26

En Trumble había dos clases de teléfonos: los seguros y los que no lo eran. En teoría, todas las llamadas que se hacían a través de las líneas inseguras eran grabadas y revisadas por unos duendecillos encerrados en una cabina de algún ignorado lugar que se pasaban el día escuchando millones de horas de charlas intrascendentes. En la práctica, sólo se grababa con carácter aleatorio aproximadamente la mitad de las llamadas y aproximadamente sólo un cinco por ciento era escuchado efectivamente por algún funcionario de la prisión. Ni siquiera el Gobierno de la nación hubiera podido contratar a suficientes duendes para atender todas las escuchas.

Se sabía que algunos narcotraficantes dirigían sus bandas a través de líneas inseguras. También se sabía que algunos jefes de la Mafia ordenaban acciones contra sus rivales desde la cárcel. Había muy pocas probabilidades de que los descubrieran.

El número de las líneas seguras era muy inferior y la ley impedía que fueran intervenidas con fines de vigilancia. Las llamadas seguras sólo se hacían a abogados y siempre con un guardia situado en las inmediaciones.

Cuando a Spicer le tocó finalmente el turno de hacer una llamada segura, el guardia se había alejado del lugar.

—Bufete jurídico —fue el descortés saludo del mundo exterior.

—Hola, soy Joe Roy Spicer, llamo desde la prisión de Trumble y tengo que hablar con Trevor.

—Está durmiendo.

Era la una y media de la tarde.

—Pues haga usted el favor de despertar a este hijo de puta —rugió Spicer.

—No se retire.

—¿Quiere hacer el favor de darse prisa? Hablo desde un teléfono de la prisión.

Joe Roy miró a su alrededor y se preguntó por enésima vez con qué clase de abogado se habían liado.

—¿Por qué llamas? —fueron las primeras palabras de Trevor.

—Déjate de historias. Espabila y ponte a trabajar. Necesitamos que hagas urgentemente una cosa.

En aquellos momentos, la casa de alquiler situada enfrente del despacho de Trumble era un hervidero de actividad. Era la primera llamada que se hacia desde Trumble.

—¿De qué se trata?

—Necesitamos que compruebes urgentemente los datos de un apartado de correos. Y queremos que tú mismo lo supervises todo. No te vayas hasta que termines.

—¿Y por qué yo?

—Hazlo y no preguntes, maldita sea tu estampa. Este podría ser nuestro golpe más sonado.

—¿Dónde está?

—Chevy Chase, Maryland. Toma nota. Al Konyers, Apartado de correos 455, Mailbox America, 39380, Western Avenue, Chevy Chase. Andate con cuidado, porque el tío podría tener algunos amigos y cabe la posibilidad de que alguien más ya esté vigilando el apartado de correos. Llévate un poco de dinero y contrata a un par de buenos investigadores.

—Ahora mismo estoy muy ocupado.

—Ya, perdona que te haya despertado. Hazlo ahora, Trevor. Vete hoy mismo y no regreses hasta que hayas averiguado quién alquiló el apartado.

—Bueno, bueno.

Spicer colgó y Trevor volvió a apoyar los pies en el escritorio como si quisiera reanudar la siesta. En realidad estaba analizando la situación. Poco después, gritó a Jan que comprobara los vuelos a Washington.

En los catorce años que llevaba trabajando como supervisor de campaña, Klockner jamás había visto que tanta gente ocupada en vigilar a una sola persona estuviera haciendo tan poco. Efectuó una rápida llamada a Deville en Langley y la casa alquilada entró en acción. Había llegado el momento de que Wes y Chap interpretaran su número.

Wes cruzó la calle y empujó la chirriante y desconchada puerta del señor L. Trevor Carson, abogado y asesor legal. Vestía unos pantalones de algodón y un jersey de punto, y calzaba unos mocasines sin calcetines. Cuando Jan lo recibió con su habitual mirada de desprecio, no logró adivinar si era un nativo o un turista.

—¿En qué puedo servirle? —le preguntó.

—Pues necesito ver al señor Carson —contestó Wes con cara de desesperación.

—¿Tiene cita con él? —preguntó Jan como sí su jefe estuviera tan ocupado que ella no pudiera seguir el ritmo de las visitas.

—Pues no, es una emergencia.

—Está muy ocupado —dijo Jan.

A Wes casi le pareció oír las carcajadas de la casa de enfrente.

