Se lleva las manos a la cara y la muy bragazas comienza a llorar. Lo que me faltaba. Me levanto de la cama y dudo entre atizarle otra vez o irme a duchar. Opto por esto último. No me puedo entretener; hay prisa.

Mientras dejo que el agua caiga sobre mí a su aire me da por pensar en lo gilipollas que son las tías. Ahí tienen a esa pánfila, por ejemplo. Me liga ayer noche, me trae a su casa, le echo unos cuantos polvos bien echados —y no es porque se los echara yo, pero polvos como ésos seguro que no los ha conocido en su puta vida; se corría que daba gusto—, y todavía sigue pidiendo candela. Como decía un cura que había en mi pueblo —un cabronazo, como todos ellos, de aquí te espero, que se limpiaba el culo todos los días con el Osservatore Romano y se quedaba tan pancho—, es que las pobrecitas tienen el cerebro más chico. Encima de gilipollas, son desagradecidas y encima de desagradecidas, gilipollas. No comprende la muy puta que el domingo se ha acabado y que es lunes y tengo cosas importantes que hacer. Pues vayan y explíquenle esto a una tía. Doble contra sencillo que les pega un bocado en la punta del carajo. Si las conoceré yo…

Cuando vuelvo al cuarto ella duerme como una bendita. Serán gilipollas, desagradecidas y todo lo que ustedes quieran, pero tengo que reconocer —si tengo una virtud ésa es la de ser objetivo— que están buenísimas. La ves así, durmiendo, en pelotita viva, y te dan ganas de olvidarte de que es lunes y de que la tienes un poco floja y de ponerte sobre ella y tirar de vareta. Se iba a despertar con toda la mandanga dentro. Vamos, que iba a pasar del séptimo cielo con el que está soñando al octavo. La octava maravilla del mundo como quien dice.

Pero en esta jodida vida no siempre se puede hacer lo que se quiere. Por eso tengo prisa y quiero ir hoy al Banco; precisamente para, de aquí en adelante, hacer siempre lo que me salga de los cojones.

Con harto dolor de mi corazón, como diría algún mamonazo de esos que se dedica a escribir novelas, la miro otro ratito más y salgo de estampida. Mientras bajo en el ascensor me digo que si la tía se ha quedado tan frita es porque seguro que se ha hecho un pajote. No hay nada para quedarse grogui —ni pastillas ni hostias— como hacerse una macoca. Te entra una cosa, un… No sabría cómo explicarlo, pero el caso es que te quedas más relajado que la leche. Yo a la gente que padece de insomnio siempre les digo que le den al manubrio. Mano de santo. Se lo juro por mi madre.

Llego al portal y me da por la vena supersticiosa. “Con qué pie salir”, me pregunto. Tengo la cabeza llena de preocupaciones, me espera una semana de no te menees y voy y me pregunto “Con qué pie salir”. No debo estar bien de la chota. La tía que acabo de dejar no solo me comió el sexo sino también el seso. Yo solo me río con este jueguito de palabras y cierro los ojos. Que sea lo que Dios quiera. Cuando los abro, ya estoy en la calle. Menos mal que no he visto con qué pie he salido.

Son ya más de las nueve y media, y en la puta calle hay un jaleo de tres pares de cojones. No sé dónde coño irá tanta chusma. Parar un taxi me cuesta Dios y ayuda. El merluzo del taxista es de los que le dan a la lengua sin tino. Que si el tráfico, que si la polución, que si el alcalde, que si esto cada día está peor… Me bajo con la cabeza como un bombo. Le echo una maldición. A ver si hay suerte y se estrella contra un árbol. Estos tíos que no se pueden estar callados me dan por el culo cantidad.

Me he apeado en una glorieta de la que salen más calles que la puñeta y tardo unos segundos en orientarme. Luego camino hasta donde tengo aparcado el coche. “Anda que si me lo han mangado…”, me digo en plan calenturiento. Sería para mear y no echar gota. Qué coño me van a robar el coche ni me van a robar el coche. Está ahí, donde lo dejé ayer tarde antes de que esa niñata me cazase con lazo. ¡Qué buena estaba la cabrona! Me meto la mano en el bolsillo y me magreo un poco la polla. Un poco, eh, solo un poco. Tengo que hacer un esfuerzo para parar y no correrme. Estaría gracioso que yo también me pajilleara y me quedara fritito en el asiento del coche. Sería para morirse de risa.

Saco la pistola de la guantera, compruebo que funciona a base de bien, me la guardo en el bolsillo de la chaqueta y arranco. Me meto en el mogollón del tráfico y conduzco con toda la precaución del mundo y un poquito más. Por si no está claro, lo digo con todas las letras: No quiero problemas.

Doy un pasonazo por el Banco, y todo está como esperaba. De un tranquilo que da gusto. Es una calle por la que apenas si pasan coches. Se trata de un barrio residencial y a los mamones que viven aquí no les mola el ruido. El Banco ocupa un chalecito similar a las casas que lo rodean. Nadie diría que en un sitio así se puede uno encontrar un Banco tan a punto de caramelo. No lo diría nadie, pero se lo digo yo. Con dos cojones y un palito —y un poco de suerte; tampoco hay que tirarse faroles— di con él. Ahí está, esperándome a mí. Deseando que entre y diga: “Aquí estoy yo”.

Cojo por la primera bocacalle y doy la vuelta. Aparco en una esquinita al lado mismo del Banco y, antes de bajar, cojo de la guantera dos bolsas de plástico y me las guardo en el bolsillo. Me pongo bien el nudo de la corbata, me abrocho un botón de la chaqueta y me miro en el espejo. Contemplo mi cara y me sonrío a mí mismo.

Pisando fuerte, diciéndome una y otra vez que no puede fallar, que está chupado, recorro los escasos metros que me separan de la puerta del Banco. Estoy en un tris de santiguarme antes de entrar. Casi me descojono al pensarlo. Pongo cara de cliente serio y señor y entro en el Banco.

De putísima madre. La cosa no se puede presentar mejor. Solo hay una vieja petardo que se enrolla con el tío del mostrador cosa mala. No sé qué hacer. Si sacar la pistola ya o esperar a que la menda liquide y se pire. Como parece que va para largo, no me lo pienso más y saco el cacharro. Estoy detrás de la vieja y el tío del mostrador no me ve la pistola. Los demás están a lo suyo, dándole a las maquinitas y al papeleo. Tienen cara de lelos; parece que les gusta. Con unas cosas y otras nadie me hace ni puto caso.

No me quedan, pues, más huevos que decir esta boca es mía. Me echo a un lado de la vieja para que el mangani del mostrador me vea el aparato y digo con toda la firmeza y calma de que soy capaz:

—Todo el mundo manos arriba. Esto es un atraco.

De pronto se hace un silencio del carajo y todos me miran con los ojos como chiribitas. La vieja se apoya en el mostrador, pero se resbala y cae al suelo desmayada.

—Vamos, qué esperas —digo al del mostrador, apuntándole con mano firme—. El dinero, pronto.

—En seguida, en seguida —balbucea el gachó—. No se ponga nervioso.

—No estoy nervioso —le replico ofendido. Y agrego devolviéndole la pelota—: El que está como un flan eres tú, cuatro ojos.

El tío, instintivamente, se quita las gafas y se pega un hostión con el filo de una mesa.

—Hay que avisar al director —dice.

—Pues avísale.

—Eso iba a hacer —se justifica.

