El equipo de la sección de Documentación utilizó el mismo ordenador portátil para escribir la última carta a Ricky. La había redactado el propio Deville y el señor Maynard le había dado el visto bueno.
Decía lo siguiente:
Querido Ricky,
Me alegro de que te envíen a la casa de acogida de Baltimore. Dame unos días y creo que podré conseguirte un trabajo de jornada completa por allí. Es un trabajo de tipo administrativo, no pagan un gran sueldo, pero es un buen sitio para empezar. Sugiero que vayamos un poco más despacio de lo que a ti te gustaría. Primero podríamos disfrutar de un tranquilo almuerzo y ver qué tal marchan las cosas. No me gusta precipitarme.
Espero que estés bien. Te escribiré la semana que viene para facilitarte más detalles sobre el trabajo. Cuidate.
Con mis mejores deseos,
Al
Sólo el nombre estaba escrito a mano, como en la anterior ocasión.
Se aplicó un matasellos del distrito de Columbia y la carta se envió por avión y se entregó en mano a Klockner en Neptune Beach.
Trevor se encontraba por casualidad en Fort Lauderdale, por una vez resolviendo unos asuntos legales legítimos, por lo que la carta permaneció un par de días en el apartado de correos de Aladdin North.
Cuando regresó muerto de cansancio, Trevor pasó por su despacho justo con el tiempo suficiente para iniciar una acalorada discusión con Jan y después salió hecho una furia y subió de nuevo a su automóvil para ir directamente a la oficina de correos. Para su deleite, la casilla estaba llena. Tiró la propaganda y recorrió en su automóvil el kilómetro que lo separaba de la oficina de correos de Atlantic Beach para echar un vistazo al apartado de correos de Laurel Ridge, la lujosa clínica de desintoxicación de Percy.
Tras haber recogido toda la correspondencia Trevor se dirigió a Trumble, para gran consternación de Klockner. Efectuó una llamada por el camino a su corredor de apuestas. Había perdido dos mil quinientos dólares en tres días en partidos de hockey, un deporte acerca del cual Spicer no sabía nada y en el que se negaba a apostar.
Trevor había elegido a sus preferidos, con los resultados que eran de esperar.
Spicer no contestó desde el patio cuando lo llamaron a través del sistema de megafonía de Trumble, por lo que fue Beech quien se reunió con Trevor en la sala de abogados. Ambos se intercambiaron la correspondencia, ocho cartas de salida y catorce de entrada.
—¿Qué hay de Brant, el de Upper Darby? —preguntó Beech, examinando los sobres.
—¿Qué quieres decir?
—¿Quién es? Ya estamos preparados para desplumarlo.
—Aún estoy investigando. He estado fuera unos días.
—Pues a ver si espabilas. Este tío podría ser el pez más gordo que jamás hayamos pescado.
—Mañana lo hago.
Beech no tenía que meditar acerca de ninguna apuesta y no le apetecía jugar a las cartas. Trevor se fue al cabo de veinte minutos.
Mucho después de la hora en que hubieran tenido que haber cenado y en que la biblioteca hubiera tenido que estar cerrada, los miembros de la Hermandad seguían silenciosamente encerrados en su cuartito, evitando mirarse a los ojos, contemplando la pared, profundamente enfrascados en sus pensamientos.
Tenían tres cartas sobre la mesa. Una era la del ordenador portátil de Al, con un matasellos de dos días atrás del distrito de Columbia. Otra era la nota manuscrita de Al, dando por finalizada la correspondencia con Ricky, con un matasellos de Salt Lake City de tres días atrás. Ambos escritos resultaban contradictorios y estaba claro que se debían a dos personas distintas. Alguien estaba manipulando indebidamente su correspondencia.
La tercera carta los dejó atónitos. La leyeron una y otra vez, uno a uno, colectivamente, en silencio y al unísono. La sujetaron por las esquinas, la sostuvieron contra la luz e incluso la olfatearon. Despedía un ligero olor a humo, lo mismo que el sobre y la otra carta de Al a Ricky.
