29

El dormitorio de la parte posterior de la casa de alquiler se había convertido en una sala de reuniones en la que habían unido cuatro mesas plegables para formar una sola más grande. La mesa estaba cubierta de periódicos, revistas y cajas de donuts. A las siete y media de cada mañana, Klockner se reunía con su equipo para tomar café con bollos, revisar los datos de la noche y planificar el día. Wes y Chap estaban siempre presentes junto con otros seis o siete agentes, cuyo número dependía de quiénes hubieran llegado a la ciudad desde Langley. A veces también estaban los técnicos de la habitación de la parte anterior de la casa, aunque Klockner no se lo exigía. Ahora que tenían a Trevor de su parte, ya no era preciso que tantas personas le siguieran la pista.

Al menos eso creían ellos. Los equipos de vigilancia no habían detectado el menor movimiento en el interior de la casa antes de las siete y media, lo cual no era nada insólito, tratándose de un hombre que solía acostarse borracho y se despertaba muy tarde. A las ocho, mientras Klockner se encontraba todavía reunido en la parte de atrás, un técnico llamó por teléfono con el pretexto de que se había equivocado de número. Después de tres timbrazos, se oyó la voz de Trevor en el contestador, diciendo que no estaba en casa y que, por favor, dejaran el mensaje. Era algo que ocurría algunas veces cuando este quería dormir hasta más tarde, pero que, por regla general, bastaba para obligarlo a levantarse de la cama.

A las ocho y media Klockner fue informado de que la casa seguía en silencio; ni ducha, ni radio, ni televisión, ni equipo estereofónico, ni un solo ruido de la normal rutina cotidiana.

Cabía la posibilidad de que Trevor se hubiera emborrachado solo en casa, porque sabían muy bien que la víspera no la había pasado en el Pete’s. Se había dirigido a un centro comercial y había regresado a casa aparentemente sobrio.

—A lo mejor está durmiendo —dijo Klockner sin inquietarse—. ¿Dónde está su automóvil?

—En el camino de la entrada.

A las nueve, Wes y Chap llamaron a la puerta de la casa de Trevor y, al no obtener respuesta, la abrieron con su propia llave. La casa de enfrente empezó a hervir de actividad cuando estos informaron de que no había ni rastro de Trevor, pese a la presencia del automóvil. Sin asustarse, Klockner envió a sus agentes a la playa, a las tiendas de las inmediaciones del Sea Turtle e incluso al Pete’s, que aún no había abierto. Peinaron la zona que rodeaba la casa y el despacho, a pie y en automóvil, pero fue en vano.

A las diez, Klockner llamó a Deville en Langley. El abogado ha desaparecido, fue el mensaje.

Se comprobaron todos los vuelos a Nassau; no descubrieron nada, ni rastro de Trevor Carson. Deville no logró localizar a su contacto de la aduana de las Bahamas y tampoco consiguió encontrar al supervisor bancario a quien habían estado sobornando.

Teddy Maynard estaba recibiendo un informe acerca de los movimientos de tropas norcoreanas cuando lo interrumpieron con el mensaje urgente de que Trevor Carson, el abogado borrachín de Neptune Beach, Florida, había desaparecido.

—¿Cómo han podido ustedes perder a semejante imbécil? —espetó Teddy a Deville en una insólita manifestación de cólera.

—No lo sé.

—¡No puedo creerlo!

—Lo siento, Teddy.

Teddy cambió de posición e hizo una mueca de dolor.

—¡Hagan el favor de encontrarlo, maldita sea su estampa! —exclamó con voz sibilante.

El avión era un Beech Baron perteneciente a unos médicos y lo había fletado Eddie, el piloto a quien Trevor había sacado de la cama a las seis de la mañana con la promesa de una inmediata cantidad de dinero en efectivo y otra cantidad bajo mano. La tarifa oficial era de dos mil doscientos dólares por un viaje de ida y vuelta entre Daytona Beach y Nassau, un precio que incluía dos trayectos que sumaban un total de cuatro horas a cuatrocientos dólares la hora, más gastos de aterrizaje e inmigración y tiempo de inactividad del piloto. Trevor añadió otros dos mil dólares para Eddie si el viaje se iniciaba de inmediato.

