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Durante dos duros y largos meses, Aaron Lake y el gobernador Tarry habían recorrido los veintiséis estados de costa a costa, con casi veinticinco millones de votos ya escrutados. Trabajaban dieciocho horas al día, seguían unos horarios brutales y no paraban de viajar, arrastrados por la típica locura de una carrera presidencial.

Sin embargo, ambos trataban por todos los medios de evitar un debate cara a cara. Tarry no lo había querido al principio de las primarias porque entonces él llevaba ventaja. Contaba con una buena organización, fondos y encuestas favorables. ¿Por qué legitimar a la oposición? Lake tampoco lo deseaba porque era un recién llegado a la escena nacional, un novato en las lides de la campaña y, además, le resultaba mucho más fácil escudarse detrás de un guión y de una amable cámara y ofrecer anuncios siempre que fuera necesario. Los riesgos de un debate en directo eran demasiado elevados.

A Teddy tampoco le gustaba la idea.

Pero las campañas cambian. Los que marchan en cabeza desaparecen, las pequeñas cuestiones se convierten en puntos determinantes, la prensa es capaz de crear una crisis por puro aburrimiento.

Tarry llegó a la conclusión de que necesitaba un debate porque estaba sin blanca y perdía una primaria tras otra. «Aaron Lake está tratando de comprar estas elecciones —repetía una y otra vez—. Y yo quiero enfrentarme con él de hombre a hombre». Sonaba bien y la prensa lo había machacado.

«Evita el debate», había declarado Tarry, y a la jauría también le gustó.

La respuesta de Lake era: «El gobernador lleva esquivando un debate desde Michigan».

De esta manera, ambos se pasaron tres meses jugando al juego de «es él quien huye de mí» hasta que la gente empezó a comprender la situación.

Lake se mostraba reacio, pero también necesitaba una tribuna. A pesar de que seguía ganando una semana tras otra, estaba derribando a un adversario que llevaba mucho tiempo desmoronándose. En sus encuestas y en las del CAP-D quedaba claro el gran interés de los votantes por su persona, pero, sobre todo, porque constituía una novedad, era guapo y en principio cumplía los requisitos para ser elegido.

Aunque la gente lo ignorara, las encuestas dejaban entrever también algunas áreas bastante flojas. Una de ellas era que la campaña se apoyaba en un solo tema. Los gastos de defensa pueden despertar el interés de los votantes sólo hasta cierto punto, pero en las encuestas quedaba de manifiesto la gran preocupación de la gente por la postura de Lake en otras cuestiones.

En segundo lugar, Lake se encontraba todavía cinco puntos por debajo del vicepresidente en su hipotético enfrentamiento de noviembre. Los votantes estaban hartos del vicepresidente, pero, por lo menos, sabían quién era. Lake seguía siendo un misterio para muchos. Además, ambos mantendrían varios debates antes de noviembre. Lake, que tenía la nominación en la mano, necesitaba pasar por aquella experiencia.

Tarry no contribuía a mejorar la situación con su constante pregunta: ¿Quién es Aaron Lake? Con una parte de los escasos fondos que todavía le quedaban, autorizó la impresión de unas pegatinas con la ya famosa cuestión: ¿Quién es Aaron Lake?

(Era una pregunta que Teddy se formulaba día y noche, pero por otra razón).

Decidieron celebrar el debate en un pequeño colegio universitario luterano de Pennsylvania, que contaba con una acogedora sala de actos, buena acústica, excelente iluminación y un público muy fácil de controlar. Ambas partes discutieron hasta los más mínimos detalles y sólo consiguieron llegar a un acuerdo porque en ese momento los dos candidatos necesitaban un debate. Habían estado a punto de llegar a las manos por la cuestión del formato exacto, pero, una vez resueltos los problemas, cada parte obtuvo algo de lo que deseaba. Los medios de difusión consiguieron colocar a tres periodistas en el escenario para que formularan preguntas directas durante un tiempo determinado. Se concedieron veinte minutos a los espectadores para que preguntaran lo que quisieran sin ninguna limitación. Tarry, que era abogado de profesión, pidió cinco minutos para comentarios iniciales y una declaración final de diez minutos. Lake pidió treinta minutos de debate exclusivamente con Tarry, sin interrupciones de nadie ni exclusión de ningún tema, sólo ellos dos enfrentándose sin ninguna norma. La exigencia aterrorizó al bando de Tarry, que estuvo a punto de romper el pacto.

