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Abandonaron el hotel a pie, sin escolta y sin la menor limitación, pero con los documentos del indulto en el bolsillo, por si las moscas. A pesar de que el sol calentaba más cerca de la playa, la atmósfera les parecía más ligera, y el cielo más despejado. El mundo volvía a ser hermoso. La esperanza llenaba el aire. Sonreían y se reían con casi todo. Pasearon por Atlantic Boulevard mezclándose sin dificultad con los turistas.

El almuerzo consistió en un bistec y una cerveza en la terraza de un café bajo una sombrilla, desde donde contemplaron a los viandantes. Apenas hablaron mientras comían y bebían, pero se fijaron en todo, especialmente en las señoritas ataviadas con pantalones cortos y minúsculos tops. La cárcel los había convertido en unos ancianos y ahora experimentaban el impulso de celebrar su suerte.

Sobre todo Hatlee Beech. Había disfrutado de riqueza, elevado nivel social y, en su calidad de juez federal, de algo que era imposible perder: un cargo vitalicio. Había caído muy bajo, lo había perdido todo, y había vivido sus dos primeros años en Trumble en un estado de depresión permanente. Había aceptado el hecho de que moriría allí e incluso había acariciado la idea del suicidio. En ese momento, a los cincuenta y seis años, estaba saliendo de la oscuridad a lo grande. Pesaba seis kilos menos, lucía un espléndido bronceado, gozaba de buena salud, se había divorciado de una mujer que tenía dinero pero apenas nada más que ofrecer, y estaba a punto de entrar en posesión de una fortuna. Su mediana edad no estaba nada mal, pensó. Echaba de menos a sus hijos, pero estos habían tomado partido por el dinero y lo habían olvidado.

Hatlee Beech estaba deseando divertirse.

Spicer también quería celebrar su suerte, a ser posible en un casino. Su mujer no tenía pasaporte, por lo que tardaría unas cuantas semanas en reunirse con él en Londres o dondequiera que se encontrara. ¿Habría casinos en Europa? Beech creía que sí. Yarber no tenía idea y en realidad le traía sin cuidado.

Finn era el más reservado de los tres. Bebió soda en lugar de cerveza y no mostró demasiado interés por las chicas que pasaban. Finn ya estaba en Europa. Jamás se iría de allí, jamás regresaría a su país natal. Tenía sesenta años, se encontraba en plena forma, era propietario de una gran suma de dinero y pensaba pasarse los diez años siguientes recorriendo Italia y Grecia.

En una pequeña librería de la acera de enfrente compraron varios libros de viajes y en una tienda especializada en artículos de playa encontraron justo las gafas de sol que ellos querían. Al final, llegó el momento de volver a reunirse con Jack Argrow y terminar el trato.

Klockner y compañía los vieron regresar dando un paseo al Sea Turtle. Klockner y compañía estaban hartos de Neptune Beach, del Pete’s, del Sea Turtle y de la casa de alquiler donde tan apretujados se sentían. Seis agentes, entre ellos Wes y Chap se encontraban todavía allí, todos ellos deseosos de que les encomendaran cuanto antes otra misión. El equipo había descubierto a la Hermandad, había sacado a sus miembros de Trumble y los había llevado a la playa, y ahora lo que todos ansiaban era que los tres viejos se largaran del país de una vez.

Jack Argrow no había tocado las carpetas o, por lo menos, eso parecía. Estaban todavía exactamente en el mismo lugar donde Spicer las había dejado, envueltas en la funda de almohada.

—El giro telegráfico ya está en marcha —les comunico Argrow mientras ellos se acomodaban en la suite.

Teddy lo seguía contemplando todo desde Langley. Ahora los tres exreclusos iban vestidos con ropa playera. Yarber lucía una gorra de pescador con una visera de quince centímetros. Spicer llevaba un sombrero de paja y una especie de camiseta amarilla. Beech, el republicano, se había puesto unos pantalones cortos caqui, un jersey de punto y una gorra de golf.

Sobre la mesa del comedor descansaban tres sobres de gran tamaño. Argrow entregó uno a cada miembro de la Hermandad.