El Geneva Trust Bank de Nassau abría a las nueve, hora oficial del Este, y Trevor ya estaba esperando cuando se abrieron las puertas. Una vez dentro, irrumpió en el despacho del señor Brayshears y exigió ser atendido sin tardanza. Tenía casi un millón de dólares en la cuenta: novecientos mil del señor Konyers a través de Wes y Chap, y unos sesenta y ocho mil dólares de sus negocios con la Hermandad.

Sin quitar ojo a la puerta, le pidió a Brayshears que lo ayudara a trasladar el dinero a la mayor brevedad posible. El dinero era de Trevor Carson y de nadie más. Brayshears no tenía más remedio que hacerlo. En las Bermudas había un banco dirigido por un amigo suyo que a Trevor le pareció muy bien. No se fiaba de Brayshears y tenía intención de seguir cambiando el dinero de entidad financiera hasta que se sintiera a salvo.

Por un instante, Trevor dirigió una codiciosa mirada a la cuenta de Boomer Realty, cuyo saldo arrojaba en aquellos momentos un total de ciento ochenta y nueve mil dólares y pico. En aquel fugaz instante, hubiera podido apoderarse también del dinero de la Hermandad. No eran más que una pandilla de delincuentes, Beech, Yarber y el odioso Spicer, un hatajo de estafadores. Y, encima, habían tenido la desvergüenza de despedirlo. Y lo habían obligado a huir. Sintió el deseo de aborrecerlos hasta el extremo de apoderarse de su dinero, pero, mientras se debatía en un mar de dudas, se compadeció de ellos. Tres viejos que se estaban consumiendo en una cárcel.

El millón era suficiente. Además, tenía prisa. No se hubiera sorprendido de que Wes y Chap irrumpieran de repente en la estancia empuñando unas pistolas. Le dio las gracias a Brayshears y abandonó corriendo el edificio.

Cuando el Beech Baron despegó del Aeropuerto Internacional de Nassau, Trevor no pudo por menos de soltar una carcajada. Se rio por el robo que acababa de cometer, por su fuga, por su buena suerte, de Wes y de Chap, de su acaudalado cliente que ahora se había quedado con un millón de dólares menos y de su pequeño bufete jurídico de mierda que, gracias a Dios, ahora ya estaba inactivo. Se rio de su pasado y también por su espléndido futuro.

Desde mil metros de altura contempló las tranquilas y azules aguas del Caribe. Una solitaria embarcación de vela se balanceaba sobre las olas con el patrón al timón y una dama casi desnuda a su lado. Ese sería él al cabo de muy pocos días.

Encontró una cerveza en un frigorífico portátil. Se la bebió y se quedó profundamente dormido. Aterrizaron en la isla de Eleuthera, un lugar que Trevor había visto en una revista de viajes que había comprado la víspera. Había playas, hoteles y toda suerte de deportes acuáticos. Le pagó a Eddie en efectivo y se pasó una hora en el pequeño aeropuerto a la espera de un taxi.

Se compró ropa en una tienda turística de Governor Harbour y se encaminó hacia un hotel situado en primera línea de mar. Le hizo gracia comprobar con cuánta rapidez había dejado de vigilar las sombras. Seguro que el señor Konyers tenía un montón de dinero, pero nadie podía permitirse el lujo de mantener un ejército secreto lo bastante numeroso como para localizar a alguien en las Bahamas. Su futuro sería una pura delicia. No pensaba estropearlo mirando hacia atrás.

Se bebió un ron al borde de la piscina con toda la rapidez que la camarera alcanzó a servírselo. A sus cuarenta y ocho años, Trevor Carson daba la bienvenida a su nueva existencia prácticamente en las mismas condiciones en que había abandonado la antigua.

El bufete jurídico de Trevor Carson abrió puntualmente a la hora acostumbrada como si nada hubiera ocurrido. El titular se había fugado, pero el pasante y el administrador del despacho estaban de guardia para atender cualquier inesperado asunto que se presentara. Aguzaron los oídos en todos los lugares apropiados, pero no descubrieron nada. El teléfono sonó un par de veces antes de mediodía, unas llamadas descaminadas de dos almas perdidas en las páginas amarillas. Ni un solo cliente necesitaba a Trevor. No llamó ni un solo amigo para saludarlo. Wes y Chap se entretuvieron examinando los pocos cajones y carpetas que aún no habían inspeccionado. No hallaron nada importante.

Otro grupo registró centímetro a centímetro la casa de Trevor buscando por encima de todo el dinero en efectivo que le habían pagado. Como era de prever, no lo encontraron. La barata cartera de documentos estaba en un armario, vacía. No había ni rastro. Trevor se había largado con el dinero.