El moderador era una figura radiofónica local. Se calculaba una audiencia de unos dieciocho millones de telespectadores cuando este dijo:

—Buenas noches y bienvenidos al primer y único debate entre el gobernador Wendell Tarry y el congresista Aaron Lake.

Tarry llevaba un traje azul marino elegido por su mujer; con la consabida camisa azul y la esperada corbata azul y roja. Lake lucía un impresionante traje beige con camisa blanca de cuello ancho y una corbata en tonos rojos, granates y otra media docena de colores. Todo el conjunto había sido escogido por un asesor de moda para que combinara con los colores del decorado. A Lake le habían hecho un baño de color en el cabello y le habían blanqueado los dientes. Se había pasado cuatro horas bronceándose con sol artificial y se le veía delgado y vigoroso, con ganas de subir al escenario.

Por su parte, el gobernador Tarry era un hombre naturalmente apuesto, pero, a pesar de que sólo le llevaba cuatro años a Lake, la campaña le había producido un considerable desgaste. Tenía los ojos enrojecidos, había engordado unos cuantos kilos y este hecho se le notaba especialmente en la cara. Cuando hizo sus comentarios iniciales, unas gotas de sudor aparecieron en su frente y brillaron bajo los focos.

La sabiduría popular decía que Tarry tenía más que perder, pues ya había perdido mucho. A principios de enero, profetas tan prescientes como la revista Time habían señalado que tenía la nominación al alcance de la mano. Llevaba tres años de campaña y esta se había basado sobre todo en el apoyo popular y la atención a las cuestiones que afectaban más directamente a los ciudadanos. Todos los jefes de las circunscripciones electorales y todos los encuestadores de Iowa y New Hampshire habían tomado café con él. Su organización era impecable.

De pronto, había aparecido Lake con sus demagógicos anuncios y la magia del tema único.

Tarry necesitaba urgentemente una actuación sensacional o una tremenda metedura de pata por parte de Lake.

No ocurrió ninguna de las dos cosas. Se arrojó una moneda al aire y le tocó salir primero. Cometió unos fallos tremendos en sus declaraciones iniciales, se movió sin la menor soltura en el estrado y trató desesperadamente de aparentar seguridad, pero olvidó el contenido de sus notas. Era abogado de profesión, pero estaba especializado en valores. Olvidó comentar todos los puntos que le habían preparado sus asesores y volvió a su tema de siempre: el señor Lake intentaba comprar las elecciones porque no tenía nada que decir. Sus palabras no tardaron en adquirir un tono crispado. Lake le escuchaba con un serena sonrisa en los labios; todo aquello le resbalaba como el agua.

El flojo comienzo de Tarry envalentonó a Lake, le infundió una inyección de confianza y le convenció de la necesidad de permanecer detrás de la tribuna, donde la situación era más cómoda y segura, y donde además tenía las notas. Empezó declarando que no había acudido allí para arrojar barro contra nadie y que sentía un gran respeto por el gobernador Tarry, pero que todos acababan de oírle hablar por espacio de cinco minutos y once segundos y no le habían oído decir nada positivo.

Después prescindió de su adversario y se refirió brevemente a tres cuestiones que era preciso discutir. La rebaja de los impuestos, la reforma de la asistencia social y el déficit comercial. Ni una sola palabra relativa al tema de la defensa.

La primera pregunta del grupo de periodistas fue para Lake y se refería al superávit presupuestario. ¿Qué había que hacer con aquel dinero? Era un suave aguijonazo por parte de un periodista que le tenía simpatía y Lake se entregó con entusiasmo a la respuesta. Salvar por encima de todo la Seguridad Social, dijo. Después, en un impresionante alarde de sabiduría económica expuesta en un lenguaje llano, explicó con toda claridad de qué manera se debería utilizar el dinero. Aportó cifras, porcentajes y previsiones, todo de memoria.

El gobernador Tarry se limitó a apuntar a la rebaja de impuestos. Devolver el dinero a las personas que lo habían ganado.

Pocos tantos se apuntaron los candidatos durante la tanda de preguntas. Ambos estaban muy bien preparados. La mayor sorpresa fue el hecho de que Lake, el hombre que quería adueñarse del Pentágono, tuviera unos conocimientos tan profundos acerca de todas las demás cuestiones.

