El caso del robo del teléfono móvil llevaba un mes acaparando la atención de los reclusos de Trumble. El señor T-Bone, un vigoroso chico de la calle de Miami que cumplía veinte años por un delito de drogas, había entrado inicialmente en posesión del teléfono, utilizando unos medios todavía no aclarados. En Trumble estaban severamente prohibidos los móviles, por lo que los métodos que había utilizado el chico para hacerse con uno habían dado lugar a más rumores que la vida sexual de T. Karl. Los pocos que lo habían visto efectivamente lo habían descrito por el campamento como un objeto de tamaño no mayor que el de un cronómetro. El señor T-Bone había sido visto oculto entre las sombras levemente encorvado y de espaldas al mundo, susurrando a través del teléfono. No cabía duda de que estaba dirigiendo todavía las actividades callejeras de Miami.
De pronto, el móvil desapareció. El señor T-Bone dio a conocer su intención de matar a quienquiera que se lo hubiera quitado y, al ver que sus amenazas de violencia no daban resultado, ofreció una recompensa de mil dólares en efectivo. Las sospechas recayeron enseguida sobre otro joven camello, un tal Zorro, de un sector de Atlanta casi tan tremendo como el del señor T-Bone. Ante el temor de que se produjera un asesinato, los guardias y los vigilantes intervinieron y aseguraron a los dos chicos que serian trasladados de centro como la situación se les escapara de las manos. En Trumble no se toleraban los actos de violencia. El castigo era el traslado a una cárcel donde los reclusos sí sabían lo que era la violencia.
Alguien habló al señor T-Bone de los juicios semanales que celebraban los miembros de la Hermandad y, a su debido tiempo, este fue a ver a T. Karl y presentó una querella. Exigía la devolución del teléfono más una indemnización de un millón de dólares en concepto de daños y perjuicios.
El día en que se iba a celebrar el juicio, un director adjunto se presentó en la cafetería para observar el curso de los acontecimientos, y entonces los miembros de la Hermandad aplazaron rápidamente el juicio. Lo mismo ocurrió poco antes del comienzo del segundo juicio. Nadie de la administración de la prisión podía oír ningún tipo de alegación acerca de quién tenía o no tenía un teléfono móvil prohibido. Los guardias que asistían a los espectáculos semanales no hubieran dicho ni una sola palabra.
Al final, el juez Spicer consiguió convencer a un asesor de la prisión de que los muchachos tenían un asunto privado que resolver sin interferencias de las autoridades.
—Estamos tratando de arreglar una pequeña cuestión —le dijo en voz baja—. Y tenemos que hacerlo en privado.
La petición siguió su camino y, al llegar la fecha del tercer juicio, la cafetería estaba llena a rebosar de espectadores, la mayoría de los cuales esperaba ver derramamiento de sangre. El único funcionario de la prisión presente en la estancia era un solitario guardia que dormitaba en la parte de atrás.
Ninguno de los litigantes ignoraba lo que era una sala de justicia, por lo que tanto el señor T-Bone como el Zorro actuaron como abogados de sí mismos. El juez Beech se pasó buena parte de la primera hora tratando de evitar que el lenguaje cayera en la más absoluta ordinariez. Finalmente, se dio por vencido. El querellante soltó toda suerte de descabelladas acusaciones que no se hubieran podido demostrar ni siquiera con la ayuda de mil agentes del FBI. Las negativas de la defensa fueron no menos exageradas y absurdas. El señor T-Bone descargó unos pesados golpes utilizando dos declaraciones juradas, firmadas por unos reclusos cuyos nombres sólo fueron revelados a los miembros de la Hermandad, las cuales contenían relatos de testigos directos que habían visto al Zorro tratando de esconderse mientras hablaba a través de un minúsculo teléfono.
La airada respuesta del Zorro describió las declaraciones juradas mediante un lenguaje que los miembros de la Hermandad jamás en su vida habían escuchado.
El golpe definitivo se produjo como por arte de magia. El señor T-Bone, en una jugada que hasta el más hábil abogado hubiera admirado, presentó documentación. Le habían hecho llegar a escondidas la factura detallada de las llamadas de su teléfono, que le sirvió para mostrar con toda claridad a los miembros del tribunal exactamente las cincuenta y cuatro llamadas que se habían efectuado a varios números de la zona sudeste de Atlanta. Sus partidarios, que eran mayoría pero cuya lealtad podía desvanecerse en un santiamén, empezaron a armar alboroto y a gritar hasta que T. Karl golpeó varias veces la mesa con su martillo de plástico y consiguió que se callaran.
