El memorándum se recibió por fax desde la oficina de la Supervisión Regional de la Dirección de Prisiones de Washington. Estaba dirigido a M. Emmitt Broon, el director de Trumble. Con el lacónico estilo habitual en estos casos, el supervisor señalaba que había estado revisando los datos del registro de Trumble y le preocupaba el número de visitas de un tal Trevor Carson, abogado de tres de los reclusos. El abogado Carson había llegado al extremo de acudir a la prisión prácticamente a diario.
Si bien era cierto que todo recluso tenía el derecho constitucional de reunirse con su abogado, el centro penitenciario también estaba facultado para regular el régimen de las visitas. Con carácter inmediato, las visitas entre abogado y cliente se limitarían a los martes, los jueves y los sábados, de tres a seis e la tarde.
El nuevo sistema permanecería en vigor durante un período de noventa días, transcurrido el cual se revisaría.
Al director le pareció muy adecuado. Él también empezaba a sospechar de las visitas casi diarias de Trevor. Había preguntado a los responsables del mostrador de recepción y a los guardias en un infructuoso intento de establecer la naturaleza exacta de toda aquella actividad legal. Link, el guardia que solía acompañar a Trevor a la sala de visitas y que normalmente se embolsaba un par de billetes de veinte dólares en cada visita, le dijo al director que el abogado y el señor Spicer hablaban de casos, recursos y cuestiones por el estilo.
—Una simple sarta de gilipolleces jurídicas —precisó Link.
—¿Y usted siempre registra su cartera de documentos? —había preguntado el director.
—Siempre —había asentido Link.
Por educación, el director llamó al señor Trevor Carson en Neptune Beach. Una mujer atendió el teléfono.
—Bufete jurídico —dijo en tono desabrido.
—Con el señor Trevor Carson, por favor.
—¿De parte de quién?
—De Emmitt Broon.
—Pues mire, señor Broon, en estos momentos está echando una siesta.
—Ya. ¿Podría usted despertarlo? Soy el director de la prisión federal de Trumble y necesito hablar con él.
—Un momento.
El director esperó un buen rato. Al final, la secretaria regresó diciendo:
—Disculpe. No he podido despertarlo. ¿Le digo que le llame?
—No, gracias. Le enviaré una nota por fax.
La idea de una estafa a la inversa se le ocurrió a York un domingo mientras jugaba al golf. A medida que el partido avanzaba, algunas veces en las pistas, pero con más frecuencia en la arena y los árboles, el plan se fue desarrollando y se convirtió en una idea brillante. Abandonó a sus amigos tras haber hecho catorce hoyos y llamó a Teddy.
Averiguarían la táctica de sus adversarios y desviarían su atención de Al Konyers. No tenían nada que perder.
La carta se la inventó York y fue encomendada a uno de los mejores falsificadores de la sección de Documentación. El amigo epistolar fue bautizado con el nombre de Brant White y su primera nota se escribió a mano en un sencillo pero caro papel blanco de cartas.
Querido Ricky,
He leído tu anuncio y me ha gustado. Tengo cincuenta y un años, estoy en plena forma y busco algo más que un amigo epistolar. Mi mujer y yo acabamos de comprarnos una casa en Palm Valley, cerca de Neptune Beach. Viajaremos allí dentro de tres semanas y tenemos previsto quedarnos dos meses.
Si te interesa, envía una fotografía. Si me gusta lo que veo, te daré más detalles.
Brant
El remite decía Brant, A. C. 88645, Upper Darby. Pennsylvania 19082.
Para ganar dos o tres días, la sección de Documentación aplicó un matasellos de Filadelfia y la carta fue enviada por vía aérea a Jacksonville, donde el agente Klockner la llevó directamente al pequeño apartado de Aladdin North, en la oficina de correos de Neptune Beach. Era un lunes.
Tras su siesta del día siguiente, Trevor recogió la correspondencia y se dirigió al oeste, saliendo de Jacksonville para seguir el conocido camino de Trumble. En la entrada lo saludaron los mismos guardias, Mackey y Vince, y él firmó en el mismo registro que Rufus le ofreció. Después siguió a Link hasta la zona de visitas y el rincón donde Spicer lo estaba esperando, en una de las salitas destinadas a las entrevistas con los abogados.
—Me están presionando —comentó Link mientras ambos entraban en la estancia.
Spicer no levantó la mirada, Trevor le entregó a Link dos billetes de veinte y este se los guardó en un santiamén.
—¿Quién? —preguntó Trevor al tiempo que abría la cartera de documentos.
Spicer estaba leyendo el periódico.
—El director.
—Pero si ya me ha recortado las visitas. ¿Qué más quiere?
—¿Es que no lo entiendes? —dijo Spicer sin soltar el periódico—. Aquí el señor Link está enfadado porque no le sueltas más pasta. ¿Verdad, Link?
—Tú lo has dicho. No sé qué clase de extraño negocio os lleváis entre manos, pero, si yo llevara a cabo un registro más exhaustivo, os veríais metidos en un buen lío, ¿a que sí?