—Dentro encontrarán sus nuevas identidades. Certificados de nacimiento, tarjetas de crédito, cartillas de la Seguridad Social.

—¿Y los pasaportes? —preguntó Yarber.

—Tenemos una cámara preparada en la habitación de al lado. Es preciso sacar fotografías para los pasaportes y los permisos de conducir. Tardaremos media hora. En aquellos sobrecitos de allí hay también cinco mil dólares en efectivo.

—¿Yo soy Harvey Moss? —preguntó Spicer echando un vistazo a su certificado de nacimiento.

—Sí. ¿No le gusta el nombre de Harvey?

—Creo que ahora sí.

—Tienes cara de Harvey —comentó Beech.

—Y tú, ¿quién eres?

—Pues yo soy James Nunley.

—Encantado de conocerte, James.

Argrow no sonrió ni se relajó un solo instante.

—Debo conocer sus planes de viaje. La gente de Washington quiere que abandonen ustedes el país.

—Necesito ver qué vuelos hay a Londres —dijo Yarber.

—De eso ya nos hemos encargado nosotros. Dentro de un par de horas sale de Jacksonville un vuelo con destino a Atlanta. A las siete y diez de esta noche parte un vuelo con destino al aeropuerto de Heathrow de Londres. Llegar allí a primera hora de la mañana.

—¿Puede reservarme plaza?

—Ya está hecho. En primera clase.

Finn cerró los ojos con una sonrisa.

—¿Y ustedes? —preguntó Argrow, mirando a los otros dos.

—Yo preferiría quedarme —dijo Spicer.

—Lo siento. Hemos hecho un trato.

—Tomaremos los mismos vuelos mañana por la tarde —intervino Beech—. Suponiendo que todo le vaya bien al señor Yarber.

—¿Quieren que nos encarguemos de las reservas?

—Sí, por favor.

Chap entró silenciosamente en la estancia, tomó la funda de almohada del sofá y se retiró con las carpetas.

—Vamos a hacer las fotografías —indicó Argrow.

Finn Yarber, que ahora viajaba bajo el nombre de William McCoy de San José, California, voló a Atlanta sin ningún contratiempo. Se pasó una hora recorriendo las instalaciones del aeropuerto, viajó en los vagones del metro lanzadera y disfrutó enormemente con el frenesí y el caos de encontrarse entre un millón de personas que se afanaban de acá para allá.

Su asiento de primera clase era un mullido sillón reclinable de cuero. Tras tomarse dos copas de champán, empezó a flotar y a soñar. No se atrevía a dormir porque temía despertar. Estaba seguro de que se hubiera despertado de nuevo en su litera de arriba, contemplando el techo y contando otro día en Trumble.

Desde un teléfono público situado al lado del Beach Java, Joe Roy consiguió ponerse finalmente en contacto con su mujer. Al principio ella creyó que la llamada era una broma y se negó a aceptar el cobro revertido.

—¿Quién es? —pregunto.

—Soy yo, cariño. Ya no estoy en la cárcel.

—¿Joe Roy?

—Sí, escúchame bien. Acabo salir de la prisión, ¿sabes? ¿Estás ahí?

—Creo que sí. ¿Dónde estás tú?

—En un hotel cerca de Jacksonville, Florida. Esta mañana me han puesto en libertad.

—¿Que te han puesto en libertad? Pero ¿cómo…?

—No hagas preguntas. Te lo explicaré todo más tarde. Mañana me voy a Londres. Quiero que mañana a primera hora vayas a la oficina de correos y pidas un impreso de solicitud de pasaporte.

—¿A Londres? ¿Has dicho Londres?

—Sí.

—¿Inglaterra?

—Sí, eso es. Tendré que pasar algún tiempo allí. Forma parte del trato.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Un par de años. Mira, ya sé que cuesta creerlo, pero soy libre y vamos a vivir un par de años en el extranjero.

—¿Qué clase de trato? ¿Te has fugado, Joe Roy? Dijiste que era muy fácil.

—No. Me han puesto en libertad.

