Seis horas después de la proclamación de su victoria en California, Lake abrió los ojos a una vertiginosa mañana de entrevistas en directo. Concedió dieciocho en dos horas y después viajó en avión a Washington.
Se dirigió de inmediato al nuevo cuartel general de su campaña, situado en la planta baja de un edificio comercial de Wall Street, a un tiro de piedra de la Casa Blanca. Dio las gracias a sus colaboradores, casi ninguno de los cuales era voluntario. Los animó a todos y estrechó manos mientras se preguntaba: «¿De dónde demonios habrá salido toda esta gente?».
Vamos a ganar, repetía una y otra vez, y todos le creían. ¿Por qué no?
Se reunió durante una hora con sus principales colaboradores. Tenía sesenta y cinco millones y ninguna deuda. Tarry disponía de menos de un millón y aún estaba intentando contar todo el dinero que debía. En realidad, la campaña de Tarry había evitado que las autoridades federales le impusieran una pena, gracias al descomunal lío de sus libros de contabilidad. Todo el dinero se había esfumado. Las aportaciones habían cesado. Todos los fondos iban a parar a Lake.
Se barajaron con gran entusiasmo los nombres de tres posibles vicepresidentes. Fue un ejercicio de lo más estimulante, pues significaba que ya tenían la nominación en el bolsillo. La primera propuesta de Lake, el senador Nance de Michigan, estaba dando lugar a una acalorada discusión, porque este había intervenido en unos negocios un tanto sospechosos con unos socios de Detroit de origen italiano. Lake cerró los ojos y se imaginó a la prensa arrancándole la piel a tiras a Nance. Nombraron un comité para que indagara más a fondo en el asunto.
También estipularon otro grupo para que empezara a organizar la participación de Lake en la convención de Denver. Lake deseaba contratar a un nuevo redactor de discursos para que empezara a trabajar en el discurso de aceptación.
En su fuero interno, Lake se asombraba de la cuantía de sus gastos generales. El jefe de su campaña ganaría ciento cincuenta mil dólares aquel año, pero no por doce meses sino solo hasta Navidad. Tenía jefes de asuntos económicos, relaciones con los medios de difusión, operaciones y planificación estratégica, y todos ellos habían firmado contratos de ciento veinte mil dólares por unos diez meses de trabajo. Cada uno de ellos contaba con dos o tres subordinados inmediatos, unas personas a las que Lake apenas conocía, cada una de las cuales ganaba noventa mil dólares. Había también unos ayudantes de campaña, los llamados AC, que no eran voluntarios como ocurría en la mayoría de los casos, sino verdaderos empleados que ganaban cincuenta mil dólares y desarrollaban una actividad vertiginosa. Los había por docenas. Más varias docenas de administrativos y secretarias, y nadie ganaba menos de cuarenta mil dólares.
Y, en medio de todo aquel despilfarro, Lake se repetía una y otra vez: «Si llego a la Casa Blanca, tendré que buscarles trabajo a todos. A todos y cada uno de ellos. Esos chicos que ahora van por ahí con insignias de Lake en todas las solapas, querrán tener acceso al Ala Oeste y puestos de trabajo de ochenta mil dólares anuales».
Eso no es más que una gota de agua en el mar, se repetía. No te preocupes por los pequeños detalles; hay en juego asuntos mucho más importantes. Un periodista del Post había estado investigando los primeros negocios de Lake y había descubierto sin demasiado esfuerzo el desastre de Green Tree, un fallido proyecto de urbanización de veinte años atrás. Lake y un socio habían llevado Green Tree a la quiebra, quedándose legalmente con ochocientos mil dólares de sus acreedores. El socio había sido procesado por quiebra fraudulenta, pero un jurado lo exoneró de cualquier culpa. Nadie lanzó la menor acusación contra Lake y, siete años después, los votantes de Arizona lo eligieron congresista.
—Responderé a todas las preguntas que haga falta sobre Green Tree —declaró Lake—. Fue simplemente un mal negocio.
—La prensa está a punto de cambiar de marcha —comentó el jefe de relaciones con los medios de difusión—. Usted es nuevo y no ha sido sometido a ninguna investigación. Ya es hora de que empiecen a presionarle.
—La hora ya ha llegado —asintió Lake—. No guardo ningún esqueleto en el armario.