—Por favor, tengo que hablar con él.

La secretaria puso los ojos en blanco y no hizo el menor ademán de moverse.

—¿De qué asunto se trata?

—Acabo de enterrar a mi mujer —contestó Wes al borde de las lágrimas.

Jan se conmovió ligeramente.

—Lo siento mucho —dijo. Pobre hombre.

—Murió en un accidente automovilístico en la I-95, justo al norte de Jacksonville.

Ahora Jan se levantó y deseó haber preparado un poco de café.

—Lo siento —repitió—. ¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace doce días. Un amigo me ha recomendado al señor Carson.

Pues no debía de ser muy buen amigo, hubiera querido decirle Jan.

—¿Le apetece un café? —preguntó, enroscando el tapón de su frasco de laca de uñas.

Hace doce días, pensó. Como todas las buenas secretarias de abogado, leía los periódicos y prestaba especial atención a los accidentes. Quién sabe, alguno de ellos podía dejarse caer por allí.

Pero tal cosa jamás había ocurrido en el despacho de Trevor. Al menos hasta aquel momento.

—No, gracias —contestó Wes—. La embistió un camión de la Texaco. El conductor estaba bebido.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jan, cubriéndose la boca con la mano. Hasta Trevor podría encargarse de aquel asunto.

Dinero del bueno y elevados honorarios allí mismo, en la zona de recepción, y el muy imbécil en su despacho, durmiendo la mona del almuerzo.

—Está ocupado con una declaración —dijo Jan—. Voy a ver si puedo molestarlo. Tome asiento, por favor.

Hubiera deseado cerrar la puerta principal para que el cliente no se escapara.

—Me llamo Yates. Yates Newman —dijo Wes, tratando de ayudarla.

—De acuerdo —dijo ella, corriendo por el pasillo. Llamó cortésmente con los nudillos a la puerta de Trevor y después entró sin más—. ¡Despierta, imbécil! —murmuró apretando los dientes, pero tan alto que Wes la oyó desde la parte anterior de la casa.

—¿Qué ocurre? —dijo Trevor, levantándose como sí estuviera a punto de liarse a puñetazos con ella.

En realidad, no estaba durmiendo, sino leyendo un ejemplar atrasado de People.

—¡Sorpresa! Tiene un cliente.

—¿Quién es?

—Un hombre cuya mujer fue embestida por un camión de la Texaco hace doce días. Quiere verlo inmediatamente.

—¿Está aquí?

—Sí. Cuesta creerlo, ¿verdad? En Jacksonville hay tres mil abogados y este pobre desgraciado ha venido a parar aquí. Dice que se lo ha recomendado un amigo.

—Y usted, ¿qué le ha dicho?

—Le he aconsejado que se busque otros amigos.

—Vamos, déjese de bromas, ¿qué le ha dicho?

—Que está ocupado con una declaración.

—Hace ocho años que no me ocupo de ninguna declaración. Hágale volver.

—Calma. Voy a prepararle un café. Usted finja estar terminando algún asunto importante aquí atrás. ¿Por qué no ordena un poco el despacho?

—Usted encárguese de que no se largue.

—El conductor de la Texaco estaba borracho —añadió Jan, abriendo la puerta—. Procure no cagarla.

Trevor se quedó petrificado mientras se le empañaban los ojos y su embotada mente cobraba repentinamente vida. Un tercio de dos millones de dólares o cuatro millones y hasta diez millones en caso de que el tío estuviera realmente borracho, sin contar los daños y perjuicios. Hubiera deseado ordenar por lo menos el escritorio, pero no podía moverse.

Wes miró a través de la ventana y contempló la casa alquilada, desde la cual sus compañeros lo estaban observando a él. Se había situado de espaldas al alboroto del fondo del pasillo porque apenas lograba contener la risa. Oyó unos pasos, seguidos de la voz de Jan:

—El señor Carson lo recibirá enseguida.

—Gracias —contestó él en un susurro sin volverse.

El pobre hombre aún no se ha recuperado del golpe, pensó Jan mientras entraba en la sucia cocina para preparar el café.

La declaración terminó en un santiamén y los clientes desaparecieron milagrosamente sin dejar ni rastro. Wes siguió a Jan por el pasillo hasta llegar al desordenado despacho del señor Carson. Se hicieron las presentaciones. Jan les sirvió el café y, cuando finalmente se retiró, Wes hizo una insólita petición.

