La primera tarea de Chap en su papel de nuevo pasante de Trevor fue organizar el despacho de la entrada y eliminar de él todo lo que tuviera el más remoto carácter femenino. Introdujo los efectos personales de Jan en una caja de cartón, desde barras de labios a limas de uñas, cacahuetes con miel y toda una serie de novelas románticas subidas de tono. Había un sobre con ochenta dólares y calderilla. El jefe se lo quedó, alegando que era una miseria.
Chap envolvió las fotografías en papel de periódico y las colocó cuidadosamente en otra caja, junto con toda la serie de frágiles chucherías que suele haber en casi todos los escritorios. Copió las agendas de citas para saber qué personas estaban programadas para el futuro.
Comprobó sin sorprenderse demasiado que no habría mucho trabajo. No se vislumbraba en el horizonte ninguna cita con ningún tribunal. Dos citas en el despacho aquella semana, otras dos para la siguiente y nada más. Chap estudió las fechas y comprobó que Trevor había reducido el volumen de su trabajo aproximadamente hacia la fecha en que se había recibido el dinero de Quince Garbe.
Sabían que las apuestas de Trevor habían aumentado en el transcurso de las últimas semanas y que probablemente había ocurrido lo mismo con la bebida. Jan les había comentado varías veces por teléfono a sus amigos que Trevor se pasaba más horas en el Pete’s que en el despacho.
Mientras Chap estaba ocupado en la estancia de la parte anterior de la casa, recogiendo los trastos de Jan, ordenando su escritorio, quitando el polvo, pasando el aspirador y echando a la basura varias revistas atrasadas, el teléfono sonó esporádicamente. Su misión incluía también atender el teléfono, por lo que procuró no apartarse de él. Casi todas las llamadas eran para Jan. Explicó cortésmente que esta ya no trabajaba allí. Me alegro por ella, le pareció adivinar que pensaban los comunicantes.
Un agente disfrazado de carpintero se presentó a primera hora para cambiar la puerta principal de la casa. Trevor se asombró de la eficacia de Chap.
—¿Cómo ha conseguido encontrarlo tan rápido? —le preguntó.
—Basta con consultar las páginas amarillas —contestó Chap.
Otro agente disfrazado de cerrajero siguió al carpintero y cambió todas las cerraduras de la casa.
El acuerdo incluía el compromiso por parte de Trevor de no atender a ningún nuevo cliente en el transcurso de por lo menos los treinta días siguientes. Al principio, Trevor protestó mucho, como si tuviera que proteger una brillante reputación de abogado. Piensen en todas las personas que me pueden necesitar, les dijo en tono quejumbroso. Pero ellos sabían lo flojos que habían sido los últimos treinta días e insistieron, hasta que finalmente Trevor aceptó sus exigencias. Querían el despacho para ellos solos. Chap llamó a los clientes que estaban citados y les dijo que el señor Carson estaría ocupado en los juzgados el día que ellos tenían que acudir al despacho. No sería difícil concertar otra cita, les dijo, él mismo los llamaría cuando hubiera un hueco.
—Yo creía que no se acercaba a los juzgados —comentó un cliente.
—Bueno —le explicó Chap—. Se trata de un caso muy importante.
Tras haber resuelto la cuestión de los clientes, sólo quedó un caso que requería una visita al despacho. Se trataba de la pensión alimenticia de un niño; Trevor llevaba tres años representando a la mujer. No podía darle puerta sin más.
Jan se presentó para armar alboroto y lo hizo en compañía de una especie de novio. Era un delgado pero vigoroso joven con perilla, pantalones de poliéster y camisa y corbata blanca. Chap pensó que debía de dedicarse a la venta de vehículos de segunda mano. Hubiera podido pegarle un buen vapuleo a Trevor, pero con Chap no se atrevió.
—Quisiera hablar con Trevor —dijo Jan, echando un vistazo a su recién ordenado antiguo escritorio.
—Lo siento. Está reunido.
—¿Y quién demonios es usted?
—Soy un pasante.
—Vaya, pues procure que le pague por adelantado.
—Gracias por el consejo. Sus efectos personales están en aquellas cajas de allí —dijo Chap, señalándolas.
Jan observó que los revisteros estaban vacíos, al igual que la papelera, y que todos los muebles se habían abrillantado. Se aspiraba en el aire un olor de antiséptico, como si hubieran fumigado el lugar donde ella había trabajado hasta entonces. Ya no la necesitaban.
—Dígale a Trevor que me debe mil dólares de salarios atrasados —dijo.
—Así lo haré —prometió Chap—. ¿Alguna cosa más?
