Las primarias de Pennsylvania del 25 de abril representarían el último y más extraordinario esfuerzo del gobernador Tarry. Sin dejarse vencer por el desánimo a pesar de su lamentable actuación en el debate que había mantenido dos semanas atrás en aquel estado, se entregó a la campaña con todo su entusiasmo, pero con muy poco dinero. Se lo ha quedado todo Lake, proclamaba a los cuatro vientos, fingiendo enorgullecerse de su pobreza. Se pasó once días seguidos sin abandonar el estado. Obligado a desplazarse en una gran caravana Winnebago, comía en las casas de sus partidarios, se alojaba en baratos moteles y se agotaba estrechando manos y recorriendo barrios enteros a pie.
—Hablemos de cuestiones decisivas —decía en tono suplicante—, no de dinero.
Lake también estaba esforzándose al máximo en Pennsylvania. Su avión viajaba diez veces más rápido que el vehículo de recreo de Tarry. Estrechaba más manos, pronunciaba más discursos y gastaba efectivamente mucho más dinero.
El resultado era previsible. Lake obtuvo el setenta y uno por ciento de los votos y su victoria fue tan humillante para Tarry que este expresó abiertamente su intención de retirarse. No obstante decidió resistir por lo menos una semana más, hasta las primarias de Indiana. Su equipo de colaboradores lo había abandonado. Debía once millones de dólares. Lo habían expulsado del cuartel general de su campaña en Arlington.
Sin embargo, quería que los buenos ciudadanos de Indiana tuvieran la ocasión de ver su nombre en las papeletas.
Quién sabía, tal vez el nuevo y reluciente jet de Lake se incendiara como el anterior.
Tarry se lamió las heridas y, al día siguiente de las primarias, prometió seguir luchando.
Lake casi se compadecía de él y admiraba en cierto modo su decisión de resistir hasta la convención. Pero, como todo el mundo, también hacía sus cálculos. Le faltaban tan solo cuarenta delegados para alzarse con la nominación y aún quedaban en juego casi quinientos. La carrera ya había terminado.
Después de Pennsylvania, los periódicos de todo el país confirmaron su nominación. Su hermoso y sonriente rostro aparecía en todas partes: era un milagro político. Muchos lo alababan como símbolo de la razón por la cual seguía funcionando el sistema: un desconocido surgido de la nada, conseguía despertar el interés del electorado. La campaña de Lake alentaba las esperanzas de todos los que soñaban con la presidencia. No era necesario pasarse muchos meses pateándose los caminos vecinales de Iowa. Era posible prescindir de New Hampshire que, a fin de cuentas, era un estado muy pequeño.
Pero también le reprochaban haber comprado la nominación. Antes de Pennsylvania, se le calculaban unos gastos de cuarenta millones de dólares. No se podían aportar datos más precisos, porque el dinero se gastaba en muchos frentes. El CAP-D y media docena de otros importantes grupos de presión que trabajaban para Lake habían invertido veinte millones más.
Ningún otro candidato de la historia había desembolsado jamás semejante cantidad de dinero.
Las críticas le dolían y lo perseguían día y noche. No obstante, prefería el dinero y la nominación a soportar lo contrario.
Las grandes fortunas ya no eran un tabú. Las empresas on-line estaban ganando miles de millones de dólares. ¡Y nade menos que el Gobierno de la nación, el más inepto de todos los organismos, registraba un superávit! Casi todo el mundo tenía trabajo, una hipoteca asequible y un par de automóviles. Las incesantes encuestas le habían hecho creer que a los votantes no les importaba la cuestión del dinero. En un muestreo realizado en noviembre, Lake estaba prácticamente empatado con el vicepresidente.
Una vez más, Lake regresó a Washington de sus guerras en el Oeste convertido en un heroico triunfador. Aaron Lake, el pobre congresista de Arizona, se había convertido en el hombre del momento.
Durante un tranquilo y pausado desayuno, los miembros de la Hermandad leyeron el periódico de Jacksonville, el único que estaba permitido en Trumble. Se alegraban mucho por Aaron Lake. Es más, estaban encantados de que hubiera obtenido la nominación. Ahora ellos se contaban entre sus más ardientes partidarios. Corre, Aaron, corre.
La noticia de la fuga de Buster apenas había provocado revuelo alguno. Bien por él, decían los reclusos. Era sólo un chiquillo con una condena muy larga. Corre, Buster, corre.
La fuga no se mencionaba en el periódico de la mañana. Se lo fueron pasando de mano en mano y lo leyeron todo menos los anuncios clasificados y las esquelas. Ahora estaban esperando. No escribirían más cartas; y tampoco las recibirían, pues habían perdido a su correo. Su pequeña estafa se hallaba en suspenso hasta que recibieran noticias del señor Lake.
Wilson Argrow llegó a Trumble en una furgoneta verde sin identificación, flanqueado por dos alguaciles. Había volado con sus escoltas desde Miami a Jacksonville, todo a expensas de los contribuyentes.
Según su documentación, había cumplido cuatro meses de una condena de sesenta meses por fraude bancario. Había solicitado el traslado por razones que no estaban muy claras, pero que en Trumble no importaban a nadie. Era un preso más entre los muchos que allí había. A los reclusos los trasladaban constantemente de sitio.
