El Sur se entusiasmó con Aaron Lake y su amor a las armas y las bombas, su lenguaje directo y su interés por la preparación militar. El candidato inundó Florida, Misisipi, Tennessee, Oklahoma y Tejas de anuncios todavía más audaces que los primeros. Y su equipo inundó aquellos mismos estados con más dinero del que jamás hubiera cambiado de manos en vísperas de unas elecciones.
El resultado fue otro paseo, en el que Lake obtuvo doscientos sesenta de los trescientos doce delegados que estaban en liza en el «Supermartes». Tras el recuento de votos del 14 de marzo, quedaron decididos mil trescientos un delegados, de un total de dos mil sesenta y seis. Lake ganaba al gobernador Tarry por ochocientos uno contra trescientos noventa.
La carrera estaba ya decidida, a no ser que ocurriera una catástrofe imprevista.
El primer trabajo de Buster en Trumble fue el manejo de una desyerbadora, por el que le pagaban un sueldo inicial de veinte centavos la hora. O eso, o fregar el suelo de la cafetería. Prefería la primera labor, porque le gustaba el sol y no quería que la piel se le volviera tan descolorida como la de algunos pálidos reclusos que había visto por allí. Y tampoco quería engordar como algunos de ellos. Esto es una cárcel, se decía, ¿cómo es posible que estén tan gordos?
Se esforzaba trabajando bajo el sol, conservaba el bronceado, estaba firmemente decidido a mantener el vientre plano y trataba animosamente de hacer bien las cosas. Pero, al cabo de diez días, Buster comprendió que no duraría cuarenta y ocho años.
¡Cuarenta y ocho años! ¡Ni siquiera podía empezar a imaginarlo! ¿Quién hubiese sido capaz de hacerlo?
Se había pasado las primeras cuarenta y ocho horas llorando.
Trece meses atrás, él y su padre llevaban el negocio del embarcadero, trabajaban con los barcos y pescaban dos veces por semana en el golfo de México.
Trabajó muy despacio alrededor del borde de hormigón de una cancha de baloncesto donde se estaba desarrollando un embarullado partido. Después hizo lo mismo alrededor del cajón de arena donde a veces los reclusos jugaban al voleibol. A lo lejos, una solitaria figura caminaba alrededor de la pista, un hombre que parecía un anciano, desnudo de cintura para arriba y con el cabello gris recogido en una coleta. Su aspecto le resultaba vagamente familiar. Buster pasó la desyerbadora por los dos bordes de una acera y se acercó a la pista de atletismo.
El solitario paseante era Finn Yarber, uno de los jueces que estaba tratando de echarle una mano. Caminaba alrededor del óvalo con paso regular, la mirada fija al frente y la espalda muy erguida. No es que fuera un atleta, pero tampoco estaba mal para tener sesenta y cinco años. Iba descalzo y con el torso desnudo, y el sudor le bajaba por la reseca piel.
Buster apagó la desyerbadora y la depositó en el suelo. Cuando estuvo más cerca, Yarber lo vio y le preguntó:
—Hola, Buster. ¿Qué tal va eso?
—Aún estoy aquí —respondió el chico—. ¿Le importa que camine un poco con usted?
—En absoluto —contestó Finn sin perder el ritmo.
Cuando ya casi llevaban recorrido un kilómetro y medio, Buster se atrevió a preguntar:
—¿Cómo van mis recursos?
—El juez Beech está en ello. El veredicto parece que esta en orden, lo cual no es una buena noticia. Muchos tíos entran aquí con unos veredictos que presentan defectos de forma y, en general, nosotros presentamos recurso y conseguimos rebajarles unos cuantos años. Pero, en tu caso, no es así. Lo siento.
—No importa. ¿Qué más da unos cuantos cuando son cuarenta y ocho? Veintiocho, treinta y ocho, cuarenta y ocho, ¿qué más da?
—Puedes presentar recursos. Cabe la posibilidad de que se revoque la decisión.
—No caerá esa breva.
—No pierdas las esperanzas, Buster —dijo Yarber sin el menor asomo de convicción.
