A las seis de la mañana el timbre sonó ruidosamente por todo el recinto de Trumble, por los pasillos de los dormitorios, a través del césped, por los edificios y por los bosques circundantes. Sonaba exactamente durante treinta y cinco segundos, tal como casi todos los reclusos sabían, y cuando volvía el silencio, no quedaba nadie dormido. Despertaba de golpe a los reclusos como si aquel día todos tuvieran importantes tareas pendientes y debieran apresurarse para estar preparados. No obstante, la única cuestión apremiante era el desayuno.
El timbre sobresaltó a Beech, Spicer y Yarber, pero no los despertó. Les costaba conciliar el sueño por comprensibles motivos. Dormían en distintas dependencias de la prisión, pero, como era de esperar, los tres se reunieron en la cola del café a las seis y diez. Con sus altas tazas y sin pronunciar palabra, salieron a la cancha de baloncesto, donde se sentaron en un banco y se tomaron el café a la luz del alba. Contemplaron el recinto penitenciario; a su espalda se encontraba la pista de atletismo.
¿Cuántos días se tendrían que pasar vistiendo todavía aquel uniforme, aguantando el calor de Florida y cobrando unos cuantos centavos a la hora por no hacer nada, esperando, soñando, bebiendo interminables tazas de café? ¿Sería un mes, acaso dos? ¿Sería cuestión de días? Las posibilidades les quitaban el sueño.
—Sólo hay dos maneras posibles —estaba diciendo Beech. Él era juez federal y los demás confiaban en sus conocimientos pese a estar familiarizados con el tema—. La primera es regresar a la jurisdicción de la sentencia y presentar una petición de reducción de condena. En circunstancias muy especiales, el juez que presidió el juicio tiene autoridad para decretar la puesta en libertad de un recluso. Sin embargo, eso raras veces se hace.
—¿Lo hiciste tú alguna vez? —preguntó Spicer.
—No.
—Idiota.
—¿Por qué motivos? —preguntó Yarber.
—Sólo cuando el recluso facilita ulterior información sobre antiguos delitos. Si el recluso colabora con las autoridades judiciales, puede conseguir que le reduzcan la pena.
—No es una perspectiva muy alentadora —comentó Yarber.
—¿Y la segunda? —preguntó Spicer.
—Pueden enviarnos a una casa de acogida, una de esas residencias tan bonitas en las que no se nos exige atenernos a ninguna norma. La Dirección de Prisiones es el único organismo con autoridad para colocar a los reclusos. Si nuestros nuevos amigos de Washington ejercieran suficiente presión, la Dirección de Prisiones podría ordenar nuestro traslado y olvidarse prácticamente de nosotros.
—Pero ¿no hay que vivir en una casa de acogida? —preguntó Spicer.
—Sí, en la mayoría de ellas. Pero todas son distintas. Algunas se cierran por la noche y se rigen por normas muy severas. Otras son mucho más abiertas. Puedes telefonear una vez al día o una vez a la semana. Todo depende de la Dirección de Prisiones.
—Pero seguiremos siendo unos delincuentes convictos —se lamentó Spicer.
—Eso a mí no me preocupa —dijo Yarber—. Jamás volveré a votar.
—Tengo una idea —dijo Beech—. Se me ocurrió anoche. Como parte de nuestras negociaciones, podemos pedir que Lake acceda a concedernos el indulto en caso de que resulte elegido.
—Yo también lo había pensado —asintió Spicer.
—Yo también —terció Yarber—. Pero ¿a quién le importa que tengamos antecedentes penales? Lo importante es salir de aquí.
—No estará de más pedirlo —señaló Beech.
Los tres se pasaron unos minutos contemplando sus cafés.
—Argrow me pone nervioso —murmuró finalmente Finn.
—¿Y eso?
—Aparece como llovido del cielo y, de repente, se convierte en nuestro mejor amigo. Obra un milagro con nuestro dinero y consigue transferirlo a un banco más seguro. Y ahora es el hombre clave de Aaron Lake. No olvidéis que alguien de ahí fuera estaba leyendo nuestra correspondencia. Y no era Lake.
