34

La madre de Trevor llegó desde Scranton. La acompañaba su hermana Helen, la tía de Trevor. Ambas eran septuagenarias y gozaban de bastante buena salud. Se perdieron cuatro veces entre el aeropuerto y Neptune Beach, y se pasaron una hora vagando por las calles antes de encontrar la casa de Trevor, un lugar que su madre llevaba seis años sin ver. A Trevor no lo veía desde hacía un par de años. La tía Helen hacía por lo menos diez que no hablaba con él en persona y no lo echaba demasiado de menos.

La madre de Trevor aparcó su automóvil de alquiler detrás del pequeño Escarabajo y se dio un hartón de llorar antes de bajar.

Qué antro, pensó tía Helen.

La puerta principal estaba abierta. La casa había sido abandonada pero, antes de que huyera su propietario, los platos se habían acumulado en el fregadero, nadie se había molestado en sacar la basura y el aspirador no había salido de su armario.

El pestazo azotó en primer lugar a tía Helen y poco después a la madre de Trevor. No sabían qué hacer. El cuerpo se encontraba todavía en un abarrotado depósito de cadáveres de Jamaica y, según el arisco joven del Departamento de Estado con quien la madre había hablado, les costaría seiscientos dólares trasladarlo a casa. La compañía aérea colaboraría, pero el papeleo se había quedado atascado en Kingston.

Para encontrar el despacho necesitaron media hora de pésima conducción por las calles de la ciudad. Para entonces, ya se había corrido la voz. Chap, el pasante, se encontraba en el mostrador de recepción, simulando estar muy triste y al mismo tiempo muy ocupado. Wes, el administrador del despacho, se había ido a una habitación de la parte posterior para escuchar y observar. El teléfono no había parado de sonar el día en que se había publicado la noticia, pero, después de la tanda de pésames de otros colegas abogados y de algún que otro cliente, volvió a enmudecer.

En la entrada había una barata corona, pagada por la CIA.

—Qué bonito, ¿verdad? —dijo la madre mientras subían por la acera.

Otro antro, pensó tía Helen.

Chap las saludó y se presentó como el pasante de Trevor. Estaba tratando de cerrar el despacho, una ardua tarea.

—¿Dónde está la chica? —preguntó la madre de Trevor con los ojos enrojecidos por el llanto.

—Se fue hace algún tiempo, Trevor la sorprendió robando.

—Oh, Dios mio.

—¿Les apetece un poco de café?

—Sí, si es usted tan amable.

Se sentaron en un maltrecho sofá cubierto de polvo mientras Chap llenaba tres tazas de un café casualmente recién hecho. Chap se acomodó delante de ellas en un desvencijado sillón de mimbre. La madre estaba perpleja. La tía se mostraba curiosa y sus ojos recorrían el despacho en busca de alguna señal de prosperidad. No eran pobres pero, a su edad, ya no podrían alcanzar la opulencia.

—Siento muchísimo lo de Trevor —dijo Chap.

—Ha sido horrible —musitó la señora Carson.

El labio le tembló, la taza se estremeció en su mano y el café se derramó sobre su vestido sin que ella se diera cuenta.

—¿Tenía muchos clientes? —preguntó tía Helen.

—Sí, estaba muy ocupado. Era un buen abogado, uno de los mejores con los que he trabajado.

—¿Y usted es el secretario? —preguntó la señora Carson.

—No, soy el pasante. Estudio Derecho en horario nocturno.

—¿Y usted se encarga de sus asuntos? —le preguntó tía Helen.

—Pues, no exactamente —contestó Chap—. Pensaba que este era precisamente el motivo de su visita.

—Somos demasiado mayores —dijo la madre de Trevor.

—¿Cuánto dinero ha dejado? —preguntó la tía.

Chap se cerró en banda. Aquella bruja era un sabueso.

—No tengo ni idea. Yo no manejaba su dinero.

—¿Quién lo hacía?

—Supongo que su contable.

—¿Y quién es?

—No lo sé. Trevor era muy reservado en sus asuntos.

—Vaya si lo era —dijo tristemente la madre—. Ya de niño.

Volvió a derramar el café, esta vez sobre el sofá.

—Pero usted paga las facturas de aquí, ¿no es cierto? —preguntó la tía.