—¿Hay algún sitio por aquí donde se pueda comprar un buen café con leche?

—Pues claro, faltaría más —contestó Trevor con tal entusiasmo que sus palabras parecieron pegar un salto por encima del escritorio—. Hay un lugar llamado Beach Java, justo a unas pocas manzanas de aquí.

—¿Podría enviar a su secretaria a buscar uno?

Naturalmente. ¡Todo lo que quisiera!

—Por supuesto que sí. ¿Tamaño normal o doble?

—Normal está bien.

Trevor abandonó brincando el despacho y, segundos después, Jan salió de la casa y echó prácticamente a correr calle abajo. Cuando se perdió de vista, Chap abandonó la casa de la acera de enfrente y se dirigió a la de Trevor. La puerta principal de la casa estaba cerrada, por lo que la abrió utilizando su propia llave. Una vez dentro, puso la cadenilla para que la pobre Jan se quedara plantada en el porche con una taza de hirviente café con leche.

Chap bajó por el pasillo y entró súbitamente en el despacho del abogado.

—¿Qué…? —dijo Trevor.

—No se preocupe —dijo Wes—. Viene conmigo.

Chap cerró la puerta con llave, se sacó de la chaqueta una pistola de 9 mm y casi apuntó con ella al pobre Trevor, cuyos ojos estuvieron a punto de escapársele de las órbitas mientras el corazón se le paralizaba de miedo en el pecho.

—Pero ¿qué…? —consiguió balbucir con voz chillona y aterrorizada.

—Haga usted el favor de callarse —dijo Chap, entregándole la pistola a Wes, quien permanecía sentado como si tal cosa.

Los atemorizados ojos de Trevor la siguieron mientras pasaba de uno a otro hasta que desapareció. ¿Qué he hecho yo? ¿Quiénes son estos matones? Ya he pagado todas las deudas de juego.

Se calló con mucho gusto. Haría todo lo que le mandaran.

Chap se apoyó contra la pared muy cerca de Trevor, como sí tuviera intención de abalanzarse sobre él de un momento a otro.

—Tenemos un cliente —empezó diciendo—. Un hombre muy rico que ha caído en la trampa de la pequeña estafa que usted y Ricky han montado.

—Oh, Dios mío —exclamó Trevor en un susurro.

Era la peor de sus pesadillas.

—Una idea sensacional —comentó Wes—. Chantajear a los gays adinerados que no se han atrevido a confesar sus tendencias. No pueden protestar. Ricky ya está en la cárcel y no tiene nada que perder.

—Casi perfecta —asintió Chap—. Hasta que se pesca al pez equivocado, que es exactamente lo que ustedes han hecho.

—La estafa no es mía —alegó Trevor con una voz todavía dos octavas por encima del tono normal mientras sus ojos seguían buscando la pistola.

—Pero no podría dar resultado sin su colaboración, ¿verdad? —puntualizó Wes—. Tiene que haber un abogado ladrón en el exterior para introducir y sacar la correspondencia. Y Ricky necesita a alguien para que coloque el dinero y lleve a cabo una pequeña labor de investigación.

—Ustedes no serán policías, ¿verdad? —preguntó Trevor.

—No. Somos detectives privados —contestó Chap.

—Porque, si fueran de la policía, no estoy muy seguro de que estuviera dispuesto a seguir hablando.

—No somos de la policía, tranquilo.

Trevor ya estaba empezando a respirar y a pensar nuevamente con normalidad, pero se interpuso su experiencia.

—Creo que voy a grabar todo esto —dijo—. Por si fueran ustedes de la policía.

—Ya le he dicho que no somos de la policía.

—No me fío de los policías y mucho menos del FBI. Los federales entrarían aquí tal como ustedes han hecho, empuñando una pistola y jurando que no son federales. No me fío de los policías. Voy a grabarlo todo.

No se preocupe, amigo, le hubieran querido decir. Todo estaba siendo grabado en directo y en color digital de alta definición mediante una minúscula cámara colocada en el techo, a escasos centímetros del lugar donde ellos se encontraban. Y había micrófonos alrededor del desordenado escritorio de Trevor de tal forma que, cuando este roncaba, eructaba o simplemente chasqueaba los nudillos, alguien en la casa de enfrente lo oía.

La pistola se encontraba de nuevo a la vista. Sosteniéndola con ambas manos, Wes la estaba estudiando con gran detenimiento.