—A mí no me preocupa —intervino Spicer—. Lake tenía que encontrar a alguien para que hablara con nosotros. Echó mano de sus influencias, llevó a cabo ciertas investigaciones, averiguó que Argrow se encontraba aquí y que tenía un hermano con quien podía hablar.
—Son muchas casualidades, ¿no te parece? —dijo Beech.
—¿Tú también dudas?
—Quizá. Finn tiene razón. Sabemos a ciencia cierta que alguien más está involucrado.
—¿Quién?
—Esa es la gran pregunta —dijo Finn—. Por eso llevo una semana sin dormir. Hay alguien más ahí fuera.
—¿Y eso qué nos importa a nosotros? —preguntó Spicer—. Si Lake puede sacarnos de aquí, estupendo. Pero, si es otro quien lo hace, ¿qué tiene eso de malo?
—No olvides a Trevor —murmuró Beech—. Dos balas en la cabeza.
—Este lugar podría ser más seguro de lo que pensamos.
Spicer no estaba muy convencido. Se terminó el café y dijo:
—¿De veras creéis que Aaron Lake, un hombre que está a punto de ser elegido presidente de Estados Unidos, seria capaz de ordenar la muerte de un abogado de tres al cuarto como Trevor?
—No —contestó Yarber—. No lo haría. Es demasiado peligroso. Y tampoco sería capaz de matarnos a nosotros. En cambio, el hombre misterioso, sí. El hombre que mató a Trevor es el mismo que leía nuestra correspondencia.
—No me convence.
Estaban esperando juntos en la biblioteca jurídica, donde Argrow se había citado con ellos. Este entró precipitadamente en la estancia y, tras asegurarse de que no había nadie más, anuncio:
—Acabo de reunirme de nuevo con mi hermano. Vamos a hablar.
Corrieron a la pequeña sala de conferencias, cerraron la puerta y se sentaron alrededor de la mesa.
—Todo se hará muy rápido —dijo nerviosamente Argrow—. Lake pagará el dinero. Se hará la transferencia a cualquier lugar que ustedes elijan. Yo puedo echarles una mano sí lo desean, o bien podrán manejar el dinero a su antojo.
Spicer carraspeó.
—¿Serán dos millones por barba?
—Es lo que ustedes pidieron. No conozco al señor Lake, pero está claro que actúa con gran rapidez. —Argrow consultó su reloj y volvió la cabeza mirando hacia la puerta—. Han venido unas personas de Washington para reunirse con ustedes. Peces muy gordos. —Se sacó unos papeles del bolsillo, los desdobló y colocó una hoja delante de cada uno de ellos—. Son los indultos presidenciales, firmados ayer mismo.
Con gran cautela, los tres se inclinaron y trataron de leerlos. No cabía duda de que las copias parecían oficiales. Contemplaron boquiabiertos las llamativas letras de la parte superior, los párrafos de detallada prosa y la compacta firma del presidente de Estados Unidos sin conseguir articular ni una sola palabra. Se habían quedado pasmados.
—¿Hemos sido indultados? —consiguió preguntar Yarber finalmente.
—Sí. Por el presidente de Estados Unidos.
Reanudaron la lectura. Se rebulleron en sus asientos, se mordieron los labios y apretaron las mandíbulas, procurando disimular su emoción.
—Van a llamarlos para conducirlos al despacho del director, donde los altos funcionarios de Washington les comunicarán la buena noticia. Finjan sorprenderse, ¿de acuerdo?
—No habrá problema.
—Será muy fácil.
—¿Cómo ha conseguido usted estas copias? —pregunto Yarber.
—Se las dieron a mi hermano. No tengo ni idea de cómo lo hicieron. Lake cuenta con amigos muy poderosos. En cualquier caso, he aquí el trato. Serán ustedes puestos en libertad dentro de una hora. Una furgoneta los conducirá a un hotel de Jacksonville, donde les espera mi hermano. Aguardarán allí hasta que se confirmen los giros telegráficos y entonces entregarán ustedes sus dichosas carpetas. Todo lo que tengan. ¿Entendido?
