El periódico de Jacksonville llegaba a Trumble sobre las siete de la mañana. Cuatro ejemplares se llevaban a la sala de juegos para que los leyeran los reclusos que se interesaban por la vida del exterior y los volvieran a dejar en su sitio. Casi siempre, el único que esperaba a las siete era Joe Roy Spicer, que solía llevarse un ejemplar para estudiar los datos de Las Vegas a lo largo de todo el día. La escena raras veces cambiaba: Spicer, con un alto vaso de poliestireno de café y los pies apoyados en la mesa de jugar a las cartas, esperaba a que Roderick, el guardia, apareciera con los periódicos.
En consecuencia, Spicer fue el primero en enterarse de la noticia. Figuraba en la parte inferior de la primera plana. Trevor Carson, un abogado de la ciudad que había desaparecido por motivos todavía no aclarados, había sido encontrado muerto la víspera con dos disparos en la cabeza poco después del anochecer, delante de un hotel de Kingston, Jamaica. Spicer observó que la noticia no iba acompañada de ninguna fotografía. ¿Por qué iba el periódico a tener una imagen del abogado en sus archivos? ¿A quién le importaba que Trevor muriera?
Según las autoridades de Jamaica, Carson era un turista que, al parecer, había sido víctima de un atraco. Una fuente no identificada cercana al lugar de los hechos había comunicado confidencialmente a la policía la identidad del señor Carson, cuyo billetero no había sido encontrado. Por lo visto, la fuente sabía muchas cosas.
El párrafo que resumía la carrera jurídica de Trevor era bastante exiguo. Una antigua secretaria, una tal Jan no sé qué, no tenía ningún comentario que hacer. La noticia se había redactado a toda prisa y publicado en la primera plana sólo porque la víctima era un abogado asesinado. Finn se encontraba al fondo de la pista rodeando la curva a un ritmo muy rápido en medio de la húmeda atmósfera de primera hora de la mañana, ya sin camisa. Spicer esperó a que llegara a la recta final y le entregó el periódico sin pronunciar palabra.
Encontraron a Beech en la cola de la cafetería con su bandeja de plástico, contemplando tristemente los míseros montones de huevos recién revueltos. Se sentaron los tres juntos en un rincón, lejos de todos los demás, y comieron muy despacio, hablando en voz baja.
—Si huía, ¿de quién demonios lo hacía?
—A lo mejor Lake lo perseguía.
—No sabía que era Lake. No tenía la menor pista.
—En ese caso, huía de Konyers. La última vez que estuvo aquí, dijo que Konyers era el hombre. Dijo que Konyers sabía quiénes éramos y al día siguiente desapareció.
—A lo mejor tenía miedo. Konyers se enfrentó con él, lo amenazó con revelar su papel en nuestra estafa y entonces Trevor, que no era un sujeto muy equilibrado que digamos, decidió robar cuanto pudiera y desaparecer.
—A quién pertenece el dinero que ha desaparecido, eso es lo que quisiera saber.
—Nadie sabe nada acerca de nuestro dinero. ¿Cómo puede haber desaparecido?
—Probablemente Trevor robó a todas las personas que pudo y después se esfumó. Ocurre muy a menudo. Los abogados se meten en líos y se arruinan. Entonces se quedan con los fondos fiduciarios de los clientes y se largan.
—Ah, ¿sí? —dijo Spicer.
Beech recordaba tres casos y Yarber añadió otros dos para redondear el ejemplo.
—Pues, ¿quién lo ha matado?
—Puede que no fuera una zona muy segura.
—¿Delante del hotel Sheraton? No creo.
—Bueno pues, ¿y si Konyers lo ha liquidado?
—Es muy posible. A lo mejor, Konyers descubrió su identidad y se enteró de que era el contacto exterior de Ricky. Ejerció presión sobre él, lo amenazó con echarle el guante o algo por el estilo y Trevor huyó al Caribe. Trevor ignoraba que Konyers era Aaron Lake.
—Y está claro que Lake tiene dinero y poder suficiente para localizar a un abogado borracho.
—¿Y nosotros? En estos momentos, Lake sabe que Ricky no es Ricky, que aquí Joe Roy es quien toma las decisiones y que tiene amigos en el interior de esta prisión.
—Pero ¿cómo puede llegar hasta nosotros?
—Creo que yo seré el primero en averiguarlo —dijo Spicer, soltando una carcajada nerviosa.
—Pero siempre cabe la posibilidad de que Trevor estuviera en una mala zona de la ciudad, probablemente borracho como una cuba y tratando de ligar con alguna mujer cuando le pegaron los tiros.