—Si, ese nuevo cliente de ayer, Yates Newman. Dígale a Trevor que he consultado los periódicos. En las últimas dos semanas no se ha producido ningún accidente mortal en la I-95. Tampoco consta que ninguna mujer apellidada Newman resultara muerta. Aquí pasa algo raro.
—Gracias. Le transmitiré el mensaje.
Jan miró por última vez a su alrededor y esbozó una sonrisa de satisfacción al ver la nueva puerta. Su novio dirigió una mirada iracunda a Chap, como sí estuviera a punto de romperle el cuello, pero lo hizo cuando ya se encaminaba hacia la puerta. Se fueron sin romper nada, cada uno bajando lentamente por la acera cargado con una caja.
Chap los vio alejarse e inmediatamente después empezó a prepararse para el desafío del almuerzo.
La víspera habían cenado en un nuevo restaurante especializado en cocina marinera, a dos manzanas del Sea Turtle Inn. Dado el tamaño de las raciones, los precios eran exorbitantes y esta fue precisamente la razón de que el nuevo millonario de Jacksonville insistiera en cenar allí. Como era de esperar, invitaba él y no reparó en gastos. Se emborrachó después del primer martini y ni siquiera recordó lo que habían comido. Wes y Chap le explicaron que su cliente no les permitía beber. Bebieron agua mineral de marca y se pasaron el rato llenándole la copa de vino.
—Pues yo me buscaría otro cliente —observó Trevor, riéndose de su propio chiste.
»Me parece que tendré que beber por los tres —comentó a media cena, y eso fue exactamente lo que hizo.
Para su gran alivio, Chap y Wes descubrieron que era borracho muy dócil y le siguieron llenando la copa para ver hasta dónde llegaba. Poco a poco se fue apagando y hundiendo cada vez más en su asiento.
Mucho después de que les hubieran servido el postre, dio al camarero una propina de trescientos dólares en efectivo. Tuvieron que ayudarlo a subir a su automóvil y lo acompañaron a casa.
Se quedó dormido con la cartera de documentos sobre el pecho. Cuando Wes apagó la luz, Trevor estaba tumbado en la cama con sus arrugados pantalones, la camisa blanca de algodón, la pajarita desanudada y los zapatos todavía puestos, roncando ruidosamente y fuertemente abrazado a la cartera.
La transferencia había llegado poco antes de las cinco. El dinero ya estaba en su sitio. Klockner les había dicho que lo emborracharan para ver cómo se comportaba en semejante estado y que, a la mañana siguiente, se pusieran a trabajar.
A las siete y media de la mañana regresaron a su casa, abrieron la puerta con su llave y lo encontraron más o menos tal como lo habían dejado la víspera. Se había quitado un zapato y estaba tumbado de lado, sujetando la cartera de documentos como si se tratara de un balón de fútbol.
—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Chap mientras Wes encendía las luces, levantaba las persianas y armaba el mayor ruido posible. En honor a la verdad, cabe decir que Trevor se levantó de un salto de la cama, corrió al cuarto de baño, se duchó rápidamente y, veinte minutos después, entró en su estudio con una impecable pajarita y ni una sola arruga en la ropa. Tenía los ojos ligeramente hinchados, pero sonreía y se mostraba firmemente dispuesto a enfrentarse con el nuevo día.
El millón de dólares tuvo en parte el mérito. De hecho, jamás en su vida había superado una resaca con tal rapidez.
Se tomaron rápidamente un bollo y un café cargado en el Beach Java y regresaron para entregarse con renovado vigor a la tarea de arreglar el pequeño despacho. Mientras Chap se encargaba de la parte anterior de la casa, Wes entretuvo a Trevor en el despacho.
Algunas piezas ya habían encajado durante la cena de la víspera. Al final, consiguieron arrancarle a Trevor los nombres de los miembros de la Hermandad y tanto Wes como Chap interpretaron espléndidamente bien sus papeles y simularon sorprenderse ante su revelación.
—¿Tres jueces? —repitieron con aparente incredulidad.
Trevor asintió con un gesto y esbozó una orgullosa sonrisa, como si fuera el artífice de aquel magistral plan. Quería hacerles creer que había tenido la inteligencia y la habilidad de convencer a tres exjueces de que se pasaran el rato escribiendo cartas a homosexuales solitarios para que él pudiera cobrarles una comisión de un tercio de lo obtenido en los chantajes. Era un auténtico genio, qué caray.
Otras piezas del rompecabezas aún no estaban muy claras, por lo que Wes estaba decidido a mantener a Trevor encerrado hasta obtener las respuestas.