Se pone otra vez las gafas y entra sin llamar en el despacho del director. Yo me desplazo un poco para comprobar que no hace nada extraño y veo cómo le explica entrecortadamente al otro lo que está pasando. Más pálido que la leche el director va hacia la caja fuerte y me mira con ojos de borrego.

—Rápido, rápido —digo para no permanecer callado.

El silencio se me hace cuesta arriba, y no sé por qué pienso en el taxista charlatán.

—Vamos, vamos.

Les alargo las dos bolsas y el tío del mostrador y el director comienzan a llenarlas atropelladamente. Los otros currantes parecen figuras de cera. Se han quedado más quietos que la hostia. Echo una ojeada a la vieja, que en el suelo lucha por levantarse. Ve mis ojos sobre ella y se pone a vomitar. Será hija de puta.

—Ayúdala —digo a una rubiales con cara de caballo.

La rubia abandona su mesa escritorio y acude hasta donde está la vieja. Lo está poniendo todo perdido. Si no está echando hasta la primera papilla que tomó allá por el siglo diecinueve es que no está echando nada. La rubiales le da golpecitos en la espalda, y para mí que es peor el remedio que la enfermedad.

De vez en cuando avizoro la puerta —no vaya a ser que se presente alguien y me coja en bragas— y les digo algunas palabritas a los dos tíos que llenan las bolsas.

Al fin —¡alabado sea el cielo!— terminan con la operación. La verdad es que se me estaba haciendo larga de cojones. Temblando que da gloria verlo el director me alarga las bolsas. Todavía sigue con su blanca palidez. A lo mejor, hasta lo degradan y lo mandan a un pueblo. Que se joda y que baile.

Sin dejar de apuntar a la concurrencia cojo las bolsas con la izquierda y pongo pies en polvorosa. Con dos zancadas y media llego al coche y me meto en él. Arranco y digo para mí: “Este ya está en el bote”.

Es la primera vez que atraco un Banco y tengo un gustazo en el cuerpo de aquí te espero. Algo así como si me hubiera tirado a un regimiento de tías del Playboy, pero todavía en mejor. Si no me corro es por no manchar los calzoncillos. Ganas no me faltan.

En una calle discreta paro el coche y me bajo de él. Abro el portaequipajes y saco una maleta de cuero de medianas dimensiones. Me introduzco otra vez en el bólido, pongo las bolsas dentro de la maleta y arranco de nuevo.

Cuando entro con la maleta en el edificio donde tengo alquilado un apartamento, el tonto del culo del portero —un chorbo que apesta a guardia civil retirado— me dice tan pelota como siempre con una sonrisa bobalicona y babeante:

—Buenos días, don Antonio.

—Hola, Paquito —le respondo—. ¿Cómo va la cosa?

—Así, así.

—Te quejas de vicio. Vives mejor que los frailes.

Él se ríe y dice:

—Cómo es usted, don Antonio.

Don Antonio para arriba, don Antonio para abajo. Y yo, para joderle, Paquito por aquí, Paquito por allá. Pero al muy hijoputa le gusta. Hay gente que ha venido al mundo a poner el culo, y este mastuerzo es uno de ellos.

—Y qué, ¿ligamos mucho? —le pregunto de sopetón.

—Cómo es usted, don Antonio.

El tío, como ven, tiene una riqueza de vocabulario de la hostia.

—Entonces, qué —insisto—, ¿nos comemos muchas roscas?

Él sigue con sus risitas y responde:

—Pocas, pocas, don Antonio. Yo ya no estoy para esos trotes.

—¡No me digas que ya no se te levanta! —le digo en plan de cachondeo, pero con toda mala leche.

—Cómo es usted, don Antonio.

Y dale.

—Siempre tan bromista —añade.

Me ve la maleta en la mano y pregunta:

—¿Qué, de viaje?

Estos mendas que han usado tricornio no se quitan el complejo de sheriff ni pa Dios. Andan con el interrogatorio a cuestas todo el puto día.

—A lo mejor, a lo mejor —le contesto—. La acabo de comprar ahora. La coloco sobre el pequeño mostrador tras el que se parapeta y le pido:

—Toca, toca. Es un cuero buenísimo.

Me obedece y acaba diciendo:

—Le habrá costado lo suyo.

—Ya lo creo.

La levanta y dice extrañado:

—Pesar, pesa más de la cuenta, ¿no?

—Es que he aprovechado y me he comprado algo de ropa. ¿Quieres verla? —le pregunto.

—No, por Dios, don Antonio. Las cosas íntimas…

¿Qué sabrá este cabrito lo que son las cosas íntimas? Pero en fin…

—¿De verdad no quieres verla? —insisto.

Niega con la cabeza.

—Pues tú te lo pierdes.

Cojo la maleta y, harto de tomarle el pelo, me dirijo al ascensor.

—Buen servicio —le digo como despedida.

—Gracias, don Antonio.

Lo primero que hago nada más llegar a mi apartamento es ir al cuarto de baño y soltar una meada larga, espumosa y sonora, con su poquito de humillo y todo. Luego abro la maleta, vacío las bolsas en ella y la cierro con llave. Después de guardar la maleta en el armario tomo las bolsas, las doblo bien dobladas y me las meto en el bolsillo de la chaqueta.

Salgo del apartamento y bajo por la escalera de servicio. Subo al coche y me voy a por el segundo Banco.

EL SEGUNDO BANCO es menos guapito de cara que el primero, pero también lo he elegido a conciencia. Es una sucursal pequeña situada en una calle céntrica. A la vista solo suele haber tres empleados y parece fácil de manejar. Esto, y el hecho de que el carril bus me permita aparcar el coche justo enfrente, es lo que me hizo decidirme por él. “Y si viene un guardia —se preguntarán ustedes— y ve el coche ocupando el sitio prohibido del carril bus, ¿qué pasa?”. Estaría bonito, ¿verdad?, que salga uno con la pasta y se encuentre a un guripa poniéndole una multa por mal aparcamiento. Estaría bonito, pero no va a pasar —toco madera por si las moscas—; lo tengo más que comprobado. He estado vigilando la zona un día tras otro durante una temporada, y por allí pasan menos guardias que barcos por el desierto. Claro que a lo mejor hoy les da por darse una vueltecita. Pero ésa es otra historia. No hay que calentarse los cascos adelantando acontecimientos. Si se presentan, venderé cara mi derrota, como dicen en las películas.

Bueno, dejémonos de cachondeo, que esto es una cosa muy seria. Si nunca ha habido guardias, hoy no tiene por qué haberlos tampoco. Y punto.

Cuando paro el coche frente a la sucursal obligo a un autobús a salirse de su carril. El cabrón del conductor me toca el claxon cagándose en mi puta madre y asoma la gaita cantándome la gallina. Tiene suerte de que ande ocupado en asuntos más importantes; si no, sabría lo que es bueno. Estos mingurris no tienen bastante con las ocho o diez horas de volante que se meten todos los días entre pecho y espalda, sino que, encima, van provocando el que algún sangre fría como yo les pegue dos tiros en la barriga. Coño, si he aparcado aquí es porque necesito aparcar aquí. ¿O no?