El debate acabó convirtiéndose en el consabido toma y daca. Las preguntas del público fueron las previstas. Lo bueno empezó cuando los candidatos fueron autorizados a interrogarse mutuamente. Tarry fue el primero y, como era de esperar, preguntó a Lake si intentaba comprar las elecciones.

—No parecía usted preocupado por el dinero cuando lo tenía en mayor cantidad que nadie —fue la respuesta de Lake, lo cual provocó la reacción inmediata del público.

—Yo no tenía cincuenta millones de dólares —objetó Tarry.

—Yo tampoco —replicó Lake—. Ahora son más bien sesenta millones y estamos recibiendo dinero con tal rapidez que apenas nos da tiempo a contarlo. Procede de la clase trabajadora y de la clase media. El ochenta y uno por ciento de nuestros partidarios gana menos de cuarenta mil dólares al año. ¿Tiene usted algo en contra de estas personas, gobernador Tarry?

—Se debería fijar un límite a los gastos de los candidatos.

—Estoy de acuerdo. Tanto es así que en el Congreso he votado ocho veces en favor de la limitación. Usted, en cambio, sólo se refirió a esta cuestión cuando se le empezó a terminar el dinero.

El gobernador Tarry contempló la cámara con la petrificada mirada de un venado sorprendido por los faros de un automóvil. Algunos partidarios de Lake repartidos entre el público soltaron unas carcajadas, procurando que fueran justo lo bastante sonoras como para que se oyeran bien.

En la frente del gobernador volvieron a formarse unas gotitas de sudor mientras este consultaba unas tarjetas de notas de considerable tamaño. No era estrictamente un gobernador en ejercicio, pero seguía prefiriendo aquel título. En realidad, habían transcurrido nueve años desde que los votantes de Indiana lo mandaran a paseo al término de un solo mandato. Lake se reservó unos cuantos minutos aquella munición.

Tarry preguntó a continuación por qué motivo Lake había votado en favor de cincuenta y cuatro nuevos impuestos a lo largo de los catorce años que llevaba en el Congreso.

—No recuerdo si fueron cincuenta y cuatro exactamente —contestó Lake—. Sin embargo, un considerable número de ellos eran sobre el tabaco, las bebidas alcohólicas y los juegos de azar. Voté también en contra del aumento de los impuestos sobre la renta de las personas físicas, la retención de impuestos y los impuestos de la Seguridad Social. No me avergüenzo de mi historial. Por cierto, hablando de impuestos, señor gobernador, durante sus cuatro años de mandato en Indiana, ¿cómo explica usted el hecho de que los impuestos de las personas físicas aumentaran un promedio de un seis por ciento? —Al ver que no se producía un respuesta inmediata a su pregunta, Lake prosiguió—: Usted quiere reducir los gastos federales, pero, en sus cuatro años de mandato en Indiana, los gastos aumentaron un dieciocho por ciento. También quiere reducir los impuestos sobre los beneficios de las sociedades, en cambio, durante sus cuatro años de mandato en Indiana, los impuestos sobre este mismo concepto aumentaron hasta un tres por ciento. Quiere acabar con la asistencia social, pero, cuando usted era gobernador, se añadieron cuarenta mil personas a la nómina de beneficiarios de este servicio en Indiana. ¿Cómo explica usted todo eso?

Cada ataque relacionado con Indiana era un duro golpe y Tarry ya estaba contra las cuerdas.

—Discrepo de las cifras, señor —consiguió decir este—. En Indiana se crearon muchos puestos de trabajo.

—¿De veras? —replicó Lake en tono irónico. Sacó una hoja papel de su tribuna como si fuera un auto de acusación contra el gobernador Tarry—. Tal vez sea cierto, pero también lo es que durante sus cuatro años de mandato, casi sesenta mil trabajadores fueron al paro —anunció sin examinar la hoja de papel.

Era evidente que a Tarry los cuatro años de gobernador no le habían ido bien, aunque no lo era menos que el momento de crisis económica lo había perjudicado. Todo aquello ya lo había explicado antes y le hubiese encantado poder volver a explicarlo, pero, por desgracia, sólo le quedaban unos pocos minutos en la televisión nacional. No estaba dispuesto a perderlos en minucias sin importancia.