—No. De eso se encargaba Trevor.

—Bueno, mire, joven, piden seiscientos dólares para trasladarlo a casa desde Jamaica…

—¿Y qué hacia allí, tan lejos? —preguntó la madre, interrumpiendo a su hermana.

—Se había tomado unas cortas vacaciones —contesto Chap.

—Y ella no dispone de esa suma —añadió Helen, terminando la frase.

—Sí, los tengo.

—Bueno, por aquí hay un poco de dinero en efectivo —dijo Chap.

Tía Helen lo miró, complacida.

—¿Cuánto? —preguntó.

—Algo más de novecientos dólares. A Trevor siempre le gustaba tener dinero para gastos menores.

—Démelos a mi —dijo tía Helen.

—¿Crees que debemos? —preguntó la madre.

—Será mejor que se lo lleven —aseguró Chap con semblante muy serio—. De lo contrario, ir a parar a la testamentaría y Hacienda se lo quedará todo.

—¿Qué otras cosas irán a parar a la testamentaría? —preguntó la tía.

—Todo eso —contestó Chap, abarcando el despacho con un gesto mientras se acercaba al escritorio.

Sacó un arrugado sobre lleno de billetes de varias cuantías que acababa de trasladar desde la casa de enfrente. Se lo entregó a Helen y esta lo agarró y empezó a contar el dinero.

—Novecientos veinte y un poco de cambio —dijo Chap.

—¿Con qué banco operaba? —preguntó Helen.

—No tengo ni idea. Tal como ya le he dicho, era muy reservado en la cuestión del dinero.

En cierto modo, Chap estaba diciendo la verdad. Trevor había transferido los novecientos mil dólares desde las Bahamas a las Bermudas y, a partir de allí, la pista se perdía. En aquellos momentos, el dinero estaba escondido en una entidad financiera de algún sitio, en una cuenta numerada a la que sólo podía tener acceso Trevor Carson. Sabían que se dirigía a Gran Caimán, pero los banqueros de allí eran famosos por su discreción. Tras dos días de intensa búsqueda no habían conseguido descubrir nada. El hombre que lo había matado se había llevado el billetero y la llave de la habitación del hotel. Mientras la policía inspeccionaba el lugar del delito, el pistolero registró su habitación. Había unos ocho mil dólares en efectivo en un cajón, pero ninguna otra cosa de especial interés. Ni rastro del lugar donde Trevor tenía guardado su dinero.

La creencia general en Langley era que Trevor, por el motivo que fuera, sospechaba que lo seguían de cerca. La mayor parte del dinero había desaparecido, pero cabía la posibilidad de que lo hubiera depositado en un banco de las Bermudas. Había alquilado la habitación del hotel sin reserva. Había entrado directamente de la calle y había pagado el precio de una noche en efectivo.

Lo más lógico era que una persona que huía y que estaba trasladando novecientos mil dólares de isla en isla llevara encima o tuviera entre sus efectos personales alguna prueba de actividad bancaria. Trevor no tenía ninguna.

Mientras tía Helen contaba el que seguramente seria el único dinero que cobrarían de la herencia, Wes pensó en la fortuna perdida en algún lugar del Caribe.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó la madre de Trevor.

Chap se encogió de hombros.

—Supongo que tendrán que enterrarlo —dijo.

—¿Puede usted ayudarnos?

—Yo de eso no sé nada. Yo…

—¿Debemos llevarlo a Scranton? —preguntó Helen.

—Eso depende de ustedes.

—¿Cuánto costaría? —preguntó Helen.

—Ni idea. Nunca he tenido que hacer nada parecido.

—Pero todos sus amigos están aquí —dijo la madre, enjugándose los ojos con un kleenex.

—Se fue de Scranton hace mucho tiempo —explicó Helen mientras sus ojos se movían en todas direcciones como si, tras la partida de Trevor, se ocultara una larga historia.

No me cabe la menor duda, pensó Chap.

—Estoy segura de que sus amigos de aquí querrán celebrar algo en su memoria —dijo la señora Carson.

—En realidad, ya está previsto —asintió Chap.

—¡No me diga! —exclamó emocionada la señora Carson.

—Pues sí, mañana a las cuatro en punto.

