Buster se pasó varios días viajando en zigzag hacia el oeste hasta que su autocar se detuvo finalmente en San Diego. El océano lo atraía, era la primera vez que veía el mar en varios meses. Paseó por el muelle buscando trabajo y hablando con la gente. El patrón de un barco lo contrató como chico para todo hasta Los Cabos, México, en la punta meridional de Baja California. El puerto de allí estaba lleno de caras embarcaciones de pesca, mucho más bonitas que aquellas con las que él y su padre solían hacer negocio. Conoció a unos cuantos patrones y, en dos días, consiguió trabajo como marinero de cubierta. Los clientes eran acaudalados norteamericanos de Tejas y California que se pasaban más tiempo bebiendo que pescando. No le pagaban ningún sueldo, pero trabajaba a cambio de las propinas que ganaba, tanto más generosas cuanto más bebían los clientes. Un día más bien flojo le reportaba doscientos dólares netos; y en una jornada buena llegaba a ganar quinientos, todo en efectivo. Vivía en un motel barato y, a los pocos días, dejó de inquietarse por todo. Los Cabos se convirtió rápidamente en su hogar.
Wilson Argrow fue súbitamente trasladado de Trumble a una casa de acogida de Milwaukee, donde permaneció exactamente una noche, antes de largarse.
Como no existía, no lo podían encontrar. Jack Argrow se reunió con él en el aeropuerto con los billetes y juntos volaron al distrito de Columbia. Dos días después de haber abandonado Florida, los hermanos Argrow, Kenny Sands y Roger Lyter, se presentaron en Langley para su nueva misión.
Tres días antes de su prevista partida del distrito de Columbia para participar en la convención de Denver, Aaron Lake acudió a Langley para almorzar con el director. Iba a ser un gozoso acontecimiento, en el que el candidato triunfador daría una vez más las gracias al genio que le había pedido que se presentara. Ya tenía redactado el discurso de aceptación desde hacía un mes, pero Teddy quería estudiar con él unas cuantas sugerencias.
Lo escoltaron hasta el despacho de Teddy, donde el anciano esperaba como siempre bajo su manta. Qué aspecto tan pálido y cansado ofrecía, pensó Lake. Los ayudantes se retiraron, la puerta se cerró y Lake observó que no se había preparado ninguna mesa. Se sentaron lejos del escritorio, el uno frente al otro y muy cerca el uno del otro.
El discurso fue del agrado de Teddy y este se limitó a hacer unos cuantos comentarios.
—Sus discursos son cada vez más largos —señaló en voz baja.
Por lo visto Lake tenía muchas cosas que decir.
—Aún lo estamos corrigiendo —dijo este.
—Esta elección le pertenece, señor Lake —dijo Teddy con un hilillo de voz.
—Estoy tranquilo, pero la pelea será muy reñida.
—Ganará usted por quince puntos.
Al oírlo, la sonrisa de Lake se borró.
—Es… un margen muy amplio.
—Marcha usted ligeramente en cabeza en las encuestas. El mes que viene, el vicepresidente subirá unos puntos. Los puntos fluctuarán hasta mediados de octubre. Entonces se producirá una explosión nuclear que aterrorizará al mundo. Y usted, señor Lake, se convertirá en el mesías.
La perspectiva asustó incluso al mesías.
—¿Una guerra? —preguntó Lake en voz baja.
—No. Habrá bajas, pero no serán norteamericanas. Natty Chenkov será el culpable y los buenos votantes de este país acudirán en masa a las urnas. Podría usted ganar por una diferencia de hasta veinte puntos.
Lake respiró hondo. Hubiera deseado hacer más preguntas y tal vez incluso poner reparos al derramamiento de sangre, pero hubiera sido en vano. Cualquier horror que Teddy hubiera planificado para el mes de octubre ya estaba en marcha.
Lake no se encontraba en disposición de decir o hacer nada por impedirlo.
—Siga insistiendo en lo mismo, señor Lake. El mismo mensaje. El mundo está a punto de volverse mucho más loco y nosotros tenemos que mantenernos firmes para proteger nuestro estilo de vida.
—El mensaje ha dado muy buen resultado hasta ahora.
—Su contrincante se desesperará. Lo atacará en el frente del tema único y protestará por el dinero. Lo derrotará momentáneamente y se apuntará unos tantos. No se asuste. El mundo se trastornará en octubre, créame.
—Le creo.
—Lo tiene usted ganado, señor Lake. Siga predicando el mismo mensaje.
—Lo haré, descuide.
—Muy bien —dijo Teddy, cerrando momentáneamente los ojos como si necesitara echar una rápida siesta. Después los volvió a abrir y añadió—: Ahora pasemos a una cuestión completamente distinta. Siento cierta curiosidad por sus planes en cuanto llegue a la Casa Blanca.