Escrita a pluma, estaba fechada el 18 de abril a la una y veinte de la madrugada y dirigida a una mujer llamada Carol.
Querida Carol,
¡Qué noche tan extraordinaria! El debate no hubiera podido ir mejor, gracias en parte a ti y a los voluntarios de Pennsylvania. ¡Muchísimas gracias! Con un empujoncito más, ganamos. En Pennsylvania vamos por delante, sigamos así. Te veré la semana que viene.
La firmaba Aaron Lake. La tarjeta llevaba su nombre personalizado en la parte superior. La caligrafía era idéntica a la de la lacónica nota que Al le había enviado a Ricky.
El sobre estaba dirigido a Ricky a Aladdin North y, cuando Beech lo rasgó, no se percató de la existencia de la segunda tarjeta pegada a la parte posterior de la primera. Después, la tarjeta se había desprendido y había caído sobre la mesa y, al tomarla, él había visto el nombre de Aaron Lake impreso en negro.
El hecho se había producido hacia las cuatro de la tarde, no mucho después de que Trevor abandonara Trumble. Se habían pasado casi cinco horas examinando la correspondencia y ahora estaban casi seguros de (a) que la carta del ordenador portátil era espuria y que un hábil falsificador había firmado con el nombre de Al; (b) que la firma falsa de Al era prácticamente idéntica a la del Al auténtico, lo cual significaba que, en determinado momento, el falsificador había tenido acceso a la correspondencia de Ricky con Al; (c) que las notas a Ricky y Carol las había escrito a mano Aaron Lake; y (d) que la dirigida a Carol les había sido enviada por error.
Y, por encima de todo, que Al Konyers era, en realidad, nada menos que Aaron Lake.
Su pequeña estafa había atrapado al político más famoso del país.
Otras pruebas de menor importancia también apuntaban a Lake. Su tapadera era un servicio de apartados de correos del área del distrito de Columbia, un lugar donde el congresista Lake pasaba buena parte de su tiempo. Siendo un relevante político sometido cada dos por tres al capricho de los votantes, era lógico que se ocultara detrás de un seudónimo, así como el hecho de que utilizara un aparato con impresora para ocultar su caligrafía. Al no había enviado ninguna fotografía, otro indicio de que tenía mucho que esconder.
Consultaron los últimos periódicos de la biblioteca para poner en orden las fechas. Las notas manuscritas habían sido enviadas desde St. Louis al día siguiente del debate. Lake se encontraba allí porque su aparato se había incendiado y había tenido que efectuar un aterrizaje de emergencia.
La elección del momento para dar por finalizada la correspondencia parecía perfecta. Había empezado a cartearse con Ricky antes de su entrada en la carrera presidencial. En tres meses había tomado el país por asalto y se había hecho muy famoso. Ahora tenía mucho que perder.
Poco a poco y sin preocuparse por el tiempo que tardaran, construyeron su alegato contra Aaron Lake. Y, cuando les pareció que este era impecable, se aplicaron a la tarea de desmontarlo. El ataque más convincente corrió a cargo de Finn Yarber.
¿Y si alguien del equipo de colaboradores de Lake tuviera acceso a su papel de cartas?, apuntó Yarber. No era una mala pregunta. Se pasaron una hora dándole vueltas. ¿No hubiera sido capaz el tal Al Konyers de hacer algo semejante para esconderse? ¿Y si viviera en el área del distrito de Columbia y trabajara para Lake? Cabía la posibilidad de que Lake, que era un hombre muy ocupado, dejara en manos de un ayudante la redacción de sus notas personales. Yarber no recordaba haber concedido semejante autorización a ningún ayudante suyo cuando era magistrado. Beech jamás había permitido que nadie redactara sus notas personales. Spicer tampoco había hecho jamás una bobada semejante. Para eso estaban los teléfonos.