—Hablemos de Quince Garbe —dijo—. Su apartado de correos estaba alquilado a nombre de una empresa inexistente. ¿Cómo averiguó usted su verdadera identidad?
—Muy fácil —contestó Trevor, presumiendo.
En ese momento no sólo era un genio, sino también un genio muy rico. La víspera se había despertado con dolor de cabeza y se había pasado media hora en la cama, pensando con inquietud en sus pérdidas en el juego, la actividad cada vez más escasa de su bufete y su creciente dependencia de los miembros de la Hermandad y de su estafa. Veinticuatro horas más tarde, se había despertado con un dolor de cabeza mucho más fuerte, pero suavizado por el bálsamo de un millón de dólares.
Estaba eufórico, aturdido y deseoso de terminar cuanto antes la tarea que tenía entre manos para poder iniciar su nueva vida.
—Encontré un investigador privado en Des Moines —contestó, tomando un sorbo de su café, con los pies apoyados en el escritorio tal como solía hacer siempre—. Le envié un cheque por valor de mil dólares. Se pasó un par de días en Bakers… ¿Conoce usted el lugar?
—Si.
—Yo temía tener que ir. La estafa funciona mejor cuando atrapas a un tipo importante con dinero, dispuesto a pagar lo que sea con tal de que cierres el pico. Sea como fuere, el investigador encontró a una funcionaria de correos que necesitaba un poco de dinero. Era una madre soltera, tenía un montón de hijos, un automóvil viejo, un apartamento pequeño, en fin, imagínese el resto. El investigador la llamó por la noche a su casa y le dijo que le pagaría quinientos dólares en efectivo a cambio de que le revelara quién había alquilado el apartado de correos 788 a nombre de CMT Investments. A la mañana siguiente, la llamó a la oficina de correos. Se reunieron en el aparcamiento durante la hora del almuerzo. Ella le entregó al investigador un trozo de papel con el nombre de Quince Garbe y él le entregó a ella un sobre con cinco billetes de cien dólares. La mujer ni siquiera le preguntó quien era.
—¿Este es el método más habitual?
—Con Garbe dio resultado. En el caso de Curtis Cates, el tipo de Dallas, el segundo al que estafamos, fue un poco más complicado. El investigador que contratamos no logró establecer contacto con nadie del interior y se tuvo que pasar tres días vigilando la oficina de correos, nos costó mil ochocientos dólares, pero, al final, el investigador lo vio salir y anotó el número de su matrícula.
—¿Quién será el siguiente?
—Probablemente este tipo de Upper Darby, Pennsylvania. Su seudónimo es Brant White y parece que ofrece muy buenas perspectivas.
—¿Lee usted alguna vez las cartas?
—Jamás. No sé qué se dicen los unos a los otros; ni ganas. Cuando están preparados para desplumar a alguien, me indican que investigue el apartado de correos y averigüe el verdadero nombre. Eso siempre y cuando el amigo epistolar utilice una tapadera, como su cliente, el señor Konyers. Se asombraría usted de cuántos hombres utilizan su verdadera identidad. Es algo increíble.
—¿Sabe usted cuándo envían las cartas de chantaje?
—Pues claro. Me lo dicen para que yo pueda advertir al banco de las Bahamas del posible envío de un giro telegráfico. Los del banco me llaman en cuanto se recibe el dinero.
—Hábleme de este Brant White, de Upper Darby —dijo Wes.
Estaba llenando páginas de notas, como si temiera perderse algo. Todas las palabras estaban siendo grabadas con cuatro aparatos distintos desde el otro lado de la calle.
—Están a punto de desplumarlo, es lo único que sé. Parece que el hombre está deseando lanzarse, pues apenas se han intercambiado un par de cartas. A algunos de estos tipos les tienen que ir sacando las cosas con pinzas, a juzgar por la cantidad de cartas que se intercambian.
—Pero usted no dispone de información sobre las cartas, ¿verdad?
—Aquí no conservo ningún archivo. Temía que un día aparecieran los federales con una orden de registro y no quería que hubiera ninguna prueba de mi participación.
—Hábil, muy hábil.
Trevor sonrió, saboreando su astucia.
—Sí, bueno, es que yo me he dedicado mucho al derecho penal. Al cabo de algún tiempo, empiezas a pensar como un delincuente. En cualquier caso, aún no he conseguido encontrar a un investigador adecuado en la zona de Filadelfia, pero, estoy en ello.
Brant White era un producto de Langley. Por muchos investigadores que contratara Trevor en el Nordeste, jamás lograrían descubrir la verdadera identidad de la persona que se ocultaba detrás del apartado de correos.