—Pero si te quedaban todavía veinte meses.

—Ya no. Mira, pide el impreso de la solicitud de pasaporte y sigue las instrucciones.

—¿Y para qué necesito yo un pasaporte?

—Para que podamos reunirnos en Europa.

—¿Y vivir dos años allí?

—Sí, eso es.

—Pero es que mi madre está enferma. No puedo largarme y dejarla sin más.

Joe Roy pensó en todo lo que hubiera querido decir acerca de su suegra, pero lo dejó correr.

Lanzó un profundo suspiro y miró hacia la calle.

—Yo me voy —dijo—. No tengo elección.

—Ven a casa.

—No puedo. Te lo explicaré más tarde.

—No estaría de más una explicación.

—Te llamaré mañana.

Beech y Spicer comieron marisco en un restaurante lleno de clientes más jóvenes. Pasearon por las aceras y, al final, fueron a parar al Pete’s Bar and Grill, donde vieron en la televisión a los Braves y disfrutaron de la animación.

Finn ya estaba sobrevolando el Atlántico, en pos del dinero.

El funcionario de aduanas de Heathrow apenas echó un vistazo al pasaporte de Finn, un auténtico prodigio de la falsificación. Estaba muy usado y había acompañado al señor William McCoy por todo el mundo. Aaron Lake debía de tener amigos muy poderosos.

Tomó un taxi hasta el Basil Street Hotel de Knightsbridge y pagó en efectivo la habitación más pequeña que había. Él y Beech habían elegido el hotel al azar en una guía de viajes. Era un anticuado establecimiento lleno de objetos antiguos y cada piso se había decorado siguiendo un estilo distinto. En el pequeño restaurante del piso de arriba desayunó a base de café, huevos y salchicha y después salió a dar un paseo. A las diez, su taxi se detuvo delante del Metropolitan Trust, en la City. A la recepcionista no le gustó demasiado su atuendo —pantalones vaqueros y jersey—, pero, al ver que era norteamericano, se encogió de hombros y pareció aceptarlo.

Le hicieron esperar una hora, pero no le importó en absoluto. Aunque estaba hecho un manojo de nervios, supo disimularlo. Hubiera sido capaz de esperar días, semanas y meses con tal de conseguir el dinero. Había aprendido a tener paciencia. El señor McGregor, que se encargaba del giro telegráfico, salió finalmente para atenderlo. El dinero acababa de llegar, le pedía disculpas por el retraso. Los seis millones de dólares habían cruzado el Atlántico sanos y salvos y en esos momentos se encontraban en suelo británico.

Aunque no por mucho tiempo.

—Quisiera enviarlo por giro telegráfico a Suiza —dijo Finn, haciendo alarde de la adecuada dosis de confianza y experiencia.

Aquella tarde, Beech y Spicer volaron a Atlanta. Como Yarber, vagaron por el aeropuerto con entera libertad mientras esperaban el vuelo de Londres. Se sentaron juntos en primera clase, se pasaron horas comiendo y bebiendo, vieron películas e intentaron dormir mientras sobrevolaban el océano. Para su sorpresa, Yarber los estaba esperando cuando salieron del control de aduanas de Heathrow. Este les comunicó la venturosa noticia de la llegada y partida del dinero, que en esos instantes se hallaba a buen recaudo en Suiza. Los volvió a sorprender con la idea de abandonar inmediatamente el país.

—Saben que estamos aquí —les dijo mientras los tres se tomaban un café en un bar del aeropuerto—. Vamos a asustarlos un poco.

—¿Crees que nos siguen? —preguntó Beech.

—Supongamos que sí.

—Pero ¿por qué? —preguntó Spicer.

Se pasaron media hora analizando la situación y después empezaron a buscar vuelos. Uno de Alitalia a Roma les llamó la atención. En primera, por supuesto.

—¿Hablan inglés en Roma? —preguntó Spicer mientras subían a bordo.

—En realidad, hablan italiano —contestó Yarber.

—¿Crees que el Papa nos recibirá?

—Probablemente estará ocupado.