—La carrera en la que estamos participando no se refiere a Indiana —alegó, esbozando una leve sonrisa—. Se refiere a los cincuenta estados de la Unión. Se refiere a la clase trabajadora de todos ellos, que tendrá que pagar más impuestos para financiar sus proyectos de defensa chapados en oro, señor Lake. No es posible que hable usted en serio cuando afirma que piensa doblar el presupuesto del Pentágono.

Lake miró con dureza a su adversario.

—Hablo completamente en serio. Y, si usted quisiera unas fuerzas armadas debidamente equipadas, seguiría mi ejemplo.

Inmediatamente soltó toda una interminable serie de estadísticas relacionadas entre sí, en las cuales quedaba claramente de manifiesto la escasa preparación de las fuerzas armadas, y lo hizo con tal contundencia que, cuando terminó, las fuerzas armadas estadounidenses hubieran tenido serias dificultades para invadir las Bermudas.

Sin embargo, Tarry contaba con un estudio que demostraba justamente todo lo contrario, un abultado y reluciente informe elaborado por un equipo de expertos dirigido por varios exalmirantes. Lo mostró a las cámaras y afirmó que semejante escalada armamentista no era necesaria. El mundo estaba en paz, con la excepción de algunas guerras civiles y regionales que carecían de interés para Estados Unidos, y este era la única superpotencia que quedaba en pie. La guerra fría ya había pasado a la historia. China se encontraba a muchas décadas de alcanzar algo que remotamente se pareciera a la paridad. ¿Por qué obligar a los contribuyentes a gastarse decenas de miles de millones de dólares en nuevo armamento?

Ambos se pasaron un buen rato discutiendo acerca de la forma en que se pagaría todo aquello, y Tarry se apuntó algunos tantos menores. Sin embargo estaban en el terreno de Lake y, a medida que iban ahondando en la cuestión, cada vez resultaba más evidente que los conocimientos de este acerca del tema eran muy superiores a los del gobernador.

Lake se había guardado la mejor baza para el final. Durante sus diez minutos de recapitulación, regresó a Indiana y a la desdichada lista de los fracasos de Tarry en su único mandato en aquel estado. La tesis era muy sencilla y altamente eficaz: si no había sabido gobernar Indiana, ¿cómo iba a gobernar todo el país?

—No tengo nada en contra de los ciudadanos de Indiana —declaró Lake en determinado momento—. De hecho, hicieron alarde de una gran prudencia al devolver al señor Tarry a la vida privada al término de un solo mandato. Comprendieron que había fallado. Por eso, sólo un treinta y ocho por ciento de ellos votó en favor de su reelección cuando les pidió otros cuatro años. ¡Un treinta y ocho por ciento! Debemos confiar en los ciudadanos de Indiana. Ellos conocen a este hombre. Lo han visto gobernar. Cometieron un error que supieron enmendar. Sería muy lamentable que ahora el resto del país cayera en el mismo error.

Las encuestas instantáneas dieron como resultado una contundente victoria de Lake. EL CAP-D llamó a mil votantes inmediatamente después del debate. Casi un setenta por ciento opinaba que Lake había sido el mejor.

En un vuelo nocturno del Air Lake desde Pittsburgh a Wichita se descorcharon varias botellas de champán y se organizó una pequeña fiesta. Seguían recibiéndose los resultados de las encuestas y cada uno mejoraba el anterior. A bordo del aparato se respiraba moral de victoria.

Lake no había prohibido el consumo de bebidas alcohólicas a bordo de su Boeing, pero las había desaconsejado. En caso de que algún miembro de su equipo tomara un trago, procuraba hacerlo muy rápido y siempre disimuladamente. No obstante, algunos momentos exigían una pequeña celebración. Él mismo se tomó un par de copas de champán. Sólo estaban presentes sus más íntimos colaboradores. Les dio las gracias y los felicitó a todos y, por pura diversión, volvieron a visionar los momentos culminantes del debate mientras descorchaban otra botella de champán. Pulsaban el botón de pausa del vídeo cada vez que el gobernador Tarry se mostraba especialmente perplejo, y soltaban sonoras carcajadas.

Sin embargo la fiesta fue muy breve, pues pudo más el agotamiento. Aquella gente llevaba varias semanas durmiendo apenas cinco horas por noche. Muchos habían dormido todavía menos la víspera del debate. El propio Lake estaba exhausto. Apuró la tercera copa de champán, la primera vez en muchos años que bebía tanto, se acomodó en su mullido sillón reclinable de cuero y se cubrió con una gruesa manta. Sus colaboradores se tumbaron por doquier en la oscuridad de la cabina del aparato.