Algunos mirones que se han parado al oír los insultos del autobusero me miran con cara de perdonavidas. No tengo más huevos que achantarme, pero de buena gana les mandaba a tomar por el culo por cenizos y metomentodo. Estos tíos que a las doce de la mañana se pasean con su periodiquito debajo del brazo a la caza y captura de sorpresas que distraigan su aburrida vida de rentistas me pegan dos patadas en los cojones, y si encima me miran con cara de perdonavidas, entonces no digamos. Pero, en fin, hay que tener paciencia con ellos, porque si no se va todo a hacer puñetas.

Me quedo unos instantes en el coche esperando que se disuelvan y, cuando se han ido a buscar otro espectáculo callejero, bajo y me pongo bien la raya de los pantalones. A mí siempre me gusta ir bien maqueado, causar buena impresión. Me pongo las gafas de sol —que, miren por dónde, me olvidé ponerme antes; joder, un pequeño fallo lo comete cualquiera— y camino hasta la entrada del Banco.

Coño, esto no me lo esperaba. Yo que había elegido esta sucursal por pequeña y tranquila, me encuentro ahora que no se cabe dentro. No es que haya un millón de personas o cosa así —si tengo una virtud ésa es la de no ser exagerado—, pero los clientes que se hacinan dentro bastan y sobran para que no quepa un alfiler más. Le doy un empujón a un tío que lleva un brazo en cabestrillo y me hago un lugar al sol. El muy mamón me dice que me ponga en la cola. ¿Qué hago con él? ¿Le escupo en la cara y le pego una coz en la entrepierna o le beso los pies y le pido perdón? Ni lo uno ni lo otro; le ignoro olímpicamente y le digo —mentalmente, eso sí—: “Anda y que te folle un gorila”.

Me voy al rinconcito donde hay una mesa con impresos y me pongo a hojearlos. A ver si se desaloja esto de una puta vez y puedo tener libertad de movimientos. ¿Se han fijado alguna vez en la cantidad de operaciones que realizan los Bancos? Pues fíjense, fíjense. Yo, que me creía un listo, hojeando estos papelotes me entero de un montón de cosas. Así de forrados están los Bancos. No se les escapa ninguna. Lo mismo sirven para un barrido que para un fregado. Lo mismo te pagan el colegio de los niños que te asesoran para que inviertas en el mar del Norte. Son la hostia.

Menos mal. Ya solo quedamos cinco. Hay una vieja —¿por qué siempre los Bancos estarán llenos de viejas?; es una pregunta que me hago— con su cesta de la compra y todo. Debe ser medio sorda porque pega unos gritos como para despertar a un muerto. Está diciendo al maricón de playa que la atiende —un gorderas fofote y con menos pelo que una maja— que el último saldo que le han mandado no puede estar bien, que ella no tiene gas. ¿Cómo entonces le han descontado dos mil quinientas pelas por el recibo del gas? Eso me pregunto yo. ¿Por qué le hacen estas putadas a una pobre vieja? El que no se distrae es porque no quiere. El gorderas, con una sonrisita de cenutrio, va y le pregunta que si está segura de que no tiene gas en su casa. Joder cómo se pone la vieja. “¿Usted se cree que soy tonta o qué?”, le dice. El zote que está detrás del mostrador coge el papelín que le tiende la vieja y le echa un vistazo de experto. “Espere, voy a ver”. Y se esfuma.

La vieja se vuelve al tipo que tiene detrás y se pone a contarle su vida. El tío —un barbas con pinta de intelectual, es decir, de chaval que no le ha dado un palo al agua desde que lo parió su santa madre— le escucha estoicamente y, de tanto en tanto, dice algo sobre lo mal organizados que están los Bancos en España. Esto de “en España” lo subraya con mucho énfasis. A lo mejor estuvo una vez en Andorra y se cree el muy soplapollas que conoce el mundo.

Esta sí. Esta sí que está rica. ¡Joder, qué tía! No es ni muy grande ni muy chica —no sé si me entienden—; es normal. Ya quisiéramos muchos ser tan normales como ella. Lleva un vestidito azul con flores estampadas de lo más historiado y un cinturón rosa que debe ser suave de pelotas. De esos que le pegas un par de zurriagazos a la fémina de turno y la jodida se corre como una abubilla. Entre nosotros, tampoco a mí me importaría que esta tía me diese un par de mandobles con él. Sostén me parece a mí que no lleva. Es lo malo que tienen las gafas oscuras. Son muy clandestinas y toda la pesca, pero ves menos que una polla dentro de una olla. Me las quito, saco el pañuelo del bolsillo y me pongo a limpiarlas con parsimonia. No, no lleva sostén. Los pezones miran al frente cosa mala. Deben estar en su punto. Como a mí me gustan. Claro que a lo mejor tiene las tetas operadas y por eso se muestran tan erectas. Están más erectas que el Pitecantropus ese del que hablaban en los libros escolares. Una vez conocí a una tía que las tenía operadas. Estaban duras como la piedra. Se las tocabas y parecía que estabas magreando al Valle de los Caídos.

Joven, joven, lo que se dice joven, no es. Treinta y cinco años no hay quien se los quite. Seguro que tiene ya una hija en edad de que la desvirguen. ¿Se imaginan ustedes coger a la madre y a la hija por banda? Ahora la pongo aquí, ahora la pongo allí… Este agujero me gusta más que el otro porque está más calentito… Esta me la chupa y a la otra se lo muerdo… No sigo, porque me estoy empalmando sin tino. ¿Y qué decir de los zapatitos que se gasta? Son azules como el vestido y hacen juego con él. Tienen un tacón fino de pelotas, que por lo menos mide medio metro. Ya que andamos con el rollo erótico les confesaré que meterle a una gachí por el culo un tacón de éstos es algo por lo que vengo suspirando desde que tengo uso de razón. Si es que alguna vez lo he tenido, matizo para que no se me mosqueen. Lo que iba diciendo, tienen un tacón fino de cojones y un lacito en la puntera de lo más chulo. Dan ganas de cagarse en él de puro gusto.

El del brazo en cabestrillo no pierde el tiempo. Se ha puesto detrás de la tía y le arrima la cebolleta con descaro. Ella no dice ni mu. Para qué. Seguro que le gusta más que comer con los dedos. Impaciente por lo que está tardando el mariconcete entrado en carnes con el follón del gas golpea con su pie derecho en el suelo. El lacito se mueve que da gloria verlo. El del brazo en cabestrillo, sin dejar ni por un momento de darse el gustazo padre —quién pudiera estar en su pellejo—, contempla con ojos de experto un grabado que hay en la pared. Cuatro rayas mal trazadas y un par de manchones para acabar de rematarla. El andoba se estruja las meninges sacándole punta a las rayas y a los manchones. No aparta ni por un momento sus ojos del grabado de marras. A poco que se descuide se convierte en un perito y escribe un libro sobre el arte contemporáneo. Y si no, al tiempo.

Por arriba, mucho tirar de arte, pero por los bajos se está dando el gran lote. Y, mientras, el barbas se gana a pulso el cielo escuchando las sandeces de la vieja. Si yo fuera el gorderas, que justo ahora reaparece en escena, le metería mil duros más de gas a ver si se callaba de una puta vez.

“Que es para hoy”, me digo. No he venido aquí a hacer turismo. Si empieza a entrar más gente la jodemos. Así que me acerco a la puerta y la cierro. Luego saco la pistola y digo con voz grave, muy de macho:

—Todo el mundo quieto. Esto es un atraco.