—Usted no va a grabar nada —replicó Chap—. Tal como ya le he dicho, somos detectives privados. Y, en este momento, aquí mandamos nosotros. —Se acercó un poco más a él, sin separarse de la pared. Trevor lo siguió con un ojo mientras con el otro ayudaba a Wes a examinar la pistola—. En realidad, venimos en son de paz —añadió.

—Hemos traído dinero para usted —dijo Wes, volviendo a guardar el maldito trasto.

—Dinero, ¿para qué? —preguntó Trevor.

—Queremos que se ponga de nuestra parte. Queremos contratar sus servicios.

—¿Para qué?

—Para ayudarnos a proteger a nuestro cliente —contestó Chap—. Le expondré nuestro punto de vista: usted es cómplice de una operación de chantaje que se está efectuando desde el interior de una prisión federal, y nosotros lo hemos descubierto. Podríamos acudir al FBI, hacer que los detuvieran tanto a usted como a su cliente y enviarle a usted treinta meses a la cárcel, probablemente a Trumble, que es el lugar que le corresponde. Sería automáticamente expulsado del colegio de abogados y perdería todo esto.

Chap hizo un gesto con la mano derecha, sin prestar atención al desorden, el polvo y los montones de viejas carpetas que llevaban años sin que nadie las tocara.

Wes intervino de inmediato.

—Estamos preparados para acudir ahora mismo a los federales y lo más probable es que consiguiéramos poner fin a la salida de correspondencia desde Trumble. De esta manera, nuestro cliente se vería probablemente libre de una situación embarazosa. Pero hay un elemento de riesgo que nuestro cliente no está dispuesto a asumir. ¿Y si Ricky tuviera otro cómplice, dentro o fuera de Trumble, alguien a quien nosotros aún no hemos localizado, y este consiguiera poner al descubierto a nuestro cliente como represalia?

Chap sacudió la cabeza.

—Todo es demasiado arriesgado. Preferimos trabajar con usted, Trevor. Preferimos pagarle una suma y acabar con la estafa desde este despacho.

—Yo no me dejo comprar —dijo Trevor sin apenas convicción.

—En tal caso, lo contrataremos durante algún tiempo, ¿qué le parece? —dijo Wes—. ¿Acaso a los abogados no se les paga por horas?

—Supongo que sí, pero ustedes me están pidiendo que les venda a un cliente.

—Su cliente es un delincuente que comete cada día delitos desde el interior de una prisión federal. Y usted es tan culpable como él. No seamos tan mojigatos.

—Cuando uno se convierte en un delincuente, Trevor —intervino Chap con severidad—, pierde el privilegio del fariseísmo. No nos suelte sermones. Sabemos que es una simple cuestión de dinero.

Trevor se olvidó por un instante de la pistola y de la licencia de abogado que colgaba un poco torcida en la pared que tenía a su espalda.

Tal como tan a menudo le ocurría últimamente cada vez que se enfrentaba con un nuevo contratiempo en el ejercicio de su profesión, cerró los ojos y soñó con su barco de doce metros de eslora, amarrado en las cálidas y serenas aguas de una apartada bahía, con chicas en topless en una playa situada a cien metros de distancia y él casi en pelota, tomando un trago en la cubierta. Le pareció aspirar el olor del agua salada, saborear el ron y oír las voces de las chicas.

Abrió los ojos y trató de enfocar a Wes más allá de la cubierta.

—¿Quién es su cliente? —pregunto.

—No tan rápido —dijo Chap—. Primero cerremos el trato.

—¿Qué trato?

—Nosotros le entregamos a usted cierta cantidad de dinero y usted actúa como agente doble. Le controlaremos con micrófonos ocultos cuando hable con Ricky. Examinaremos toda la correspondencia. Usted no hará nada sin antes haberlo discutido con nosotros.

—¿Y por qué no se limitan a pagar el dinero del chantaje? —preguntó Trevor—. Sería muchísimo más fácil.

—Ya lo hemos pensado —dijo Wes—. Pero Ricky no juega limpio. Si le pagáramos, pediría más. Y luego más.

—No, no lo haría.

—Ah, ¿no? ¿Y qué me dice de Quince Garbe, de Bakers, Iowa?

Oh, Dios mío, pensó Trevor y estuvo a punto de pronunciarlo en voz alta. ¿Hasta qué extremo saben? Sólo pudo preguntar con un hilillo de voz:

—¿Quién es?