—De hecho, me disponía a viajar allá arriba cuando recibí la llamada de Spicer, diciéndome que fuera a Washington averiguar la verdadera identidad de Al Konyers. Entonces aparecieron ustedes y, bueno, ya conocen el resto.
Sus palabras quedaron en el aire mientras él pensaba una vez más en el dinero. Qué casualidad que Wes y Chap hubieran aparecido en su vida justo unas horas después del momento en que él hubiera tenido que emprender viaje a Washingtor para tratar de averiguar la identidad de su cliente. Pero le daba igual. Le parecía oír los gritos de las gaviotas y percibir el calor de la arena bajo sus pies. Le parecía oír la música reggae de las orquestas de la isla y sentir el impulso del viento contra el casco de su embarcación.
—¿Tiene usted algún otro contacto en el exterior? —pregunto Wes.
—Oh, no —contestó Trevor, presumiendo de inteligencia—. No necesito ayuda. Cuantas menos personas participan, tanto mejor funciona la estafa.
—Muy hábil —repitió Wes.
Trevor se retrepó todavía más en su sillón. El techo se estaba agrietando y desconchando, y todo necesitaba una nueva mano de pintura. Dos días atrás, se hubiera preocupado. Ahora sabía que jamás volvería a pintar, y mucho menos si esperaban que la factura corriera de su cuenta. Muy pronto se largaría de allí, en cuanto Wes y Chap terminaran con la Hermandad. Dedicaría un par de días a guardar sus archivos en unas cajas, no sabía muy bien por qué, y arrojaría a la basura sus anticuados y jamás utilizados libros de Derecho. Encontraría a un novato recién salido de la facultad que anduviera en busca de alguna migaja en los juzgados de la ciudad y le vendería los muebles y el ordenador a un precio muy razonable. Y cuando lo hubiera dejado todo bien atado, él, L. Trevor Carson, abogado y asesor legal, abandonaría el despacho sin volver la vista atrás.
Qué espléndido sería aquel día.
Chap interrumpió sus ensoñaciones con unos tacos y unas bebidas sin alcohol. No habían hablado del almuerzo, pero él ya había consultado varias veces su reloj, pensando en un nuevo y prolongado almuerzo en el Pete’s. Tomó a regañadientes un taco y se enfureció momentáneamente. Necesitaba un trago.
—Considero una buena idea prescindir de las bebidas alcohólicas durante el almuerzo —señaló Chap mientras los tres se acomodaban alrededor del escritorio de Trevor, procurando no ensuciar la mesa con frijoles y carne picada de buey.
—Hagan ustedes lo que quieran —replicó Trevor.
—Me refería a usted —dijo Chap—. Durante los próximos treinta días por lo menos.
—Eso no formaba parte del trato.
—Pero ahora si. Tiene que estar sobrio y alerta.
—¿Por qué, exactamente?
—Porque nuestro cliente lo quiere así. Y le paga un millón de dólares.
—¿También quiere que utilice dos veces al día la seda dental y que coma espinacas?
—Se lo preguntaré.
—Dígale de paso que se vaya al carajo.
—No se ponga así, Trevor —dijo Wes—. Prescinda de la bebida durante unos días. Su salud se lo agradecerá.
Si, por una parte, el dinero lo había hecho libre, aquellos dos estaban empezando a asfixiarlo. Ya llevaban veinticuatro horas juntos y no daban señales de irse, más bien al contrario. Se estaban aposentando en la casa.
Chap salió temprano para ir a recoger la correspondencia. Habían convencido a Trevor de que había sido muy chapucero y de que por eso ellos lo habían localizado con tanta facilidad. ¿Y si otras victimas estuvieran acechando allí fuera? Trevor no había tenido dificultades en descubrir los verdaderos nombres de sus victimas. ¿Por qué no podían las victimas hacer lo mismo con la persona que se ocultaba detrás de Aladdin North y Laurel Ridge? A partir de aquel momento, Wes y Chap se turnarían en la recogida de la correspondencia. Lo enredarían todo, visitarían las oficinas de correos a distintas horas, utilizarían disfraces, harían auténticas cabriolas propias de agentes secretos.
Al final, Trevor se dejó convencer. Al parecer, aquellos tipos sabían lo que se llevaban entre manos.
En el apartado de correos de Neptune Beach había cuatro cartas para Ricky, y dos para Percy en el de Atlantic Beach. Chap efectuó rápidamente la ronda, seguido por un equipo que vigilaba a cualquiera que pudiera estar vigilándolo a él. Las cartas se llevaron a la casa de enfrente, donde se abrieron y copiaron rápidamente y se volvieron a dejar tal como estaban.
