28

Tras haberse pasado tres días sin poder quitarse de encima ni un momento a Wes y Chap, Trevor necesitaba un descanso. Desayunaban, almorzaban y cenaban con él. Lo acompañaban a casa en su automóvil y lo recogían para acompañarlo al trabajo a primerísima hora de la mañana. Ellos organizaban el poco trabajo que le quedaba, Chap el pasante y Wes, el administrador del despacho, y no paraban de hacerle preguntas, pues la práctica jurídica brillaba bastante por su ausencia.

De ahí que Trevor no se extrañara cuando le anunciaron que lo acompañarían a Trumble. No necesitaba chófer, les explicó. Había hecho el viaje muchas veces en su fiel y pequeño Escarabajo y pensaba ir solo. Ellos se lo tomaron a mal y lo amenazaron con llamar a su cliente para pedir instrucciones.

—Me importa un bledo que llamen a su maldito cliente —les gritó Trevor mientras ellos se echaban atemorizados hacia atrás—. Su cliente no gobierna mi vida.

Pero vaya si la gobernaba, y los tres lo sabían. Ahora lo único que importaba era el dinero. Trevor ya había interpretado su papel de Judas.

Abandonó Neptune Beach en su Escarabajo, seguido por Chap y Wes en su vehículo de alquiler y por una furgoneta blanca ocupada por unas personas a las que Trevor nunca llegaría a ver. Cosa que, por otra parte, tampoco deseaba. Simplemente para darse el gusto, giró de repente hacia una tienda para comprarse seis cervezas y se partió de risa cuando el resto de la caravana pisó repentinamente los frenos y por poco se la pega.

Una vez fuera de la ciudad, circuló a una lentitud exasperante, tomándose su cerveza, saboreando su intimidad y pensando que podría aguantar los siguientes treinta días. Por un millón de dólares soportaría lo indecible.

Mientras se acercaba al pueblo de Trumble, empezó a experimentar las primeras punzadas de remordimiento. ¿Sería capaz de hacerlo? Estaba a punto de verse cara a cara con Spicer, un cliente que confiaba en él, un preso que lo necesitaba, su cómplice. ¿Lograría mantener la impasibilidad de su semblante y comportarse como si no ocurriera nada mientras el micrófono de alta frecuencia que llevaba oculto en la cartera captaba hasta la última palabra? ¿Conseguiría intercambiar cartas con Spicer como si nada hubiera variado, sabiendo que toda la correspondencia estaba siendo controlada? Por si fuera poco, estaba echando por la borda su nueva carrera que tanto esfuerzo le había costado y de la que tan orgulloso se había sentido hasta entonces.

Estaba vendiendo su ética, sus normas e incluso su sentido de la moralidad por dinero. ¿Valía su alma un millón de dólares? Ahora ya era demasiado tarde. El dinero ya se encontraba en el banco. Tomó otro sorbo de cerveza y acalló las cada vez más débiles punzadas de remordimiento.

Spicer era un estafador, tanto como Beech y Yarber, y él, Trevor Carson, era exactamente como ellos. Los ladrones carecían de honor, se repitió una y otra vez en silencio.

Link aspiró una vaharada de cerveza mientras acompañaba a Trevor por el pasillo que conducía a la sala de visitas. Al llegar a la sala de abogados, Trevor echó un vistazo al interior. Vio a Spicer parcialmente oculto por un periódico y se puso repentinamente nervioso. ¿Qué clase de abogado de mierda introduce un dispositivo electrónico de escucha en una entrevista confidencial con un cliente? El remordimiento lo golpeó como un ladrillazo, pero ya no podía volver atrás.

El micrófono era casi tan grande como una pelota de golf y Wes lo había instalado cuidadosamente en el fondo de la vieja y gastada cartera de cuero negro. Era muy potente y lo trasmitiría todo sin ninguna dificultad a los chicos sin rostro de la furgoneta blanca. Wes y Chap también estaban allí con los auriculares puestos, ansiosos de escucharlo todo.