—Vamos, Trevor —dijo Chap—. Sabemos dónde tiene guardado el dinero en las Bahamas. Lo sabemos todo de Boomer Realty y de su pequeña cuenta secreta, cuyo saldo en estos momentos es de casi setenta mil dólares.

—Hemos averiguado cuanto hemos podido, Trevor —puntualizó Wes, interviniendo justo en el momento más oportuno. Trevor estaba presenciando un partido de tenis y sus ojos se movían incesantemente de uno a otro interlocutor—. Pero, al final, hemos tropezado con la dura roca. Por eso lo necesitamos.

A fuer de ser sincero, a Trevor jamás le había gustado Spicer. Era un frío, despiadado y antipático hombrecillo que había tenido la desfachatez de recortarle el porcentaje de la comisión. Beech y Yarber le caían algo mejor, pero qué caray. No se le ofrecían demasiadas alternativas en aquel momento.

—¿Cuánto? —preguntó.

—Nuestro cliente está dispuesto a pagar cien mil dólares en efectivo —dijo Chap.

—Por supuesto que sería en efectivo —replicó Trevor—. Cien mil dólares me parecen una broma. Eso no sería más que el primer plazo de Ricky. Mi dignidad vale muchísimo más que cien mil dólares.

—Doscientos mil —dijo Wes.

—Pongámoslo de otro modo —replicó Trevor, tratando inútilmente de impedir con la sola fuerza de su voluntad que el corazón no se le desbocara en el pecho—. ¿Cuánto vale para su cliente el entierro de su pequeño secreto?

—¿Usted estaría dispuesto a enterrarlo? —preguntó Wes.

—Sí.

—Deme un segundo —dijo Chap, sacándose del bolsillo un móvil minúsculo.

Marcó unos números mientras abría la puerta del despacho y luego salió al pasillo, donde murmuró unas cuantas frases que Trevor apenas alcanzó a oír. Wes miró a la pared con el arma descansando tranquilamente al lado de su silla. Trevor no lograba verla por más que lo intentara.

Chap entró de nuevo en el despacho y miró a Wes con dureza, como sí sus cejas y sus arrugas pudieran transmitir en cierto modo un mensaje de importancia trascendental. Trevor aprovechó el breve titubeo para intervenir.

—Creo que vale un millón de dólares —dijo—. Podría ser mi último caso. Me están ustedes pidiendo que divulgue una información confidencial sobre un cliente, un comportamiento imperdonable en un abogado. Me expulsarían de inmediato del colegio de abogados.

La expulsión hubiera significado todo un premio para el viejo Trevor, pero Wes y Chap optaron por no hacer ningún comentario. Nada bueno podrían sacar de una discusión acerca del valor de su licencia de abogado.

—Nuestro cliente pagará un millón de dólares —convino Chap.

Trevor soltó una carcajada. No lo pudo evitar. Se tronchó de risa como si le acabaran de contar un chiste divertidísimo, y los de la casa de enfrente se rieron de que Trevor se estuviera riendo.

Al final, Trevor consiguió dominarse. Dejó de reírse, pero no consiguió borrar la sonrisa de sus labios. Un millón de dólares. En efectivo. Libre de impuestos. Oculto en otro banco de las islas, naturalmente, lejos de las garras de Hacienda y de todos los demás organismos del Estado.

Después consiguió fruncir el ceño como un sesudo abogado, avergonzándose levemente de aquella reacción tan poco profesional. Estaba a punto de decir algo importante cuando se oyeron tres fuertes golpes con los nudillos al cristal de la puerta.

—Ah, sí —dijo—. Debe de ser el café.

—Tiene que largarse —indicó Chap.

—La enviaré a casa —contestó Trevor, levantándose por primera vez, un poco aturdido.

—No. Con carácter permanente. Que se largue del despacho.

—¿Cuánto sabe? —preguntó Wes.

—Es tonta de capirote —contestó jovialmente Trevor.

—Forma parte del trato —señaló Chap—. Ha de largarse ahora mismo. Tenemos muchas cosas de que hablar y no la queremos ver por aquí.

Los golpes se hicieron más apremiantes. Jan había abierto la puerta, pero la cadena de seguridad le impedía entrar.

—¡Trevor! ¡Soy yo! —gritó a través de la rendija de seis centímetros.