Conservar cierta esperanza implicaba seguir confiando en el sistema. Y Yarber, por supuesto, ya no lo hacía en absoluto. Había sido acusado y condenado por la misma ley que él antaño había defendido.
Sin embargo, por lo menos Yarber había tenido enemigos y casi comprendía por qué razón lo habían perseguido.
En cambio, aquel pobre chico no había hecho nada malo. Buster era totalmente inocente, otra víctima del exceso de celo de un fiscal.
Según los documentos, por lo visto el padre del chico ocultaba un poco de dinero en efectivo, pero nada importante. Nada que pudiera justificar un auto de acusación de ciento sesenta páginas por asociación delictiva.
La esperanza. Se sentía un hipócrita por el solo hecho de pensar en aquella palabra. Ahora los tribunales de casación estaban llenos de derechistas defensores de la ley y el orden, y no era fácil que se revocara una sentencia de un caso de droga. Aplicarían un sello de goma al recurso del chico y pensarían que, de aquella manera, contribuían a velar por la seguridad en las calles.
El mayor cobarde había sido el juez. Es lógico que los fiscales busquen la condena del acusado, pero la labor de los jueces debería permitir apartar del caso a los acusados de delitos menos graves. Buster y su padre hubieran tenido que ser separados de los colombianos y de sus secuaces, y enviados a casa antes de que se iniciara el juicio.
Ahora uno de ellos había muerto. Y el otro estaba perdido. Y a ningún funcionario del sistema federal le importaba una mierda. Se trataba de un caso más de narcotráfico.
Al llegar a la primera curva de la ovalada pista, Yarber aminoró la marcha y se detuvo. Miró a lo lejos, más allá de un prado hacia la arboleda. Buster también miró. Se había pasado diez días contemplando el perímetro de Trumble y había visto que no había vallas, alambradas electrificadas ni torres de vigilancia.
—El último que se largó de aquí —dijo Yarber sin mirar nada en concreto—, se fue a través de aquellos árboles. La arboleda tiene varios kilómetros de longitud y, al otro lado, sales a una carretera rural.
—¿Quién era?
—Un tipo llamado Tommy Adkins. Era un banquero de Carolina del Norte que fue sorprendido con las manos en la masa.
—¿Qué fue de él?
—Se volvió loco y un día se largó. Tardaron seis horas en darse cuenta de que se había fugado. Un mes más tarde, lo encontraron en la habitación de un motel de Cocoa Beach, pero no la policía sino las camareras. Estaba acurrucado en posición fetal, desnudo, chupándose el pulgar y completamente ido. Lo encerraron en un manicomio.
—¿Seis horas tardaron?
—Casi.
—Ya.
—Sí, pero después los atrapan porque cometen estupideces. Se emborrachan en los bares. Conducen automóviles sin faros traseros. Van a ver a sus novias.
—O sea, que si uno es listo, es posible largarse de aquí.
—Desde luego. Si se organizan bien las cosas y se dispone de un poco de dinero, no resulta difícil.
Reanudaron el paseo, pero un poco más despacio.
—Dígame una cosa, señor Yarber —dijo Buster—. Si usted se enfrentara a cuarenta y ocho años de reclusión, ¿se fugaría?
—Si.
—Pero es que yo no tengo ni un centavo.
—Yo, sí.
—Pues entonces, usted podría ayudarme.
—Ya veremos. Deja que pase un poco de tiempo. Tranquilízate. Ahora te vigilan un poco más de cerca porque eres nuevo, pero, con el tiempo, se olvidarán de ti.
Buster incluso consiguió esbozar una sonrisa. Su condena acababa de reducirse considerablemente.
—¿Sabes qué ocurre si te atrapan? —preguntó Yarber.
—Sí, te añaden unos cuantos años más. Vaya gracia. Puede que me echaran cincuenta y ocho. Ni hablar, si me atrapan, me pego un tiro.
—Yo haría lo mismo. Tienes que estar preparado para abandonar el país.
—¿Y adónde iría?
