35

En las entrañas de un garaje subterráneo empujaron la silla de ruedas de Teddy Maynard al interior de su furgoneta y cerraron las portezuelas. Lo acompañaban York y Deville. Un chófer y un guardaespaldas se encargaban de la furgoneta, que disponía de un televisor, equipo estereofónico y minibar con agua mineral y soda, comodidades todas ellas de las que Teddy prescindió. Se encontraba abatido y temía lo que pudiera ocurrir en la hora siguiente. Estaba cansado, cansado de su trabajo, cansado de la lucha, cansado de hacer el esfuerzo de superar un día tras otro. Sigue en la brecha seis meses más, se repetía una y otra vez, y después vete y deja que otro se preocupe por la salvación del mundo. Se retiraría tranquilamente a su pequeña granja de Virginia Occidental, donde se sentaría al borde del estanque, contemplaría la caída de las hojas en el agua y esperaría el final. Estaba muy cansado de tanto dolor.

Precedido por un vehículo negro y seguido por otro de color gris, el pequeño convoy rodeó la carretera de circunvalación y después se desvió hacia el este para cruzar el puente de Roosevelt y enfilar la avenida Constitution.

Teddy guardaba silencio y, por consiguiente, York y Deville también. Sabían lo mucho que aborrecía su jefe lo que estaba a punto de hacer.

Hablaba con el presidente una vez a la semana, por regla general el miércoles por la mañana, siempre por teléfono a poco que él pudiera. Se habían visto por última vez nueve meses atrás, cuando él se encontraba en el hospital y el presidente necesitaba ser informado acerca de un asunto.

Los favores solían ser recíprocos, pero a Teddy le molestaba estar al mismo nivel que cualquier presidente. Siempre obtenía el favor que solicitaba, pero la petición lo humillaba.

En treinta y seis años había sobrevivido a seis presidentes y su arma secreta siempre habían sido los favores. Captar información, almacenarla, raras veces revelárselo todo al presidente y, de vez en cuando, envolver en papel de regalo un pequeño milagro y entregarlo en la Casa Blanca.

Aquel presidente aún estaba enojado por la humillante derrota debida a un tratado de prohibición de pruebas nucleares que Teddy había contribuido a sabotear. La víspera de su derrota en el Senado, la CIA había filtrado un informe secreto en el que se expresaban serias dudas sobre el tratado, y el presidente se había visto aplastado por la estampida. Ahora abandonaba su cargo más preocupado por su legado que por las acuciantes cuestiones que afectaban al país.

Teddy había mantenido tratos otras veces con presidentes que no serian reelegidos y estos siempre se mostraban insoportables. Puesto que no habían de enfrentarse de nuevo con el electorado, sólo se preocupaban por su imagen. En sus últimos días se dedicaban a viajar a países lejanos acompañados por un numeroso séquito de amigos y allí celebraban cumbres con otros gobernantes tan salientes como ellos. Se preocupaban por las bibliotecas presidenciales, por sus retratos y sus biografías, de ahí que pasaran muchas horas con historiadores. A medida que transcurrían las horas, se iban volviendo cada vez más sabios y filósofos, y sus discursos adquirían un carácter más solemne. Hablaban del futuro, de los retos y de cómo deberían ser las cosas, olvidando hábilmente que ellos habían dispuesto de ocho años para llevar a cabo cuanto fuera necesario.

No había nada peor que un presidente saliente. Y Lake sería igual de malo en caso de que resultara elegido.

Lake. La razón de que Teddy estuviera peregrinando ahora a la Casa Blanca con el sombrero en la mano, dispuesto a arrastrarse por el suelo.

Pasaron los controles del Ala Oeste, donde Teddy sufrió la indignidad de que un agente del servicio secreto examinara su silla de ruedas. Después empujaron su silla hasta un pequeño despacho situado junto a la sala del gabinete. Una atareada secretaria explicó sin pedir disculpas que el presidente se retrasaría un poco. Teddy sonrió, la despidió con un gesto de la mano y murmuró más o menos para sus adentros que aquel presidente nunca había llegado puntual a nada. Había tenido que aguantar a una docena de insoportables secretarias idénticas a ella, unas mujeres que habían ocupado el mismo puesto que ella y habían desaparecido desde hacia mucho tiempo. La secretaria acompañó a York, Deville y los demás al comedor donde estos almorzarían solos.