Lake no pudo dormir; raras veces lo conseguía a bordo de un avión. Tenía demasiadas cosas en que pensar y por las que preocuparse. Era imposible no saborear la victoria del debate; mientras daba vueltas bajo la manta, repitió sus mejores frases de aquella noche. Había estado brillante, algo que jamás se hubiera atrevido a reconocer ante nadie.

La nominación ya era suya. Sería exhibido en la convención y después, él y el vicepresidente se pasarían cuatro meses liándose a puñetazos según la más espléndida de todas las tradiciones norteamericanas.

Encendió la pequeña lámpara de lectura del techo. Alguien más estaba leyendo al fondo del pasillo, cerca de la cabina del piloto. Otro que padecía insomnio y que también había encendido la lámpara de lectura. Casi todos roncaban bajo las mantas, el sueño de unos agobiados jóvenes muertos de agotamiento.

Lake abrió la cartera de documentos y sacó una pequeña carpeta en la que guardaba las tarjetas de su correspondencia personal. Eran unas tarjetas de diez por quince centímetros de cartulina gruesa color marfil en cuya parte superior figuraba su nombre en letra gótica de color negro. Con su gruesa pluma Montblanc, una pieza casi de anticuario, Lake garabateó una breve nota a un antiguo compañero suyo de habitación de sus tiempos de estudiante, ahora profesor de latín en un centro universitario de Tejas. Escribió una nota de agradecimiento al moderador del debate y otra a su coordinador de Oregón. A Lake le encantaban las novelas de Clancy. Acababa de terminar de leer la última, la más larga que hubiera publicado, y escribió al autor una nota de felicitación.

A veces, sus notas eran muy largas y, por esta razón, tenía también otras tarjetas del mismo tamaño y color pero sin el nombre. Echó un rápido vistazo para cerciorarse de que todo el mundo estaba profundamente dormido y escribió rápidamente:

Querido Ricky,

Creo que es mejor que demos por terminada nuestra correspondencia. Te deseo éxito en tu desintoxicación.

Sinceramente,

Al

Escribió la dirección en un sobre sin ninguna identificación. Se sabía de memoria la dirección de Aladdin North. Después volvió a sus tarjetas personalizadas y escribió toda una serie de notas de agradecimiento a varias personas que habían contribuido con generosas aportaciones a su campaña. Escribió veinte antes de que el cansancio se apoderara de él. Con las tarjetas todavía delante y la lámpara de lectura encendida, se rindió al agotamiento y, en cuestión de unos minutos, se quedó dormido.

Llevaba menos de una hora durmiendo cuando unas aterrorizadas voces lo despertaron. Las luces estaban encendidas, la gente se movía de un lado para otro y había humo en la cabina mientras una especie de timbre sonaba insistentemente desde la cabina del piloto. En cuanto se orientó un poco, Lake se dio cuenta de que el morro del aparato apuntaba hacia abajo. Un pánico total se apoderó de inmediato de todos los presentes mientras unas mascarillas de oxigeno bajaban desde el techo. Después de tantos años en que todos habían contemplado con indiferencia las consabidas demostraciones de los auxiliares de vuelo, las malditas máscaras tendrían que ser utilizadas. Lake se colocó la suya e inhaló profundamente.

El piloto anunció que iban a efectuar un aterrizaje de emergencia en St. Louis. Las luces parpadearon y alguien lanzó un grito. Lake hubiera deseado recorrer la cabina y tranquilizar a la gente, pero la mascarilla se negaba a acompañarlo. En la zona situada a su espalda se encontraban unos veinticuatro periodistas y aproximadamente otros tantos agentes del servicio secreto. Era posible que allí detrás no les cayeran las mascarillas, pensó, pero inmediatamente se avergonzó de haberlo pensado.

El humo era cada vez más denso y las luces se estaban apagando. Tras el pánico inicial, Lake consiguió pensar con cierta tranquilidad, aunque sólo por un segundo. Recogió rápidamente las tarjetas de correspondencia y los sobres. La dirigida a Ricky le llamó la atención justo el tiempo suficiente para introducirla en el sobre en el que figuraba la dirección de Aladdin North. Cerró el sobre y volvió a guardar la carpeta en su cartera de documentos. Las luces volvieron a parpadear y finalmente se apagaron del todo.

