Siguiendo exactamente las instrucciones del señor Lake, Jayne se dirigió sola en su automóvil a Chevy Chase. Encontró el centro comercial de la avenida Western y aparcó delante de Mailbox America. Utilizando la llave que le había facilitado el señor Lake, abrió la casilla del apartado de correos, saco ocho cartas de propaganda y las guardó en una carpeta. No había ninguna carta personal.
Se dirigió al mostrador e informó a la empleada de que deseaba cerrar el apartado de correos a nombre de su jefe, el señor Al Konyers.
La empleada pulsó unas cuantas teclas de un ordenador. Según los datos de la base, el apartado de correos lo había alquilado unos siete meses atrás un tal Aaron L. Lake, a nombre del señor Al Konyers. Había pagado el alquiler de doce meses y, por consiguiente, no había ninguna cuenta pendiente.
—¿Es el que se presenta como candidato a la presidencia? —preguntó la empleada mientras depositaba un impreso en el mostrador.
—Sí —contestó Jayne, firmando en el lugar que le indicaban.
—¿Y no deja ninguna dirección de contacto?
—No.
Jayne se fue con la carpeta y se dirigió al sur para regresar al centro de la ciudad. No había dudado ni por un instante de la explicación del señor Lake sobre el alquiler del apartado de correos con el fin de poner al descubierto un posible engaño al Pentágono. El asunto no le importaba y, además, no tenía tiempo para hacer preguntas. El trabajo con Lake exigía una dedicación de dieciocho horas al día y ella tenía otros asuntos mucho más importantes en que pensar.
Lake la esperaba en su despacho de la campaña, momentáneamente solo. Los despachos y pasillos que lo rodeaban estaban atestados de ayudantes de todo tipo, que se afanaban de acá para allá como si estuviera a punto de estallar una guerra.
En cambio Lake estaba disfrutando de una pausa. Jayne le entregó la carpeta y se retiró.
Lake contó ocho comunicaciones de propaganda: un servicio de entrega de tacos a domicilio, un servicio de llamadas interurbanas, un túnel de lavado de coches y vales para esto y para lo otro. Nada de Ricky. El apartado de correos se había cerrado y no se había dejado ninguna dirección a la que enviar las cartas. El pobre chico se tendría que buscar a otro para que le echara una mano en su nueva vida. Lake echó el correo basura y el impreso de anulación del apartado de correos a una pequeña trituradora de documentos que tenía bajo el escritorio y después dedicó un instante a alegrarse de todo lo que tenía. Viajaba por la vida muy ligero de equipaje y había cometido muy pocos errores. El hecho de escribir a Ricky había sido una estupidez, pero había salido bien librado del trance. ¡Era un hombre de suerte!
Sonrió y estuvo casi a punto de reírse solo. Después se levantó de su sillón, tomó la chaqueta y congregó a sus ayudantes en torno a sí.
El candidato tenía que asistir a varias reuniones y almorzar después con unos fabricantes de armamento que tenían contratos con el Departamento de Defensa.
¡Vaya si era un hombre de suerte!
En un rincón de la biblioteca jurídica, mientras sus tres nuevos amigos vigilaban el perímetro cual si fueran soñolientos centinelas, Argrow manoseó el teléfono lo bastante como para hacerles creer que había utilizado su influencia en el oscuro y sombrío mundo de la banca de las islas. Tras pasarse dos horas paseando por la estancia y hablando en susurros con el teléfono pegado a la oreja como un atareado corredor de bolsa, salió finalmente de la estancia.
—Buenas noticias, señores —anunció, esbozando una cansada sonrisa.
Ellos se agruparon a su alrededor, ansiosos de conocer los resultados.
—Todo sigue allí —les dijo.
Ahora venía la gran pregunta, la que habían preparado cuidadosamente, la única que les permitiría establecer si Argrow era un farsante.
—¿Cuánto? —preguntó Spicer.
—Ciento noventa mil y pico —contestó mientras los jueces suspiraban al unísono.
Spicer sonrió. Beech apartó la mirada. Yarber contemplé a Argrow frunciendo el ceño con expresión inquisitiva pero afable.