Todos se mostraron de acuerdo en que tal hipótesis era efectivamente posible y en que Trevor era lo bastante tonto como para dejarse matar. Que descansara en paz. Siempre y cuando no les hubiera robado el dinero.
Los tres se separaron durante aproximadamente una hora. Beech se fue a la pista de atletismo para pasear y pensar. Yarber se fue puntualmente a intentar arreglar un ordenador en el despacho del capellán, a veintidós centavos la hora. Spicer se dirigió a la biblioteca, donde encontró al señor Argrow leyendo unos libros de Derecho.
La biblioteca jurídica estaba abierta, no era necesario concertar ninguna cita para utilizarla, pero según una norma tácita había que pedir permiso por lo menos a uno de los miembros de la Hermandad para poder utilizar sus libros. Argrow era nuevo y era evidente que aún no conocía las normas. Spicer decidió darle una oportunidad.
Se saludaron con una inclinación de cabeza y después Spicer se puso a ordenar las mesas y arreglar los libros.
—Corren rumores de que ustedes se dedican a hacer trabajos jurídicos —comentó Argrow desde el otro extremo de la estancia.
—Aquí se oyen toda clase de rumores.
—He recurrido mi sentencia.
—¿Qué ocurrió en el juicio?
—Me condenaron por tres delitos de fraude bancario y por ocultación de dinero en las Bahamas. El juez me condenó a sesenta meses. Ya he cumplido cuatro. No estoy muy seguro de que pueda aguantar los cincuenta y seis que me quedan. Necesito que me echen una mano en los recursos.
—¿En qué tribunal?
—El de las islas Vírgenes. Trabajaba en un importante banco de Miami. Allí había mucho dinero procedente del narcotráfico.
—¿O sea que era usted banquero?
Argrow era muy rápido y locuaz y tenía muchas ganas de hablar, lo cual irritó un poco a Spicer, pero no demasiado. La referencia a las Bahamas despertó inmediatamente su curiosidad.
—Lo era. No sé por qué motivo, me empecé a interesar por el blanqueo de dinero. Cada día pasaban por mis manos decenas de millones de dólares y caí en la tentación. Podía trasladar el dinero sucio con más rapidez que cualquier banquero del sur de Florida. Y todavía soy capaz de hacerlo. Pero me busqué malas compañías y llevé a cabo acciones poco recomendables.
—¿Reconoce que es culpable?
—Pues claro.
—En tal caso, aquí entrar usted a formar parte de una distinguida minoría.
—No, sé que obré mal, pero creo que la sentencia fue demasiado dura. Alguien me dijo que ustedes pueden conseguir que se rebajen las penas.
A Spicer dejaron de importarle las mesas desordenadas y los libros colocados de cualquier manera. Tomó una silla, pues, de repente, sintió que disponía de tiempo para hablar.
—Podemos echar un vistazo a sus papeles —dijo, como si hubiera manejado miles de recursos.
Serás imbécil, hubiera querido decirle Argrow. Ni siquiera terminaste el bachillerato y robaste un automóvil a los diecinueve años. Tu padre echó mano de ciertas influencias y consiguió que no te condenaran. Lograste ser elegido juez de paz porque hiciste votar a los muertos y metiste en las urnas montones de votos por correo, y ahora que estás encerrado en una prisión federal, pretendes hacerte pasar por un gran personaje.
Y ahora, señor Spicer, reconoció Argrow, tiene usted el poder de derribar al futuro presidente de Estados Unidos.
—¿Cuánto me puede costar? —preguntó Argrow.
—¿De cuánto dispone? —preguntó Spicer, tal como suelen hacer los abogados de verdad.
—No mucho.
—Creía que sabía ocultar dinero en las islas.
—Es cierto, créame. Llegué a tener mucho dinero, pero lo perdí.
—O sea, que no puede pagar nada.
—No mucho. Quizás unos dos mil dólares, aproximadamente.
—¿Y su abogado?
—Él fue el culpable de que me condenaran. Ahora no me queda suficiente dinero para contratar a otro.
Spicer analizó un momento la situación y comprendió que echaba de menos a Trevor. Todo resultaba mucho más fácil cuando él estaba fuera y se encargaba de manejar el dinero.
—¿Sigue teniendo contactos en las Bahamas?
—Tengo contactos por todo el Caribe. ¿Por qué?
—Porque tendrá que enviar el dinero por giro telegráfico. Aquí el dinero en efectivo está prohibido.
