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Joe Roy había adelgazado tres kilos más y ahora fumaba diez cigarrillos al día y recorría un promedio de cuarenta kilómetros a la semana alrededor de la pista. Allí lo encontró Argrow, paseando en medio del calor de última hora de la tarde.

—Señor Spicer, tenemos que hablar —le dijo.

—Sólo dos vueltas más —dijo Joe Roy sin interrumpir el ritmo de su marcha.

Argrow se lo quedó mirando unos segundos y después pegó una carrerilla de cincuenta metros hasta que le dio alcance.

—¿Le importa que lo acompañe? —le preguntó.

—En absoluto.

Llegaron a la primera curva, caminando el uno al lado del otro.

—Acabo de reunirme de nuevo con mi abogado —anunció Argrow.

—¿Su hermano? —preguntó Spicer, respirando afanosamente.

Sus pasos no eran tan ágiles como los de Argrow, un hombre veinte años más joven que él.

—Si. Ha hablado con Aaron Lake.

Spicer se detuvo en seco como sí hubiera tropezado con una pared. Miró enfurecido a Argrow y después sus ojos parecieron contemplar algo en la lejanía.

—Tal como ya le he dicho, hemos de hablar.

—Supongo que sí —convino Spicer.

—Me reuniré con ustedes en la biblioteca jurídica dentro de media hora —dijo Argrow, alejándose.

Spicer se lo quedó mirando hasta que hubo desaparecido.

No había ningún abogado llamado Jack Argrow en las páginas amarillas de Boca Raton, lo cual fue al principio un motivo de preocupación. Finn Yarber utilizó desesperadamente el teléfono inseguro, llamando a los servicios de información de todo el sur de Florida. Al preguntar por Pompano Beach, la telefonista le dijo:

—Un momento, por favor.

Finn anotó el número y lo marco.

—Este es el bufete jurídico de Jack Argrow —contesto una voz grabada—. El señor Argrow sólo atiende visitas previamente concertadas. Por favor, deje su nombre y su número de teléfono, haga una breve descripción del inmueble que le interesa y nos pondremos en contacto con usted.

Finn colgó y cruzó rápidamente el césped para dirigirse a la biblioteca jurídica, donde aguardaban sus compañeros. Argrow ya llevaba diez minutos de retraso.

Poco antes de su llegada, entró en la sala el exabogado con una abultada carpeta, evidentemente dispuesto a pasarse varias horas trabajando en la presentación de su recurso. El hecho de pedirle que se fuera hubiera provocado una discusión y despertado sospechas, por no mencionar el hecho de que el tipo no respetaba demasiado a los jueces. Uno por uno, los tres se retiraron a la pequeña sala de conferencias, donde Argrow se reunió con ellos. Cuando Beech y Yarber trabajaban allí en la redacción de las cartas, apenas disponían de espacio. La presencia de Argrow, con la tensión que esta conllevaba, hizo que se sintieran todavía más estrechos. Se sentaron tan apretujados alrededor de la mesita que cada uno de ellos podía tocar a los otros tres.

—Sólo sé lo que me han dicho —empezó diciendo Argrow—. Mi hermano trabaja como abogado en Boca Raton, pero ya está medio retirado. Tiene algo de dinero y lleva años participando activamente en la política del Partido Republicano en el sur de Florida. Ayer fue abordado por unas personas que trabajan para Aaron Lake. Habían llevado a cabo ciertas investigaciones y sabían que yo era su hermano y que estaba aquí en Trumble con el señor Spicer. Le hicieron promesas y le hicieron jurar que guardaría el secreto y ahora él me ha obligado a su vez a jurarle lo mismo. Ahora que todo es tan confidencial, creo que podrán ustedes empezar a atar ciertos cabos.

Spicer no se había duchado, tenía el rostro y la camisa empapados de sudor, pero su respiración se había normalizado. Beech y Yarber aún no habían abierto la boca. Los miembros de la Hermandad se hallaban sumidos en un estado hipnótico colectivo. Continúa, decían sus ojos.

Argrow contempló los tres rostros y prosiguió. Introdujo la mano en el bolsillo y sacó una hoja de papel, la desdobló y la depositó delante de ellos. Era una copia de su última carta a Al Konyers, la carta de la revelación, la exigencia del chantaje, firmada por Joe Roy Spicer domiciliado en aquellos momentos en la Prisión Federal de Trumble. Los tres exjueces se habían aprendido las palabras de memoria y no tuvieron necesidad de releerla. Reconocieron la caligrafía del pobre y pequeño Ricky y comprendieron que ya se había cerrado el círculo. De los miembros de la Hermandad al señor Lake, del señor Lake al hermano de Argrow y del hermano de Argrow a Trumble, todo en trece días.

Al final, Spicer tomó la hoja de papel y leyó las palabras.

—Supongo que ya lo sabe usted todo, ¿verdad? —pregunto.

—Ignoro hasta qué punto estoy al corriente.

—Díganos lo que le han contado.

—Que ustedes tres están cometiendo una estafa. Se anuncian en revistas gays, traban relación epistolar con hombres maduros, consiguen averiguar su verdadera identidad y les sacan dinero por medio del chantaje.

—Es un resumen bastante aproximado de nuestro juego —asintió Beech.

—Y el señor Lake cometió el error de contestar a uno de sus anuncios. No sé cuándo lo hizo ni cuándo descubrieron ustedes quién era. Hay algunas lagunas en la historia que yo conozco.

—Mejor que lo dejemos tal como está —dijo Yarber.