—Buenas tardes, Joe Roy —saludó Trevor.

—Lo mismo te digo —contestó Spicer.

—Déjeme ver la cartera —indicó Link. Echó un superficial vistazo y dijo—: Parece que todo está en orden.

Trevor había advertido a Chap y a Wes de que a veces Link revisaba el interior de la cartera de documentos, de manera que el micrófono quedaba cubierto por un montón de papeles.

—Aquí están las cartas —dijo Trevor.

—¿Cuántas? —preguntó Link.

—Ocho.

—Y tú, ¿tienes alguna? —le preguntó el guardia a Spicer.

—No, hoy no —contestó Spicer.

—Estoy aquí afuera —dijo Link.

La puerta se cerró. Se oyó el rumor de unos pies en el suelo y, de repente, silencio. Un silencio muy largo. Nada. Ni una sola palabra entre abogado y cliente. Esperaron una eternidad en el interior de la furgoneta blanca hasta que comprendieron que algo había fallado.

Mientras Link abandonaba la pequeña estancia, Trevor, con un hábil y rápido movimiento, dejó la cartera de documentos en el suelo, al otro lado de la puerta, y allí permaneció tranquilamente durante todo el resto de la entrevista entre abogado y cliente. Link la vio, pero no sospechó nada.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Spicer.

—Está vacía —contestó Trevor, encogiéndose de hombros—. Que se vea a través del circuito cerrado de televisión. No tenemos nada que ocultar.

Trevor acababa de sufrir un último y fugaz ataque de ética. Tal vez acudiera a transmitir la siguiente charla con su cliente, pero no aquella. Les diría a Wes y Chap que el guardia le había retirado la cartera de documentos, algo que efectivamente ocurría de vez en cuando.

—Como quieras —asintió Spicer, que examinó los sobres hasta llegar a dos, algo más abultados que los demás—. ¿Eso es el dinero?

—Si. He tenido que utilizar algunos billetes de cien.

—¿Por qué? Te dije claramente que tenían que ser de veinte y de cincuenta.

—No he podido encontrar otra cosa, ¿vale? No había previsto que iba a necesitar tanto dinero en efectivo.

Joe Roy examinó las direcciones de los otros sobres.

—Bueno pues, ¿qué ocurrió en Washington? —preguntó luego en tono un tanto mordaz.

—Es muy difícil. Es uno de estos servicios de alquiler de apartados de correos de las afueras abiertos las veinticuatro horas los siete días de la semana, donde siempre hay alguien de guardia y un montón de gente que entra y sale a todas horas. Tiene unas medidas de seguridad muy estrictas. Ya encontraremos alguna manera.

—¿A quién utilizas?

—A un tipo de Chevy Chase.

—Dime el nombre.

—¿Qué mosca te ha picado?

—Dime el nombre del investigador de Chevy Chase.

Trevor se quedó en blanco y el ingenio le falló. Spicer estaba tramando algo, sus líquidos ojos oscuros brillaban con intenso fulgor.

—No lo recuerdo en este momento —contestó Trevor.

—¿Dónde te alojaste?

—Pero ¿qué es esto, Joe Roy?

—Dime el nombre del hotel.

—¿Por qué?

—Tengo derecho a saberlo. Soy el cliente. Te pago los gastos. ¿Dónde te alojaste?

—En el Ritz-Carlton.

—¿Cuál de ellos?

—No lo sé. El Ritz-Carlton.

—Hay dos. ¿En cuál de ellos te alojaste?

—No lo sé. No era en el centro de la ciudad.

—¿Qué vuelo tomaste?

—Vamos, Joe Roy. ¿Qué está pasando aquí?

—¿Qué compañía?

—Delta.

—¿Número de vuelo?

—No lo recuerdo.