El alto ejecutivo del banco de las Bahamas fue localizado en Nueva York, donde se encontraba de visita por un asunto de carácter oficial. No quería participar desde tan lejos, pero, al final, efectuó las llamadas. Hacia la una de la tarde se confirmó la retirada del dinero. Lo había hecho su propietario personalmente, pero el ejecutivo se negó a facilitar más detalles.

¿Dónde estaría el dinero? Se había efectuado un giro telegráfico, fue lo único que estuvo dispuesto a revelar el ejecutivo del banco a Deville. La fama bancaria de su país se basaba en la discreción; él no podía revelar nada más. Era un empleado corrupto, pero tenía sus limites.

La aduana estadounidense colaboró tras cierta reticencia inicial. A principios de aquella mañana el pasaporte de Trevor había pasado por el control del Aeropuerto Internacional de Nassau y, de momento, el titular no había abandonado las Bahamas. El pasaporte se incluyó en la lista roja. En caso de que lo utilizara para entrar en otro país, el servicio de aduanas lo sabría en cuestión de dos horas.

Deville presentó un informe de última hora a Teddy y York, el cuarto del día, y después se mantuvo a la espera de nuevas instrucciones.

—Cometerá un error —pronosticó York—. Utilizará el pasaporte en algún sitio y entonces lo atraparemos. No sabe quién lo persigue.

Teddy estaba furioso, pero no dijo nada. Su agencia había derribado gobiernos y matado a reyes y, sin embargo, él se sorprendía constantemente de la frecuencia con que solían fallar los asuntos más insignificantes. Un estúpido abogado de tres al cuarto de Neptune Beach se les había escapado de la red pese a estar supuestamente vigilado por doce personas. Teddy creía estar curado de espantos.

El abogado hubiera tenido que ser el eslabón, el puente que les permitiera introducirse en Trumble. A cambio de un millón de dólares, supusieron que podrían confiar en él. No se había elaborado ningún plan en previsión de una repentina fuga. Ahora lo estaban elaborando a marchas forzadas.

—Necesitamos introducir a alguien en la prisión —decidió Teddy.

—Ya estamos a punto de conseguirlo —dijo Deville—. Estamos trabajando con el Departamento de Justicia y la Dirección de Prisiones.

—¿Hasta qué punto?

—Bueno, teniendo en cuenta lo que ha ocurrido hoy, creo que podríamos tener a un hombre en Trumble en un plazo de cuarenta y ocho horas.

—¿Quién es?

—Se llama Argrow, once años en la Agencia, treinta y nueve años, sólidas credenciales.

—¿Cuál será su tapadera?

—Será trasladado a Trumble desde una prisión federal de las islas Vírgenes. Los documentos se prepararán en la Dirección de Prisiones de aquí, en Washington para que el director de Trumble no haga preguntas. Será uno más de los muchos reclusos federales que piden el traslado.

—¿Y él está dispuesto a ir?

—Casi. Dentro de cuarenta y ocho horas.

—Hágalo ahora mismo.

Deville se retiró con el peso de una difícil tarea que, de repente, había de cumplir de la noche a la mañana.

—Tenemos que averiguar qué es lo que saben —dijo Teddy casi en un susurro.

—Si, pero no tenemos ningún motivo para suponer que sospechan algo —dijo York—. He leído toda su correspondencia. Nada indica que muestren un especial interés por Konyers. Este es una más de sus posibles víctimas. Compramos al abogado para que dejara de husmear qué había detrás del apartado de correos de Konyers. Ahora el abogado está en las Bahamas, borracho de dinero, y no constituye ninguna amenaza.

—Pero tenemos que deshacernos de él —indicó Teddy.

No era una pregunta.

—Por supuesto.

—Respiraré más tranquilo cuando haya desaparecido —dijo Teddy.

Un guardia uniformado pero desarmado entró en la biblioteca jurídica a media tarde. Primero se tropezó en la entrada con Joe Roy Spicer.

—El director quiere veros —dijo el guardia—. A ti, a Yarber y a Beech.

—Y eso, ¿por qué? —preguntó Spicer. Estaba leyendo un ejemplar atrasado de Field Stream.

—No es asunto mío. Quiere veros ahora mismo. En marcha.

—Dile que estamos ocupados.

—No pienso decirle nada. Vamos.

