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Llegó sana y salva entre un millón de cartas más, toneladas de papel enviadas a la capital para mantener un día más al Gobierno. Fue clasificada primero por el código postal y después según la calle. Tres días después de que Buster la echara al correo, la última carta de Ricky a Al Konyers llegó a Chevy Chase. La encontró un equipo de vigilancia en el transcurso de un registro rutinario de Mailbox America. El sobre fue examinado y llevado rápidamente a Langley.

Teddy estaba solo en su despacho entre dos sesiones de información cuando Deville entró precipitadamente, sosteniendo en la mano una delgada carpeta.

—La hemos recibido hace treinta minutos —dijo, y entregó a su jefe tres hojas de papel—. Es una copia. El original está en la carpeta.

El director se ajustó las gafas bifocales y contempló las copias antes de empezar a leer. El matasellos era de Jacksonville, como siempre. La caligrafía le era sobradamente conocida. Ya antes de empezar a leer comprendió que se estaban enfrentando con un grave problema.

Querido Al,

En tu última carta tratabas de dar por finalizada nuestra correspondencia. Lo siento, pero no va a ser tan fácil. Iré directamente al grano. Yo no soy Ricky y tú no eres Al. Estoy en una cárcel y no en una lujosa clínica de desintoxicación.

Sé quién es usted, señor Lake. Sé que está disfrutando de un año fabuloso, que hasta acaba de conseguir la nominación y que le sigue lloviendo el dinero. Aquí en Trumble nos dan periódicos y yo he estado siguiendo su exitosa carrera con gran orgullo.

Ahora que ya sé quién es realmente Al Konyers, estoy seguro de que usted querrá que yo guarde nuestro pequeño secreto. Tendré mucho gusto en guardar silencio, pero eso le va a salir por un ojo de la cara.

Necesito dinero y quiero salir de la cárcel. Sé guardar secretos y también sé negociar.

El dinero es lo más fácil, porque usted lo tiene a espuertas. Mi puesta en libertad será algo más complicada, pero usted está adquiriendo toda suerte de poderosos amigos. Estoy seguro de que ya se le ocurrirá algo.

Yo no tengo nada que perder y estoy dispuesto a hundirlo si usted no negocia conmigo.

Me llamo Joe Roy Spicer. Estoy preso en la prisión federal de Trumble. Busque la manera de ponerse en contacto conmigo y hágalo rápido.

No pienso desaparecer.

Sinceramente,

Joe Roy Spicer

La siguiente sesión de información fue anulada. Deville localizó a York y, diez minutos más tarde, ambos se encerraron en el búnker con su jefe.

Matarlos fue la primera posibilidad que analizaron. A grow lo podría hacer con las herramientas apropiadas: píldoras, venenos y cosas por el estilo. Yarber podría fallecer mientras dormía. Spicer podría caer repentinamente muerto. Y Beech, el hipocondríaco, le podrían recetar un medicamento inadecuado en la enfermería de la cárcel. No estaban en muy buena forma ni gozaban de muy buena salud, y estaba claro que no constituirían ningún problema para Argrow. Una mala caída, un hombre desnucado. Había muchas maneras de conseguir que pareciera natural o accidental.

Se tendría que hacer muy rápido, mientras estuvieran esperando la respuesta de Lake.

Pero sería engorroso e innecesariamente complicado. Tres muertos de golpe en una pequeña e inofensiva prisión como Trumble. Y, por si fuera poco, tres íntimos amigos que se pasaban casi todo el día juntos, y morirían de distintas maneras en un período de tiempo muy breve. Provocaría un alud de sospechas. ¿Y si Argrow empezaba a despertar sospechas? Ante todo, se desconocían sus antecedentes.

Por otra parte, temían la reacción de Trevor. Dondequiera que estuviera, cabía la posibilidad de que el abogado se enterara de las muertes. La noticia lo asustaría más de lo que ya estaba, y podía inducirle a comportarse de manera imprevisible. A lo mejor, sabía más de lo que ellos imaginaban.

Deville elaboraría planes con vistas a la eliminación de los tres jueces, pero Teddy se mostraba muy reacio. No tenía el menor escrúpulo en matarlos, pero no estaba convencido de que con ello lograran proteger a Lake.

¿Y si los miembros de la Hermandad se lo hubieran comentado a alguien?

Había demasiadas incógnitas. Elabore los planes, le dijeron a Deville, pero sólo acudirían a este recurso cuando se hubieran descartado las restantes alternativas.

Todas las hipótesis estaban sobre la mesa. York planteó la posibilidad de que se devolviera la carta al apartado de correos para que Lake la encontrara. Al fin y al cabo, el culpable de aquel lío era él.

—No sabría qué hacer —objetó Teddy.

—¿Y nosotros sí?

—Todavía no.