—Regresaste ayer. Hace menos de veinticuatro horas. Dime el número de vuelo.

—No lo recuerdo.

—¿Estás seguro de que fuiste a Washington?

—Pues claro que fui —contestó Trevor, pero se le quebró un poco la voz por falta de sinceridad.

No había planeado las mentiras y estas se desmoronaban con la misma rapidez con que se las inventaba.

—No recuerdas el número de vuelo, ni en qué hotel te alojaste, ni el nombre del investigador con quien has pasado los últimos dos días. ¡¿Crees que soy idiota?!

Trevor no contestó. Sólo podía pensar en el micrófono de la cartera de documentos y se alegró de haberla dejado fuera. Prefería que Chap y Wes no oyeran el vapuleo que le estaban propinando.

—Has estado bebiendo, ¿verdad? —preguntó Spicer, lanzándose al ataque.

—Sí —contestó Trevor, acogiendo con agrado aquella pausa provisional en sus mentiras—. Me detuve a comprar una cerveza.

—O dos.

—Si, dos.

Spicer se apoyó en los codos y adelantó el torso.

—Tengo una mala noticia para ti, Trevor. Quedas despedido.

—¿Cómo?

—Se acabó. Despedido. Definitivamente.

—No puedes despedirme.

—Pues acabo de hacerlo por votación unánime de la Hermandad. Se lo notificaremos al director para que tu nombre se elimine de la lista de abogados. Cuando hoy te vayas, Trevor, no se te ocurra volver.

—¿Por qué?

—Mentiras, exceso de bebida, actuación chapucera y pérdida general de confianza por parte de tus clientes.

Se ajustaba bastante a la verdad, pero, aun así, Trevor se lo tomó muy mal. Jamás se le había ocurrido pensar que tuvieran el valor de despedirlo. Apretó los dientes y preguntó:

—¿Y qué ocurrirá con nuestra pequeña empresa?

—Es una ruptura sin problemas. Tú te quedas con tu dinero y nosotros nos quedamos con el nuestro.

—¿Y quién lo llevará todo desde el exterior?

—Ya nos ocuparemos de eso. Tú sigue con tu vida honrada, si puedes.

—¡Qué sabrás tú lo que es una vida honrada!

—¿Por qué no te largas de una vez, Trevor? Levántate y sal de aquí. Fue muy bonito mientras duro.

—Por supuesto que sí —murmuró Trevor.

Sus pensamientos formaban un borroso revoltijo, pero dos de ellos afloraron con toda claridad a la superficie. Primero, Spicer no llevaba ninguna carta, la primera vez que tal cosa ocurría en muchas semanas. Segundo, el dinero en efectivo. ¿Para qué necesitaban cinco mil dólares? Probablemente para sobornar a su nuevo abogado. Habían planeado muy bien la emboscada, en lo cual ellos siempre tenían ventaja, pues disponían de mucho tiempo. Tres hombres brillantes con mucho tiempo libre. No era justo.

El orgullo lo indujo a levantarse.

—Siento que haya ocurrido —dijo, tendiendo la mano.

Spicer se la estrechó a regañadientes. Largo de aquí de una vez, hubiera querido decirle.

Cuando ambos se miraron por última vez, Trevor dijo casi en un susurro:

—Konyers es el hombre. Un tipo muy rico y poderoso. Sabe quiénes sois.

Spicer pegó un brinco.

—¿Te está vigilando? —preguntó también en un susurro con el rostro a escasos centímetros del de Trevor.

Trevor asintió con un gesto y guiñó el ojo. Después asió la puerta y recogió la cartera de documentos sin dirigir ni una sola palabra a Link. ¿Qué hubiera podido decirle al guardia? Lo siento, amigo, pero se acabó el asunto de los mil dólares en efectivo que te embolsabas bajo mano cada mes. ¿Te duele? Pues pregúntale aquí al juez Spicer por qué.

Lo dejó correr.