Según sus datos, el saldo era de ciento ochenta y nueve mil dólares, más el miserable interés que el banco les pagaba.
—No lo robó —murmuró Beech, y entonces los tres recordaron con afecto a su difunto abogado que, de repente, había dejado de ser el paria que ellos creían.
—Me extraña que no lo hiciera —musitó Spicer casi hablando para sus adentros.
—Bueno, el caso es que allí está —dijo Argrow—. Eso significa que han hecho mucho trabajo jurídico.
Desde luego, lo parecía pero, puesto que a ninguno de los tres se le ocurrió una mentira creíble, prefirieron dejarlo correr.
—Les aconsejo que lo trasladen a otro sitio, y perdonen que me entrometa en sus asuntos —intervino Argrow—. Este banco es famoso por sus indiscreciones.
—Trasladarlo, ¿adónde? —preguntó Beech.
—Si el dinero fuera mío, yo lo llevaría inmediatamente a Panamá.
Era otra cuestión en la que no habían pensado porque estaban obsesionados con Trevor y con la certeza de su robo. Sin embargo, la sopesaron cuidadosamente como si hubieran discutido muchas veces el asunto.
—Pero ¿por qué lo trasladaría usted? —preguntó Beech—. Se encuentra a salvo, ¿no?
—Supongo que sí —se apresuró a contestar Argrow. Él sabía adónde iba, en cambio ellos no—. Sin embargo, ya ven ustedes lo poco que se respeta el secreto bancario. Yo no utilizaría bancos de las Bahamas en estos momentos, y este menos que ninguno.
—Además, tampoco sabemos si Trevor se fue de la lengua —dijo Spicer, siempre dispuesto a denigrar al abogado.
—Si quieren proteger su dinero, trasládenlo a otro sitio —insistió Argrow—. Se tarda menos de un día en hacerlo y ya no tendrán que preocuparse por el tema. Y pongan el dinero a trabajar. Esta cuenta sólo les da unos pocos centavos de interés. Tardarán algún tiempo en poder utilizarla.
Que te crees tú eso, amigo, pensaron ellos.
Pero su propuesta era lógica.
—Deduzco que usted nos lo podría trasladar, ¿me equivoco? —dijo Yarber.
—Por supuesto que sí. ¿Les cabe todavía alguna duda?
Los tres sacudieron la cabeza. No, señor, no les cabía la menor duda.
—Tengo muy buenos contactos en Panamá. Piénsenlo.
Argrow consultó su reloj como si hubiera perdido el interés por la cuenta y tuviera centenares de asuntos urgentes que resolver en otro sitio. Intuía la respuesta y no quería hacerse pesado.
—Ya lo hemos pensado —aseguró Spicer—. Trasladémoslo ahora mismo.
Argrow contempló los tres pares de ojos que lo estaban mirando.
—Hay que pagar una comisión —adujo como si fuera un experto blanqueador de dinero.
—¿Qué clase de comisión? —preguntó Spicer.
—Un diez por ciento por la transferencia.
—¿Quién cobra este diez por ciento?
—Yo.
—Me parece mucho —objetó Beech.
—Es una escala variable. Por cifras inferiores a un millón se paga un diez por ciento. Cuando la cuantía supera los cien millones se paga un uno por ciento. Es bastante habitual en el sector y es justamente el motivo de que en este momento yo lleve una camisa verde del uniforme penitenciario y no un traje de mil dólares.
—Es una canallada —protestó Spicer— el hombre que se embolsaba los beneficios del bingo de una asociación benéfica.
—Mire, no me venga con sermones. Estamos hablando de una pequeña comisión sobre un dinero que es fruto de una corrupción tanto aquí como allí. Lo toma o lo deja.
Argrow hablaba con la arrogancia propia de un hombre acostumbrado a cobrar comisiones mucho más elevadas.
Eran sólo diecinueve mil dólares sobre un dinero que ellos creían haber perdido. Quitando su diez por ciento, todavía les quedarían ciento setenta mil dólares, aproximadamente sesenta mil para cada uno, y hubiera sido mucho más si el muy traidor de Trevor no se hubiera quedado con un porcentaje tan alto. Además, esperaban que su situación cambiara muy pronto. Entonces el botín de las Bahamas seria simple calderilla.