La idea de que Aaron Lake reaccionara ante aquella encerrona y tratara en cierto modo de silenciar a los miembros de la Hermandad resultaba casi ridícula, pero contenía un poderoso elemento de justicia. Lake había provocado aquel desastre; que él se encargara de arreglarlo.

—En realidad, quienes lo hemos provocado hemos sido nosotros —señaló Teddy— y nosotros lo arreglaremos.

No podían prever y, por consiguiente, controlar, lo que haría Lake. El muy insensato había conseguido escapar de su vigilancia el tiempo suficiente como para echar una carta al correo. Y había sido tan tonto que ahora los miembros de la Hermandad sabían quién era.

Por no hablar de lo más evidente: Lake era el tipo de persona que se carteaba en secreto con un amigo epistolar gay. Llevaba una doble vida y no era muy de fiar.

Discutieron por un momento la posibilidad de un careo con Lake. York había sido partidario de una confrontación desde la primera carta de Trumble, pero Teddy no estaba convencido. Las horas de sueño que había perdido preocupándose por Lake siempre habían estado llenas de pensamientos y esperanzas de acabar con aquella correspondencia mucho antes de que se llegara al extremo al que ahora se veían abocados.

Oh, cuánto le hubiera gustado una confrontación con Lake. Cuánto le hubiera gustado que Lake se sentara en aquel sillón y él le empezara a mostrar en la pantalla las copias de todas aquellas malditas cartas. Y una copia del anuncio de Out and About. Le hablaría del señor Quince Garbe de Barkers, Iowa, otro idiota que había caído en la trampa, y de Curtis Vann Gates, de Dallas. «¿Cómo pudo ser usted tan estúpido?», le hubiera gustado gritarle a Aaron Lake.

Pero Teddy tenía la mirada puesta en un escenario más grande. Los problemas de Lake no eran nada comparados con la urgencia de la defensa nacional. Los rusos se estaban preparando, y cuando Natty Chenkov y el nuevo régimen se adueñaran del poder, el mundo cambiaría para siempre.

Teddy había neutralizado a hombres mucho más poderosos que los tres jueces delincuentes que se estaban pudriendo en una prisión federal. Su punto fuerte era la meticulosa planificación. La paciente y aburrida planificación.

La reunión fue interrumpida por un mensaje del despacho de Deville. El pasaporte de Trevor Carson había sido detectado en un control de salidas del aeropuerto de Hamilton, Bermudas. Había tomado un vuelo con destino a San Juan de Puerto Rico que aterrizaría en cuestión de cincuenta minutos.

—¿Sabíamos que estaba en las Bermudas? —preguntó York.

—No, no lo sabíamos —contestó Deville—. Está claro que debió de entrar sin utilizar el pasaporte.

—A lo mejor, no está tan borracho como creemos.

—¿Tenemos a alguien en Puerto Rico? —preguntó Teddy con una leve emoción en la voz.

—Pues claro.

—Sigámosle el rastro.

—¿Han cambiado los planes sobre el bueno de Trevor? —preguntó Deville.

—No, en absoluto —contestó Teddy—. En absoluto.

Deville se retiró para abordar la última crisis de Trevor. Teddy llamó a un asistente y pidió una infusión de menta. York estaba releyendo la carta.

—¿Y si los separáramos? —preguntó cuando se quedó a solas con su jefe.

—Si, yo también había pensado en eso. Hacerlo con la mayor rapidez posible para que no tengan tiempo de discutir sus planes. Enviarlos a tres prisiones separadas, colocarlos en celdas de aislamiento durante un determinado período de tiempo, asegurarse de que no puedan utilizar el teléfono ni enviar ni recibir correspondencia. Pero entonces, ¿qué? Seguirían guardando su secreto. Y cualquiera de ellos podría destruir a Lake.

—No sé si tenemos contactos en la Dirección de Prisiones.

—No resultaría imposible. En caso necesario, mantendré una charla con el fiscal general.

—¿Desde cuándo somos amigos del fiscal general?

—Es una cuestión de seguridad nacional.

—¿Tres jueces corruptos que cumplen condena en una prisión federal de Florida pueden hacer peligrar en cierto modo la seguridad nacional? Me encantaría presenciar la charla.

Teddy tomó un sorbo de té con los ojos cerrados, sujetando la taza con las dos manos.

—Es demasiado peligroso —musitó—. Si provocamos su enojo, el comportamiento de estos jueces podría volverse más caprichoso e imprevisible. En este asunto no podemos correr ningún riesgo.

—Supongamos que Argrow consigue encontrar sus archivos —dijo York—. Pensémoslo. Se trata de unos estafadores, de unos criminales convictos. Nadie se creerá su historia sobre Lake a menos que aporten pruebas. Las pruebas son documentos, hojas de papel, originales y copias de la correspondencia. Las pruebas se hallan en algún lugar. Si las encontramos y nos apoderamos de ellas, ¿quién les creerá?