La cabeza le daba vueltas, estaba medio aturdido y el alcohol no contribuía precisamente a mejorar la situación. ¿Qué les diría a Wes y Chap? Esta era la pregunta más acuciante. Lo acosarían en cuanto consiguieran atraparlo.

Les dijo adiós a Link, a Vince, a Mackey y a Rufus en la entrada, como siempre, aunque en esta ocasión era por última vez, y salió al ardiente sol del exterior.

Wes y Chap habían aparcado tres automóviles más abajo. Querían hablar, pero prefirieron no precipitarse. Trevor fingió que no los veía mientras dejaba la cartera de documentos en el asiento del copiloto y subía al Escarabajo. La caravana lo siguió cuando se alejó de la prisión y bajó muy despacio por la autopista en dirección Jacksonville.

La decisión de prescindir de los servicios de Trevor se había adoptado tras una larga y exhaustiva deliberación judicial. Se habían pasado muchas horas encerrados en su cuartito, estudiando la carpeta de Konyers hasta aprenderse de memoria las palabras de todas las cartas. Los tres recorrieron muchos kilómetros alrededor de la pista de atletismo, analizando hipótesis. Comieron juntos y jugaron a las cartas juntos mientras se comunicaban en voz baja sus nuevas teorías acerca de la identidad de la persona que controlaba su correspondencia.

Trevor era el responsable más probable, el único al que podían controlar. Si sus victimas se comportaban de forma chapucera, ellos no podían hacer nada por impedirlo. Pero si su abogado no era capaz de borrar su rastro, había que despedirlo. De entrada, no era un sujeto que inspirara demasiada confianza. ¿Cuántos buenos y atareados abogados hubieran estado dispuestos a arriesgar su carrera en un plan de chantaje contra unos homosexuales? La única duda que tenían acerca del despido de Trevor era el temor a lo que este pudiera hacer con su dinero. Ya contaban con que se lo robaría, aunque no podrían evitarlo. Sin embargo, estaban dispuestos a correr aquel riesgo a cambio del impresionante tanto que se anotarían con el señor Aaron Lake. Para llegar hasta él, consideraban necesario deshacerse de Trevor. Konyers sabía quiénes eran los miembros de la Hermandad. ¿Significaba eso que Lake también estaba al corriente? ¿Quién era realmente Konyers ahora? ¿Por qué Trevor se lo había dicho en voz baja y por qué había dejado la cartera de documentos al otro lado de la puerta?

Con todo el minucioso examen de que sólo podía ser capaz un equipo de aburridos jueces, las preguntas brotaron como un torrente. Y después surgieron las estrategias.

Trevor estaba preparando el café en su recién limpiada y abrillantada cocina cuando Wes y Chap entraron sigilosamente y se acercaron a él.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Wes.

Fruncían el ceño y parecían tener mucha prisa.

—¿Qué quieren decir? —replicó Trevor, como si todo le hubiera salido a pedir de boca.

—¿Qué ha ocurrido con el micrófono?

—Ah, bueno. El guardia tomó la cartera de documentos y la dejó fuera.

Chap y Wes se miraron con el entrecejo todavía más fruncido. Trevor vertió el agua en la cafetera. Los agentes tomaron debida nota de que estaba preparando el café cuando ya eran casi las cinco de la tarde.

—¿Y por qué lo hizo?

—Es la costumbre. Aproximadamente una vez al mes el guardia se queda con la cartera durante la visita.

—¿La registró?

Trevor fingió observar detenidamente cómo goteaba el café. No pasaba absolutamente nada.

—Llevó a cabo el habitual examen de rutina, que hace ya con los ojos cerrados. Sacó la correspondencia de entrada y se quedó con la cartera de documentos. El micrófono no ha corrido peligro.

—¿Se percató de que había unos sobres más abultados?

—Por supuesto que no. Tranquilícense.

—¿Y fue bien la reunión?