El Zorro tuvo dificultades para recuperarse y sus titubeos sentenciaron la cuestión. Le ordenaron que entregara el teléfono a los miembros de la Hermandad en un plazo máximo de veinticuatro horas y que reembolsara cuatrocientos cincuenta dólares al señor T-Bone, cifra que correspondía al importe de sus llamadas. En caso de que transcurrieran veinticuatro horas y la entrega del teléfono no se produjera, el asunto seria comunicado al director, junto con la información del descubrimiento por parte de los miembros de la Hermandad de que el Zorro tenía efectivamente en su poder un teléfono móvil.
La Hermandad ordenó, además, que los litigantes se mantuvieran en todo momento a una distancia de por lo menos quince metros, incluso a la hora de comer.
T. Karl dio varios golpes con el martillo y los presentes empezaron a salir ruidosamente. A continuación, anunció el siguiente caso, otra insignificante disputa de juego, y esperó a que los espectadores se retiraran.
—¡Silencio! —gritó, pero sólo consiguió que aumentara el bullicio.
Los miembros de la Hermandad reanudaron la lectura de sus periódicos y revistas.
—¡Silencio! —ordenó de nuevo, golpeando fuertemente la mesa con el martillo.
—Cállate ya —le gritó Spicer a T. Karl—. Metes más ruido tú que ellos.
—Es mi obligación —replicó T. Karl mientras los bucles de su peluca brincaban en todas direcciones.
Cuando se vació la cafetería, sólo quedó un recluso. T. Karl miró a su alrededor y finalmente le preguntó:
—¿Es usted el señor Hooten?
—No, señor —contestó el joven.
—¿Es usted el señor Jenkins?
—No, señor.
—Ya me parecía a mi. Se desestima la causa de Hooten contra Jenkins por incomparecencia —dijo T. Karl, haciendo una teatral anotación en su registro de los casos.
—¿Quién es usted? —le preguntó Spicer al joven, que permanecía sentado solo y miraba a su alrededor como si no estuviera muy seguro de ser bien recibido. Ahora los tres hombres ataviados con las túnicas de color verde claro lo estaban mirando, al igual que el payaso de la peluca gris, el viejo pijama granate, las zapatillas de baño de color lavanda y los pies sin calcetines. ¿Quién era aquella gente?
El joven se levantó muy despacio y se acercó temerosamente hasta situarse delante de los tres.
—Busco ayuda-dijo, casi como sino se atreviera a hablar.
—¿Tiene usted que dirimir algún asunto ante el tribunal? —gruñó T. Karl desde el otro lado.
—No, señor.
—Pues entonces, tendrá que…
—¡Cállate! —dijo Spicer—. Se suspende la sesión. Lárgate.
T. Karl cerró de golpe el registro de los casos, empujó hacia atrás su silla plegable y abandonó la sala hecho una furia mientras sus zapatillas de baño resbalaban sobre las baldosas y la peluca brincaba a su espalda.
El joven parecía a punto de echarse a llorar.
—¿Qué podemos hacer por ti? —le preguntó Yarber.
El joven sostenía en la mano una cajita de cartón. Los miembros de la Hermandad sabían por experiencia que contenía los documentos que lo habían llevado a Trumble.
—Necesito ayuda —repitió el joven—. Ingresé aquí la semana pasada y mi compañero de celda me dijo que ustedes me podrían ayudar a presentar los recursos.
—¿No tienes abogado? —preguntó Beech.
—Lo tenía. No era muy bueno. Él es uno de los motivos de que yo me encuentre aquí.
—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó Spicer.
—No lo sé. La verdad es que no lo sé.
—¿No te hicieron un juicio?
—Si. Y muy largo, por cierto.
—¿Y el jurado te declaró culpable?
—Sí. A mí y a otros muchos. Dijeron que pertenecíamos a una organización.
—¿Y a qué se dedicaba la organización?
—Al contrabando de cocaína.
Otro camello. De pronto, se sintieron tentados de regresar a la redacción de sus cartas.
—¿De cuánto es tu condena? —preguntó Yarber.
—Cuarenta y ocho años.
—¡Cuarenta y ocho años! ¿Y cuántos tienes?
—Veintitrés.
La redacción de las cartas quedó momentáneamente olvidada. Contemplaron su triste y juvenil rostro y trataron de imaginárselo cincuenta años después. Puesto en libertad a los setenta y un años; era algo imposible de imaginar. Cada uno de los miembros de la Hermandad abandonaría Trumble siendo más joven de lo que seria aquel chico.
—Acerca una silla —indicó Yarber.