Los tres asintieron al unísono. A cambio de dos millones de dólares por barba, ya podían quedarse con todo lo que les diera la gana.
—Accederán a abandonar el país inmediatamente y a no regresar hasta que hayan transcurrido por lo menos dos años.
—¿Cómo lo haremos? —preguntó Yarber—. No disponemos de pasaportes ni de documentos de ningún tipo.
—Mi hermano lo tiene todo. Les facilitarán nuevas identidades con los correspondientes documentos, incluidas unas tarjetas de crédito. Está todo a punto.
—¿Dos años? —preguntó Spicer mientras Yarber lo miraba como sí hubiera perdido el juicio.
—Exactamente. Dos años. Forma parte del trato. ¿De acuerdo?
—Pues no sé —contestó Spicer con voz trémula. Jamás había salido de Estados Unidos.
—No seas tonto —le dijo secamente Yarber—. Un indulto total y un millón de dólares al año a cambio de vivir dos años en el extranjero. Pues claro que aceptamos el trato.
Una repentina llamada a la puerta los sobresalto. Dos guardias miraron hacia el interior de la estancia. Argrow tomo las copias de los indultos y se las guardó en el bolsillo.
—¿Cerramos el trato, señores?
Los tres asintieron con un gesto y le estrecharon la mano.
—Muy bien —concluyó Argrow—. No lo olviden, finjan sorprenderse.
Siguieron a los guardias hasta el despacho del director, donde les presentaron a dos hombres muy serios de Washington, uno del Departamento de Justicia y otro de la Dirección de Prisiones. El director hizo las ceremoniosas presentaciones sin confundir ningún nombre y después entregó a cada uno de ellos un documento tamaño folio. Eran los originales de las copias que Argrow les acababa de mostrar.
—Señores —anunció el director, echando al asunto el mayor teatro posible—, acaban de ser ustedes indultados por el presidente de Estados Unidos.
Dicho lo cual, esbozó una radiante sonrisa como si él fuera el artífice de aquella buena nueva.
Los tres exjueces contemplaron los documentos del indulto, todavía pasmados y aturdidos por mil preguntas, la más importante de las cuales era cómo demonios había podido Argrow adelantarse al director de la prisión y mostrarles primero los documentos.
—No sé qué decir —consiguió balbucir Spicer.
Los otros dos soltaron incongruencias por el estilo.
—El presidente ha examinado sus casos y piensa que ya han cumplido suficiente condena —dijo el representante del Departamento de Justicia—. Está profundamente convencido de que ustedes tendrán mucho más que ofrecer a su país y a sus comunidades si se convierten de nuevo en ciudadanos de provecho.
Los tres se quedaron mirándolo con cara de bobos. ¿Acaso aquel necio no sabía que estaban a punto de asumir unas nuevas identidades y huir del país y de sus comunidades durante un mínimo de dos años? ¿Quién estaba allí en qué lado?
¿Y por qué motivo les concedía el presidente el indulto, si ellos tenían en su poder mierda suficiente como para destruir a Aaron Lake, el hombre que estaba a punto de derrotar al vicepresidente? El que tenía interés en que cerraran el pico era Lake y no el presidente, ¿verdad?
¿Cómo había podido Lake convencer al presidente de que les concediera el indulto?
¿Cómo hubiera conseguido Lake convencer al presidente de que hiciera algo semejante a aquellas alturas de la campaña?
Los tres asieron con fuerza los documentos de su indulto con el rostro en tensión mientras las preguntas les martilleaban la cabeza.
—Deberían sentirse ustedes muy honrados —dijo el representante de la Dirección de Prisiones—. La concesión de un indulto es un hecho muy poco frecuente.
Yarber contestó con una rápida inclinación de la cabeza mientras pensaba: ¿Quién nos espera ahí fuera?