Teddy esperó, tal como ya sabía que tendría que hacer. Empezó a leer un largo informe como si el tiempo no significara nada. Transcurrieron diez minutos. Le sirvieron un café. Dos años atrás el presidente había visitado Langley y Teddy lo había hecho esperar veintiún minutos. Entonces el presidente necesitaba un favor, necesitaba que no se destapara un pequeño asunto.

La única ventaja de ser un lisiado era el hecho de no tenerse que levantar de un salto cuando el presidente entraba en la estancia. Al final, el presidente apareció en medio de un revuelo de ayudantes, como si con ello quisiera impresionar a Teddy Maynard. Ambos se estrecharon la mano y se intercambiaron los saludos de rigor mientras los ayudantes se esfumaban. Entró un camarero y les colocó delante unas pequeñas raciones de ensalada.

—Me alegro de verlo —dijo el presidente en voz baja, esbozando una empalagosa sonrisa.

Guárdatela para la televisión, pensó Teddy, que no logró devolverle la mentira.

—Tiene usted muy buen aspecto —se limitó a decir, sólo porque era parcialmente cierto.

El presidente se había cambiado el tinte del cabello y parecía más joven. Tomaron la ensalada mientras el silencio se instauraba a su alrededor.

Ninguno de ellos deseaba un prolongado almuerzo.

—Los franceses ya están volviendo a vender juguetes a los norcoreanos —dijo Teddy, soltando una migaja.

—¿Qué clase de juguetes? —preguntó el presidente, pese a estar perfectamente enterado de los trapicheos.

Teddy era consciente de que lo sabía.

—Es su versión del radar invisible, lo cual es una estupidez porque todavía no lo han perfeccionado. Pero los norcoreanos son todavía más tontos, porque lo pagan. Compran cualquier cosa a Francia, sobre todo si Francia trata de ocultarlo. Como es natural, los franceses lo saben y todo se lleva con el máximo secreto, y los norcoreanos pagan montones de dólares.

El presidente pulsó un botón y apareció el camarero para retirar los platos. Otro sirvió pollo y pasta.

—¿Cómo se encuentra de salud? —se interesó el presidente.

—Más o menos como siempre. Seguramente me iré cuando usted lo haga.

Ambos se alegraron de que el otro se fuera. Sin motivo aparente, el presidente se lanzó a continuación a hablar del vicepresidente y de la estupenda labor que este desarrollaría en el Despacho Oval. Se olvidó del almuerzo y empezó a comentar la calidad humana del vicepresidente, su brillante inteligencia y su capacidad de líder. Teddy jugueteó con el pollo.

—¿Cómo ve usted la carrera? —le preguntó el presidente.

—Sinceramente, no me interesa —contestó Teddy, volviendo a mentir—. Tal como ya le he dicho, me iré de Washington cuando usted lo haga, señor presidente. Me retiraré a mi pequeña granja, donde no hay televisión ni periódicos, nada de nada, sólo un poco de pesca y mucho descanso. Estoy agotado, señor.

—Aaron Lake me da miedo —admitió el presidente.

Pues no sabe usted de la misa la media, pensó Teddy.

—¿Por qué? —preguntó, tomando un bocado. Come y déjale hablar.

—El tema único. Sólo le interesa la defensa. Como le dé usted al Pentágono recursos ilimitados, malgastará fondos suficientes como para alimentar a todo el Tercer Mundo. Y tanto dinero me preocupa.

Hasta ahora, jamás te había preocupado. Lo que menos le interesaba a Teddy era mantener una larga e inútil conversación sobre política. Estaban perdiendo el tiempo. Cuanto antes terminara el asunto que lo preocupaba, antes podría regresar a la seguridad de Langley.

—Estoy aquí para pedirle un favor —dijo muy despacio.

—Si, lo sé. ¿En qué puedo ayudarlo?