Los ojos les escocían y las mejillas les ardían por la acción del humo. El aparato estaba descendiendo a un ritmo muy rápido. Desde la cabina del piloto se oían los timbres de advertencia y los aullidos de las sirenas.

No es posible que esté ocurriendo, pensó Lake mientras se agarraba al brazo de su asiento. Estoy a punto de ser elegido presidente de Estados Unidos. Pensó en Rocky Marciano, Buddy Holly, Otis Redding, Thurman Munson, el senador Tower de Tejas, Mickey Leland de Houston, un amigo suyo. Y en John F. Kennedy, hijo, y en Ron Brown.

La atmósfera se enfrió de repente y el humo se disipó con gran rapidez. Volaban a menos de tres mil metros de altura y el piloto había conseguido ventilar la cabina. El aparato se enderezó y, a través de las ventanillas, distinguieron las luces de tierra.

—Por favor, sigan utilizando las mascarillas de oxígeno —indicó el piloto en medio de la oscuridad—. Vamos a aterrizar dentro de unos minutos. Creemos que no habrá ningún problema.

¿Ningún problema? Debe de estar bromeando, pensó Lake. Necesitaba ir al lavabo con urgencia.

Un leve suspiro de alivio recorrió el aparato. Poco antes de aterrizar, divisaron las luces intermitentes de cien vehículos de emergencia. Brincaron un poco tal como suele ocurrir en todos los aterrizajes normales y, cuando se detuvieron al final de la pista, se abrieron las portezuelas de emergencia.

Inmediatamente se produjo una estampida controlada y, en cuestión de unos minutos, los miembros de los equipos de emergencia los agarraron y se los llevaron a las ambulancias. El incendio, en la zona de equipajes del Boeing, aún se estaba extendiendo cuando tomaron tierra. Mientras Lake se alejaba corriendo del aparato, vio que los bomberos se acercaban. El humo salía por debajo de las alas.

Unos minutos más, pensó Lake, y hubiéramos muerto todos.

—De buena nos hemos librado, señor —farfulló un auxiliar sanitario mientras corría a su lado.

Lake asió con fuerza su cartera de documentos con las cartas que contenía y, por primera vez, se quedó paralizado a causa del terror.

Probablemente, el incidente aéreo y la inevitable e incesante andanada de preguntas de los medios de difusión que se produjo a continuación no sirvió para aumentar la popularidad de Lake. Sin embargo la publicidad nunca venía mal. Lake apareció en todos los programas de noticias matinales, comentando su decisiva victoria sobre el gobernador Tarry en el debate y, a continuación, facilitando detalles sobre el que muy bien hubiera podido ser el último vuelo de su vida.

—Creo que me pasaré algún tiempo viajando en autobús —dijo, soltando una carcajada.

Echó mano de todo su sentido del humor y explotó al máximo la indiferente actitud del bueno-no-ha-sido-nada. Los miembros de su equipo contaban otras historias, acerca de cómo habían respirado oxígeno en la oscuridad en medio de un humo cada vez más denso y ardiente. Los periodistas que viajaban a bordo del aparato eran unas ansiosas fuentes de información y se mostraron encantados de facilitar detallados relatos acerca de aquel horror.

Teddy Maynard lo vio todo desde su búnker. Tres de sus hombres viajaban en el aparato y uno de ellos lo había llamado desde el hospital de St. Louis.

Fue un acontecimiento desconcertante. Por una parte, Teddy seguía creyendo en la importancia de una presidencia Lake. De ella dependía la seguridad del país.

Por otra parte, un accidente no hubiera representado una catástrofe. Lake y su doble vida hubieran desaparecido con él. Un enorme quebradero de cabeza eliminado. El gobernador Tarry había comprobado directamente el poder de las ilimitadas cantidades de dinero. Teddy hubiera podido cerrar un trato con él a tiempo para hacerle ganar en noviembre.

Pero Lake seguía en pie, ahora con más firmeza que nunca. Su bronceado rostro apareció en la primera plana de todos los periódicos y fue enfocado en primer plano por todas las cámaras. Su campaña había avanzado con más rapidez de lo que había imaginado Teddy.

Por consiguiente, ¿a qué venía tanta angustia en el búnker? ¿Por qué no lo celebraba Teddy?

Porque aún tenía que resolver el acertijo de la Hermandad. Y no podía empezar a eliminar gente por ahí.