Lo llevaron a un almuerzo temprano en el Mortimer’s, en la avenida Pennsylvania, el local en el que se dejaban ver los poderosos del momento, donde se reunió con Elaine Tyner, la abogada que dirigía el CAP-D. Mientras tomaban fruta y queso fresco, ella le expuso la situación económica del CAP-D más reciente de todos los que había en el país. Unos fondos que ascendían a veintinueve millones en efectivo, ninguna deuda significativa y una ingente cantidad de dinero que llegaba durante las veinticuatro horas del día procedente de todas direcciones y de todos los rincones del mundo.
Los gastos constituían un desafío. Puesto que estaba considerado un dinero blando, es decir, un dinero que no podía ir a parar directamente a la campaña de Lake, había que utilizarlo de otra manera. Tyner se había propuesto varios objetivos. El primero era una serie de anuncios genéricos similares a los apocalípticos anuncios que había ideado Teddy. El CAP-D ya estaba adquiriendo espacios en las franjas horarias de máxima audiencia para el otoño. El segundo, y con mucho el más agradable, eran las carreras para el Senado y el Congreso.
—Ya se están poniendo en fila como las hormigas —comentó Elaine con gran regocijo—. Es curioso lo que pueden hacer unos cuantos millones de dólares.
Le contó la historia de una carrera para el Congreso en un distrito del norte de California, donde el titular, un veterano al que Lake conocía y despreciaba, había empezado el año con cuarenta puntos de ventaja sobre un aspirante desconocido. Este último había conseguido abrirse camino hasta el CAP-D y había entregado su alma a Aaron Lake.
—Prácticamente nos hemos hecho cargo de su campaña —dijo—. Le escribimos los discursos, le hacemos las encuestas, nos ocupamos de toda la publicidad en prensa y televisión y hasta le hemos contratado un nuevo equipo. De momento, nos hemos gastado un millón y medio, y nuestro chico ha reducido la ventaja a diez puntos. Y nos quedan todavía siete meses por delante.
En total, Tyner y el CAP-D estaban metidos en treinta carreras para el Congreso y en diez para el Senado. Esperaba reunir un total de sesenta millones de dólares y haber gastado hasta el último centavo cuando llegara el mes de noviembre.
Su tercera área de atención era la toma del pulso del país. El CAP-D realizaba incesantes encuestas a diario, durante quince horas al día. Si a los obreros del oeste de Pennsylvania les preocupaba alguna cuestión, el CAP-D se enteraba de inmediato. Si la población hispana de Houston se mostraba favorable a un nuevo sistema de asistencia social, el CAP-D lo sabía. El CAP-D sabía si a las mujeres del área metropolitana de Chicago les había gustado o no un anuncio de Lake y en qué porcentaje.
—Estamos al corriente de todo —decía orgullosamente Elaine—. Somos como el Gran Hermano, siempre alerta.
Las encuestas costaban sesenta mil dólares al día, una bagatela. Nadie las podía tocar. En las cuestiones importantes, Lake iba nueve puntos por delante de Tarry en Tejas y hasta en Florida, un estado que Lake aún no había visitado, y le pisaba los talones cerca en Indiana, el estado natal de Tarry.
—Tarry se siente cansado —añadió Elaine—. Su moral está por los suelos porque ganó en New Hampshire y empezó a lloverle el dinero. Después apareció usted como por arte de ensalmo, un rostro desconocido, sin equipaje y con un nuevo mensaje, empezó a ganar y, de repente, el dinero se desvió hacia usted. Tarry no podría reunir ni cincuenta dólares en una venta benéfica de rosquillas organizada por una iglesia. Está perdiendo a personas clave porque no las puede pagar y porque estas han olfateado a otro vencedor.
Lake mascó un trozo de piña y saboreó las palabras. No eran nuevas; se las había oído a su propia gente. Sin embargo, de labios de una persona experimentada como Tyner, le resultaban todavía más halagüeñas.
—¿Cuál es la situación del vicepresidente? —preguntó Lake.
A pesar de que contaba con su propio equipo, por alguna extraña razón, se fiaba más de ella.
—Perderá la nominación —contestó Elaine, sin añadir nada nuevo—. Pero la convención será muy reñida. Ahora mismo, usted está sólo unos puntos por detrás de él en la gran pregunta: ¿Por quién votará usted en noviembre?
—Noviembre queda muy lejos.
—Sí y no.