El chico tomó la que tenía más a mano y la colocó delante de la mesa de los jueces. Hasta Spicer se compadeció un poco de él.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Yarber.
—Me llaman Buster.
—Muy bien pues, Buster, ¿qué hiciste para que te hayan echado cuarenta y ocho años?
El relato brotó como un torrente. Sosteniendo la caja sobre las rodillas y mirando al suelo, el chico dijo que jamás había tenido problemas con la ley y que su padre tampoco. Eran propietarios de un pequeño embarcadero en Pensacola. Pescaban, navegaban y les encantaba el mar, se encargaban del embarcadero y vivían muy a gusto. Vendieron una embarcación de pesca de segunda mano de quince metros de eslora a un hombre de Fort Lauderdale que les pagó noventa y cinco mil dólares en efectivo. El dinero fue ingresado en el banco o, por lo menos, eso creyó Buster. Unos meses más tarde, el hombre regresó para comprarles otro barco, esta vez uno de doce metros de eslora, por el que pagó ochenta mil dólares. Pagar las embarcaciones con dinero en efectivo no era insólito en Florida. Después les compró un tercer y un cuarto barco. Buster y su padre sabían dónde encontrar embarcaciones de pesca de segunda mano en buen estado, que ellos arreglaban y restauraban. Les gustaba hacer personalmente aquel trabajo. Tras la venta del quinto barco, se presentaron los de la lucha contra el narcotráfico. Formularon preguntas, les hicieron vagas amenazas y quisieron ver los libros de contabilidad y los documentos. Al principio, el padre del chico se negó. Después contrataron a un abogado, quien les aconsejó que no colaboraran. Transcurrieron varios meses sin que ocurriera nada.
Buster y su padre fueron detenidos a las tres de la madrugada de un domingo por una banda de esbirros protegidos con chalecos antibalas y provistos de la suficiente cantidad de armas como para secuestrar todo Pensacola. Los sacaron a rastras y medio desnudos de su casa cerca de la bahía bajo los reflectores que iluminaban toda la zona. El auto de acusación medía dos centímetros y medio de grosor, tenía ciento sesenta páginas y contenía ochenta y una acusaciones de contrabando de cocaína. Guardaba una copia en la caja. Buster y su padre apenas se mencionaban a lo largo de las ciento sesenta páginas, pero, aun así, fueron acusados junto con el hombre que les había comprado los barcos y otras veinticinco personas de las que jamás habían oído hablar. Once eran colombianos. Tres eran abogados. Todos los demás procedían del sur de Florida.
El fiscal general les ofreció un trato: dos años a cambio de declararse culpables y colaborar contra los otros acusados. Declararse culpables, ¿de qué? Ellos no habían hecho nada malo. Sólo conocían a uno de los otros veintiséis acusados. Jamás habían visto la cocaína.
El padre de Buster rehipotecó su casa para reunir los veinte mil dólares que necesitaba para un abogado, pero resultó que eligieron mal. En el juicio, vieron, alarmados, que los sentaban junto a la misma mesa que a los colombianos y los verdaderos narcotraficantes. Los presuntos miembros de la organización de traficantes estaban agrupados a un lado, como si todos ellos hubieran formado parte de una bien engrasada maquinaria de la droga. Al otro lado, cerca del jurado, se sentaban los fiscales, un grupo de engreídos hijos de puta vestidos con trajes oscuros que tomaban notas y los miraban con el enfurecido desprecio que se dedica a los pederastas. Los miembros del jurado también los observaban furiosos.
Durante las siete semanas de juicio, Buster y su padre fueron prácticamente ignorados. Sus nombres se mencionaron tres veces. La principal acusación contra ellos era la de colaboración en la compra y reparación de barcos de pesca de segunda mano con motores trucados para el transporte de droga desde México a distintos puntos de la costa de Florida. Su abogado, que se quejaba de no haber cobrado lo suficiente para encargarse de un juicio de tres semanas, no supo rebatir aquellas acusaciones tan endebles. Aun así, los fiscales del Estado les causaron muy poco daño, pues estaban mucho más interesados en asegurarse la condena de los colombianos.
Sin embargo, no tuvieron que esforzarse demasiado en demostrar nada. Habían sabido elegir muy bien a los miembros del jurado. Tras ocho días de deliberación, los miembros del jurado, visiblemente cansados y decepcionados, declararon culpables a todos los acusados. Un mes después del veredicto, el padre de Buster se suicidó.
El muchacho contó toda la historia casi con lágrimas en los ojos. Después irguió la cabeza, apretó los dientes y dijo:
—Yo no hice nada malo.