—A algún sitio donde no te diferencies de los nativos y no te puedan extraditar a Estados Unidos.
—¿Algún lugar en particular?
—Argentina y Chile. ¿Hablas español?
—No.
—Pues empieza a aprender. Aquí se imparten clases de español, ¿sabes? Las dan unos chicos de Miami.
Recorrieron una vuelta en silencio mientras Buster pensaba en su futuro. Se notaba los pies más ligeros, mantenía los hombros más erguidos y no podía borrar la sonrisa que iluminaba su rostro.
—¿Por qué quieren ayudarme? —preguntó.
—Porque tienes veintitrés años. Eres demasiado joven e ingenuo. El sistema te ha jodido, Buster. Tienes derecho a luchar con todos los medios a tu alcance. ¿Tienes novia?
—Más o menos.
—Olvídala. Sólo servirá para crearte problemas. Además, ¿crees que esperará cuarenta y ocho años?
—Me dijo que sí.
—Miente. Ya está pindongueando por ahí. Olvídate de ella si no quieres que te atrapen.
Si, seguramente tiene razón, pensó Buster. Aún no había recibido ninguna carta suya y, a pesar de que sólo vivía a unas cuatro horas de Trumble, tampoco había ido a visitarlo. Habían hablado un par de veces por teléfono y lo único que ella le había preguntado era si lo habían atacado.
—¿Tienes hijos? —preguntó Yarber.
—No. Por lo menos, que yo sepa.
—¿Y tu madre?
—Murió cuando yo era muy pequeño. Mi padre me crio. Estábamos los dos solos.
—En tal caso, estás en la mejor situación para fugarte.
—Me gustaría largarme ahora mismo.
—Ten paciencia. Deja que lo planeemos con cuidado.
Tras recorrer otra vuelta, Buster ya sentía deseos de ponerse a brincar. No se le ocurría ni una sola cosa de Pensacola que pudiera echar de menos. Cuando había estudiado español en el instituto, había obtenido notas bastante buenas sin esforzarse demasiado, aunque ya no recordaba nada. Seguro que no le costaría recuperar lo aprendido. Seguiría los cursos y procuraría entablar amistad con los hispanos.
Cuanto más caminaba por la pista, tanto más deseaba que confirmaran su condena. Y, cuanto antes, mejor. Si la revocaran, tendría que someterse a otro juicio, y no se fiaba del nuevo jurado.
Hubiera deseado echar a correr a través del prado hasta la arboleda y salir a la carretera rural, aunque luego no sabía muy bien qué iba a hacer. Pero si un banquero chiflado había conseguido fugarse y llegar hasta Cocoa Beach, él también podría hacerlo.
—Y usted, ¿por qué no se ha fugado? —le preguntó a Yarber.
—Lo he pensado, pero dentro de cinco años me soltarán. Puedo esperar. Tendré sesenta y cinco años, gozaré de buena salud, con una esperanza de vida de dieciséis años. Por eso conservo el ánimo, Buster, por esos dieciséis años. No quiero tener que estar mirando constantemente hacia atrás.
—¿Adónde irá?
—Todavía no lo sé. Puede que a un pueblecito de la campiña italiana. Tal vez a las montañas del Perú. Puedo elegir cualquier lugar del mundo y me paso horas todos los días soñando con eso.
—Entonces, ¿tiene usted mucho dinero?
—No, pero ya lo tendré.
La respuesta planteaba toda una serie de preguntas, pero Buster estaba aprendiendo que en la cárcel era mejor guardarse las preguntas.
Cuando se cansó de caminar, Buster se detuvo a la altura de su desyerbadora.
—Gracias, señor Yarber —dijo.
—Faltaría más. Pero que todo eso quede entre nosotros.
—Descuide. Estoy a su disposición siempre que usted quiera.
Finn se alejó, dio otra vuelta, ahora con los pantalones ya empapados de sudor y la cola de caballo gris chorreando humedad. Buster lo vio alejarse y, por un instante, contempló la arboleda más allá del prado.
En aquel momento, le pareció que podía alcanzar Suramérica con la mirada.