Trevor bajó muy despacio por el pasillo, rascándose la cabeza mientras trataba de encontrar las palabras. La miró absolutamente perplejo a través del cristal de la puerta.

—Ábrame —pidió ella en tono irritado—. El café está caliente.

—Quiero que se vaya a casa —dijo Trevor.

—¿Por qué?

—¿Por qué?

—Sí, ¿por qué?

—Pues porque, bueno… —Trevor se quedó momentáneamente sin palabras hasta que recordó el dinero. La desaparición de Jan formaba parte del trato—. Porque está usted despedida —concluyó.

—¿Cómo?

—¡He dicho que está usted despedida! —gritó Trevor lo bastante alto como para que sus nuevos compinches lo oyeran desde el despacho.

—¡No puede despedirme! Me debe demasiado dinero.

—¡No le debo a usted una mierda!

—¿Qué me dice de los mil dólares de sueldos atrasados?

Las ventanas de la casa de la acera de enfrente estaban llenas de rostros ocultos por los cristales tintados de una sola dirección. Las voces resonaron por toda la tranquila calle.

—¡Está usted loca! —gritó Trevor—. ¡No le debo ni un centavo!

—¡Mil cuarenta dólares, para ser más exactos!

—Está usted chalada.

—¡Hijo de la grandísima puta! Trabajo ocho años para usted cobrando el salario mínimo y, al final, encuentra usted un caso importante y me despide. ¿¡Es eso lo que está haciendo, Trevor!?

—¡Más o menos! ¡Lárguese ya!

—¡Ábrame la puerta, maldito cobarde!

—¡Lárguese, Jan!

—¡No sin antes llevarme mis cosas!

—Vuelva mañana. Estoy reunido con el señor Newman. —Dicho lo cual, Trevor retrocedió un paso.

Al ver que no le abría la puerta, Jan perdió los estribos.

—¡Hijo de la grandísima puta! —gritó, levantando todavía más la voz.

Después arrojó la taza de café con leche contra la puerta. El delgado cristal se estremeció, pero no se rompió, e inmediatamente quedó cubierto de un cremoso líquido de color marrón.

Trevor, a salvo en el interior de la casa, esbozó una mueca de desagrado y contempló horrorizado cómo aquella mujer a la que tanto conocía perdía de repente el juicio. Jan se apartó hecha una furia con el rostro congestionado y soltando maldiciones hasta que, de pronto, sus ojos se posaron en una piedra de gran tamaño. Era el vestigio de un proyecto de ajardinamiento largo tiempo olvidado, al que Trevor había dado el visto bueno, cediendo a sus insistentes peticiones. La tomó, apretó los dientes, soltó una nueva sarta de maldiciones y la arrojó contra la puerta.

Wes y Chap, haciendo alarde de una magistral interpretación, habían conseguido mantener un tono de absoluta seriedad, pero, cuando la piedra se estrelló contra el cristal de la puerta, no pudieron por menos que reírse.

—¡Maldita bruja del demonio!

Wes y Chap se rieron de nuevo y evitaron mirarse en un vano intento de recuperar la compostura.

Se hizo el silencio. Se había restablecido la paz dentro y fuera de la zona de recepción.

Trevor apareció incólume en la puerta del despacho, sin lesiones visibles.

—Les pido disculpas —susurró mientras regresaba a su sillón.

—¿Está usted bien? —preguntó Chap.

—Sí, no se preocupe. ¿Qué tal un café normal? —le preguntó Trevor a Wes.

—Mejor lo dejamos.

Los detalles se estudiaron minuciosamente durante el almuerzo, que Trevor insistió en disfrutar en el Pete’s. Encontraron una mesa hacia el fondo, cerca de las máquinas de pinball. Wes y Chap estaban un poco preocupados, pero muy pronto se dieron cuenta de que nadie escuchaba porque nadie mantenía conversaciones de negocios en el Pete’s.

Trevor se bebió tres cervezas grandes con sus correspondientes patatas fritas. El establecimiento también servía bebidas sin alcohol y hamburguesas.