—Te pago muy bien —replicó Trevor.
—Ni mucho menos.
—¿Cuánto quieres? —preguntó Spicer, mirando al guardia.
—Mil al mes, en efectivo —contestó Link, mirando a Trevor—. Los recogeré en su despacho.
—Mil al mes y no registrarás la correspondencia —puntualizó Spicer.
—De acuerdo.
—Y ni una sola palabra a nadie.
—De acuerdo.
—Trato hecho. Y ahora, largo de aquí.
Link los miró a los dos con una sonrisa en los labios y se retiró. Se situó al otro lado de la puerta y, pensando en las cámaras del circuito cerrado, atisbó de vez en cuando a través del cristal.
Dentro, el procedimiento sufrió una pequeña variación. El intercambio de correspondencia se produjo en primer lugar y sólo duró un segundo. De una vieja carpeta de cartulina, la misma de siempre, Joe Roy Spicer sacó las cartas de salida y se las entregó a Trevor, quien a su vez extrajo de su cartera la correspondencia de entrada y se la pasó a su cliente.
Había seis cartas para enviar. Algunos días había hasta diez y raras veces menos de cinco. A pesar de que Trevor no conservaba informes, copias o documentos en ningún archivo que demostrara su relación con la pequeña estafa de la Hermandad, sabía que tenía que haber veinte o treinta víctimas en potencia. Reconoció algunos nombres y direcciones.
Veintiuna, para ser más exactos, según los precisos archivos de Spicer. Veintiuna perspectivas serias y otras dieciocho algo dudosas. Casi cuarenta corresponsales escondidos en aquellos momentos en sus distintos armarios, algunos con el miedo metido en el cuerpo, otros cada vez más atrevidos a cada semana que pasaba y otros a punto de derribar la puerta de una patada y salir corriendo para ir al encuentro de Ricky o Percy.
Lo más difícil era conservar la paciencia. La estafa estaba dando resultado, el dinero cambiaba de mano y la tentación era exprimirlos con excesiva rapidez. Beech y Yarber estaban resultando ser unos trabajadores tan extraordinarios que a veces se pasaban varias horas seguidas redactando cartas bajo la dirección de Spicer. Hacía falta mucha disciplina para pescar a un nuevo amigo epistolar que tuviera dinero y convencerlo con lisonjas y bonitas palabras para ganarse su confianza.
—¿Estamos a punto de desplumar a alguien? —pregunto Trevor.
Spicer estaba examinando las nuevas cartas.
—No me digas que estás sin blanca —dijo—. Ganas más que nosotros.
—Pero mi dinero está tan guardado como el vuestro. Me gustaría tener un poco más para gastar.
—Y a mi, ¿no te jode? —Spicer estudió el sobre de Brant de Upper Derby, Pennsylvania—. Ah, este es nuevo —murmuró, y abrió la carta.
La leyó rápidamente y le sorprendió el tono. No tenía miedo, no se andaba por las ramas y no disimulaba. El tío estaba dispuesto a entrar inmediatamente en acción.
—¿Dónde queda Palm Valley? —preguntó.
—A quince kilómetros al sur de las playas. ¿Por qué?
—¿Qué clase de sitio es?
—Es uno de los mejores complejos de golf para jubilados ricos, casi todos procedentes del Norte.
—¿Cuánto valen las casas?
—Bueno, es que yo nunca he estado allí. Lo tienen todo vigilado y cerrado a cal y canto para que no entre nadie que pudiera robarles sus carritos de golf, pero…
—¿Cuánto valen las casas?
—No menos de un millón de dólares. He visto un par anunciadas por tres millones.
—Espera un momento —dijo Spicer, tomando la carpeta y encaminándose hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —le preguntó Trevor.
—A la biblioteca. Vuelvo dentro de media hora.
—Tengo cosas que hacer.
—Ni hablar. Tú te quedas aquí a leer el periódico.
Spicer le dijo algo a Link, quien cruzó con él la zona de visitas y lo acompañó hasta la salida del edificio de administración. Avanzó a grandes zancadas bordeando los cuidados parterres.
El sol calentaba mucho y los jardineros se estaban ganando sus cincuenta centavos la hora.
Lo mismo cabía decir de los custodios de la biblioteca jurídica. Beech y Yarber se encontraban en su salita de reuniones, jugando una partida de ajedrez tras haber hecho un alto en su trabajo, cuando Spicer entró como una exhalación con una insólita sonrisa en los labios.
—Muchachos, acabamos de pescar a uno muy gordo —anunció este, arrojando la carta de Brant sobre la mesa. Beech la leyó en voz alta.
—Palm Valley es un complejo de golf para ricachones —explicó orgullosamente Spicer—. Las casas valen unos tres millones. Al tío le sale el dinero por las orejas y no es muy aficionado al contacto epistolar.
—Parece que está muy interesado —observó Yarber.