—¿Quiere que envíe dos mil dólares?
—No, quiero que envíe cinco mil. Son nuestros honorarios mínimos.
—¿Dónde está su banco?
—En las Bahamas.
Argrow entornó los ojos. Frunció el ceño y, mientras él se enfrascaba profundamente en sus pensamientos, lo mismo hizo Spicer en los suyos. Ambas mentes estaban a punto de encontrarse.
—¿Por qué en las Bahamas?
—Por el mismo motivo que usted utilizó ese lugar.
Los pensamientos se arremolinaron en ambas cabezas.
—Permítame que le haga una pregunta —dijo Spicer—. Me ha dicho que era capaz de mover el dinero sucio con más rapidez que nadie.
Argrow asintió.
—No hay problema —aseguró.
—¿Y todavía lo puede hacer?
—¿Desde aquí, quiere decir?
—Si, desde aquí.
Argrow se echó a reír y se encogió de hombros como sí fuera la cosa más fácil del mundo.
—Pues claro. Aún me quedan algunos amigos.
—Reúnase aquí conmigo dentro de una hora. Puede que cerremos un trato.
Una hora más tarde Argrow regresó a la biblioteca jurídica y encontró a los tres jueces ya acomodados detrás de una mesa tan llena de papeles y libros de Derecho como si el Tribunal Supremo de Florida estuviera celebrando una reunión. Spicer lo presentó a Beech y Yarber, y él se sentó al otro lado de la mesa. No había nadie más en la estancia.
Hablaron un momento de su recurso, pero él tuvo la habilidad de no facilitar demasiados detalles. Aún esperaba que le enviaran los papeles desde la otra prisión y sin ellos apenas se podía hacer nada.
El recurso sólo era el preámbulo de la conversación y ambas partes lo sabían.
—El señor Spicer nos ha comentado que es usted un experto en el blanqueo de dinero —empezó Beech.
—Lo era hasta que me atraparon —dijo con modestia Argrow—. Tengo entendido que poseen ciertas cantidades.
—Tenemos una pequeña cuenta en las islas, es dinero que hemos ganado con nuestra actividad jurídica y algunos otros asuntos de los que no podemos hablar demasiado. Como usted sabe, no se nos permite cobrar por nuestra labor de asesoría jurídica.
—Aunque lo hacemos a pesar de todo —dijo Yarber—. Y nos pagan.
—¿Cuánto tienen en la cuenta? —preguntó Argrow, que conocía el saldo de la víspera hasta el último centavo.
—Eso lo vamos a dejar para más tarde —contestó Spicer—. Hay muchas probabilidades de que el dinero haya desaparecido.
Argrow hizo una momentánea pausa y consiguió poner cara de perplejidad.
—¿Cómo dice?
—Teníamos un abogado —contestó muy despacio Beech, midiendo cada una de sus palabras—. Desapareció y es posible que se haya llevado nuestro dinero.
—Ya. ¿Y la cuenta está en un banco de las Bahamas?
—Lo estaba. No estamos seguros de que todavía se encuentre allí.
—Lo dudamos mucho —puntualizó Yarber.
—Pero quisiéramos saberlo con certeza —añadió Beech.
—¿En qué banco? —preguntó Argrow.
—En el Geneva Trust de Nassau —contestó Spicer, mirando a sus compañeros.
Argrow asintió con aire de suficiencia, como sí conociera ciertos oscuros y pequeños secretos de aquel banco.
—¿Conoce la entidad? —preguntó Beech.
—Pues claro —contestó Argrow, dejando las palabras en suspenso en el aire.
—¿Y qué? —dijo Spicer.
Argrow estaba tan pagado de si mismo y de sus conocimientos que se levantó teatralmente, empezó a pasear por la pequeña biblioteca como sí estuviera pensando y después volvió a acercarse a la mesa.
—Bueno, veamos, ¿qué quieren ustedes que haga? Será mejor que vayamos directamente al grano.
Los tres lo observaron y se miraron entre ellos. Era evidente que no estaban nada seguros de dos cosas: (a) hasta qué extremo podían fiarse de aquel hombre al que acababan de conocer, y (b) qué deseaban realmente de él.
Pero, puesto que mucho se temían que el dinero ya hubiera desaparecido, no tenían nada que perder.
—No somos demasiado sofisticados en eso de trasladar dinero sucio —dijo Yarber—. Como usted comprenderá, no era esta nuestra vocación inicial. Disculpe nuestros escasos conocimientos, pero ¿sabe si hay algún medio de comprobar si el dinero sigue estando donde debiera?
