La respuesta de Brant desde Upper Darby, Pennsylvania, resultaba un tanto apremiante:
Querido Ricky,
¡Pero bueno! ¡Menuda foto! Pienso adelantar el viaje. Llegaré el 20 de abril. ¿Estarás disponible? En caso afirmativo, tendremos la casa para nosotros solos, pues mí mujer aún se quedará aquí un par de semanas. Pobrecita. Llevamos veintidós años casados y no sospecha nada.
Aquí te mando una fotografía mía. Al fondo se ve mi Lear Jet, uno de mis juguetes preferidos. Daremos una vuelta en él, si te apetece.
Escríbeme enseguida, por favor.
Sinceramente,
Brant
No figuraba el apellido, pero eso no seria ningún problema. Muy pronto lo averiguarían.
Spicer estudió el matasellos y, por un instante, se asombró de lo rápido que iba el correo entre Jacksonville y Filadelfia. Sin embargo, la fotografía le llamó la atención. Era una instantánea de diez por quince centímetros, muy parecida a uno de aquellos anuncios de timos para hacerse rico enseguida, en los que el protagonista aparece con una orgullosa sonrisa en los labios, flanqueado por su jet, su Rolls y, a ser posible, su esposa más reciente.
Brant, de pie junto a un aparato, aparecía sonriente, pulcramente vestido con pantalones cortos de tenis y jersey, sin ningún Rolls a la vista y con una atractiva mujer de mediana edad a su lado.
Era la primera fotografía de su cada vez más abultada colección en la que uno de sus amigos epistolares incluía a su mujer.
Curioso, pensó Spicer, pero, bueno, Brant la había mencionado en sus dos cartas. Ya nada lo sorprendía. La estafa daría siempre resultado porque había una interminable cantidad de víctimas en potencia dispuestas a olvidar los riesgos.
Por su parte, Brant aparecía bronceado y en plena forma, llevaba bigote y el cabello corto y oscuro, jaspeado de hebras de plata. No era especialmente apuesto, pero ¿a él qué más le daba?
¿Por qué un hombre tan acaudalado se mostraba tan imprudente? Porque siempre había corrido riesgos y jamás lo habían atrapado. Porque era su estilo. Cuando ellos lo exprimieran y cobraran el dinero, Brant se andaría con más cuidado. Evitaría los anuncios personales y a los amantes anónimos. Pero un tipo tan agresivo como Brant no tardaría en volver a las andadas.
Spicer suponía que la emoción de encontrar a unos compañeros eventuales se imponía a los riesgos. Lo que más lo preocupaba era el hecho de que precisamente él se pasara un buen rato cada día tratando de pensar como un homosexual.
Beech y Yarber leyeron la carta y estudiaron la fotografía. En la reducida estancia se hizo un profundo silencio. ¿Y si ese fuera el gran golpe que esperaban?
—No sé lo que debe de costar un avión como este —dijo Spicer.
Los tres se echaron a reír. Era una risa nerviosa, como sino lo pudieran creer.
—Un par de millones de dólares —respondió Beech. Como era de Tejas y había estado casado con una mujer rica, los otros dos supusieron que debía de saber más que ellos sobre aviones—. Es un pequeño Lear.
Spicer se hubiera conformado con un pequeño Cessna, cualquier cosa que lo levantara del suelo y se lo llevara lejos. A Yarber no le interesaba un avión. Quería viajar en primera, donde sirven champán y dos menús y los pasajeros eligen las películas. En primera clase, sobrevolando el océano para alejarse del país.
—Vamos a desplumarlo —dijo Yarber.
—¿Cuánto? —preguntó Beech sin apartar los ojos de la fotografía.
—Por lo menos, medio millón —dijo Spicer—. Y, si lo conseguimos, le pediremos más.
Permanecieron sentados en silencio, cada uno de ellos soñando con su parte del medio millón de dólares. De repente, el tercio de Trevor les molestó. Cobraría ciento sesenta y siete mil de comisión y los dejaría a cada uno con ciento once mil dólares.
No estaba mal para unos reclusos, pero hubiera tenido que ser mucho más. ¿Por qué se llevaba tanto dinero el abogado?
—Vamos a reducir los honorarios de Trevor —anuncio Spicer—. Lo llevo pensando desde hace algún tiempo. A partir de ahora, el dinero se dividirá en cuatro partes. Todos cobraremos lo mismo.
—No estará conforme —dijo Yarber.
—No tendrá más remedio.
—A mí me parece justo —terció Beech—. Nosotros hacemos todo el trabajo y él gana más que nosotros. Soy partidario de que se los reduzcamos.
—Se lo comunicaré este mismo jueves.
Dos días más tarde, Trevor se presentó en Trumble poco después de las cuatro con una resaca tremenda que no había conseguido aliviar ni con el almuerzo de dos horas de duración, ni con la siesta de una hora.
Joe Roy parecía especialmente nervioso. Le entregó la correspondencia de salida y le mostró el sobre rojo de gran tamaño que sostenía en la mano.