El rostro de Lake reflejó su desconcierto.
Teddy siguió adelante con su encerrona.
—Necesita a una compañera, señor Lake, una primera dama, alguien que honre la Casa Blanca con su presencia. Alguien que ofrezca fiestas y sea un adorno, una hermosa mujer que pueda darle hijos. Hace mucho tiempo que no tenemos niños en la Casa Blanca.
—Supongo que está usted bromeando —dijo Lake, mirando al director boquiabierto de asombro.
—Me gusta esta tal Jayne Cordell de su equipo de colaboradores. Tiene treinta y ocho años, es inteligente, se expresa muy bien y es bastante bonita, aunque convendría que adelgazara unos siete kilos. Su divorcio ocurrió hace doce años y ya está olvidado. Creo que sería una excelente primera dama.
Lake ladeó la cabeza y se enfureció repentinamente. Hubiera querido replicar a Teddy, pero de pronto le faltaban las palabras.
—¿Acaso ha perdido usted el juicio? —consiguió preguntar en un susurro.
—Estamos al corriente de lo de Ricky —soltó fríamente Teddy, fulminando a Lake con la mirada.
Lake se quedó sin aliento.
—Oh, Dios mío —exclamó con un profundo suspiro.
Se examino un momento los zapatos mientras se le paralizaba el cuerpo a causa del sobresalto.
Para empeorar las cosas, Teddy le entregó una hoja de papel.
Lake la tomó e inmediatamente comprendió que era una copia de su última carta a Ricky.
Querido Ricky,
Creo que es mejor que demos por terminada nuestra correspondencia. Te deseo éxito en tu desintoxicación.
Sinceramente,
Al
Lake estuvo a punto de decir que podía explicarlo; que aquello no era lo que parecía. Pero decidió no decir nada, por lo menos, de momento. Las preguntas se agolparon en su mente… ¿Cuánto saben? ¿Cómo demonios han interceptado la correspondencia? ¿Quién más está al corriente?
Teddy lo dejó sufrir en silencio. No tenía prisa.
Cuando consiguió despejarse un poco, afloró a la superficie el político que Aaron Lake llevaba dentro. Teddy le estaba ofreciendo una salida. Teddy le estaba diciendo: Tú juega a la pelota conmigo, hijo mío, y todo irá bien. Hazlo como yo te digo.
Así pues, Lake tragó saliva y dijo:
—En realidad, me gusta esa mujer.
—Pues claro que le gusta. Es ideal para el puesto.
—Sí. Es una persona muy fiel.
—¿Se acuesta usted con ella?
—No. Todavía no.
—No tarde en hacerlo. Tome su mano durante la convención. Deje que empiecen a circular rumores, deje que la naturaleza siga su curso. Una semana antes de la elección, anuncie su boda para Navidad.
—¿Fastuosa o sencilla?
—Por todo lo alto. El acontecimiento social del año en Washington.
—Me encanta.
—Déjela embarazada enseguida. Poco antes de la inauguración de su mandato, anuncie que la primera dama se encuentra en estado. Será una historia maravillosa. Y resultará encantador volver a ver niños en la Casa Blanca.
Lake sonrió, asintió con un gesto y pareció que le complacía la idea. De repente frunció el ceño.
—¿Alguien sabrá alguna vez lo de Ricky? —preguntó.
—No. Ha sido neutralizado.
—¿Neutralizado?
—Jamás volverá a escribir otra carta, señor Lake. Y usted estará tan ocupado jugando con sus hijitos que no tendrá tiempo de pensar en personas como Ricky.
—¿Ricky quién?
—Así me gusta, buen chico. Así me gusta.
—Lo siento mucho, señor Maynard. Lo siento muchísimo. No volverá a ocurrir.
—Por supuesto que no. Yo controlo el juego, señor Lake. Recuérdelo siempre.
Teddy empezó a apartarse con su silla de ruedas como si la reunión ya hubiera terminado.
—Fue un momento de debilidad —dijo Lake.
—No se preocupe, Lake. Cuide de Jayne. Cómprele un nuevo vestuario. Trabaja demasiado y se la ve cansada. Líbrela un poco de sus obligaciones. Será una primera dama maravillosa.
—Sí, señor.
Teddy lo acompañó a la puerta.
—No más sorpresas, Lake.
—No, señor.
Teddy abrió la puerta y se alejó en su silla de ruedas.