Sin embargo, ni Yarber ni Beech habían conocido jamás la tensión y la furia de algo que se pareciera ni remotamente a una campaña presidencial. Habían sido hombres muy ocupados en sus tiempos, recordaron con tristeza, pero ni mucho menos como Lake.
Suponiendo que fuera un ayudante de Lake, de momento su tapadera era perfecta, pues no les había revelado casi nada. No había enviado ninguna fotografía. Sólo les había facilitado unos vagos detalles acerca de su profesión y su familia. Le gustaban las películas antiguas y la comida china, y eso era más o menos todo lo que habían conseguido averiguar acerca de él. Konyers figuraba en su lista de amigos epistolares destinados a ser descartados a causa de su excesiva timidez. ¿Qué motivo tenía para cortar la relación en aquel momento?
No se les ocurría ninguna respuesta válida.
En cualquier caso, se trataba de una conjetura muy aventurada. Beech y Yarber llegaron a la conclusión de que ningún hombre en la situación de Lake, alguien con muy buenas posibilidades de convertirse en presidente de Estados Unidos, hubiera permitido que otra persona escribiera y firmara sus notas personales. Lake tenía cien colaboradores que podían escribir cartas e informes para que él se limitara a firmarlas en un santiamén.
Spicer había planteado una pregunta más seria. ¿Por qué razón hubiera Lake corrido el riesgo de enviar una nota manuscrita? Sus cartas anteriores se habían escrito a máquina en un sencillo papel blanco y enviadas en un sencillo sobre blanco. Los miembros de la Hermandad podían identificar a un cobarde por la clase de papel de cartas que utilizaba y Lake era tan cobardica como cualquiera de los que habían contestado a su anuncio. La campaña que tanto dinero derrochaba disponía de toda suerte de procesadores de textos, máquinas de escribir y ordenadores portátiles, sin duda el último grito en tecnología.
Para encontrar la respuesta, revisaron las pocas pruebas que obraban en su poder. La carta a Carol se había escrito a la una y veinte de la madrugada. Según un periódico, el aterrizaje de emergencia se había producido hacia las dos y cuarto, menos de una hora después.
—La escribió en el avión —dijo Yarber—. Era tarde, el aparato estaba lleno de gente, casi sesenta personas, según el periódico. Todas debían de estar muertas de cansancio y, a lo mejor, él no podía utilizar un ordenador en aquel momento.
—Pues entonces, ¿por qué no esperar? —preguntó Spicer.
Todos sabían que se le daba muy bien lo de hacer preguntas a las que nadie, ni él mismo, podía responder.
—Cometió un error. Creyó estar actuando con astucia, y probablemente así fue. Pero la correspondencia se mezcló.
—Hay que imaginarse la escena —dijo Beech—. Tiene la nominación en el bolsillo. Acaba de eliminar a su único adversario ante un público nacional y, al final, se ha convencido de que su nombre figurará en las papeletas en noviembre. Pero guarda un secreto. Tiene a Ricky y lleva ya varias semanas sin saber qué hacer con él. Al chico lo van a soltar, quiere una cita con él, etcétera. Lake se encuentra presionado por ambos frentes: por parte de Ricky y por la posibilidad de que lo elijan presidente. Y decide eliminar a Ricky. Le escribe una nota que tiene una posibilidad entre un millón de fallar, y va y se incendia el avión. Comete un pequeño error que se convierte en un monstruo.
—Y no lo sabe —añadió Yarber—. Todavía.
La teoría de Beech se fue imponiendo. Los tres la absorbieron en medio del opresivo silencio de la pequeña estancia. El grave alcance de su descubrimiento les impedía hablar y hasta casi pensar. Poco a poco y a medida que transcurrían las horas, asumieron la realidad de la situación.