Tenía treinta y nueve años, estaba divorciado, era universitario y la dirección que constaba en los archivos de la cárcel era Coral Gables, Florida. Su verdadero nombre era Kenny Sands, un veterano que llevaba once años trabajando para la CIA y que, a pesar de no haber visto jamás una cárcel por dentro, había cumplido misiones mucho más arriesgadas que la de Trumble. Se pasaría un par de meses allí y después pediría otro traslado.
Mientras se llevaban a cabo los preceptivos trámites burocráticos, Argrow mantuvo la impasible apariencia de un veterano de la cárcel, pero se notaba un nudo en el estómago. Le habían asegurado que en Trumble no se toleraban los actos de violencia y no cabía duda de que sabía cuidar perfectamente de sí mismo, pero una cárcel era una cárcel. Un ayudante del director lo sometió a una hora de orientación y después lo acompañaron en un rápido recorrido por las instalaciones. Empezó a relajarse cuando vio las instalaciones con sus propios ojos. Los guardias no iban armados y casi todos los reclusos parecían bastante inofensivos.
Su compañero de celda era un viejo con una rala barba blanca, un profesional de la delincuencia que había conocido muchas cárceles y se encontraba muy a gusto en Trumble. Según comentó a Argrow, tenía previsto morirse allí. El hombre lo acompañó a almorzar y le explicó los caprichos del menú. Después le mostró la sala de juegos, donde unos grupos de sujetos gordinflones se sentaban alrededor de las mesas plegables y estudiaban sus cartas, cada uno con un cigarrillo colgado de los labios.
—El juego está prohibido —le explicó su compañero de celda, guiñándole el ojo.
Salieron a la zona deportiva del exterior, donde los más jóvenes sudaban bajo el sol, manteniendo su bronceado mientras ejercitaban los músculos. Le señaló una pista a lo lejos.
—Te va a encantar el Gobierno federal —le dijo.
Después le mostró la biblioteca, un lugar que él jamás visitaba, y le señaló un rincón.
—Aquella es la biblioteca jurídica —explicó.
—¿Quién la utiliza? —preguntó Argrow.
—Suele haber algunos abogados por aquí. Ahora mismo tenemos unos jueces.
—¿Unos jueces?
—Tres.
Al viejo no le interesaba la biblioteca. Argrow lo siguió a la capilla y después volvieron a efectuar un recorrido por las instalaciones.
Argrow dio las gracias a su amable compañero y después se excusó y regresó a la biblioteca, en la que sólo había un recluso fregando el suelo. Se dirigió al rincón y abrió la puerta de la biblioteca jurídica.
Joe Roy Spicer levantó los ojos de la revista que estaba leyendo y vio a un hombre a quien jamás había visto.
—¿Busca algo? —le preguntó sin hacer el menor intento de echarle una mano.
Argrow reconoció su rostro por haberlo visto en su expediente. Un exjuez de paz que robaba los beneficios de un bingo. Qué comportamiento tan miserable.
—Soy nuevo —contestó, esbozando una tímida sonrisa—. ¿Esto es la biblioteca jurídica?
—Pues sí.
—Supongo que cualquiera puede utilizarla, ¿verdad?
—Supongo que sí —contestó Spicer—. ¿Es usted abogado?
—No, banquero.
Unos meses atrás, Spicer lo hubiera acosado para que les encomendara a él y a sus dos compañeros alguna tarea jurídica, bajo mano, por supuesto. Pero ahora ya no. Ya no necesitaban chanchullos de poca monta. Argrow miró a su alrededor, pero no vio a Beech ni a Yarber. Se disculpó y regresó a su celda.
Ya había establecido el primer contacto.
El plan de Lake para librarse de todos los recuerdos de Ricky y de su desdichada correspondencia con él dependía de otra persona. Él, Lake, tenía demasiado miedo y se había vuelto demasiado famoso como para atreverse a salir disfrazado en plena noche, acomodarse en el asiento de atrás de un taxi y recorrer los barrios periféricos hasta llegar a un servicio de apartados de correos abierto toda la noche. Los riesgos eran demasiado grandes; además, albergaba serias dudas de que pudiera sacudirse de encima a los del servicio secreto. No hubiera podido contar el número de agentes que ahora se encargaban de su protección. Y no le hubiera sido posible porque le resultaba imposible verlos a todos.
La joven se llamaba Jayne. Se había incorporado a la campaña en Wisconsin y se había abierto rápidamente camino hasta el círculo interior. Al principio había sido voluntaria, pero ahora ganaba cincuenta y cinco mil dólares al año como ayudante personal del señor Lake, que confiaba plenamente en ella. Raras veces se apartaba de su lado y ambos habían mantenido dos breves charlas acerca del futuro trabajo de Jayne en la Casa Blanca.
En el momento más propicio, Lake le entregaría a Jayne la llave de la casilla alquilada a nombre del señor Al Konyers, le pediría que retirara la correspondencia, liquidara el alquiler y no dejara ninguna dirección de contacto. Le diría que era un apartado que había alquilado para controlar la venta de contratos de defensa secretos en la época en que pensaba que los iraníes estaban comprando datos que no hubieran tenido que conocer. O una patraña por el estilo. Ella lo creería porque quería confiar en él.
Con suerte, no habría ninguna carta de Ricky. El apartado de correos se cerraría. Y si hubiera alguna carta y Jayne mostrara curiosidad por ella, él le diría que no tenía ni idea de quién era aquella persona. Seguro que Jayne ya no le haría más preguntas. Su mejor característica era una lealtad ciega.
Esperó el momento más propicio. Pero esperó demasiado.