—De acuerdo. Yo no me ofrecí voluntario para este trabajo.

—¿Qué beneficio sacará usted de ello?

—Una pronta liberación. Me pasaré unas cuantas semanas aquí y después volverán a trasladarme. Saldré a finales de año y, si el señor Lake resulta elegido, conseguiré un indulto total. No puedo quejarme. Además, mi hermano recibirá un gran favor del próximo presidente.

—O sea, que es usted el negociador, ¿no? —preguntó Beech.

—No, soy el mensajero.

—¿Le parece que empecemos?

—La primera jugada les corresponde a ustedes.

—Usted tiene la carta. Queremos cierta cantidad de dinero y la libertad.

—¿Cuánto dinero?

—Dos millones para cada uno —contestó Spicer.

Estaba claro que ya habían discutido varias veces el asunto. Los seis ojos se clavaron en Argrow a la espera de una mueca, un gesto de contrariedad, una expresión de sobresalto. Sin embargo no hubo la menor reacción, tan sólo una pausa mientras Argrow les devolvía la mirada.

—Yo no tengo ninguna autoridad en eso, ¿comprenden? No puedo aceptar ni rechazar sus exigencias. Yo me limitaré a transmitir las condiciones a mi hermano.

—Leemos el periódico cada día —dijo Beech—. En estos momentos el señor Lake tiene más dinero del que puede gastar. Seis millones de dólares son una gota en la inmensidad del mar.

—Tiene en sus manos setenta y ocho millones y ninguna deuda —añadió Yarber.

—No importa —replicó Argrow—. Yo soy simplemente el correo, el cartero, algo así como Trevor.

Los tres se quedaron paralizados al oír el nombre de su difunto abogado.

Miraron enfurecidos a Argrow, quien se estaba estudiando detenidamente las uñas, y se preguntaron si el comentario acerca de Trevor habría sido una especie de advertencia. ¿Hasta qué extremo se había convertido aquel juego en una trampa mortal? Se sentían aturdidos de sólo pensar en el dinero y la libertad, pero ¿hasta qué extremo estaban seguros ahora? ¿Lo estarían en el futuro?

Siempre conocerían el secreto de Lake.

—¿Y las condiciones de la entrega del dinero? —preguntó Argrow.

—Muy sencillas —contestó Spicer—. Todo por adelantado, todo transferido a algún pequeño y exquisito lugar, probablemente Panamá.

—De acuerdo. ¿Y la puesta en libertad?

—¿A qué se refiere? —preguntó Beech.

—¿Alguna sugerencia?

—Pues no. Pensamos que el señor Lake ya se encargaría de eso. Tiene muchos amigos últimamente.

—Sí, pero todavía no es el presidente. Aún no puede recurrir a las personas apropiadas.

—No vamos a esperar hasta enero, cuando inicie su mandato —objetó Yarber—. Es más, ni siquiera pensamos esperar hasta noviembre para ver si gana.

—O sea, que quieren una inmediata puesta en libertad.

—Lo más rápida posible —asintió Spicer.

—¿Les importa la forma en que ello se haga?

Lo pensaron un momento.

—Tiene que ser legal —contestó Beech al cabo—. No queremos pasarnos el resto de nuestra vida huyendo. No queremos tener que estar mirando constantemente por encima del hombro.

—¿Quieren salir juntos?

—Sí —contestó Yarber—. Y ya hemos elaborado unos planes sobre la manera en que deseamos hacerlo. Pero, antes que nada, tenemos que ponernos de acuerdo sobre las cuestiones más importantes: el dinero y la fecha exacta de nuestra libertad.

—Me parece muy bien. La otra parte querrá sus archivos, todas las cartas, notas y detalles de su estafa. Como ustedes comprenderán, el señor Lake necesita tener la absoluta seguridad de que los secretos serán enterrados.

—Si conseguimos lo que queremos —respondió Beech—, no tendrá nada de que preocuparse. Nos olvidaremos con mucho gusto de haber oído hablar alguna vez de Aaron Lake. Pero también hemos de advertirle, para que usted pueda a su vez advertir al señor Lake, que, si nos ocurriera algo, su historia sería divulgada de todos modos.

—Tenemos un contacto exterior —dijo Yarber.

—Seria una reacción retardada —añadió Spicer, como sí tratara de explicar lo inexplicable—. Si nos ocurre algo como, por ejemplo, lo mismo que le pasó a Trevor, a los pocos días estallaría una pequeña bomba. Y la condición del señor Lake quedaría al descubierto de todos modos.

—Eso no ocurrirá —aseguró Argrow.

—Usted es el mensajero. Usted no sabe lo que ocurrirá o dejará de ocurrir —objetó Beech, echándole un sermón—. Son las mismas personas que liquidaron a Trevor.

—Eso no lo pueden ustedes saber con certeza.

—No, claro, pero por supuesto tenemos nuestras opiniones.

—No discutamos por una cuestión que no podemos demostrar, señores —dijo Argrow, dando por finalizada la sesión—. Veré a mi hermano a las nueve de la mañana. Nos reuniremos aquí a las diez.

Argrow abandonó la estancia y los dejó petrificados en sus asientos, contando el dinero, pero temiendo empezar a gastarlo aunque sólo fuera mentalmente. Se dirigió a la pista de atletismo, pero dio media vuelta al ver a un grupo de reclusos haciendo ejercicio.

Recorrió la prisión hasta que encontró un apartado rincón detrás de la cafetería y llamó desde allí a Klockner.

Antes de una hora, Teddy fue informado.