Trevor quería tener el dinero en la mano antes de traicionar a su cliente. Acordaron entregarle cien mil en efectivo aquella misma tarde y cursar una orden inmediata de giro telegráfico para el resto. Trevor pidió que se hiciera a otro banco, pero ellos insistieron en seguir con el Geneva Trust de Nassau y le aseguraron que su acceso se limitaría a vigilar la cuenta; no podían manipular los fondos. Además, el banco recibiría el dinero a última hora de la tarde. Si cambiaran de banco, tal vez tardaran uno o dos días. Ambas partes estaban deseando cerrar cuanto antes el trato. Wes y Chap querían asegurarse la plena e inmediata protección de su cliente. Trevor quería entrar en posesión de su fortuna. Después de las tres cervezas se encontraba dispuesto a empezar a gastársela.

Chap se retiró un poco antes para ir por el dinero. Trevor pidió otra cerveza para el camino y subió al vehículo de Wes para dar una vuelta por la ciudad. El plan era reunirse con Chap en un lugar determinado y cobrar el dinero. Mientras circulaban en dirección sur por la autopista A1A que bordeaba la costa, Trevor empezó a hablar.

—Es curioso —dijo, con los ojos protegidos detrás de unas baratas gafas de sol y la nuca apoyada en el reposacabezas.

—¿Qué le resulta tan curioso?

—Los riesgos que la gente está dispuesta a correr. Su cliente, por ejemplo. Un hombre muy rico. Hubiera podido contratar los servicios de todos los chicos que le diera la gana, en cambio, decide contestar un anuncio de una revista gay y empieza a escribirle cartas a un perfecto desconocido.

—Es algo que no entiendo —convino Wes, y los dos chicos heterosexuales se sintieron momentáneamente identificados el uno con el otro—. Mi misión no es hacer preguntas.

—Supongo que es la emoción de lo desconocido —señaló Trevor, tomando un pequeño sorbo de la cerveza.

—Sí, probablemente. ¿Quién es Ricky?

—Se lo diré cuando me entreguen el dinero. ¿Cuál es su cliente?

—¿Cuál? ¿Con cuántas victimas está usted trabajando en estos momentos?

—Ricky ha estado muy ocupado últimamente. Debe de haber unas veintitantas.

—¿A cuántas han chantajeado?

—A dos o tres. Es una tarea muy desagradable.

—¿Y cómo se mezcló usted en todo eso?

—Soy el abogado de Ricky. Es muy inteligente, se aburría mucho y se le ocurrió la idea de la estafa para desplumar a los maricones que siguen encerrados en el armario. En contra de lo que me aconsejaba mi sentido común, decidí participar.

—¿Ricky es marica? —preguntó Wes.

Conocía los nombres de los nietos de Beech. Conocía el grupo sanguíneo de Yarber.

Sabía con quién se acostaba la mujer de Spicer allá en Misisipi.

—No —contestó Trevor.

—Pues entonces, está mal de la cabeza.

—No, es un buen chico. Bueno, dígame quién es su cliente.

—Al Konyers.

Trevor asintió con un gesto y trató de recordar cuántas cartas había manejado entre Al y Ricky.

—Qué casualidad, tenía previsto trasladarme a Washington para llevar a cabo ciertas investigaciones acerca del señor Konyers. Que no será su verdadero apellido, claro.

—Por supuesto que no.

—¿Conoce usted su verdadera identidad?

—No. Nos contrataron a través de un tercero.

—Qué interesante. ¿O sea que ninguno de nosotros conoce al verdadero Al Konyers?

—Exacto. Y estoy seguro de que todo seguirá así.

Trevor señaló una tienda de ultramarinos.

—Pare aquí. Necesito una cerveza.

Wes esperó cerca de la gasolinera. Habían acordado no comentar el tema de la bebida hasta que el dinero hubiera cambiado de mano y Trevor se lo hubiera dicho todo. Querían ganarse su confianza antes de invitarlo amablemente a beber un poco menos. Por nada del mundo querían que Trevor se pasara las noches en el Pete’s, bebiera demasiado y se fuera de la lengua.

Chap esperaba en un vehículo de alquiler idéntico, delante de una lavandería automática, a ocho kilómetros al sur de Ponte Vedra Beach. Le entregó a Trevor una delgada y barata cartera de documentos, diciendo:

—Está todo aquí dentro. Cien mil. Me reuniré de nuevo con vosotros en el despacho.

Trevor no lo oyó. Abrió la cartera de documentos y empezó a contar el dinero. Wes dio media vuelta para dirigirse al norte. Diez fajos de diez mil dólares, todo en billetes de cien.

Trevor cerró la cartera y cruzó la calle.