—Muchas cosas pueden cambiar —dijo Lake, pensando en Teddy y preguntándose qué otra crisis se inventaría para aterrorizar a la población.
El almuerzo había sido más bien un tentempié y, desde el Mortimer’s, lo llevaron a un pequeño comedor del hotel Hay-Adams. Fue un prolongado y tardío almuerzo entre amigos, un par de docenas de compañeros suyos del Congreso. Aunque pocos de ellos se habían apresurado a apoyarlo cuando había entrado en la carrera, en ese momento se mostraban entusiasmados con él. Casi todos disponían de sus propios encuestadores. El carro del vencedor ya estaba bajando por la ladera de la montaña.
Lake jamás había visto a sus viejos amigos tan felices a su alrededor.
La carta la preparó una mujer de la sección de Documentación llamada Bruce, uno de los tres mejores falsificadores de la Agencia. Clavadas con chinchetas en el tablero de corcho que colgaba justo por encima de la mesa de trabajo de su pequeño laboratorio estaban las cartas escritas por Ricky. Unos ejemplos estupendos, mucho más de lo que ella necesitaba. No tenía ni idea de quién era Ricky, pero no cabía duda de que su caligrafía era artificial. Era bastante uniforme y los ejemplos más recientes demostraban con toda claridad la adquisición de una soltura que sólo se conseguía con la práctica. El vocabulario no era nada especial, probablemente debido, según sospechaba ella, a un deliberado deseo de simplificación. La sintaxis contenía muy pocos errores. Bruce le calculaba una edad entre cuarenta y sesenta años y unos estudios superiores, como mínimo.
Sin embargo su misión no consistía en llegar a semejantes deducciones, por lo menos, no en aquel caso. Con la misma pluma y el mismo papel que utilizaba Ricky, escribió a Al una simpática notita. El texto lo había redactado otra persona, pero ella ignoraba quién. Y, además, no le importaba.
Decía: «Hola, Al, ¿dónde te has metido? ¿Por qué no has escrito? No te olvides de mí». Una carta de este tipo, pero con una agradable y pequeña sorpresa. Como Ricky no podía utilizar el teléfono, le enviaba a Al una cinta con un breve mensaje desde la misma clínica de desintoxicación.
Bruce escribió la carta en una hoja y después se pasó una hora trabajando con el sobre y le aplicó un matasellos de Neptune Beach, Florida.
No cerró el sobre. Su pequeño proyecto fue examinado y trasladado a otro laboratorio. La cinta la grabó un joven agente que había estudiado interpretación en la Universidad Northwestern. Con una suave voz sin acento, decía: «Hola, Al, soy Ricky. Espero que te sorprenda oír mi voz. Aquí no nos permiten utilizar el teléfono, pero no sé por qué razón, nos permiten enviar y recibir cintas. Estoy deseando salir de aquí». Después se pasaba un rato hablando de su desintoxicación y de lo mucho que odiaba a su tío y a la gente que dirigía Aladdin North. Sin embargo, reconocía que lo habían curado de su adicción. Estaba seguro de que, cuando volviera la vista atrás, no juzgaría aquel lugar con tanta dureza.
Sus palabras no eran más que pura cháchara. No hablaba de sus planes para cuando saliera de allí, no decía adónde iría ni qué pensaba hacer, sólo una vaga referencia a su esperanza de ver a Al algún día.
Aún no estaban preparados para lanzar el anzuelo a Al Konyers. El único propósito de la cinta era ocultar en su estuche un transmisor lo bastante potente como para conducirlos al archivo secreto de Lake. Un minúsculo micrófono en el sobre hubiera sido demasiado peligroso. Al hubiera podido descubrirlo.
En el Mailbox America de Chevy Chase, la CIA controlaba ahora ocho casillas, todas ellas debidamente alquiladas para un año por ocho personas distintas, las cuales tenían el mismo acceso que el señor Konyers a lo largo de las veinticuatro horas del día. Iban y venían a todas horas, comprobando lo que había en las casillas, recogiendo la correspondencia que ellas mismas enviaban y, cuando no miraba nadie, echando un pequeño vistazo a la casilla de Al.
Puesto que conocían sus horarios mejor que él mismo, dichas personas esperaban pacientemente a que terminara de cumplir sus compromisos. Estaban tan seguras de que saldría disimuladamente como la otra vez, vestido con un chándal como para correr un rato, que una noche conservaron la cinta hasta casi las diez. Después la colocaron en su casilla.