El presidente sonreía y masticaba, saboreando no sólo el pollo sino también el insólito momento de tener la sartén por el mango.

—Se sale un poco de lo corriente. Quiero pedir el indulto para tres reclusos federales.

La masticación y la sonrisa cesaron de golpe, pero no a causa de la sorpresa sino del desconcierto. El indulto solía ser una cuestión muy sencilla, a no ser que se tratara de espías, terroristas o políticos corruptos.

—¿Unos espías? —preguntó el presidente.

—No. Unos jueces. Uno de California, otro de Tejas y el tercero de Misisipi. Están cumpliendo condena juntos en una prisión federal de Florida.

—¿Jueces?

Sí, señor presidente.

—¿Los conozco?

—Lo dudo. El de California es un antiguo magistrado del Tribunal Supremo de allí. Fue destituido y después tuvo ciertos problemas con el fisco.

—Creo recordarlo.

—Lo declararon culpable de fraude fiscal y lo condenaron a siete años. Ha cumplido dos. El de Tejas era un juez nombrado por Reagan. Se emborrachó y atropelló a un par de excursionistas en Yellowstone.

—También lo recuerdo, pero muy vagamente.

—Sucedió hace años. El de Misisipi era un juez de paz que fue sorprendido apropiándose de las ganancias de un bingo.

—Este debió de pasárseme por alto.

Se produjo un largo silencio mientras analizaban la cuestión. El presidente estaba perplejo y parecía indeciso. Teddy no sabía muy bien lo que iba a ocurrir, por lo que ambos terminaron comiendo en silencio. Ninguno de los dos quiso postre.

La petición era fácil, por lo menos para el presidente. Los delincuentes eran prácticamente desconocidos, al igual que sus victimas. Las repercusiones serían rápidas e indoloras, sobre todo para un político cuya carrera terminaría en cuestión de siete meses. Lo habían presionado para que concediera indultos mucho más problemáticos. Los rusos siempre tenían algún espía que deseaban recuperar. Había dos mexicanos encerrados en Idaho por narcotráfico y, cada vez que se tenía que negociar algún tratado, salía a relucir el tema del indulto. Había un judío canadiense condenado a cadena perpetua por espionaje, por cuya libertad los israelíes estaban firmemente dispuestos a hacer lo que fuera.

¿Tres jueces desconocidos? Al presidente le hubiera bastado con estampar tres veces su firma para resolver el asunto. Teddy estaría en deuda con él. Sería coser y cantar, aunque no por eso pensaba facilitarle las cosas a Teddy.

—Estoy seguro de que habrá una excelente razón para esta petición —dijo.

—Por supuesto.

—¿Una grave cuestión de seguridad nacional?

—Más bien no. Simplemente un favor a unos viejos amigos

—¿Viejos amigos? ¿Conoce usted a esos hombres?

—No. Pero conozco a sus amigos.

La mentira era tan descarada que el presidente estuvo casi a punto de pegar un brinco. ¿Cómo era posible que Teddy conociera a los amigos de tres jueces que casualmente estaban cumpliendo condena juntos?

Nada se conseguiría sometiendo a Teddy a un implacable interrogatorio, nada excepto aumentar la exasperación. Por otra parte, el presidente no quería rebajarse hasta ese punto. Cualesquiera que fueran los motivos de Teddy, este se los llevaría a la tumba.

—Le confieso que resulta un poco desconcertante —dijo el presidente, encogiéndose de hombros.

—Lo sé. Dejémoslo así.

—¿Cuáles serán las consecuencias?

—No muchas. Puede que las familias de los chicos que resultaron muertos en Yellowstone protesten un poco, cosa que yo no les reprocharía.

—¿Cuándo ocurrió?

—Hace tres años y medio.

—¿Quiere usted que conceda el indulto a un juez federal republicano?

—Ahora ya no es republicano, señor presidente. Cuando son nombrados jueces, deben abjurar de la política. Y ahora que ha sido condenado, ni siquiera puede votar. Estoy seguro de que, si usted le concediera el indulto, se convertiría en un ferviente partidario suyo.

—No me cabe la menor duda.