A finales de noviembre ya se habían instalado en Montecarlo, debido sobre todo a la belleza del paisaje y a la bondad de su clima, pero también porque allí se hablaba mucho en inglés. Además había casinos, una auténtica necesidad para Spicer. Ni Beech ni Yarber sabían si perdía o ganaba, pero no cabía duda de que se lo pasaba en grande. Su mujer seguía cuidando de su madre, que todavía no había muerto. La situación entre ambos era un poco tensa porque Joe Roy no podía regresar a casa y ella no quería abandonar Misisipi.
Los tres se alojaban en un pequeño pero excelente hotel en las afueras de la ciudad y solían desayunar juntos un par de veces por semana antes de irse cada cual por su lado.
Con el paso de los meses se fueron acostumbrando a su nueva vida y se vieron cada vez menos. Tenían aficiones muy distintas. Spicer quería jugar, beber y pasar el rato con las señoras. Beech prefería el mar y disfrutaba mucho con la pesca. Yarber viajaba y estudiaba la historia del sur de Francia y del norte de Italia.
Sin embargo, cada uno de ellos sabía siempre dónde se encontraban los otros dos. Si uno desaparecía, los otros dos querían saberlo.
No habían leído nada acerca de sus indultos. Beech y Yarber se habían pasado muchas horas en la Biblioteca de Roma, leyendo periódicos norteamericanos inmediatamente después de su partida. Ni una sola palabra acerca del tema. No mantenían contacto con nadie de su país. La mujer de Spicer aseguraba no haber contado a nadie que él había salido de la cárcel. Seguía pensando que se había fugado.
El Día de Acción de Gracias, Finn Yarber estaba disfrutando de un café en un establecimiento del centro de Montecarlo. Era un día caluroso y soleado, y casi no se acordaba de que era una fiesta muy importante en su país. Le daba igual porque no pensaba regresar jamás. Beech estaba durmiendo en su habitación del hotel. Spicer se encontraba en un casino a tres manzanas de distancia de allí. Un rostro vagamente familiar apareció como llovido del cielo. El hombre se sentó bruscamente frente a Yarber.
—Hola, Finn. ¿Se acuerda de mí? —espetó.
Yarber tomó tranquilamente un sorbo de café y estudió su rostro. Lo había visto por última vez en Trumble.
—Wilson Argrow, el de la prisión —dijo el hombre y entonces Yarber posó la taza para que no se le cayera de la mano.
—Buenos días, señor Argrow —respondió lenta y serenamente Finn, a pesar de que hubiera querido decir otras muchas cosas.
—Creo que se sorprende de verme.
—Pues la verdad es que sí.
—¿No le pareció emocionante la noticia de la aplastante victoria de Aaron Lake?
—Supongo que sí. ¿Puedo ayudarlo en algo?
—Simplemente quiero que sepan ustedes que siempre andamos cerca, por si alguna vez nos necesitan.
Finn Yarber se rio.
—No es muy probable —observó.
Habían transcurrido cinco meses desde su puesta en libertad. Habían viajado de país en país, de Grecia a Suecia, de Polonia a Portugal, dirigiéndose lentamente al sur a medida que el tiempo iba cambiando. ¿Cómo demonios les habían seguido la pista?
Era imposible.
Argrow se sacó una revista del bolsillo interior de la chaqueta.
—Lo vi casualmente la semana pasada —dijo, entregándosela.
La revista estaba doblada por una página de la parte posterior, en la que un anuncio personal aparecía rodeado por un círculo trazado con un rotulador rojo:
Veinteañero blanco, soltero,
busca amable y discreto caballero norteamericano
entre 40 y 50 años, para correspondencia.
Yarber lo había visto en otras ocasiones, pero se encogió de hombros como si no supiera lo que era.
—Le suena, ¿verdad? —preguntó Argrow.
—Para mí todos son iguales —contestó Finn, arrojando la revista sobre la mesa.
Era la edición europea de Out and Abowt.
—Le seguimos la pista y localizamos la dirección en la oficina de correos de aquí, en Montecarlo —prosiguió Argrow—. Un apartado de correos recién alquilado, con nombre falso y demás. Qué casualidad, ¿verdad?
—Mire, yo no sé para quién trabaja usted, pero tengo la vaga sospecha de que estamos fuera de su jurisdicción. No hemos quebrantado ninguna ley ¿Por qué no se larga de una vez?
—Por supuesto que sí, Finn, pero ¿acaso dos millones no son suficiente?
Finn esbozó una sonrisa y miró a su alrededor en la terraza del acogedor café. Tomó un sorbo de café y contesto:
—En algo tiene uno que entretenerse.
—Nos vemos —dijo Argrow, levantándose de golpe y desapareciendo sin más.
Yarber se terminó el café como si nada hubiera ocurrido. Se pasó un rato contemplando la calle y el tráfico, y después fue a reunirse con sus compañeros.