Teddy tomó otro sorbo de infusión con los ojos cerrados e hizo una prolongada pausa. Después cambió ligeramente de posición en la silla de ruedas y esbozó una mueca de dolor.

—Muy cierto —asintió en tono pausado—. Pero me preocupa que haya alguien en el exterior, alguien sobre quien nosotros no sepamos nada. Estos tipos se encuentran un paso por delante de nosotros y siempre lo estarán. Llevamos algún tiempo tratando de averiguar lo que saben. No estoy muy seguro de que alguna vez consigamos darles alcance. A lo mejor, ya han pensado en la posibilidad de perder los archivos. Estoy seguro de que las normas de la prisión no permiten conservar semejante documentación, por lo que seguramente ya los tengan escondidos. Las cartas de Lake son demasiado valiosas como para no copiarlas y guardarlas en el exterior.

—Trevor era su cartero. Durante todo el mes pasado hemos visto todas las cartas que sacó de Trumble.

—Eso es lo que creemos. Pero no estamos seguros.

—Pero ¿quién podría ser?

—Spicer tiene mujer. Ella lo ha visitado. Yarber se está divorciando, pero cualquiera sabe lo que estarán haciendo. Ella lo ha visitado en los últimos tres meses. También podrían haber sobornado a los guardias para que se encargaran de su correspondencia. Estos hombres se aburren, son más listos que el hambre y tremendamente ingeniosos. No podemos dar por sentado que sabemos todo lo que se llevan entre manos. Si cometemos un error, si damos por sentadas demasiadas cosas, ellos obligarán al señor Aaron Lake a salir de su escondite.

—¿Cómo? ¿Cómo podrían hacerlo?

—Probablemente, estableciendo contacto con un periodista, mostrándole una carta para que se convenciera. Daría resultado.

—La prensa armaría un escándalo.

—Cabe en lo posible, York. Y nosotros no podemos permitir de ninguna manera que ocurra.

Deville regresó corriendo. Las autoridades de las Bermudas habían informado al servicio de aduanas estadounidense diez minutos después de la salida del vuelo hacia San Juan. Faltaban dieciocho minutos para que Trevor tomara tierra.

Trevor estaba siguiendo el camino de su dinero. Había adquirido rápidamente las nociones básicas acerca de los giros telegráficos y ahora estaba perfeccionando aquel arte. En las Bermudas, había enviado la mitad del dinero a un banco de Suiza y la otra mitad a un banco de Gran Caimán. ¿Al este o al Oeste? Esta había sido la gran pregunta. El primer vuelo que salía de las Bermudas iba a Londres, pero la idea de pasar por el aeropuerto de Heathrow le atemorizaba. No era un hombre buscado, al menos por parte del Gobierno. No se había formulado ninguna acusación contra él ni tenía ningún asunto pendiente con la justicia. Sin embargo la aduana británica era muy competente. Iría hacia el oeste y probaría suerte en el Caribe.

Aterrizó en San Juan, entró directamente en un bar, pidió una cerveza de barril y estudió los vuelos. No tenía prisa, no estaba sometido a presión y llevaba un montón de dinero en el bolsillo. Podía ir adonde quisiera, hacer lo que le diera la gana y tomarse todo el tiempo que se le antojara. Saboreó otra cerveza de barril y decidió pasarse unos cuantos días en Gran Caimán, donde estaba su dinero. Se dirigió al mostrador de Air Jamaica, compró un billete y regresó al bar, pues ya eran casi las cinco y aún faltaba media hora para el embarque.

Voló en primera, naturalmente. Subió a bordo prontito para poder tomarse otra copa y, mientras contemplaba a los pasajeros que pasaban por su lado, vio un rostro que le resultó conocido.

¿Dónde estaba ahora? Lo había visto hacia justo un momento en el aeropuerto. Un rostro delgado, enjuto, con una perilla entrecana y unos ojillos que parecían unas rendijas detrás de unas gafas de montura cuadrada. Los ojos lo miraron justo el tiempo suficiente para cruzarse con los suyos y después se apartaron como si nada.

Lo había visto cerca del mostrador de la compañía mientras se retiraba tras haber comprado el billete. El rostro lo estaba observando. El hombre se encontraba a dos pasos, estudiando los anuncios de salidas.

Cuando uno huye de algo, todas las miradas furtivas, las segundas miradas y los ojos sin rumbo le resultan más sospechosos. Si ves un rostro una vez, ni te enteras. Pero, si lo vuelves a ver media hora más tarde, crees que alguien está vigilando todos tus movimientos.

Deja de beber, se ordenó a sí mismo Trevor. Pidió un café después del despegue y se lo tomó rápidamente. Fue el primer pasajero que abandonó el avión en Kingston y el primero en cruzar la terminal y el control de inmigración. Ni rastro del hombre que lo seguía. Tomó sus dos pequeñas maletas y corrió a la parada de taxis.