Si hay una palabra mágica, ésta es “atraco”. Oírla y enmudecer es todo uno. Hasta la vieja, antes tan parlanchina, se queda más callada que una puta. Esta tiene más aguante que la otra. Ni se desmaya ni nada. Lo único que hace es poner su bolso sobre el pecho y aferrarlo con manos de hierro. La muy chorra se cree que me interesa la chatarra y que voy a por ella. ¡Lo que hay que ver!

El del brazo en cabestrillo aprovecha el susto de la tía del lacito para arrimarse todavía más a ella. Le está poniendo la retaguardia a caldo. El de las barbas contempla el panorama como si no fuese con él la cosa. Lo que les digo: es un intelectual. Los huelo a diez kilómetros. Este sí que escribe algo. Se le ve en la cara que ya está buscando el título para un artículo. Estoy a punto de decirle que lo titule “La Banca nacional y yo”, pero me contengo. Que se busque las judías por sus propios medios; yo me las busco por los míos.

A uno de los empleados que trajinaban con las maquinitas le ha entrado una risa tonta —no hace falta ser médico de cabecera para diagnosticar que la causa no es otra que mieditis aguditis— que va in crescendo a pasos agigantados. ¿Le dejo que siga riéndose o le atizo una hostia a ver si se calla? Como siempre he creído que la libertad de expresión es un valor sagrado en una sociedad democrática le dejo que se ría a sus anchas. Magnánimo que es uno.

Otra vez el mismo numerito de la primera vez. El gordito relleno llama al director —que estaba encerrado en su despacho con una secretaria un poco fondona para mi gusto—, yo les entrego las bolsas y se ponen a llenarlas con harto dolor de su corazón. Como si el dinero fuera suyo, vamos. Desde luego, los hay panolis.

Estos se dan más prisa. Cuando terminan me devuelven las bolsas —que, por cierto, pesan más que la otra vez— y se quedan más parados que el reloj de la revolución. Pero, cuando me dirijo a la puerta, el maricón del gordo —nunca se fíen de los gordos ni de los maricones; son hijoputas como ellos solos, se lo digo yo— hace un movimiento que se cree que no voy a ver y le da a la alarma.

Lo primero que se me pasa por la mente es freírlo a tiros. Por gordo y por maricón. Pero repito que en esta jodida vida no siempre se puede hacer lo que se quiere. Descartado lo de fusilar al gorderas, a ver qué hago.

Salir corriendo es lo indicado. Y si no, díganme qué hacer si no. Pero cuando estoy en la puerta se me ocurre una idea mejor. Por si las moscas, es más conveniente salir acompañado. Coger un rehén, vamos. ¿A quién me llevo? ¿Al director, a uno de los empleados, a la secretaria, a la vieja, al barbas, a la tía buena o al del brazo en cabestrillo?

Acertaron. Agarro a la tía con la misma mano en la que llevo las bolsas —cosa difícil de pelotas— y le pongo la pistola en los riñones. El del brazo en cabestrillo se aparta de ella como si estuviese apestada. Al ver la pistola al lado de sus narices se olvida de la cebolleta y se le encoge la minga como un matasuegras.

La tía, que antes tenía un color de lo más morenazo —si no tira de rayos ultravioletas me la corto en rodajas—, se ha puesto ahora del color de la mierda de un niño chico. De un color deslucido, si es que saben de lo que estoy hablando.

Dando traspiés —ella, no yo— salimos del Banco. Los del periodiquito debajo del brazo tienen ahora ocasión de ver algo bueno: un menda con dos bolsas en la mano, que sale de un Banco apuntando a una tía maciza de verdad. Los que no se quedan petrificados por la sorpresa se esconden donde buenamente pueden: detrás de un quiosco de bebidas, en una tienda de muebles… Qué sé yo. Eso sí, ninguno dice ni pío ni se hace el listo. Mejor así.

Me meto en el coche arrastrando a la belleza del lugar. ¡Seré gilipollas! Me he metido yo antes que ella y ahora tiene el volante delante suyo. Sin pensármelo dos veces le doy a la llave y le pregunto:

—¿Sabes conducir?

Dice que sí con la cabeza y le atizo al acelerador. Durante unos instantes yo mismo me ocupo del volante; ella se ha quedado como alelada. Mi postura no puede ser más incómoda, así que le grito sin ninguna cortesía —el horno no está para bollos—:

—¡Conduce tú, coño!

Me obedece a la primera. Pongo las bolsas en el asiento de atrás y me acomodo lo mejor que puedo. La felicidad no me dura ni el tiempo de decir “amén”. Está visto que a este mundo se ha venido a sufrir. La sirena de un coche de la poli que se acerca produce un ruido del carajo. Los mamones están bien organizados. No han pasado ni tres minutos desde que el maricón del gordo le dio a la alarma.

Hago que la tía doble a la derecha, pero como si nada. La sirena sigue oyéndose. Me vuelvo para ver dónde se encuentran. Se ha formado un tapón bastante curioso y hay por lo menos una docena de coches entre ellos y yo. Respiro tranquilo.

Además —¡qué cojones!—, cómo saben que soy yo. ¿Es que acaso tengo cara de atracador como otros la tienen de cornudo o de hijoputa? Por si acaso, lo más prudente es alejarse de aquí en cuanto que el semáforo se ponga verde. Verde que te quiero verde.

—Dale, coño —le digo a mi chófer particular.

Cómo suda la tía. Desde la cara le caen por el cuello hilillos de sudor que desembocan en el canalito que hay entre las tetas. Los ríos que van a dar a la mar. Y es que no hay nadie como los poetas para expresar estas cosas tan bonitas que tiene la vida.

Con el susto que se me ha metido en el cuerpo y el sudorcito tan rico que estoy viendo ahora me empalmo otra vez. Porque no es solo eso, sino que la tía tiene una respiración tan entrecortada que no parece sino que se la estoy metiendo. ¡Qué más quisiera yo! ¿Y qué decir de los muslos que asoman por entre el vestido en plan clandestino, como el que no quiere la cosa?

Con un par de órdenes bien dadas —coge por aquí, coge por allí— perdemos de vista al cochecito leré y lo que todavía aprecio más: perdemos de oído la dichosa sirena. Se me estaba metiendo en las trompas de Eustaquio como Pedro por su casa.

Saco un cigarro y lo enciendo. Le doy una pitada y se lo introduzco en la boca. ¡Anda que no he visto hacer esto en las películas! Es un toque la mar de chuleta. Pero mi gozo en un pozo. La tía va y lo escupe y se pone a toser.

—No fumo —dice en medio de las toses.

¡Cómo son las mujeres! Madre mía, la que ha armado en un momento. Con la cosa de los bronquios cierra los ojos y no acierta con el volante. Tengo que ser yo el que lo coja antes de que nos demos una leche y me trinquen —ahora que me creía más libre que los pajaritos del Creador— con las manos en la masa. Una criada que empujaba un cochecito de niño por poco no lo cuenta. Y por si esto fuera poco, el cigarro encendido ha caído al piso y tengo que apagarlo como buenamente puedo antes de que se líe la de Dios y aquello explote. Morir carbonizado al lado de esta tía buenorra después de atracar un Banco es como para salir a pie de página en una Historia de la gilipollez a través de los tiempos.

Menos mal, menos mal —repito— que la cosa no pasa a mayores. La tos se va a tomar por el culo y consigo apagar el cigarro.

—¿Eres tonta o qué? —le digo por decir algo.

Ella comienza a hacer pucheros.

—¡Y no llores, coño! —le suelto.