—Creo que estamos aturdidos —dijo Beech.
Era la primera vez que Trumble acogía a unos reclusos tan ilustres como para que el presidente decidiera concederles el indulto. El director se enorgullecía enormemente de los tres, pero no sabía muy bien cómo celebrar el acontecimiento.
—¿Cuándo desean ustedes marcharse? —les preguntó como si pensara que quizá les apetecería quedarse para asistir a una fiesta.
—Inmediatamente —contestó Spicer.
—Muy bien. Los acompañaremos a Jacksonville.
—No, gracias. Pediremos que alguien venga a recogernos.
—De acuerdo pues; bueno, hay que hacer un poco de papeleo.
—Dese prisa —indicó Spicer.
Les dieron a cada uno unos petates para que recogieran sus pertenencias. Mientras cruzaban rápidamente el recinto todavía muy juntos y en perfecta sincronía, seguidos por un guardia, Beech preguntó en voz baja:
—Bueno pues, ¿quién nos ha conseguido el maldito indulto?
—No ha sido Lake —contestó Yarber en un susurro apenas audible.
—Por supuesto que no —intervino Beech—. El presidente no movería un dedo por Aaron Lake.
Apuraron el paso.
—¿Qué importa eso? —dijo Spicer.
—Es absurdo —insistió Yarber.
—¿Y qué piensas hacer, Finn? —preguntó Spicer sin mirar a su compañero. ¿Quedarte aquí unos días para examinar la situación? ¿Y después, cuando descubras quién es el responsable del indulto, no aceptarlo? No entiendo nada.
—Hay alguien más detrás de todo esto —dijo Beech.
—Pues, mira, yo siento una enorme simpatía por este alguien más —soltó Spicer—. No pienso perder el tiempo haciendo preguntas por ahí.
Revolvieron rápidamente sus celdas y no se molestaron en despedirse de nadie. De todos modos, casi todos sus amigos estaban desperdigados por el campamento.
Tenían que darse prisa antes de que se desvaneciera aquel sueño, antes de que el presidente cambiara de opinión.
A las once y cuarto los tres cruzaron la puerta principal del edificio de administración, la misma por la que habían entrado años atrás, y esperaron el vehículo en la cálida acera. Ninguno de los tres volvió la cabeza para mirar atrás.
Conducían la furgoneta Wes y Chap, aunque ellos facilitaron otros nombres de los muchos que utilizaban.
Joe Roy Spicer se tumbó en el asiento de atrás y se cubrió los ojos con el antebrazo para no ver nada hasta que estuviera muy lejos. Sentía deseos de llorar y de gritar, pero la euforia lo había dejado sin habla: una pura, absoluta y descarada euforia. Cerró los ojos y esbozó una estúpida sonrisa. Le apetecía una cerveza y una mujer, a ser posible la suya. No tardaría en llamarla. Ahora la furgoneta ya se había puesto en marcha.
El carácter repentino de su puesta en libertad los había desconcertado. Casi todos los reclusos contaban los días que les quedaban para salir y, de esta manera, sabían con bastante precisión cuándo llegaría el momento. Y sabían adónde irían y quién los esperaría.
En cambio, los miembros de la Hermandad apenas sabían nada. Y lo poco que sabían no se lo acababan de creer. Los indultos eran falsos. El dinero no había sido más que un cebo. Se los estaban llevando lejos para matarlos como al pobre Trevor. La furgoneta se detendría en cualquier momento y los dos sicarios del asiento delantero registrarían los petates, encontrarían sus carpetas y los asesinarían al borde de un camino.
Tal vez. Pero, de momento, no echaban de menos la seguridad de Trumble.
Finn Yarber, sentado detrás del conductor, contemplaba la carretera. Sostenía el indulto en la mano para mostrárselo a cualquier persona que pudiera detenerlos y decirles que el sueño había terminado. A su lado se sentaba Hatlee Beech, que, cuando apenas llevaban unos minutos en la carretera, se había echado a llorar con los ojos fuertemente cerrados y los labios temblorosos.