—¿Dónde?

—En un local que se llama Pete’s, justo unas manzanas más abajo.

—¿Pete’s? —preguntó Helen.

—Es, ¿cómo diría?, una especie de restaurante.

—Un restaurante. ¿No se trata de una iglesia?

—No creo que acostumbrara ir a ninguna.

—Pues de niño, sí —aseguró la madre a la defensiva.

En memoria de Trevor, la happy hour de las cinco empezaría a las cuatro y se prolongaría hasta la medianoche. A base de cervezas de cincuenta centavos, la bebida preferida de Trevor.

—¿Tenemos que ir? —preguntó Helen, temiéndose lo peor.

—No creo.

—¿Y por qué no? —se extrañó la señora Carson.

—Podría haber gente un poco alborotadora. Un montón de jueces y abogados, ya puede usted imaginarse.

Chap miró con el ceño fruncido a Helen y esta captó el mensaje.

Le preguntaron si podía informarles sobre funerarias y parcelas de cementerio y Chap se vio cada vez más arrastrado hacia sus problemas. La CIA había matado a Trevor. ¿Acaso se esperaba que organizara también un entierro como es debido?

Klockner no lo creía.

Cuando las señoras se fueron, Wes y Chap terminaron la tarea de retirar todas las cámaras, hilos, micrófonos y dispositivos de escucha telefónica. Lo dejaron todo en su sitio y, cuando cerraron las puertas por última vez, el despacho de Trevor quedó más ordenado que nunca.

La mitad del equipo de Klockner ya había abandonado la ciudad. La otra mitad estaba controlando a Wilson Argrow en Trumble. Y esperando.

Cuando los falsificadores de Langley terminaron el expediente judicial de Argrow, los documentos fueron colocados en una caja de cartón y enviados a Jacksonville en un pequeño avión privado, junto con tres agentes. La caja contenía, entre otro material, un auto de acusación de cincuenta y una páginas formulado por un gran jurado del condado de Dade, una carpeta de correspondencia llena de cartas del abogado defensor de Argrow y del despacho del fiscal, una abultada carpeta de peticiones y otras maniobras previas al juicio, informes de investigación, una lista de testigos y resúmenes de sus declaraciones, un alegato para el juicio, un análisis del jurado, un resumen del juicio, varios informes previos a la sentencia y la sentencia final propiamente dicha. Todo estaba aceptablemente bien organizado, aunque no demasiado pulcro, para evitar recelos. Las copias presentaban manchas y arrugas, faltaban algunas páginas, las grapas estaban desprendidas, toda una serie de pequeños toques de realismo cuidadosamente añadidos por las buenas gentes de la sección de Documentación para crear una fachada de autenticidad. El noventa por ciento del material no seria utilizado por Beech y Yarber, pero su solo volumen bastaría para impresionarlos. Hasta la caja de cartón había sido debidamente envejecida.

La caja fue entregada en Trumble por Jack Argrow, un abogado semirretirado de Boca Raton, Florida, especialista en transacciones inmobiliarias y hermano del recluso del mismo apellido. Su licencia del colegio de abogados del estado había sido enviada por fax al correspondiente burócrata de Trumble y su nombre figuraba en la lista de abogados autorizados.

Jack Argrow era Roger Lyter, un agente con trece años en la casa y un título de licenciado en Derecho por la Universidad de Tejas. No conocía a Kenny Sands, que interpretaba el papel de Wilson Argrow. Ambos se estrecharon la mano y se saludaron mientras Link contemplaba con recelo la caja de cartón depositada sobre la mesa.

—¿Qué hay aquí dentro? —preguntó Link.

—Es mi expediente judicial —contestó Wilson.

—Simples papeles —añadió Jack.

Link introdujo la mano en la caja, removió algunas carpetas y, en cuestión de unos segundos, terminó el registro y abandonó la sala.

Wilson deslizó un papel sobre la mesa.

—Esta es la declaración —informó—. Envía el dinero a Panamá y después hazme llegar la confirmación por escrito para que yo se la pueda enseñar.

—Menos el diez por ciento.

—Si, eso es lo que ellos creen.