Se come los pucheros y pone cara de conductor del año. Así me gusta.

Como no tengo otro sitio adonde ir, poco a poco nos vamos acercando a mi apartamento. Problema al canto: ¿qué hago con esta tía?

Esto de andar tomando decisiones a cada instante me jode cantidad. Pero por mucho que me joda, la pregunta sigue ahí: ¿qué hago con esta tía?

Sí, ya lo sé, lo más sensato sería bajarla del coche y decirle: “Adiós, muy buenas”. Pero, coño, ¿es que son de piedra o qué? ¿No ven lo buena que está?

YA ESTOY AQUÍ. Trabajito ha costado. Aparcamos el coche a unas cuantas calles y fue todo un número llegar hasta el apartamento. Imagínense con las dos bolsas en la mano derecha, agarrando al mismo tiempo a la tía, y con la izquierda dentro del bolsillo de la chaqueta al ladito mismo de la pistola, y se harán una idea. La hostia en bicicleta, vamos. Encima, a la gachí había que sostenerla a base de bien; iba como borracha. Menos mal que tenía tanto canguelo que no abrió la boca ni para respirar. Cuando llegamos a la puerta de servicio bajaba en el montacargas un fontanero y hubo que esconderse tras la puerta que lleva a las calderas. Pero, en fin, no me puedo quejar. Aquí estoy, en mi apartamento, con un tía de bandera y bebiéndome un whisky.

Ella, nada más entrar, se ha dejado caer en un sillón y se ha puesto a llorar a mares. De su bolso —solo ahora advierto que lo lleva; hay cosas para las que soy despistado de cojones— saca un pañuelito rosa y le pega al moco de la manera más bonita y popular. Yo enciendo un cigarro, me cruzo de piernas y me limito a tirar de ojo.

Una vez que se ha calmado un poco va y dice:

—¿Qué va a hacer conmigo?

Procuro sonreír para darle confianza y hago un gesto con mi mano que cualquiera sabe lo que quiere decir. Para ser sinceros, ni yo mismo lo sé.

—¿Quieres una copa? —le pregunto como un caballero; el caballero que soy.

Ella niega violentamente con la cabeza y se pone a llorar otra vez. Para mí, cojonudo. Me gusta ver llorar a las tías. No sé si a ustedes les pasa lo mismo. Y no es porque sea un mal bicho o un hijoputa de cuidado, qué va. Me gusta verlas llorar porque se les pone cara de peponas. Me recuerdan las muñecas de cartón con las que jugaba mi hermana de pequeña. Un capricho como otro cualquiera.

Apuro el whisky y me sirvo otro. Ha dejado de llorar —se le debe haber acabado el depósito— y ahora se pasa el pañuelo —lleno de mocos, por cierto— por los ojos, secándose las lágrimas.

—¿Qué va a hacer conmigo? —pregunta de nuevo.

Estoy a punto de decirle que se repite más que los pepinos, pero me controlo y no le digo nada. Después de todo, está en su derecho a preguntarlo. Muevo el vaso para que los cubitos de hielo se disuelvan y la miro al trasluz a través del líquido. No se ve ni jota.

Ya que le gustan las repeticiones, acabo por decirle:

—¿De verdad que no quieres una copa?

Esta vez no mueve la cabeza ni nada, sigue secándose las lágrimas como si yo no existiera. Si hay algo en esta vida que me jode —aparte de no joder, claro, si me permiten la confesión tautológica— es que una tía no me haga ni caso. Es algo que me pone frenético.

Pero no perdamos los nervios. He dicho que soy un caballero y lo mantengo.

—¿Quieres una copa?

Parezco un disco rayado, pero eso es lo que le pregunto.

Ella, erre que erre, sigue con sus lagrimitas. Coño, me gusta ver llorar, pero más me gusta que me hagan caso. Así que le sirvo un whisky bien cargado —un vasuco entero con un par de cubitos de hielo para dar el toque exótico— y me acerco a la tía. Antes de que pueda reaccionar la cojo por el cuello —un cuello, dicho sea entre paréntesis, digno de ser donado al Museo de Historia Natural por lo bien hecho que está; una cosa artesana de cojones— y casi la asfixio de la embestida. Pone los ojos como platos y seguro que reza por lo bajini alguna gilipollez. Luego subo la mano hasta su bocaza y la obligo a abrirla. Cuando la tiene bien abierta le echo el vaso de whisky para adentro.

La tía se pone a toser —parece que no sabe hacer otra cosa— y a soltar más lágrimas. Expulsa algo de whisky, y si no me retiro a tiempo me pone perdido. Vuelvo al sofá y me divierto un montón viendo cómo se repone. Las mejillas empiezan a coloreársele y se pone en pie.

¡Pues no se tambalea y todo cuando da pasitos por la habitación! Está trompa. Por mi madre que está trompa. No fuma, no bebe; no sé qué coño hace esta tía. Aparte de toser, no sé qué coño hace esta tía en sus ratos libres. A lo mejor hace jeroglíficos. Hay gente para todo.

Se acerca a la puerta y se pega un hostiazo con ella que casi la deja en el sitio. Me mira sonriendo tontorronamente y dice:

—Yo me quiero ir a casa.

A los curdas —sobre todo si son tías— hay que seguirles el rollo. Es algo que aprendí cuando curraba de camarero. Así que le digo:

—Luego. Luego nos vamos a tu casa.

—No. Yo me quiero ir ahora.

—Luego. Luego nos vamos —le repito con esa paciencia que Dios me ha dado y que, de verdad, no me la merezco.

—¡No! —grita—. ¡Yo me quiero ir ahora!

Y se tira al suelo y se pone a llorar.

Aquí querría yo ver al Job ese y a su puta madre. Contemplo cómo patalea y da coces con sus zapatos y cómo los lacitos se mueven de aquí para allí en plan fiesta. El meneo de los lacitos —y el whisky, me olvidaba del whisky— es lo único que me compensa en estos momentos. Por unos instantes hasta me creo que soy feliz. Pero es un espejismo. En seguida me olvido del whisky y de la madre que parió a los lacitos y solo oigo sus berridos. Porque no llora —que es lo que a mí me gusta—, sino que berrea. Y eso sí que no.

Me levanto más colérico que la mar, me acerco a ella y le doy un puntapié en los riñones que la deja seca. Se encoge como un feto y rumia su derrota más silenciosa que la puñeta.

—¡Cállate ya, coño! —le grito.

A las tías —por si no lo saben— hay que decirles las cosas bien claro; si no, ni se enteran.

Me mira con sus ojitos acuosos y le amago otra patada. Se encoge todavía más e intenta protegerse con las manos de la paliza que cree que se le avecina. Pero yo —que si alguna virtud tengo ésa es la de no pegar a las mujeres; una hostia de vez en cuando, pase, pero pegarles, lo que se dice pegarles, nunca— me agacho y le digo con el tono de voz más amistoso que puedo sacar:

—Anda, levántate.

Le ayudo a hacerlo y la conduzco hasta un sillón. La coloco allí y yo me siento a su lado. Con toda confianza le paso el brazo por encima del hombro. Ella —qué remedio— me deja hacer. Bajo la mano y le toco una teta. Menos mal; no está operada. Las tiene maduritas y en su punto. De buena gana seguiría metiéndole mano. Pero así en frío me da no sé qué.

Me levanto y le pregunto:

—¿Quieres que pida algo de comer?