—Nos estamos preparando para desplumar a este tío —anunció, golpeando la superficie de la mesa con el sobre.
—¿Quién es?
—Brant no sé qué, cerca de Filadelfia. Utiliza una oficina de correos, por consiguiente, hay que hacerle salir.
—¿Cuánto?
—Medio millón de dólares.
Trevor entornó los enrojecidos ojos y entreabrió los resecos labios. Hizo el cálculo… Se embolsaría ciento sesenta y siete mil dólares. Su carrera de patrón de embarcación estaba cada vez más cerca. A lo mejor, no necesitaría tener un millón de dólares para cerrar de un portazo su despacho y largarse al Caribe. A lo mejor, con medio bastaría. Y ya se estaba acercando.
—Estarás de broma, ¿no? —dijo, sabiendo muy bien que no era así.
Spicer no tenía el menor sentido del humor y se tomaba muy en serio el tema del dinero.
—No. Y vamos a cambiar el porcentaje. A partir de ahora, tú cobrarás lo mismo que nosotros. Una cuarta parte.
—Ni hablar.
—Quedas despedido.
—No puedes despedirme.
—Acabo de hacerlo. ¿Crees que no podremos encontrar a otro abogado estafador que se encargue de nuestra correspondencia?
—Sé demasiado —dijo Trevor, ruborizado y con la lengua repentinamente seca.
—No te sobrestimes. No vales tanto.
—Sí, lo valgo. Sé todo lo que se está haciendo aquí.
—Y nosotros también, imbécil. La diferencia es que nosotros ya estamos en la cárcel. Tú eres el que más tiene que perder. Como juegues conmigo, te verás sentado a este lado de la mesa.
Unas punzadas de dolor traspasaron la frente de Trevor mientras este cerraba fuertemente los ojos. No estaba en condiciones de discutir. ¿Por qué se habría quedado la víspera hasta tan tarde en Pete’s? Estaban discutiendo por la diferencia entre ciento sesenta y siete mil y ciento veinticinco mil dólares. La verdad es que ambas cantidades le parecían de perlas. No podía correr el riesgo de que lo despidieran porque se había enemistado con los pocos clientes que tenía. Casi nunca estaba en el despacho; no devolvía las llamadas. Había encontrado una fuente de ingresos mucho mejor. Que se fueran a la mierda los pobretones que recorrían a pie los paseos marítimos que bordeaban las playas.
No podía enfrentarse a Spicer. Era un hombre sin escrúpulos. Era mezquino y taimado y trataba desesperadamente de almacenar la mayor cantidad de dinero posible.
—¿Beech y Yarber están de acuerdo? —preguntó, plenamente consciente de que sí lo estarían y sabiendo también que, aunque no fuera así, él jamás se enteraría.
—Pues claro. Son ellos los que se encargan de todo el trabajo. ¿Por qué tienes tú que ganar más que ellos?
Parecía bastante injusto.
—Bueno, de acuerdo —asintió Trevor con la cabeza todavía dolorida—. Con razón estás en la cárcel.
—¿Acaso bebes más de la cuenta?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque he conocido a muchos borrachos. A muchísimos. Y tienes una pinta espantosa.
—Gracias, hombre. Tú ocúpate de tus asuntos y yo me ocuparé de los míos.
—Trato hecho. Pero a nadie le interesa un abogado borracho. Tú manejas todo nuestro dinero en un negocio que es totalmente ilegal. Como te vayas de la lengua en un bar y alguien te empiece a hacer preguntas…
—No te preocupes, sé lo que me hago.
—Más te vale. Y ándate con ojo. Estamos exprimiendo a la gente y haciéndole daño. Si yo estuviera en el otro extremo de esta pequeña estafa, sentiría la tentación de darme una vuelta por aquí y tratar de que me contestaran unas cuantas preguntas antes de soltar el dinero.
—Tienen demasiado miedo.
—De todos modos, mantén los ojos bien abiertos. Es importante que no te emborraches y estés alerta.
—Muchas gracias. ¿Alguna otra cosa?
—Sí, tengo unos cuantos partidos para ti.
Aquello también era importante. Spicer abrió un periódico y ambos empezaron a anotar las apuestas.
Trevor se compró una botella de cerveza en una tiendecita que había a dos pasos de Trumble y se la fue bebiendo a pequeños sorbos mientras regresaba lentamente a Jacksonville en su Escarabajo. Procuró no pensar en el dinero, pero los pensamientos se desbocaron sin control. Entre su cuenta y la de los reclusos, había en el banco de la isla algo más de doscientos cincuenta mil dólares, un dinero que él podía llevarse en cualquier momento. Si a ello le añadiera medio millón de dólares, bueno, por más que lo intentaba, no podía dejar de sumar… ¡Setecientos cincuenta mil dólares!
Y nadie lo atraparía robando dinero sucio; eso era lo bueno. Las víctimas de la Hermandad no se quejaban porque les daba vergüenza. No quebrantaban ninguna ley, pero se morían de miedo. En cambio, los miembros de la Hermandad estaban cometiendo un delito. Por consiguiente, ¿a quién podrían recurrir si desapareciera su dinero?