Los agentes, deseosos de actuar, leyeron y analizaron las copias. Klockner también las leyó. Cinco de los seis nombres ya los habían visto antes. Todos eran solitarios hombres de mediana edad que estaban haciendo acopio de valor para dar el siguiente paso con Percy o Ricky. Ninguno de ellos parecía especialmente agresivo.
Una pared de un dormitorio reformado de la casa de alquiler se había pintado de blanco y en ella habían estampado un gran mapa de los cincuenta estados. Los amigos epistolares de Ricky se habían marcado con unas tachuelas rojas. Los de Percy se habían marcado con tachuelas verdes. Bajo los puntos figuraban escritos en negro los nombres de los corresponsales y de sus localidades.
La red se estaba ampliando. Veintitrés hombres estaban escribiendo a Ricky. Percy se carteaba con dieciocho. Treinta estados estaban representados. La puesta a punto de la arriesgada aventura de la Hermandad se iba afinando a pasos agigantados. Ahora insertaban anuncios en tres revistas, que Klockner supiera. Seguían la misma pauta de siempre y, a la tercera carta, ya solían saber si un nuevo corresponsal tenía dinero o no. O si estaba casado. Era un juego fascinante; ahora que ya tenían acceso absoluto a Trevor, no se perderían ni una sola carta.
La correspondencia diaria se resumía en dos páginas que se entregaban a un agente, el cual viajaba a Langley de inmediato. Deville las tenía en su mano a las siete de la tarde.
La primera llamada de la tarde, a las tres y diez, se produjo cuando Chap estaba limpiando los cristales de las ventanas. Wes aún se encontraba en el despacho de Trevor acribillándolo a preguntas. Trevor se moría de agotamiento. No había dormido su acostumbrada siesta y necesitaba desesperadamente un trago.
—Despacho jurídico —contestó Chap.
—¿Es el despacho de Trevor? —preguntó el comunicante.
—Sí. ¿Quién habla?
—¿Quién es usted?
—Soy Chap, el nuevo pasante.
—¿Qué le ha ocurrido a la chica?
—Ya no trabaja aquí. ¿En qué puedo servirle?
—Soy Joe Roy Spicer. Soy un cliente de Trevor y llamo desde Trumble.
—¿De dónde dice que llama?
—De Trumble, una prisión federal. ¿Está Trevor por aquí?
—No, señor. Ha viajado a Washington y creo que estará de regreso dentro de un par de horas.
—Muy bien. Dígale que volveré a llamarlo a las cinco.
—Si, señor.
Chap colgó y respiró hondo, tal como hizo Klockner en la acera de enfrente. La CIA acababa de establecer su primer contacto directo con uno de los miembros de la Hermandad.
La segunda llamada se produjo a las cinco en punto. Chap se puso al teléfono y reconoció la voz. Trevor esperaba en su despacho.
—¿Diga?
—Trevor, soy Joe Roy Spicer.
—Hola, juez.
—¿Qué has averiguado en Washington?
—Seguimos trabajando en ello. Va a ser un poco difícil pero lo encontraremos.
Se produjo una prolongada pausa, como si a Spicer no le hubiera gustado la noticia y no supiera muy bien qué decir.
—¿Vas a venir mañana?
—Ahí estaré, a las tres.
—Tráete cinco mil dólares en efectivo.
—¿Cinco mil dólares?
—Eso he dicho. Toma el dinero y tráelo aquí. Todo en billetes de veinte y de cincuenta.
—¿Qué vas a…?
—No hagas preguntas estúpidas, Trevor. Trae el maldito dinero. Ponlo en un sobre junto con el resto de la correspondencia. Ya lo has hecho otras veces.
—De acuerdo.
Spicer colgó sin añadir nada más. A continuación, Trevor se pasó una hora comentando la economía de Trumble. El dinero en efectivo estaba prohibido. Cada recluso hacía un trabajo y su sueldo se ingresaba en una cuenta. Todos los gastos, como llamadas telefónicas, compras en el economato, fotocopias, sellos, se adeudaban en su cuenta.
No obstante, el dinero en efectivo se hallaba presente, aunque raras veces se veía. Entraba a escondidas y se ocultaba y utilizaba para pagar deudas de juego y sobornar a los guardias a cambio de pequeños favores. Trevor tenía miedo. Si él, como abogado, fuera sorprendido introduciendo dinero, perdería permanentemente sus privilegios de visita. Había introducido dinero en dos ocasiones, ambas veces quinientos dólares en billetes de diez y de veinte.
No acertaba a imaginar por qué razón querían cinco mil dólares.