—Ignoramos sí el abogado nos lo robó —añadió Beech.
—¿Quieren que compruebe el saldo de su cuenta secreta? —preguntó Argrow.
—Pues sí, eso es —contestó Yarber.
—No sabemos si conserva usted algunas amistades en el sector —dijo cautelosamente Spicer—. Y sentimos curiosidad por saber si hay alguna manera de efectuar esta operación.
—Están ustedes de suerte —dijo Argrow, haciendo una pausa para que sus palabras surtieran el debido efecto.
—¿Y eso? —preguntó Beech.
—Eligieron las Bahamas.
—En realidad, fue el abogado quien eligió el lugar —precisó Spicer.
—Da igual, los bancos de allí son bastante informales. Cuentan muchos secretos y es fácil sobornar a los empleados. Los que blanquean importantes cantidades de dinero negro procuran no acercarse a las Bahamas. En estos momentos, el mejor sitio es Panamá y, como es natural, Gran Caimán sigue siendo más sólido que una roca.
Claro, claro, asintieron los tres. Las islas eran las islas, ¿verdad?
Otro ejemplo del riesgo que habían corrido al fiarse de un idiota como Trevor.
Argrow contempló sus perplejos rostros y comprendió lo poco que sabían. Para ser tres hombres capaces de trastocar todo el proceso electoral norteamericano, parecían terriblemente ingenuos.
—No ha contestado a nuestra pregunta —dijo Spicer.
—Todo es posible en las Bahamas.
—¿O sea que puede usted hacerlo?
—Puedo intentarlo, pero no les garantizo nada.
—Ahí va el trato —dijo Spicer—. Usted comprueba lo de nuestra cuenta y nosotros nos encargaremos de prepararle gratuitamente los recursos.
—No es mal trato —observó Argrow.
—No creíamos que lo fuera. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Por un embarazoso instante, se miraron los unos a los otros, orgullosos de su mutuo acuerdo, pero sin saber muy bien qué más añadir.
—Necesito algunos datos sobre la cuenta —dijo Argrow finalmente.
—¿Como cuáles? —preguntó Beech.
—El nombre o el número.
—La cuenta está a nombre de Boomer Realty, Ltd. El número es 144-DXN-9593.
Argrow tomó unas notas en un trozo de papel.
—Tengo una curiosidad —dijo Spicer mientras los tres estudiaban detenidamente a Argrow—. ¿Cómo piensa comunicarse con sus contactos del exterior?
—Por teléfono —contestó Argrow sin levantar la cabeza.
—Pero no con los teléfonos de aquí —objetó Beech.
—Los teléfonos de aquí no son seguros —explicó Yarber.
—Los teléfonos de aquí no se pueden utilizar —puntualizó Spicer con cierta inquietud.
Argrow sonrió ante sus preocupaciones y después miró hacia atrás y se sacó del bolsillo de los pantalones una especie de instrumento de tamaño no superior al de una navaja de bolsillo que sostuvo entre el indice y el pulgar.
—Esto es un teléfono, caballeros —anuncio.
Lo miraron con incredulidad y después contemplaron cómo lo extendía rápidamente por arriba y por abajo y también por uno de sus lados. Pero, incluso debidamente abierto, el aparato parecía demasiado pequeño para mantener una conversación normal.
—Es digital —les explicó Argrow—. Muy seguro.
—¿Quién paga la cuenta mensual? —preguntó Beech.
—Tengo un hermano en Boca Raton. El teléfono y el servicio me los regaló él. —Argrow cerró hábilmente el aparato y este desapareció de la vista. Después señaló la sala de reuniones que los jueces tenían a su espalda y que estos utilizaban como despacho—. ¿Qué hay allí dentro? —pregunto.
—Es una sala de reuniones —contestó Spicer.
—No tiene ventanas, ¿verdad?
—Ninguna, sólo el cristal de la puerta.
—Muy bien. ¿Y si entro allí, utilizo el teléfono y me pongo a trabajar? Ustedes tres quédense aquí fuera a vigilar. Si entra alguien en la biblioteca, llamen con los nudillos a la puerta.
Los miembros de la Hermandad accedieron de mil amores, pese a no estar muy seguros de que Argrow pudiera ayudarles en algo.
La llamada se hizo a la furgoneta blanca aparcada a dos kilómetros y medio de Trumble, en un camino de grava de cuya conservación y mantenimiento se encargaba algunas veces el condado. El camino bordeaba un henar cultivado por un hombre al que todavía no conocían. La linde de la propiedad del Estado quedaba a menos de quinientos metros de distancia, pero desde el lugar donde se encontraba la furgoneta no se veía la menor señal de una prisión.