Cuatro horas más tarde, mientras una docena de agentes vigilaba todos sus movimientos, Lake el deportista bajó de un taxi delante de Mailbox America, entró apresuradamente con el rostro oculto por la larga visera de su gorra de corredor, se acercó a la casilla, retiró la correspondencia y regresó a toda prisa al vehículo.
Seis horas después abandonó Georgetown para desayunar en el Hilton, y los agentes esperaron. A las nueve dirigió la palabra a una asociación de jefes de policía y, a las once, a mil directores de centros de enseñanza secundaria. Almorzó con el portavoz del Congreso. A las tres grabó una agotadora entrevista con varios presentadores y después regresó a casa para hacer las maletas. Su itinerario le exigía salir del Aeropuerto Nacional Reagan a las ocho para volar rumbo a Dallas.
Lo siguieron hasta el aeropuerto, vieron despegar el Boeing 707 y llamaron a Langley. Cuando los dos agentes del servicio secreto llegaron para inspeccionar el perímetro de la residencia de Lake, la CIA ya estaba dentro.
El registro terminó en la cocina a los diez minutos de haber empezado. Un receptor manual captó la señal de la cinta. La encontraron en el cubo de la basura junto con un cartón de leche vacío, dos cajitas de cereales, unas toallas sucias de papel y la edición matinal del Washington Post. Una asistenta acudía a la casa dos veces por semana. Lake se había limitado a dejar la basura para que ella la sacara.
No encontraron el archivo de Lake por la sencilla razón de que no tenía ninguno. El hombre era listo y se deshacía de las pruebas.
Teddy casi lanzó un suspiro de alivio cuando se enteró. El equipo seguía escondido en la casa, esperando a que los del servicio secreto se fueran. Al menos Lake procuraba por todos los medios no dejar el menor rastro de lo que hacía en su vida secreta.
La cinta atemorizó a Aaron Lake. La lectura de las cartas de Ricky y la contemplación de su bello rostro le habían producido una nerviosa emoción. El muchacho estaba muy lejos y lo más probable era que jamás se vieran. Podían ser amigos epistolares, jugar al escondite desde lejos e ir aproximándose poco a poco, por lo menos, eso era lo que se proponía hacer Lake al principio.
Sin embargo, el hecho de oír la voz de Ricky se lo había hecho sentir mucho más cerca y lo había alarmado. Lo que había empezado meses atrás como un curioso jueguecito encerraba ahora unas horribles posibilidades. Era demasiado peligroso. Se echó a temblar ante la idea de que lo descubrieran.
Con todo, le parecía imposible. Estaba muy bien escondido detrás de la máscara de Al Konyers. Ricky no sabía quién era. En la cinta le decía Al eso y Al lo otro. El apartado de correos era su escudo.
No obstante, debía terminar con todo aquello. Por lo menos, de momento.
El Boeing estaba atestado de bien pagados colaboradores de Lake. No se fabricaban aparatos lo bastante grandes como para trasladar a todo su séquito. Si hubiera alquilado un 747, en cuestión de un par de días, este se habría llenado de miembros del CAP-D, consultores, asesores y encuestadores, por no mencionar el cada vez más numeroso ejército de guardaespaldas del servicio secreto.
Cuantas más primarias ganaba, tanto más pesaba su avión. Quizá le conviniera perder en un par de estados para poder soltar lastre.
En la oscuridad del aparato, Lake se tomó un zumo de tomate y decidió escribir a Ricky una carta de despedida. Le expresaría sus mejores deseos y daría por terminada la correspondencia. ¿Qué podía hacer aquel chico?
Estuvo tentado de redactar la nota allí mismo, acomodado en su mullido asiento giratorio y con los pies levantados. Sin embargo, en cualquier momento podía aparecer un asistente para comunicarle casi sin resuello una información que el candidato debía conocer inmediatamente. Carecía de intimidad. No disponía de tiempo para pensar, holgazanear o soñar despierto. Todos los pensamientos agradables eran interrumpidos por los resultados de una nueva encuesta, una noticia de última hora o la urgente necesidad de tomar una decisión.
Estaba seguro de que en la Casa Blanca podría esconderse. En otras ocasiones ya había sido ocupada por solitarios.