Me mira como si le hubiese hecho una proposición deshonesta y está a punto de decir un categórico no con la cabeza. Intuye mi más que segura mala leche ante la negativa y dice con vocecita de eunuco —si es que hay tías eunucas, cosa sobre la que tengo mis dudas—:

—No tengo apetito.

—Pues yo me comería un buey —le replico—. ¿A ti no te abren el apetito las emociones?

—¿Las emociones? —se interroga, y se queda unos segundos traspuesta perdida.

Cuando vuelve en sí agrega tras echar un vistazo a su reloj:

—A la una y media tengo que ir a recoger a los niños al colegio.

—¡Y a mí qué coño me importa! —le espeto.

La gente egoísta que solo piensa en sus cosas me cabrea cantidad. No saben ustedes lo que me cabrea.

—¿Y qué van a hacer si yo no estoy allí? —pregunta la muy imbécil, como si eso me importara un carajo.

—¿El colegio es de curas? —inquiero inopinadamente.

Asiente y agrego:

—Eso te pasa por llevar a tus hijos a un colegio de curas.

Ya sé que no viene a cuento, pero eso es lo que le digo.

La tía debe estar mal de las meninges, porque va y me pide más sumisa que un felpudo:

—¿Podría llamar a mi marido?

—¿A quién?

—A mi marido.

—¿A tu marido? ¿Para qué?

—Para que vaya a recogerlos él.

—¿A qué se dedica?

—Es arquitecto.

—¿De los que hacen casas?

—Claro.

Con lo bien que iba el interrogatorio, y me sale ahora con un “Claro” que me revienta. Sí, las personas suficientes me revientan. ¿Qué quieren que le haga? Es algo que no puedo remediar. A lo mejor la muy puta se cree que no sé lo que es un arquitecto. Por eso, cuando le he preguntado: “¿De los que hacen casas?”, me ha respondido con ese “Claro” con más rintintín —o retintín, que el otro era un perro listo como el hambre— que la hostia.

Más chulo que un ocho me planto y se lo pregunto:

—¿Te crees que no sé lo que es un arquitecto?

Sorprendida por la mucha mala leche que pongo en la preguntita solo atina a decir:

—¿Cómo?

—¡Que si te crees que no sé lo que es un arquitecto! —le grito.

Se encoge de hombros —¡se encoge de hombros, madre de mi vida y de mi corazón!— y dice al borde de la histeria:

—¡Y yo qué sé lo que usted sabe!

La tía tiene cojones —eso sí lo reconozco—, pero a mí esas cosas no se me dicen. Y no se me dicen porque para cojones los míos. Punto.

—¿Cómo que tú no sabes? ¿Me tomas por tonto o qué?

Me ve acercarse a ella y se le pone carita de llorona. Es igualita, igualita, que las peponas de mi hermana. La polla se me pone a cien y yo no le echo el freno. Me debato —hay que joderse; toda la puta vida debatiéndose— entre hacerle tragar las palabras que ha dicho antes o darle un poco de quina por el coño.

No sabía que fueran tan listillos. Otra vez acertaron. El problema es cómo enfocar el asunto. ¿Por la brava o por la vía diplomática? No sé, no sé…

La tía sigue mirándome con su carita de pepona y rebaso el límite de velocidad. Antes de que vengan los de la Benemérita con la multa, me meto la mano izquierda —yo para las cosas serias siempre he sido de izquierdas— en el bolsillo del pantalón y me la meneo sin recato en plan exhibicionista. Ella se queda asombrada de mi hazaña y eso todavía me gusta más. Cuando me corro cierro los ojos y siento un gustazo como para parar un tren; el transiberiano, por ejemplo.

Me recreo en la suerte y casi me busco la ruina. Cuando abro los ojos la tía no está en la habitación. ¡La hija de puta se ha escapado! Echo a correr hasta la puerta —por cierto, el semen me cae por la pierna izquierda (la izquierda tenía que ser; me cago en la madre que parió a todas las izquierdas juntas) y me estoy poniendo perdido— y salgo al pasillo. La muy mema está esperando el ascensor, temblando más que un flan chino mandarín.

Al verme, tira escaleras abajo. Con semen y todo le doy alcance en el primer descansillo. Le pego un pescozón con el que casi le desvirgo la cabeza y la llevo arrastrando hasta el apartamento. Ella se hincha de gritar. Que grite todo lo que quiera. Así se desahoga. A estas horas no suele haber nadie, y si lo hay que asome la gaita y verá lo que es bueno.

De un empujón la hago entrar en el apartamento y cierro la puerta. La muy gilipollas ha roto las relaciones diplomáticas y no sabe lo que le espera. Yo por las buenas soy un santo, pero por las malas soy la hostia.

Sin mediar palabra le arreo una ración de bofetadas que la deja más suave que la seda. Luego, más excitado que la puñeta y con la polla a punto de estallarme, la tiro al suelo y me pongo sobre ella. La tía grita y patalea, pero está vista para sentencia.

Empiezo a morderle el cuello —de antología, señores; si fuera vampiro iba a tener un orgasmo como de aquí a Lima; pero lo que son las cosas, a mí no me gusta la sangre— y a hurgarle el tetamen a ver si encuentro petróleo. No encuentro petróleo —lo cual me la trae floja—, pero sí algo mejor: unos pezoncitos —utilizo el diminutivo para darle un toque mimoso al asunto; en realidad, son unos pezonazos como monedas de diez pavos— que chupeteo encandilado de verdad. La tía sigue resistiéndose y hasta me araña en la cara y toda la pesca.

¡Joder con la polla! ¡Cómo la tengo! Se ha olido el festín y no quiere más tregua. A los hermanos pequeños hay que consentírselo todo, y yo al mío le trato como a un marqués. Así que de unos zarpazos le rompo el vestido —con lo bonito que era, me cago en la leche; no se puede tener todo en la vida— y la dejo en bragas, lo que se dice en bragas. ¡Y qué bragas! De esas caladitas —con agujeros, vamos—, por las que asoma toda la peluca, ¿y para qué hablarles del color? Son de un rosa pálido que le dejan a uno ídem de la impresión.

Me bajo los pantalones y los calzoncillos a la buena de Dios y me pongo las manos perdidas con el semen del pajote que me hice antes y que todavía no se ha secado. Le bajo las bragas y me encuentro con todo su triángulo de las Bermudas al aire. La punta de mi carajo se dirige hacia allí como atraída por un imán y se pierde en el torbellino. No me extraña que desaparezcan tantos barcos. Es mucho triángulo el triángulo de las Bermudas.

Cuando estoy en plena faena —hay que ver cómo meneo el culo; parece que no he hecho otra cosa en mi vida— me da por agarrarla por el cuello y empiezo a apretar y a apretar…

VUELVO EN MÍ del orgasmazo que he tenido y me la encuentro más muerta que viva. Esta sí que es gorda.

Y yo que quería mandarlo al Museo. ¡Seré gilipollas! Un cuello de mierda, eso es lo que tenía. Se aprieta un poquito y se jode. ¡Ni que fuera de plástico! Pues a mí que me registren, yo no iba con mala intención.

Me sirvo otro whisky y me siento a contemplar el fiambre. Esto de la vida y de la muerte es misterioso de cojones. Hace un momento estaba vivita y coleando, y ahora está más quieta que la hostia. ¡Joder qué misterio! Un misterio bueno de verdad. Al que lo inventó le debían de hacer un monumento. Si alguna vez se hace una suscripción popular para levantarlo, que me avisen. Estoy dispuesto a dar hasta veinte mil duros. Por éstas.