—Debemos actuar con rapidez —indicó Spicer—. Quiere venirse hacia aquí dentro de tres semanas.
—¿Cuál es su máximo potencial? —preguntó Beech. Le encantaba la jerga de los grandes inversores.
—Por lo menos medio millón —contestó Spicer—. Hay que escribir la carta ahora mismo. Trevor está esperando.
Beech abrió una de sus muchas carpetas y exhibió la mercancía: hojas de papel en suaves tonos pastel.
—Yo me inclino por el color melocotón —dijo.
—Por supuesto —asintió Spicer—. Tiene que ser el color melocotón.
Ricky escribió una versión reducida de su carta de contacto inicial. Veintiocho años, estudios superiores, encerrado en una clínica de desintoxicación pero a punto de salir, probablemente en cuestión de diez días, se sentía muy solo y buscaba a un hombre maduro para entablar una relación. Resultaba muy cómodo que Brant fuera a vivir tan cerca, pues Ricky tenía una hermana en Jacksonville y se alojaría en su casa. No habría obstáculos ni dificultades. Estaría a disposición de Brant cuando este viajara al sur. Pero primero le gustaría ver una fotografía. ¿De veras Brant estaba casado? ¿Y su mujer? ¿Ella también viviría en Palm Valley? ¿O se quedaría en Pennsylvania? Qué estupendo seria que se quedara, ¿verdad?
Adjuntaron la misma fotografía en color que habían utilizado centenares de veces. Su efecto había sido irresistible.
Spicer regresó con el sobre de color melocotón a la sala de los abogados, donde Trevor estaba echando una siestecilla.
—Envíala inmediatamente —le ordenó bruscamente.
Dedicaron diez minutos a las apuestas de baloncesto y después se despidieron sin estrecharse la mano siquiera.
Mientras regresaba en su automóvil a Jacksonville, Trevor llamó a su corredor de apuestas, uno nuevo y más importante, ahora que él también apostaba. El agente Klockner y su grupo de expertos estaban al acecho y seguían las apuestas de Trevor como de costumbre. No le iban mal las cosas, hasta cuatro mil quinientos dólares en las dos últimas semanas. En cambio, su bufete había anotado en su registro ochocientos dólares en el mismo período.
Aparte del teléfono, en el Escarabajo había cuatro micrófonos, casi todos ellos de escaso valor, pero de funcionamiento intachable. Y debajo de cada parachoques habían instalado un transmisor, ambos conectados con el sistema eléctrico del vehículo y controlados cuando Trevor bebía o dormía. Un poderoso receptor instalado en la casa de enfrente seguía al Escarabajo dondequiera que fuera. Mientras circulaba por la autopista hablando por teléfono dándose aires de importancia, repartía dinero por ahí como un gran jugador de Las Vegas o tomaba sorbos de café demasiado caliente en la pequeña tienda de ultramarinos donde había efectuado una rápida parada, Trevor emitía más señales que la mayoría de aviones privados.
El gran «Supermartes». 7 de marzo. A las nueve de la noche, dos horas después del cierre de los colegios electorales de Nueva York, Aaron Lake cruzó triunfalmente el estrado del gran salón de banquetes de un hotel de Manhattan mientras miles de personas lo vitoreaban, la música sonaba a todo volumen y caían globos desde lo alto. Había ganado en Nueva York con el cuarenta y tres por ciento de los votos. El gobernador Tarry sólo había obtenido un miserable veintinueve por ciento y el resto se lo habían repartido los otros perdedores. Lake abrazó a personas a las que jamás había visto, saludó con la mano a gentes a las que jamás volvería a ver y pronunció un emocionante discurso de victoria sin la ayuda de ninguna nota.
Acto seguido se fue a toda prisa a Los Ángeles para celebrar otra victoria. Durante cuatro horas, a bordo del nuevo jet Boeing con capacidad para cien pasajeros alquilado por un millón de dólares al mes, volando a una velocidad de ochocientos kilómetros por hora a una altura de doce mil metros, él y su equipo de colaboradores siguieron los resultados de los doce estados que participaban en la gran cita electoral. En toda la Costa Este, donde los colegios electorales ya habían cerrado, Lake ganó por los pelos en Maine y Connecticut pero se alzó con una clara victoria en Nueva York, Massachusetts, Maryland y Georgia. Perdió en Rhode Island por ochocientos votos y ganó en Vermont por mil. Mientras sobrevolaba Misuri, la CNN lo proclamó ganador en aquel estado por cuatro puntos sobre el gobernador Tarry. La victoria en Ohio fue también muy apretada.
Cuando Lake llegó a California, la victoria ya era un hecho. De los quinientos noventa y un delegados que estaban en juego, captó trescientos noventa. Había conseguido, además, consolidar la tendencia a la alza. Sin embargo, en ese momento lo más importante era que Aaron Lake tenía dinero. El gobernador Tarry se estaba desmoronando a ojos vista y todas las apuestas se centraban en Lake.