En la furgoneta sólo había dos técnicos, uno completamente dormido en el asiento anterior y el otro adormilado en el de atrás con los auriculares puestos. Cuando Argrow pulsó el botón de Enviar de su sofisticado artilugio, el receptor de la furgoneta se activó y ambos hombres se despertaron de golpe.
—Hola. Aquí Argrow.
—Sí, Argrow, aquí Chevy One, adelante —dijo el técnico de la parte de atrás.
—Estoy muy cerca de los tres chantajistas, fingiendo llamar a unos amigos del exterior para comprobar la existencia de su cuenta de las islas. Por ahora, las cosas van todavía más rápido de lo que esperaba.
—Eso parece.
—Corto. Llamaré más tarde.
Pulsó el botón de Fin, pero fingió estar manteniendo una conversación.
Se sentó en el borde de la mesa y después empezó a pasear mirando de vez en cuando a los miembros de la Hermandad y más allá de estos.
Spicer no pudo resistir la tentación de atisbar por el cristal de la puerta.
—Está haciendo llamadas —informó, con un tono rebosante de emoción.
—¿Y qué otra cosa quieres que haga? —replicó Yarber, que estaba leyendo unos recientes fallos judiciales.
—Tranquilizate, Joe Roy —aconsejó Beech—. El dinero ha desaparecido con Trevor.
Transcurrieron veinte minutos y todo volvió a ser tan aburrido como de costumbre. Mientras Argrow hablaba por teléfono, los jueces procuraron distraerse, primero esperando y después centrando su atención en asuntos más apremiantes. Habían pasado seis días desde que Buster se fugó con la carta. El hecho de no haber tenido noticias suyas significaba que había logrado escapar y echar la carta del señor Konyers al correo, y que ahora ya se encontraba muy lejos. Calculaban que la carta habría tardado unos tres días en llegar a Chevy Chase y en esos instantes el señor Aaron Lake debía de estar urdiendo algún plan para arreglarles las cuentas.
La prisión les había enseñado a tener paciencia. Sólo un plazo los preocupaba. Lake había obtenido la nominación, lo cual significaba que seria vulnerable a su chantaje hasta el mes de noviembre. En caso de que ganara, dispondrían de cuatro años para atormentarlo. Pero, en caso de que perdiera, desaparecería rápidamente como todos los que se quedaban por el camino.
—¿Dónde está Dukakis ahora? —había dicho Beech.
No pensaban esperar hasta noviembre. Una cosa era la paciencia y otra la libertad. Lake era su única y fugaz oportunidad de largarse con dinero suficiente para pasarse la vida holgazaneando.
Su intención era esperar una semana y después escribir otra carta al señor Al Konyers en Chevy Chase. Aún no sabían cómo sacarla de allí, pero ya se les ocurriría alguna idea. Link, el guardia de la entrada a quien Trevor había sobornado durante varios meses, era la primera posibilidad.
El teléfono de Argrow podía ofrecer otra salida.
—Si nos permite utilizarlo —apuntó Spicer—, podríamos llamar a Lake, llamarlo al despacho de su campaña, a su despacho del Congreso y a todos los números que nos pueda facilitar el servicio de información de la compañía telefónica. Dejaríamos el mensaje de que Ricky, el de la clínica de desintoxicación, necesita ver urgentemente al señor Lake. Se pegará un susto de muerte.
—Pero Argrow tendrá constancia de nuestras llamadas o, por lo menos, la tendrá su hermano —adujo Yarber.
—¿Y qué? Le pagaremos las llamadas y no importa que sepan que estamos intentando llamar a Aaron Lake. En estos momentos, medio país intenta llamarle. Argrow no imaginará lo que estamos haciendo.
La idea era brillante y los tres se pasaron un buen rato analizándola. Ricky, el de la clínica de desintoxicación, podría efectuar llamadas y dejar mensajes, al igual que Spicer desde Trumble. El pobre Lake seria perseguido sin piedad.
Pobre Lake un cuerno. A aquel hombre le salía el dinero por las orejas.
Al cabo de una hora, Argrow salió del despacho y anunció que estaba haciendo progresos.
—Tengo que esperar una hora y hacer después otras llamadas —dijo—. ¿Vamos a almorzar?
Estaban deseando reanudar la conversación y así lo hicieron mientras comían una sémola aguada y una ensalada de col cruda troceada.