Para responder a la siguiente pregunta, tuvieron que afrontar el desconcertante hecho de que alguien estaba manipulando su correspondencia. ¿Quién? ¿Y con qué propósito? ¿Cómo habían interceptado las cartas? El acertijo parecía irresoluble.
Insistieron una vez más en la hipótesis de que el culpable era alguien muy próximo a Lake, tal vez un ayudante que tenía acceso a sus datos y que había tropezado casualmente con las cartas. Era posible que con la manipulación de la correspondencia pretendiera proteger a Lake de Ricky, con la intención de acabar en cierto modo con aquella relación.
Los interrogantes eran tantos que no acertaban a formular ninguna teoría. Se rascaron la cabeza, se mordieron las uñas, y finalmente decidieron consultarlo con la almohada. No podían planificar la siguiente jugada porque la situación con la que se enfrentaban tenía más enigmas que respuestas.
Apenas durmieron, tenían los ojos irritados y ni siquiera se habían afeitado cuando volvieron a reunirse poco después de las seis de la mañana, sosteniendo en sus manos unas humeantes tazas de poliestireno de café muy cargado. Cerraron la puerta, sacaron las cartas, las volvieron a colocar exactamente en el mismo orden que la víspera y siguieron pensando.
—Creo que tendríamos que investigar el apartado de correos de Chevy Chase —dijo Spicer—. Es una tarea fácil, segura y normalmente rápida. Trevor lo ha podido hacer en casi todas partes. Si sabemos quién lo alquiló, habremos encontrado la respuesta a muchas preguntas.
—Cuesta creer que un hombre como Aaron Lake haya alquilado un apartado de correos para ocultar cartas como estas —observó Beech.
—No es el mismo Aaron Lake —dijo Yarber—. Cuando alquiló el apartado y empezó a escribir a Ricky, era un simple congresista, uno de los cuatrocientos treinta y cinco. Jamás habíamos oído hablar de él. Ahora la situación ha cambiado completamente.
—Y es justamente por eso por lo que quiere dar por terminada la relación —dijo Spicer—. Ahora todo es muy distinto. Tiene mucho más que perder.
El primer paso sería indicar a Trevor que investigara el apartado de correos de Chevy Chase.
El segundo paso no estaba tan claro. Temían que Lake, pues daban por sentada su identidad como Al, se percatara del error que había cometido con las cartas. Contaba con docenas de millones de dólares (un hecho que en modo alguno les había pasado inadvertido) y no le hubiera resultado difícil utilizarlos para identificar a Ricky. Dada la enormidad del riesgo que corría, en caso de que se percatara de su error, Lake haría cualquier cosa con tal de neutralizar a Ricky.
Así pues, discutieron la posibilidad de escribirle una nota en la cual Ricky le suplicara que no le cerrara la puerta en las narices de aquella manera. Ricky necesitaba su amistad, sólo eso, etcétera. El propósito seria dar la impresión de que no había ocurrido nada. Esperaban que Lake la leyera, se rascara la cabeza y se preguntara dónde demonios había ido a parar la maldita tarjeta que le había escrito a Carol.
Llegaron a la conclusión de que semejante nota seria una imprudencia, pues alguien más estaba leyendo también las cartas. Hasta que descubrieran quién, no podían arriesgarse a mantener ulteriores contactos con Al.
Se terminaron el café y se dirigieron a la cafetería. Desayunaron solos a base de cereales, fruta y yogur, alimentos sanos pues pensaban recuperar la libertad. Recorrieron cuatro veces la pista de atletismo juntos sin respirar humo de tabaco y regresaron a la estancia para seguir reflexionando durante toda la mañana.
Pobre Lake. Corría de un estado a otro con un séquito de cincuenta personas, llegaba tarde a tres compromisos simultáneos y una docena de ayudantes le hablaba en susurros a ambos oídos. No tenía tiempo para pensar por su cuenta.
En cambio, los miembros de la Hermandad disponían de todo el día, horas y más horas, para pensar y urdir sus planes. Era un combate desigual.