Lo siguieron al edificio de administración y, por el camino, se les unieron otros guardias de tal forma que, cuando salieron del ascensor y se presentaron a la secretaria del director, iban acompañados por un impresionante séquito. No obstante, ella sola consiguió acompañar a los miembros de la Hermandad hasta el espacioso despacho donde Emmitt Broon los esperaba.

—El FBI me acaba de comunicar que su abogado ha desaparecido —soltó el director en cuanto la secretaria se hubo retirado.

No hubo reacción visible por parte de ninguno de los tres, pero cada uno de ellos pensó inmediatamente en el dinero escondido en la isla.

—Ha desaparecido esta mañana —añadió el director— y parece que falta una cantidad de dinero. Ignoro los detalles.

¿Dinero de quién?, hubieran querido preguntar ellos. Nadie conocía la existencia de sus fondos secretos. ¿Habría robado Trevor a otra persona?

—¿Por qué nos lo cuenta a nosotros? —preguntó Beech.

La verdadera razón era que el Departamento de Justicia de Washington le había ordenado a Broon que comunicara la noticia a los tres reclusos. En cambio, la respuesta que este dio fue la siguiente:

—Pensé que convenía que lo supieran, por si necesitaban llamarlo.

Habían despedido a Trevor la víspera, pero aún no habían notificado a la administración de la prisión que este ya no era su abogado.

—¿Qué vamos a hacer sin abogado? —preguntó Spicer como si la vida no pudiera seguir su curso.

—Eso es cosa suya. Creo con toda franqueza que con la asesoría jurídica tan exhaustiva de que han disfrutado hasta ahora, tendrán para muchos años, señores.

—¿Y si se pone en contacto con nosotros? —preguntó Yarber, sabiendo muy bien que jamás volverían a tener noticias de Trevor.

—Deberán comunicármelo ustedes inmediatamente.

Aseguraron que así lo harían. Todo lo que el director quisiera. Este les mandó retirarse.

La fuga de Buster fue menos complicada que una visita a la tienda de la esquina. Esperaron a la mañana siguiente, a que terminara el desayuno y casi todos los reclusos estuvieran ocupados en el desempeño de sus humildes tareas. Yarber y Beech se encontraban en la pista de atletismo, caminando separados por una distancia de unos quince metros, de tal forma que uno siempre estuviera vigilando la prisión mientras el otro controlaba los bosques de la lejanía. Spicer holgazaneaba en la cancha de baloncesto, atisbando la posible presencia de guardias.

No habiendo vallas, ni torres, ni especiales motivos de preocupación por la seguridad, los guardias no eran demasiado necesarios en Trumble. Spicer no vio a ninguno.

Buster parecía como aturdido por el zumbido de la desyerbadora, con la cual se estaba acercando lentamente a la pista. Hizo una pausa para enjugarse el sudor del rostro y miro a su alrededor. Spicer, desde cincuenta metros de distancia, oyó que se detenía el rugido del motor. Se volvió y levantó rápidamente los pulgares de ambas manos, señal de que se apresurara. Buster se adentró en la pista, dio alcance a Yarber y ambos recorrieron un trecho juntos.

—¿Estás seguro de que quieres hacerlo? —preguntó Yarber.

—Sí. Completamente.

El muchacho parecía sereno y decidido.

—Pues hazlo ahora mismo. Como si estuvieras dando un paseo. Despacio y con tranquilidad.

—Gracias, Finn.

—Que no te atrapen, hijo.

—No hay peligro.

Al llegar a la curva, Buster se alejó de la pista, cruzó la hierba recién cortada, recorrió los aproximadamente cien metros que lo separaban de unos arbustos y desapareció. Beech y Yarber lo vieron alejarse y después se volvieron de cara a la prisión. Spicer se estaba acercando tranquilamente a ellos. No se produjo la menor señal de alarma, ni en los patios, ni en los dormitorios, ni en ninguna de las demás dependencias del recinto penitencial. No había ningún guardia a la vista.

Cubrieron casi cinco kilómetros, doce vueltas, a un pausado ritmo de diez minutos por kilómetro, y, cuando les pareció suficiente, se retiraron al frescor de la sala para descansar y escuchar la noticia de la fuga. Tardarían varias horas en enterarse de algo.