Todo esto está muy bien, pero lo jodido viene ahora. ¿Qué coño hago yo ahora con este muerto? Lo que les tengo dicho. No puede estar uno tranquilo ni un minuto. Todo son preocupaciones y problemas.

De momento la cojo en brazos y me doy cuenta de que el dicho popular: “Pesa más que un muerto”, va a misa de doce. Suelto el petardo sobre la cama y me voy al cuarto de baño a darme una ducha. Si tengo una virtud, ésa es la de ser un tío más limpio que los chorros del oro, si es que no son unos palurdos y saben lo que es un chorro del oro. Porque palurdos e ignorantes, lo que se dice palurdos e ignorantes, los hay para dar y tomar.

La jodienda me ha aumentado las ganas de comer. No me comería un buey, me comería dos: a éste y a su hermano gemelito. Me acerco al teléfono y llamo al cernícalo de Paquito.

—Buenas tardes, don Antonio —me dice—. ¿Desea algo?

—¿Por qué no vas al restaurante de al lado y dices que me suban algo?

—Eso está hecho, don Antonio. Ahora mismo le subo lo que usted quiera. ¿Qué le apetece?

—Apunta, nene —le digo cachondeándome de él.

—Espere un momento, don Antonio, que este bolígrafo no escribe… Ya, ya, dígame usted, don Antonio.

—Pues me vas a subir unas endibias con jamón y unas angulas. Y de postre, una tarta de manzana. Ah, y dos botellas de Rioja. Que sea bueno, ¿eh?

—De primera, don Antonio. Les diré que sea de primera.

—¿Lo has apuntado todo?

—Yo creo que sí, don Antonio.

Me lee lo que ha anotado y compruebo que no falta nada. Estos civilones retirados son más espabilados que la puñeta. Mal que me pese tengo que reconocerlo.

—Pues arreando, Paquito, que estoy que pego bocados.

—En seguida va a estar, don Antonio. Ahora mismo voy.

Pongo la televisión para distraerme y me encuentro con un médico hablando de la lucha contra el cáncer. Diversión que no falte. Le quito el sonido y le pego de nuevo al whisky. Pienso que si fuera sordomudo podría saber lo que está diciendo por el movimiento de los labios. Me pongo a intentar descifrar lo que el tío está largando, pero no me jalo una rosca. Me consuelo pensando que no soy sordomudo. El que no se consuela es porque no quiere.

Desaparece de la pantalla el médico canceroso y ocupa su lugar una chiquita con los labios de un rojo comunistoide que dan ganas de mearle la boca. Me levanto y le doy a la voz. Vuelvo al sillón y escucho las tonterías que dice. Es lo malo que tienen las tías: en cuanto abren la boca, zas, la joden. Me da pereza levantarme de nuevo para callarla y oigo cómo presenta a un tío más maricón que un palomo cojo. Lo que les decía. Yo para estas cosas tengo un ojo que… El tío es peluquero. No se hable más.

La rojaza y el parguela empiezan una tuya-mía de gilipolleces que quiere pasar por una entrevista. Que si la moda para arriba, que si la moda para abajo. Acabo de la puta moda hasta los mismísimos cataplines.

Esto sí. Esto ya es otra cosa. Media docenita de modelos comienzan a menearse por el estudio, mostrando los peinados que les ha hecho el julandrón de turno. ¡Quién las cogiera por banda! Me dirán que soy un obseso sexual de tres pares de cojones. Ustedes digan lo que quieran. Lo que ustedes digan me lo paso yo por la palometa. Sí, como lo oyen, por la palometa. Y a mucha honra. Sí, señores, soy obseso sexual y a mucha honra. Más vale ser rápido de bajos que un blancanieves del montón.

Y conste, que no señalo a nadie.

Llaman a la puerta. Debe ser Paquito con zampa. Justo.

—Pasa, pasa —le digo y agrego—: Así me gusta, que las órdenes se cumplan con prontitud.

Me enseña los dientes con algo parecido a sonrisa y dice haciéndome la pelota:

—Usted sabe, don Antonio, que yo todo lo que usted me manda… ¿Dónde pongo la bandeja?

—Ahí, ahí mismo. Sobre la mesa.

Aparto unas revistuchas sexy y Paquito pone la bandeja sobre ella. Quito las servilletas que cubrían los platos y veo que las endibias, el jamón y las angulas tienen un aspecto de lo más chipén.

—Que aproveche, don Antonio —dice Paquito reculando hacia la puerta.

—¿Dónde vas, hombre, con tanta prisa?

—Es que he dejado a mi mujer en la centralita y…

—Tómate un vasito de vino, hombre.

Voy a la cocina y vuelvo con dos vasos. Abro una de las botellas de Rioja y los lleno. Le alargo uno.

—A tu salud, Paquito —le digo.

—A la suya, don Antonio.

Entrechocamos los vasos y me da por contradecir mentalmente mi brindis. Veo a Paquito vestido de guardia civil. Está en el País Vasco y vigila un polvorín. De pronto el polvorín explota, y allá que va Paquito por los aires derecho al cielo.

—Muy rico, sí señor —dice el berzotas chascando los labios y produciendo un ruido de lo más criminal.

—Ya lo creo.

—Y muy fresquito —agrega—. Este vino si no está fresco…

—No sabía yo que fueras catador de vinos.

—Hombre, tanto como catador —dice el cabrito en plan modesto.

—¿Sabes lo que sienta bien después de un vasito de éstos?

—¿El qué? —pregunta el muy analfabeto.

—Echar un buen polvo —le respondo.

—Cómo es usted, don Antonio.

Ya salió con su muletilla y su sonrisita conejil.

—De verdad, Paquito —le digo—. Ahí —añado señalando hacia el dormitorio— tengo a una tía. Si quieres te la puedes tirar.

—Cómo es usted, don Antonio.

Se ruboriza a paso ligero y pone la sonrisa en el congelador.

—¿No te lo crees?

Se encoge de hombros y se achanta.

—Por mi madre que ahí tengo una tía —le digo con la seriedad de un juez de instrucción.

El tío todavía tiene sus dudas. Veo el bolso de la interfecta y se lo muestro.

—Mira, aquí tienes su bolso. ¿Te lo crees ahora o no?

Se atraganta y acaba por balbucear un “sí” que es todo un poema.

—¿Te animas o no? —le digo poniéndole entre la espada y la pared.

—Es que está mi mujer sola ahí abajo y… —acierta a decir.

—Bueno, bueno, tú te lo pierdes. Abro el bolso y saco de él un billete de veinte duros.

—Toma. Ya que no te la quieres tirar, llévate por lo menos algo de ella.

Alarga la pezuña y coge la pasta.

—Muchas gracias, don Antonio.

—Dáselas a ella —le replico.

Se sonríe otra vez y sale echando hostias. Antes de perderse de vista aún tiene tiempo de repetir:

—Que aproveche, don Antonio.

Ya que tengo el bolso abierto me acerco a la mesa, me siento en el sofá y vacío en ella todo lo que contiene. Me guardo el dinero —treinta mil cucas a ojo de buen cubero; la tía iba a meter no a sacar, ya se le veía en la cara que era una hormiguita— y paseo los ojos por los cachivaches. Hay dos juegos de llaves, el tíquet de un aparcamiento, un tubo de aspirinas, una ficha de teléfono, un poco de calderilla, unos kleenex, una cadena con una virgen… Y no sigo porque sería el cuento de nunca acabar.