Beech tenía motivos más que sobrados para llorar. Con los casi ocho años y medio que le quedaban, el indulto significaba para él mucho más que para sus dos compañeros juntos.
No pronunciaron ni una sola palabra durante el trayecto entre Trumble y Jacksonville. Cerca ya de la ciudad, cuando las carreteras se ensancharon y el tráfico se intensificó, los tres contemplaron el paisaje con gran curiosidad. La gente conducía automóviles y andaba de acá para allá. Había aviones en el cielo. Embarcaciones en los ríos. Todo había vuelto a la normalidad.
Circularon muy despacio en medio del tráfico de Atlantic Boulevard, disfrutando con toda su alma de los embotellamientos. Hacia mucho calor, había turistas por todas partes y las señoras lucían sus largas y bronceadas piernas. Vieron muchos restaurantes y bares especializados en cocina marinera, cuyos rótulos anunciaban cerveza fría y ostras baratas. Terminó la calle, empezó la playa y el vehículo se detuvo bajo la marquesina del Sea Turtle. Siguieron a uno de sus escoltas y cruzaron el vestíbulo, donde atrajeron un par de miradas pues todavía iban vestidos con el uniforme del centro penitenciario. Subieron al quinto piso y salieron del ascensor.
—Sus habitaciones están aquí mismo, son estas tres —anunció Chap, señalando hacia el fondo del pasillo—. El señor Argrow quisiera verlos lo antes posible.
—¿Dónde está?
Chap se lo volvió a indicar con la mano.
—Allí, en la suite de la esquina. Los está esperando.
—Vamos —indicó Spicer.
Siguieron a Chap hasta la esquina, con los petates chocando entre sí.
Jack Argrow no se parecía a su hermano. Era mucho más bajo y tenía el cabello rubio y ondulado, a diferencia de Wilson, que lo tenía moreno y ralo. Fue una observación sin importancia, pero los tres repararon en ello y más tarde lo comentaron. Les estrechó rápidamente la mano, más que nada por simple educación. Parecía nervioso y hablaba muy rápido.
—¿Cómo se encuentra mi hermano? —pregunto.
—Muy bien —contestó Beech.
—Quiero que salga de la cárcel —dijo secamente Jack, como si ellos fueran los responsables de su encierro—. Por eso he accedido a intervenir en este asunto, ¿saben? Conseguiré que saquen a mi hermano de la cárcel.
Ellos se miraron entre sí; no podían decir nada.
—Siéntense —ordenó Argrow—. Miren, no sé cómo ni por qué estoy metido en todo esto, ¿comprenden? Me pone muy nervioso. Estoy aquí en nombre del señor Lake, un hombre que en mi opinión resultará elegido y se convertirá en un gran presidente. Supongo que entonces podré sacar a mi hermano de la cárcel. En cualquier caso, yo no conozco personalmente al señor Lake. Unos colaboradores suyos vinieron a verme hace aproximadamente una semana y me pidieron que interviniera en un asunto muy secreto y delicado. Por eso estoy aquí. Es un favor, ¿comprenden?
Las frases eran secas y cortantes. Gesticulaba mucho al hablar, como si no pudiera estarse quieto.
Los miembros de la Hermandad no contestaron, aunque tampoco se esperaba que lo hicieran.
Dos cámaras ocultas grababan la escena y la transmitían inmediatamente a Langley, donde Teddy, York y Deville la veían en una pantalla gigante del búnker. Los exjueces y ahora exreclusos parecían unos prisioneros de guerra recién liberados, aturdidos y silenciosos, todavía con el uniforme puesto y sin poderlo creer. Permanecieron sentados los tres juntos mientras el agente Lyter interpretaba espléndidamente su papel.
Tras haberse pasado tres meses tratando de neutralizar sus pensamientos y maniobras, el hecho de verlos finalmente los fascinaba. Teddy estudió sus rostros y reconoció a regañadientes su admiración. Habían tenido la astucia y la suerte de atrapar a la víctima apropiada; ahora eran libres y estaban a punto de ser recompensados por su ingenio.