No era el primer recluso de Trumble que se declaraba inocente. Mientras lo miraba y escuchaba, Beech recordó a un joven al que una vez condenó a cuarenta años de prisión por narcotráfico en Tejas. El acusado había tenido una infancia desgraciada, apenas había recibido educación y tenía un largo historial de delitos juveniles. La vida no le había ofrecido muchas posibilidades. Beech le echó un severo sermón desde el encumbrado lugar que ocupaba y se sintió muy satisfecho de si mismo por haber dictado aquella sentencia tan brutal. ¡Había que limpiar las calles de todos aquellos malditos traficantes de droga!
Un liberal es un conservador que ha sido detenido. Ahora que ya llevaba tres años encerrado en una prisión, Hatlee Beech se arrepentía de haber enviado a la cárcel a tantas personas. A personas mucho más culpables que el pobre Buster. Eran muchachos que sólo necesitaban una oportunidad.
Finn Yarber contempló y escuchó al joven y se compadeció inmensamente de él. Todos los reclusos de Trumble tenían una triste historia a su espalda, pero, tras habérsela oído contar durante todo un mes, él había aprendido a no creerse casi nada. Sin embargo, la historia de Buster era verosímil. Se pasaría cuarenta y ocho años marchitándose y muriéndose poco a poco, todo a expensas de los contribuyentes. Tres comidas al día. Una cama caliente por la noche, treinta y un mil dólares al año era el último cálculo de lo que le costaba al Estado un recluso de una prisión federal. Qué despilfarro. La mitad de los reclusos de Trumble no deberían estar allí. No eran hombres violentos y hubieran tenido que ser castigados con multas y prestación de servicios a la sociedad.
Joe Roy Spicer escuchó la conmovedora historia de Buster y decidió aprovecharlo en el futuro. Había dos posibilidades. En primer lugar, en su opinión no estaba aprovechando debidamente el recurso telefónico en la estafa Angola. Los miembros de la Hermandad eran unos viejos que escribían cartas como si fueran jóvenes. Hubiera sido muy peligroso, por ejemplo, llamar a Garbe en Iowa y fingir ser Ricky, un atlético joven de veintiocho años. En cambio, si un chico como Buster trabajara para ellos, podrían convencer mejor a cualquier víctima en potencia. En Trumble había muchos jóvenes y él había considerado la posibilidad de utilizar a varios de ellos. Sin embargo, eran delincuentes y no se fiaba. En cambio, Buster procedía de la calle, era aparentemente inocente y había acudido a ellos en demanda de ayuda. Podrían manipularlo.
La segunda posibilidad era una derivación de la primera. Si Buster se uniera a su organización, ya tendría a alguien que velara por sus intereses cuando se largara de allí. El timo estaba resultando demasiado rentable como para abandonarlo sin más. Beech y Yarber escribían unas cartas sensacionales, pero carecían de espíritu comercial. A lo mejor, él podría preparar al joven Buster para que ocupara su lugar y desviara hacia él la parte de los beneficios que le correspondiera.
Era sólo una posibilidad.
—¿Tienes dinero? —preguntó Spicer.
—No, señor. Lo perdimos todo.
—¿No tienes familia, tíos, tías, primos, amigos que puedan ayudarte a pagar los honorarios legales?
—No, señor. ¿Qué clase de honorarios legales?
—Solemos cobrar por revisar los casos y ayudar a la gente a presentar recursos.
—Estoy sin un centavo, señor.
—Creo que podemos echarte una mano —dijo Beech.
De todos modos, Spicer no intervenía en los recursos. Ni siquiera había terminado los estudios de enseñanza media.
—¿Actuando pro bono quieres decir? —le preguntó Yarber a Beech.
—Pro bono.
—Y eso, ¿qué es? —preguntó Spicer.
—Una actuación legal gratuita.
—Una actuación legal gratuita. ¿Y quién se encarga de hacerla?
—Unos abogados —explicó Yarber—. Todos los abogados suelen ofrecer unas cuantas horas de su tiempo a ayudar a las personas que no pueden contratar sus servicios.
—Forma parte del derecho consuetudinario inglés —añadió Beech, contribuyendo con ello a embrollar todavía más la cuestión.
—Pero aquí nunca tuvo demasiada aceptación, ¿verdad? —observó Spicer.
—Revisaremos tu caso —dijo Yarber a Buster—. Pero, por favor, no te hagas ilusiones.
—Gracias.
Abandonaron la cafetería todos juntos, tres exjueces enfundados en unas túnicas verdes de cantores del coro de una iglesia y un joven y asustado recluso. Asustado, pero también lleno de curiosidad.