—Si ello sirviera para facilitar las cosas, estos caballeros estarían dispuestos a abandonar el país por lo menos durante un par de años.

¿Por qué?

—Podría parecer un poco feo que regresaran a casa. La gente se enteraría de que han salido antes de la cuenta. De esta manera, todo será más discreto.

—¿Pagó el magistrado de California los impuestos que pretendía evadir?

—Sí.

—¿Y el de Misisipi devolvió el dinero robado?

—Sí.

Todas aquellas preguntas eran demasiado superficiales, pero el presidente se sentía obligado a preguntar algo.

El último favor había tenido que ver con el espionaje nuclear. La CIA contaba con un informe en el que se documentaba la vasta infiltración de los espías chinos prácticamente en todos los niveles del programa de armamento nuclear estadounidense. El presidente había tenido conocimiento de aquel informe justo unos días antes de su prevista visita a China para asistir a una cumbre que había despertado un enorme interés. En aquella ocasión, le pidió a Teddy que acudiera a almorzar con él y, mientras ambos saboreaban los mismos platos de pollo y pasta que estaban comiendo en aquel momento, le rogó que mantuviera en secreto el informe durante unas cuantas semanas. Teddy accedió a hacerlo. Más adelante, el presidente quiso que se modificara el informe y que se atribuyera la culpa a otras Administraciones anteriores. El propio Teddy se encargó de volver a redactarlo. Cuando finalmente se dio a conocer el informe, el presidente se libró de buena parte de la responsabilidad.

Espías chinos y seguridad nacional contra tres oscuros exjueces. Teddy era consciente de que conseguiría los indultos.

—Si abandonan el país, ¿adónde irán? —preguntó el presidente.

—Aún lo ignoramos.

El camarero sirvió el café. Cuando se retiró, el presidente preguntó:

—¿Perjudicará eso de alguna manera al vicepresidente?

—No. ¿Cómo podría? —contestó Teddy, tan inexpresivo como siempre.

—Eso debe decírmelo usted. No tengo ni idea de lo que está usted haciendo.

—No hay de qué preocuparse, señor presidente. Le pido un pequeño favor. Con un poco de suerte, el hecho ni siquiera trascenderá.

Ambos se tomaron el café con el deseo de terminar cuanto antes. El presidente tenía la tarde llena de asuntos mucho más agradables. Por su parte, Teddy necesitaba echar una siesta. El presidente lanzó un suspiro de alivio ante aquella petición tan sencilla. Si tú supieras, pensó Teddy.

—Deme unos cuantos días para organizarlo —dijo el presidente—. Como ya imaginará, estoy recibiendo un alud de peticiones de este tipo. Parece que todo el mundo quiere algo ahora que tengo los días contados.

—Su último mes aquí será el más satisfactorio —aseguró Teddy, esbozando una insólita sonrisa—. He conocido a suficientes presidentes como para saberlo.

Tras haber pasado cuarenta minutos juntos, ambos se estrecharon la mano y prometieron volver a hablar unos días más tarde.

En Trumble había seis exabogados, y el último en ingresar estaba utilizando la biblioteca cuando entró Argrow. El pobre hombre estaba hundido hasta el cuello en informes y cuadernos tamaño folio, trabajando febrilmente en el que seguramente debía de ser su desesperado intento final de presentar un recurso.

Spicer estaba muy ocupado en la tarea de ordenar unos libros de Derecho. Beech se había retirado a la sala que hacia las veces de despacho, escribiendo algo. Yarber no se encontraba presente.

Argrow se sacó del bolsillo una hoja doblada de papel blanco y se la entregó a Spicer.

—Acabo de ver a mi abogado —le dijo en voz baja.

—¿Qué es? —preguntó Spicer con el papel en la mano.

—La confirmación del giro. Su dinero se halla ahora en Panamá.

Spicer miró al abogado del otro extremo de la sala, pero este parecía ajeno a todo lo que no fueran sus documentos.

—Gracias —murmuro.

Argrow se retiró y Spicer le llevó el papel a Beech, quien lo examinó detenidamente.

Su botín estaba ahora fielmente guardado en el First Coast Bank de Panamá.