Saco el carnet de identidad —de carnets iba bien surtida: hay uno de donante de la Cruz Roja, otro de un club deportivo y el de conducir— y leo sus datos: Raquel Hortelano Anglada, treinta y siete años, casada, hija de Laureano y Remigia, natural de Mataró (Barcelona) y con domicilio en Madrid en la calle de Narciso Serra número ochenta y cuatro. Descanse en paz.

Miro por última vez la foto del carnet y lo guardo con las demás cosas en el bolso. Lo lanzo lejos de mí y me pongo a darle al cuchillo y al tenedor.

DESPUÉS DE METERSE en el cuerpo unas endibias con jamón y unas angulas, amén de beberse dos botellitas de Rioja, hay una cosa que se impone por su propio peso: echarse una siesta. Dando algún que otro paso en falso —si tengo una virtud ésa es la de aguantar la bebida, pero no tengo la culpa de que las piernas de vez en cuando no me obedezcan— alcanzo la habitación y me tiro en la cama como un fardo. Me quedo más dormido que un fumador de opio; si es que los fumadores de opio se quedan dormidos, asunto sobre el que, dicho sea como inciso, no tengo ni zorra idea.

Es una cosa jodida esta de los sueños. Sin comerlo ni beberlo te ves metido en unas batallas de lo más estúpidas. Sueño que trabajo de albañil —soy gilipollas hasta para soñar— y me doy un lote de acarrear ladrillos que es demasiado. El arquitecto es un tío enanito y chulín con cara de hijoputa. Me hace currar de lo lindo. Y en esto que viene una chorba conduciendo un coche deportivo. Se baja, enseñando todas las cachas, y se acerca al arquitecto. Se besuquean a base de bien. La tía lleva unos zapatos azules con unos lacitos en la punta. Me molan cantidad. Mientras voy de aquí para allá más cargado que un burro no le quito ojo de encima. El arquitecto se va un momento a un bar próximo a llamar por teléfono y no dejo pasar la oportunidad. Me acerco a la tía, la trinco bien trincada y comienzo a darle con la sin hueso en todo el chocho.

Cuando ando en lo mejor del foqui-foqui me despierto. Estoy encima del fiambre con la minga como una farola.

Le echo un vistazo al coño y me parece que lo tiene igual que hace unas horas. Jugueteo con los pelitos y, como la jodienda no tiene enmienda, se la meto y comienzo a moverme cosa mala. Acabo bañado en sudor y sin correrme. Esto de tirarse a una muerta es la repera. Acabo por mandarla a freír espárragos y me la pelo. ¡A ver, qué remedio!

Me percato de que todavía lleva los zapatos puestos y le quito uno de ellos. Le doy vuelta a la Raquelita y le introduzco el tacón de medio metro por el culo. Toda la vida esperando este momento y después resulta que ni me gusta ni nada. Yo creo que es porque la tía no ha dicho un “ay” de esos bien sentidos. Saco el tacón —lleno de algo parecido a mierda de primera— y devuelvo el zapato a su pie.

La verdad es que no me puedo quejar. Con unas cosas y otras me lo estoy pasando teta. Muchos de ustedes quizá quisieran estar en mi lugar. Lo que son las cosas: yo quisiera estar en el de ustedes. Porque, díganme, ¿qué hago yo ahora con esta difunta?

Me siento en la cama y me pongo a tirar de cabeza, tratando de buscar una solución. Me llegan voces desde la habitación de al lado y me entra un acojone de aquí te espero. Busco la pistola en la chaqueta y, sigilosamente, me asomo. ¡Me cago en mi padre! ¡Soy más tonto que Abundio! Me había dejado la televisión encendida y dos policías están hostiando a un negrazo. Si hay algo que me come los demonios son los telefilmes con polis chuletas. Apago el aparato y me tumbo en el sofá dispuesto a continuar cavilando.

No tardo en levantarme de un salto. He recordado lo que alguien me contó una vez y creo que tengo la solución.

Lo que me contó hace años un cliente ajumado es lo siguiente: el tipo tenía un perro más desobediente que la puñeta. Además de poco obediente se cagaba y se meaba donde le venía en gana. Hoy en la cunita del bebé, ayer en el bidet, mañana sabe Dios dónde… Un día se le inflaron los cojones, cogió al chucho, le arreó una leche con una maceta —que el cabrón del perro acababa de regar con su pilila— y le dejó en el sitio. Luego lo metió en la lavadora —han oído bien, en la lavadora— y lo espachurró bien espachurrado. Al final quedó hecho puré. Tiró la mezcla que había quedado en una bolsa de basura y Santas Pascuas. ¡No me digan que la idea no es cojonuda!

Cojo, pues, en brazos a la mochuela —conforme pasa el tiempo más pesa la cabrona— y me la llevo a la cocina. La dejo caer al suelo y hace un “plof” seco de cojones. Miro a la lavadora como a un bicho raro y me pregunto cómo coño funcionará. Llevo meses viviendo en este apartamento, pero nunca la he usado.

La enchufo y empiezo a tocar botoncitos hasta que aquello se pone en marcha. Bueno, ya sé cómo funciona. La apago y bajo la vista hasta el pedazo de carne bautizada que yace sobre las baldosas.

¿Y ahora cómo la meto dentro? Con esto no contaba. Lo intento de todas las formas posibles, pero no hay manera. Aquí quisiera yo ver al mamonazo que me contó lo del perrito.

A grandes males, grandes remedios. Cojo el mejor cuchillo que tengo y me pongo a cortar a la Raquel en pedazos. Por mucho que me afano no llego ni a cortarle el dedo meñique. O la carne está muy dura o el cuchillo es una mierda de mucho cuidado. Resultado: nada de nada.

Me miro en el cristal de la ventana y, al ver mi cara congestionada y bañada en sudor, me entra un cabreo de aúpa. Me pongo a darle patadas al fiambre al tiempo que grito a pleno pulmón:

—¡Hija de puta! ¡Hija de puta! ¡Hija de puta!

Las patadas y los gritos actúan como un bálsamo. Me quedo más relajado que la leche. Me siento en una banqueta y enciendo un cigarrillo. Lo fumo poquito a poco, haciéndolo durar. Luego echo un vistazo al reloj y compruebo que son más de las cinco. A este paso me da la noche y todavía no me he quitado a la muerta de encima.

Vuelvo al salón y me fijo en las bolsas con el dinero del segundo atraco. Me pongo a temblar. Me da por pensar en que me van a coger por la chorrada esta de la tía y que todos mis planes se van a ir al carajo. Sería algo que no podría soportar.

Cojo las bolsas y, a toda pastilla, voy al dormitorio. Las guardo atropelladamente en la maleta donde metí el otro dinero y empaqueto mis cosas en otra valija, procurando no dejar nada que me delate.

Llamo a Paquito para que suba a recoger los platos y, después de abrirle y hacerle pasar, le pego dos tiros en la espalda. Cae redondo sin decir ni mu.

Parece que me ha entrado el baile de San Vito; no puedo estarme quieto. Agarro las dos maletas y echo a correr hasta el montacargas. Mientras bajo, miro mis manos temblorosas y me da por reírme a carcajadas.

Cuando alcanzo la calle me digo: “¿Y ahora qué, don Antonio?”.