—Trato hecho —dijo Spicer, mirando a sus dos compañeros en busca de su aprobación.
Ambos asintieron lentamente con la cabeza. Ahora los tres estaban pensando lo mismo. Si el chantaje contra Lake seguía el curso con que ellos soñaban, se embolsarían un montón de dinero. Necesitarían un lugar donde ocultarlo y quizás alguien que les echara una mano. Querían confiar en Argrow. Démosle una oportunidad.
—Y, además, se encargarán de mis recursos —puntualizó Argrow.
—Sí, descuide.
—No es mal trato —dijo Argrow sonriendo—. Voy a hacer unas cuantas llamadas.
—Hay algo que debe usted saber —dijo Beech.
—Muy bien.
—El nombre del abogado era Trevor Carson. Él abrió la cuenta, gestionaba los depósitos y lo hacía prácticamente todo. Y fue asesinado anteanoche en Kingston, Jamaica.
Argrow estudió sus rostros a la espera de algo más. Yarber le entregó un ejemplar del periódico, que él leyó muy despacio.
—¿Y por qué había desaparecido? —preguntó tras una larga pausa.
—Lo ignoramos —contestó Beech—. Abandonó la ciudad y nos enteramos a través del FBI de que había desaparecido. Supusimos que nos había robado el dinero.
Argrow le devolvió el periódico a Yarber y se cruzó de brazos. Ladeó la cabeza, entornó los ojos y consiguió adoptar una expresión recelosa. Los quería hacer sufrir un poco.
—¿Es muy sucio el dinero? —preguntó, como si prefiriera no mezclarse con aquel asunto.
—No es dinero de droga —se apresuró a responder Spicer a la defensiva, como si cualquier otra procedencia fuera legal.
—La verdad es que no lo sabemos —contestó Beech.
—Este es el trato —dijo Yarber—. Lo toma o lo deja.
Buena jugada, tío, pensó Argrow.
—¿Ha intervenido el FBI?
—Sólo en la desaparición del abogado —contestó Beech—. Los federales no saben nada del dinero de las islas.
—A ver si lo entiendo. Tienen ustedes un abogado muerto, el FBI, una cuenta en unas islas en la que ocultan dinero sucio, ¿verdad? Pero ¿qué es lo que han hecho, si se puede saber?
—Mejor que no lo sepa —contestó Beech.
—Tiene usted razón.
—Nadie le obliga a colaborar con nosotros —dijo Yarber.
O sea que había que tomar una decisión. Para Argrow, las banderitas rojas estaban en su sitio, marcando el campo de minas. En caso de que siguiera adelante, lo haría armado con las suficientes advertencias de que sus tres nuevos amigos podían ser peligrosos. Lo cual no significaba nada para Argrow, naturalmente. En cambio, para Beech, Spicer y Yarber, la apertura de un resquicio en su hermética asociación, por pequeño que fuera, significaba dar cabida a otro conspirador. Jamás le hablarían de su estafa y mucho menos de Aaron Lake; tampoco le entregarían ninguna comisión sobre las nuevas cantidades que cobraran, a menos que se la ganara con su habilidad para manejar dinero. Ya sabía más de lo recomendable, pero no les quedaba alternativa.
La desesperación desempeñó un papel crucial en su decisión. Con Trevor tenían acceso al exterior, un privilegio que siempre habían dado por descontado. Ahora que él había desaparecido, su mundo se había reducido considerablemente.
Aunque todavía no quisieran reconocerlo, el hecho de haberlo despedido había sido un error. Viéndolo todo retrospectivamente, comprendían que hubieran tenido que ponerlo en antecedentes, contarle todo lo de Lake y la manipulación de las cartas. Trevor distaba mucho de ser perfecto, pero, dadas las circunstancias, necesitaban toda la ayuda que pudieran conseguir. Quizá lo hubieran vuelto a contratar un par de días más tarde, pero ya no tuvieron ocasión de hacerlo. Trevor se había esfumado para siempre.