—Como siempre, sólo que Spicer no me entregó ninguna carta de salida, lo cual es un poco insólito últimamente, aunque ocurre algunas veces. Dentro de un par de días regresaré, él me tendrá preparado un montón de cartas y el guardia ni siquiera tocará la cartera. Entonces lo oirán todo. ¿Les apetece un poco de café?

Ambos se relajaron.

—Gracias, pero será mejor que nos vayamos —contesto Chap.

Tenían informes que redactar y preguntas que responder. Se encaminaron hacia la puerta, pero Trevor les cortó el paso.

—Miren, muchachos —dijo con la mayor cortesía—, estoy perfectamente capacitado para vestirme yo solito y tomarme un rápido cuenco de cereales por mí mismo, tal como llevo haciendo desde hace muchos años. Y me gustaría abrir mi despacho no antes de las nueve. Puesto que es mi despacho, lo abriremos a las nueve y ni un minuto antes. Serán ustedes bienvenidos a esta intempestiva hora, pero no a las ocho cincuenta y nueve… ¿Entendido?

—Por supuesto —contestó uno de ellos.

Y se fueron. En realidad, les daba igual. Tenían micrófonos ocultos por todo el despacho, la casa, el automóvil y ahora incluso en la cartera de documentos. Hasta sabían dónde compraba el papel higiénico.

Trevor se bebió todo el contenido de la cafetera para despejarse. Entonces inició sus movimientos, todos ellos cuidadosamente planeados. Había empezado a prepararlo todo en cuanto salió de Trumble. Suponía que los chicos de la furgoneta blanca lo habrían estado vigilando, con todos sus artilugios y juguetes, sus micrófonos y sus dispositivos de escucha, todos los aparatitos con los que tan familiarizados debían de estar Wes y Chap. El dinero no constituía ningún problema para ellos. Quiso creer que lo sabían todo, dejó volar la imaginación y dio por sentado que habían oído todas las palabras, habían seguido todos sus pasos y sabían en todo momento dónde estaba exactamente.

Cuanto más paranoico se mostrara, tanto mayores serían sus posibilidades de escapar.

Se dirigió en su automóvil a un centro comercial situado a unos veinticinco kilómetros cerca de Orange Park, en la zona sur de Jacksonville. Paseó sin rumbo, contempló escaparates y se comió una pizza en un local semidesierto. Le resultó muy difícil no correr a esconderse detrás de los percheros de la ropa de una tienda y esperar a que pasaran las sombras, sin embargo resistió la tentación. En una tienda de la cadena Radio Shack se compró un pequeño móvil cuyo paquete incluía un mes de llamadas interurbanas a través de un servicio local, con eso ya tuvo cuanto precisaba.

Regresó a casa pasadas las nueve, convencido de que lo estaban vigilando. Puso el televisor a todo volumen y se preparó más café. En el cuarto de baño, se guardó todo el dinero en efectivo en los bolsillos.

A medianoche, cuando la casa ya estaba a oscuras y en silencio y él hubiera tenido que estar evidentemente dormido, salió disimuladamente por la puerta trasera. Soplaba una fresca brisa, brillaba la luna llena y él procuró por todos los medios dar la impresión de haber salido simplemente a dar un paseo por la playa. Llevaba unos holgados pantalones con muchos bolsillos, dos camisas de tejido vaquero y una holgada cazadora con dinero bajo el forro. En conjunto, llevaba escondidos ochenta mil dólares cuando empezó a alejarse sin rumbo hacia el sur, caminando por la orilla del agua como si hubiera decidido salir a medianoche para estirar las piernas. Al cabo de un kilómetro y medio, aceleró el ritmo de su marcha. Cuando ya había recorrido más de tres kilómetros, el cansancio lo venció, pero tenía una prisa enorme. El sueño y el descanso tendrían que esperar.