Nadie se había puesto en contacto con el Geneva Trust Bank de Nassau. El hecho de hacerlo hubiera sido inútil y arriesgado. Ningún banco hubiera transferido unos fondos en las circunstancias que Argrow se estaba inventando. Y si alguien lo hubiera intentado, sin duda le habrían formulado muchas preguntas.

El dinero que se enviaría por giro telegráfico a Panamá sería otro.

—En Langley están bastante nerviosos —comentó el abogado.

—Pues yo voy por delante del programa —replicó el banquero.

La caja se vació sobre una mesa de la biblioteca jurídica. Beech y Yarber examinaron su contenido mientras Argrow, su nuevo cliente, lo observaba todo con fingido interés. Spicer tenía cosas mejores que hacer. Estaba en mitad de su partida de póquer semanal.

—¿Dónde está el informe de la sentencia? —preguntó Beech, rebuscando entre el montón de papeles.

—Quiero ver el auto de acusación —murmuró Yarber para sus adentros.

Ambos encontraron lo que buscaban y se acomodaron en sus asientos para entregarse a una larga tarde de lectura. El documento que había elegido Beech resultaba bastante aburrido.

No así el de Yarber.

El auto de acusación parecía una novela de intriga. Argrow, junto con otros siete banqueros, cinco contables, cinco corredores de bolsa, dos abogados, once hombres identificados tan sólo como narcotraficantes y seis caballeros de Colombia, había organizado y dirigido una complicada empresa dedicada a tomar los beneficios de la droga en forma de dinero en efectivo y transformarlos en depósitos respetables. Habían blanqueado por lo menos cuatrocientos millones de dólares cuando las autoridades consiguieron infiltrarse en el círculo.

Al parecer, Argrow estaba metido de lleno en el fregado. Yarber lo admiró. En caso de que la mitad de lo que allí se decía fuera cierto, Argrow tenía que ser un financiero tremendamente listo e inteligente. Argrow se hartó del silencio y se fue a dar una vuelta por la cárcel. Cuando Yarber terminó con el auto de acusación, interrumpió a Beech y le pidió que lo leyera. A Beech también le encantó.

—Seguro que tiene parte del botín escondido en algún sitio —comentó.

—Sin la menor duda —convino Yarber—. Cuatrocientos millones de dólares, y eso es sólo lo que consiguieron encontrar. ¿Qué opinas sobre el recurso?

—No hay muchas posibilidades. El juez cumplió con su cometido. A mi entender no se cometió ningún error.

—Pobre chico.

—Nada de eso. Saldrá cuatro años antes que yo.

—Me parece que no, señor Beech. Hemos pasado nuestras últimas Navidades en la cárcel.

—¿De veras lo crees? —preguntó Beech.

—Vaya si lo creo.

Beech volvió a depositar el auto de acusación sobre la mesa, se levantó, se desperezó y empezó a deambular por la estancia.

—A esta hora ya deberíamos saber algo —dijo en voz baja, a pesar de que no había nadie más en la biblioteca.

—Ten paciencia.

—Las primarias ya están a punto de terminar. Ahora ha vuelto a Washington y se pasa casi todo el tiempo allí. Hace una semana que tiene la carta.

—No puede fingir que no la ha recibido, Hatlee. Está meditando su próximo movimiento. Eso es todo.

El último memorándum de la Dirección de Prisiones de Washington desconcertó al director de la prisión. ¿Quién era el maldito funcionario de las altas esferas que no tenía nada mejor que hacer que echar un vistazo al mapa de las prisiones federales y elegir en cuál de ellas entrometerse aquel día? Su hermano ganaba ciento cincuenta mil dólares vendiendo vehículos usados; en cambio él cobraba la mitad dirigiendo una prisión y leyendo los estúpidos memorándums de unos burócratas que se embolsaban cien mil dólares y no hacían absolutamente nada de provecho. ¡Estaba hasta la coronilla!

Ref: Visitas de Abogados, Prisión Federal de Trumble. Queda anulada la orden anterior, por la cual las visitas de los abogados se limitaban a los martes, jueves y sábados, de tres a seis de la tarde.

A partir de ahora, los abogados podrán efectuar visitas todos los días de la semana, de nueve a siete de la tarde.

—Ha hecho falta que muera un abogado para que hayan cambiado las normas —murmuró el director para sus adentros.