—Bueno, miren, lo primero es el dinero —le espetó Argrow—. Dos millones para cada uno. ¿Dónde lo quieren ustedes?
No era una pregunta con la que estuvieran demasiado familiarizados.
—¿Qué opciones tenemos? —preguntó Spícer.
—Tienen que transferirlo por giro telegráfico a algún sitio —contestó Argrow.
—¿Qué tal Londres? —preguntó Yarber.
—¿Londres?
—Nos gustaría que todo el dinero, los seis millones, se transfirieran de una sola vez y a una sola cuenta de un banco de Londres —dijo Yarber.
—Podemos transferirlo a cualquier sitio. ¿A qué banco?
—¿Podría usted echarnos una mano con los detalles? —preguntó Yarber.
—Me han dicho que haga todo lo que ustedes quieran. Tendré que efectuar unas cuantas llamadas. ¿Por qué no se retiran a sus habitaciones, se duchan y se cambian de ropa? Denme quince minutos.
—No tenemos ropa —señaló Beech.
—Les han dejado unas cuantas cosas en sus habitaciones.
Chap los acompañó por el pasillo y les entregó las llaves.
Spicer se tumbó en la enorme cama y contempló el techo. Beech se acercó a la ventana de su habitación y miró hacia el norte.
La playa se extendía a lo largo de varios kilómetros y las azules aguas besaban suavemente la blanca arena. Los niños jugaban cerca de sus madres. Las parejas paseaban tomadas de la mano.
Una embarcación de pesca surcaba lentamente el agua en el horizonte. Por fin libre, pensó. Por fin.
Yarber se tomó una prolongada ducha caliente…, en absoluta intimidad, sin limitación de tiempo, con todo el jabón que quiso y con unas suaves toallas para secarse. Alguien había colocado una selección de artículos de aseo en el tocador: desodorante, crema de afeitar, maquinillas, dentífrico, cepillo de dientes, hilo dental. Se lo tomó con calma y después se puso unos pantalones bermudas, unas sandalias y una camiseta blanca.
Sería el primero en marcharse y tenía que buscar una tienda de ropa.
Veinte minutos después volvieron a reunirse en la suite de Argrow con toda su colección de carpetas cuidadosamente envueltas en una funda de almohada. Argrow estaba tan nervioso como antes.
—En Londres hay un banco muy importante llamado Metropolitan Trust. Podemos enviar el dinero allí para que después hagan ustedes con él lo que deseen.
—Muy bien —intervino Yarber—. La cuenta irá sólo a mi nombre.
Argrow miró a Beech y a Spicer y estos asintieron con la cabeza.
—De acuerdo. Supongo que ya habrán elaborado ustedes algún plan.
—En efecto —convino Spicer—. El señor Yarber aquí presente viajará a Londres esta misma tarde y, cuando llegue, se dirigirá al banco y se encargará del dinero. Si todo va bien, nosotros le seguiremos de inmediato.
—Les aseguro que no habrá ningún problema.
—Y nosotros le creemos, pero preferimos actuar con cautela.
Argrow le entregó dos hojas de papel a Finn.
—Necesito su firma para efectuar el giro telegráfico y abrir la cuenta.
Yarber la garabateó.
—¿Ya han almorzado ustedes?
Los tres exjueces denegaron con la cabeza. Habían pensado en el almuerzo, por supuesto, pero no sabían muy bien adónde ir.
—Ahora son ustedes hombres libres. Hay unos restaurantes estupendos a pocas manzanas de aquí. Vayan a disfrutar un poco. Tardaré una hora en efectuar el giro telegráfico. Si les parece bien, nos reuniremos aquí a las dos y media.
Spicer, que sostenía la funda de almohada, hizo ademán de entregársela a Argrow.
—Aquí están las carpetas —dijo.
—Muy bien. Déjelas en aquel sofá de allí.