Abandonó la playa y entró en el sucio y descuidado vestíbulo de un motel de mala muerte. No había tráfico en la autopista A1A; no había nada abierto, a excepción del motel y de una tienda de artículos variados a lo lejos. La puerta chirrió justo lo suficiente para que el recepcionista cobrara vida. Se oía un televisor al fondo. Apareció un rechoncho joven de no más de veinte años.

—Buenas noches. ¿Necesita una habitación? —le dijo.

—No —contestó Trevor, mientras se sacaba lentamente una mano del bolsillo y mostraba un abultado fajo de billetes. Los empezó a sacar uno por uno y los colocó formando una impecable hilera sobre el mostrador—. Necesito un favor.

El recepcionista contempló el dinero y puso los ojos en blanco. La playa atraía a toda suerte de chiflados.

—Las habitaciones de aquí no son muy caras —comento.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Trevor.

—Pues, no sé. Digamos que Sammy Sosa.

—Muy bien, Sammy. Aquí hay mil dólares. Son tuyos sí me acompañas en coche a Daytona Beach. Tardarás noventa minutos.

—Tardaré tres horas porque después tendré que regresar.

—Como quieras. Eso significa algo más de trescientos dólares por hora. ¿Cuándo fue la última vez que ganaste trescientos dólares por hora?

—Ya hace bastante tiempo, pero ocurre que no puedo hacerlo. Soy el encargado del turno de noche, ¿comprende? Mi trabajo es estar aquí de diez de la noche a ocho de la mañana.

—¿Quién es el jefe?

—Está en Atlanta.

—¿Cuándo fue la última vez que se dejó caer por aquí?

—Yo ni siquiera lo conozco.

—Pues claro que no lo conoces. Si tú tuvieras una pocilga como esta, ¿te dejarías caer por aquí?

—No está tan mal. Tenemos televisión gratis y funcionan casi todos los aparatos de aire acondicionado.

—Esto es una pocilga, Sammy. Puedes cerrar la puerta, alejarte con el coche y regresar dentro de tres horas sin que nadie se entere.

Sammy volvió a contemplar el dinero.

—¿Huye usted de la justicia o algo por el estilo?

—No. Y no voy armado. Simplemente tengo mucha prisa.

—¿Qué ha pasado?

—Un mal divorcio, Sammy. Tengo un poco de dinero. Mi mujer lo quiere todo y sus abogados son bastante puñeteros. Tengo que abandonar la ciudad.

—¿Tiene dinero pero no automóvil?

—Mira, Sammy. ¿Te interesa el trato, sí o no? Si dices que no, salgo ahora mismo, me voy a la tienda de allí abajo y seguro que encuentro a alguien lo bastante listo como para aceptar mi dinero.

—Dos mil.

—¿Lo harías por dos mil?

—Sí.

El vehículo era peor de lo que Trevor esperaba, un viejo Honda que ni Sammy ni ninguno de sus anteriores propietarios se había molestado en limpiar. No obstante la A1A se encontraba desierta y el trayecto hasta Daytona Beach duró exactamente noventa y ocho minutos.

A las tres y veinte de la madrugada, el Honda se detuvo delante de un establecimiento de gofres abierto toda la noche y Trevor bajó. Le dio las gracias a Sammy, se despidió de él y lo contempló mientras se alejaba. Ya dentro se tomó un café, entabló conversación con la camarera y logró convencerla de que fuera a buscar la guía telefónica local. Pidió unas tortitas y utilizó su nuevo móvil de Radio Shack para orientarse en la ciudad. El aeropuerto más próximo era el Internacional de Daytona Beach. A las cuatro y unos minutos su taxi se detuvo en la terminal de aviación general. Docenas de pequeños aparatos se alineaban en la pista. Los contempló mientras el taxi se alejaba. Seguro que alguno de ellos estaría disponible para un rápido vuelo chárter. Sólo necesitaba uno, a ser posible, un bimotor.