El ritmo de Buster era mucho más rápido. Una vez en el bosque, el joven echó a correr sin mirar atrás. Contempló la posición del sol y se dirigió hacia el sur por espacio de media hora. El bosque no era muy espeso; la maleza era escasa y no dificultaba su avance. Pasó por delante de un puesto de caza de venados situado en un roble a seis metros de altura del suelo y no tardó en encontrar un sendero que se dirigía al sudoeste.

En el bolsillo anterior izquierdo de los pantalones llevaba dos mil dólares en efectivo que le había dado Finn Yarber. En el otro bolsillo anterior llevaba un mapa que Beech le había dibujado a mano. En el bolsillo posterior llevaba un sobre amarillo dirigido a un hombre llamado Al Konyers, en Chevy Chase, Maryland. Los tres elementos eran importantes pero era el sobre lo que más interesaba a los miembros de la Hermandad.

Al cabo de una hora, se detuvo a descansar y a escuchar. Su primer objetivo era la autopista A1A. Discurría de este a oeste y Beech calculaba que la encontraría en cuestión de un par de horas. No oyó nada y echó a correr nuevamente.

Tenía que controlar su ritmo. Cabía la posibilidad de que su ausencia se detectara justo después del almuerzo, cuando los guardias recorrían a veces el recinto para efectuar una inspección de rutina. Si a alguno de ellos se le ocurría la idea de buscar a Buster, era posible que hicieran otras preguntas. Pero, tras haberse pasado dos semanas observando a los guardias, ni Buster ni ninguno de los miembros de la Hermandad lo consideraban probable.

Por consiguiente, disponía por lo menos de cuatro horas. Y seguramente muchas más, pues su horario de trabajo terminaba a las cinco, cuando devolvía la desyerbadora a su sitio. Al ver que no aparecía, empezarían a buscarlo por la prisión. Al término de una búsqueda de dos horas, comunicarían a la policía de los alrededores que se había fugado otro recluso de Trumble. Los prisioneros nunca iban armados y no eran peligrosos, por lo que nadie se lo tomaba demasiado en serio. No se organizaban equipos de búsqueda. No se utilizaban sabuesos. Ningún helicóptero sobrevolaba el bosque. El sheriff del condado y sus agentes patrullarían por las principales carreteras y advertirían a los ciudadanos para que cerraran sus puertas.

El nombre del fugado se introducía en un ordenador nacional. Vigilaban su casa y la de sus familiares y esperaban a que cometiera alguna estupidez.

Después de noventa minutos de libertad, Buster se detuvo un momento y oyó el rugido de un camión de gran tonelaje no muy lejos del lugar donde se encontraba. El bosque terminaba bruscamente en un arcén, y allí estaba la autopista. Según el mapa de Beech, la ciudad más cercana se encontraba a varios kilómetros al oeste. Su intención era seguir el trazado de la autopista utilizando las cunetas y los puentes para esquivar el tráfico hasta que encontrara alguna señal de civilización.

Buster vestía la ropa normal de la cárcel, que consistía en unos pantalones caqui y una camisa verde aceituna de manga corta, ambos oscurecidos por el sudor. Los habitantes de la zona sabían cómo vestían los reclusos, por lo que, si alguien lo hubiera visto caminando por el arcén de la A1A, habría avisado al sheriff. En la ciudad, búscate otra ropa, le habían indicado Beech y Spicer. Cómprate un billete de autobús y no dejes de correr.

Se pasó tres horas escondiéndose detrás de los árboles y saltando por encima de las zanjas del borde de la carretera antes de descubrir las primeras casas. Se apartó de la autopista y cruzó un henar. Un perro le gruñó al ver que entraba en una calle bordeada de caravanas. Detrás de una de ellas vio una cuerda de tender la ropa con la colada puesta a secar en medio del aire inmóvil. Tomó un jersey rojo y blanco y se quitó la camisa verde aceituna.

El centro de la ciudad no consistía más que en dos manzanas de tiendas, un par de gasolineras, un banco, una especie de edificio del Ayuntamiento y una oficina de correos. En un establecimiento de venta con descuento se compró unos pantalones cortos de tejido vaquero, una camiseta y unas botas. La oficina de correos estaba en el interior del ayuntamiento. Sonrió y les dio en silencio las gracias a sus amigos de Trumble mientras introducía su valioso sobre en la ranura de Otros Destinos.

Tomó un autobús para dirigirse a Gainesville, donde, por cuatrocientos ochenta dólares, se compró un viaje en autobús a cualquier parte de Estados Unidos durante sesenta días. Quería perderse en México.