Mejor que dejara de pensar en aquello.
Pero ¿cómo podría atraparlo la Hermandad? Él estaría navegando entre unas islas de las que ellos jamás habían oído hablar. Y cuando finalmente los soltaran, ¿tendrían la energía, el dinero y la fuerza de voluntad necesaria para localizarlo? Por supuesto que no. Eran unos viejos. Probablemente Beech moriría en Trumble.
—¡Ya basta! —gritó.
Se dirigió a pie al Beach Java para tomarse un café con leche bien cargadito de café y regresó a su despacho, dispuesto a hacer algo de provecho. Se conectó a Internet y encontró los nombres de varios investigadores privados de Filadelfia. Ya eran casi las seis cuando empezó a llamar. En los dos primeros intentos escuchó el mensaje del contestador. En el tercer número, el despacho de Ed Pagnozzi, le contestó el propio investigador. Le explicó que era un abogado de Florida y que necesitaba un trabajo urgente en Upper Darby.
—Muy bien. ¿Qué clase de trabajo?
—Estoy tratando de localizar el origen de cierta correspondencia enviada desde allí —contestó Trevor con desparpajo. Lo había hecho muchas veces y lo tenía bien ensayado—. Un caso de divorcio muy importante. Represento a la mujer y creo que el marido oculta dinero. En cualquier caso, necesito que alguien averigüe quién ha alquilado determinado apartado de correos.
—Estará usted de broma.
—Pues no, hablo muy en serio.
—¿Quiere que empiece a husmear alrededor de una oficina de correos?
—Se trata de un trabajo muy sencillo.
—Mire, amigo, yo estoy muy ocupado. Llame a otro.
Pagnozzi colgó el teléfono para dedicarse a otros asuntos más importantes. Trevor lo maldijo entre dientes y marcó el siguiente número. Probó otros dos y colgó cuando le contestó el mensaje del contestador. Lo intentaría de nuevo al día siguiente.
Al otro lado de la calle, Klockner escuchó por segunda vez la breve conversación con Pagnozzi y llamó a Langley. La última pieza del rompecabezas acababa de encajar y el señor Deville tenía que saberlo de inmediato.
A pesar de que dependía de las bellas palabras, las hermosas frases y las atractivas fotografías, el esquema de la estafa era muy sencillo. Hurgaba en el deseo humano y daba resultado simplemente por puro terror. El archivo del señor Garbe, la estafa a la inversa de Brant White y las restantes cartas interceptadas habían permitido descubrir su funcionamiento.
Sólo quedaba una pregunta sin respuesta: cuando se utilizaban seudónimos para alquilar apartados de correos, ¿cómo averiguaban los miembros de la Hermandad la verdadera identidad de sus víctimas? Las llamadas a Filadelfia les acababan de dar la respuesta. Trevor se limitaba a contratar a un investigador privado del lugar, evidentemente alguien con menos trabajo que el señor Pagnozzi.
Ya eran casi las diez cuando Deville recibió autorización para entrevistarse con Teddy. Corea del Norte había disparado contra otro soldado norteamericano en la Zona Desmilitarizada y Teddy llevaba aguantando el chaparrón desde mediodía. Estaba comiendo un poco de queso con unas galletas y bebiendo una Coca-Cola Light cuando Deville entró en el búnker.
—Es lo que yo suponía —dijo Teddy, tras escuchar la breve información.
Su instinto era infalible, sobre todo, cuando se veían las cosas desde cierta distancia.
—Eso significa, naturalmente, que el abogado podría contratar a un investigador de aquí y descubrir la verdadera identidad de Al Konyers —puntualizó Deville.
—Pero ¿cómo?
—Puede haber varios métodos. Primero, la vigilancia, de la misma manera que nosotros sorprendimos a Lake dirigiéndose con disimulo a su apartado de correos. Vigilar la oficina de correos. Es un poco arriesgado, porque cabe la posibilidad de que alguien se dé cuenta. Segundo, el soborno. Quinientos dólares en efectivo a un funcionario de correos suelen dar resultado en muchos sitios. Tercero, los archivos informáticos. No se trata de un material ultrasecreto. Uno de nuestros hombres acaba de piratear la central de correos de Evansville, Indiana, y ha obtenido la lista de todos los titulares de los alquileres de los apartados. Fue una prueba aleatoria y tardó menos de una hora. Y eso implica un proceso de alta tecnología. Otra solución más sencilla consiste simplemente en entrar de noche en la oficina de correos y echar un vistazo.
—¿Cuánto paga por eso?
—No lo sabemos, pero pronto lo averiguaremos cuando contrate a un investigador.
—Hay que neutralizarlo.
—¿Eliminarlo, quiere usted decir?
—Todavía no. Antes intentaría comprarlo. Es nuestra ventana. Si logramos captarlo, nos enteraremos de todo y lo mantendremos apartado de Al Konyers. Elabore un plan.
—¿Y para su eliminación?
—Ya puede empezar a planificarla, pero sin prisa. Al menos, de momento.