Argrow tenía acceso. Disponía de un teléfono y amigos en el exterior; tenía agallas y sabía cómo llevar a cabo lo que ellos pedían. Acaso lo necesitaran, pero se tomarían las cosas con calma.
Se rascó la cabeza y frunció el entrecejo como si empezara a sufrir una jaqueca.
—No me digan nada más —dijo—. No quiero saberlo.
Regresó a la sala de reuniones, cerró la puerta a su espalda, volvió a sentarse en el borde de la mesa y, una vez más, pareció efectuar llamadas a todo el Caribe.
Le oyeron reírse un par de veces, probablemente de una broma con un viejo amigo que sin duda se había sorprendido de oír su voz. Le oyeron soltar un taco una vez, pero no supieron contra quién o por qué motivo. Su voz subía y bajaba de tono y, por mucho que ellos trataran de distraerse leyendo fallos judiciales, desempolvando los viejos libros y estudiando las apuestas de Las Vegas, no podían prescindir del ruido del interior de la sala.
Argrow montó todo un espectáculo y, tras una hora de inútil charla, apareció en la puerta.
—Creo que podré terminarlo mañana —anunció—, pero necesitamos una declaración firmada por uno de ustedes en la que se diga que son los únicos propietarios de Boomer Realty.
—Y esta declaración, ¿quién la verá? —preguntó Beech.
—Sólo el banco de las Bahamas. Les van a enviar una copia de la noticia sobre el señor Carson y quieren comprobar la titularidad de la cuenta.
La idea de firmar cualquier tipo de documento en el que admitieran alguna relación con el dinero sucio los aterrorizaba. No obstante, la petición era comprensible.
—¿Hay algún fax por aquí? —preguntó Argrow.
—No, por lo menos para nosotros —contestó Beech.
—Estoy seguro de que el director debe de tener uno —dijo Spicer—. Acérquese por allí y dígale que tiene que enviar un documento a su banco de las islas.
El tono de su voz era innecesariamente sarcástico, por que Argrow lo miró airado, pero prefirió dejarlo correr.
—Bueno, pues, díganme cómo se puede enviar la declaración desde aquí a las Bahamas. ¿Cómo funciona el correo?
—El abogado era nuestro correo —contestó Yarber—. Todo lo demás pasa por una inspección.
—¿Examinan muy a fondo la correspondencia de carácter jurídico?
—Le echan un vistazo —contestó Spicer—. Pero no pueden abrirla.
Argrow empezó a pasear por la estancia como si estuviera reflexionando. Después, en atención a su público, se situó entre dos estanterías de libros para que no pudieran verlo desde el exterior de la biblioteca jurídica. Abrió hábilmente su móvil, marcó un número y se lo acercó al oído.
—Sí, aquí Wilson Argrow —dijo—. ¿Está Jack? Sí, dígale que es importante.
Esperó.
—¿Quién demonios es Jack? —preguntó Spicer desde el otro extremo de la estancia.
Beech y Yarber prestaron atención mientras vigilaban.
—Mi hermano el de Boca —contestó Argrow—. Es abogado especialista en transacciones inmobiliarias. Mañana vendrá a verme. —Después, por teléfono, dijo—: Hola, Jack, soy yo. ¿Vienes mañana? Te daré unas cartas para que las eches al correo. Bueno. ¿Cómo está mamá? Bueno. Hasta mañana.
La perspectiva de reanudar su correspondencia intrigaba a los miembros de la Hermandad. Argrow tenía un hermano abogado, además de un teléfono, inteligencia y agallas. Guardó el artilugio en el bolsillo y salió de entre las estanterías.
—Mañana por la mañana le entregaré la declaración a mi hermano. Él la enviará por fax al banco. A mediodía de pasado mañana, el dinero se hallará sano y salvo en Panamá, ganando un quince por ciento. Es pan comido.
—Podemos fiarnos de su hermano, ¿verdad? —pregunto Yarber.
—Pero, hombre, por Dios —contestó Argrow, casi ofendido por la pregunta mientras se encaminaba hacia la puerta—. Nos vemos luego. Necesito tomar un poco el aire.